XXXI

La manta que los iraníes dejaron en la celda resultaba absolutamente insuficiente para protegerlo de la helada que había caído con brutal rigor durante lo noche. Tomás se encogió lo más que pudo debajo de la manta, adoptando la posición fetal, pero el calor que generaba su cuerpo y que lograba retener la gruesa tela era manifiestamente escaso para compensar el frío que lo hacía tiritar sin control.

Entendiendo que así no podría conciliar el sueño, el prisionero se puso a hacer flexiones, primero con los brazos y después con las piernas: era un esfuerzo desesperado para generar más calor y pudo obtenerlo sólo en parte. Se sintió más abrigado cuando interrumpió el ejercicio, por lo que se acostó de nuevo, se encogió en la manta e intentó dormir. Pasados unos minutos, sin embargo, el frío volvió a atacar, y Tomás tomó conciencia de que jamás llegaría a dormirse plácidamente; siempre que la helada arreciase, tendría que volver a hacer flexiones, era la única manera de poder aguantar esa noche. Paciencia, pensó. Dormiría después de que saliese el sol, cuando la tímida luz del día calentase la celda. El problema es que los iraníes volverían a esa hora y una nueva sesión de interrogatorio no se presentaba como la mejor forma de recuperarse de una noche en vela.

Clic, clic.

El sonido de la llave en la cerradura sorprendió a Tomás. No había oído pasos fuera que se acercaran, era como si alguien se hubiese aproximado furtivamente, de puntillas, y sólo ahora, al introducir la llave en la puerta, denunciara su presencia.

Clac.

Se abrió la puerta. Tomás alzó la cabeza, intentando identificar al visitante. Pero todo seguía estando oscuro y el desconocido había llegado sin linterna.

—¿Quién es? —preguntó, y se sentó en la alfombra tibetana.

—Chist.

El sonido pareció emitido con urgencia, pero en un tono dulce que le resultó familiar. Inclinó la cabeza, abrió mucho los ojos en un esfuerzo por captar el menor detalle perceptible e intentó identificar a la figura que transponía la puerta.

—¿Ariana?

—Sí —susurró la voz femenina—. No haga ruido.

—¿Qué ocurre?

—No haga ruido —imploró, susurrante—. Venga conmigo. Voy a sacarlo de aquí.

A Tomás no le hizo falta escuchar esta promesa por segunda vez. Se puso de pie de un salto y observó a la figura con atención, expectante.

—¿Y los otros?

Sintió el toque suave de la mano de Ariana.

—Chist —insistió ella, con la voz siempre muy baja, casi apenas el rumoreo de una expiración—. Venga conmigo. Pero en silencio.

La mano cálida de Ariana se le entrelazó en los dedos y tiró de él en dirección a la puerta. El prisionero se dejó guiar por la oscuridad, ambos caminando muy despacio, casi tanteando en las tinieblas, pero siempre atentos a evitar hacer ruido. Subieron unas escaleras, pasaron por un patio, se metieron por un pasillo templado y salieron por una puerta.

Tomás sintió que el aire frío de la noche le daba en la cara y vio finalmente luz. Un poste de iluminación pública emitía una claridad amarillenta que dejaba atisbar los contornos de la carretera, de la vegetación a su alrededor y de un jeep oscuro. Estaban al aire libre. Ariana volvió a tirar de él y lo condujo hacia el jeep. Abrió las puertas y le hizo señas a Tomás para que entrase.

—Deprisa —murmuró—. Rápido, antes de que se despierten.

Salieron de aquel sector siendo aún noche cerrada, deambulando por las calles polvorientas de Lhasa, el pavimento iluminado por los faros del todoterreno y por los escasos postes públicos de la ciudad. Tomás volvió la cabeza hacia atrás y todo le pareció tranquilo, nadie los seguía. Le llamó la atención la carga del jeep; se veían jerry cans con combustible, dos bidones de agua y una caja, aparentemente con víveres. Daba la impresión de que todo era una fuga cuidadosamente planificada.

El todoterreno giró hacia la derecha y se encaminó después hacia el oeste, en dirección al aeropuerto, alejándose así del centro de la ciudad.

—¿Adónde vamos? —quiso saber.

—Por el momento vamos a salir de la ciudad. Es demasiado peligroso quedarse aquí.

—Espere —exclamó—. Primero tengo que ir al hotel a buscar mis cosas.

Ariana lo miró con sorpresa.

—¿Usted está loco, Tomás? Cuando se den cuenta de que hemos desaparecido, ése es el primer lugar adonde irán, ¿cómo se le ocurre? —Volvió a mirar la carretera—. Además, le han pagado a uno de los recepcionistas para informarnos de todos sus movimientos. Ni pensar en volver al hotel.

—Entonces, ¿adónde vamos?

Ariana puso el freno con fuerza y el automóvil giró hasta parar en el arcén de la carretera, cerca de una gasolinera de la PetroChina. La conductora dejó las luces encendidas y tiró del freno de mano antes de mirar a su pasajero.

—Dígamelo usted, Tomás.

—¿Cómo que se lo diga yo? Usted fue la que planeó esta fuga, no yo.

La iraní suspiró.

—Tomás, esta fuga no nos llevará a nada si no somos consecuentes.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Lo que quiero decir es que no nos basta con huir. A donde quiera que huyamos, ellos nos encontrarán. Hoy, mañana, la semana que viene, dentro de un mes o dentro de un año, no interesa. Nos van a atrapar, ¿entiende?

—¿Y entonces? ¿Qué sugiere?

—Sugiero que les demos pruebas de que no tienen motivos para perseguirnos.

—¿Y cómo les podremos probar eso?

—Ayer usted me dio una idea —dijo ella con los ojos color de miel brillando en la oscuridad—. ¿Se acuerda de que dijo que el manuscrito de Einstein no tiene nada que ver con armas nucleares?

—Sí.

—¿Eso es realmente verdad?

—Estoy convencido de que sí, pero es usted quien ha leído el manuscrito, ¿no? ¿Qué dice ese texto?

Ariana meneó la cabeza e hizo una mueca.

—Es un texto muy extraño, ¿sabe? Nunca hemos llegado a entender bien qué quiere decir. Pero Einstein es inequívoco en la referencia que hace al modo de provocar la gran explosión. Escribió ese sign y después cifró la fórmula con seis letras divididas en dos bloques, además de un signo de exclamación justo al principio. Son tan pocas letras que hasta las he memorizado, fíjese. «!Ya ovqo» —leyó—. Ahora bien: no me parece que una fórmula tan importante pueda ser tan pequeña, ¿no? De ahí que creamos que se trata de una cifra con la clave de acceso a una segunda parte del manuscrito.

—Hmm…, ya veo.

—Aun así —insistió Ariana—, ¿no cree que se trate de la fórmula para una bomba atómica?

—Oiga, no estoy seguro —dijo él, prudente—. Pero me parece que no.

—Entonces sólo tenemos una cosa que hacer.

—¿Qué?

—Tenemos que probar eso.

—¿Eh?

—Tenemos que probarles que el manuscrito no oculta el secreto de una bomba atómica de fabricación simple. Es eso lo que están buscando, ¿no? Si les probamos que se trata de una búsqueda sin futuro, nos dejarán en paz.

—Estoy entendiendo.

Se hizo un silencio pensativo en el jeep.

—¿Entonces? —preguntó Ariana.

Tomás suspiró.

—Entonces adelante.

—¿Es posible probarlo?

—No lo sé. Pero es posible intentarlo.

—Muy bien —asintió ella—. Así, pues, ¿qué hacemos?

—Nos vamos.

—¿Nos vamos adónde?

Tomás abrió la guantera del jeep y sacó de allí un mapa del Tíbet. Abrió el mapa, lo estudió durante unos segundos y fijó el dedo en un punto a unos doscientos kilómetros al oeste de Lhasa.

—Shigatse.

El sol nació detrás de ellos. Fue primero un resplandor que azuló el cielo estrellado; luego, la luz irrumpió cristalina, anunciando la aurora más allá del horizonte serrado.

La mañana reveló un paisaje hermoso, de dejar sin aliento, aunque previsible; montañas áridas y escarpadas, con los picos cubiertos de nieve, rodeaban la carretera, a veces abriéndose en valles plenos de verdor, pintorescos, de una serenidad contagiosa. Se veían pastar rebaños de ovejas, algún que otro pastor guiándolas, un yac cargando víveres o una tienda montada, un tractor y una carreta arrastrándose al paso lento de la vida en el campo; aunque, en lo esencial, la naturaleza respirase aún libre, salvaje, latiendo al ritmo milenario en que vivía aquella asombrosa y vasta altiplanicie apartada del mundo.

Tomás se sentía cansado, pero demasiado nervioso y excitado como para poder darse reposo. Nutría una desconfianza resentida frente a Ariana y, después de un largo silencio, decidió que no podía proseguir sin despejar sus dudas.

—¿Qué me garantiza que usted no está haciendo un doble juego?

Ariana, hasta entonces atenta a la carretera, arqueó las cejas por encima de sus hermosos ojos color de miel.

—¿Eh?

—¿Cómo puedo estar seguro de que no me está engañando otra vez? A fin de cuentas, montó una bonita representación en Teherán…

La iraní se conmovió y lo miró a los ojos.

—¿Cree que lo estoy engañando, Tomás?

—Bien…, en fin…, ya me engañó una vez, ¿no? ¿Qué me asegura que no me está engañando por segunda vez? ¿Qué me asegura que todo esto no es más que una escena montada de acuerdo con el…, con el coronel Drácula, o como quiera que se llame?

Ariana volvió a fijar su atención en la carretera.

—Comprendo que alimente esa sospecha —dijo—. Es perfectamente natural, dado lo que ha ocurrido. Pero puede estar seguro de que ahora no hay ningún engaño.

—¿Cómo puedo estar seguro?

—Las cosas son diferentes.

—¿Diferentes en qué?

—En Teherán hice todo lo que pude para protegerlo. La ficción fue parte del proceso para protegerlo.

—¿Cómo? No la entiendo…

—Oiga, Tomás —dijo ella, apretando los dientes—. ¿Qué piensa que le iba a pasar después de que lo sorprendieran en el Ministerio de la Ciencia en plena noche, con un manuscrito secreto en la mano y un loco a su lado pegando tiros?

—Iba a pasar un mal rato, me parece. Incluso pasé un mal rato.

—Claro que iba a pasar un mal rato. La Prisión 59 es mucho peor que Evin, ¿o aún le quedan dudas?

—Pues de acuerdo: iba a pasar un rato todavía peor.

—Menos mal que ya se ha dado cuenta de eso. ¿Y le queda la ilusión de creer que podría haber evitado confesarlo todo?

—Eh… Alguna ilusión me queda.

—No diga disparates —exclamó ella—. Claro que acabaría confesándolo todo. Podría llevar un tiempo, entre una semanas y unos meses, pero acabaría confesándolo todo. Todos confiesan.

—De acuerdo, tiene razón.

—¿Y después de confesar? ¿Qué le ocurriría?

—Qué sé yo. Pasaría mucho tiempo en la cárcel, supongo.

Ariana meneó la cabeza.

—Moriría, Tomás. —Lo miró fugazmente—. ¿Lo entiende? Cuando dejase de ser útil, lo matarían.

—¿Le parece?

La iraní volvió a observar la carretera.

—No me parece —dijo—. Lo sé. —Se mordió el labio inferior—. Llegué a desesperar cuando me di cuenta de eso. Fue entonces cuando se me ocurrió aquella idea. ¿Por qué no liberarlo y después seguirlo para ver hasta dónde lo llevaban sus investigaciones? Al final de cuentas, les dije, tal vez su padre supiese realmente algo que permitiera desvelar el misterio. ¿Por qué no dejarlo volver con su padre y mantenerlo bajo una estricta y discreta vigilancia? ¿No sería eso más productivo que lo que planeaban hacer? —Sonrió sin humor—. Consideraron que mi idea, nacida en el fondo de un deseo desesperado de salvarle la vida, era interesante. Los halcones del régimen, que antes exigían su cabeza, comenzaron a reconsiderar el caso. En realidad, les dije, la prioridad era crear en secreto un arma nuclear de fabricación fácil, una de aquellas armas que nunca lograsen localizar ni la Agencia Internacional de Energía Atómica ni los satélites espías estadounidenses. Era ése el objetivo de la operación, ¿no? Si lo era, pues, y si su liberación servía para ese objetivo, ¿por qué no liberarlo? —Volvió a mirar a Tomás un instante—. ¿Entiende ahora? Fue así como los convencí de que lo dejaran huir. Después, sólo hubo que montar la obra de teatro.

—Si así fue, ¿por qué no se limitaron a abrir la puerta de la cárcel y a dejarme salir de forma legal? ¿Para qué toda aquella escena en medio de la calle, fingiendo que me salvaban?

—Porque la CIA pronto entendería que teníamos una jugada premeditada. O sea, ¿que lo sorprendíamos en el ministerio por la noche con un documento como ése en la mano y un agente de la CIA al lado, en pleno tiroteo, y días después dejábamos que se fuese? ¿Le abríamos la puerta de la cárcel sin más ni más? ¿No cree que la CIA consideraría sospechoso un comportamiento como ése? —Meneó la cabeza, completando el diálogo para sí misma—. Es evidente que no podíamos liberarlo por un quítame allá esas pajas, ¿no? Tenía que ser una fuga. Sólo podía ser una fuga. Y tendría que ser una fuga creíble.

—Ahora lo entiendo mejor —asintió Tomás—. Pero ¿por qué no me dijo nada?

—¡Porque no podía! Porque, cuando me encontraba con usted, también me estaban vigilando a mí, ¿o qué se piensa? Además, era importante que usted actuase de forma natural. Si yo llegaba a revelarle algo, ponía todo el plan en peligro.

El historiador se pasó la mano por el pelo.

—Ya entiendo —dijo—. Y ahora, después de haberme sacado de aquel antro en Lhasa, ¿no está usted también en peligro?

—Claro que lo estoy.

—Entonces…, ¿por qué lo ha hecho?

Ariana se tomó tiempo para responder. Se quedó un largo rato callada, con los ojos fijos en la carretera.

—Porque no podía dejar que lo matasen —murmuró por fin.

—Pero, oiga…, es que ahora usted también…, usted también puede morir.

—No, si logramos probar que el manuscrito no tiene nada que ver con armas atómicas.

—¿Y si no podemos probarlo?

La iraní lo miró con los ojos brillantes, con una expresión triste que ensombrecía su bonito rostro.

—Entonces, me temo, moriremos los dos.

El interior del todoterreno era un horno infernal. El sol brillaba alto y el calor que irradiaba tenía tal intensidad que calentaba el vehículo más allá de lo soportable, escaldaba de tal modo que tuvieron que bajar las ventanillas y sentir el viento fresco secándoles el sudor.

El jeep llegó a un desfiladero y recorrió la senda a trompicones, tras cruzar un valle cubierto por un mar de guijarros y liberar una estela vigorosa de polvo.

Con el rostro frente al viento refrescante, Tomás admiró el espectáculo sereno de la naturaleza adaptándose a aquellos parajes. El paisaje tibetano, percibió, tenía la intensidad desnuda de la claridad y de la fuerza bruta de los colores. Aquí los rojos eran más enérgicos; los verdes, más fuertes; los amarillos, más dorados; los colores irradiaban tal luminosidad que parecían brillar entre las montañas, casi estallaban en una explosión cromática, chillona incluso, tan vivos y excesivos que llegaban a entorpecer los sentidos.

Fue entonces cuando lo vieron. Una mancha azul radiante relampagueó a la derecha. Era una joya reluciente, un espejo añil brillante clavado en la tierra dorada, un centelleante zafiro cerúleo embutido en un marco de oro fúlgido. La luz que emitía era tan intensamente azul que parecía iluminada por dentro, despedía un brillo vigoroso, casi hipnótico.

—¿Qué es eso? —preguntó Tomás sin quitar los ojos de aquella visión magnetizadora.

Ariana ya se había dado cuenta también de la presencia de la mancha resplandeciente y la contemplaba fascinada.

—Es un lago.

Un lago.

Pararon el jeep y se dejaron extasiar por aquel baño de azul que les inundaba los sentidos. El lago parecía un espejo iluminado, era lapislázuli bruñido en varios tonos, más intenso al fondo, azul cobalto flamante más próximo, verde opalino junto a la margen. Las aguas besaban en la playa una arena blanca brillante; daba la impresión de un arrecife milagrosamente instalado en medio de una cordillera dorada y púrpura. Las montañas exhibían picos lácteos centelleantes y proyectaban sombras de un opaco rojizo castaño. Una orgía de colores.

—Eso no puede ser agua —comentó Tomás, dominado por la exuberancia de la visión—. No con semejante brillo.

—Entonces, ¿qué es?

Era una pregunta retórica, claro, dado que ambos sabían muy bien que el lago, a pesar de su sorprendente color fulgurante, sólo podía ser de agua.

—¿No tiene hambre? —preguntó él.

Ariana apagó el motor, salió del todoterreno y abrió la puerta trasera, de donde sacó una cesta. Se acercaba el mediodía, y aquél era el lugar perfecto para el almuerzo. Tomás la ayudó con la cesta y ambos bajaron la cuesta de la carretera, en dirección al lago.

El sol seguía fuerte, tan fuerte que ardía en la piel. Decidieron sentarse junto a una roca, en las márgenes del lago, donde el agua se veía tan transparente que no se le distinguía el límite; pero el sol era tan violento que se trasladaron a una zona de sombra, en la falda de la montaña. En cuanto cruzaron la línea de sombra, sin embargo, sintieron que se helaban. El frío era allí muy intenso. Se mudaron de nuevo, ahora al punto de frontera entre sol y sombra, el tronco en la sombra, las piernas al sol. Tomás no podía entender semejante contraste de temperatura, por lo menos unos diez grados de diferencia. Las piernas le ardían de calor, el tronco temblaba de frío.

Se miraron el uno al otro y se rieron.

—Es el aire —observó Ariana, divertida.

—¿Qué tiene el aire?

—Está demasiado enrarecido —explicó ella—. No logra absorber el calor del sol ni filtrar su fuerza. Por eso ocurre lo que ocurre. —Inspiró el aire—. Cuando era pequeña e iba a pasear por las montañas Zargos, en Irán, a veces sentía este efecto, pero no de forma tan radical. ¿Ha visto? El aire aquí es tan débil que no retiene el calor ni nos protege de los rayos ultravioleta. —Miró la zona iluminada e hizo una mueca—. Más vale que nos quedemos aquí a la sombra, es el mal menor.

Tomás colocó la cesta sobre una roca y ambos disfrutaron de la merienda, unos sándwiches y unas botellas de zumo. Se sentaron encima de esa misma roca y se quedaron comiendo mientras contemplaban la vista en derredor. Era de dejar sin respiración.

El cielo se mostraba oscuro y profundo, en contraste con el paisaje desnudo y exuberante en su perturbación de colores; se mezclaban los diversos tonos de terciopelo azul y verde del agua, las piedras rojas y doradas, las montañas marrones y blancas. Parecía que aquí la luminosidad obedecía a reglas diferentes; era como si la fuente de luz no estuviese en el cielo, sino en la tierra; como si el arco iris fuese un fenómeno del suelo, no del aire.

—Tengo frío —se quejó Ariana.

Casi sin pensarlo, como si obedeciese a una reacción instintiva de macho protector, Tomás se acercó a ella, se quitó la chaqueta y la cubrió. Al hacerlo, arrimó su cuerpo. Fue un movimiento suave, inocente, destinado a calentarla con un poco de su calor, pero generó algo inesperado. Un toque mágico. Sintió su piel tersa, la respiración baja que se aceleraba, el leve perfume a lavanda que despedía su pelo. Intuyó sobre todo su voluntad de no apartarse, y esa comprobación desencadenó un torbellino de sentimientos.

Se miraron.

Los ojos verdes cristalinos se encontraron con los dorados de ella, era el agua frente a la miel, lo frío frente a lo cálido, lo especiado ansiando lo dulce. Vio cómo sus labios gruesos se entreabrían, insinuadores, y se inclinó despacio, acercándose a aquellos pétalos escarlata, temblando el cuerpo en su anticipación del goce.

Se tocaron.

Probó el terciopelo cálido y palpitante de los labios de Ariana, se sumergió dentro de ella y experimentó la lengua húmeda y ardiente, era como si saborease un dulce, un bombón, una crema deliciosa. Primero se besaron con suavidad, con infinita ternura, después el beso se hizo goloso, era como si quisieran cada vez más, el toque tímido se transformó en un lamerse afanoso, el cariño se hizo deseo, el amor se volvió encuentro voluptuoso.

Los senos se le ciñeron contra el pecho y, sin poderse contenerse más, metió su mano por el cuello del suéter hasta que la palma se llenó con aquella superficie suave y esponjosa. Le apretó el seno con deseo y le lamió la boca con más saliva. Sintió que las manos buscaban desmañadamente el cinturón y desabrochaban el pantalón hasta liberarlo de la ropa que lo aherrojaba. El hambre se adueñó de ambos. Acosado por el frío que se le enroscaba en las piernas, Tomás fue en busca del calor; le levantó las faldas y le arrancó las bragas, pero lo hizo con una tan torpe ansiedad que le rasgó la tela.

Le pasó el dedo entre las piernas y sintió la abertura cálida y húmeda; era un caldo hirviendo. Ariana gimió por el toque y estiró la mano, tocándolo con la yema de los dedos; lo acarició para experimentar su rigidez y después lo cogió, abrió las piernas y lo guio hacia el lugar anhelante. Tomás reparó en aquel cuerpo trémulo y jadeante invitándolo a entrar y no vaciló; proyectó un movimiento suave, y la flor, pulsando ya de deseo, se abrió.

Entró.

Tuvo la sensación instantánea de haberse sumergido en un frasco de miel infinitamente delicioso. Sus sentidos se embriagaron, las sensaciones que despedía el cuerpo de Ariana se hicieron más fuertes, el perfume a lavanda más intenso, el amarillo de los ojos más dorado, el toque en la piel más suave, el calor del cuerpo más intenso, el sabor de la saliva más dulce. Las montañas, el lago, los colores, el frío, la luz, todo eso desapareció, todo eso se esfumó ante la intensidad de aquel momento de pasión.

El universo se reducía ahora a dos cosas solamente. Tomás y Ariana, él y ella, el verde y el dorado, el hierro y el terciopelo, el sudor y la lavanda, el chocolate y la miel, el tronco y la rosa, la prosa y la poesía, la voz y la melodía, el yin y el yang, dos cuerpos fundidos en uno solo, disueltos sobre la piedra dura, unidos en un movimiento ritmado, amoldados a una danza larga, lenta y rápida, afanosa, hambrienta; los gestos coordinados, bailando al ritmo de los gemidos, él dando y ella recibiendo, cada vez con más fuerza, más fuerza, más fuerza.

Gritaron.

En el momento en que sintió un estallido de colores y luces y sensaciones recorriéndole el cuerpo, en que toda la eternidad se extendió en un efímero e infinito instante, en que la pasión se elevó por encima de la montaña más alta y la fusión se hizo al fin completa, en ese momento de epifanía, Tomás supo que su búsqueda había terminado, que aquellos ojos de miel eran su perdición, que aquellos labios eran su flor, que aquel cuerpo era su casa.

Que aquella mujer era su destino.