Abandonaron la salita oscura a la entrada del templo de Maitreya, en lo alto del monasterio de Tashilhunpo, bajaron las escaleras de piedra oscura y giraron a la izquierda; Tomás cogía al bodhisattva por el brazo, ayudándolo a caminar, mientras que Ariana los seguía con los tres cojines apretados contra su pecho. Recorrieron el estrecho pasillo del sector de las capillas, entraron en la primera puerta y desembocaron en un discreto patio arbolado, a la sombra del gran palacio del Panchen Lama.
Varios monjes saludaron a Tenzing con reverencia, y el viejo se detuvo para responderles con un gesto. Después retomó la marcha, señaló un árbol plantado en un cuadro y se encaminaron hacia allí.
—Yun Men ha dicho —recitó el bodhisattva cuando se acercaba al lugar, haciendo un esfuerzo para concentrarse en sus pasos de anciano—: «Al caminar, camina solamente. Al sentarte, siéntate solamente. Por encima de todo, no vaciles».
Ariana depositó el gran cojín al lado del tronco, en un sitio elegido por el anfitrión, y Tomás lo ayudó a sentarse. Miraron alrededor y comprobaron que el lugar era adecuado. Se encontraba a la sombra, pero las hojas dejaban pasar mucho sol, lo que hacía que no hiciese demasiado frío ni demasiado calor: estaba en el sitio justo.
El tibetano les hizo un gesto a los dos visitantes, que lo observaban de pie.
—Buda ha dicho: «Siéntate, descansa, trabaja. Solo contigo mismo. En la linde del bosque vive feliz, sin deseo» —declamó de nuevo—. Los dos entendieron la invitación. Acomodaron los cojines en el suelo, frente al bodhisattva, y se sentaron.
Se hizo silencio.
Se oían, a lo lejos, los cánticos de los monjes en la recitación a coro de los mantras, los textos sagrados, el gutural om siempre presente; era aquél el sonido creador, la sílaba sagrada que precedió al universo, la vibración cósmica que todo lo creó y que todo lo une. Unos pajarillos trinaban amorosamente por las ramas, inquietos y despreocupados, ajenos al timbre primordial que resonaba por el monasterio como un murmullo de fondo: parecía el rumorear plácido del mar al abrazar la playa. Todo allí era acogedor, sereno, eterno, un lugar perfecto para la contemplación, el patio tranquilo invitaba a la meditación y a la ascensión del espíritu en la incesante búsqueda de la esencia de la verdad.
—Usted mencionó hace poco el proyecto de «La fórmula de Dios» —comenzó Tomás—. ¿Me podría explicar en qué consistía?
—¿Qué quieren que les explique?
—Pues… todo.
Tenzing meneó la cabeza.
—Los chinos tienen un proverbio —dijo—: «Los profesores abren la puerta, pero tienes que entrar solo».
Tomás y Ariana se miraron.
—Entonces, ábranos la puerta.
El viejo tibetano respiró hondo.
—Cuando comencé a estudiar física y matemática, en Darjeeling, todo aquello me parecía divertido, porque lo tomaba como un juego, enorme y hermoso. Hasta que, cuando llegué a Columbia, tuve un profesor que me llevó más lejos. Me llevó tan lejos que el estudio dejó de ser un juego para transformarse en un gran descubrimiento.
—¿Qué descubrió?
—Descubrí que la ciencia occidental se acercaba extrañamente al pensamiento oriental.
—¿Qué quiere decir con eso?
Tenzing miró a Tomás y después a Ariana.
—¿Qué saben ustedes sobre las experiencias místicas de Oriente?
—Mi conocimiento se limita al islam —dijo la iraní.
—Yo conozco el judaísmo y el cristianismo —indicó Tomás—. Y he aprendido ahora unas cosas sobre el budismo. Me gustaría saber más, claro, pero nunca he tenido un maestro que me enseñase.
El bodhisattva suspiró.
—Nosotros, los budistas, tenemos un proverbio —proclamó—: «Cuando el estudiante está preparado, el maestro aparece». —Dejó que el piar insistente de un pájaro llenase el patio de musicalidad—. Para que puedan entender la esencia del último proyecto de Einstein, es necesario que comprendan dos o tres cosas sobre el pensamiento oriental. —Apoyó la palma de la mano en el tronco del árbol y la dejó allí un momento. Después la apartó y la juntó con la otra, ambas manos entrelazadas ahora en el regazo en una pose contemplativa—. El budismo tiene sus orígenes remotos en el hinduismo, cuya filosofía se asienta en una colección de viejas escrituras anónimas redactadas en sánscrito antiguo, los Vedas, los textos sagrados de los arios. La última parte de los Vedas se llama Upanishads. La idea básica, en el fondo del hinduismo, es que la variedad de cosas y de acontecimientos que vemos y sentimos a nuestro alrededor no son más que diferentes manifestaciones de la misma realidad. La realidad se llama Brahman, y tiene en el hinduismo el valor que tiene Dharmakaya en el budismo. Brahman significa «crecimiento», y es la realidad en sí, la esencia interior de todas las cosas. Nosotros somos Brahman, aunque podamos no percibirlo dado el poder mágico creativo de maya, que crea la ilusión de la diversidad. Pero la diversidad, debo insistir, no es más que una ilusión. Sólo hay una cosa real y lo real es Brahman.
—Disculpe, pero no llego a entenderlo —interrumpió Tomás—. Siempre tuve la idea de que el hinduismo estaba lleno de dioses diferentes.
—Eso en parte es verdad. Los hindúes tienen muchos dioses, en efecto, pero las escrituras sagradas dejan claro que todos esos dioses no son más que reflejos de un único dios, de una única realidad. Es como si Dios tuviese mil nombres y cada nombre fuese el de un dios, pero todos ellos remitiesen al mismo, diferentes nombres y diferentes rostros para una única esencia. —Abrió los brazos y los juntó—. Brahman es todos y uno. Es lo real y lo único que es real.
—Ahora lo he entendido.
—La mitología hindú se basa en la historia de la creación del mundo a través de la danza de Shiva, el Señor de la Danza. Cuenta la leyenda que la materia estaba inerte hasta que, en la noche del Brahman, Shiva inició su danza en un anillo de fuego. En ese instante, también la materia comenzó a latir al ritmo de Shiva, cuyo baile transformó la vida en un gran proceso cíclico de creación y destrucción, de nacimiento y muerte. La danza de Shiva es el símbolo de la unidad y de la existencia; a través de ella suceden los cinco actos de la divinidad: la creación del universo, su sustentación en el espacio, su disolución, la ocultación de la naturaleza de la divinidad y la concesión del verdadero conocimiento. Dicen las escrituras sagradas que, primero, la danza provocó una expansión, en la que se creó el material de construcción de la materia y de las energías. El primer estadio del universo se llenó con el espacio, por donde todo se expandió con la energía de Shiva. Los textos prevén que la expansión se acelerará, todo se mezclará y, al final, Shiva ejecutará la terrible danza de la destrucción. —El bodhisattva inclinó la cabeza—. ¿No le resulta familiar todo esto?
—Increíble —murmuró Tomás—. El Big Bang y la expansión del universo. La equivalencia entre masa y energía. El Big Crunch.
—Notable, sí —coincidió el tibetano—. El universo existe gracias a la danza de Shiva y también al autosacrificio del ser supremo.
—¿Autosacrificio? ¿Como en el cristianismo?
—No —dijo Tenzing, meneando la cabeza—. La expresión «sacrificio» se usa aquí en su significación original, en el sentido de hacer que algo se vuelva sagrado, y no en el sentido de sufrimiento. La historia hindú de la creación del mundo es la del acto divino de crear lo sagrado, un acto por el cual Dios se convierte en el mundo, el cual se convierte en Dios. El universo es el gigantesco escenario de una pieza divina, en la cual Brahman interpreta el papel del gran mago que se transforma en el mundo a través del poder creativo de maya y de la acción del karma. El karma es la fuerza de la creación, es el principio activo de la pieza divina, es el universo en acción. La esencia del hinduismo radica en nuestra liberación de las ilusiones de maya y de la fuerza del karma, lo que nos lleva a percibir, a través de la meditación y del yoga, que todos los diferentes fenómenos captados por nuestros sentidos forman parte de la misma realidad, que todo es Brahman. —El bodhisattva se llevó la mano al pecho—. Todo es Brahman —repitió—. Todo. Incluidos nosotros mismos.
—¿No es eso lo que también defiende el budismo?
—Exactamente —asintió el viejo tibetano—. En vez de Brahman, preferimos usar la palabra Dharmakaya para describir esa realidad una, esa esencia que se encuentra en los diferentes objetos y fenómenos del universo. Todo es Dharmakaya, todo está unido por hilos invisibles, las cosas no son más que diferentes rostros de la misma realidad. Pero ésta no es una realidad inmutable, es más bien una realidad marcada por la samsara, el concepto de que las cosas no permanecen, de que todo cambia sin cesar, de que el movimiento y la transformación son inherentes a la naturaleza.
—Pero, entonces, ¿cuál es la diferencia entre hinduismo y budismo?
—Hay diferencias en la forma, hay diferencias en los métodos, hay diferencias en las historias. Buda aceptaba a los dioses hindúes, pero no les atribuía gran importancia. Hay enormes diferencias entre las dos religiones, aunque la esencia sea la misma. Lo real es uno, a pesar de parecer múltiple. Las cosas diferentes no son más que diferentes máscaras de la misma cosa, esa realidad última tampoco permanece. Ambos pensamientos enseñan a ver más allá de las máscaras, enseñan a entender que la diferencia oculta la unidad, enseñan a caminar hacia la revelación de lo uno. Pero recurren a métodos diversos para llegar al mismo objetivo. Los hindúes alcanzan la iluminación a través del vedanta y del yoga; los budistas a través del óctuple camino sagrado del Buda.
—Por tanto, la esencia del pensamiento oriental radica en la noción de que lo real, aunque adopte diferentes formas, es, en su esencia, la misma cosa.
—Sí —dijo Tenzing—. A pesar de que las ideas fundamentales ya están incorporadas en el hinduismo y en el budismo, los taoístas llegaron a subrayar después algunos elementos esenciales ya existentes en el pensamiento dominante.
—¿Ah, sí? ¿Qué?
El tibetano inspiró el aire puro que se deslizaba como un soplo por el patio.
—¿Ha leído alguna vez el Tao Te King?
—Pues… no.
—Es el texto fundamental del Tao.
—¿Y qué es el Tao?
—Ha dicho Chuang-Tzu: «Si alguien pregunta qué es el Tao y otro responde, ninguno de los dos sabe qué es el Tao».
Tomás se rio.
—Bien, entonces ya veo que no nos puede explicar qué es el Tao.
—El Tao es otro nombre para Brahman y para Dharmakaya —afirmó el tibetano—. El Tao es lo real, es la esencia del universo, es lo uno de lo cual deriva lo múltiple. El camino taoísta fue enunciado por Lao Tsé, quien resumió el pensamiento en un concepto esencial.
—¿Cuál?
—El Tao Te King comienza con palabras reveladoras —dijo Tenzing—. El Tao que puede ser dicho no es el verdadero Tao. El Nombre que puede ser nombrado no es el verdadero Nombre.
El budista dejó que sus palabras resonasen en el patio como hojas lanzadas a merced del viento.
—¿Qué quiere decir eso?
—El Tao subrayó el papel del movimiento en la definición de la esencia de las cosas. El universo se balancea entre el yin y el yang, las dos caras que pautan el ritmo de los moldes cíclicos del movimiento y a través de las cuales se manifiesta el Tao. La vida, ha dicho Chuang-Tzu, es la armonía del yin y del yang. Así como el yoga es el camino hindú para la iluminación de que todo es Brahman, así como el óctuple camino sagrado del Buda es el camino budista para la iluminación de que todo es Dharmakaya, el taoísmo es el camino taoísta para la iluminación de que todo es Tao. El taoísmo es un método que usa la contradicción, las paradojas y la sutileza para llegar al Tao. —Alzó la mano—. Ha dicho Lao Tsé: «Para contraer una cosa, es necesario expandirla». —Inclinó la cabeza—. Ésa es la sabiduría sutil. A través de la relación dinámica entre el yin y el yang, los taoístas explican los cambios de la naturaleza. El yin y el yang son dos polos antagónicos, dos extremos ligados el uno al otro por un cordón invisible, dos caras diferentes del Tao, la unidad de todos los opuestos. Lo real está en permanente cambio, pero los cambios son cíclicos, ora tienden al yin, ora vuelven al yang. —Alzó de nuevo la mano—. Pero, atención: los extremos son ilusiones de lo uno, y tan es así que Buda habló de no dualidad. El Buda ha dicho: «Luz y sombra, largo y corto, negro y blanco sólo pueden conocerse como relación entre uno y otro». La luz no es independiente de la sombra ni el negro del blanco. No hay opuestos, sólo relaciones.
—No entiendo —dijo Tomás—. ¿Cuáles son entonces las principales novedades del taoísmo?
—El taoísmo no es exactamente una religión, sino un sistema filosófico nacido en China. Algunas de sus ideas esenciales, sin embargo, coinciden con el budismo, como la noción de que el Tao es dinámico y de que el Tao es inaccesible.
—¿Inaccesible en qué sentido?
—Acuérdese de Lao Tsé: el Tao que puede ser dicho no es el verdadero Tao. Acuérdese de Chuang-Tzu: si alguien pregunta qué es el Tao y otro responde, ninguno de los dos sabe qué es el Tao. El Tao está más allá de nuestro entendimiento. Es inexpresable.
—Qué curioso —sonrió Tomás—. Es justamente lo que dice la cábala judía. Dios es inexpresable.
—Lo real es inexpresable —proclamó Tenzing—. Ya los Upanishads de los hindúes se referían a la intangibilidad de la realidad última en términos inequívocos: allí donde el ojo no llega, la palabra no llega, la mente no llega, no sabemos, no comprendemos, no podemos enseñar. El propio Buda, interrogado por un discípulo que le pidió que definiese la iluminación, respondió con el silencio y se limitó a levantar una flor. Lo que Buda quería expresar con este gesto, que se hizo conocido como «Sermón de las Flores», es que las palabras sólo sirven para objetos e ideas que nos resultan familiares. Buda ha dicho: «Se impone un nombre a lo que se piensa que es una cosa o un estado, y eso lo separa de otras cosas y otros estados, pero, cuando uno va a ver lo que hay por detrás del nombre, se encuentra con una sutileza cada vez mayor que no tiene divisiones». —Suspiró—. La iluminación de la realidad última, de la Dharmakaya, está más allá de las palabras y de las definiciones. La llamemos Brahman, Dharmakaya, Tao o Dios, esa verdad se mantiene inmutable. Podemos sentir lo real en una epifanía, podemos romper las ilusiones de maya y el ciclo del karma de tal modo que alcancemos la iluminación y lleguemos a lo real. —Hizo un gesto lento con la mano—. Sin embargo, hagamos lo que hagamos, digamos lo que digamos, nunca lo podremos describir. Lo real es inexpresable. Está más allá de las palabras.
Tomás se movió en el cojín y miró a Ariana, que permanecía callada.
—Disculpe, maestro —dijo él, con un asomo de impaciencia en el tono de la voz—. Todo esto es fascinante, sin duda, pero no responde a nuestras dudas.
—¿No responde de verdad?
—No —insistió Tomás—. Me gustaría que nos explicase en detalle el proyecto en que lo embarcó Einstein.
El bodhisattva suspiró.
—Fez Yang ha dicho: «Cuando te sientes ilusionado y lleno de dudas, ni siquiera bastarán mil libros. Cuando hayas alcanzado el entendimiento, una palabra sola ya es demasiado». —Miró a Tomás—. ¿Entiende?
—Pues… más o menos.
—Esas palabras suyas, vacilantes, parecen gotas de lluvia, lo que me recuerda un dicho zen —insistió Tenzing—: «Las gotas de lluvia golpean la hoja de basho, pero no son lágrimas de pesar, es sólo la angustia de quien las oye».
—¿Piensa que estoy angustiado?
—Creo que no me está escuchando, amigo portugués. Me oye, es verdad, pero no me escucha. Cuando escuche, entenderá. Cuando entienda, una sola palabra ya será demasiado. Mientras no lo haga, no obstante, no le bastarán siquiera mil libros.
—¿Me está diciendo que todo esto tiene relación con el proyecto de Einstein?
—Le estoy diciendo lo que le estoy diciendo —dijo el tibetano, con la voz muy tranquila, apuntándolo con el dedo como si lo interpelase—. Acuérdese del proverbio chino: «Los profesores abren la puerta, pero tienes que entrar solo».
—Muy bien —asintió Tomás—. Ya sé que me ha abierto la puerta. ¿Éste es el momento en que puedo entrar?
—No —murmuró Tenzing—. Éste es el momento de escucharme. Ha dicho Lao Tsé: «Actúa sin hacer, trabaja sin esfuerzo».
—Sí, maestro.
El bodhisattva bajó unos instantes los párpados. Parecía haberse sumergido en la meditación, pero enseguida volvió a abrir los ojos.
—Todo lo que les he contado se lo había comunicado ya en Princeton a Einstein, que se mostró muy interesado en la visión oriental del universo. El principal motivo de ese interés radicaba en la proximidad existente entre nuestro pensamiento y detalles cruciales de los nuevos descubrimientos en los campos de la física y de la matemática, algo que yo había comprobado en la Universidad de Columbia y que insistí en explicarle a mi nuevo mentor.
—Disculpe, no logro seguirlo —interrumpió Ariana: su mente de científica reaccionaba con sorpresa—. ¿Proximidades entre el pensamiento oriental y la física? ¿De qué está hablando concretamente?
Tenzing se rio.
—Está reaccionando, señorita, exactamente cómo reaccionó Einstein al principio, cuando le hablé de esas cuestiones.
—Disculpe, pero me parece una reacción natural en cualquier científico —dijo la iraní—. Mezclar ciencia con misticismo es…, en fin…, es algo un poco extraño, ¿no le parece?
—No si ambos dicen lo mismo —replicó el tibetano—. Revelan los Upanishads: «Tal como el cuerpo humano, así es el cuerpo cósmico. Tal como la mente humana, así es la mente cósmica. Tal como el microcosmos, así es el macrocosmos. Tal como el átomo, así es el universo».
—¿Eso dónde está?
—Está en los Upanishads, el último de los Vedas, los textos sagrados del hinduismo. —Tenzing arqueó sus cejas blancas—. Pero podría encontrarse en cualquier texto científico, ¿no cree?
—Bien…, pues…, en cierto modo, sí.
El bodhisattva se acomodó en el gran cojín y respiró hondo.
—¿Se acuerdan de que Lao Tsé decía que el Tao que puede ser dicho no es el verdadero Tao y que el Nombre que puede ser nombrado no es el verdadero Nombre? ¿Se acuerdan de que los Upanishads se referían a la realidad última como algo adonde el ojo no llega, la palabra no llega, la mente no llega, no sabemos, no comprendemos, no podemos enseñar? ¿Se acuerdan de que Buda usaba el Sermón de las Flores para explicar que la iluminación de la Dharmakaya es inexpresable?
—Sí…
—Y yo les pregunto: ¿qué dice el principio de incertidumbre? Nos dice que no podemos prever con precisión el comportamiento de una micropartícula, a pesar de que sabemos que ese comportamiento ya está determinado. Y les pregunto: ¿qué dicen los teoremas de la incompletitud? Nos dicen que no podemos probar la coherencia de un sistema matemático, a pesar de que sus afirmaciones no demostrables son verdaderas. Y les pregunto: ¿qué dice la teoría del caos? Nos dice que la complejidad de lo real es de tal magnitud que no es posible prever la evolución futura del universo, a pesar de que sabemos que esa evolución ya está determinada. Lo real se oculta detrás de la ilusión de maya. El principio de incertidumbre, los teoremas de la incompletitud y la teoría del caos han probado que lo real es inaccesible en su esencia. Podemos intentar acercarnos a él, podemos intentar describirlo, pero nunca lo alcanzaremos de verdad. Habrá siempre un misterio en el final del universo. En última instancia, el universo es inexpresable en su plenitud, en razón de la sutileza de su concepción. —Abrió las manos—. Regresamos, por ello, a la cuestión esencial. ¿Qué es la materia imprevisible a la que se refiere el principio de incertidumbre sino Brahman? ¿Qué es la verdad que los teoremas de la incompletitud demuestran que no puede probarse sino Dharmakaya? ¿Y qué es lo real infinitamente complejo e inalcanzable que describe la teoría del caos sino Tao? ¿Qué es el universo, al fin y al cabo, sino un enigma gigantesco e inexpresable?
Las preguntas que hacía Tenzing en tono tranquilo reverberaban con fragor en los oídos de los dos visitantes. Tomás y Ariana miraron al viejo tibetano sentado frente a ellos y digirieron poco a poco los extraños paralelismos entre la ciencia occidental y el misticismo oriental.
—Después está el problema de la dualidad —retomó Tenzing—. Como deben recordar, el pensamiento oriental establece el dinamismo del universo a través de la dinámica de las cosas. El Brahman de los hindúes significa «crecimiento». La samsara de los budistas quiere decir «movimiento incesante». El Tao de los taoístas remite a la dinámica de los opuestos representada por el yin y por el yang. Todo son opuestos y los opuestos son la misma cosa, los dos extremos unidos por un hilo invisible. Yin y yang. ¿Se acuerdan de que les hablé de eso?
—Sí, claro.
—Entonces acuérdense ahora de las teorías de la relatividad: la energía y la masa son la misma cosa en estados diferentes. Entonces acuérdense ahora de la física cuántica: la materia es, al mismo tiempo, onda y partícula. Entonces acuérdense ahora de las teorías de la relatividad: el espacio y el tiempo están ligados. Todo es yin y yang. El universo se mueve por el dinamismo de los opuestos. Los extremos se revelan, al final, como diferentes expresiones de una misma unidad. Yin y yang. Energía y masa. Ondas y partículas. Espacio y tiempo. Yin y yang.
—El universo se mueve regido por la dialéctica de los opuestos —comentó Tomás.
—El universo es uno, pero no es estático, es dinámico —afirmó Tenzing—. ¿Recuerdan que les hablé de la creación del universo por la danza de Shiva, a través de la cual la materia comenzó a latir y a bailar al ritmo de esa danza, transformando la vida en un gran proceso cíclico?
—Sí.
—Entonces fíjense en el ritmo de los electrones en torno a los núcleos, en el ritmo de las oscilaciones de los átomos, en el ritmo del movimiento de las moléculas, en el ritmo del movimiento de los planetas, en el ritmo con que late el cosmos. En todo hay ritmo, en todo hay sincronismo, en todo hay simetría. El orden surge del caos como un bailarín gira en la pista. ¿Ya han reparado en dónde está el ritmo del cosmos?
—Eh… ¿El ritmo del cosmos?
—Todas las noches, a lo largo de los ríos de Malasia, miles de luciérnagas se reúnen en el aire y emiten luz a la vez, obedeciendo a un sincronismo secreto. Todos los instantes, a lo largo de nuestro cuerpo, los flujos eléctricos bailan en cada órgano al ritmo de sinfonías silenciosas, cuyo compás lo coordinan millares de células invisibles. Todas las horas, a través de nuestros intestinos, la ondulación ritmada de las paredes del tubo intestinal empuja los restos de los alimentos, obedeciendo a una extraña cadencia ondulada. Todos los días, cuando el hombre penetra en la mujer y su fluido vital corre hacia el óvulo, los espermatozoides sacuden las colas al mismo tiempo y en la misma dirección, respetando una coreografía misteriosa. Todos los meses, siempre que algunas mujeres pasan mucho tiempo juntas, sus ciclos menstruales se sincronizan de forma inexplicable. ¿Qué es esto sino el ritmo enigmático de la música universal que danza el cósmico Shiva?
—Pero en la vida es natural que haya sincronía —argumentó Tomás—. Hay sincronía en la respiración, hay sincronía en el corazón, hay sincronía en la circulación de la sangre…
—Claro que la sincronía es natural —asintió Tenzing—. Es natural justamente porque la vida fluye al ritmo de las pulsaciones de la danza de Shiva. Pero no es sólo la vida, ¿sabe? También la materia que no es viva danza al son de la misma música.
—¿La materia que no es viva?
—Eso se descubrió en el siglo XVII, cuando Christiaan Huygens observó accidentalmente que los péndulos de dos relojes de sala colocados uno al lado del otro oscilaban simultáneamente sin variación. Por más que intentaba evitar la sincronía alterando las oscilaciones de los péndulos, Huygens comprobó que, al cabo de sólo media hora, los relojes volvían a ajustar sus pulsaciones, como si los péndulos obedeciesen a un maestro invisible. Huygens descubrió que la sincronía no es un ritmo exclusivo de las cosas vivas. La materia inerte danza al mismo tiempo.
—Bien…, eh…, es extraño, sin duda —reconoció Tomás—. Pero no se puede generalizar a partir de un único caso descubierto entre la materia inerte, ¿no? Por más que ese caso resulte extraño, es sólo un caso.
—Está equivocado —atajó el tibetano—. La danza sincronizada de los péndulos de relojes colocados uno al lado del otro fue sólo el primero de muchos descubrimientos semejantes. Se descubrió que los generadores colocados en paralelo, aunque comiencen a funcionar no sincronizados, sincronizan automáticamente su ritmo de rotación y es esa extraña pulsación de la naturaleza la que posibilita el funcionamiento de las redes eléctricas. Se descubrió que el átomo del cesio oscila como un péndulo entre dos niveles de energía, y esa oscilación es ritmada con tal precisión que permitió recurrir al cesio para crear los relojes atómicos, que sólo yerran menos de un segundo en veinte millones de años. Se descubrió que la Luna gira sobre su eje exactamente al mismo ritmo con que gira la Tierra, y es ese extraño sincronismo el que permite que la Luna tenga siempre la misma cara vuelta hacia nosotros. Se descubrió que las moléculas del agua, que se mueven libremente, cuando la temperatura baja a cero grados, se unen en un movimiento sincronizado, y es un movimiento que permite la formación del hielo. Se descubrió que algunos átomos, cuando se los coloca a temperaturas próximas al cero absoluto, comienzan a comportarse como si fuesen uno solo, son trillones de átomos sumidos en un gigantesco baile sincronizado. Ese descubrimiento permitió que sus autores ganasen el premio Nobel de Física en el 2001. El comité Nobel dijo que habían logrado hacer que los átomos cantasen al mismo tiempo. Ésa fue la expresión que usó el comité en su comunicado. Que los átomos cantasen al mismo tiempo. Y les pregunto: ¿al ritmo de qué música?
Tomás y Ariana se quedaron callados. La pregunta era retórica, supusieron, y el hecho es que el bodhisattva los había sorprendido con la revelación de la existencia de este ritmo, de esta pulsación de la materia.
—Y les pregunto: ¿al ritmo de qué música? —repitió Tenzing—. Al ritmo de la música cósmica, la misma música que inspira a Shiva en su danza, la misma música que hace que dos péndulos oscilen en sincronía, la misma música que hace que los generadores coordinen su movimiento de rotación, la misma música que hace que la Luna organice su baile de tal modo que tiene siempre la misma cara vuelta a la Tierra, la misma música que hace que los átomos canten a la vez. El universo baila a un ritmo misterioso. El ritmo de la danza de Shiva.
—¿Y de dónde viene ese ritmo? —preguntó Tomás.
El tibetano hizo un gesto vago con las manos, abarcando todo el patio del templo.
—Viene de la Dharmakaya, viene de la esencia del universo —dijo—. ¿Nunca han oído hablar de las relaciones entre la música y la matemática?
Los dos visitantes asintieron con la cabeza.
—Pues la música del universo oscila al ritmo de las leyes de la física —afirmó Tenzing—. En 1996 se descubrió que los sistemas vivos y la materia inerte se sincronizan en obediencia a una misma formulación matemática. Quiero decir con esto que la pulsación de la música cósmica que provoca los movimientos en los intestinos es la misma que hace que los átomos canten al unísono, la pulsación que impele a los espermatozoides a mover la cola en sincronía es la misma que orquesta el gigantesco baile de la Luna en torno a la Tierra. Y la formulación matemática que organiza este ritmo cósmico emerge de los sistemas matemáticos sobre los que se asienta la organización del universo: la teoría del caos. Se descubrió que el caos es sincrónico. El caos parece caótico, pero tiene, en realidad, un comportamiento determinista, obedece a moldes y está regido por reglas muy bien definidas. A pesar de ser sincrónico, su comportamiento nunca se repite, por lo que podemos decir que el caos es determinista pero indeterminable. Es previsible a corto plazo, en razón de las leyes deterministas, e imprevisible a largo plazo, en razón de la complejidad de lo real —dijo, y abrió las manos—. Habrá siempre misterio en el fin del universo.
Tomás se movió en su asiento.
—Admito que todo eso es misterioso —dijo—. Pero ¿cree que los sabios anónimos que describieron la danza de Shiva conocían la existencia de ese…, de ese ritmo cósmico?
Tenzing sonrió.
—A propósito de cómo debemos pensar el mundo, dijo Buda: «Una estrella al anochecer, una burbuja en la corriente, un rasgón de luz en una nube de verano, una vela tremulante, un fantasma y un sueño».
Los visitantes vacilaron, desconcertados con la respuesta.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que el ritmo cósmico no es perceptible para quien no está iluminado. Es necesario ser Buda para observar surgir ese ritmo de las cosas. ¿Cómo podían conocer la existencia del ritmo cósmico los autores de las escrituras sagradas si él no es audible para quien no está preparado para captarlo?
—Puede ser coincidencia —argumentó Tomás—. Inventaron la historia de la danza de Shiva, un hermoso mito primordial, y después, por coincidencia, se descubrió que existe un ritmo en el universo.
El bodhisattva se quedó un instante callado, como si estuviese ponderando el argumento.
—¿Se acuerdan de que les dije que los hindúes sostienen que la realidad última se llama Brahman y que la variedad de cosas y acontecimientos que vemos y sentimos a nuestro alrededor no son más que diferentes manifestaciones de la misma realidad? ¿Se acuerdan de que les dije que nosotros, los budistas, sostenemos que la realidad última se llama Dharmakaya y que todo está unido por hilos invisibles, siendo que todas las cosas no son más que diferentes rostros de la misma realidad? ¿Se acuerdan de que les dije que los taoístas sostienen que el Tao es lo real, es la esencia del universo, es lo uno del que deriva lo múltiple?
—Sí.
—¿Será una mera coincidencia que ahora la ciencia occidental acabe diciendo lo mismo que nuestros sabios orientales ya decían hace dos mil años o más?
—No llego a entenderlo —planteó Tomás.
El bodhisattva respiró hondo.
—Como sabe, el pensamiento oriental sostiene que lo real es uno y que las diferentes cosas no son más que manifestaciones de la misma cosa. Todo está relacionado.
—Sí, ya lo ha dicho.
—La teoría del caos vino a confirmar que así es. El batir de alas de una mariposa influye en el estado del tiempo en otro punto del planeta.
—Es verdad.
—Pero la ligazón de la materia entre sí no se limita a un simple efecto dominó entre las cosas, en que cada una influye en la otra. La verdad es que la materia está ligada orgánicamente entre sí. Cada objeto es una representación diferente de la misma cosa.
—Eso es lo que dice el pensamiento oriental —insistió Tomás.
—Y lo que dice también la ciencia occidental —argumentó Tenzing.
El historiador adoptó una expresión de incredulidad.
—¿La ciencia occidental?
—Sí.
—¿Dónde está dicho que la materia tiene ligazón orgánica? ¿Dónde está dicho que cada objeto es una representación diferente de la misma cosa? Es la primera vez que oigo esas afirmaciones…
El bodhisattva sonrió.
—¿Ya han oído hablar de la experiencia Aspect?
Tomás hizo una mueca de ignorancia, pero, al mirar a Ariana, se dio cuenta de que la referencia le resultaba familiar.
—¿Qué es eso? —preguntó, dirigiéndose indistintamente al tibetano y a la iraní.
—Ya veo que está al tanto, señorita, de esta experiencia —observó Tenzing con la mirada escrutadora.
—Sí —confirmó ella—. Cualquier físico conoce esa experiencia.
Ariana parecía un poco trastornada. Era notorio que su espíritu científico se ocupaba en ese instante de evaluar las implicaciones de la observación del viejo budista, en particular las inesperadas relaciones entre la experiencia que Tenzing había mencionado y el concepto de Dharmakaya que acababa de conocer.
—¿A alguien le importa explicármela? —insistió Tomás.
Tenzing volvió a acomodar el paño púrpura que le cubría el cuerpo. Observó a Tomás fijamente.
—Alain Aspect es un físico francés que lideró un equipo de la Universidad de París Sur en una experiencia de gran importancia, efectuada en 1982. Es verdad que nadie habló de ella en la televisión ni en los periódicos. En rigor, sólo los físicos y algunos otros científicos la conocen, pero no se olvide de lo que le voy a decir. —Alzó un dedo—. Es posible que, en el futuro, la experiencia Aspect llegue a ser recordada como una de las experiencias más extraordinarias de la ciencia en el siglo XX. —Miró a Ariana—. ¿Está de acuerdo, señorita?
Ariana asintió con la cabeza.
—Sí.
El bodhisattva mantuvo la mirada fija en la iraní.
—Un dicho zen dice: «Si encuentras en el camino a un hombre que sabe, no digas nada, no te quedes en silencio». —Hizo una pausa—. No te quedes en silencio —repitió. Miró a Ariana, y señaló a Tomás—. Ábrele la puerta.
—¿Quiere que yo le describa la experiencia Aspect?
Tenzing sonrió.
—Otro dicho zen dice: «Cuando un hombre común accede al conocimiento, es un sabio. Cuando un sabio accede al conocimiento, es un hombre común». —Volvió a señalar a Tomás—. Haz de él un hombre común.
Ariana miró a uno y otro hombre, intentando ordenar su argumentación.
—La experiencia Aspect…, eh…, es decir… —tartamudeó, y miró al tibetano como si le pidiese instrucciones—. No se puede describir la experiencia Aspect sin hablar de la paradoja EPR, ¿no?
—Nagarjuna ha dicho: «La sabiduría es como un lago límpido y fresco, se puede entrar por cualquier lado».
—Entonces tengo que entrar por el lado de la paradoja EPR —decidió Ariana, y se volvió hacia Tomás—. ¿Te acuerdas de que te conté que la física cuántica preveía un universo no determinista, en que el observador forma parte de la observación, mientras que la relatividad preconizaba un universo determinista, en que el papel del observador es irrelevante para el comportamiento de la materia? Te acuerdas de eso, ¿no?
—Claro.
—Ahora bien: cuando esa inconsistencia se hizo evidente, comenzaron los esfuerzos para conciliar los dos campos. Se suponía, y aún hoy se supone, que no puede haber leyes discrepantes en función de la dimensión de la materia, unas para el macrocosmos y otras diferentes para el microcosmos. Tiene que haber leyes únicas. Pero ¿cómo explicar las divergencias entre las dos teorías? El problema suscitó una serie de debates entre el padre de la relatividad, Albert Einstein, y el principal teórico de la física cuántica, Niels Bohr. Para demostrar que la interpretación cuántica era absurda, Einstein se centró en un detalle muy extraño de la teoría cuántica: el de que una partícula sólo decide su posición cuando se la observa. Einstein, Podolski y Rosen, cuyas iniciales forman EPR, formularon entonces su paradoja, basada en la idea de medir dos sistemas separados, pero que habían estado previamente unidos, para ver si tenían comportamientos semejantes cuando se los observaba. Los tres propusieron lo siguiente: colóquense los dos sistemas en cajas, situadas en puntos diferentes de una sala o incluso a muchos kilómetros de distancia; ábranse las cajas al mismo tiempo y mídanse sus estados internos. Si su comportamiento resulta automáticamente idéntico, entonces significa que los dos sistemas han logrado comunicar el uno con el otro instantáneamente. Pero ésta es una paradoja. Einstein y sus defensores observaron que no puede haber transferencia instantánea de información dado que nada se mueve más deprisa que la luz.
—¿Y qué respondió el físico cuántico?
—¿Bohr? Bohr respondió que, si se pudiese hacer esta experiencia, se comprobaría que, en efecto, había comunicación instantánea. Si las partículas subatómicas no existen hasta que se las observa, argumentó, entonces no podrán ser encaradas como cosas independientes. La materia, dijo, forma parte de un sistema indivisible.
—Un sistema indivisible —repitió Tenzing—. Indivisible como la realidad última de Brahman. Indivisible como la unidad del Tao de la que deriva lo múltiple. Indivisible como la esencia última de la materia, lo uno del que todas las cosas y todos los acontecimientos no son sino manifestaciones de lo mismo, la realidad única con diferentes máscaras.
—Calma —contrapuso Tomás—. Eso es lo que decía la física cuántica. Pero Einstein pensaba de manera diferente, ¿no?
—Sin duda —asintió Ariana—. Einstein pensaba que esta interpretación era absurda y consideraba que la paradoja EPR, si pudiese probarse, lo demostraría.
—El problema es que esa paradoja no puede probarse…
—En la época de Einstein, no se podía —dijo la iraní—. Pero, en 1952, un físico de la Universidad de Londres llamado David Bohm indicó que había una manera de probar la paradoja. En 1964 le correspondió a otro físico, John Bell, del CERN de Ginebra, la tarea de demostrar esquemáticamente cómo llevar a cabo la experiencia. Bell no hizo la prueba, pero ésta llegó a concretarse en 1982, gracias a Alain Aspect y a un equipo de París. Es una experiencia complicada y difícil de explicarle a un lego, pero realmente se efectuó.
—¿Los franceses probaron la paradoja?
—Sí.
—¿Y?
Ariana miró furtivamente a Tenzing antes de responder a la pregunta de Tomás.
—Bohr tenía razón.
—No entiendo —dijo el historiador—. ¿Cómo que tenía razón? ¿Qué reveló la experiencia?
Ariana respiró hondo.
—Aspect descubrió que, bajo determinadas condiciones, las partículas se comunican automáticamente entre sí. Esas partículas subatómicas pueden incluso estar en puntos diferentes del universo, unas en un extremo del cosmos y otras en otro, pero la comunicación es instantánea.
El historiador adoptó una expresión de incredulidad.
—Eso no es posible —dijo—. Nada viaja más deprisa que la luz.
—Es lo que dice Einstein y la teoría de la relatividad restrictiva —repuso la iraní—. Pero Aspect probó que las micropartículas se comunican instantáneamente entre sí.
—¿No habrá algún error en esas pruebas?
—Ningún error —aseguró la iraní—. Las confirmaron experiencias más recientes efectuadas en 1998 en Zúrich y en Innsbruck, usando técnicas más sofisticadas.
Tomás se rascó la cabeza.
—¿Eso quiere decir que las teorías de la relatividad están equivocadas?
—No, no, son correctas.
—Entonces, ¿cómo se explica ese fenómeno?
—Sólo hay una explicación —dijo Ariana—. Aspect confirmó una propiedad del universo. Comprobó experimentalmente que el universo tiene ligazones invisibles, que las cosas están relacionadas entre sí de un modo que no se sospechaba, que la materia posee una organización intrínseca que nadie imaginaba. Si las micropartículas se comunican entre sí a distancia, no se debe a ninguna señal que se envíen las unas a las otras. Se debe simplemente al hecho de que constituyen una entidad única. Su separación es una ilusión.
—¿Las micropartículas son una entidad única? ¿Su separación es una ilusión? No consigo entender…
Ariana miró alrededor, intentando imaginar la mejor manera de explicar el sentido de sus palabras.
—Mira, Tomás —dijo, aferrándose a una idea—. ¿Has visto alguna vez una transmisión televisiva de un partido de fútbol?
—Sí, claro.
—En una transmisión televisiva hay, a veces, varias cámaras que apuntan al mismo tiempo al mismo jugador, ¿no? Quien esté viendo las imágenes de cada cámara y no sepa cómo funcionan las cosas, podrá pensar que cada cámara capta a un jugador diferente. En una se ve al jugador mirando hacia la izquierda, en la otra se ve al mismo jugador mirando hacia la derecha. Si una persona no conoce a ese jugador, sería capaz de jurar que se trata de jugadores diferentes. Pero, mirando con más atención, se percibe que siempre que el jugador hace un movimiento hacia un lado, el jugador que está en la otra imagen hace instantáneamente el movimiento correspondiente, aunque hacia el otro lado. En realidad, las dos cámaras muestras siempre al mismo jugador, pero desde ángulos diferentes. ¿Has entendido?
—Sí. Todo eso es evidente.
—Pues fue algo parecido lo que mostró la experiencia Aspect en relación con la materia. Dos micropartículas pueden estar separadas por el universo entero, pero cuando una se mueve, la otra se mueve instantáneamente. Pienso que eso ocurre porque, en realidad, no se trata de dos micropartículas diferentes, sino de la misma micropartícula. La existencia de dos es una ilusión, de la misma manera que la existencia de dos jugadores en cámaras colocadas en ángulos diferentes es una ilusión. Siempre estamos viendo al mismo jugador, siempre estamos viendo la misma micropartícula. En un nivel profundo de la realidad, la materia no es individual, sino una mera representación de una unidad fundamental.
Se hizo silencio.
Tenzing carraspeó.
—La variedad de cosas y acontecimientos que vemos y sentimos a nuestro alrededor son diferentes manifestaciones de la misma realidad —murmuró el budista en tono contemplativo—. Todo está unido por hilos invisibles. Todas las cosas y todos los acontecimientos no son más que diferentes rostros de la misma esencia. Lo real es lo uno, del cual deriva lo múltiple. Eso es Brahman, eso es Dharmakaya, eso es Tao. Los textos sagrados explican el universo. —Cerró los ojos e inspiró aire, en una postura meditativa—. Está escrito en la Prajnaparamita, el poema de Buda sobre la esencia de todo.
Comenzó a recitar, como si entonase un mantra sagrado:
Vacía y serena y libre de síes la naturaleza de las cosas. Ningún ser individual en realidad existe.
No hay fin ni principio, ni medio. Todo es ilusión, como en una visión o en un sueño.
Todos los seres del mundo están más allá del mundo de las palabras. Su naturaleza última, pura y verdadera, es como la infinidad del espacio.
Tomás lo observó con los ojos desorbitados, aún algo incrédulo.
—¿Fue así cómo Buda describió la esencia de las cosas? —se admiró—. Es increíble.
El bodhisattva lo encaró con serenidad.
—Zhou Zhou dijo: «El Camino no es difícil, basta que no haya querer ni no querer». —Hizo un gesto hacia su visitante—. Los profesores abren la puerta, pero tienes que entrar solo.
Tomás arqueó las cejas.
—¿Éste es el momento para que yo entre?
—Sí.
Se hizo un nuevo silencio.
—¿Qué debo hacer, entonces?
—Entrar.
El historiador miró al budista con una expresión de desconcierto.
—¿Entrar?
—Un dicho zen dice: «Coge el caballo vigoroso de tu espíritu» —declamó Tenzing, y sonrió—. Para su viaje, empero, tengo una merienda que confortará el estómago de su espíritu.
—¿Una merienda?
—Sí, pero primero vamos al té. Tengo sed.
—Espere —exclamó Tomás—. ¿Qué merienda es ésa?
—Es «La fórmula de Dios».
—¡Ah! —exclamó el historiador—. Aún no me ha explicado qué es.
—No he hecho otra cosa que explicárselo. Usted me ha oído, pero no me ha entendido.
Tomás se sonrojó.
—Pues…
—Un día, Einstein vino a reunirse conmigo y con el Jesuita, y nos dijo: «He hablado con el primer ministro de Israel y me ha hecho un pedido. Me resistí bastante a aceptar ese pedido, pero ahora acepto y quiero que me ayudéis en este proyecto».
—¿Él le dijo eso? ¿Él les pidió que colaborasen en la…, en la construcción de una bomba atómica sencilla?
El bodhisattva contrajo el rostro, sorprendido.
—¿Bomba atómica? ¿Qué bomba atómica?
—¿No se refiere el proyecto «La fórmula de Dios» a la bomba atómica?
—Claro que no.
Tomás miró de inmediato a Ariana y comprobó que ella compartía su alivio.
—¿Ves? —sonrió él—. ¿Qué te decía yo?
La iraní se inclinó hacia delante, como si pudiese captar mejor todo lo que se decía. Ya había leído el manuscrito, y la movía una enorme curiosidad por entenderlo finalmente. Además, disponía de una motivación adicional; ella sabía que aquella información era crucial para frenar la persecución que emprendería inevitablemente, contra ella y contra Tomás, el VEVAK. Pero no le bastaba con saber la verdad; también tenía que probarla. Por ello encaró al tibetano con la ansiedad dibujada en el rostro.
—Pero explíqueme entonces —dijo casi implorante—: ¿qué es, en definitiva, el proyecto «La fórmula de Dios»?
—Shunryu Suzuki ha dicho: «Cuando comprendas totalmente una sola cosa, lo comprendes todo».
—¿Comprender qué es «La fórmula de Dios» significa comprenderlo todo?
—Sí.
—Pero ¿cuál es el tema de «La fórmula de Dios»?
Tenzing Thubten alzó la mano, la deslizó lentamente por el aire, esbozando un gracioso movimiento de gimnasia china, y volvió a inmovilizarse. Respiró la brisa que soplaba sobre el patio del templo y sintió el calor apacible de los rayos del sol que se filtraban por las hojas de los árboles. Hizo señas a un monje que pasaba y le pidió té. Después se recogió en su espacio y volvió a hablar con los visitantes.
—Es la mayor búsqueda jamás emprendida por la mente humana, la demanda del enigma más importante del universo, la revelación del designio de la existencia.
Tomás y Ariana lo observaron, expectantes, incapaces casi de reprimir la ansiedad. El bodhisattva percibió la angustia que los dominaba y sonrió, dispuesto por fin a desvelar el secreto.
—La prueba científica de la existencia de Dios.