Una lluvia fina y pertinaz cubría Lhasa, derramando una neblina pardusca sobre la capital tibetana, cuando Tomás Noronha inició el lento ascenso al promontorio que se erguía por encima de las casas bajas. Caminando despacio y concentrado, siempre controlando el ritmo respiratorio y de los latidos del corazón, subió los escalones en «Z» hasta alcanzar el nivel de los tejados del Shöl. Se detuvo entonces, alzó la cabeza y contempló el magnífico palacio que lo aguardaba.
El Potala reposaba majestuosamente sobre la piedra escarpada, la larga fachada blanca abrazando la roca oscura, el centro rojizo irguiéndose como la torre de un castillo, las rendijas de las ventanas acechando la ciudad que despertaba al pie. Todo el palacio parecía un grandioso faro, una inmensa fortaleza levantada sobre Lhasa, vigilante y protectora, que se imponía silenciosa entre las brumas para guiar el espíritu del Tíbet. Banderas multicolores de oraciones flameaban al viento, golpeando la tela con fuerza. Jadeante, con el corazón palpitando de cansancio y excitación, se inclinó sobre el muro y admiró la ciudad que se extendía por la altiplanicie, encajada entre las montañas, como si cada casa fuese un súbdito genuflexo ante la divinidad que lo observaba desde el Potala.
Puro.
Todo allí parecía sereno, transparente, elevado. Puro. Nunca como en aquel lugar había experimentado la sensación de encontrarse en algún sitio entre el cielo y la tierra, flotando sobre la neblina con el espíritu libre, emergiendo de la masa de los hombres para tocar a Dios, sintiendo la eternidad comprimida en un segundo, lo efímero extendiéndose por el infinito, el principio del Omega y el fin del Alfa, la luz y las tinieblas, el universo en un soplo, la impresión de que la vida tiene un sentido místico, de que hay un misterio que se esconde más allá de lo visible, un enigma grabado en letra antigua en un código hermético, un viejo sonido que se presiente pero no se oye.
El secreto del mundo.
Pero un viento helado, que soplaba fuerte y agreste en las alturas, pronto enfrió la llama del arcano que ardía en su pecho y lo obligó a acelerar el paso en dirección a las entrañas oscurecidas del palacio dormido. Alcanzó el Deyang Shar, el gran patio externo del Potala, y subió la escalinata hasta entrar en el Palacio Blanco, la antigua zona residencial del Dalai Lama. Se sumergió en el calor de los pisos superiores y sintió que un aura de misterio llenaba ese recinto.
Las salas sombrías, iluminadas por frágiles lámparas colgadas del techo o por las cortinas amarillentas que cubrían las ventanas, parecían ocultar un tesoro perdido, una ínfima parte del cual se vislumbraba entre los cánticos que resonaban por los pasillos; eran los monjes que recitaban los textos sagrados. Sólo el sonido de campanas repicando a la distancia rompió el murmullo ondulado de la suave declamación de los mantras, el ooooooom primordial reverberando por el palacio como un rumoreo de los dioses. El aire se veía impregnado del fuerte olor a manteca de yac, el desagradable tufo rancio mezclado con el delicioso aroma del incienso. Fuera, el soplo del viento debió de abrir una hendidura en el manto de nubes que entoldaba el cielo, porque en ese instante brotaron unos rayos calientes de sol entre las cortinas ocres e invadieron el interior del palacio, y proyectaron extraños focos de luz en los rincones sombrosos, la estela violácea y blanca del humo del incienso se alzaba como espíritus huidizos que se esfumaban en el aire.
Un monje joven, calvo y cubierto por un manto púrpura, apareció en el pasillo, y Tomás pronto lo interpeló.
—Tashi deleh —saludó el extranjero.
—Tashi deleh —respondió el monje, haciendo una sobria reverencia.
Tomás esbozó una expresión interrogativa.
—¿Arya Lokeshvara?
El tibetano le hizo señas a Tomás para que lo siguiera. Subieron al Palacio Rojo y recorrieron los pasillos pintados de color naranja; entraron en las arcadas superiores, sostenidas por pilares cubiertos de paños rojos y protegidas por un balcón que daba a los tejados dorados. Después de sortear dos esquinas, el monje apuntó a una pequeña capilla escondida en un rincón del palacio, con las escalinatas de la entrada iluminadas por una sorprendente hendidura de sol que se abría en el techo.
—Kale shu —se despidió el joven monje antes de desaparecer.
La pequeña capilla Arya Lokeshvara, aunque exigua, era alta y estaba llena de estatuas. Una neblina de incienso llenaba el aire a la luz amarillenta de las velas de manteca de yac; sólo había un monje allí dentro, sentado en actitud de meditación, con el cuerpo vuelto hacia las estatuas guardadas en una vitrina, frente a las empinadas escalerillas de entrada. Tomás miró a su alrededor, miró las arcadas, y buscó señales de alguien a su espera, tuvo incluso la esperanza de que lo interpelase una persona escondida en la sombra y que se identificase como Tenzing Thubten. Pero no apareció nadie. Se quedó allí largos minutos, inmóvil, mirando la luz trémula de las velas, sintiendo el olor a manteca e incienso, oyendo los mantras que recitaban voces lejanas.
Al cabo de veinte minutos, comenzó a sentirse inquieto, y angustiosas dudas asaltaron su mente. ¿Los monjes habrían considerado sospechosa su indagación? ¿Habría sido tan torpe como para ahuyentar a la presa? ¿Qué haría si se le cerraban todas las puertas? ¿Cómo podría retomar la investigación?
—Jyerang kusu depo yinpe?
Tomás se estremeció y miró hacia el sitio de donde había venido la voz. Era el monje que se encontraba sentado dentro de la capilla, dándole la espalda.
—¿Perdón?
—Le he preguntado si su cuerpo se encuentra bien. Es nuestra manera de saludar a un amigo.
Tomás subió vacilante las escalerillas, entró en la capilla, rodeó al tibetano y reconoció al monje con quien había hablado en la víspera en el templo de Yojang.
—¿Yinpa Jadroma?
El monje gordo volvió el rostro, lo miró ofreciéndole una sonrisa bondadosa. Parecía un Buda vivo.
—¿Sorprendido por verme?
—Bien…, en fin…, no —titubeó Tomás—. Es decir, sí. ¿No debería estar aquí Tenzing Thubten?
Yinpa meneó la cabeza.
—Tenzing no puede venir a encontrarse con usted. Hemos estado comprobando sus credenciales, no obstante, y nos parece que no hay problemas para que tengan un encuentro. Pero tendrá que ser usted quien se reúna con él.
—Muy bien —asintió el historiador—. Dígame dónde.
El monje volvió la cabeza hacia delante, cerró los ojos y respiró hondo.
—¿Usted es un hombre religioso, profesor Noronha?
Tomás lo observó, un poco frustrado porque Yinpa no le decía inmediatamente dónde podría encontrar al hombre que buscaba. Pero tenía conciencia de que los ritmos allí eran diferentes y se dejó guiar por la pregunta del monje.
—No demasiado.
—¿No cree en la existencia de algo que nos trasciende?
—Bien…, tal vez, no lo sé. Digamos que estoy buscando.
—¿Qué busca?
—La verdad, supongo.
—Creí que buscaba a Tenzing.
Tomás se rio.
—También —dijo—. Tal vez él sepa la verdad.
Yinpa volvió a respirar hondo.
—Esta capilla es la más sagrada de las capillas del Potala. Se remonta a un palacio que se construyó aquí en el siglo VII, sobre el cual fue levantado el Potala. —Pausa—. ¿No siente usted aquí la presencia de Dharmakaya?
—¿Quién?
Con los ojos cerrados y una actitud estática, el monje parecía sumido en la meditación.
—¿Qué sabe usted sobre el budismo?
—Nada.
Se hizo un nuevo silencio, sólo roto por los cánticos lejanos de las recitaciones de los textos sagrados.
—Hace más de dos mil quinientos años nació en Nepal un hombre llamado Siddharta Gautama, un príncipe perteneciente a una casta noble y que vivía en un palacio. Al comprobar, sin embargo, que más allá del palacio la vida estaba hecha de sufrimiento, Siddharta abandonó todo y se fue a la India a vivir en un bosque como un asceta, desgarrado por una pregunta: ¿para qué vivir cuando todo es dolor? Durante siete años deambuló por el bosque en busca de la respuesta a esa pregunta. Cinco ascetas lo convencieron de que ayunase, porque creían que renunciar a las necesidades del cuerpo crearía la energía espiritual que los llevaría a la iluminación. Siddharta ayunó tanto que acabó esquelético, y el ombligo tocó la columna vertebral. Al final, comprobó que el esfuerzo no había servido de nada y concluyó que el cuerpo necesita de energía para alimentar la mente en su busca. Decidió por ello abandonar los caminos extremos. Para él, el verdadero camino no era el de la lujuria de los palacios ni el de la mortificación de los ascetas, donde se encuentran los dos extremos. Eligió más bien el camino del medio, el del equilibrio. Un día, después de bañarse en el río y comer un arroz con leche, se sentó a meditar bajo una higuera, un Árbol de la Iluminación al que llamamos Bodhi, y juró que no saldría de allí mientras no alcanzase la iluminación. Después de cuarenta y nueve días de iluminación, llegó la noche en que alcanzó finalmente el esclarecimiento final de todas sus dudas. Despertó por completo. Siddharta se convirtió en Buda, el Iluminado.
—Pero ¿de qué despertó?
—Despertó del sueño de la vida. —Yinpa abrió los ojos, como si él también se hubiese despertado—. Por fin iluminado, el Buda se refirió al camino del despertar a través de las cuatro nobles verdades. La primera es la comprobación de que la condición humana es sufrimiento. Ese sufrimiento surge de la segunda noble verdad, que es nuestra dificultad en encarar un hecho básico de la vida: el de que todo es transitorio. Todas las cosas nacen y mueren, dijo Buda. Nosotros sufrimos porque nos aferramos al sueño de la vida, a las ilusiones de los sentidos, a la fantasía de que es posible mantener todo como está, y no aceptamos que el mundo es un río que pasa. Ése es nuestro karma. Vivimos con la convicción de que somos seres individuales, cuando en realidad formamos parte de un todo indivisible.
—¿Y es posible romper esa…, eh…, ilusión?
—Sí. La tercera noble verdad establece justamente que es posible romper el ciclo del sufrimiento, es posible liberarnos del karma y llegar a un estado de total liberación, de iluminación, de despertar: el nirvana. Es entonces cuando se deshace la ilusión de la individualidad y nace la comprobación de que todo es uno y de que nosotros formamos parte del uno. —Suspiró—. La cuarta noble verdad es el óctuple camino sagrado destinado a la supresión del dolor, a la fusión con el uno y a la elevación al nirvana. Es el camino para que nos convirtamos en Buda.
—¿Y cuál es ese camino? —quiso saber Tomás.
Yinpa volvió a cerrar los ojos, como si regresase a la meditación.
—Es el camino de Shigatse —se limitó a decir.
—¿Cómo?
—Es el camino de Shigatse.
—¿Shigatse?
—En Shigatse existe un pequeño hotel. Diríjase a él y diga que desea que el bodhisattva Tenzing Thubten le muestre el camino.
Tomás se quedó un instante paralizado, aturdido por la forma súbita e inesperada en que el monje había cambiado el rumbo de la conversación y había regresado al punto inicial. Luego reaccionó, sin embargo; sacó el bloc de notas y apuntó las instrucciones.
—Que Tenzing… me muestre… el camino —dijo mientras escribía, con la lengua presa en la comisura de los labios.
—No escriba —Yinpa se llevó el dedo a la cabeza—: memorice.
El visitante se mostró de nuevo momentáneamente desconcertado por la orden, pero, obediente, acabó arrancando la hoja del bloc, arrugándola y tirándola a un cesto.
—Hmm… —murmuró, esforzándose por memorizar los detalles—. Shigatse, ¿eh?
—Sí.
—¿Y qué hago allí?
—Vaya al hotel.
—¿Qué hotel?
—El Gang Gyal Utsi.
—¿Cómo? ¿Gang qué?
—Gang Gyal Utsi. Pero los occidentales le dan otro nombre.
—¿Otro nombre?
—Hotel Orchard.
Bajó interminables peldaños en pendiente, por largas escalinatas mal iluminadas excavadas en el edificio como pozos sombríos, pasó por el gran salón donde se encontraba el trono del sexto Dalai Lama e, ignorando las estatuas y las capillas que adornaban el lugar, abandonó apresuradamente el Potala.
Tomás era un hombre con una misión. Llevaba memorizado el punto de encuentro para el diálogo con el tibetano que, según creía, podría aclararle los misterios en torno a la desaparición del profesor Siza y al secreto que envolvía el viejo manuscrito de Einstein. Se sentía a punto de desvelar el enigma, y apenas conseguía reprimir la excitación que le hervía en el cuerpo y le revigorizaba el alma. Bajó con prisa imprudente por un sendero de tierra hasta la Bei Yin Guilan, con la cabeza inclinada hacia delante, los ojos fijos en el suelo, la mente vagando por las perspectivas que se le abrían, completamente ajeno al mundo pulsando a su alrededor.
No reparó, por ello, en una camioneta negra que pasó junto a la acera, ni vio a los dos hombres que bajaban de ella y se dirigían a él con intención furtiva.
Un movimiento brusco lo trajo de vuelta a la realidad.
—Pero ¿qué…?
Alguien le torció brutalmente el brazo, forzándolo a doblar el cuerpo y a soltar un aullido de dolor.
—Entre aquí —ordenó una voz desconocida en un inglés con un fuerte acento extraño.
Aturullado, sin entender qué pasaba, casi como si viviese un sueño irreal, vio que se abría la puerta de la camioneta y sintió que volaba hacia su interior.
—¡Suéltenme! ¿Qué es esto? ¡Suéltenme!
Recibió un golpe en la nuca y vio todo oscuro. La imagen siguiente que registró fue la de su nariz comprimiéndose contra el asiento trasero del vehículo, los traqueteos y el sonido del motor que aceleraba indicándole que se encontraba en la camioneta y que lo llevaban unos desconocidos.
—¿Y? —preguntó una voz—. ¿Está tranquilo?
Echado boca abajo en el asiento, con los brazos esposados detrás de la espalda, Tomás volvió la cabeza y vio a un hombre de bigote negro que, a su lado, le sonreía. Parecía, por su aspecto, proceder de Oriente Medio; tenía la tez levemente morena.
—¿Qué es esto? ¿Adónde me llevan?
El hombre mantuvo la sonrisa.
—Calma. Ya lo descubrirá.
—¿Quién es usted?
El desconocido se inclinó hacia Tomás.
—¿No se acuerda de mí?
El historiador intentó desentrañar rasgos familiares en aquel rostro, pero no registró nada.
—No.
El hombre soltó una carcajada.
—Es natural —exclamó—. Cuando hablamos, usted tenía los ojos vendados. Pero ¿no reconoce mi voz?
Tomás tenía los ojos desorbitados. No había dudas, concluyó entonces horrorizado. Aquel desconocido era un iraní. Y de los menos simpáticos.
—No.
—Mi nombre es Salman Kazemi; soy coronel del VEVAK, el Ministerio de Informaciones y Seguridad de la República Islámica de Irán —se presentó—. Si intenta recordar, tuvimos una vez una conversación muy animada en la cárcel de Evin. ¿Se acuerda ahora?
Tomás se acordaba. Era el interrogador de la Policía secreta, aquel que lo había abofeteado y que le había apagado un cigarrillo en el cuello.
—¿Qué está haciendo aquí?
—He venido a buscarlo.
—Pero ¿qué quiere usted de mí?
Kazemi abrió las manos gruesas.
—Lo mismo de siempre.
—¿Qué? No me diga que está aquí porque aún quiere saber qué hacía yo en el Ministerio de la Ciencia por la noche.
El coronel soltó una carcajada.
—De eso ya nos dimos cuenta hace mucho tiempo, estimado profesor. ¿Usted piensa que somos tontos o qué?
—Entonces, ¿qué quiere saber?
—Lo mismo de siempre, ya se lo he dicho.
—¿Qué?
—Queremos saber el secreto del manuscrito de Einstein.
Venciendo el miedo, Tomás logró esbozar una mueca de desprecio.
—Usted no tiene capacidad intelectual para entender ese secreto. Lo que ese documento revela no está al alcance de su comprensión.
Kazemi sonrió de nuevo.
—Tal vez tenga razón —admitió—. Pero hay entre nosotros alguien capaz de entenderlo todo.
—¿Entre ustedes? Lo dudo.
Tomás vio que el coronel hacía señas para seguir adelante y, por primera vez, se dio cuenta de que, además del conductor, había otra persona sentada en el asiento delantero. Centró la atención en esa persona y reconoció, sorprendido, los cabellos negros, las líneas delicadas en el rostro, los labios sensuales, los ojos color miel que lo miraban con un inocultable e irreprimible asomo de tristeza.
—Ariana.