La primera señal de aproximación a Shigatse surgió en una curva, era una larga arcada erguida a la izquierda con una sucesión de ventanas sobre portones azules. Tomás iba ahora al volante, Ariana estaba dormida, apoyada en su hombro, cuando se dio cuenta de que estaba entrando en los alrededores de la ciudad y redujo la marcha. Aparecieron hileras de püjang, las casas tradicionales tibetanas hechas de adobe blanco, con sus típicas ventanas negras y lungdas de colores al viento; las banderas de oraciones estaban firmemente amarradas al tejado oscuro, con la esperanza de atraer un buen karma para los hogares. Entraron en una avenida ancha, flanqueada por gasolineras de la PetroChina y por muros rojos con entradas que, en una posición rígida, custodiaban centinelas chinos: se trataba, evidentemente, de los cuarteles de las fuerzas de ocupación. Los árboles gadyan lanzaban amplias sombras sobre la carretera, aquí ya asfaltada; se veían pocos automóviles, pero circulaban muchas bicicletas y algunos camiones descargaban en las aceras.
La iraní despertó y ambos se quedaron observando la urbe que se extendía por el valle. Llegaron a un semáforo y, por la anchura de la avenida y el aspecto antiestético de las construcciones, entendieron que se encontraban en la zona china de la ciudad, hecha de bloques y más semejante a otras ciudades. Se detuvieron junto a una aglomeración de chinos, y Ariana bajó la ventanilla.
—¿Hotel Orchard? —preguntó Tomás, estirándose casi por encima de Ariana.
—¿Eh? —respondió un chino.
Era evidente que no entendía la pregunta. Más le valía al recién llegado concentrarse en la palabra clave.
—¿Hotel?
El hombre habló en un imperceptible mandarín y señaló hacia delante. Tomás le dio las gracias y el jeep arrancó en la dirección indicada. Acabaron efectivamente dando con un hotel, pero no era el Orchard. Ariana salió y fue a pedir direcciones en la recepción.
Recorrieron las amplias calles de la parte china de Shigatse rumbo al sitio que les habían dicho. Llegaron al cruce y giraron a la izquierda; las calles se hicieron aquí más estrechas, era evidente que acababan de penetrar en el barrio Tibetano. Un monte coronado por ruinas envueltas en andamios señalaba el Shigatse Dzong, el viejo fuerte de la ciudad, una estructura que presentaba visibles semejanzas con el magnífico Potala, aunque más pequeña y derruida en parte por los vientos destructores de la represión china.
En la esquina giraron de nuevo a la izquierda, pasaron por una calle desangelada y, al fondo, vieron una fachada ricamente ornamentada, con neones blancos en la parte superior que anunciaban que aquél era el «Tíbet Gang-Gyan Shigatse Orchard Hotel». Su destino.
Estacionaron delante del hotel y entraron en el lobby. El vestíbulo estaba dominado por una enorme mesa central, cubierta con dragones de colores; a la izquierda había un puesto acristalado para la venta de suvenires; a la derecha, se extendían confortables sofás negros.
Un muchacho tibetano, con la piel trigueña por el sol, les sonrió desde el mostrador de la recepción cuando los dos entraron.
—Tashi deleh —saludó.
Tomás devolvió el saludo inclinando levemente la cabeza.
—Tashi deleh —dijo, e hizo un esfuerzo para acordarse de las instrucciones que Yinpa le había dado en el Potala—. Eh…, quiero hablar con el bodhisattva Tenzing Thubten.
El muchacho se quedó atónito.
—¿Tenzing?
—Sí —asintió Tomás—. Necesito que Tenzing me muestre el camino.
El tibetano se mantuvo vacilante. Miró a su alrededor, volvió a fijar sus ojos oscuros en Tomás, miró fugazmente a Ariana y, ya decidido en apariencia, les hizo señas para que se sentasen en los sofás del salón. Después salió deprisa del hotel. Tomás lo vio cruzar la calle y la pequeña plazoleta ajardinada que había al otro lado.
Llegó un monje a la puerta del hotel, guiado por el recepcionista, y se inclinó en una reverencia frente a los desconocidos. Intercambiaron los habituales tashi deleh, deseándose mutuamente buena suerte, y el tibetano les pidió con un gesto que lo siguiesen. Se dirigieron hacia una enorme estructura religiosa que se alzaba, espléndida, justo enfrente, en la falda de un monte lleno de verdor; el complejo blanco y rojizo tenía hermosísimos tejados dorados, con los extremos curvados hacia arriba, a la manera de las pagodas, y las ventanas negras que contemplaban dominantes la ciudad.
—Gompa? —preguntó Tomás, que usó la palabra «monasterio», que había memorizado en Lhasa, mientras señalaba el edificio.
—La ong —asintió el monje, que acomodó los tradicionales paños púrpura que le cubrían el cuerpo—. Tashilhunpo gompa.
—Tashilhunpo —dijo Ariana—. Es el monasterio de Tashilhunpo.
—¿Lo conoces?
—Ya he oído hablar de ese monasterio, sí. Parece que aquí está enterrado el primer Dalai Lama.
—¿Ah, sí?
—Y es también el monasterio que alberga al Panchen Lama.
—¿Quién es ése?
—¿El Panchen Lama? Es la segunda figura más importante del budismo, sólo por debajo del Dalai Lama. Creo que panchen significa «gran maestro». Los chinos han usado al Panchen Lama para desafiar a la autoridad del Dalai Lama, pero sin mucho éxito. Dicen que el Panchen Lama acaba siempre volviéndose antichino.
El sol calentaba con fuerza y el aire estaba seco. Un desagradable hedor a basura y orina flotaba en las calles, pero, a la vista del portón del monasterio, el olor fétido fue sustituido por el aroma perfumado del incienso. Transpusieron la entrada y fueron a parar a un gran patio con vistas a todo el monasterio; desde allí se veía claro que se encontraban frente a un gigantesco y espléndido complejo, todo el perímetro rodeado por un largo muro. En la base de la elevación sobre la que se asentaba Tashilhunpo se aglomeraban edificios blancos, claramente una zona residencial monástica, y encima se alzaban construcciones rojizas cubiertas por los vistosos tejados dorados.
Tomás y Ariana siguieron al monje, escalando una tranquila calleja de piedra que ascendía por la cuesta. El tibetano subió rápido por el suelo inclinado, pero los dos visitantes tuvieron pronto que detenerse, jadeantes, a la sombra de un garboso árbol yonboh. Shigatse quedaba aún más alto que Lhasa, y la atmósfera enrarecida de la altura hacía escasear el aire en sus pulmones.
—¿Habla inglés? —preguntó Tomás, dirigiéndose al monje que lo aguardaba unos metros más adelante, sonriente y expectante.
El tibetano se acercó.
—Un poco.
—Vamos a encontrarnos con un bodhisattva —observó el historiador. Jadeó un poco, aún recuperando el aliento—. ¿Qué es un bodhisattva exactamente?
—Es una especie de Buda.
—¿Una especie de Buda? ¿Qué quiere decir con eso?
—Es alguien que ha alcanzado la iluminación, pero que ha salido del nirvana para ayudar a los demás seres humanos. Es un santo, un hombre que ha rechazado la salvación para sí mismo mientras no se salven los demás.
El monje dio media vuelta y los guio hasta la parte más alta del complejo. Llegaron a un camino que recorría lateralmente una estructura de edificios rojizos. El tibetano, tras girar a la izquierda, subió unas escaleras de piedra negra y se internó en un bloque púrpura. Los visitantes fueron detrás de él, siempre jadeantes, y penetraron en el mismo local; atravesaron un porche oscuro y desembocaron en un patio tranquilo, donde unos monjes se atareaban en torno a una caldera de grasa amarillenta. Era el vestíbulo del templo de Maitreya.
El tibetano les hizo señas para entrar en una pequeña sala sombría, a la derecha, sólo iluminada por velas y por la luz difusa que entraba por un ventanuco discreto. Todo allí tenía un aspecto austero, casi primitivo. Olía a una mezcla de manteca de yac e incienso, un olor que competía con el aroma dulce y perfumado de una nube gris, el humo liberado por el carbón que ardía en un anticuado fogón de hierro. La llama amarilla del fogón lamía una vieja tetera negra, y lanzaba fulgores cálidos y temblorosos sobre las sombras del recinto, como si pulsase en ella la vida.
Los dos se sentaron en unos bancos cubiertos de tapices thangka rojos y vieron al monje coger la tetera apoyada en el fogón, llenar dos tazas y extenderlas en dirección a ellos.
—Cha she rognang.
Era infusión de manteca de yac.
—Gracias —dijo Tomás, disimulando una mueca de asco ante la perspectiva de tener que beber aquella mezcla grasienta. Miró a Ariana—. ¿Cómo se dice «gracias» en tibetano?
—Thu djitchi.
—Eso. —Hizo una reverencia ante el monje—. Thu djitchi.
El monje sonrió y esbozó un gesto con las palmas de las manos, pidiéndoles que esperasen.
—Gong da —dijo antes de desaparecer.
No pasaron siquiera veinte minutos.
El monje que había ido a recibirlos reapareció en la salita, esta vez acompañado. Apareció con otro monje, muy delgado y pequeño, encorvado por la edad, que caminaba con dificultad, auxiliándose con un cayado y con el hombro derecho desnudo. El primero ayudó al más viejo a acomodarse sobre un enorme cojín. Intercambiaron algunas palabras en tibetano, al cabo de las cuales el primero se inclinó en una reverencia y se retiró.
Se hizo silencio.
Sólo se oía a los pájaros gorjear por el patio, allí fuera, y el carbón que crepitaba suavemente en el fogón de hierro. Tomás y Ariana observaron al recién llegado, que seguía sobre el enorme cojín con la cabeza gacha. El viejo monje acomodó el paño del tasen púrpura que lo cubría y se enderezó; los ojos se nublaron y se perdieron en un punto infinito, como si se alejase del mundo que lo rodeaba.
Silencio.
El budista parecía ignorar la presencia de los dos forasteros. Tal vez estuviese en actitud de meditación, tal vez hubiese entrado en trance. Sea como fuere, el anciano no decía nada, se limitaba sólo a estar allí. Tomás y Ariana se miraron, confundidos y dispersos, sin saber si deberían hablar, si el tibetano había entrado allí por error, si aquélla era una costumbre local o si acaso estaba ciego. Por las dudas, se mantuvieron en silencio y esperaron el desarrollo de los acontecimientos.
El mutismo se prolongó durante diez serenos minutos.
El viejo monje seguía quieto, con los ojos congelados y la respiración pausada; hasta que, sin que nada pareciera justificarlo, se estremeció y recobró vida.
—Yo soy el bodhisattva Tenzing Thubten —anunció con una voz afable. Hablaba un inglés sorprendentemente perfecto, con un marcado acento británico—. He oído decir que me buscaban para que les mostrase el camino.
Tomás casi suspiró de alivio. Allí estaba por fin, frente a él, Tenzing Thubten, el remitente de la enigmática postal que había encontrado en la casa del profesor Siza. Era éste tal vez el hombre que podía darle las respuestas que necesitaba, que podía esclarecerle los secretos que habían motivado su búsqueda, o, quién sabe, que podía añadir algunos enigmas más a los muchos misterios que ya lo apabullaban.
—Yo soy Tomás Noronha, profesor de Historia de la Universidade Nova de Lisboa. —Hizo un gesto en dirección a Ariana—. Ella es Ariana Pakravan, física nuclear en el Ministerio de la Ciencia, en Teherán —inclinó la cabeza—. Muchas gracias por recibirnos. Hemos hecho un largo camino para estar aquí.
El monje curvó los labios.
—¿Han venido a verme para que los ilumine?
—Pues…, en cierto modo, sí.
—Seré un buen médico para los enfermos y para los que sufren. Guiaré hacia el camino recto a quienes se hayan extraviado. Seré una luz brillante para los que están en la noche oscura y haré que los pobres e indigentes descubran tesoros escondidos —declamó—. Así reza el Avatamsaka sutra. —Alzó la mano—. Bienvenidos a Shigatse, viajeros en la noche oscura.
—Nuestro es el placer de estar aquí.
Tenzing señaló a Tomás.
—¿Usted ha dicho que es de Lisboa?
—Sí.
—¿Es portugués?
—Lo soy.
—Hmm —murmuró—. Los primeros occidentales en llegar al corazón del Tíbet fueron portugueses.
—¿Perdón? —se sorprendió Tomás.
—Eran dos padres jesuitas —dijo Tenzing—. El padre Andrade y el padre Marques oyeron rumores de la existencia de una secta cristiana en un valle perdido del Tíbet. Se disfrazaron de peregrinos hindúes, atravesaron la India y llegaron a Tsaparang, una fortaleza construida en el centro del reino Guge, en el valle Garuda. Construyeron una iglesia y establecieron el primer contacto entre el Occidente y el Tíbet.
—¿Cuando ocurrió eso?
—En 1624. —Hizo una reverencia—. Bienvenido, peregrino portugués. Si no vienes disfrazado de hindú, ¿qué Iglesia nos traes esta vez?
Tomás sonrió.
—No le traigo ninguna Iglesia. Sólo unas preguntas.
—¿Buscas el camino?
—Busco el camino de un hombre llamado Augusto Siza.
Tenzing reaccionó con una expresión afectuosa al oír el nombre.
—El Jesuita.
—No, no —dijo Tomás, meneando la cabeza—. No era jesuita. Ni siquiera religioso. Era profesor de Física en la Universidad de Coimbra.
—Yo lo llamaba «el Jesuita» —dijo Tenzing, como si no hubiese escuchado la rectificación, y se rio—. A él no le gustaba, claro. Pero yo no lo hacía con mala intención. Lo llamaba «el Jesuita» en homenaje a sus antepasados, que vinieron aquí, al reino Guge, hace cuatrocientos años. Pero era también un chiste, relacionado con el trabajo en el que ambos nos habíamos metido.
—¿Qué trabajo?
El bodhisattva bajó la cabeza.
—No se lo puedo decir.
—¿Por qué?
—Porque acordamos que sería él quien hiciera el anuncio.
Tomás y Ariana se miraron. El historiador respiró hondo y miró al viejo tibetano.
—Tengo una mala noticia que darle —dijo—. Mucho me temo que el profesor Augusto Siza ha fallecido.
Tenzing no se inmutó.
—Era un buen amigo —suspiró, como si la información no lo afectase—. Le deseo felicidades para la nueva vida.
—¿La nueva vida?
—Reencarnará como lama, seguro. Será un hombre bueno y sabio, respetado por todos los que lleguen a conocerlo. —Se acomodó el manto púrpura que lo cubría—. A muchos de nosotros nos acosa la duhja, la frustración y el dolor que nos trae la vida, manteniéndonos aferrados a las ilusiones que crea maya. Pero todo eso es avidya, la ignorancia que necesitamos superar. Si lo hacemos, nos liberaremos del karma que nos encadena. —Hizo una pausa—. El Jesuita y yo caminamos juntos durante un tiempo, como compañeros de viaje que deciden descubrirse el uno al otro. Pero después llegamos a una bifurcación: yo elegí un camino y él eligió otro. Nuestros senderos se separaron, es verdad, pero el destino siguió siendo el mismo.
—¿Y cuál es ese destino?
El bodhisattva respiró hondo. Cerró los ojos, adoptando la postura de la meditación. Era como si ponderase qué hacer; como si elevase su conciencia hasta la sunyata, el gran vacío; como si fundiese su ser con la eterna Dharmakaya y buscase allí la respuesta a su dilema. ¿Podría contarlo todo o debería mantenerse callado? ¿Acaso el espíritu de su viejo amigo, el hombre a quien llamaba el Jesuita, vendría en su socorro para guiarlo?
Abrió los ojos con la decisión tomada.
—Yo nací en 1930 en Lhasa, hijo de una familia noble. Mi primer nombre fue Dhargey Dolma, que significa el regreso con la diosa Dolma, la de los Siete Ojos. Mis padres me dieron este nombre porque creían que el desarrollo era el camino del Tíbet y que había que estar atento al cambio, estar atento, con siete ojos alerta. Cuando yo tenía cuatro años, no obstante, me mandaron al monasterio de Rongbuk, en la falda del Chomolangma, la gran montaña a la que nosotros llamamos Diosa Madre del Universo. —Miró a Tomás—. Ustedes la llaman Everest. —Retomó la postura anterior—. Me volví profundamente religioso cuando tomé contacto con los monjes de Rongbuk. La tradición budista establece que todas las cosas existen en razón de un nombre y de un pensamiento, nada existe por sí mismo. De acuerdo con ello, me cambié de nombre para convertirme en otra persona. A los seis años, empecé a llamarme Tenzing Thubten, o el Protector del Dharma que sigue el Camino de Buda. Por aquel entonces, el Tíbet se estaba abriendo a Occidente, una evolución que era del agrado de mi familia. Cuando cumplí los diez años, en 1940, mis padres me llamaron a Lhasa para asistir a la ceremonia que entronizó al decimocuarto Dalai Lama, Tenzing Gyatso, que aún nos guía y en quien me inspiré para mi nuevo nombre. Luego me mandaron a un colegio inglés en Darjeeling, como era costumbre entre las familias de la alta sociedad del Tíbet.
—¿Usted estudió en un colegio inglés?
El bodhisattva asintió con la cabeza.
—Durante muchos años, amigo.
—De ahí su inglés tan…, eh…, tan británico. Me imagino que encontró todo un poco diferente…
—Muy diferente —confirmó Tenzing—. El tipo de disciplina era diferente y los rituales también. Pero la principal diferencia radicaba en la metodología. Cuando se trata de analizar una cuestión, hay todo un universo que nos separa. Descubrí que a ustedes, los occidentales, les gusta dividir un problema en varios problemas menores, les gusta separarlo y aislarlo para analizarlo mejor. Es un método que tiene sus virtudes, no lo niego, pero posee un defecto terrible.
—¿Cuál?
—Crea la impresión de que la realidad es fragmentaria. Fue eso lo que descubrí en Darjeeling con sus profesores. Para ustedes, una cosa es la matemática, otra la química, otra la física, otra el inglés, otra el deporte, otra la filosofía, otra la botánica. Según esa manera de pensar, todas las cosas están separadas. —Meneó la cabeza—. Eso es una ilusión, claro. La naturaleza de las cosas está en la sunyata, el gran vacío, y está también en la Dharmakaya, el Cuerpo del Ser. La Dharmakaya se encuentra en todas las cosas materiales del universo y se refleja en la mente humana como bodhi, la sabiduría iluminada. El Avatamsaka sutra, que es el texto fundamental del budismo mahayana, se asienta en la idea de que la Dharmakaya está en todo. Todas las cosas y todos los acontecimientos se encuentran relacionados, unidos por hilos invisibles. Más aún: todas las cosas y todos los acontecimientos son la manifestación de la misma unidad. —Pausa—. Todo es uno.
—Usted se vio, entonces, frente a dos mundos totalmente diferentes.
—Totalmente diferentes —asintió el bodhisattva—. Uno que todo lo fragmenta, otro que todo lo une.
—¿No le fue bien en Darjeeling?
—Al contrario. El pensamiento occidental fue una revelación. Yo, que antes lloraba por estar fuera del Tíbet, ahora asimilaba la nueva manera de pensar. Entre otras cosas, para colmo, porque sobresalí en dos disciplinas, la matemática y la física. Me convertí en el mejor alumno del colegio inglés, mejor que cualquier inglés o hindú.
—¿Hasta cuándo se quedó en Darjeeling?
—Hasta que cumplí los diecisiete años.
—¿Fue en ese momento cuando volvió al Tíbet?
—Sí. En 1947, justamente el año en que los británicos se fueron de la India, regresé a Lhasa. Ahora usaba corbata y tuve enormes dificultades en adaptarme a la vida en el Tíbet. Lo que antes me parecía tan acogedor como el útero de una madre, se me antojaba ahora un lugar atrasado, necio, provinciano. Lo único que me fascinaba era la mística, era la sensación intelectual de levitar, era el espíritu budista de búsqueda de la esencia de la verdad. —Se acomodó mejor sobre el enorme cojín—. Dos años después de llegar al Tíbet, se produjo en China un acontecimiento que tendría repercusiones profundas en nuestras vidas. Los comunistas tomaron el poder en Pekín. El Gobierno tibetano expulsó a todos los chinos del país, pero mis padres lograron ver más allá. Eran personas informadas y conocían los designios de Mao Tsé-Tung con respecto al Tíbet. Por ello decidieron mandarme otra vez a la India. Pero la India ya no era la misma India, y unos antiguos profesores de Darjeeling, que conocían bien mis dotes en matemática y en física, me recomendaron para especializarme en la Universidad de Columbia, en Nueva York.
—¿Usted se fue de Lhasa a Nueva York?
—Imagínese —sonrió Tenzing—: de la Ciudad Prohibida a la Gran Manzana, del Potala al Empire State Building. —Se rio—. Fue un gran impacto. Estaba paseando por el Barjor y, al instante siguiente, me encontraba en medio de Times Square.
—¿Qué tal la Universidad de Columbia?
—Estuve allí poco tiempo. Sólo unos seis meses.
—¿Tan poco?
—Sí. Uno de mis profesores había estado implicado en el proyecto Manhattan, el programa militar que había reunido a los mayores físicos de Occidente para fabricar la primera bomba atómica. Por otra parte, el proyecto se llamaba Manhattan porque empezó a desarrollarse, justamente, en la Universidad de Columbia, en Manhattan.
—No lo sabía.
—Pues mi profesor, como catedrático de Física en Columbia, estuvo empeñado en ese programa. Cuando me conoció, se quedó tan impresionado con mis capacidades que decidió recomendarme a su maestro, un hombre muy famoso.
—¿Quién? —preguntó Tomás.
—Albert Einstein —dijo Tenzing muy despacio, sabiendo que nadie se quedaba indiferente ante ese nombre—. Einstein trabajaba entonces en el Institute for Advanced Study, en Princeton, y era un gran admirador de algunos aspectos de la cultura oriental, como el confucionismo. Estábamos en 1950 y, en ese momento, se estaban produciendo acontecimientos muy graves en el Tíbet. Pekín anunció en enero que liberaría a nuestro país y, acto seguido, las fuerzas chinas invadieron toda la región del Jam y llegaron hasta el río Yangtzé. Era el principio del fin de nuestra independencia. Simpatizante de la causa tibetana, Einstein me recibió con los brazos abiertos. Yo era muy joven, claro, tenía apenas veinte años, y mi nuevo maestro decidió ponerme a trabajar con otro estudiante, un muchacho un año mayor que yo. —El bodhisattva arqueó sus cejas blancas—. Supongo que imagina de quién se trataba.
—El profesor Siza.
—En ese momento aún no era profesor. Era, simplemente, Augusto. Nos caímos bien enseguida y, como yo sabía que los primeros exploradores europeos del Tíbet habían sido los jesuitas portugueses, enseguida apodé a mi nuevo amigo como «el Jesuita». —Se rio con ganas, casi como un niño—. ¡Ah, tendría que haber visto la cara que puso! ¡Incluso se enfadó! Pasó al ataque y me llamó «monje calvo», pero eso para mí no era un problema, ya que había sido monje en Rongbuk, ¿no?
—¿Y qué hacían los dos?
—Oh, muchas cosas. —Volvió a reírse—. Pero, en general, eran disparates y travesuras. Mire, una vez pintamos un bigotito estilo Hitler en el retrato de Mahatma Gandhi que Einstein tenía en el primer piso de su casa, en Mercer Street. ¡Huy! ¡El viejo se puso furioso, hasta se le pusieron los pelos de punta! Tendrían que haberlo visto…
—Pero ¿ustedes dos no trabajaban?
—Claro que trabajábamos. Einstein estaba en ese momento sumergido en un trabajo muy complicado y ambicioso. Él quería desarrollar la teoría del todo, una teoría que redujese a una única fórmula la explicación de la fuerza de gravedad y de la fuerza electromagnética. Era una especie de gran teoría del universo.
—Sí, ya lo sé —dijo Tomás—. Einstein dedicó sus últimos años de vida a ese proyecto.
—Y nos arrastró en ese trabajo. Nos puso, a mí y a Augusto, a probar formulaciones diferentes. Estuvimos un año dedicados a ello, hasta que, en 1951, Einstein nos llamó a su despacho y nos apartó del proyecto.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Tenía otra tarea para nosotros. Una o dos semanas antes, no sé exactamente cuándo, Einstein recibió en su casa una importante visita. Era el primer ministro de Israel. Durante el diálogo, el primer ministro le planteó un desafío de gran responsabilidad. Al principio, Einstein se mostró renuente a corresponder a ese desafío, pero, al cabo de algunos días, fue cobrando entusiasmo y decidió comprometernos en el trabajo. Nos sacó del proyecto de la teoría del todo y nos colocó en el nuevo proyecto, algo muy confidencial, muy secreto.
Tomás y Ariana se inclinaron hacia delante, ansiosos por saber de qué se trataba.
—¿Qué…, qué proyecto era ése?
—Einstein le dio un nombre de código —reveló Tenzing—. Lo llamó «La fórmula de Dios».
Se hizo un profundo silencio en la pequeña sala.
—¿Y en qué consistía ese proyecto? —preguntó Ariana, que hablaba por primera vez.
El bodhisattva se movió en el cojín, llevó la mano a la región lumbar, se retorció y esbozó una mueca de dolor. Miró alrededor del recinto oscurecido, sólo iluminado por las velas de manteca de yac y por la llama amarillenta del fogón, y respiró hondo.
—¿No están cansados de seguir encerrados aquí?
Los dos visitantes estaban al borde del ataque de nervios. Anhelaban la respuesta, se desesperaban por el desvelamiento del misterio, los sofocaba la angustia de la espera de la revelación; habían llegado al punto más importante de la búsqueda, frente a ellos estaba sentado el hombre que, aparentemente, disponía de todas las respuestas, el diálogo había llegado al momento decisivo, al instante crucial. ¿Y qué hacía Tenzing? Se quejaba de llevar demasiado tiempo encerrado en aquella habitación.
—¿En qué consistía el proyecto? —insistió Ariana, exasperada e impaciente.
El bodhisattva esbozó un gesto sereno.
—La montaña es la montaña, y el camino el mismo de siempre —recitó, apoyando la palma de la mano en el pecho—. Lo que realmente cambió fue mi corazón.
Se hizo un silencio confuso.
—¿Qué quiere decir eso?
—Esta habitación oscura es la misma habitación oscura, y la verdad la misma de siempre. Pero mi corazón se ha cansado de estar aquí. —Hizo un movimiento majestuoso en dirección a la puerta—. Vamos fuera.
—¿Adónde?
—A la luz —dijo Tenzing—. Les iluminaré el camino en un camino iluminado.