Cuando Tomás se despertó, oyó resonar en la casa el tintineo metálico de los cubiertos contra la loza y de los platos que chocaban con otros platos. Se levantó de la cama, fue al cuarto de baño, se arregló en cinco minutos y acudió en albornoz a la cocina; se encontró con su madre sentada a la mesita de la antecocina, con un vaso de leche caliente en la mano y dos tostadas en un plato.
—Buenos días, Tomás —saludó la madre, señalando una tostada—. ¿Te apetece?
—Pues… sí. ¿Hay zumo de naranja?
La mujer se levantó y abrió el frigorífico. Cogió un envase de color anaranjado y se fijó en la fecha impresa junto a la tapa.
—Mira, hijo, creo que está caducado. Tengo que ir a comprar más.
—¿Y fruta? ¿No hay fruta?
Graça señaló el canastillo de colores colocado en la encimera, al lado del frigorífico.
—Hay plátanos, manzanas y mandarinas. —Volvió a mirar en el frigorífico—. Y aquí hay lichis en almíbar. ¿Qué prefieres?
Tomás puso dos rebanadas de pan de molde en la tostadora, cogió una mandarina y empezó a pelarla.
—Me quedo con la mandarina.
—Haces muy bien. Son dulces, vienen del Algarve.
Con la mandarina ya pelada, Tomás se sentó en una silla de la antecocina y mordió un gajo jugoso.
—¿Y padre?
—Aún está durmiendo. Tomó ayer unos comprimidos para mitigar la tos durante la noche, pero el problema es que acaba siempre durmiendo más de lo que debería.
—Pues se acostó temprano, ¿no? A esta hora ya debería estar de pie…
—Ah, no te preocupes, ya se levantará. —La madre se quitó el delantal y miró alrededor, como si estuviese intentando organizarse—. Mira, vamos a hacer lo siguiente: yo voy a dejar todo preparado para su desayuno, ¿de acuerdo? Ahora tengo que ir al supermercado a buscar las cosas para el almuerzo, pero como tú te quedas aquí no hay problema, ¿verdad?
—Sí, claro.
—Él se va a levantar con un hambre de lobo. Ayer sólo cenó una sopita y, si no me equivoco, ahora querrá compensar.
—Hace bien.
—Por tanto, cuanto tu padre se despierte, no te olvides, sólo hay que calentarle la leche.
—¿Bebe leche con qué?
Graça cogió una caja dorada, con una enorme ave pintada en la parte superior.
—Copos de avena. Le calientas la leche y después la mezclas con los copos de avena en un plato de sopa, ¿de acuerdo?
Tomás cogió la caja y la puso sobre la mesa.
—Vaya tranquila.
El padre tardó una media hora larga en aparecer en la cocina. Tal como había previsto su mujer, llegaba muerto de hambre y, según se le había indicado, Tomás le preparó los copos de avena con leche caliente. Cuando el plato estuvo listo, se sentaron los dos en la mesa de la antecocina a saborear el desayuno.
—Muéstrame otra vez esas dos frases de Einstein —pidió Manuel, mientras se llevaba una cuchara a la boca.
Tomás fue a la habitación a buscar la hoja con la frase apuntada y volvió a la cocina.
—Aquí está —dijo sentándose en su lugar con la hoja abierta en la mano—. «Sutil es el Señor, pero no malicioso —leyó de nuevo—. La naturaleza oculta su secreto en razón de su esencia majestuosa, nunca por astucia». —Miró a su padre—. En su opinión, ¿qué quiere decir esta frase en boca de un científico?
El matemático comió los copos que había en la cuchara.
—Einstein se estaba refiriendo a una característica inherente al universo, que es la forma en que los misterios más profundos se mantienen habilidosamente ocultos. Por más que intentemos llegar al meollo de un enigma, descubrimos que existe siempre una barrera sutil que nos impide desvelarlo por completo.
—No logro entender…
El padre hizo girar la cuchara en el aire.
—Mira, voy a darte un ejemplo —dijo—. La cuestión del determinismo y del libre albedrío. Éste es un problema que ha atormentado a la filosofía durante mucho tiempo, y que han retomado la física y la matemática.
—¿Se refiere a la cuestión de saber si tomamos decisiones libres o no?
—Sí —asintió—. ¿Qué te parece?
—Bien, yo diría que somos libres, ¿no? —Tomás hizo un gesto hacia la ventana—. Por ejemplo, yo vine a Coimbra porque así lo decidí libremente. —Señaló el plato encima de la mesa—. Usted, padre, está comiendo esos cereales porque así lo quiso.
—¿Crees que sí? ¿Crees que esas decisiones han sido realmente libres?
—Es decir…, eh…, creo que sí, claro.
—¿No habrás venido a Coimbra porque estabas psicológicamente condicionado a venir por el hecho de que yo me encuentro enfermo? ¿No estaré yo comiendo estos cereales porque estoy fisiológicamente condicionado a ellos o porque recibo la influencia de algún anuncio televisivo sin que tenga conciencia de ello? ¿Eh? —Movió las cejas hacia arriba y hacia abajo, para destacar lo que acababa de decir—. ¿Hasta qué punto somos realmente libres? ¿No se estará dando el caso de que tomamos decisiones que parecen ser libres pero que, si nos ponemos a analizar su origen profundo, están condicionadas por un sinfín de factores, de cuya existencia muchas veces no nos damos cuenta? ¿No será el libre albedrío al final una mera ilusión? ¿No estará todo determinado, aunque no tengamos conciencia de que es así?
Tomás se movió en la silla.
—Ya me he dado cuenta de que esas preguntas tienen doble filo —observó desconfiado—. ¿Cuál es la respuesta de la ciencia? ¿Somos libres o no?
—Ésa es la gran duda —sonrió el padre con malicia—. Si no me equivoco, el primer gran defensor del determinismo fue un griego llamado Leucipo. Él afirmó que nada ocurre por casualidad y que todo tiene una causa. Platón y Aristóteles, no obstante, pensaban de otra manera y dejaron espacio abierto al libre arbitrio, un punto de vista que adoptó la Iglesia. Le convenía, ¿no? Si el hombre tenía libre albedrío, se le quitaba a Dios la responsabilidad sobre todo el mal que había en el mundo. Durante siglos prevaleció así la idea de que los seres humanos disponen de libre albedrío. Sólo con Newton y el avance de la ciencia, se retornó al determinismo, hasta el punto de que uno de los físicos más importantes del siglo XVIII, el marqués Pierre de Laplace, hizo una comprobación decisiva. Observó que el universo obedece a leyes fundamentales y previó que, si conocemos esas leyes y si sabemos la posición, la velocidad y la dirección de cada objeto y de cada partícula existente en el universo, seremos capaces de conocer todo el pasado y todo el futuro, una vez que todo ya se encuentra determinado. Lo llaman el Demonio de Laplace. Todo está determinado.
—Hmm —murmuró Tomás—. ¿Y qué dice la ciencia moderna?
—Einstein concordaba con este punto de vista y las teorías de la relatividad se construyeron según el principio de que el universo es determinista. Pero las cosas se complicaron cuando apareció la teoría cuántica, que aportó una visión no determinista al mundo de los átomos. La formulación del indeterminismo cuántico se debe a Heisenberg, que, en 1927, comprobó que no es posible determinar al mismo tiempo, y de forma rigurosa, la velocidad y la posición de una micropartícula. Nació así el principio de incertidumbre, que planteó…
—Ya he oído hablar de él —interrumpió Tomás, recordando la explicación que le había dado Ariana en Teherán—. El comportamiento de los grandes objetos es determinista, el comportamiento de los pequeños es no determinista.
Manuel se quedó un instante mirando a su hijo.
—Caramba —exclamó—. Nunca imaginé que estuvieses al tanto de este tema.
—Sí, me lo explicaron hace poco tiempo. ¿No es ése el problema que impulsó la búsqueda de una teoría del todo, capaz de conciliar esas contradicciones?
—Exacto —confirmó el matemático—. Ése es, hoy en día, el gran sueño de la física. Los científicos están en busca de una gran teoría que, entre otras cuestiones, una la relatividad y la teoría cuántica y resuelva el problema del determinismo o indeterminismo del universo. —Tosió—. Pero es fundamental destacar una cosa. El principio de incertidumbre dice que no es posible determinar con exactitud el comportamiento de una partícula a causa de la presencia del observador. A lo largo de los años, este problema me llevó a tener algunas conversaciones con el profesor Siza…, el que está desaparecido, ¿sabes?
—Sí.
—Lo que ocurrió fue que el principio de incertidumbre, que es verdadero, provocó lo que nosotros siempre hemos considerado una sarta de disparates, cuando algunos físicos dicen, por ejemplo, que una partícula sólo decide en qué sitio se encuentra cuando aparece un observador.
—También ya he oído hablar de eso —dijo Tomás—. Tiene que ver con aquella historia que dice que, si pongo un electrón en una caja y dividimos la caja en dos partes, el electrón está en la dos al mismo tiempo y sólo cuando alguien abre una de las partes el electrón decide dónde se va a quedar…
—Exacto —confirmó el padre, impresionado por los conocimientos de que disponía Tomás acerca de la física cuántica—. De ello se burlaron Einstein y otros físicos, claro. Recurrieron a diversos ejemplos para exponer el absurdo de esa idea, el más famoso de los cuales es el del gato de Schrödinger. —Tosió—. Ahora bien: Schrödinger demostró que, siendo verdadera la idea de que una partícula está en dos sitios al mismo tiempo, también un gato estaría vivo o muerto al mismo tiempo, lo que es un absurdo.
—Sí —asintió Tomás—. Pero, padre, ¿no es la mecánica cuántica la que, a pesar de ser extraña y contraintuitiva, se ajusta a la matemática y a la realidad?
—Claro que se ajusta —exclamó Manuel—. Pero la cuestión no es saber si encaja, porque está visto que encaja. La cuestión es saber si la interpretación es correcta.
—¿Cómo? Si encaja es porque es correcta.
El viejo matemático sonrió.
—Ahí entra la sutileza inherente al universo —dijo—. Escucha: Heisenberg estableció que no es posible determinar de manera simultánea y exacta la posición y la velocidad de una partícula, a causa de la influencia del observador. Fue este enunciado el que llevó a que se afirmase que el universo de las micropartículas tiene un comportamiento no determinista. No se consigue determinar su comportamiento. Pero eso no quiere decir que el comportamiento sea no determinista, ¿entiendes?
Tomás meneó la cabeza, desconcertado.
—¡Ay, qué lío! No entiendo nada.
—Escucha, Tomás: presta atención a la sutileza. Heisenberg comenzó estableciendo que la posición y la velocidad de una partícula no pueden determinarse de manera simultánea y con exactitud debido a la presencia del observador. Repito: debido a la presencia del observador. Éste es el punto crucial. El principio de incertidumbre jamás ha establecido que el comportamiento de las micropartículas es no determinista. Lo que ocurre es que ese comportamiento no puede ser determinado, debido a la presencia del observador y a su interferencia en las partículas observadas. Es decir, las micropartículas tienen un comportamiento determinista, pero indeterminable. ¿Has entendido?
—Hmm…
—Ésa es la sutileza. —Levantó la mano—. Con una sutileza adicional: el principio de incertidumbre nos dice también que jamás podremos probar que el comportamiento de la materia es determinista, dado que, cuando intentamos hacerlo, la interferencia de la observación nos impide obtener esa prueba.
—He entendido —murmuró Tomás—. Pero, entonces, ¿por qué razón se dio ese debate?
El padre se rio.
—Yo también me hago la misma pregunta —dijo—. Siza y yo siempre nos hemos quedado perplejos porque nadie entendía que éste era un problema de semántica, nacido de la confusión entre la palabra «indeterminista» y la palabra «indeterminable». —Levantó la mano—. Pero lo esencial no es eso. Lo esencial es que, al negar la posibilidad de que algún día podamos saber todo el futuro y el pasado, el principio de incertidumbre acaba exponiendo una sutileza fundamental del universo. Como si el universo nos dijese lo siguiente: la historia se encuentra determinada desde el origen de los tiempos, pero jamás podréis probarlo y jamás podréis conocerla con exactitud. Ésta es la sutileza. A través del principio de incertidumbre, acabamos sabiendo que, aunque todo esté determinado, la última realidad es indeterminable. El universo ha ocultado su misterio por detrás de esta sutileza.
Tomás releyó la frase de Einstein.
—«Sutil es el Señor, pero no malicioso —enunció—. La naturaleza oculta su secreto en razón de su esencia majestuosa, nunca por astucia». —Alzó la cabeza—. ¿Y donde dice que Dios no es malicioso ni se vale de la astucia?
—Es lo que siempre te he dicho —repuso el padre—. El universo oculta su secreto, pero lo hace a causa de su inmensa complejidad.
—He entendido —confirmó Tomás—. No obstante, la indeterminabilidad del comportamiento de la materia sólo se aplica al universo atómico, ¿no?
El matemático hizo una mueca.
—Bien, la verdad es que esa sutileza existe en todos los niveles.
—Pensé que había dicho que sólo había indeterminabilidad cuántica… —se sorprendió Tomás.
—Vamos, eso es lo que se pensaba antiguamente. Pero mientras tanto se han hecho otros descubrimientos.
—¿Qué descubrimientos?
Manuel Noronha contempló la ciudad más allá de la ventana, pero lo hizo con una mirada soñadora, como un pájaro encerrado en una jaula observa el cielo más allá de las rejas.
—Oye: ¿y si fuésemos a tomar un café a la plaza?