XXVI

Los estudiantes confluyeron en la puerta y eran un torrente que abandonaba el anfiteatro, comprimidos como un agitado caudal que se escurriese por una estrecha garganta, cuando Tomás se dirigió hacia el fondo del anfiteatro y se quedó aguardando, parecido a un centinela de guardia frente a aquella tumultuosa avenida. Luís Rocha ordenaba los apuntes mientras respondía a preguntas de tres alumnos, un proceso que se prolongó unos minutos, hasta tal punto que el profesor de Astrofísica salió de la sala y se internó por el pasillo siempre con algún estudiante al lado. Tomás lo siguió y, en cuanto se apartó el último alumno, aceleró el paso e interpeló al colega.

—¿Profesor Rocha?

Luís giró la cabeza y lo encaró. Por la expresión de la mirada daba la impresión de que confundía al desconocido con uno más de sus alumnos.

—¿Sí?

Tomás le tendió la mano.

—Buenos días. Soy Tomás Noronha, profesor de Historia en la Universidade Nova de Lisboa e hijo del profesor Manuel Noronha, que da clases de Matemática aquí en Coimbra.

Luís Rocha arqueó las cejas, como si lo reconociese.

—¡Ah! ¡El profesor Manuel Noronha! Lo conozco muy bien, muy bien. —Se dieron un apretón de manos—. ¿Cómo está su padre?

—No muy bien, lamentablemente. Tiene ahora un problema grave, ¿sabe? Cuestión de salud. Vamos a ver cómo se dan las cosas.

El profesor de Astrofísica meneó la cabeza afirmativamente, con una expresión de abatimiento.

—Pues sí, realmente es un fastidio —dijo—. Parece que alguien ha echado mal de ojo sobre la Universidad de Coimbra, ¿no le parece? Primero fue la desaparición del profesor Siza, con quien yo trabajaba. Poco después llegó la noticia de que su padre ya no volvería a impartir clases a causa del…, eh…, de la enfermedad que…, que tiene. —Hizo un gesto de impotencia con las manos—. ¿Ha reparado en ello? ¡La universidad ha perdido, casi al mismo tiempo, a dos de sus mejores cerebros! Esto es…, no sé cómo decirlo, es…, es un desastre.

—Sí, realmente es…, en fin…, es un problema.

—Un desastre —repitió Luís.

Salieron a la calle y el profesor se mostró desorientado, mirando hacia todos lados. Dio media vuelta y observó el gran edificio rectangular de donde habían salido, el Departamento de Física. Parecía un hospital, pero ostentaba enormes estatuas de piedra en las esquinas y la pared exterior exhibía un enorme retrato de Einstein andando en bicicleta.

—Disculpe —balbució el físico—. ¡Qué disparate! Estoy distraído.

Volvieron a entrar en el edificio y subieron unas escaleras, en dirección a los despachos de los profesores. Caminando al lado de Luís Rocha, Tomás se esforzó por completar el ritual de la conmiseración en torno a la desgracia que parecía haberse abatido sobre la Universidad de Coimbra, diálogo que evolucionó hacia las habituales apreciaciones sobre el estado de la enseñanza en el país.

Ya en el pequeño y desordenado despacho de su colega, Tomás aprovechó una pausa en todas aquellas consideraciones para ir directamente al tema que lo había llevado allí.

—Oiga, profesor, he venido a verlo por un asunto delicado.

—¿Tiene que ver con su padre?

—No, no. —Señaló a su interlocutor—. Tiene que ver con su maestro.

Luís Rocha adoptó una expresión de sorpresa.

—¿Mi maestro?

—Sí. El profesor Siza.

—Más que un maestro, él fue…, él fue un segundo padre para mí. —Casi se le ahogó la voz y bajó los ojos—. Aún me cuesta creer que haya desaparecido así, sin más ni más.

—Justamente quería hablarle sobre su desaparición.

—¿Qué quiere saber?

—Todo lo que me pueda ayudar a localizarlo.

El físico lo miró con extrañeza.

—¿Usted está intentando localizarlo?

—Sí, me han contactado para colaborar en las investigaciones.

—¿Ha hablado con usted la Policía judicial?

—Bien…, eh…, no ha sido exactamente la Policía judicial.

—¿Ha sido el Partido Socialista Portugués?

—Tampoco.

Luís Rocha esbozó una expresión dubitativa.

—Entonces, ¿quién?

—Bien…, eh…, fue…, fue una Policía internacional.

—¿La Interpol?

—Sí —mintió Tomás. El espíritu inquisitivo de su interlocutor lo obligaba a ofrecer una respuesta. Como se descartaba cualquier alusión a la CIA, la Interpol serviría como excusa—. Me han pedido que los ayude en las investigaciones.

—¿Por qué la Interpol?

—Porque la desaparición del profesor Siza parece estar ligada a intereses internacionales.

—¿Ah, sí? ¿Qué intereses son ésos?

—Me temo que no estoy autorizado a revelar lo que sé sobre el asunto. Como ha de comprender, eso podría comprometer las investigaciones.

Luís Rocha se rascó el mentón, pensativo.

—Usted me ha dicho que es profesor de Historia, ¿no?

—Sí, lo soy.

—Entonces, ¿por qué razón la Interpol ha solicitado sus servicios?

—Ellos vinieron a hablar conmigo porque soy criptoanalista y se han descubierto algunos mensajes cifrados que podrían llevar al profesor Siza.

—¿Ah, sí? —Luís se mostraba profundamente interesado en estas revelaciones—. ¿Qué mensajes son ésos?

—No se lo puedo decir —repuso Tomás. El historiador no se sentía cómodo mintiendo de manera tan descarada y decidió desviar la conversación e ir directamente al grano hablando del asunto que le interesaba—. Escúcheme: ¿puede ayudarme o no?

—Claro que puedo —exclamó el físico—. ¿Qué quiere saber?

—Quiero saber cuáles eran las investigaciones que estaba haciendo el profesor Siza.

Luís Rocha se enderezó, contempló las casas más allá de la ventana del despacho y respiró hondo. Se sentó frente a su escritorio, colocó los apuntes en una carpeta y la guardó en un cajón. Después se echó hacia atrás y miró a Tomás.

—¿Usted no tiene hambre?

El espléndido restaurante del hotel Astória se encontraba casi desierto, tal vez porque aún era temprano. La luz del día brotaba, intensa y cálida, por las amplias ventanas, dando un toque alegre al ambiente lánguido del salón, cuyo suelo de madera, ya gastado por tantas noches de cenas danzantes en la pasada década de los años treinta, estaba implorando ahora un buen pulido. El Mondego corría, sereno y perezoso, más allá de la hilera de tilos y de la populosa calle de enfrente, y la ciudad se agitaba al ritmo lento de quien vive a unos pocos pasos de la provincia.

Dentro del hotel se respiraba una atmósfera antigua, lo que no era de admirar; la arquitectura rosada de estilo belle époque impregnaba aquel local generando un ambiente peculiar y haciendo que Tomás se sintiese transportado en el tiempo, como si retrocediera ochenta años hacia principios del siglo XX. Y le resultaba enormemente confortable; como historiador tenía una necesidad absoluta de aspirar los aromas antiguos, de sentir la historia envolviéndolo en su manto polvoriento, de sumergirse en las verdaderas cápsulas del tiempo que eran los edificios con un pasado.

Pidieron un magret de pato con miel y naranja. Tal vez fuese más adecuado, en ese almuerzo, una chanfaina, pensó Tomás, al fin y al cabo estaban en Coimbra, pero ése era un plato tal vez demasiado pesado.

—Dígame, pues —exclamó el historiador, una vez concluido el diálogo de circunstancias—. ¿Qué estaba investigando, en definitiva, el profesor Siza?

Luís Rocha cogió una rebanada de pan y la untó con un paté de pato de aspecto delicioso.

—Mi estimado profesor Noronha —dijo, mordiendo la rebanada—, estoy seguro de que ha leído el prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, de Kant. ¿Lo ha leído o no?

Tomás abrió mucho los ojos.

—El…, el prefacio a la tercera edición de la Crítica de la

—Segunda edición —corrigió Luís—. El prefacio a la segunda edición.

—Bien…, no puedo decir que…, que lo haya leído —titubeó—. Es decir, he leído la Crítica de la razón pura, claro, pero confieso que…, que el prefacio a esa…, en fin, a esa edición, confieso que no me acuerdo de… haberlo leído.

—¿Sabe cuál es la importancia de ese prefacio?

—No tengo la menor idea.

El físico untó una segunda rebanada de pan con mucho paté. Tomás lo miró y no se resistió a pensar que su interlocutor parecía ser un hombre muy goloso, a juzgar por la generosa curva que exhibía en el abdomen.

—Fue en el prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura donde Kant estableció los límites de la ciencia —dijo Rocha, masticando la nueva rebanada—. Concluyó que hay tres problemas fundamentales de la metafísica que la ciencia jamás será capaz de resolver —mostró tres dedos—: Dios, la libertad y la inmortalidad.

—¿Ah, sí?

—Kant era de la opinión de que los científicos nunca serán capaces de probar la existencia de Dios, de determinar si tenemos o no libre albedrío y de entender con toda certidumbre qué ocurre después de la muerte. Esas cuestiones, en su opinión, ya no pertenecen al dominio de la física, sino de la metafísica. Están más allá de la prueba.

Tomás balanceó la cabeza, pensativo.

—Parece sensato.

—Le parece sensato al común de los mortales —aclaró Luís Rocha—. Pero no al profesor Siza.

El historiador adoptó una expresión de intriga.

—¿Ah, no? ¿Por qué?

—Porque el profesor Siza creía que era posible obtener la prueba incluso para las cuestiones de la metafísica.

—¿Cómo?

—El profesor Siza creía que era posible demostrar científicamente la existencia de Dios y resolver los problemas del libre albedrío y de la inmortalidad. Además, pensaba que todas estas cuestiones estaban relacionadas.

Tomás se movió en la silla, intentando aún digerir lo que el físico acababa de revelarle.

—¿Usted está insinuando que el trabajo científico del profesor Siza estaba relacionado con la cuestión de la existencia de Dios?

—No, no estoy insinuando eso.

—Ah, bueno.

—Estoy afirmando eso.

Se hizo el silencio. Tomás ponderaba las repercusiones de esa información.

—Disculpe mi ignorancia —dijo el historiador—, pero ¿es posible probar la existencia de Dios?

—Según Kant, no.

—Pero según el profesor Siza, sí.

—Sí.

—¿Por qué?

—Todo depende de lo que se defina como Dios.

—¿Qué quiere decir con eso?

Luís Rocha suspiró.

—Oiga: ¿qué es Dios para usted?

—Pues… no lo sé, es… un ser superior, es el Creador.

—Ésa no parece una gran definición, ¿no?

—No —asintió Tomás con una carcajada—. Pero dígame usted, entonces, qué es Dios.

—Bien, ésa es la primera pregunta que tenemos que hacer, ¿no? ¿Qué es Dios? —Luís Rocha abrió los brazos—. Si estamos esperando ver a un patriarca viejo y barbudo, observando la Tierra con aire preocupado, vigilando lo que cada uno de nosotros hace, piensa y pide, y que habla con una voz gruesa…, bueno, creo que tendremos que esperar hasta la eternidad para probar la existencia de tal personalidad. Ese Dios lisa y llanamente no existe, es sólo una construcción antropomórfica que nos permite visualizar algo que está por encima de nosotros. En ese sentido, construimos a Dios como una figura paternal. Necesitamos de alguien que nos proteja, que nos defienda del mal, que nos abrigue con sus brazos protectores, que nos dé consuelo en las horas difíciles, que nos ayude a aceptar lo inaceptable, a comprender lo incomprensible, a enfrentar lo terrible. Ese alguien es Dios. —Señaló el techo—. Imaginamos que existe alguien allí arriba que se preocupa muchísimo por nosotros, alguien a quien recurrimos en la hora de la aflicción en busca de confortación, alguien que nos observa y ampara y… ¡zas! ¡Helo ahí! ¡Ahí está Dios!

—Pero, entonces, si Dios no existe, ¿de qué estamos hablando aquí?

—Yo no he dicho que Dios no existe —corrigió el físico.

—¿Ah, no?

—Lo que he dicho es que no existe el Dios antropomórfico que habitualmente imaginamos y que hemos heredado de la tradición judeocristiana.

—Ya… —murmuró Tomás—. ¿Me está diciendo que el Dios de la Biblia no existe?

—Pero ¿quién es el Dios de la Biblia? ¿Ese personaje que manda a Abraham a que mate a su hijo sólo para ver si el patriarca le es fiel? ¿Ese personaje que condena a la humanidad a la desgracia sólo porque Adán comió una manzana? Pero ¿alguien con dos dedos de frente cree en un dios tan mezquino y caprichoso? ¡Claro que ese dios no existe!

—Pero, entonces, ¿qué dios existe?

—El profesor Siza creía que Dios está en todo lo que nos rodea. No como una entidad por encima de nosotros, que nos vigila y protege, tal como preconiza la tradición judeocristiana, sino como una inteligencia creadora, sutil y omnipresente, tal vez amoral, que se encuentra a cada paso, en cada mirada, en cada respiración, presente en el cosmos y en los átomos, que todo lo integra y a todo le da sentido.

—Ya lo veo —asintió Tomás—. ¿Y él creía que tal vez sería posible probar la existencia de ese dios?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde que lo conozco. Creo que adquirió esa convicción en los tiempos en que estuvo trabajando en Princeton.

—¿Y cómo se puede probar que Dios existe?

Luís Rocha sonrió.

—Eso, estimado amigo, tendrá que preguntárselo al profesor Siza, ¿no le parece?

—Pero, dígame una cosa: ¿cree realmente que es posible encontrar la prueba de la existencia de Dios?

—Depende.

—¿Depende de qué?

—Depende de lo que usted defina como prueba.

—¿Cómo? Explíquese mejor.

El físico untó la tercera rebanada de pan.

—Oiga, profesor Noronha: ¿qué es el método científico?

—Bien, es un proceso de recogida de información sobre la naturaleza, supongo.

—Es una definición —admitió Luís Rocha—. Pero yo tengo otra.

—¿Cuál?

—El método científico es un diálogo entre el hombre y la naturaleza. A través del método científico, el hombre hace preguntas a la naturaleza y obtiene respuestas. El secreto está en la manera en que formula las preguntas y entiende las respuestas. No cualquier persona es capaz de interrogar a la naturaleza o de comprender lo que ella le dice. Hace falta entrenarse, es fundamental ser sagaz y perspicaz, es imprescindible poseer suficiente inteligencia para captar la sutileza de muchas de las respuestas. ¿Lo entiende?

—Sí.

—Lo que quiero decir es que se puede entender la existencia o la inexistencia de Dios en función de la manera en que se formulen las preguntas y en función de nuestra capacidad de comprender las respuestas. Por ejemplo, la segunda ley de la termodinámica se deriva de preguntas que se le han hecho a la naturaleza a través de experiencias sobre el calor. La naturaleza ha respondido, mostrando que la energía pasa de lo caliente a lo frío y nunca al contrario, y que la transformación de la energía entre cuerpos se deriva siempre en desperdicios. —Hizo un gesto abarcando todo el restaurante—. Lo mismo ocurre con la cuestión de Dios. Tenemos que saber cuáles son las preguntas que necesitamos formular y cómo vamos a formularlas, y después tenemos que tener la capacidad para saber interpretar las respuestas que vamos a obtener. Por ello, cuando se habla de hacer la prueba de la existencia de Dios, tenemos que ser cautelosos. Si alguien está esperando que le consigamos imágenes en DVD de Dios observando el universo, con las Tablas de la Ley en una mano y acariciándose sus luengas barbas blancas con la otra, desengáñese. Esa imagen jamás será captada porque ese dios no existe. Pero si estamos hablando de determinadas respuestas de la naturaleza a preguntas específicas…, bien, en ese caso la cuestión sería diferente.

—¿De qué preguntas está hablando?

—Qué sé yo…, preguntas que tengan que ver con el raciocinio lógico, por ejemplo.

Tomás meneó la cabeza.

—No lo entiendo.

—Mire, el problema del Big Bang, del que hablé hoy en la clase.

—Sí, ¿qué tiene eso que ver?

—¿Que qué tiene que ver? Pero ¿no es obvio acaso? Vamos a ver: si hubo Big Bang, quiere decir que el universo fue creado. Ese concepto tiene consecuencias profundas, ¿no le parece?

—¿Como cuáles?

—La cuestión de la creación remite al problema del creador. ¿Quién creó la creación? —Guiñó un ojo—. ¿Eh?

—Bien…, pues…, ¿no podrá haber causas naturales?

—Claro que sí. Estamos hablando de un problema natural. —Se llevó el índice a la frente—. Métase esto en la cabeza, profesor Noronha: Dios es un problema natural. Las alusiones a lo sobrenatural, los milagros, la magia…: todo eso es un disparate. Si existe, Dios forma parte del universo. Dios es el universo. ¿Entiende? La creación del universo no fue un acto artificial, fue un acto natural, en obediencia a leyes específicas y a determinadas constantes universales. Pero la cuestión vuelve siempre al mismo punto. ¿Quién fue el que concibió las leyes del universo? ¿Quién fue el que determinó las constantes universales? ¿Quién fue el que dio el soplo de vida al universo? —Golpeó la mesa—. Éstas, estimado profesor Noronha, son las cuestiones centrales de la lógica. La creación remite a un creador.

—¿Me está diciendo que, a través de la lógica, podremos probar la existencia de Dios?

Luís Rocha hizo una mueca.

—No, de ningún modo. La lógica no facilita ninguna prueba. Pero la lógica nos da indicios. —Se inclinó en la mesa—. Oiga, tiene que entender que Dios, de existir, sólo deja ver una parcela de su existencia y que oculta la prueba final detrás de un velo de elegantes sutilezas. ¿Conoce los teoremas de la incompletitud?

—Sí.

—Los teoremas de la incompletitud, al demostrar que un sistema lógico jamás podrá probar todas las afirmaciones que en él están contenidas, aunque las afirmaciones no demostrables sean verdaderas, constituyen un mensaje con un profundo significado místico. Es como si Dios, existiendo, nos dijese: «Yo me expreso a través de la matemática, la matemática es mi lenguaje, pero no os daré la prueba de que así es». —Cogió una rebanada más de pan—. Tenemos también el principio de incertidumbre. Ese principio revela que nunca podremos determinar de manera simultánea y con exactitud la posición y la velocidad de una partícula. Es como si Dios nos dijese: «las partículas tienen un comportamiento determinista. Yo ya he definido todo el pasado y el futuro, pero no os daré la prueba final de que así es».

—Ya veo.

—La búsqueda de Dios es como la búsqueda de la verdad de las afirmaciones de un sistema lógico o del comportamiento determinista de las partículas. Nunca podremos obtener la prueba final de que Dios existe, en el sentido en que nunca podremos obtener la prueba final de que las afirmaciones no demostrables de un sistema lógico son verdaderas o de que las partículas se comportan de manera determinista. Y, no obstante, sabemos que las consecuencias de esas afirmaciones son verdaderas y sabemos que las partículas se comportan de manera determinista. Lo que nos está vedado es la prueba final, no los indicios de que efectivamente así es.

—Entonces, ¿cuáles son, en definitiva, los indicios de la existencia de Dios?

—En el campo de la lógica, presentaron el indicio más interesante Platón y Aristóteles, que luego desarrolló santo Tomás de Aquino y que afinó Leibniz. Se trata del argumento causal. La idea fundamental es fácil de formular. Sabemos por la física y por nuestra experiencia cotidiana que todos los acontecimientos tienen una causa, siendo que sus consecuencias se convierten en causas de otros acontecimientos, en un efecto dominó interminable. Ahora imaginemos que vamos a buscar las causas de todos los acontecimientos del pasado. Pero si el universo tuvo un principio, eso significa que esta cadena también tuvo un principio, ¿no? Yendo de causa en causa llegamos así al momento de la creación del universo, lo que hoy designamos como Big Bang. ¿Cuál es la primera causa de todas? ¿Qué puso a la máquina en movimiento? ¿Cuál es el motivo del Big Bang?

Tomás adoptó una expresión de desconcierto.

—Creo que usted respondió a esa pregunta en el aula, ¿no? Dijo que, sin haberse aún creado el tiempo, no podía haber causas que precediesen al Big Bang.

—Es verdad —admitió el físico—. Ya veo que ha estado atento a mi clase —dijo, y sonrió—. Pero, déjeme que le diga, ésa es la forma que nosotros, los científicos, usamos para sortear esta incómoda pregunta. La verdad es que todo indica que el Big Bang existió. Si existió, algo lo hizo existir. La cuestión vuelve siempre al mismo punto. ¿Cuál es la primera causa? ¿Y qué causó la primera causa?

—¿Dios?

Luís Rocha sonrió.

—Es una posibilidad —susurró—. Si se analiza con atención, la hipótesis de que el universo sea eterno señala la exclusión de Dios. El universo siempre ha existido, no tiene propósito, él es. Simplemente es. En el universo eterno, sin comienzo ni fin, el dominó de causas es infinito, no existe una primera causa ni una última consecuencia. —Alzó el dedo—. Pero la Creación remite a una primera causa. Más que eso, habiendo Creación hay que admitir la existencia de un creador. De ahí la pregunta: ¿quién puso la máquina en movimiento?

—Ya veo que la respuesta es Dios.

—Repito que ésa es sólo una posibilidad. Este argumento lógico no constituye una prueba, sólo un indicio. A fin de cuentas, puede existir un mecanismo cualquiera, aún desconocido, que resuelva ese problema, ¿no? Tenemos que tener cuidado para no recurrir al Dios-de-las-lagunas, para no caer en el error de invocar a Dios siempre que no tengamos respuesta para un problema, cuando, en definitiva, existe cualquier otra explicación. Habiendo dicho esto, importa subrayar que la Creación remite al problema del Creador y, por más vueltas que le demos, la cuestión retorna siempre a este punto crucial. —Balanceó la cabeza—. Por otro lado, si colocamos a Dios en la ecuación, diciendo que fue Él quien creó la Creación, nos topamos luego con una multiplicidad de problemas nuevos, ¿no?

—¿Como cuáles?

—Bien…, el primer problema es saber dónde estaba Dios si, antes del Big Bang, no había tiempo ni espacio. Y el segundo problema es determinar lo que causó a Dios. Es decir, si todo tiene una causa, Dios también tiene una causa.

—Entonces no hay causa primera…

—O tal vez la haya, quién sabe. Nosotros, los físicos, llamamos al Big Bang una singularidad. En ese sentido, podríamos decir que Dios es una singularidad, de la misma manera que el Big Bang es una singularidad.

Tomás se pasó la mano por el pelo.

—Ese argumento parece interesante, pero no es concluyente, ¿no?

—No —asintió el físico—. No es concluyente. Pero hay un segundo argumento que parece tener aún mayor fuerza. Los filósofos le dan nombres diferentes, pero el profesor Siza lo llamaba…, es…, lo llamaba… ¡Ah, sí! Lo llamaba el argumento de la intencionalidad.

—¿Intencionalidad? ¿De intención?

—Exacto. La cuestión de la intencionalidad corresponde, como sabe, al ámbito puramente subjetivo en lo que respecta a la interpretación. Es decir: alguien puede hacer algo intencionalmente, pero quien está fuera nunca puede tener la certidumbre absoluta de que fue ésa la intención. Se puede suponer que la intención sea una, pero sólo sabe la verdad el autor del acto. —Hizo un gesto hacia Tomás—. Si usted derriba ahora esta mesa, yo puedo interpretar ese acto, preguntándome si lo hizo intencionalmente o no. Puede haberlo hecho intencionalmente y después fingir que fue accidental. En realidad, sólo usted tiene la certidumbre absoluta sobre su intención, yo tendré siempre una certidumbre subjetiva, ¿no?

—Sí —dijo Tomás—. Pero ¿adónde quiere llegar?

—Quiero llegar a esta pregunta: ¿cuál es la intención de la creación del universo?

Luís se quedó mirando a Tomás interrogativamente.

—Ésa sí que es la pregunta del millón —respondió el historiador con una sonrisa—. ¿Cuál es la respuesta?

—Si la supiese, yo sería el ganador de ese dinero —dijo Luís, que soltó una carcajada—. Para una respuesta más completa, no obstante, tendrá que consultar al profesor Siza.

—Pero lo veo difícil, él no está aquí. ¿Cree que es posible que alguien llegue a responder a esa pregunta?

El físico respiró hondo, midiendo con cuidado las palabras que iba a pronunciar.

—Creo que no es fácil responder afirmativamente a esa pregunta, pero existen algunos indicios interesantes.

—Diga cuáles.

—Hay un argumento muy consistente que dio William Paley en el siglo XIX. —Señaló el entarimado del restaurante—. Imagínese que, al entrar aquí, me encontraba con una piedra en el suelo. La miraba y pensaba: ¿cómo diablos fue a parar aquí esta piedra? Tal vez respondiese enseguida: bien, la piedra siempre ha existido, es algo natural. Y dejo de pensar en el asunto. Ahora imagínese que, en vez de una piedra, me encontraba más bien con un reloj. ¿Podría dar la misma respuesta? Claro que no. Después de analizar el complicado mecanismo del reloj, diría que se trata de algo fabricado por un ser inteligente con un objetivo específico. Ahora la cuestión es la siguiente: ¿por qué razón no puedo dar a la existencia de la piedra la misma respuesta que he dado en relación con la existencia del reloj?

La pregunta se quedó suspendida en el aire un momento.

—Ya veo adónde quiere llegar —observó Tomás.

—Como miembro perteneciente a la especie inteligente que concibió el reloj, sé cuál es la intención que ha presidido la creación del reloj. Pero yo no pertenezco a la especie que concibió la piedra, por lo que no tengo una certidumbre objetiva sobre la intencionalidad de su creación. Pero puedo suponer que hubo una intención. A fin de cuentas, alguien que nunca hubiese visto un reloj antes fácilmente podría concluir que se trataba de la obra de una mente inteligente, ¿no?

—Oiga —argumentó Tomás—: estamos hablando de cosas diferentes, ¿no?

—¿Seguro?

—Claro que sí. No va a comparar usted la complejidad de un reloj con la complejidad de una piedra.

Luís meneó la cabeza.

—Usted no ha entendido adónde quiero llegar.

—Entonces, explíquemelo.

El físico hizo un gesto amplio, abarcando todo el recinto.

—Mire todo lo que nos rodea. ¿Lo ha visto? —Sus ojos deambularon por el restaurante y observaron, más allá de las ventanas, el cielo y el follaje verde de los tilos—. ¿Se ha fijado en la complejidad de todo el universo? ¿Ha pensado en los pequeños detalles de organización necesarios para poner en funcionamiento un sistema solar? ¿O para relacionar los átomos? ¿O para concebir la vida? —Señaló las aguas mansas del Mondego, que se deslizaban como una carretera paralela a la avenida marginal—. ¿O para permitir que ese río fluya de tal manera y no de otra? ¿No cree que eso es infinitamente más complejo e inteligente que el mecanismo de un mero reloj?

Tomás se quedó inmóvil mirando a su interlocutor.

—Pues…, en realidad…

—Entonces, si un ser inteligente crea una cosa tan sencilla como un pequeño reloj, además, con una intención, detrás de sí, ¿qué podremos decir de todo el universo? Si alguien que nunca ha visto un reloj antes es capaz de percibir, al encontrarse por primera vez con uno de esos ejemplares, que se trata de una creación inteligente, ¿por qué razón no podremos, al comprobar la grandiosidad y complejidad inteligente del universo, llegar a la misma conclusión?

—Ya veo.

—Ésta es la base del argumento de la intencionalidad. Si todo lo que vemos a nuestro alrededor revela un propósito y una inteligencia, ¿por qué no admitir que existe una intención en la Creación? Si las cosas revelan inteligencia en la concepción, ¿por qué no admitir que eso se debe a la posibilidad de que las haya concebido algo o alguien inteligente? ¿Por qué no admitir que existe una inteligencia por detrás de estas creaciones inteligentes?

—Pero ¿dónde está esa inteligencia?

—¿Y dónde está el autor del reloj? Si veo un reloj en el suelo, es posible que nunca llegue a conocer a la inteligencia que lo ha construido, ¿no? Y, no obstante, no dudaré ni un momento de que un ser inteligente ha concebido el reloj. Lo mismo ocurre con el universo. Es posible que nunca llegue a conocer la inteligencia que lo ha creado, pero basta mirar alrededor para darse cuenta de que ésta es una creación inteligente.

—Entiendo.

—Claro que, si es una creación inteligente, y todo indica que lo es, se plantea el problema de saber si estamos estudiándola de la manera más adecuada.

—¿Qué quiere decir con eso?

Luís Rocha hizo un gesto señalando su propio cuerpo.

—Fíjese en los seres vivos. ¿De qué está hecho un ser vivo?

—De una estructura de información —replicó Tomás, citando lo que su padre le había dicho.

—Exacto, una estructura de información. Pero lo que compone a una estructura de información son los átomos, ¿no? Y muchos átomos juntos forman una molécula. Y muchas moléculas juntas forman una célula. Y muchas células juntas forman un órgano. Y todos los órganos juntos forman un cuerpo vivo. Habiendo dicho esto, no obstante, es un error decir que un ser vivo no es más que una colección de átomos o de moléculas o de células, ¿no? Es cierto que un ser vivo reúne billones de átomos, miles de millones de moléculas, millones de células, pero cualquier descripción que se limite a esos datos, aunque verdaderos, pecará de insuficiente, ¿no cree?

—Claro.

—La vida se describe en dos planos. Uno es el plano reduccionista, en el que se sitúan los átomos, las moléculas, las células, toda la mecánica de la vida. El otro plano es semántico. La vida es una estructura de información que se mueve con un propósito, en que el conjunto es más que la suma de las partes, en que el conjunto ni siquiera tiene conciencia de la existencia y el funcionamiento de cada una de las partes que lo constituye. En cuanto ser vivo inteligente, puedo estar en un plano semántico discutiendo con usted la existencia de Dios, y una célula de mi brazo estar en un plano reduccionista recibiendo oxígeno de una arteria. El yo semántico no percibe lo que el yo reduccionista está haciendo, puesto que ambos se sitúan en planos diferentes. —Miró a Tomás—. ¿Sigue mi razonamiento?

—Sí.

—Ahora bien: lo que quiero decirle es que estos dos planos pueden ser encontrados en todo. Por ejemplo, puedo analizar el libro Guerra y paz en un plano reduccionista, ¿no? Me basta con estudiar la tinta usada en un ejemplar determinado, el tipo de papel que lo constituye, la forma en que se han fabricado la tinta y el papel, si existen o no átomos de carbono en ese ejemplar… En fin, hay una multiplicidad de aspectos reduccionistas que puedo analizar. Y, no obstante, ninguno de esos aspectos me revela verdaderamente qué es Guerra y paz, ¿no? Para saberlo, mi análisis no puede ser reduccionista. —Sonrió—. Tiene que ser semántico.

—Estoy comprendiendo.

—Con la música ocurre lo mismo. Puedo analizar All you need is love, de The Beatles, de una forma reduccionista. Estudiaré el sonido de la batería de Ringo Starr, las vibraciones de las cuerdas vocales de John Lennon y Paul McCartney, la oscilación de las moléculas del aire en función de la emisión de los sonidos de la guitarra de George Harrison, pero nada de eso me revelará verdaderamente lo que es esta canción, ¿no? Para entenderla, tendré que analizarla desde el plano semántico.

—Claro.

—En el fondo, es como un ordenador. Hay un hardware y hay un software. El plano reduccionista estudia el hardware, mientras que el plano semántico se centra en el software.

—Todo eso parece evidente.

—Pues si todo esto le parece evidente, déjeme que le plantee un problema.

—De acuerdo.

—Cuando estudio el universo con el fin de conocer su materia fundamental, su composición, sus fuerzas, sus leyes, ¿qué tipo de análisis estoy haciendo?

—No entiendo la pregunta…

—Lo que quiero saber es si estoy haciendo un análisis reduccionista o semántico.

Tomás consideró unos instantes la pregunta.

—Bien…, pues… me parece que reduccionista.

Se abrió más la sonrisa en el rostro de Luís Rocha.

—Lo que nos lleva a la pregunta siguiente: ¿será posible hacer un análisis semántico del universo?

—¿Un análisis semántico del universo?

—Sí, un análisis semántico. Si consigo hacer un análisis semántico de algo tan simple como Guerra y paz o All you need is love, ¿no puedo hacer un análisis semántico de algo tan rico y complejo e inteligente como es el universo?

—Bien…

—Si analizar la tinta y el tipo de papel de un ejemplar de Guerra y paz constituye una forma muy incompleta y reductora de estudiar ese libro, ¿por qué demonios analizar los átomos y las fuerzas existentes en el cosmos ha de ser una forma satisfactoria de estudiar el universo? ¿No habrá también una semántica en el universo? ¿No existirá igualmente un mensaje más allá de los átomos? ¿Cuál es la función del universo? ¿Por qué razón éste existe? —Suspiró—. Ése es el problema de la matemática y de la física hoy en día. Nosotros, los científicos, estamos muy concentrados en estudiar la tinta y el papel de que está hecho el universo. Pero ¿acaso ese estudio nos revela verdaderamente lo que es el universo? ¿No necesitaremos estudiarlo también en un plano semántico? ¿No tendremos que escuchar su música y entender su poesía? ¿Acaso, al pensar en el universo, estamos sólo centrados en el hardware e ignoramos una dimensión tan importante como la del software? —Suspiró—. Han sido éstas las cuestiones que han orientado el trabajo del profesor Siza a lo largo de estos años. Quería entender cuál era la semántica del universo. Quería conocer el software que se encuentra programado en el hardware del cosmos.

—He entendido —dijo Tomás—. Pero ¿cómo se puede estudiar el software del universo?

—Eso tendrá que preguntárselo al profesor Siza, claro —repuso Luís—. Pero creo que la respuesta a esa pregunta depende de la respuesta a otra pregunta, muy fácil de formular: lo que vemos en torno a nosotros, tanto en el microcosmos como en el macrocosmos, ¿es una creación o es el propio ser inteligente?

—¿Cómo?

El físico mostró la palma de su mano izquierda.

—Cuando miramos mi mano, ¿estamos viendo una creación mía o estamos viendo una parte de mí? —Miró a su alrededor—. Cuando miramos el universo, ¿estamos viendo una creación de Dios o estamos viendo una parte de Dios?

—¿Usted qué cree?

—Yo no creo nada. Pero el profesor Siza creía que todo es una parte de Dios. Si él tiene razón, cuando se conciba la teoría del todo, será posible, en principio, contener en ella una descripción de Dios.

—¿Le parece?

—Eso es lo que están intentando hacer ahora los físicos, ¿no? Concebir una teoría del todo. Aunque yo crea que no lo van a conseguir.

—¿Por qué?

—Por la siguiente razón: los teoremas de la incompletitud. Esos teoremas, además del principio de incertidumbre, muestran que nunca se logrará cerrar el círculo. Habrá siempre un velo de misterio en el fin del universo.

—Entonces, ¿por qué razón siguen intentando formular esa teoría?

—Porque no todos coinciden conmigo. Hay quien piensa que es posible concebir una teoría del todo. Hay quien piensa incluso que es posible concebir una ecuación fundamental.

—¿Una ecuación fundamental? ¿Qué quiere decir con eso?

—Es el Santo Grial de la matemática y de la física. Formular una ecuación que contenga en sí toda la estructura del universo.

—¿Y eso es posible?

—Tal vez, no lo sé —repuso Luís, encogiéndose de hombros—. ¿Sabe?: existe la creciente convicción de que la actual profusión de leyes y fuerzas existentes en el universo se debe al hecho de que nos encontramos en un estado de baja temperatura. Hay muchos indicios de que, cuando se eleva la temperatura a partir de un determinado nivel, las fuerzas se funden. Por ejemplo, durante mucho tiempo se difundió la convicción de que existían cuatro fuerzas fundamentales en el universo: la fuerza de la gravedad, la fuerza electromagnética, la fuerza fuerte y la fuerza débil. Pero ya se ha descubierto que son, en realidad, tres fuerzas, dado que la fuerza electromagnética y la fuerza débil constituyen, de hecho, la misma fuerza, que se designa ahora como fuerza electrodébil. Hay también quien piensa que la fuerza fuerte constituye otra faceta de la fuerza electro-débil. Si así fuere, sólo falta unir esas tres fuerzas con la fuerza de la gravedad para que lleguemos a una única fuerza. Muchos físicos creen que, cuando se produjo el Big Bang, y bajo las elevadísimas temperaturas que se daban entonces, todas las fuerzas estaban unidas en una única superfuerza, que puede describirse con una ecuación matemática simple. —Luís se inclinó sobre la mesa—. Ahora bien: cuando comenzamos a hablar de una superfuerza, ¿qué entidad nos viene enseguida a la mente?

—¿Dios?

El físico sonrió.

—Los científicos están descubriendo que, a medida que aumenta la temperatura, la energía se une y las complejas estructuras subatómicas se quiebran, con lo que revelan estructuras simples. Bajo un calor muy intenso, las fuerzas se simplifican y se funden, con lo que surge así la superfuerza. En esas circunstancias, es posible concebir una ecuación matemática fundamental. Se trata de una ecuación capaz de explicar el comportamiento y la estructura de toda la materia, y capaz también de describir todo lo que ocurre. —Abrió las manos, como si hubiese acabado de realizar un pase de magia—. Tal ecuación sería la fórmula maestra del universo.

—¿La fórmula maestra?

—Sí —confirmó Luís Rocha—. Hay quien la llama la fórmula de Dios.