El olor característico de los hospitales, aquel leve aroma aséptico que parece pegarse a las paredes blancas, hizo que Tomás se moviese molesto en su asiento. Miró hacia un lado y, con gesto cariñoso, acarició los cabellos rizados de su madre, cabellos de un rubio a la vez artificial y natural; artificial por estar teñidos, natural porque ése era el color de su juventud. Doña Graça apretaba un pañuelo en la mano y tenía los ojos enrojecidos, pero se mostraba controlada; sabía que, cuando volviese a ver a su marido, tendría que estar ante él confiada, positiva, llena de energía, y esa noción le daba fuerzas para dominar la angustia que la asolaba.
Sintieron un movimiento en la puerta. Un hombre calvo, con bata blanca y gafas graduadas, entró en la salita y fue a reunirse con ellos. Besó a doña Graça en las mejillas y le tendió la mano a Tomás.
—Ricardo Gouveia —se presentó—. ¿Cómo está?
Era el médico del padre.
—Hola, doctor. Soy el hijo del profesor Noronha.
—¡Ah, el aventurero! —sonrió el médico—. Sus padres hablan mucho de usted, ¿lo sabía?
—¿Ah, sí? ¿Y qué le cuentan?
Gouveia guiñó el ojo.
—¿Nunca ha oído decir que las conversaciones de los pacientes con sus médicos son confidenciales?
El médico les hizo señas para que lo siguiesen y los llevó hasta un pequeño despacho, dominado por la reproducción de un cuerpo humano en tamaño natural con las entrañas a la vista. Les pidió que se sentasen frente al escritorio, y él mismo se acomodó en su sitio. Hojeó unos papeles y se tomó unos minutos antes de responder a las miradas ansiosas pendientes de él. Parecía estar intentando ganar tiempo, pero acabó alzando la cabeza.
—Lamento decírselo, pero no hay grandes cambios en el estado de salud de su marido —dijo Gouveia, volviéndose hacia doña Graça—. Sigue tal como entró ayer. Lo único que se puede añadir es que parece haberse estabilizado.
—¿Y eso es bueno? —preguntó ella, muy nerviosa.
—Bien…, por lo menos no es malo.
—¿Manel logra respirar, doctor?
—Con dificultad —respondió el médico—. Estamos administrándole oxígeno y medicamentos que dilatan las vías respiratorias, con tal de aliviar el problema, pero las dificultades persisten.
—Ay, Virgen santísima —se acongojó doña Graça, angustiada—. Está sufriendo mucho, ¿no?
—No, eso no.
—Dígame la verdad, por favor.
—No está sufriendo, se lo aseguro. Ayer entró aquí con dolores, así que le hemos dado un narcótico fuerte, que lo ha aliviado bastante.
Doña Graça se mordió el labio inferior.
—Usted piensa, doctor, que él ya no se recuperará, ¿no?
Gouveia suspiró.
—Su marido tiene una enfermedad muy grave, doña Graça. No hay que olvidarse de eso. Yo, en su caso, y como ya le dije ayer, me prepararía para lo peor. —Torció la boca—. En todo caso, no es imposible que mejore. Hay muchas historias de situaciones dramáticas que se invirtieron en el último instante. Quién sabe si eso podrá ocurrir también ahora. Pero, de cualquier modo, me parece que hay que encarar esta situación con realismo y con serenidad. —Esbozó una expresión resignada—. La vida es así, ¿no? A veces tenemos que aceptar las cosas, aun cuando nos resulte muy difícil.
Tomás, que hasta entonces se había mantenido callado, se revolvió en la silla, intranquilo.
—Doctor, ¿me podría explicar lo que le ocurre exactamente a mi padre?
—Su padre tiene un carcinoma de células escamosas, en fase cuatro —repuso el médico, visiblemente aliviado por poder entrar en las explicaciones técnicas, terreno en el que se sentía más a sus anchas.
—Eso es un cáncer de pulmón, ¿no?
—Es un cáncer de pulmón que ya se ha extendido por todo el cuerpo. Tiene metástasis en el cerebro, en los huesos y, ahora, también en el hígado.
—¿Eso no tiene cura?
El médico meneó la cabeza.
—Me temo que no.
—¿Y tratamiento?
—En el estado en que su padre se encuentra, no me parece que sea posible un tratamiento. Normalmente, este tipo de cáncer debe enfrentarse con cirugía, pero no cuando se encuentra en fase cuatro, en la que ya se ha extendido por todas partes. Cuando el caso se vuelve inoperable, volvemos a la radioterapia, que es lo que su padre ha hecho en los últimos tiempos.
—¿Y cuál es el objetivo de la radioterapia? ¿Curarlo?
—No. Como ya le he dicho, no veo posibilidades de curación. —Hizo un gesto vago hacia arriba—. A no ser que haya intervención divina, claro. A veces ocurren milagros…
—Entonces, ¿para qué sirve la radioterapia? ¿Sólo para ganar tiempo?
—Sí, sólo consigue retardar la evolución de la enfermedad. Además, sirve igualmente para controlar el dolor de huesos. —Se levantó e indicó dos puntos en el cuerpo de plástico en tamaño natural que se encontraba al lado del escritorio—. Por otro lado, alivia aquí el síndrome de la vena cava superior y la compresión de la médula espinal. —Volvió a sentarse—. Claro que la radioterapia tiene sus inconvenientes, ¿no? Uno de ellos es que inflama los pulmones, lo que provoca tos, fiebre y disnea.
—¿Dis… qué?
—Disnea. Dificultad para respirar.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo se enfrentan a esos efectos?
—Administramos unos medicamentos llamados corticosteroides, como la prednisona, que alivian los síntomas.
—¿Y cuánto tiempo más se consigue prolongar la vida de alguien en esa situación?
El médico esbozó una expresión indecisa.
—Bien…, pues… depende de los casos, ¿no? Hay quien dura más, hay quien resiste menos. Es difícil decirlo…
—Pero ¿cuál es la media?
Gouveia frunció los labios, pensativo.
—Mire, yo diría que la supervivencia al cabo de cinco años es inferior a un diez por ciento. Tal vez ronde en realidad el cinco por ciento.
—Vaya —murmuró Tomás, atónito—. ¿Tan poco?
—Sí. —El médico se frotó el mentón—. Y lo peor es que el cáncer de pulmón es una neoplasia muy frecuente, ¿sabía? Es la principal causa de muerte por cáncer. Una de cada tres personas que muere de cáncer muere a causa del cáncer de pulmón.
—¿Ah, sí? Pero ¿cuál es la causa?
Gouveia se encogió de hombros.
—Vaya, ¿y cuál había de ser? El tabaco, claro.
—Mi padre fumaba mucho, en efecto —asintió Tomás, con los ojos sumidos en los recuerdos de la infancia—. Me acuerdo de que lo veía en el despacho, a vueltas con sus ecuaciones y en medio de una nube de humo. Caramba, no sé cómo podía respirar.
—Eso se paga —observó el médico—. Poca gente lo sabe, pero casi el noventa por ciento de los casos de cáncer de pulmón los provoca el tabaco. Los fumadores tienen un riesgo de contraer este cáncer catorce veces superior al de los no fumadores. Catorce veces.
Tomás suspiró.
—Sí, está bien. —Se desahogó con una mueca levemente irritada—. Lo último que necesitamos ahora es una lección de moral sobre los daños que causa el tabaco, ¿no le parece? Lo hecho, hecho está.
—Disculpe —dijo el médico, preocupado por la posibilidad de haber ido demasiado lejos—. Sólo estaba respondiendo a sus preguntas.
—Sin duda.
Doña Graça se movió en su lugar, agitada.
—Doctor Gouveia, ¿no hay posibilidades de que veamos a mi marido?
El médico se incorporó, dando la reunión por concluida.
—Claro que sí, doña Graça —dijo, solícito—. La enfermera vendrá a llamarles cuando sea el momento, ¿de acuerdo?
—¿Y cuándo vendrá?
—Cuando él se despierte.
La enfermera irrumpió en la salita de espera. Llevaba en el pecho, sobre la bata blanca, una plaquita que anunciaba su nombre, Berta, y tenía un aspecto desenvuelto, muy profesional. Les hizo señas de que se dieran prisa.
—Por favor —dijo—. Ya se ha despertado.
—¿Podemos verlo?
—Claro. Seguidme, por favor.
Caminaron por el pasillo, intentando imitar el paso rápido de la enfermera Berta. Tomás se adelantó un poco y logró ponerse al lado de ella.
—¿Cómo está él?
—Acaba de despertarse. Está consciente.
—Sí, pero lo que yo quería saber es cómo se siente…
La enfermera lo miró de soslayo.
—Está…, en fin…, no está bien, ¿sabe? Pero no le duele nada.
—Menos mal.
Berta dio unos pasos acelerados más, siempre con actitud muy profesional, pero acabó volviéndose a mirar a Tomás.
—Oiga, él está muy débil y muy cansado —dijo con la voz más relajada—. Deben evitar que se esfuerce demasiado, ¿me entiende?
—Sí.
—Me parece que ha entrado en una fase de aceptación.
—¿Aceptación?
—Sí, aceptación de la muerte. En general sólo los pacientes de más edad llegan a esta fase cuando se encuentran en un estado terminal. Los más jóvenes tienen muchas dificultades para aceptar la muerte, es algo terrible. Pero algunos de los mayores, cuando son personas emocionalmente maduras y tienen la sensación de que su vida ha tenido un sentido, parecen aceptar mejor las cosas.
—Me está diciendo que mi padre ya ha aceptado la muerte, ¿no?
—Sí, aunque siga aferrado a la vida, claro. No está en la naturaleza humana la idea de aceptar la muerte sin más ni más. Mantiene la esperanza de que ocurra algo, algo que mejore su estado y lo haga vivir. Pero, por otro lado, es una persona que cree que ha cumplido su misión, que su vida ha tenido un sentido, y eso lo ayuda a enfrentar esta situación. Además, tiene la noción de que las cosas tienen su tiempo y acepta el hecho de que el suyo está a punto de expirar.
—Nada en la vida es permanente, ¿no? Todo es transitorio.
—Exacto —coincidió la enfermera—. Pero eso es más fácil de decir cuando se tiene buena salud que sentirlo cuando se está enfermo. Cuando nos encontramos bien de salud, podemos decirlo todo, hasta las mayores barbaridades. Pero hace falta estar allí donde él está, a las puertas de la muerte, para darse cuenta de cómo son las cosas.
—Me imagino.
—No se lo imagina, no —sonrió ella sin humor—. Pero un día, cuando esté también allí, dentro de muchos años, cuando la muerte deje de ser una abstracción para convertirse en una realidad justo a la vuelta de la esquina, ese día usted comprenderá.
En la enfermería se oía un murmullo bajo. Cruzaron el pasillo en silencio, intentando respetar la privacidad de los pacientes, y llegaron a la zona de las habitaciones individuales. Berta los llevó hasta una puerta y, sin más palabras, la abrió con cuidado e hizo señas para que los dos visitantes entrasen. Tomás dejó que su madre pasase primero y siguió tras ella, casi conteniendo la respiración.
Cuando vio a su padre, le dieron ganas de llorar.
Manuel Noronha estaba casi irreconocible. Se le veía muy delgado, con la piel arrugada y consumida, enormemente pálido, casi sin carnes, sólo huesos; el pelo blanco desordenado sobre la almohada y los ojos mortecinos, aunque hubiesen chispeado momentáneamente al reconocer a su mujer y a su hijo.
Doña Graça lo besó y sonrió, sonrió con tal confianza que Tomás no pudo dejar de admirar la fuerza interior de su madre; la había visto destrozada fuera de aquella habitación, pero allí dentro, frente al marido moribundo, respiraba seguridad y tranquilidad. La mujer le hizo algunas preguntas sobre su estado y sus necesidades, a las que él respondió con una voz muy apagada. Después, con el arte de un Papá Noel de hospital, ella abrió un cestito de mimbre, que había llevado discretamente bajo el chal, y sacó de su interior un queso redondo, un Rabaçal cuyo aspecto hacía la boca agua, además de una hogaza de trigo y almendras. Tomás reconoció en estas pequeñas delicias las tentaciones gastronómicas de su padre. Doña Graça le acercó a su marido la comida a la boca, muy tierna y protectora, arrullándolo con palabras dulces.
Cuando él acabó de comer, la mujer le limpió la boca, le ordenó el pelo y las mantas y le compuso el cuello del pijama, siempre muy maternal, imponiendo con su presencia una plácida tranquilidad, como la madre que mece al recién nacido en la cuna. Mirándolos allí, el padre tumbado y desvalido, la madre inclinada sobre él cuidándolo y consolándolo, Tomás se conmovió por el vínculo invisible que los unía.
Habían vivido cincuenta años juntos, compartieron sabores y sinsabores, días soleados y noches sombrías, y se hacía dolorosamente evidente que disfrutaban ahora de los últimos momentos en pareja: el camino los apartaría en breve como separa el horizonte el cielo de la tierra. Los envolvía un amor maduro, ya no hecho de pasión ni de arrebato, sino de afectos cariñosos, de sentimientos vívidos, de una ligazón profunda. Ella era el árbol, él era la hoja; ella era el sol, él era la playa; ella era la abeja, él era el polen; eran la luz y el color, la tierra y el cielo, el lago y el nenúfar, el mar y la arena, la gaviota y el huevo. El hijo no lograba imaginarlos separados, y, no obstante, lo inimaginable estaba a punto de ocurrir.
Al sentirlos por fin serenarse, Tomás se acercó a la cama, cogió la mano débil y fría de su padre y forzó una sonrisa.
—Qué gran fastidio, ¿no?
El viejo esbozó una sonrisa tenue.
—Parezco un bebé.
—¿Ah, sí? ¿Un bebé? ¿Por qué?
El viejo hizo un gesto lento que abarcó toda la cama donde se encontraba tumbado.
—¿No lo ves? Ya no puedo hacer nada.
—Qué disparate.
—Me dan de comer. Me visten. Hasta me limpian el culo.
—Es sólo ahora. Después, cuando se ponga mejor, ya se ocupará por sí solo de usted, ya verá.
El padre hizo un gesto impotente.
—¿Cuando me ponga mejor? Yo no voy a ponerme mejor…
—Qué disparate. Claro que sí.
—Parezco un bebé —repitió, siempre con una voz muy débil, casi apenas susurrada—. Hasta ya duermo como un bebé.
—Es para recuperar fuerzas.
—Duermo hasta hartarme. Es como si hubiese vuelto a la infancia. Es la infancia al revés.
—Fíjese a ver si es la hora de tomar el biberón —bromeó Tomás.
El viejo matemático sonrió levemente. Pero pronto sus ojos adoptaron una expresión interrogativa.
—¿Cómo será la muerte?
—Oh, Manel, no hables así, por Dios —interrumpió de inmediato la mujer, con tono de reproche—. ¡Mira las cosas que se le ocurren!
—En serio —insistió el moribundo—. Me hago preguntas sobre lo que me espera.
—Deja de decir tonterías. Quien te oiga pensará que…, que…
—Oye, Gracinha, déjame que hable sobre esto, ¿de acuerdo? Es importante para mí, ¿no lo entiendes?
La mujer adoptó una actitud resignada, y Manuel Noronha encaró a su hijo.
—En los últimos meses he tenido siempre dificultades para dormir —murmuró el viejo profesor, con la voz reducida casi a un hilo—. Me ponía a dar vueltas en la cama, pensando en lo que será la muerte, en lo que será la no existencia. Algo horrible, ¿eh? Y todos nos enfrentaremos a eso, ¿no? —Hizo una pausa, con los ojos perdidos en un punto indefinido del techo—. Tarde o temprano ése es nuestro destino.
—Así es —observó Tomás.
—Por eso pienso: ¿cómo será la muerte? —Respiró hondo—. ¿Será igual a lo que era la no existencia antes del nacimiento? ¿Será que la vida comienza con un Big Bang y acaba con un Big Crunch? —Torció los labios—. Nacemos, crecemos, alcanzamos el apogeo, decaemos y morimos. —Miró a su hijo con intensidad—. ¿Será sólo eso? ¿Será que la vida se reduce a eso?
—¿Piensa mucho en la muerte, padre?
El viejo curvó la boca.
—Pienso un poco, sí. ¿Quién, estando donde yo estoy, no pensaría en ella? Pero, tal vez, más que en la muerte, pienso en la vida.
—¿En qué sentido?
—Unas veces pienso que la vida no tiene valor, es algo insignificante. Yo voy a morir y la humanidad no sentirá mi falta. La humanidad va a morir y el universo no sentirá su falta. El universo va a morir y la eternidad no sentirá su falta. Somos irrelevantes, mero polvo que se pierde en el tiempo —dijo, e inclinó la cabeza—. Pero, otras veces, pienso que al final todos nacemos con una misión, todos representamos un papel, todos formamos parte de un gran plan. Puede ser un papel minúsculo, puede parecer una misión irrisoria, tal vez hasta la consideremos una vida perdida, pero, en resumidas cuentas, quién sabe si algo tan minúsculo podrá revelarse como una migaja crucial en la concepción del gran pastel cósmico. —Jadeó, cansado—. Somos minúsculas mariposas cuyo frágil batir de alas tiene tal vez el extraño poder de generar lejanas tempestades en el universo.
Tomás ponderó estas palabras. Extendió el brazo y apretó la mano fría de su padre.
—¿Cree, padre, que alguna vez podremos desvelar el misterio de todo?
—¿De qué todo?
—De la vida, de la existencia, del universo, de Dios. De todo.
Manuel suspiró, mientras la fatiga se iba adueñando de su rostro y empezaban a pesarle los ojos.
—Augusto tenía una respuesta para eso.
—¿Qué Augusto? ¿El profesor Siza?
—Sí.
—¿Y cuál era su respuesta?
—Era un aforismo de Lao Tsé. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Se lo enseñó un amigo tibetano, hace mucho tiempo. —Hizo un esfuerzo para concentrarse—. Espera a ver si…
La enfermera Berta entró en la habitación.
—Bien, ya es suficiente —dijo ella, agitando los brazos—. Dejen ya de conversar. Ahora es importante que el profesor descanse.
—Un momento —pidió Tomás—. ¿Qué aforismo era ése?
El padre carraspeó, entrecerró los ojos y recordó.
—«Al final del silencio está la respuesta —recitó—. Al final de nuestros días está la muerte. Al final de nuestra vida, un nuevo comienzo».
Sonó el móvil cuando salían del hospital, mientras la madre se enjugaba las lágrimas que porfiaban en humedecerle los ojos.
—Hi, Tomás —saludó la voz del otro lado.
Era Greg.
—¿Y? —dijo Tomás, evitando saludar al estadounidense—. ¿Ya han apaleado a Ariana? ¿Les dijo lo que querían saber?
—Come on, Tomás. No sea así.
—¿Fue a cachetazos o con picana eléctrica?
—Tomás, no ha habido nada de eso. Nosotros no somos unos salvajes.
—¿Ah, no? Entonces, ¿qué es lo que estuvieron haciendo en las cárceles iraquíes?
—Pues… eso es diferente.
—¿Y en Guantánamo?
—Eso es diferente.
—¿Diferente en qué? —preguntó, con un resentimiento helado en la voz—. Unos son iraquíes, otros son afganos, ella es iraní. ¿No son todos lo mismo para ustedes?
—Come on, pal. No sea así.
—Yo no soy así. Ustedes sí que lo son.
—Está siendo injusto.
—¿Injusto yo? Entonces, ¿qué está haciendo Ariana en su embajada?
—Oiga, hemos tenido que interrogarla —se justificó Greg—. ¿No ve que eso es importante para nosotros? Ella está vinculada al proyecto nuclear iraní y, querámoslo o no, tiene conocimientos muy valiosos. No podíamos dejar pasar esta oportunidad. A fin de cuentas, está en cuestión la seguridad nacional, ¡qué diablos! Como es evidente, teníamos que interrogarla.
—¿El interrogatorio le ha dejado marcas físicas?
—El interrogatorio ha sido civilizado, quédese tranquilo.
—¿Civilizado? Depende de su modelo de conducta…
—¿No lo cree? Pues, mire, puedo decirle que no le sonsacamos nada que ya no supiésemos.
—Bien hecho.
—La gente de Langley está muy irritada con ella.
—Menos mal, me alegra saberlo.
Greg hizo con la lengua un chasquido de fastidio.
—Oiga, Tomás, el caso no es motivo de bromas, ¿ha oído? He recibido órdenes de Langley acerca de ella, y por eso le estoy telefoneando.
—¿Órdenes? ¿Qué órdenes?
—Han ordenado deportarla.
—¿Qué?
—Langley ha dicho que, dado que ella no coopera, lo mejor es mandársela de vuelta a los iraníes.
—¿Ustedes están locos?
—¿Hmm?
—No pueden hacer eso, ¿me oye?
—¿Ah, no? ¿Por qué?
—Porque…, porque ellos la van a matar.
—¿Los iraníes la van a matar?
—Claro. ¿No ve que ella me ayudó?
—¿Y qué tenemos nosotros que ver con eso?
—Ellos piensan ahora que se ha pasado a la CIA. Esa gente es paranoica, ¿o qué se piensa?
—Voy a repetir mi pregunta —dijo Greg—: ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?
—Bien…, si ustedes la mandan de vuelta, la están condenando a una muerte segura.
—¿Y? Que yo sepa, no tenemos nada que agradecerle, ¿no? A fin de cuentas, ella no nos ha ayudado. ¿Por qué razón tendríamos que preocuparnos por lo que ocurre entre ella y el régimen que intenta estúpidamente proteger?
—No intenta proteger a ningún régimen. Lo que intenta es no traicionar a su país, sólo eso. Nada más natural, ¿no le parece?
—Muy bien. Entonces también es natural que nosotros la deportemos si no nos ayuda. ¿No le parece que eso también es natural?
—No, no me parece —vociferó Tomás, elevando el tono de voz por primera vez—. Me parece un crimen. Si hacen eso, no son más que unos maleantes. Unos gánsteres de la peor calaña.
—Come on, Tomás. No sea exagerado.
—¿Yo? ¿Exagerado yo? ¿Se comprometen a protegerla de los iraníes y después me montan un numerito como éste? No sólo la secuestraron cuando llegamos a Lisboa, sino que ahora la quieren entregar a los mismos iraníes de quienes se comprometieron a protegerla. ¿Qué nombre le dan ustedes a una vileza como ésta?
—Oiga, Tomás. Nosotros asumimos el compromiso de protegerla a cambio de que nos revelase el secreto que contiene el manuscrito de Einstein. Que yo sepa, usted aún no nos ha revelado ese secreto, ¿no?
—Ya les he revelado lo esencial.
—Entonces, ¿cuál es la fórmula de Dios?
—Eso es lo único que no he desvelado todavía. Pero ya le he dicho que estoy a punto de hacerlo.
—Puro blablablá. El hecho es que aún no nos ha revelado nada y el tiempo se está agotando.
—Denme unos días más.
Se hizo un silencio breve y embarazoso.
—No puede ser —dijo Greg por fin—. Un avión de la CIA va a partir esta noche de la base aérea de Kelly, en Texas, en dirección a Lisboa. Llega aquí de madrugada. Poco después de las ocho de la mañana, el avión emprenderá vuelo hacia Islamabad, en Pakistán, donde su amiga será entregada a los iraníes.
—¡No pueden hacer eso! —bramó Tomás, casi fuera de control.
—Tomás, ésta no ha sido una decisión mía. Es una decisión de Langley y ya se está ejecutando. Aquí tengo un mensaje que dice que el Joint Command and Control Warfare Center, en Kelly AFB, ha dado ya la orden.
—Eso es un crimen.
—Esto es política —replicó Greg con un tono sereno—. Preste atención, Tomás, porque aún hay una manera de parar esto. Usted tiene hasta mañana a las ocho de la mañana para entregarme el secreto del manuscrito, ¿ha oído? Si no me revela el secreto dentro de ese plazo, no lograré frenar la deportación de su amiga. ¿Lo entiende?
—¿Mañana a las ocho de la mañana? Pero ¿cómo quiere que resuelva todo en tan poco tiempo? ¡Eso es imposible!
—El profesional es usted.
—Oiga, Greg, tienen que darme más tiempo.
—Aún no ha entendido, Tomás. Esta decisión no es mía. Se tomó en Langley y es irreversible. Sólo estoy diciéndole cuál es la manera de frenar este proceso, nada más. Si nos revela el secreto, quedamos automáticamente obligados a cumplir los términos del acuerdo que hicimos por teléfono cuando usted estaba en Lhasa. Mientras no cumpla íntegramente su parte, entendemos que no estamos obligados a cumplir íntegramente nuestra parte. ¿Entiende?
—No pueden hacer eso.
—Tomás, no vale la pena que siga discutiendo conmigo. Eso no va a cambiar nada, porque no soy yo quien tiene el poder de decisión.
—Pero usted tiene que convencer a los tipos de Langley para que me den más tiempo.
—Tomás…
—Ya son las cinco de la tarde, y sólo tengo quince horas.
—Tomás…
—Es muy poco tiempo para que yo descifre todo.
—¡Damn it, Tomás! —gritó Greg, ya superando el límite de la paciencia—. ¿Usted es un borrico o qué?
Tomás se quedó frío al teléfono, asombrado por la furia repentina del estadounidense.
—¡Le estoy diciendo que todo está fuera de mi control! —gritó el estadounidense, exaltándose por primera vez—. Yo no he tomado esas decisiones. Nada depende de mí. Nada. Sólo hay una cosa que puede evitar la deportación de su amiga. Una, sólo una. Desvele el fucking secreto.
El portugués se mantuvo silencioso y en línea.
—Tiene tiempo hasta mañana a las ocho de la mañana.
Y colgó.