El aroma cálido y perfumado invadió la entrada de la biblioteca en cuanto Luís Rocha apareció con la bandeja. Llamó a Tomás al pequeño recinto oculto a la izquierda, justo después de la entrada, y entró apresuradamente en la exigua sala con la actitud de quien está a punto de cometer una travesura. Dejó la bandeja en una mesita y, en cuanto el visitante se acomodó en aquel estrecho espacio, cogió una taza humeante —se elevaba el vapor del líquido cremoso y con cuerpo—, cuyo color se asemejaba al de una nuez ligeramente rojiza, y sonrió.
—Un café expreso —dijo, extendiéndole la taza a Tomás—. ¿Quiere azúcar?
—Sí.
Tomás cogió un sobrecito, lo echó en la taza caliente y revolvió el café después.
—Si el director de la biblioteca nos ve, nos mata —comentó el físico con una risa baja, después de asomarse hacia fuera para asegurarse de que nadie los había visto.
Tomás observó el cuartucho desordenado donde se habían escondido.
—Por eso hemos venido aquí, ¿no?
—Sí —confirmó el anfitrión con el tono de quien conspira—. En este rinconcito estaremos más a gusto.
—¿No habría sido mejor que saliésemos para ir a una terraza?
—No, aquí escondidos estamos bien. Nadie nos va a encontrar. —Inhaló el aroma que se desprendía con el vapor—. ¿Sabe?, la verdad es que no logro mantenerme sin un café en estas ocasiones. No hay nada mejor que un café expreso antes de un diálogo complicado. Me ayuda a concentrarme mejor en las ideas.
—¿Nuestro diálogo va a ser complejo?
—Entender lo que voy a decirle no será complejo —dijo Luís—. Lo complejo es hacer que todo esto no parezca complejo, ¿entiende? —Guiñó el ojo—. ¡Eso es lo complejo!
—La simplicidad es compleja.
—Más de lo que las personas se imaginan. Me he pasado toda la investigación bebiendo café expreso, ¿qué le parece? Yo con el café expreso, y el profesor Siza con un café frío que aprendió a hacer en Italia, un líquido helado con nata montada en la superficie. Lo llamaba granita di caffé.
—Ése es un café frappé, ¿no?
—Sí, él tenía la manía de beber ese mejunje —dijo, y se estremeció—. En invierno, ese café frío me daba náuseas…, pero, en fin, sobre gustos no hay nada escrito, ¿no es verdad?
—Es evidente.
Bebieron un trago de café. Tenía un sabor fuerte, muy peculiar, con el líquido cremoso que dejaba un agradable sabor que persistía en la boca.
Luís Rocha dejó su taza en la bandeja y se concentró en lo que tenía que decir.
—Bien, vamos al grano —exclamó, preparándose para comenzar—. Ya me ha dicho que el amigo tibetano del profesor Siza le explicó lo que ocurrió en Princeton en 1951, ¿no?
—Sí, él me lo contó todo.
—Por tanto, usted ya sabe la historia del primer ministro de Israel, el desafío que le hizo a Einstein, la elaboración de La fórmula de Dios y el requisito de encontrar una segunda vía científica antes de hacer público el manuscrito. Nada de esto es novedad para usted, ¿no?
—No. Todo eso ya lo sé.
—Muy bien —suspiró—. Lo que ocurrió fue que el profesor Siza se tomó muy a pecho el proyecto de Einstein y decidió dedicar su vida a intentar resolver ese misterio. ¿Sería posible encontrar una segunda vía que probase científicamente la existencia de Dios? Era ése, ni más ni menos, el desafío con el que se enfrentaba.
—¿Y cómo llegó a enfrentarlo?
—Bien, lo primero que tuvo que hacer fue definir el objeto de estudio. ¿Qué es Dios? Cuando hablamos de Dios, ¿de qué estamos hablando exactamente? ¿Del Dios que describe la Biblia?
—Supongo que sí…
—Pero el Dios que describe la Biblia, como le expliqué hace dos semanas, es absurdo. —Se levantó y salió del cuarto. Se dirigió a un estante cercano, cogió un enorme volumen soberbiamente encuadernado, volvió al escondrijo y se sentó con la obra abierta en el regazo—. Déjeme ver dónde está —dijo. Hojeó las páginas iniciales hasta localizar el fragmento que buscaba—. Aquí está. Justo al comienzo del Antiguo Testamento se lee que Dios quiso dar al hombre alguien que lo ayudase y, entonces, hizo lo siguiente: «Y Yavé Dios trajo ante Adán todos cuantos animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría, y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera». Después la Biblia añade: «pero entre todos ellos no había para Adán ayuda semejante a él. Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre Adán un profundo sopor; y dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que de Adán tomara, formó Yavé Dios a la mujer». —Alzó la cabeza—. ¿No ve nada extraño en este relato?
Tomás se encogió de hombros.
—Es decir…, bueno…, es un relato bíblico, ¿no?
—Pero ¿no se supone que Dios es omnisciente? ¿No sabría Él de antemano que ninguno de los animales podía dar la ayuda adecuada? ¿Por qué razón estuvo Dios esperando a ver qué nombre les daba el hombre a los animales? Al ser omnisciente, ¿no podría saberlo previamente? —Hojeó unas páginas más—. Y ahora fíjese en lo que ocurrió cuando Dios decidió provocar el diluvio: «se arrepintió de haber hecho al hombre en la Tierra». —Volvió a mirar a Tomás a los ojos—. ¿Que Dios se arrepintió? Una vez más, ¿no era omnisciente? ¿No podía haber visto anticipadamente que el hombre se corrompería? Siendo perfecto y todopoderoso, ¿no tendría más sentido que Dios lo previese todo en tiempo útil? ¿Qué historia es esta de Dios dedicándose a enmendar sus errores? Pero, al final, Dios comete errores, ¿no?
—Pues…
—Y eso por no hablar, claro, de la vieja paradoja de que Dios es omnipotente y bueno, pero deja que el mal se difunda por todas partes. Entonces, si Él es bueno y tiene poder para imponer el bien, ¿por qué razón deja que el mal exista? Si es perfecto, ¿por qué razón ha hecho al hombre tan imperfecto? —Cerró el volumen y lo dejó en el suelo—. Todo esto dejó convencido a Einstein de que Dios, de existir, no es el Dios de la Biblia. Es una entidad omnisciente e inteligente, la fuerza por detrás del universo, el gran arquitecto de todo, pero no la figura antropomórfica, paternal y moral de la Biblia. Y el profesor Siza asimiló esa convicción de Einstein.
—Por tanto, eso quiere decir que el profesor no partió en busca del Dios de la Biblia…
—Claro que no. Además, siempre consideró que el gran fracaso de los teólogos en demostrar científicamente la existencia de Dios se debe a su obsesión por exigir que esa demostración incluya al Dios de la Biblia. Pero el Dios de la Biblia contiene demasiadas incoherencias, no es creíble que Él exista. Dios no es una figura protectora que se pasa la vida preocupado por lo que hacen los hombres. Ese Dios es una creación humana, un concepto que inventamos para sentirnos más seguros, más protegidos, más confortados. Dígame si no es agradable tener un padre que nos tutele siempre.
—Pero… ¿y la prueba de la creación del universo en seis días que aparece en el manuscrito de Einstein? ¿No cree que eso confirma lo que dice la Biblia?
—Ése es un elemento muy importante —reconoció Luís Rocha—. Como le he dicho, Einstein estaba convencido de que el Dios de la Biblia no existía. Pero lo que ocurrió fue que, al mismo tiempo, concluyó que había verdades profundas misteriosamente ocultas en el Antiguo Testamento.
—¿Cuál es la explicación para ese hecho?
—No hay explicación. La realidad es que, por algún motivo desconocido, los textos antiguos guardan secretos ocultos. Por ejemplo, se ha descubierto que existe una extraña correlación entre las verdades cabalísticas, vinculadas a la interpretación del Antiguo Testamento, y las teorías más avanzadas de la física.
—¿Cómo es eso?
—Mire, una de las candidatas más promisorias a la teoría del todo es la teoría de las cuerdas. Es un poco complicado explicarla, pero sus ecuaciones prevén que la materia básica está formada por cuerdas que vibran, existentes en un espacio de veintiséis dimensiones para las micropartículas de energía, llamadas bosones, y diez dimensiones para las otras micropartículas, los fermiones. Así como la fuerza fuerte y la fuerza débil permanecieron circunscritas al microcosmos después del Big Bang, los físicos creen que veintidós dimensiones permanecieron igualmente circunscritas al microcosmos después de la creación del universo. Por algún motivo, sólo la gravedad y la fuerza electromagnética extendieron una influencia visible al macrocosmos, y lo mismo ocurrió con sólo cuatro dimensiones espacio-temporales. Por ello nos parece que el universo tiene tres dimensiones espaciales y una temporal. Son ésas las que afectan a nuestro mundo visible, pero hay otras veintidós que permanecen invisibles en el microcosmos, sólo capaces de influir en el comportamiento de las micropartículas.
—¿Eso es posible?
—La matemática indica que sí —asintió el físico—. Pero ahora dígame: ¿usted está familiarizado con la cábala?
—Sí, claro. Soy historiador, especialista en lenguas antiguas y criptoanalista. Por tanto, tengo la obligación de conocer la cábala, ¿no? Además, me he dedicado en los últimos años a aprender hebreo y arameo, de modo que éste es un terreno en el que puedo moverme con soltura.
—Menos mal, porque así podrá entender mejor la relación entre una de las teorías más avanzadas de la física, la teoría de las cuerdas, y la cábala.
Tomás se mostró intrigado.
—¿La relación entre la física y la cábala? ¿De qué está hablando?
El físico sonrió.
—Profesor, supongo que sabe lo que es el Árbol de la Vida…
—Desde luego —repuso el historiador—. El Árbol de la Vida es la estructura cabalística que explica el acto de nacimiento del universo, la unidad elemental de la Creación, la menor partícula indivisible que contiene los elementos del todo. Está constituido por diez sephirot, o sea, diez emanaciones manifestadas por Dios en la Creación. Cada uno de los diez sephirot corresponde a un atributo divino.
—Repita: ¿cuántos sephirot tiene el Árbol de la Vida?
—Diez.
—Muy bien —exclamó satisfecho—. Supongo que también sabe qué es la guematría.
—Claro —dijo Tomás, siempre muy confiado en ese ámbito del saber—. Es una técnica cabalística que obtiene el valor numérico de las palabras de la Biblia a través de la correspondencia entre las letras del alfabeto hebreo y los guarismos. Dicen los cabalistas que Dios creó el universo con números y palabras, y que cada número y cada palabra contienen un misterio y una revelación. Por ejemplo, la primera palabra del Antiguo testamento es bereshith, que significa «al principio». Pero si dividimos bereshith en dos palabras queda bere, «creó», y shith, «seis». La Creación duró seis días. ¿Lo ve? Ésta es una forma de la guematría. La primera palabra del Antiguo Testamento contiene en sí los seis días de la Creación. Otra forma de guematría es el puro cómputo de las letras. Dice el Génesis que Abraham llevó 318 siervos a una batalla. Pero el valor numérico del nombre de su siervo Eliezer, según descubrieron los cabalistas, es 318, lo que quiere decir que Abraham sólo llevó consigo a su único siervo.
—Ya veo que domina el tema —observó Luís Rocha—. Entonces dígame ahora cuál es la guematría del mayor nombre de Dios.
—Bien…, pues… el mayor nombre de Dios es…, eh…, Yodhey Vavhey. Pero confieso que no sé cuál es la guematría correspondiente a este nombre. Tendría que hacer las cuentas…
—La guematría del mayor nombre de Dios es veintiséis. —Inclinó la cabeza—. ¿Cuántas letras tiene el alfabeto hebreo?
—Veintidós.
—Y ahora una última pregunta —dijo el físico—. Según los cabalistas, ¿cuántos son los caminos de la sabiduría que ha recorrido Dios para crear el universo?
—Treinta y seis. Los caminos que ha recorrido Dios para crear el universo corresponden a la relación de los diez sephirot del Árbol de la Vida con las veintidós letras del alfabeto hebreo, a los que se añaden cuatro caminos más.
Luís Rocha sonrió.
—¿Se ha fijado en todas esas coincidencias?
—¿Qué coincidencias?
—Diez sephirot cabalísticos para crear el universo, diez dimensiones en las cuerdas de los fermiones para crear la materia —dijo, alzando un dedo, y añadió un segundo dedo—. Veintiséis es la guematría del mayor nombre de Dios, veintiséis son las dimensiones en las cuerdas de los bosones para crear la materia. —Alzó un tercer dedo—. Veintidós letras del alfabeto hebreo, veintidós las dimensiones que permanecen ocultas en el microcosmos. —Ahora el cuarto—. Treinta y seis caminos que Dios ha recorrido para crear el universo, treinta y seis es la suma de las dimensiones en las que vibran los bosones y los fermiones. —Guiñó el ojo, como un niño que ha descubierto la llave del cuarto de los juguetes—. ¿Será coincidencia?
—Bien…, pues… eso es realmente sorprendente.
—Lo que Einstein comprobó es que los textos sagrados contienen verdades científicas profundas, imposibles de conocer en su tiempo. Y no es sólo en la Biblia, ¿sabe? Los textos hindúes, los textos budistas, los textos taoístas, todos ellos encierran verdades eternas, aquel tipo de verdades que sólo ahora la ciencia comienza a desvelar. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿cómo tuvieron acceso a esas verdades los sabios antiguos?
Se hizo una pausa.
—¿Y cuál es la respuesta?
—No lo sé. Nadie lo sabe. Puede ser todo coincidencia, claro. A fin de cuentas, al ser humano le gusta encontrar moldes en todo, ¿no? Pero también puede ser que, así como las micropartículas de la experiencia Aspect no son más que inmanencias de un único real, las verdades científicas que contienen las Sagradas Escrituras constituyan inmanencias de ese mismo real único. Es como si a los sabios antiguos los hubiese inspirado algo profundo, eterno, omnipresente pero invisible.
—Ya veo…
—Todo esto para decirle que, aunque Einstein y el profesor Siza no creyesen en el Dios de la Biblia, ambos consideraban que, en determinados aspectos y bajo determinadas formas, las Sagradas Escrituras ocultaban misteriosamente verdades profundas.
Bebieron un poco más de café.
—De cualquier modo, y a pesar de esas extrañas coincidencias, el Dios que buscó el profesor Siza no fue el Dios de la Biblia…
—Eso es —asintió Luís Rocha—. No fue el Dios de la Biblia. Fue algo diferente. El profesor Siza se dedicó a buscar una fuerza creadora, inteligente y consciente, pero no necesariamente moral, ni buena ni mala. —Suspiró—. Así, delimitado el campo de investigación, redefiniéndose el objeto de estudio, hubo que encarar una segunda definición: ¿qué significa probar la existencia de Dios?
El físico dejó la pregunta en el aire.
—¿Me lo está preguntando a mí? —quiso saber Tomás, vacilante, sin saber si la pregunta era meramente retórica o esperaba, en efecto, una respuesta.
—Sí, claro. ¿Qué significa probar la existencia de Dios?
—Bien…, no lo sé, confieso que no lo sé.
—¿Será conseguir un telescopio tan poderoso que nos permita ver a Dios, con sus grandes barbas de patriarca, jugando con las estrellas? ¿Será desarrollar una ecuación matemática que contenga el ADN de Dios? Pero, al fin y al cabo, ¿qué significa probar la existencia de Dios?
—Es una buena pregunta, sin duda —consideró Tomás—. ¿Cuál es la respuesta?
Luís Rocha mostró tres dedos.
—La respuesta se asienta en tres puntos —dijo—. Primero: Dios es sutil. A través de la teoría del caos, de los teoremas de la incompletitud y del principio de incertidumbre, acabamos entendiendo que el Creador ocultó su firma, se escondió detrás de un fino velo ingeniosamente concebido para que lo hiciese invisible. Eso, como es fácil de ver, dificulta seriamente la tarea de probar su existencia. —Destacó el segundo dedo—. Segundo: Dios no es inteligible a través de la observación. Esto quiere decir que no es posible probar su existencia mediante un telescopio o un microscopio.
—¿Y por qué no? —interrumpió Tomás.
—Bien, por varios motivos —repuso el físico—. Fíjese: imagine que el universo es Dios, como sostenía Einstein. ¿Cómo observarlo en su totalidad? El profesor Siza llegó a la conclusión de que los físicos y los matemáticos estaban observando el universo como un ingeniero mira un televisor. Imagine que le pregunta a un ingeniero: ¿qué es la televisión? El ingeniero se pone a observar un televisor, lo abre, lo desarma todo, y después dice que la televisión son cables y circuitos eléctricos estructurados de una determinada manera. —Señaló a Tomás—. Pero ahora le pregunto a usted: ¿cree que eso da una respuesta completa a la cuestión de saber qué es la televisión?
—Pues… da una respuesta de ingeniero, creo yo.
—Eso es, da una respuesta de ingeniero. Pero la televisión, siendo cables y circuitos eléctricos, es mucho más que eso, ¿no? La televisión transmite programas de información y entretenimiento, tiene un impacto psicológico en cada persona, permite la transmisión de mensajes, produce vastos efectos sociológicos en la sociedad, tiene dimensión política y cultural, en fin…, es algo mucho más amplio que la mera descripción de sus componentes tecnológicos.
—¿Está planteando el problema aquel del que ya me había hablado, el hardware y el software?
—Ni más ni menos —asintió Luís Rocha—. La perspectiva reduccionista, que se centra en el hardware, y la perspectiva semántica, inserta en el software. Los físicos y los matemáticos miran el universo como un ingeniero mira un televisor o un ordenador. Sólo ven los átomos y la materia, las fuerzas y las leyes que las rigen, y todo eso, si nos fijamos bien, no es más que el hardware. Pero ¿cuál es el mensaje de este enorme televisor? ¿Cuál es el programa de este gigantesco ordenador? El profesor Siza concluyó que el universo tiene un programa, dispone de un software, posee una dimensión que está mucho más allá de la suma de sus componentes. O sea, que el universo es mucho más que el hardware que lo constituye. Es un gigantesco programa de software. El hardware sólo existe para hacer viable ese programa.
—Como un ser humano —observó Tomás.
—Exacto. Un ser humano está hecho de células, tejidos, órganos, sangre y nervios. Eso es el hardware. Pero el ser humano es mucho más que eso. Es una estructura compleja que posee conciencia, que ríe, que llora, que piensa, que sufre, que canta, que sueña y que desea. O sea, somos mucho, mucho más que la mera suma de las partes que nos constituyen. Nuestro cuerpo es el hardware por donde pasa el software de nuestra conciencia. —Hizo un gesto amplio con los brazos—. Así es también la realidad más profunda de la existencia. El universo es el hardware por donde pasa el software de Dios.
—Es una idea audaz —consideró Tomás—. Pero tiene su lógica.
—Lo que nos remite al problema del infinito —exclamó el físico—. Fíjese: si el universo es el hardware de Dios, se plantean varias cuestiones curiosas, ¿no? Por ejemplo, dado que nosotros, seres humanos, formamos parte del universo, eso significa que nosotros somos parte del hardware, ¿no? Pero ¿acaso somos también, nosotros mismos, un universo? ¿Acaso el universo es alguien inmensamente grande, tan grande que no lo vemos, tan grande que se vuelve invisible? ¿Alguien tan grande para nosotros como tan grandes somos nosotros para nuestras células? ¿Acaso estamos en relación con el universo como las neuronas están en relación con nosotros? ¿Acaso somos el universo de las neuronas y somos las neuronas de alguien mucho mayor? ¿Acaso el universo es una entidad orgánica y nosotros no somos más que sus células minúsculas? ¿Seremos nosotros el dios de nuestras células y nosotros las células de Dios?
Ambos se quedaron un buen rato digiriendo aquellos interrogantes.
—¿A usted qué le parece? —quiso saber Tomás.
—Creo que el problema del infinito responde a una trama —respondió Luís Rocha—. ¿Sabe?, nosotros, los físicos, andamos en busca de partículas fundamentales, pero siempre que las encontramos acabamos descubriendo que ellas, en definitiva, están compuestas por partículas más pequeñas. Primero se pensaba que el átomo era la partícula fundamental. Después se descubrió que el átomo estaba constituido por partículas más pequeñas, los protones, los neutrones y los electrones. Entonces se consideró que ésas eran las partículas fundamentales. Pero finalmente se descubrió que los protones y los neutrones están formados por otras micropartículas más pequeñas, los quarks. Y hay quien piensa que los quarks están formados por nuevas micropartículas aún más pequeñas, y las más pequeñas por otras más pequeñas. El microcosmos es infinitamente pequeño.
—Como la paradoja de Zenón —comentó Tomás, con una sonrisa—. Todo es divisible por la mitad.
—Exacto —coincidió el físico—. Y, por la misma razón, todo es multiplicable por el doble. Por ejemplo, nuestro universo es enorme, ¿no? Pero las últimas teorías cosmológicas admiten la posibilidad de que éste es sólo uno entre billones de universos. Nuestro universo nació, está creciendo y, según demuestra la segunda ley de la termodinámica, morirá. A su lado existirán muchos otros iguales. Es como si nuestro universo no fuese más que una burbuja de espuma en un océano inmenso, al lado de otras incontables burbujas de espuma iguales. —Hizo una pausa—. Lo llaman el metauniverso.
—Por tanto, el universo es infinito.
—Es una posibilidad. Pero no es la única.
—¿Existe otra?
—Existe la posibilidad de que el universo sea finito.
—¿Que el universo sea finito? ¿Le parece posible?
—Oiga: es otra posibilidad.
—Pero ¿cómo es posible? Si el universo fuese finito, ¿qué hay más allá de su límite?
—Siendo finito, no tendría límite.
—¿Cómo? No lo entiendo…
—Es sencillo. Fernando de Magallanes comenzó a navegar hacia el oeste, ¿no es así? Navegó, navegó, navegó y, para su gran sorpresa, fue a parar al punto de partida. —Luís Rocha alzó las manos y las hizo girar, como si sujetase una pelota—. O sea, que probó que la Tierra es finita, pero no tiene límite. Es posible que el universo sea también así. Finito, pero sin límites.
—Ahora entiendo.
Los dos acabaron el café.
—Bien, todo esto porque le estaba diciendo que la respuesta a la cuestión de la prueba de la existencia de Dios se asienta en tres puntos fundamentales. El primero es la comprobación de que Dios es sutil, y el segundo es la comprobación de que no lo podemos observar mediante un telescopio o un microscopio. —Alzó un tercer dedo—. Pero, a pesar de todas las dificultades, hay una manera indirecta de llegar a la prueba de la existencia de Dios.
—¿Cómo?
—A través de la búsqueda de dos rasgos esenciales: la inteligencia y la intención. El profesor Siza determinó que, para saber si una inteligencia consciente creó el universo, tenemos que dar respuesta a una pregunta fundamental: ¿existe o no inteligencia e intención en la creación del universo? —Inclinó la cabeza—. No basta con que la respuesta sea afirmativa en relación con uno de estos puntos. Tiene que ser afirmativa en relación con los dos, ¿entiende?
Tomás hizo un gesto reflexivo.
—No muy bien. ¿No le parece que es suficiente si logro probar que hay inteligencia?
—Claro que no —repuso Luís Rocha—. Fijándonos en la rotación de la Tierra alrededor del Sol, nos parece evidente que hay inteligencia en el movimiento. Pero esa inteligencia ¿es intencional o fortuita? Es que, fíjese, todo puede ser fruto de la mera causalidad, ¿o no? Si el universo es infinitamente grande, es inevitable que, en un número infinito de situaciones diferentes, algunas exhiban las características de la nuestra. Por tanto, si la inteligencia de las cosas es fortuita, no es posible ver ahí, con toda certidumbre, la mano de Dios, ¿no? Tenemos también que determinar si hay intención.
—Estoy entendiendo.
—El problema es que el concepto de intención es muy difícil de concretar. Cualquier profesor de la Facultad de Derecho le dirá eso. En un juicio en un tribunal, una de las grandes dificultades consiste justamente en determinar la intención del acusado cuando cometió determinado acto. El acusado mató a una persona, pero ¿la mató porque quiso matarla o fue un accidente? El acusado sabe que matar con intención es más grave y, en general, argumenta que mató pero no quiso matar, todo no fue más que una jugada de la mala suerte. La dificultad, pues, es determinar la intención del acto. —Hizo un gesto amplio con los brazos—. Lo mismo ocurre en el universo. Mirando todo lo que nos rodea, podemos comprobar que existe una gran inteligencia en la concepción de las cosas. Pero ¿esa inteligencia es fortuita o existe una intención por detrás de todo? De haber intención, ¿cuál es esa intención? Y, elemento crucial, ¿existirá alguna manera de, habiendo intención, demostrar su existencia?
—¿No está la respuesta en aquella metáfora del reloj que usted me explicó el otro día?
—Sí, el reloj de William Paley es un argumento poderosísimo. Si encontramos en el suelo un reloj y lo analizamos, enseguida nos damos cuenta de que lo ha concebido un ser inteligente con una intención. Así, pues, si eso es válido para algo tan simple como un mero reloj, ¿por qué no sería válido para algo tan inmensamente más inteligente y complejo como es el universo?
—Justamente. ¿Eso no sirve de prueba?
—Es un poderoso indicio de inteligencia e intención, pero no es una prueba.
—Entonces, ¿cómo puede colegirse la prueba?
Luís Rocha se enderezó en la silla.
—Fue Einstein quien dio la pista —dijo.
—¿Qué pista?
El físico se levantó de su sitio e invitó a Tomás a que lo siguiese fuera de aquella exigua sala.
—Venga —dijo—. Le voy a mostrar la segunda vía.