XXVIII

La luz cristalina y pura de las montañas brotó por la ventana de la habitación y despertó a Tomás. El historiador aún se quedó un perezoso instante encogido bajo el calor de las mantas, prolongando la dulce molicie del despertar, pero acabó levantándose a duras penas y yendo a la ventana a contemplar el nuevo día. La mañana había nacido límpida y fría, y los rayos del sol centelleaban en la cumbre alba de los picos circundantes, como joyas incrustadas en una sábana láctea que alguien hubiera extendido sobre la roca marrón; era la nieve que resplandecía en la cima de las sierras escarpadas que rodeaban la ciudad, y que recortaba con su blancor el azul profundo del cielo.

Amanecer en Lhasa.

Era el tercer amanecer de Tomás en la capital del Tíbet. Llenándose los pulmones de aire e irguiendo el cuerpo, comprobó aliviado que había desaparecido el malestar de los últimos días: ahora se sentía mejor y con más energía.

Poco después de aterrizar en el aeropuerto Gonggar, empezó a padecer dolores de cabeza y náuseas, además de un cansancio acompañado de jadeos que no lo abandonaba. La primera noche le costó mucho dormirse, hasta que, sin poder contener sus ganas de vomitar, decidió telefonear a la recepción y pedir un médico. No había médico, pero el recepcionista, habituado a ver cómo esos síntomas se manifestaban con frecuencia en los recién llegados, hizo un diagnóstico en el acto.

Acute mountain sickness —dijo cuando lo visitó en la habitación.

—¿Qué?

—Es el mal de la altura —explicó, y miró la maleta apoyada en la alfombra—. Usted ha venido en avión, ¿no?

—Sí.

—Casi todos los extranjeros que vienen en avión padecen ese mal. Se debe al rápido tránsito entre el nivel del mar y la altitud, sin adaptación en puntos intermedios.

—Pero ¿hay algún problema con eso?

—Claro. ¿Sabe?, la presión atmosférica de aquí es muy inferior a la del nivel del mar. Eso significa que la presión no llega a impulsar el oxígeno hacia la sangre y por ello las personas comienzan a sentirse mal.

Tomás inspiró hondo, intentando sentir la diferencia. En efecto, el aire parecía más leve, casi enrarecido.

—¿Y ahora? ¿Qué hago?

—Nada.

—¿Nada? Pero ésa no es una solución.

—Al contrario, es la mejor solución. Usted no debe hacer nada. Quédese en la habitación, descanse y váyase adaptando poco a poco a la altitud. No haga esfuerzos. Intente respirar más rápido, para compensar la falta de oxígeno en la sangre. Su corazón probablemente está latiendo más deprisa, por lo que debe reposar. Dentro de unos días se sentirá mejor, ya verá. En ese momento, entonces, podrá salir al exterior —levantó un dedo, a la manera de una advertencia—, pero, atención, si empeora es mala señal. Puede querer decir que está incubando una forma maligna de la enfermedad de la altura, provocada por complicaciones pulmonares o cerebrales. En ese caso, tendrá que irse inmediatamente del Tíbet.

—¿Y si no me voy?

El empleado, de tez trigueña, abrió mucho sus ojos rasgados.

—Morirá.

Al tercer día, de hecho se sintió mejor y, más animado, decidió salir a la calle. Preguntó las direcciones en la recepción del hotel y enfiló sosegadamente por la calle Bei Jin Guilam, en dirección al majestuoso Potala. Atravesó el Shöl, situado al pie del magnífico palacio del Dalai Lama, y no pudo dejar de sentirse afectado por ver toda aquella zona transformada en una desorbitada metrópoli china, con una gran avenida atascada por el tráfico.

Frente al Potala, se abría una enorme plaza con una escultura chabacana, frente a la cual se apiñaban turistas chinos sacando fotografías con el palacio detrás. Tras, la amplia avenida estaba llena de establecimientos de aspecto moderno, eran boutiques, tiendas de material deportivo, de ropa para niños, prendas de marca, zapaterías, restaurantes, heladerías, confiterías, tabaquerías, floristerías, farmacias, ópticas, todo en medio de una gran barahúnda, con múltiples neones de colores visibles por todas partes. El Potala parecía ser un cuerpo extraño, un colosal intruso tibetano implantado en un enorme mar chino.

Algunas manzanas más adelante, el visitante giró a la derecha y entró por fin en el tranquilo barrio tibetano. Se introdujo en la maraña de callejuelas estrechas, con las arterias retorciéndose en todas direcciones, ensanchándose a veces, siempre flanqueadas por viejos edificios de adobe blanco y ventanas negras, en algunos casos el camino atravesado por charcos de barro o por el olor repulsivo de los excrementos.

Hello! —saludó una voz femenina venida de arriba. Era una muchacha tibetana que hacía señas desde una ventana—. Tashi deleh! Hello!

Tashi deleh —dijo Tomás, devolviendo el saludo con una sonrisa.

Todos parecían encontrar allí un momento para saludar al forastero; con una sonrisa franca, un gesto efusivo, una reverencia discreta, un «hello» inglés o un «tashi deleh» tibetano, a veces sacando la lengua fuera como si se burlasen de él. En aquel rincón estrecho, entre callejas escondidas y lejos de la influencia china, se escondía el Tíbet que siempre había imaginado.

El apacible laberinto desembocó en una enorme y populosa plaza. Una multitud se agitaba por todo el perímetro, se veían pastores y cabras, peregrinos de Amdo, viajeros de Jam, monjes genuflexos o recitando mantras, saltimbanquis haciendo acrobacias, puestos de venta de alfombras y pinturas thangka, sombreros, ropa, jerry cans con combustible, fotografías del Dalai Lama, baratijas de Katmandú, té de Darjeeling, bufandas kadah de Sechuán, amuletos pondu de Drepung, cortinas de Shigatse, pañuelos de Cachemira, plantas medicinales de los Himalayas, viejas monedas indias transformadas en adornos, anillos de plata decorados con piedras turquesa, todo lo imaginable estaba allí a la venta con su derroche de colores.

Hello? —llamó una vendedora.

Look’ee! Look’ee! —gritó otra, mientras una tercera mostraba figuras religiosas esculpidas en hueso de yac—: Cheap’ee, cheap’ee!

Una densa mole humana, compacta, se empujaba por la plaza, murmurando mantras y haciendo girar mani colo, las ruedas de oraciones que empuñaban en la mano derecha, unas hechas de cobre, otras de jade, algunas de sándalo; era el Barjor, el gran movimiento religioso que rodeaba el templo en el sentido de las agujas del reloj, los peregrinos observando a los acróbatas, mirando a los monjes, observando los puestos o simplemente concentrados en el trayecto religioso que deambulaba en torno al perímetro.

A Tomás no le hizo falta comprobar en el mapa para entender que aquél era el bazar de Tumsjan, montado alrededor del circuito religioso del Barjor. Por entre las casas tradicionales tibetanas, erguidas con fachadas blancas y hermosos balcones de madera incrustados en las esquinas, se abría la entrada del templo. La puerta de acceso estaba decorada con pilares rojos, que soportaban una estructura adornada con tejido de yac, en cuyo extremo centelleaba una imagen sagrada, la de las figuras en oro de los dos ciervos vueltos hacia una armoniosa dharmachakra, la Rueda de la Ley.

El templo de Yojang.

Algunos peregrinos se mantenían postrados en el suelo de piedra del Barjor, delante del templo, entonando un profundo ooooooooooooooom al mismo tiempo, la sílaba sagrada del om mani pedme hmm, el mantra de seis sílabas, la plegaria de la Creación. Aquel timbre profundo y gutural, que los budistas consideran el sonido primordial, la sílaba que generó el universo, resonaba largamente por la plaza, entrecortado sólo por el ruido combinado de las expiraciones ritmadas, como si los creyentes hubiesen recibido un golpe en el estómago. El paso de los peregrinos también se veía marcado por la estridencia metálica del korten, los molinos de oraciones dorados dispuestos en fila junto a la puerta.

Tomás se internó entre la multitud, traspuso la entrada del santuario y recorrió un gran atrio a cielo abierto. El desagradable olor a manteca rancia de yac flotaba en el aire, exhalado por los devotos que llevaban al Yojang pedazos de grasa amarilla para desparramarla con cucharas por el recinto. Buscando escapar del olor repulsivo, el visitante se refugió por un momento junto a palitos de incienso incandescente y observó la escena a su alrededor. El patio se veía repleto de peregrinos que habían recorrido centenares de kilómetros para juntarse allí, muchos tumbados en el suelo con la frente pegada a la piedra recitando plegarias, otros agitando ruedas metálicas de oración, algunos desparramando la manteca de olor nauseabundo en altares frente a pequeños Budas.

Un occidental de aspecto bonachón se acercó a Tomás con una cámara fotográfica colgada del pecho.

—Hermoso espectáculo, ¿eh?

—Sí.

El hombre se presentó. Se llamaba Carlos Ramos y era un mexicano que vivía en España. Después de un intercambio de palabras corteses, Carlos miró a la multitud de creyentes y meneó la cabeza.

—Después de leer muchos libros, he comprendido finalmente qué es el budismo —comentó—. Es un juego de puntos.

—¿Cómo un juego de puntos?

—Es sencillo —sonrió el mexicano—. Cuanto más mérito tengamos durante la vida, mayores serán nuestras posibilidades de conseguir una buena reencarnación la próxima vez. Si hacemos pocos puntos, habremos de reencarnar en insectos o lagartos, por ejemplo. Pero si somos muy piadosos y alcanzamos un determinado nivel de puntos, podremos volver como seres humanos otra vez. Y si somos realmente buenos…, bueno[1], en ese caso regresaremos como hombres ricos o hasta como lamas. ¿Entiende? Es algo parecido a un juego de ordenador. Más puntos ahora significan una mejor vida en la próxima reencarnación.

Tomás se rio por el enfoque simplón que aquel turista hacía del budismo.

—¿Y cómo se consiguen esos puntos?

El mexicano hizo un gesto para señalar a la multitud que llenaba el Yojang.

—¡Postrándose, caray[2]! ¿Lo ve? Cuanto más se postran, más puntos obtienen. Hay tipos que se postran más de mil veces en un solo día. —Hizo una mueca—. Y mire que mil veces es mucho, ¿eh? Acaba uno con un dolor en la espalda… La mayoría de la gente llega a las ciento ocho veces, más o menos, dicen que es un número sagrado y siempre por lo menos se ahorra esfuerzo, ¿no? —Miró una cabra que alguien había llevado al templo—. Pero hay otras maneras. Por ejemplo, salvando la vida de un animal. Eso vale puntos, ¿qué se piensa? O darle una limosna a un mendigo, eso también cuenta para el balance de la buena reencarnación.

—¿Y quien tenga una vida perfecta?

—¡Oh, eso es como la lotería del budismo! ¡Es el Gordo[3]! Es que el número máximo de puntos nos lleva al nirvana, ¿sabía? El nirvana significa que rompemos el círculo vicioso de la vida terrenal. ¡En ese caso, no pasa nada[4]! Se acaban los problemas con las reencarnaciones.

—En eso se parece un poco al cristianismo, ¿no le parece? —observó Tomás—. Cuanto más buenecitos somos, más puntos sumamos en el Cielo y mayores son las posibilidades de que ganemos un lugar en el Paraíso.

El mexicano se encogió de hombros.

—Pues eso —exclamó—. El gran tema de todas las religiones es, al fin y al cabo, la suma de puntos.

Después de esbozar una última sonrisa, Tomás se despidió del turista y se introdujo en el templo.

El interior del viejo edificio se encontraba en penumbras, interrumpidas por las velas de manteca de yac encendidas en fila en los altares. Sacó un papel del bolsillo y, en una zona de luz, buscó la dirección apuntada. Una vez orientado, atravesó el interior sombrío y desembocó en un patio soleado. Un monje calvo, vestido con un tasen escarlata de la Orden Galupka, se materializó desde la sombra, en la puerta de las capillas, y el visitante lo interpeló.

—¿Yinpa Jadroma?

El monje lo miró con atención. Después de una ligera vacilación, se inclinó en una reverencia y le hizo señas al extraño para que lo siguiera.

Subieron a la primera terraza del Yojang y giraron hacia la izquierda por un discreto pasillo al aire libre, en una zona tranquila; al fondo, después de una esquina, el monje se inmovilizó frente a una cortina kuou. Alzó levemente el borde de la cortina y miró hacia dentro, murmurando una pregunta; una voz sonó del otro lado, y el monje abrió toda la cortina, le hizo una reverencia a Tomás, le indicó que entrase, se inclinó en una última reverencia y desapareció.

El recinto era pequeño y sombrío. Había una sola ventana en la pared y era por allí por donde la luz iluminaba la estera en la que estaba sentado un monje gordo. Fotografías del exiliado Dalai Lama y del difunto Panchen Lama sonreían al visitante, ambas pegadas en un armario, y se veía un montón de libros apilados sobre una mesita, en delicado equilibrio. El monje tenía un pequeño volumen en la mano; lo cerró con delicadeza, alzó la cabeza y recibió al extranjero con una sonrisa.

Tashi deleh —saludó.

Tashi deleh.

—Yo soy Yinpa Jadroma —anunció el monje—. ¿Quería hablar conmigo?

Tomás se presentó y le mostró el papel que llevaba en la mano, escrito por Greg Sullivan en la embajada estadounidense de Lisboa.

—Me han dado su contacto… unos amigos, que me dijeron que usted me podía ayudar.

—¿Qué amigos?

—Bien…, me temo que no podré identificarlos. Pero son amigos.

El monje curvó sus labios gruesos.

—Ajá —murmuró pensativo—. ¿Y en qué puedo ayudarlo?

—Busco una persona aquí, en el Tíbet.

Tomás sacó la postal del bolsillo y se la extendió a Yinpa. El monje cogió la postal, observó la imagen del Potala y analizó el mensaje en el envés.

—¿Qué es esto?

—Es una postal que alguien envió desde el Tíbet a un amigo mío que ha desaparecido. Tengo razones para suponer que ese tibetano podrá ayudarme a entender qué le ha pasado a mi amigo. El tibetano se llama…, eh… —Tomás se inclinó y miró la firma estampada en la postal que sujetaban los dedos de Yinpa—, Tenzing Thubten.

El monje mantuvo sus ojos fijos en él, sin traicionar la menor emoción, y dejó la postal junto a unas fotografías del Dalai Lama, justo al lado.

—Nadie tiene acceso a Tenzing Thubten sin más ni más —dijo Yinpa—. Primero tenemos que comprobar unas cosas y hablar con unas personas.

—Desde luego.

—Mañana tendrá la respuesta. Si comprobamos que hay algo sospechoso sobre usted, nunca verá a la persona que busca. Pero si todo está bien, llegará a su destino. —Hizo un gesto rápido con la mano, casi como si se estuviera despidiendo—. Preséntese a las diez de la mañana en punto frente a la capilla de Arya Lokeshvara.

Tomás lo anotó.

—¿Arya Lokeshara?

—Lokeshvara.

Corrigió la anotación.

—Hmm —murmuró el visitante—. ¿Y dónde queda?

Yinpa volvió el rostro y apuntó con el mentón la postal que tenía a su lado.

—En el palacio Potala.