Al ver Coimbra asomando a la izquierda de la carretera, como un castillo erguido sobre una montaña de cal, Tomás Noronha se sintió al borde de dar un grito de alivio. La vieja ciudad resplandecía al lado del Mondego, cortejada por un sol alegre y por la brisa amena que se deslizaba por el río; las fachadas blancas y los tejados rojizos de las viviendas le prestaban cierto toque familiar, acogedor, casi como si el burgo fuese su propia casa. En realidad, comprendió, en ningún sitio se sentía tan bien como allí, aquél era su hogar, era como si aquella tierra y aquellas casas le abrieran los brazos para acogerlo en un regazo protector de madre.
El recién llegado había pasado los últimos días viajando. Primero cruzó el mar Caspio rumbo al norte, hasta hacer puerto en Baku. En la capital de Azerbaiyán, Mohammed trató de conseguirle una plaza en el primer Tupolev que volaba con destino a Moscú, adonde partió de inmediato. Pernoctó en un bonito hotel situado junto al aeropuerto, y abandonó la capital rusa a la mañana siguiente. Cruzó toda Europa hasta aterrizar en Lisboa a primeras horas de la tarde de ese día. En circunstancias normales, habría ido derecho a casa, ya había sufrido bastante, llegaba exhausto y con los nervios alterados, pero estaba el problema de la salud de su padre y de ningún modo dejaría de ir a verlo inmediatamente.
Aún en el aeropuerto de Lisboa, compró una postal y se la envió a Ariana con un mensaje sencillo. Le anunció que había llegado bien, le manifestó su nostalgia y firmó Samot, su nombre al revés, un pequeño truco de criptoanalista por si la VEVAK o cualquiera de los demás poderes vigentes en Irán interceptaban la correspondencia.
En rigor, sabía que en breve tendría que dedicarse al problema de Ariana. La iraní seguía presente en su espíritu, sobre todo después de lo que había hecho para liberarlo, un acto que, Tomás se dio cuenta, sólo podía tener un significado. Era una prueba de amor. Desde que la dejó, las facciones perfectas de la mujer llenaban sus sueños, aquellos magnéticos ojos color de caramelo asaltaban su memoria, así como los labios sensuales que se entreabrían melancólicamente, como pétalos carmesíes iluminados por el sol; la ternura que se desprendía de aquel rostro fino le invadía los sentidos, las formas esbeltas del cuerpo alto y estilizado lo llenaban de voluptuoso deseo, pero lo que más echaba en falta eran las conversaciones mecidas por el ritmo melódico de su voz tranquila. La verdad, comprobó sin sorpresa, la verdad es que añoraba a Ariana, se había habituado a su dulce compañía, había cultivado el gusto de aspirar su perfume y sentir su presencia serena: era una mujer con la que sería capaz de hablar hasta perder la noción del tiempo, hasta que los minutos se hiciesen horas, hasta que las palabras se volvieran besos.
Pero aún era pronto para decidir qué hacer con sus sentimientos por Ariana. La prioridad, por el momento, era ver a su padre. Después tendría aún que resolver otro problema, el de la CIA. Tomás sabía que necesitaba conseguir la manera de cortar con su indeseada relación con la agencia estadounidense, estaba harto de escarceos y de verse reducido a un mero instrumento en manos de gente sin escrúpulos.
Era hora de convertirse de nuevo en señor de sí mismo.
Graça Noronha soltó un grito cuando abrió la puerta y vio a su hijo sonriéndole.
—¡Tomás! —exclamó, abriendo los brazos—. ¡Ya has vuelto!
Se abrazaron.
—¿Qué tal está, madre?
—Vamos tirando —dijo ella—. Entra, hijo, entra.
Tomás entró en la sala.
—¿Mi padre?
—Tu padre fue al hospital para el tratamiento. Dentro de un rato lo traerán.
Se acomodaron ambos en el sofá.
—¿Cómo sigue?
—Menos sublevado, pobre. Hubo un momento en que estaba imposible. Se aislaba un poco, y cuando abría la boca, era para protestar contra todo y contra todos. Decía que el doctor Gouveia no servía para nada, que los enfermeros eran unos brutos, que debería haber pillado la enfermedad Chico da Pinga… ¡En fin, un martirio!
—¿Ya no está así?
—No, afortunadamente no. Se muestra más resignado, me da la impresión de que ha comenzado a aceptar mejor las cosas.
—¿Y el tratamiento? ¿Está dando resultados?
Graça se encogió de hombros.
—¡Oh, qué sé yo! —exclamó—. Ya no digo nada.
—¿Entonces?
—Ay, hijo, ¿qué quieres que te diga? La radioterapia es muy dura, ¿entiendes? Y lo peor es que no lo va a curar.
—¿Y él lo sabe?
—Lo sabe.
—¿Y cómo está reaccionando?
—Tiene esperanza. Tiene la esperanza que tiene cualquier paciente y cualquier familiar de un paciente en estas circunstancias, ¿sabes?
—¿La esperanza de qué? ¿De curarse?
—Sí, la esperanza de que aparezca algo nuevo que resuelva el problema. La historia de la medicina está llena de casos así, ¿no?
—Sí —asintió Tomás, sintiéndose igual de impotente—. Confiemos en que algo ocurra.
La madre le cogió las manos.
—¿Y tú? ¿Estás bien?
—Sí.
—¡No has mandado ninguna noticia! Nosotros aquí todos preocupados y el niño sin decir agua va, nada de nada.
—Ya sabe cómo son estas cosas, el trabajo…
Doña Graça se alejó un paso y observó a Tomás de pies a cabeza.
—Además, estás muy delgado, hijo. ¿Qué porquerías has estado comiendo en el desierto?
—En Irán, madre.
—¡Vamos, es lo mismo! ¿No está en el desierto, donde hay muchos camellos?
—No, no —explicó él, armándose de paciencia para despejar la confusión geográfica de su madre—. Irán está lejos de nuestro país, pero no en el desierto.
—No importa —dijo la madre—. ¡La verdad es que te has quedado en los huesos, válgame Dios! ¿Los beduinos no te han dado nada de comer?
—Pues… sí, he comido bien.
La madre lo miró con expresión incrédula.
—Entonces, ¿por qué has venido tan delgado, eh? ¡Jesús, parece que has estado en Biafra!
—Bien: hubo días en que comí muy mal…
Graça alzó la mano derecha.
—¡Ah, ya me parecía! ¡Ya me parecía! Tienes la manía de meterte en las bibliotecas y en los museos todos los días, te olvidas de almorzar… y después…, después… —hizo un gesto señalando a Tomás, como si presentase una prueba en un tribunal—: ¡después te pones así!
—Pues sí, tal vez ha sido eso. —Le dieron ganas de reír—. Me olvidé de almorzar.
La mujer se levantó, decidida.
—¡Espera! ¡Voy a hacer que estés más gordo que un lechón de la Bairrada en día de matanza, o no me llamo Maria da Graça Rosendo Noronha! —exclamó, y se dio la vuelta para salir de la sala—. Tengo un guiso de cordero que es una delicia, ¿has oído? ¡Una delicia! De quedarse con ganas de seguir comiendo más. —Le hizo una seña para que la siguiese—. Vamos, anda, ven a la cocina, ven aquí.
Había comido la mitad del cordero, regado con un tinto afrutado del Duero, cuando sonó el móvil.
—Mister Norona?
Tomás reviró los ojos. El acento era inconfundiblemente estadounidense, lo que sólo podía significar que la CIA no lo soltaba.
—Sí, soy yo.
—Lo llamamos desde el despacho del Directorate of Science and Technology de la Central Intelligence Agency, en Langley, USA. Un momento, por favor. Ésta es una línea segura y el señor director quiere hablar con usted.
—De acuerdo.
Sonó una música en el móvil mientras pasaban la llamada.
—Hello, Tomás. Le habla Frank Bellamy.
Con su característica voz ronca y arrastrada, la presentación era redundante: Bellamy no necesitaba anunciarse, se lo identificaba enseguida.
—Hi, mister Bellamy.
—¿Lo han tratado bien los muchachos de la Agencia?
—Sólo a partir del mar Caspio, mister Bellamy. Sólo a partir del mar Caspio.
—¿Ah, sí? ¿Tiene alguna queja sobre lo que ocurrió antes del mar Caspio?
—Nada especial —ironizó el portugués—: sólo el hecho de que el gorila de ustedes en Teherán intentó inyectarme veneno.
Bellamy se rio.
—Considerando lo que ocurrió después, menos mal que usted no lo dejó —dijo—. ¿Ha visto? Si él lo hubiese neutralizado, jamás podríamos haber sabido las cosas que usted nos contó. Nuestra búsqueda habría entrado en un callejón sin salida.
—Gracias por preocuparse por mi bienestar —repuso Tomás con acritud—. Estoy francamente conmovido.
—Sí, soy un sentimental. Sólo pienso en su salud.
—Ya me había dado cuenta.
El estadounidense carraspeó.
—Oiga, Tomás, lo estoy llamando a propósito de aquella pista que usted me dio.
—¿Qué pista?
—La del hotel Orchard.
—Ah, sí.
—Bien, hemos estado investigando y hemos descubierto que existen centenares de hoteles con el nombre Orchard en todo el mundo. Hay en Singapur, en San Francisco, en Londres…, en todas partes, en realidad. Es como buscar una aguja en un pajar.
—Lo entiendo.
—¿No tiene algún dato más que nos pueda ayudar?
—No —dijo Tomás—. Todo lo que sé es que existe una conexión entre el hotel Orchard y el profesor Siza. No sé nada más.
—Bien…, es una referencia muy vaga —observó el estadounidense—. Vamos a seguir investigando, claro. El problema es que, de este modo, nos llevará años, ¿no?
—Comprendo, pero no puedo hacer nada.
—¿Quién le dio esa información?
—Ariana Pakravan.
—Hmm —murmuró Bellamy, analizando el caso—. ¿Y podemos confiar en ella?
—¿En qué sentido?
—En el de pensar que ha dicho la verdad.
—Bien, fue ella quien me salvó, ¿no? Si no hubiese sido por ella, no estaría aquí hablando con usted. Supongo que habrá dicho la verdad…
—I see. ¿Y cree que es posible ponernos en contacto con ella?
—¿Con quién? ¿Con Ariana?
—Sí.
—¡Ni se le ocurra!
—¿Por qué? Si lo ayudó a usted, no está necesariamente del lado de ellos.
—Ella me ayudó porque quiso ayudarme. No fue un acto político. Fue un acto…, eh… personal.
Bellamy se quedó callado apenas un segundo.
—Ya veo que usted acabó acostándose con ella.
—No empiece otra vez con ese rollo.
El estadounidense se rio.
—¿Es tan buena como dicen?
Tomás reviró los ojos, impaciente.
—Oiga: ¿me ha llamado para decirme eso?
—Lo he llamado porque necesito más información.
—No tengo más datos.
—Pero ella sí.
—Ella es iraní y está del lado de su país. Si ustedes llegan a reunirse con ella, les contará todo a sus superiores.
—¿Le parece?
—Estoy seguro.
—¿Qué lo lleva a decir eso?
—El hecho de que se haya negado a revelarme detalles sobre el programa nuclear iraní. Ni siquiera me dijo cuál es el contenido del manuscrito de Einstein…
Bellamy vaciló. Tomás casi contuvo la respiración, a la espera de la decisión al otro lado de la línea. El historiador creía ahora que éste era el único argumento que podría frenar a los norteamericanos. O los convencía de que Ariana se mantenía leal al régimen de Teherán, o la CIA comenzaría a acosarla y la pondría en peligro.
—Hmm…, está bien —aceptó Bellamy—. Me parece que sólo nos queda entonces registrar los hoteles, ¿no?
—Sí, es mejor.
—¿Y usted? ¿Ya ha hecho progresos con la segunda cifra?
—Pues…, justamente, yo…, yo querría desligarme de este asunto. ¿Sabe?: ya me han pasado demasiadas cosas y no quiero…
—¡Eso sí que es bueno!
—¿Perdón?
—Nadie abandona este caso mientras no esté totalmente resuelto, ¿entiende? —vociferó Bellamy, con un tono que no admitía discusión—. Usted va a cumplir con su compromiso hasta el final.
—Pero, oiga, yo no…
—¡Aquí no hay pero que valga! Usted está comprometido en una misión de extrema importancia y la llevará a cabo, cueste lo que cueste, le duela a quien le duela. ¿Está claro?
—Disculpe, pero yo…
—¿Está claro?
—Sí…, sólo que yo…
—Escúcheme, pero escúcheme bien —bramó el estadounidense, muy áspero, casi deletreando las palabras—: usted va a seguir en su papel hasta el final. No voy a explicarle lo que le ocurrirá si flaquea aunque sólo sea un momento. Pero que quede bien claro que lo quiero trabajando en este caso al cien por cien, ¿ha oído?
—Bien…, pues…
—¿Ha oído?
Tomás se sintió derrotado: el tono agresivo del hombre de la CIA no le dejaba margen alguno de maniobra.
—Sí.
—Y otra cosa —añadió, siempre imperativo—. Estamos en una carrera contra reloj. Necesitamos saber exactamente lo que dice el manuscrito para poder actuar. Si tarda mucho tiempo en encontrar la clave del documento, no tendremos otra alternativa que avanzar y entrar en contacto con su amiga. El hecho es que ella sabe cosas que nosotros necesitamos saber. La seguridad nacional de mi país está en cuestión y no renunciaré a ningún medio para salvaguardarla, ¿entiende? Utilizaremos todos los métodos que sean necesarios para obtener la información que nos hace falta. Y cuando digo todos los métodos, quiero justamente decir todos, incluidos aquellos en los que usted está pensando. —Hizo una pausa, como quien ya no tiene nada más que decir—. Por tanto, le aconsejo que se dé prisa.
Y colgó.
Tomás se quedó un buen rato mirando el móvil mudo en sus manos, reconstruyendo la conversación, evaluando sus opciones. Pronto concluyó que no las tenía y sólo le resonaba en la mente una única expresión para describir a Frank Bellamy: «Hijo de puta».
Un enfermero trajo a Manuel Noronha a casa. El padre de Tomás llegó cansado, después de una sesión más de radioterapia, y fue a acostarse. La mujer le llevó una sopa a la habitación y, mientras comía, vio acercarse a su hijo a la cama.
Para llenar el silencio, sólo interrumpido por el sonido que hacía su padre al tomar la sopa, Tomás le contó parte de lo que había visto en Teherán, omitiendo, como era lógico, su verdadera misión en la capital iraní y los acontecimientos de los últimos días. Cuando acabó, el diálogo se deslizó inevitablemente hacia la enfermedad. El matemático acabó la sopa y, en el momento en que la mujer salió de la habitación, le pidió a su hijo que se acercase más y le hizo una confesión.
—He hecho un pacto —murmuró, casi conspirativo.
—¿Un pacto? ¿Qué pacto?
Manuel miró la puerta y se llevó el índice a los labios.
—Chist —susurró—. Tu madre no sabe nada de nada. Ni ella ni nadie.
—Está bien, yo no digo nada.
—He hecho un pacto con Dios.
—¿Con Dios? Pero usted, padre, nunca ha creído en Dios…
—Y no creo —confirmó el matemático—. Pero igualmente he hecho un pacto con Él, no sea que en una de ésas exista, ¿no?
Tomás sonrió.
—Bien pensado.
—La cosa es así. Le he prometido hacer todo lo que los médicos me manden hacer. Todo. A cambio, sólo le pido que me deje vivir hasta tener un nieto.
—Oh, padre.
—¿Has oído? Por tanto, corresponde que te pongas en marcha, consigas a una muchacha guapetona y, pumba, tengas un hijo con ella. No quiero morir sin ver a mi nieto.
Tomás controló la mueca de disgusto que tuvo ganas de hacer en ese momento. El hecho es que su padre estaba enfermo y no podía contradecirlo en una cuestión así.
—De acuerdo, está bien, voy a ver si me ocupo del asunto.
—¿Me lo prometes?
—Se lo prometo.
Manuel respiró hondo y dejó caer la cabeza hacia atrás, como si lo hubiesen liberado de un peso.
—Menos mal.
Se hizo silencio.
—¿Cómo está, padre?
—¿Cómo quieres que esté? —murmuró, con la cabeza hundida en la almohada—. Tengo una enfermedad que me consume las entrañas y no sé si voy a vivir una semana, un mes, un año o diez años. ¡Esto es horrible!
—Tiene razón, es horrible.
—A veces me despierto con la esperanza de que todo esto no sea más que una pesadilla, de que, al despertar, descubra que al fin todo está bien. Pero, al cabo de unos segundos, me doy cuenta de que no ha sido una pesadilla, que es la realidad. —Meneó la cabeza—. No sabes lo que esto cuesta, despertarse con esperanza y perderla enseguida, como si alguien estuviese jugando con nosotros, dándonos el futuro en un momento y quitándonoslo al rato, como si la vida fuese un juguete y yo un niño. Hay mañanas en las que me sorprendo llorando…
—No se ponga triste…
—¿Cómo no ponerme triste? Estoy a punto de perderlo todo, de perder a toda la gente que quiero, ¿y no puedo ponerme triste?
—Pero ¿usted está siempre pensando en lo mismo, padre?
—No, sólo a veces. Hay algunas mañanas en que pienso en la muerte, pero esos instantes son más excepcionales. La verdad es que, la mayor parte del tiempo, intento sobre todo concentrarme en la vida. Mientras viva, guardo siempre la esperanza de vivir, ¿entiendes?
—Hay que pensar en positivo, ¿no?
—Así es. De la misma manera que no podemos estar siempre mirando el sol, tampoco podemos estar siempre pensando en la muerte.
—Además, puede ser que se llegue a una solución.
El padre lo miró con un brillo singular en la mirada.
—Así es, puede ser que ocurra algo —exclamó—. En los momentos de mayor desesperación, me aferro siempre a ese pensamiento. —Hizo una pausa—. ¿Sabes cuál es mi sueño?
—Hmm.
—Yo estoy en los hospitales de la Universidad de Coimbra y el doctor Gouveia se sienta a mi lado y me dice: «Profesor Noronha, tengo una nueva medicina que acaba de llegar de Estados Unidos y que parece estar dando allí muy buen resultado. ¿Quiere probarla?». —Se calló, con los ojos perdidos en el infinito, como si viviese ese sueño en ese mismo instante—. Él me da la medicina y, días después, vamos a hacer un TAC y él se aparece frente a mí a gritos: ¡ha desaparecido! ¡La enfermedad ha desaparecido! ¡Ya no hay metástasis! —Sonrió—. Ése es mi sueño.
—Puede hacerse realidad.
—Puede que sí. Puede hacerse realidad. Además, el doctor Gouveia me ha contado que hay muchas historias así, relativas a enfermedades que antes no tenían cura. Personas al borde de la muerte probaron una medicina nueva y, pumba, se pusieron buenas en un abrir y cerrar de ojos. —Bostezó—. Ya ha ocurrido.
Se hizo el silencio.
—Hace un rato usted habló de Dios.
—Sí.
—Pero usted, padre, es un hombre de ciencia, un matemático, y nunca creyó que Dios existiera. Ahora, no obstante, ya hace pactos con Él…
—Bien…, eh…, en rigor, importa decir que yo no puedo asegurar que Dios exista o que no exista. Digamos que soy agnóstico, no tengo certidumbres sobre su existencia o su inexistencia.
—¿Por qué?
—Porque no conozco pruebas de la existencia de Dios, pero, sabiendo lo que sé sobre el universo, tampoco estoy seguro de que Él no exista. —Tosió—. ¿Sabes?: hay una parte de mí que es atea. Siempre he pensado que Dios no es más que una creación humana, una maravillosa invención que nos conforta y que llena convenientemente lagunas de nuestro conocimiento. Por ejemplo, una persona va a cruzar un puente y el puente se cae. Como nadie sabe por qué razón el puente ha caído, todos atribuyen el hecho a la voluntad divina. —Se encogió de hombros, imitando una actitud resignada—. Fue Dios quien lo hizo. —Tosió—. Pero hoy, con nuestros conocimientos científicos, ya sabemos que el puente ha caído, no por obra de Dios, sino porque hubo desgaste en los materiales, o erosión en el suelo, o un peso excesivo para esa estructura; en fin, hay una explicación verdadera que no tiene origen divino. ¿Entiendes? Éste es el llamado Dios-de-las-lagunas. Cuando ignoramos algo, invocamos a Dios y la cuestión queda explicada, cuando, en realidad, existen otras explicaciones más verdaderas, aunque no podamos conocerlas.
—¿Cree que no es posible una intervención de lo sobrenatural?
—Lo sobrenatural es aquello que invocamos cuando desconocemos una cosa natural. Antiguamente, una persona enfermaba y se decía: está poseída por los malos espíritus. Hoy, la persona enferma y decimos: está poseído por bacterias o por virus o por cualquier otra cosa. La enfermedad es la misma, nuestro conocimiento sobre sus causas ha cambiado, ¿entiendes? Cuando desconocíamos las causas, invocábamos a lo sobrenatural. Ahora que las conocemos, invocamos a lo natural. Lo sobrenatural no es más que una fantasía alimentada a causa de nuestro desconocimiento sobre lo natural.
—Entonces no existe lo sobrenatural.
—No, sólo existe lo natural que desconocemos. El ateo que hay en mí acepta que no fue Dios quien creó al hombre, sino el hombre quien creó a Dios. —Hizo un gesto que abarcó toda la habitación—. Todo lo que nos rodea tiene una explicación. Creo que las cosas se rigen por leyes universales, absolutas y eternas, omnipotentes, omnipresentes y omniscientes.
—Un poco como Dios…
El padre se rio por lo bajo.
—Sí, así lo ves. Es verdad que las leyes del universo tienen los atributos que generalmente le otorgamos a Dios, pero eso ocurre por razones naturales, no por razones sobrenaturales.
—¿Cómo es eso?
—Las leyes del universo tienen esos atributos porque ésa es su naturaleza. Por ejemplo, son absolutas porque no dependen de nada, afectan a los estados físicos pero éstos no las afectan. Son eternas porque no cambian con el tiempo, eran las mismas en el pasado y sin duda lo seguirán siendo en el futuro. Son omnipotentes porque nada se les escapa, ejercen su fuerza en todo lo que existe. Son omnipresentes porque se encuentran en cualquier parte del universo, no hay unas leyes que se aplican aquí y otras diferentes que se aplican allá. Y son omniscientes porque ejercen automáticamente su fuerza, no necesitan que los sistemas las informen de su existencia.
—¿Y de dónde vienen esas leyes?
El matemático esbozó una sonrisa de niño.
—Ahí me has pillado.
—¿Entonces?
—El origen de las leyes del universo constituye un gran misterio. Es verdad que esas leyes tienen todos los atributos que normalmente le otorgamos a Dios. —Tosió—. Pero, atención, el hecho de que no conozcamos su origen no implica necesariamente que provengan de lo sobrenatural. —Alzó un dedo—. Recuerda que nos valemos de lo sobrenatural para explicar lo que aún no sabemos, pero que tiene una explicación natural. Si nos valemos de lo sobrenatural cada vez que no sabemos algo, estamos recurriendo al Dios-de-las-lagunas. Dentro de un tiempo se descubrirá la verdadera causa y pasaremos por tontos. La Iglesia, por ejemplo, se ha hartado de recurrir al Dios-de-las-lagunas para explicar cosas que antaño no tenían explicación, y después pasó por el enorme embarazo de tener que desdecirse cuando se hicieron descubrimientos que desmentían la explicación divina. Copérnico, Galileo, Newton y Darwin son los casos más conocidos. —Tosió—. De cualquier modo, Tomás, la cuestión del origen de las leyes del universo constituye algo que no logramos explicar. Por otra parte, existe un determinado número de propiedades del universo que me impiden afirmar rotundamente que Dios no existe. La cuestión del origen de las leyes fundamentales es una de ellas. Su existencia sirve para recordarnos que se oculta un gran misterio por detrás del universo.
Tomás se pasó los dedos por el mentón, pensativo. Después hizo un gesto indicando el bolsillo de la chaqueta.
—Mire, padre —dijo, dando una palmadita en el bolsillo—. Tengo aquí dos frases enigmáticas que, si puede, me gustaría que me explicase.
—Dime.
Tomás metió la mano en el bolsillo, sacó de allí un folio y lo desdobló. Recorrió el texto con los ojos y se volvió al padre.
—¿Puedo?
—Adelante.
—«Sutil es el Señor, pero no malicioso. La naturaleza oculta su secreto en razón de su esencia majestuosa, nunca por astucia» —leyó.
Manuel Noronha, con la cabeza hundida en la amplia almohada, sonrió.
—¿Quién ha dicho eso?
—Einstein.
El matemático balanceó afirmativamente la cabeza.
—Es correcto.
—Pero ¿qué significa?
El padre bostezó una vez más.
—Estoy cansado —dijo simplemente—. Mañana te lo explico.