XXX

La habitación era oscura y fría, con sólo una pequeña ventana con rejas arriba, cubierta por un cristal grueso y opaco. Por esa estrecha abertura entraba toda la luz que iluminaba el pequeño recinto. Del techo colgaba una bombilla, como una lágrima sujeta por un cable, pero Tomás aún no la había visto encendida y sospechaba que sólo por la noche distinguiría su parpadeo amarillento.

Llamar habitación a aquel espacio rudimentario tal vez sea exceso de tolerancia. Era, sin duda, un sótano y, en las circunstancias actuales, tal vez la expresión más adecuada para describir el local fuese la palabra «celda». Tomás se hallaba encerrado en una celda improvisada. Había una manta tibetana multicolor extendida en el suelo de piedra fría, un cubo para hacer las necesidades y una jarra de agua.

Nada más.

La verdad, sin embargo, es que la comodidad estaba lejos de ser la principal de las preocupaciones de Tomás en aquel momento. La cuestión central se reducía a la comprobación de que de nuevo lo habían hecho prisionero. Se apoyó en cuclillas en la manta e hizo un examen de la situación. Sus carceleros eran los iraníes; pretendían desvelar el secreto encerrado en el manuscrito de Einstein; y, como si fuese la guinda pocha encima de aquel pastel de desgracias, Ariana estaba del lado de ellos.

Le costaba creerlo, pero su vista no lo había engañado: había visto a Ariana con el coronel iraní, la había visto en el coche en el que lo llevaron secuestrado, la había visto participar en aquel acto. ¿Cómo era posible semejante cosa? ¿Ariana contra él? La duda lo martilleó sin cesar. ¿Acaso había estado siempre contra él? ¿Acaso lo había engañado todo el tiempo? ¡Qué idiota! Idiota, idiota, idiota. Se preguntó cuál era el objetivo de la acción. ¿Para qué todo el teatro representado en Teherán? No, pensó, meneando la cabeza. No podía ser. No podía haber en Ariana tamaña doblez. Era demasiado. No. Tenía que haber otra explicación. Buscó alternativas, imaginó justificaciones, intentó un nuevo camino. ¿Tal vez, se preguntó casi tímidamente, tal vez alguien la había obligado? ¿Tal vez la sorprendieron ayudándolo y su vida también corría peligro ahora? Pero, si corría peligro y estaba amenazada por el régimen, ¿por qué razón la habían dejado venir hasta el Tíbet?

Se quedó horas allí encerrado, solo, entregado a sus perplejidades, intentando encontrar una explicación para lo inexplicable, una justificación para lo insoportable, una salida para lo inaceptable. Pero el amargo sabor de la traición no lo abandonaba, era como un fantasma ensombreciéndole cada pensamiento, una mancha que emborronaba sus sentimientos, una duda que lo inquietaba más de lo que podía tolerar.

Pasos.

El sonido de pasos acercándose interrumpió el angustiado hilo de su pensamiento. Ahí venía alguien. Contuvo el aliento y aguzó la atención. Oyó voces que acompañaban esos pasos, después los pasos se detuvieron y oyó el sonido metálico de una llave entrando en la cerradura de la puerta de la habitación.

Clic, clic.

Clac.

Se abrió la puerta y la figura corpulenta del coronel Kazemi invadió el pequeño recinto. Llevaba un banco en la mano, y tras él venía más gente. Tomás estiró el cuello e identificó a Ariana.

—¿Y? ¿Cómo va nuestro profesor? —preguntó el oficial del VEVAK con actitud jovial—. ¿Dispuesto a hablar?

Kazemi dejó que Ariana pasase y cerró la puerta detrás de sí. Después apoyó el banco en el suelo y se sentó, mirando a Tomás. El recluso se había incorporado sobre la alfombra tibetana, con los ojos saltando con desconfianza de Ariana a Kazemi.

—¿Qué quieren de mí?

—Usted ya sabe… —sonrió Kazemi con aire condescendiente.

Tomás lo ignoró y miró a Ariana con una expresión de fastidio, acusadora.

—¿Cómo puede hacerme esto?

La iraní apartó sus ojos y los fijó en el suelo.

—La doctora Pakravan no tiene que darle ninguna justificación —farfulló Kazemi—. Vamos a lo que interesa.

—Hable —insistió Tomás, sin dejar de mirar a Ariana—. ¿Qué ocurre aquí?

El coronel alzó el dedo.

—Le estoy advirtiendo, profesor —vociferó con tono amenazador—. La doctora Pakravan no tiene ninguna explicación que darle. Usted es el que nos debe explicaciones.

Tomás no dio señales de haber escuchado al hombre del VEVAK y mantuvo la atención concentrada en la mujer.

—Dígame que no ha sido todo una mentira. Dígame algo.

Kazemi se levantó bruscamente del banco, cogió a Tomás por el cuello y alzó la mano derecha, preparándose para abofetearlo.

—¡Cállese, idiota! —bramó.

Ariana gritó algo en parsi y el coronel retuvo la mano en el aire. Soltó a Tomás a regañadientes y regresó al banco, con una expresión de desprecio dibujada en el rostro.

—¿Y? —insistió el prisionero, aún en tono de desafío—. ¿Cómo se explica todo esto?

Ariana se mantuvo unos instantes callada, pero luego miró al coronel y habló con él nuevamente en parsi. Después de un intercambio ininteligible de palabras, Kazemi hizo un gesto irritado y se volvió hacia Tomás.

—¿Qué quiere usted saber?

—Quiero saber cuál es la implicación de…, de la doctora Pakravan en esta historia.

El oficial del VEVAK sonrió sin humor.

—Pobre diablo —dijo—. ¿Usted cree realmente que es posible escapar de Evin con tanta facilidad?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Lo que quiero decirle es que no fue usted quien logró escapar, ¿ha oído? Fuimos nosotros quienes lo dejamos fugarse.

—¿Cómo?

—El traslado de Evin a la Prisión 59 no fue más que un pretexto para posibilitar su fuga.

Tomás miró a Ariana, creyendo y no queriendo creer.

—¿Eso es verdad?

El silencio de la iraní fue elocuente.

—Fue la doctora Pakravan quien lo planificó todo —reveló el coronel, como si hablase por ella—. Su traslado, el teatro en medio de la calle para convencerlo de que lo estaban rescatando, todo.

El recluso mantuvo la mirada fija en Ariana, aturdido.

—Todo fue, entonces, una representación…

—Todo —repitió Kazemi—. ¿Acaso piensa que es normal que un preso se escape de nuestras manos tan fácilmente, eh? —Sonrió con una expresión sarcástica—. Si huyó, fue porque nosotros queríamos que huyese. ¿Ha entendido?

Tomás se mostraba perplejo, con los ojos ahora yendo del coronel a la mujer.

—Pero… ¿con qué objetivo? ¿Para qué todo eso?

El coronel suspiró.

—¿Que para qué? —preguntó con desprecio—. Porque teníamos prisa, claro. Porque queríamos que nos condujese al secreto sin más pérdida de tiempo. —Se acomodó en el banco—. No tenga dudas de que usted habría cantado como un canario si lo hubiésemos metido en la Prisión 59.

—Entonces, ¿por qué no me mantuvieron allí?

—Porque no somos tontos. Si lo pillaron por la noche en el Ministerio de la Ciencia robando un manuscrito relacionado con nuestro programa nuclear, era evidente para todo el mundo que no lo hizo porque le apeteciera. Usted estaba cumpliendo órdenes de la CIA o de alguna otra organización estadounidense. Y, si estaba comprometido con la CIA, está claro como el agua que lo último que iba a confesar sería ese hecho. —Se encogió de hombros—. Es decir: usted acabaría confesando, es evidente. Pero podrían pasar meses. Y nosotros no tenemos meses.

—¿Entonces?

—¿Entonces? Entonces la doctora Pakravan hizo la sugerencia que resolvió el problema. Lo dejábamos huir y después era cuestión de seguirle los pasos. ¿Entiende?

Tomás volvió a mirar a Ariana.

—Por tanto, sólo hubo una representación.

—Hollywood —dijo Kazemi—. Y del mejor. Lo mantuvimos bajo vigilancia; después bastó con seguirlo y ver adónde nos llevaba.

—Pero ¿qué los llevó a pensar que yo continuaría con mi búsqueda? En resumidas cuentas, el manuscrito estaba en Teherán.

El coronel se rio.

—Estimado profesor, usted no me ha entendido bien. Es evidente que usted no buscaría el documento. Buscaría detalles sobre las investigaciones del profesor Siza.

—¡Ah! —exclamó Tomás—. El profesor Siza. ¿Qué han hecho con él?

Kazemi tosió.

—Bien…, pues…, ha habido un pequeño accidente.

—¿Un pequeño accidente?

—Invitamos al profesor Siza a visitar Teherán.

—¿Invitado? ¿Ustedes tienen por costumbre entrar brutalmente en la casa de sus invitados y destrozarles el despacho?

El oficial sonrió.

—Digamos que tuvimos que…, en fin…, tuvimos que convencer un poco al profesor Siza para que viniese a visitarnos.

—¿Y qué le ocurrió?

—Bien, tal vez sea mejor que comencemos por el principio —dijo Kazemi—. El año pasado, uno de nuestros científicos, un tipo que trabaja en la central de Natanz, regresó de una conferencia de físicos en París con una información muy interesante. Nos dijo que había escuchado una conversación entre otros físicos, uno de los cuales reveló que poseía un manuscrito desconocido con la fórmula de la mayor explosión jamás vista y que estaba ultimando investigaciones que completarían los descubrimientos contenidos en ese documento. Nuestro hombre dijo el nombre del científico que guardaba en secreto estas cosas. Era un tal Augusto Siza, profesor de la Universidad de Coimbra.

—Fue así como se enteraron de la existencia de La fórmula de Dios.

—Sí. Al tomar conocimiento de esto, y después de algunas vacilaciones, montamos un operativo para hacernos con ese secreto. Como sabe, a lo largo de este año ha habido una gran presión internacional sobre nuestro programa nuclear, con amenazas veladas de sanciones, bombardeos y todo lo que pueda imaginarse. Ahora bien: ante ello, el Gobierno decidió apresurar las investigaciones, con el fin de hacer que nuestra posición fuese…, eh…, inexpugnable.

—Quieren fabricar armas nucleares, es eso.

—Claro. Cuando las tengamos, nadie se atreverá a atacarnos, ¿no? Fíjese en el ejemplo de Corea del Norte. —Arqueó las cejas, enfatizando la idea—. De modo que decidimos avanzar. Con la ayuda de unos amigos libaneses, fuimos a Coimbra, sorprendimos al profesor Siza, lo convencimos de que nos mostrase dónde se encontraba el manuscrito y, claro, lo invitamos a venir con nosotros a Teherán. Fue un diálogo encendido, pero él acabó dejándose convencer cuando le hicimos oler una persuasiva cantidad de cloroformo. —Sonrió, muy satisfecho con la forma en que se había presentado la situación—. Una vez en Teherán, nos pusimos a leer el manuscrito de Einstein y hubo unas cosas que…, en fin, no parecían muy claras. De modo que le hicimos unas preguntas al profesor. Primero fuimos muy amables, muy corteses, pero él se empeñó en no soltar prenda y no dijo una sola palabra. Terco como una mula. De modo que tuvimos que emplear otros recursos.

—¿Qué le hicieron?

—Lo metimos en la Prisión 59.

—Lo metieron en la Prisión 59. ¿Con qué acusación?

Kazemi se rio.

—No hacen falta acusaciones para meter a alguien en la Prisión 59. Recuerde que la Prisión 59 oficialmente no existe y que, desde el punto de vista formal, el profesor Siza ni siquiera estaba en Irán.

—Ah, claro.

—De modo que lo internamos en un cuarto con atención de cinco estrellas.

—¿Entonces?

—Lo sometimos a un interrogatorio. Comenzamos con una versión suave, pero insistió en no colaborar. Daba siempre unas respuestas disparatadas, evidentemente concebidas para engañarnos. De modo que tuvimos que acudir a los grandes medios.

—¿Los grandes medios?

—Sí. El problema es que algo no se dio bien. El profesor tenía, aparentemente, un problema cardiaco del que no nos habían prevenido adecuadamente.

—¿Qué ocurrió?

—Murió.

—¿Cómo?

—Murió en el interrogatorio. Lo teníamos colgado cabeza abajo y le estábamos dando unos azotes cuando el cuerpo se quedó inerte. Pensamos que había perdido el conocimiento e intentamos reanimarlo, pero no volvió en sí. Fuimos a examinarlo y descubrimos que estaba muerto.

—Hijos de puta.

—Fue algo fastidioso —comentó Kazemi—. El viejo murió antes de poder revelar algo. Eso nos complicó la vida, como debe imaginar.

—¿Qué cosas esperaba que revelase?

—La interpretación del manuscrito de Einstein, claro. Si el manuscrito contenía enigmas y su dueño había muerto, ¿cómo podríamos comprender el documento? Se planteó un gran problema, ¿qué le parece? Hubo cabezas que estuvieron a punto de salir rodando. —Se pasó la mano por el cuello, como si la suya fuese una de ellas—. Afortunadamente, nuestros servicios del VEVAK habían averiguado detalles sobre todo el círculo de personas próximas al profesor Siza. Fue así como supimos que era amigo de un matemático llamado…, eh…, No-sé-qué Noronha.

Tomás abrió la boca, horrorizado.

—Mi padre.

—Un hombre con quien el profesor Siza conversaba mucho, al parecer. —Kazemi se inclinó en el banco, con una expresión casi conspirativa en los ojos—. Lo que necesitábamos saber era si, durante muchas de esas charlas de amigos, el difunto físico había revelado alguno de los secretos del manuscrito de Einstein al distinguido matemático. ¿Me sigue? Por tanto, nos bastaba con hacerle unas preguntitas al matemático. —Se encogió de hombros—. El problema es que el matemático, llegamos a saber, estaba gravemente enfermo. Ni pensar en repetir el número que ya habíamos montado con el profesor Siza. La cosa acabaría otra vez mal y atraeríamos atenciones indeseadas. Pero necesitábamos tener una respuesta a nuestro problema, ¿no? ¿Qué hacer? —Hizo una pausa, como acentuando los efectos dramáticos—. Fue entonces cuando descubrimos que ese matemático tenía un hijo criptoanalista. La cosa encajaba a la perfección. Traíamos aquí a su hijo y él nos ayudaría a descifrar los enigmas del manuscrito. Si no lo lograba, era probable que, descubriendo la proximidad entre su padre y el profesor Siza, le hiciese algunas preguntas. Parecía perfecto.

—Ya veo.

—Las cosas se dieron al principio bien. Usted fue a Teherán, vio los mensajes cifrados y comenzó a trabajar en ellos. La doctora Pakravan nos hizo informes muy elogiosos, comunicándonos incluso un gran éxito en lo que respecta al primer enigma, el del poema. Todos estábamos muy satisfechos. El problema fue el asalto al Ministerio de la Ciencia. A partir de allí, las cosas se torcieron. Cuando se nos informó de que lo habían detenido en tales circunstancias, entendimos en ese instante que la CIA estaba metida en el lío. Y eso, como debe imaginar, complicaba sobremanera la situación.

—Pues claro —ironizó Tomás—. Debo de haberles estropeado la fiesta.

—No se imagina cuánto —confirmó Kazemi—. Fue un fastidio. Primero pensamos en arrancarle la información a la fuerza, pero pronto se hizo evidente que usted no lo sabía todo. Con mucha propiedad, la doctora Pakravan nos alertó acerca del hecho de que usted aún no había tenido tiempo siquiera de interrogar a su padre. Teníamos que favorecer esa oportunidad, ¿no? Teníamos que dejarlo hablar con su padre y después seguirle los pasos, ver hasta dónde nos llevaba.

—Pero ¿ustedes creen realmente que mi padre sabe algo?

El coronel se encogió de hombros.

—Es una posibilidad.

—¿Y qué puede saber?

—Puede saber, por ejemplo, dónde está guardado el segundo manuscrito.

—¿Qué segundo manuscrito?

—Vaya: la segunda parte de Die Gottesformel.

—¿Qué segunda parte de Die Gottesformel? Pero ¿de qué demonios me está hablando?

Kazemi suspiró, casi como si estuviese dirigiéndose a un niño.

—Existe una segunda parte del manuscrito. El documento que llevamos a Teherán se encuentra incompleto. ¿Dónde está la segunda parte? Fue eso lo que le preguntamos al profesor Siza. ¿Dónde está la segunda parte? Él no nos respondió.

—Pero ¿cómo saben ustedes que hay una segunda parte?

—Por el mensaje cifrado.

—¿Qué mensaje cifrado?

—El mensaje cifrado que señala el manuscrito. —Se acomodó en el banco—. Sé que usted no ha podido leer Die Gottesformel, pero se lo voy a explicar. En un determinado momento del texto, ya muy cerca del final, Einstein escribe que ha descubierto la fórmula que provocará la gran explosión, y que esa fórmula se encuentra registrada en otro sitio. Después añade «see sign» y la cifra. Creemos que ésa es la clave para el descubrimiento de la segunda parte del manuscrito.

—Pero ¿dónde está esa segunda parte?

Kazemi suspiró, con un asomo de nerviosismo en su actitud agresiva.

—No lo sé —exclamó—. Dígamelo usted.

—¿Yo? Pero ¿qué quiere que le diga? No tengo la menor idea sobre el paradero de esa…, de esa segunda parte. Además, acabo de enterarme de que existe una segunda parte del manuscrito.

—No se haga el tonto —gruñó el iraní—. No es eso lo que yo quiero saber.

—Entonces, ¿qué es?

—Quiero saber lo que le ha revelado su padre.

—¿Mi padre? Mi padre no me ha revelado nada.

—¿Pretende convencerme de que no habló con él?

—Claro que hablé —dijo Tomás—. Pero no sobre el manuscrito de Einstein.

—¿Y sobre las investigaciones del profesor Siza?

—Tampoco. Nunca se me pasó por la cabeza que él pudiese saber algo relevante para el caso.

Kazemi esbozó una expresión impaciente.

—Oiga, le aconsejo que no juegue conmigo, ¿me ha oído?

—No estoy jugando con usted. ¡Que yo sepa, los únicos que están jugando son ustedes!

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

—¿Yo? Estoy aquí porque me habéis secuestrado, ¡vaya por Dios! Además, exijo que inmediatamente me dejen…

—¿Qué está haciendo aquí, en el Tíbet? —interrumpió el iraní, reformulando la pregunta.

—Ah —entendió Tomás—. Bien…, eh…, he venido siguiendo el rastro del profesor Siza, claro —dijo, y adoptó una expresión resignada—. Pero si ustedes lo mataron, creo que ya he encontrado mi respuesta, ¿no?

—¿Y por qué razón vino al Tíbet a buscar al profesor Siza? ¿Por qué el Tíbet?

Tomás vaciló, interrogándose sobre lo que podría contarle al hombre del VEVAK.

—Porque…, porque me di cuenta de que él mantenía contactos con el Tíbet.

—¿Qué contactos?

—Pues… no lo sé.

—Está mintiendo. ¿Qué contactos?

—No lo sé, ya se lo he dicho. Estoy intentando descubrirlos.

—¿Y qué va a hacer?

—¿Yo? Yo no voy a hacer nada. Por lo que acabo de saber, el profesor Siza ha muerto.

—Sí, pero ¿dónde intentaba localizarlo?

—Ya lo he intentado.

—¿Dónde?

—En el Potala, poco antes de que ustedes me secuestraran.

—¿Por qué el Potala?

—Porque…, eh…, porque encontré en su casa una postal del Tíbet con la imagen del Potala.

—¿Dónde está esa postal?

—La dejé…, la dejé en Coimbra.

Era mentira, claro. La había llevado al Tíbet, pero afortunadamente le había dejado la postal a Yinpa, cuando fue a visitarlo al templo de Yojang, así que ahora no había manera de que los iraníes tuviesen acceso a esa correspondencia.

—¿Y quién le envió esa postal?

—No lo sé —volvió a mentir—. La postal estaba en blanco.

El coronel lo miró con aire desconcertado.

—Pero, entonces, ¿qué lo llevó a pensar que la postal podía tener alguna relación con el paradero del profesor?

—El hecho de que viniera del Tíbet. Me pareció extraño, simplemente eso. Como no disponía de ninguna otra pista, me pareció que valía la pena explorar ésta.

—Hmm —murmuró Kazemi, intentando encajar las piezas de este complicado rompecabezas—. No me convence su explicación. Es decir, nadie viene a un sitio tan remoto e inaccesible como el Tíbet basándose solamente en un vago pálpito, ¿no?

El prisionero reviró los ojos con expresión de enfado y respiró hondo, como si su paciencia hubiese llegado al fin al límite.

—Oiga, ¿no le parece que ha llegado la hora de poner fin a esta estúpida representación?

—¿Qué quiere decir con eso?

—Lo que quiero decir es que ustedes tienen que encarar la realidad.

El iraní lo miró sin entender.

—¿Cómo?

—El manuscrito de Einstein. ¿Aún no se han dado cuenta de que ese documento no es lo que ustedes piensan que es?

—¿Ah, no? ¿Y entonces?

—El manuscrito no tiene nada que ver con armas atómicas.

—Entonces, ¿con qué tiene que ver?

Tomás se extendió en la alfombra tibetana boca arriba y apoyó la nuca en sus manos entrelazadas por detrás de la cabeza: parecía estar en la playa tomando sol. Cerró los párpados, como si disfrutase de un calor imaginario, y, por primera vez, dejó que una amplia sonrisa asomase en su rostro.

—Tiene que ver con algo mucho más importante que eso.