Un monje se acercó con una bandeja y, una vez junto al árbol, hizo una reverencia y entregó sendas tazas a los tres. El budista cogió la tetera y sirvió un líquido caliente en cada taza, de manera que pronto todas ellas empezaron a humear. Tomás olfateó la infusión y, reconociendo su olor característico, tuvo que volver la cara a un lado para disimular la mueca de asco.
—Infusión de manteca de yac —comprobó, lanzándole una mirada de desánimo a Ariana.
—Tenemos que aguantar —susurró la iraní disimuladamente—. Ten paciencia.
Los dos visitantes lograban a duras penas contener la exasperación. Se sentían tremendamente excitados con las revelaciones que acababan de escuchar y querían conocer más detalles sobre el insólito trabajo que el tibetano había realizado con Einstein. A cambio, se veían obligados a ingerir aquel desagradable mejunje untuoso.
—Maestro —insistió Tomás, aún sin atreverse a probar la infusión—. Explíquenos en qué consiste «La fórmula de Dios».
El anfitrión lo hizo callar con un gesto majestuoso.
—Shunryu Suzuki ha dicho: «En el espíritu del principiante hay muchas posibilidades, pero éstas son pocas en el espíritu del sabio».
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Tomás, sin entender la relevancia de esa afirmación en aquel contexto.
—Si ustedes son sabios, sabrán que hay un momento para todo —indicó Tenzing—. Éste es el momento para el té.
El visitante miró su taza desalentado, no se sentía capaz de beber aquella pócima grasienta. ¿Debería decir algo? ¿O debería tragar y quedarse callado? Si rechazaba la infusión, ¿estaría rompiendo la etiqueta tibetana? ¿Habría un modo específico de hacerlo? ¿Qué hacer?
—Maestro —se decidió—. ¿No tiene otra cosa además de este…, eh…, del té?
—¿Y qué desea que no sea té?
—No lo sé… ¿No tiene nada para comer? Confieso que, después del gran viaje de hoy, siento un poco de hambre. —Miró a Ariana—. ¿Tú también tienes hambre?
La iraní hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
El bodhisattva emitió una orden en tibetano, y el monje desapareció de inmediato. Tenzing se quedó callado, con su atención fija en la taza como si la infusión fuese, en aquel instante, lo único importante en todo el universo. Tomás intentó una vez más sondearlo con algunas preguntas sobre lo ocurrido en Princeton, pero el anfitrión pareció ignorarlo y sólo rompió el mutismo una sola vez.
—Un dicho zen dice: «Tanto el habla como el silencio son transgresores».
Nadie más habló mientras el tibetano bebía su té.
Entre tanto, reapareció el monje que había traído el té. Esta vez no llevaba la tetera en la bandeja, sino dos cuencos humeantes. Se arrodilló junto a los visitantes y entregó a cada uno un cuenco.
—Thukpa —dijo con una sonrisa—. Di shimpo du.
Ninguno de los dos lo entendió, pero ambos dieron las gracias.
—Thu djitchi.
El monje volvió a señalar el cuenco.
—Thukpa.
Tomás miró el contenido. Era una sopa de espaguetis con carne y verduras, de aspecto sorprendentemente apetitoso.
—¿Thukpa?
—Thukpa.
El historiador miró a Ariana.
—Por lo visto, esto se llama thukpa.
La comieron con gusto, aunque sospechaban que se debía más al hambre que a la calidad de la sopa. A decir verdad, Tomás no era un adepto fervoroso de la gastronomía tibetana; los pocos días que había vivido allí fueron suficientes para notar que los platos locales, además de no ser muy variados, no se destacaban por la exquisitez de los sabores. En ese sentido, podría decirse que la invasión china, una de cuyas consecuencias fue la instalación de numerosos restaurantes, sobre todo de la cocina de Sichuan, representaba realmente una bendición, tal vez lo único bueno que la anexión les había traído a los tibetanos.
Cuando los visitantes acabaron la sopa, comprobaron que el bodhisattva había bebido su té y parecía sumido en la meditación. El monje que los había servido se llevó los cuencos vacíos y ambos se quedaron sentados, esperando a que algo ocurriese.
Veinte minutos después, Tenzing abrió los ojos.
—El poeta Basho ha dicho —comenzó—: «No busques las pisadas de los ancianos, busca lo que ellos han buscado».
—¿Cómo?
—Lo que ustedes buscan está demasiado centrado en los ancianos. En mí, en Einstein, en Augusto. No busquen nuestros caminos, busquen lo que nosotros hemos buscado.
—¿Y si lo que usted ha buscado nos lleva al objetivo de lo que buscamos? —preguntó Tomás—. ¿No será más fácil llegar a nuestro destino siguiendo las huellas de quien ya ha llegado?
—Krishnamurti ha dicho: «La meditación no es un medio para alcanzar un fin, es tanto el medio como el fin».
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que buscar no es sólo un medio para llegar a un fin, sino que es su propio fin. Para que alguien llegue a la verdad, tendrá que recorrer el camino.
—Entiendo —dijo Tomás—. Lamentablemente, y por motivos que nos superan, el camino que los ancianos siguieron es también el objetivo de nuestra búsqueda. Queremos conocer la verdad, pero también necesitamos conocer el camino que ustedes han recorrido para llegar a la verdad.
Tenzing ponderó por un momento esta respuesta.
—Ustedes tienen sus motivos, y yo tengo que respetarlos —concedió—. La verdad es que Tsai Ken Tan ha dicho: «El agua demasiado pura no tiene peces». —Suspiró—. Acepto que haya motivos para que su agua no sea totalmente pura, así que les revelaré todo lo que sé sobre este proyecto.
Los dos visitantes se miraron, aliviados por acercarse al fin al destino de su demanda.
—Cuando se encontró en Princeton con Einstein, el primer ministro de Israel lo desafió a probar la existencia o inexistencia de Dios. Einstein le respondió que era imposible hacer tal prueba. Días después, no obstante, casi para distraer la mente de los trabajos que le exigía su búsqueda de la teoría del todo, decidió interrogarme sobre las respuestas del pensamiento oriental con respecto a las cuestiones del universo. Tal como ustedes, se mostró impresionado por la semejanza entre los registros de las escrituras sagradas orientales y los descubrimientos más recientes en los campos de la física y de la matemática. Impulsado por eso, y siendo judío, se dedicó a analizar el Antiguo Testamento en busca de pistas semejantes. ¿Escondería acaso también la Biblia verdades científicas? ¿Acaso el saber antiguo contenía más saber del que se sabía? ¿Acaso el conocimiento místico es más conocimiento de lo que se pensaba?
Se calló un instante, mirándolos. Después cogió un libro que se encontraba a su lado y se lo mostró a sus visitantes.
—Supongo que conocen esta obra.
Tomás y Ariana observaron el grueso volumen que sostenía el viejo budista. No habían reparado aún en él y no lograron ver el título.
—No.
—Jangbu me lo trajo mientras ustedes se entretenían tomando la thukpa —explicó. Abrió el volumen, hojeó unas páginas y encontró lo que buscaba—. El libro comienza así —indicó, preparándose para leer en voz alta—: «Al principio creó Dios los cielos y la tierra —recitó—. La tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían el haz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz. Y hubo luz”». —Alzó su angulosa cara—. ¿Reconocen este texto?
—Es la Biblia.
—Más exactamente el principio del Antiguo Testamento, el Génesis —dijo, y apoyó el volumen en su regazo—. Toda esta parte del texto le interesó enormemente a Einstein, y por un motivo en particular. Este fragmento fundamental coincide, en líneas generales, con la idea del Big Bang. —Afinó la voz—. Hace falta entender que, en 1951, el concepto de que el universo comenzó con una gran explosión aún no se había afirmado en la mente de los científicos. El Big Bang era sólo una entre varias hipótesis, en pie de igualdad con otras posibilidades, en especial la del universo eterno. Pero Einstein tenía varios motivos para inclinarse por la hipótesis del Big Bang. Por un lado, el descubrimiento de Hubble de que las galaxias se estaban alejando unas de otras daba un indicio de que antes se encontraban juntas, como si hubiesen partido de un mismo punto. Por otro, la paradoja de Olber, que sólo se resuelve si el universo no es eterno. Un tercer indicio era la segunda ley de la termodinámica, que establece que el universo camina hacia la entropía, presuponiendo así que hubo un momento inicial de máxima organización y energía. Y, finalmente, sus propias teorías de la relatividad, que se asentaban en el presupuesto de que el universo es dinámico, estando en expansión o en retracción. Ahora bien: el Big Bang se encuadraba en el escenario de la expansión. —Hizo una mueca con la boca—. Estaba, claro, el problema de saber qué era lo que impedía la retracción provocada por la gravedad. Para resolverlo, Einstein llegó a proponer la existencia de una energía desconocida, a la que llamó constante cosmológica. Él mismo rechazó más tarde esa posibilidad, diciendo que tal idea había sido el mayor error de su vida; pero se supone ahora que Einstein tenía razón, al fin y al cabo, y que hay, en efecto, una energía desconocida que contraría la gravedad y que provoca la expansión acelerada del universo. En vez de llamarla constante cosmológica, no obstante, se la llama ahora «energía oscura». —Observó a sus dos interlocutores—. ¿Están siguiendo mi razonamiento?
—Sí.
—Muy bien —exclamó satisfecho—. Lo que Einstein intentó determinar fue si habría alguna verdad oculta en la Biblia. No iba en busca de verdades metafóricas ni de verdades morales, sino de verdades científicas. ¿Era posible encontrarlas en el Antiguo Testamento?
Tenzing observó a los dos interlocutores, como si esperase que ellos respondiesen a su pregunta. Pero nadie dijo nada, y el bodhisattva prosiguió con su exposición.
—Naturalmente, la gran dificultad comenzaba justo en el Génesis. Los primeros versículos de la Biblia establecen, fuera de toda duda, que el universo se creó en seis días. Solamente seis días. Desde el punto de vista científico, esto era un absurdo. Claro que se podría decir que todo el texto es metafórico, que Dios quería decir seis fases, que eso o lo de más allá, pero Einstein creía que eso sería falsear la cuestión, no sería más que un truco para hacer que la Biblia tuviera razón a cualquier precio. Como científico que era, no podía aceptar ese método. Pero el problema seguía en pie. La Biblia decía que el universo se creó en seis días. No era más que una falsedad evidente. —Hizo una pausa—. ¿O no? —Los ojos del viejo budista fueron de uno a otro visitante—. ¿Qué les parece?
Ariana se movió sobre el cojín.
—Al ser musulmana, no me gustaría contradecir el Antiguo Testamento, que el islam reconoce como verdadero. Siendo científica, no me gustaría confirmarlo, puesto que la creación del universo en seis días constituye una evidente imposibilidad.
El bodhisattva sonrió.
—Comprendo su posición —dijo—. Tenga en cuenta que Einstein, al ser judío, no era un hombre religioso. Él creía que podría haber algo trascendente por detrás del universo, pero ese algo no sería, sin duda, el Dios que ordenó a Abraham que matase a su hijo para estar seguro de que el patriarca le era fiel. Einstein creía en una armonía trascendente, no en un poder mezquino. Creía en una presencia inteligente, no en una entidad bondadosa. Creía en una fuerza universal, no en una divinidad antropomórfica. Pero ¿sería posible encontrarla en la Biblia? Cuanto más analizaba las sagradas escrituras hebreas, más se convencía de que la respuesta estaba oculta en alguna parte del Génesis, y en particular en la cuestión de los seis días de la Creación. ¿Sería posible crearlo todo en sólo seis días?
—¿Qué entiende por la palabra «todo»? —preguntó Ariana—. Los cálculos relativos al Big Bang prevén que toda la materia se creó en las primeras fracciones de segundo. Antes de que se cumpliese el primer segundo, ya el universo se había expandido un billón de kilómetros y la superfuerza se había fragmentado en fuerza de gravedad, fuerza fuerte y fuerza electrodébil.
—Por «todo» se entiende aquí la luz, las estrellas, la Tierra, las plantas, los animales y el hombre. Dice la Biblia que el hombre fue creado al sexto día.
—Ah, eso no es posible.
—Fue lo que Einstein pensó. No era posible la creación de todo en sólo seis días. Pero, a pesar de esta obvia conclusión preliminar, se reunió con nosotros y nos pidió que despejásemos la mente de ideas preconcebidas y partiéramos del principio de que aquello era posible. ¿Cómo resolver el problema? Ahora bien: planteada así la cuestión, resultó evidente para todos que el nudo gordiano se encontraba en la definición de los seis días. ¿Qué eran seis días? La pregunta le abrió una pista a Einstein, que se concentró en el tema y nos arrastró en una investigación fuera de lo común. —Tenzing meneó la cabeza—. Es una pena no tener aquí en mis manos un ejemplar del manuscrito que él preparó. Algo que es, me parece…
—Yo lo he leído —interrumpió Ariana.
El viejo tibetano suspendió lo que estaba diciendo y frunció el ceño.
—¿Lo ha leído?
—Sí, lo he leído.
—¿Ha leído el manuscrito titulado Die Gottesformel?
—Sí.
—Pero ¿cómo?
—Es una larga historia —declaró ella—. Pero sí, lo he leído. Era el profesor Siza quien tenía el documento.
—¿Augusto dejó que lo leyera?
—Sí…, bueno…, me dejó. Como he dicho, es una larga historia.
Tenzing mantuvo la mirada fija en ella, inquisitivo.
—¿Y qué le pareció?
—Bien, es un documento…, ¿cómo diría? Es un documento sorprendente. Estábamos esperando que contuviese la fórmula de la construcción de una bomba atómica barata y de fácil concepción, pero el tenor del texto nos dejó…, en fin…, desconcertados. Había ecuaciones y cálculos, como era de esperar, pero todo nos parecía ininteligible, sin un sentido claro ni una dirección definida.
El bodhisattva sonrió.
—Es natural que os haya impresionado así —murmuró—. El manuscrito se elaboró con la intención de que sólo lo entendiesen los iniciados.
—Ah, bien —exclamó Ariana—. ¿Sabe?, nos quedamos con la impresión de que remitía a un segundo manuscrito…
—¿Qué segundo manuscrito?
—¿No existe un segundo manuscrito?
—Claro que no —sonrió—. Admito que, por la forma sinuosa en que está redactado, el documento cree esa sensación. Pero lo que ocurrió fue que el texto se sometió a un código críptico sutil, ¿entiende? El mensaje se ocultó para que nadie se diese cuenta siquiera de su existencia.
—Eso explica muchas cosas —exclamó Ariana—. Pero ¿por qué razón lo hizo?
—Porque necesitaba que todos sus descubrimientos se confirmasen antes de ser divulgados.
—¿Cómo?
—A eso vamos —dijo Tenzing, haciendo un gesto con la mano—. Pero primero tal vez sea conveniente entender lo que, en definitiva, descubrió Einstein.
—Eso.
—Estudiando el Libro de los Salmos, un texto hebreo de casi tres mil años, Einstein se encontró con una frase en el salmo 90 que decía más o menos lo siguiente —Tenzing se abstrajo con la mirada perdida, intentando recordar el texto—: «Mil años viéndote son como un día que pasa». —El budista miró a los dos visitantes—. ¿Mil años son como un día que pasa? Pero ¿qué significa esta observación? ¿Será sólo una metáfora? Einstein concluyó que se trataba de una metáfora, pero la verdad es que el salmo 90 remitió a Einstein, instantáneamente, a sus propias teorías de la relatividad. «Mil años viéndote» representa el tiempo en una perspectiva; «un día que pasa» representa el mismo período de tiempo en otra perspectiva.
—No logro entenderlo —dijo Tomás.
—Es sencillo —intervino Ariana, con los ojos desorbitados, exaltada por el alcance del texto—. El tiempo es relativo.
—¿Cómo?
—El tiempo es relativo —repitió.
—La muchacha es inteligente —dijo Tenzing—. Pues fue eso mismo lo que Einstein pensó al leer el salmo 90. El tiempo es relativo. Es lo que dicen las teorías de la relatividad.
—Disculpe, pero eso me suena algo forzado —argumentó Tomás.
El bodhisattva respiró hondo.
—¿Qué sabe usted sobre la concepción del tiempo en las teorías de la relatividad?
—Sé lo que todo el mundo sabe, creo yo —dijo Tomás—. Conozco la paradoja de los gemelos, por ejemplo.
—¿Puede enunciarla?
—¿Enunciar qué? ¿La paradoja de los gemelos?
—Sí.
—¿Para qué?
—Para que yo vea si entiende verdaderamente qué es el tiempo.
—Bien…, eh… Por lo que sé, Einstein decía que el tiempo pasa a velocidades diferentes según la velocidad del movimiento en el espacio. Para explicar mejor esa cuestión, dio el ejemplo de la separación de dos gemelos. Uno de ellos parte en una nave espacial muy rápida y el otro se queda en la Tierra. El que está en la nave espacial regresa un mes después a la Tierra y descubre que su hermano es ahora un viejo. Sucede que mientras en la nave ha transcurrido sólo un mes, en la Tierra han transcurrido cincuenta años.
—Así es —asintió Tenzing—. El tiempo está relacionado con el espacio como el yin está relacionado con el yang. En términos técnicos, las cosas no se distinguen con claridad, de tal modo que se ha creado incluso el concepto de espaciotiempo. El factor decisivo es la velocidad y la referencia es la velocidad de la luz, que Einstein estableció como constante. Lo que las teorías de la relatividad vinieron a decirnos es que, a causa de la constancia de la velocidad de la luz, el tiempo no es universal. Se pensaba antes que había un tiempo único global, una especie de reloj invisible común a todo el universo y que medía el tiempo de la misma manera en todas partes, pero Einstein llegó a probar que no era así. No hay un tiempo único global. La marcha del tiempo depende de la posición y de la velocidad del observador. —Colocó los dos índices juntos—. Supongamos que ocurren dos acontecimientos, el A y el B. Para un observador que está equidistante, estos acontecimientos transcurren simultáneamente, pero quien esté más cerca del acontecimiento A va a creer que el acontecimiento A ha ocurrido antes que el B, mientras que quien esté más cerca del B va a pensar lo contrario. Y, en realidad, los tres observadores tienen razón. O, mejor dicho, tienen razón según su punto de referencia, dado que el tiempo es relativo a la posición del observador. No hay un tiempo único. ¿Eso está claro?
—Sí.
—Ahora bien: todo esto significa que no hay un presente universal. Lo que es presente para un observador es pasado para otro y futuro para un tercero. ¿Se da cuenta de lo que esto significa? Una cosa aún no ha ocurrido y ya ha ocurrido. Yin y yang. Ese acontecimiento es inevitable porque, aunque ya haya ocurrido en un punto, aún no ha ocurrido en otro, pero va a ocurrir.
—Es algo extraño, ¿no?
—Muy extraño —coincidió el bodhisattva—. Y, no obstante, es lo que dicen las teorías de la relatividad. Además, esto encaja con la afirmación de Laplace de que el futuro, tal como el pasado, ya se encuentra determinado. —Señaló a Tomás—. Con respecto a la paradoja de los gemelos, es importante establecer que la percepción temporal del observador depende de la propia velocidad a la que él se mueve. Cuanto más cerca de la velocidad de la luz se mueve el observador, más despacio avanza su reloj. Es decir: para ese observador el tiempo es normal, claro, un minuto sigue siendo un minuto. Sólo a quien se está moviendo a una velocidad más lenta, le parece que el reloj del observador rápido es más lento. De la misma forma, el observador que circula cerca de la velocidad de la luz va a ver a la Tierra girando alrededor del Sol a gran velocidad. Le parecerá que el tiempo de la Tierra está acelerado, que un año transcurre en un segundo, pero, en la Tierra, un año sigue siendo un año.
—Eso es simplemente teoría, ¿no?
—En rigor, ya está probado —dijo Tenzing—. En 1972, se colocó un reloj de alta precisión dentro de un avión de propulsión a chorro muy rápido, para comparar después su medición del tiempo con la de otro reloj de alta precisión que quedó en Tierra. Cuando el aparato voló hacia el este, el reloj que seguía a bordo perdió casi sesenta nanosegundos en relación con el terrestre. Cuando se dirigió hacia el oeste, el reloj volador ganó más de doscientos setenta nanosegundos. Esta diferencia se debe, como es evidente, a la asociación de la velocidad de la propulsión con la velocidad de la rotación de la Tierra. De cualquier modo, todo esto lo confirmaron posteriormente los astronautas del Space Shuttle.
—Hmm.
—Llegamos ahora al punto crucial, que es el de la gravedad. —El viejo tibetano se enderezó sobre el cojín—. Una de las cosas que descubrió Einstein es que el espacio-tiempo es curvo. Cuando algo se acerca a un objeto muy grande, como el Sol, es atraído por esa enorme masa, como si, de repente, llegase junto a un foso. Eso explica la gravedad. El espacio se curva y, como espacio y tiempo están relacionados, el tiempo también se curva. Lo que la teoría de la relatividad general vino a decir es que el paso del tiempo es más lento en lugares de alta gravedad y más rápido en los lugares de gravedad débil. Esto tiene varias consecuencias, todas ellas relacionadas entre sí. La primera es que cada objeto existente en el cosmos posee su propia gravedad, fruto de sus características, lo que significa que el tiempo pasa de modo diferente en cada punto del universo. La segunda consecuencia es que el tiempo en la Luna es más rápido que el tiempo en la Tierra, y el tiempo en la Tierra es más rápido que el tiempo en el Sol. Cuanto más masa tiene el objeto, más lento es el tiempo en su superficie. Los objetos con mayor gravedad que se conocen son los agujeros negros, lo que significa que, si una nave se acercase a un agujero negro, vería acelerarse y llegar a su fin la historia del universo frente a los ojos de sus tripulantes.
—Eso es extraordinario —comentó Tomás—. Pero ¿cuál es la relevancia de todo eso para nuestra cuestión?
—Es relevante para explicarle que Einstein decidió partir del principio de que los seis días de la Creación, según los describe la Biblia, deben ser vistos a la luz de la relación entre el tiempo en la Tierra y el espacio-tiempo en el universo. Cuando habla de un día, el Antiguo Testamento se está refiriendo, como es evidente, a un día terrestre. Pero, según las teorías de la relatividad, cuanto mayor es la masa de un objeto, más lento es el paso del tiempo en su superficie. Y la pregunta que Einstein se hizo fue ésta: ¿cuánto tiempo a la escala temporal del universo es un día en la Tierra?
La pregunta quedó flotando por un instante.
—Comienzo ahora a entender las cuentas y las ecuaciones que leí en el manuscrito —murmuró Ariana—. Estaba midiendo el paso del tiempo a la escala del universo.
—Ni más ni menos —sonrió Tenzing—. La propia Biblia establece que la Tierra no se creó hasta el tercer día. Por tanto, aunque la medición se basara en días terrestres, el Antiguo Testamento está refiriéndose, evidentemente, al tercer día a la escala del universo, dado que en los dos primeros días no existía la Tierra.
—Pero ¿cuál es el punto de referencia para la medición? —quiso saber la iraní.
—Einstein se basó en una previsión hecha en 1948 relativa a la teoría del Big Bang: la existencia de luz que recuerda el gran acto de creación del universo. Cada onda de luz funcionaría como un tic del gran tictac universal. Las ondas que llegan a la Tierra se estiran 2,12 fracciones de un millón cuando se las compara con las ondas que genera la luz en la Tierra. Esto significa, por ejemplo, que, por cada millón de segundos terrestres, el Sol pierde 2,12 segundos. La pregunta siguiente es: si el Sol pierde más de dos segundos en relación con la Tierra, ¿cuánto tiempo pierde todo el universo, que tiene mucha más masa?
—Espere un momento —reaccionó Ariana—: que yo sepa, la gravedad del universo es diferente a lo largo del tiempo. Al principio, cuando la materia estaba toda concentrada, la gravedad era mayor. ¿Einstein tuvo en cuenta ese fenómeno?
—Claro que lo tuvo en cuenta. —El budista juntó las manos, como si estuviese amasando un objeto—. Cuando el universo comenzó, la materia estaba toda concentrada. Eso significa que la fuerza de gravedad era inicialmente enorme y, en consecuencia, el paso del tiempo muy lento. —Las manos se separaron despacio—. A medida que la materia se fue alejando, el paso del tiempo se fue acelerando porque la gravedad se fue haciendo menor.
—¿Y cuánto más lento era el tiempo antes? —insistió la iraní.
—Un millón por millón de veces —dijo Tenzing—. Esa cuenta se confirma con la medición de las ondas de luz primordiales.
—Pero después fue acelerando.
—Claro.
—¿En qué proporción?
—Cada duplicación del tamaño del universo aceleró el tiempo por un factor de dos.
—¿Y qué resultó de esas cuentas?
El bodhisattva abrió los brazos.
—Algo extraordinario —exclamó—. El primer día bíblico duró ocho mil millones de años. El segundo día duró cuatro mil millones, el tercero duró dos mil millones, el cuarto duró mil millones, el quinto duró quinientos millones de años y el sexto día duró doscientos cincuenta millones de años.
—¿Cuánto dan todos esos años sumados?
—Quince mil millones.
Ariana se quedó un buen rato paralizada mirando al viejo budista.
—¿Quince mil millones de años?
—Sí.
—Pero ¡ésa es una coincidencia asombrosa!
Tomás se movió en su sitio.
—Disculpen —interrumpió—. Explíquenme eso. ¿Qué tienen de tan especial quince mil millones de años?
Ariana lo miró.
—¿No lo entiendes, Tomás? La Biblia dice que el universo comenzó hace quince mil millones de años.
—¿Y?
—¿Y? ¿Tú sabes cuáles son los cálculos actuales sobre la edad del universo?
—Pues… no.
—Los datos científicos calculan la edad del universo entre unos diez y veinte mil millones de años. Quince mil millones es exactamente el punto intermedio. Los últimos cálculos más exactos, además, acercan la edad a los quince mil millones de años. Por ejemplo, una evaluación reciente de la NASA situó la edad del universo muy cerca de los catorce mil millones de años.
—Hmm —consideró Tomás, pensativo—. Es una curiosa coincidencia.
Tenzing inclinó la cabeza.
—Fue eso justamente lo que Einstein pensó. Una curiosa coincidencia. Tan curiosa que lo animó a proseguir las cuentas. Decidió entonces comparar cada día bíblico con los acontecimientos que ocurrieron simultáneamente en el universo.
—¿Y a qué resultados llegó? —preguntó Ariana.
—Oh, a algo muy interesante. —El budista alzó el pulgar—. El primer día bíblico tiene ocho mil millones de años. Comenzó hace 15.700 millones de años y terminó hace 7.700 millones de años. La Biblia dice que fue en ese momento cuando se hizo la luz y fueron creados el cielo y la tierra. Ahora bien: sabemos que, en ese periodo, se produjo el Big Bang y fue creada la materia. Se formaron las estrellas y las galaxias.
—Muy bien —asintió Ariana—. ¿Y después?
—El segundo día bíblico duró cuatro mil millones de años y terminó hace 3.700 millones de años. La Biblia dice que Dios hizo el firmamento en ese segundo día. Sabemos hoy que fue en ese momento cuando se formó nuestra galaxia, la Vía Láctea, y el Sol, que se encuentran visibles en nuestro firmamento, o sea, todo lo que se encuentra en los alrededores de la Tierra se creó en ese periodo.
—Interesante. ¿Y el tercer día?
—El tercer día bíblico, correspondiente a dos mil millones de años que terminaron hace 1.700 mil millones de años, habla de la formación de la tierra y del mar y de la aparición de las plantas. Los datos científicos refieren que la Tierra se enfrió en ese periodo y apareció agua líquida, a la que siguió inmediatamente la aparición de bacterias y vegetación marina, sobre todo algas.
—Ya…
—El cuarto día bíblico duró mil millones de años y terminó hace setecientos cincuenta millones de años. La Biblia dice que aparecieron en este cuarto día luces en el firmamento, sobre todo el Sol, la Luna y las estrellas.
—Un momento —interrumpió Tomás—, pero ¿no habían aparecido el Sol y las estrellas a nuestro alrededor en el segundo día?
—Sí —admitió Tenzing—, pero aún no eran visibles.
—¿Cómo que aún no eran visibles? No lo entiendo…
—El Sol y las estrellas de la Vía Láctea aparecieron en el segundo día bíblico, hace cerca de siete mil millones de años, pero no eran visibles desde la Tierra. La Biblia dice que sólo se hicieron visibles al cuarto día. Y el cuarto día corresponde justamente al periodo en que la atmósfera de la Tierra se volvió transparente, y dejó ver el cielo. Corresponde también al periodo en que la fotosíntesis comenzó a despedir oxígeno en la atmósfera.
—Ah, ya he entendido.
Tenzing cogió el enorme volumen que tenía a su lado y consultó las páginas iniciales.
—El quinto día bíblico duró quinientos millones de años y terminó hace doscientos cincuenta millones de años. —Apoyó el dedo en una línea del texto—. Aquí está escrito que, en este quinto día, Dios dijo: «Que las aguas se pueblen de innúmeros seres vivos y que en la tierra vuelen aves, bajo el firmamento de los cielos». —Miró a los dos visitantes—. Como es fácil de ver, los estudios geológicos y biológicos apuntan para este periodo la aparición de los animales multicelulares y de toda la vida marina, además de los primeros animales voladores.
—Increíble.
—Y llegamos al sexto día bíblico, que comenzó hace doscientos cincuenta millones de años. —El tibetano deslizó el dedo unas líneas más abajo—. Según la Biblia, Dios dijo: «Que la tierra produzca seres vivos, según sus especies, animales domésticos, reptiles y animales feroces, según sus especies». Y, más adelante, Dios añade: «Hagamos al hombre». —Alzó la cabeza—. Interesante, ¿no?
—Pero los animales existen desde hace más de doscientos cincuenta millones de años —argumentó Ariana.
—Claro que existen —admitió Tenzing—. Pero no estos animales.
—¿Qué quiere decir con eso?
El bodhisattva fijó los ojos en Ariana.
—Dígame, señorita: en términos biológicos, ¿sabe lo que ocurrió hace exactamente doscientos cincuenta millones de años?
—Bien…, hubo una gran extinción, ¿no?
—Ni más ni menos —murmuró el tibetano—. Hace doscientos cincuenta millones de años se produjo la mayor extinción de especies de que se tenga conocimiento, la extinción del Pérmico. Por un motivo aún no determinado, pero que algunos suponen relacionado con el impacto de un gran cuerpo celeste en la Antártida, cerca del noventa y cinco por ciento de las especies existentes se extinguieron de un momento a otro. Incluso desapareció un tercio de los insectos, la única vez en que se produjo una extinción de insectos en masa. La extinción del Pérmico fue aquella en la que la vida en la Tierra estuvo más cerca de la erradicación total. Ese gran cataclismo se produjo hace exactamente doscientos cincuenta millones de años. Curiosamente, en el momento en que comenzó el sexto día bíblico. —Dejó que la idea se asentase—. Después de esa monumental extinción en masa, la Tierra fue repoblada. —Miró de reojo el libro abierto en sus manos—. ¿Se ha fijado ya en esa referencia explícita de la Biblia a los reptiles según sus especies?
—¿Serán los dinosaurios?
—Da esa impresión, ¿no? Por otra parte, coincide con el periodo. Y más aún: el hombre surge al final. Es decir, al final de la cadena de la evolución.
—Es… sorprendente —dijo Ariana—. Pero ¿cree que esto quiere decir que hubo creación, no evolución?
—¡Qué disparate! —replicó Tenzing—. Claro que hubo evolución. Pero lo interesante de este trabajo de Einstein es que la historia bíblica del universo, cuando el tiempo se mide de acuerdo con las frecuencias de luz que prevé la teoría del Big Bang, encaja con la historia científica del universo.
Tomás carraspeó.
—¿Ése es entonces el contenido del manuscrito de Einstein?
—Sí.
—Quiere decir, entonces, que él consideraba que la Biblia estaba en lo cierto…
El bodhisattva meneó la cabeza.
—No exactamente.
—¿No? ¿Entonces?
—Einstein no creía en la divinidad de la Biblia, no creía en un dios mezquino, celoso y vanidoso que exige adoración y fidelidad. Él pensaba que éste, el de la Biblia, era una construcción humana. Al mismo tiempo, sin embargo, llegó a la conclusión de que la sabiduría antigua encerraba algunas verdades profundas, y comenzó a creer que el Antiguo Testamento ocultaba un gran secreto.
—¿Un gran secreto? ¿Qué secreto?
—La prueba de la existencia de Dios.
—¿Qué dios? ¿El dios mezquino, celoso y vanidoso?
—No. El verdadero Dios. La fuerza inteligente por detrás de todo. El Brahman, el Dharmakaya, el Tao. Lo uno que se revela múltiple. El pasado y el futuro, el Alfa y el Omega, el yin y el yang. Aquel que se presenta con mil nombres y no es ninguno siendo todos. Aquel que viste las ropas de Shiva y danza la danza cósmica. Aquel que es inmutable y no permanente, grande y pequeño, eterno y efímero, la vida y la muerte, todo y nada. —Abarcó con los brazos todo lo que estaba a su alrededor—. Dios.
—¿Einstein creía que el Antiguo Testamento ocultaba la prueba de la existencia de Dios?
—No.
Tomás miró a Tenzing, confundido.
—Disculpe, no consigo entenderlo. Creía que había dicho que Einstein pensaba que la Biblia ocultaba ese secreto.
—Comenzó creyendo en eso, sí.
—¿Y después dejó de creerlo?
—No.
—Entonces…, no entiendo…
—Ocurrió que ese asunto dejó de ser materia de creencia.
—¿Cómo?
—Einstein descubrió esa prueba.
Se hizo un silencio breve, mientras Tomás trataba de asimilar las implicaciones de esta revelación.
—¿Descubrió la prueba?
—Sí.
—¿La prueba de la existencia de Dios?
—Sí.
—¿Está seguro?
—Absolutamente. Encontró la fórmula en la que se asienta todo. La fórmula que genera el universo, que explica la existencia, que hace de Dios lo que Él es.
Tomás y Ariana se miraron. La iraní adoptó una expresión admirada, pero no hizo ningún comentario. El historiador volvió a mirar al viejo tibetano.
—¿Y dónde está esa fórmula?
—En el manuscrito.
—¿En Die Gottesformel?
—Sí.
Tomás volvió a mirar a Ariana. La mujer se encogió de hombros, como si dijese que no había encontrado nada cuando leyó el documento.
—¿En qué sitio del manuscrito?
—Se encuentra oculto.
El historiador se frotó el mentón, pensativo.
—Pero ¿por qué razón Einstein lo ocultó? ¿No cree que, si realmente descubrió la prueba de la existencia de Dios, lo más natural habría sido que la divulgase a los cuatro vientos? ¿Por qué motivo habría de ocultar un descubrimiento tan…, tan extraordinario?
—Porque aún necesitaba confirmar algunas cosas.
—¿Confirmar qué?
Tenzing respiró hondo.
—Todo este trabajo se realizó entre 1951 y 1955, año en que Einstein murió. El problema es que las mencionadas frecuencias de luz que había generado el Big Bang no eran, en ese momento, más que una mera previsión teórica hecha poco tiempo antes, en 1948. ¿Cómo podría el autor de las teorías de la relatividad afirmar perentoriamente que los seis días de la Creación correspondían a los quince mil millones de años de la existencia del universo, si las cuentas se basaban en la previsión de unas frecuencias cuya existencia se limitaba a una mera hipótesis académica? Además, en aquel entonces no había cálculos tan rigurosos sobre la edad del universo como los que hoy tenemos disponibles. No se olvide, por otro lado, de que la comunidad científica de esa época situaba la teoría del Big Bang en pie de igualdad con la teoría del universo eterno. Siendo así, ¿cómo podría Einstein arriesgar su reputación?
Tomás balanceó afirmativamente la cabeza.
—Estoy entendiendo…
—Einstein pensó que no podía caer en el ridículo, y por ello tomó dos precauciones. La primera fue dejar todos sus descubrimientos registrados en un manuscrito que designó como Die Gottesformel. Temiendo que el documento cayese en manos inadecuadas, sin embargo, tuvo el cuidado de cifrar sutilmente el texto, a modo de impedir que cualquier otra persona, salvo Augusto o yo, entendiese el documento. Como medida adicional, cifró explícitamente la prueba de la existencia de Dios, y utilizó un sistema de doble cifra.
—¿Doble cifra?
—Sí.
—¿Y cuál es la clave?
Tenzing meneó la cabeza.
—No lo sé —dijo—. Sólo sé que la primera clave está relacionada con su nombre.
—¿Con el nombre de Einstein?
—Sí.
—Hmm —murmuró Tomás, reflexionando sobre esta afirmación—. Tendré que fijarme en eso con atención. —Volvió a clavar los ojos en el tibetano—. ¿Y dónde está ese mensaje cifrado? ¿Es el acertijo aquel que se encuentra escrito casi al final del manuscrito?
—Sí.
—¿El que dice see sign junto con algunas letras?
—Ese mismo.
—Son seis letras en dos grupos, y comienzan con un signo de exclamación —recordó Ariana, que tenía la secuencia memorizada—. !Ya ovqo.
—Debe de ser eso —admitió Tenzing—. No me acuerdo bien, como pueden imaginar. Ya han pasado muchos años.
—Entiendo —dijo Tomás—. ¿Fueron ésas, por tanto, las precauciones que tomó?
—No —respondió el tibetano—. Cifrar el secreto fue sólo la primera precaución. Einstein no quería correr riesgos y, al entregarnos el manuscrito, nos hizo asumir un segundo compromiso. El documento sólo podría revelarse si llegaba a confirmarse la teoría del Big Bang y las frecuencias de luz primordiales descubiertas. Además de eso, requería que siguiésemos las investigaciones para buscar otra vía de confirmación de la existencia de Dios.
—¿Otra vía? ¿Qué vía?
—Nos correspondía a nosotros encontrarla —repuso Tenzing—. Lao Tsé ha dicho: «Cuando un camino llega a un término, cambia; después de cambiar, sigue adelante».
—¿Qué significa eso?
—Que Augusto y yo seguimos caminos diferentes para llegar al mismo destino. Después de la muerte de Einstein, yo regresé al Tíbet y me vine al monasterio de Tashilhunpo, donde exploré mi vía de confirmación de la existencia de Dios. Después de una vida de meditación, alcancé la luz. Me fundí con el Dharmakaya y me convertí en bodhisattva.
—¿Y el profesor Siza?
—Augusto siguió su camino. Él se quedó con el manuscrito y exploró su propia vía de confirmación de la existencia de Dios.
—¿Qué vía era ésa?
—La vía de Augusto era la vía de la ciencia occidental, claro. La vía de la física y de la matemática.
—¿Y qué ocurrió después?
Tenzing sonrió.
—Los requisitos de Einstein para la divulgación del manuscrito acabaron finalmente satisfechos.
—¿Ah, sí? ¿Qué quiere decir con eso?
—El primer paso se dio diez años después de la muerte de Einstein. En 1965, dos astrofísicos estadounidenses estaban probando una antena de comunicaciones de Nueva Jersey cuando los sorprendió un soplo de fondo proveniente de todos los puntos del universo. Consideraron que se trataba de una avería de la antena, pero, después de contactar con un equipo de científicos de la Universidad de Princeton, se dieron cuenta finalmente de lo que era ese soplo. Se trataba de la luz primordial prevista en la teoría del Big Bang y utilizada por Einstein para el cálculo de la edad del universo. Ese fenómeno se designa, hoy en día, como «radiación cósmica de fondo», y constituye el registro en microondas de la primera luz emitida por el universo que ha llegado hasta nosotros. Es una especie de eco del Big Bang, pero puede servir también de reloj cósmico.
—Ya he oído hablar de eso —dijo Tomás, que reconoció la historia—. ¿No es el ruido ese de fondo que aparece en la pantalla de un televisor cuando el aparato no está sintonizado en ningún canal?
—Sí —confirmó el tibetano—. El uno por ciento de ese ruido proviene de la radiación cósmica de fondo.
—Por tanto, con el descubrimiento de la luz primordial, quedaron creadas las condiciones para la divulgación del manuscrito…
—No. Quedó satisfecha solamente la primera condición. Faltaba la segunda.
—¿El descubrimiento de una segunda vía de prueba de la existencia de Dios?
—Sí. —Tenzing se llevó la mano al pecho—. A través del óctuple camino sagrado de Buda, yo seguí mi vía y satisfice esa condición.
—¿Y el profesor Siza?
—Él siguió su vía en la Universidad de Coimbra.
—¿Y satisfizo la segunda condición?
El bodhisattva esperó un instante antes de responder.
—Sí —dijo por fin.
Tomás y Ariana se inclinaron hacia delante, muy atentos.
—Disculpe —dijo el historiador—. ¿Me está diciendo que el profesor Siza alcanzó una segunda manera de probar la existencia de Dios?
—Sí.
—Pero… ¿cómo?
Tenzing suspiró.
—A principios de año, recibí una postal de mi amigo Augusto dándome la noticia. Me decía que estaban finalmente satisfechas las dos condiciones que impuso, en 1955, nuestro maestro. Como debe imaginar, me quedé muy complacido y le respondí de inmediato, y le invité a que viniese a compartir conmigo esa gran noticia.
—Yo vi su postal —observó Tomás—. ¿Él vino?
El viejo tibetano estiró el brazo y tocó el árbol con la palma de la mano.
—Sí. Vino a Tashilhunpo y nos sentamos justamente aquí, en este sitio, debajo de este mismo árbol.
—Y entonces…
—Con respecto a la primera precaución, habían surgido datos adicionales. Un satélite llamado COBE, lanzado por la NASA para medir la radiación cósmica de fondo fuera de la atmósfera terrestre, detectó en 1989 pequeñísimas variaciones de temperatura en esa radiación, correspondientes a fluctuaciones en la densidad de la materia, que explicaban el nacimiento de las estrellas y galaxias. Otro satélite aún más desarrollado, el WMAP, está enviando, desde el 2003, nuevos datos relativos a la radiación cósmica de fondo, con revelaciones aún más detalladas sobre el nacimiento del universo. La nueva información ha confirmado que el universo surgió de una brutal inflación inicial que se produjo hace unos catorce mil millones de años.
—¿Y la segunda precaución?
—Augusto me dijo que había finalizado los estudios sobre la segunda vía. Hay ahora una segunda manera de probar científicamente la existencia de Dios.
—¿Y cuál es?
El bodhisattva abrió los brazos en un gesto de impotencia.
—No me lo contó. Dijo solamente que se preparaba para hacer el anuncio público y que quería que, cuando la comunidad científica hablase conmigo, confirmase que había sido testigo del trabajo de Einstein.
—¿Y usted?
—Claro, estuve de acuerdo. Si todo lo que me pedía era que dijese la verdad, yo diría la verdad.
Se hizo silencio.
—Pero ¿cuál es la segunda prueba?
—No lo sé.
Tomás y Ariana se miraron una vez más, sintiéndose tan cerca del final.
—¿No habrá manera de saberlo?
—La hay.
—¿Cómo?
—Hay una manera de saberlo.
—¿Cuál?
—¿No se la imagina?
—¿Yo? No.
—Nagarjuna ha dicho: «La dependencia mutua es la fuente del ser y de la naturaleza de las cosas, y éstas nada son en sí mismas».
—¿Qué quiere decir con eso?
El bodhisattva sonrió.
—Augusto dependía de un profesor auxiliar con el que trabajaba.
—El profesor Luís Rocha —identificó Tomás—. Ya lo conozco. ¿Qué tiene él de especial?
—Él lo sabe todo.