XXI

La figura minúscula de Sabbar se fue perdiendo en la distancias, ahora un simple punto alejándose en la playa, desapareciendo a medida que el barco de pesca surcaba las aguas oscuras del Caspio y tomaba rumbo hacia altamar. Las gaviotas volaban bajo, escoltando la embarcación con la vana esperanza de que les arrojasen algún pescado más, pero los marineros no se compadecieron ante las súplicas implícitas en sus insistentes graznidos y se mantuvieron concentrados en la navegación: se habían acabado definitivamente las horas de ocio dedicadas a jugar con las aves.

Un bulto se acercó a Tomás. El portugués presintió esa presencia y volvió la cabeza para recibir al recién llegado. Era Mohammed. El capitán del pesquero se quedó un instante callado, también él contemplando la sombra distante de Sabbar esfumándose en el arenal. Mohammed era un azerbaiyano de barba canosa, aunque su aspecto de persona bien cuidada, con la piel sedosa y las uñas blancas impecablemente cortadas, revelase el hecho de que no era un pescador, sino más bien un auténtico hombre de la ciudad.

—Ha llegado en el momento justo —comentó Mohammed—. Un día más y nos marchábamos, ¿sabe? Tuvo suerte de encontrarnos aún aquí.

—Lo sé.

Hizo un gesto en dirección a la playa por fin desierta, ya abandonada por Sabbar.

—¿Aquél también es de los nuestros?

—¿Sabbar?

—Sí. ¿Es también un hombre nuestro?

Tomás meneó la cabeza.

—No.

—Entonces, ¿quién es?

—Es un chófer.

—¿Un chófer? —Alzó la ceja—. ¿Cómo? ¿Han controlado su identidad?

Tomás suspiró, fatigado.

—Es una larga historia —dijo—. Pero Sabbar es una de las varias personas que me salvó la vida. Si no fuese por él, yo no estaría aquí.

Mohammed no hizo más comentarios sobre el asunto, aunque era visible que no le gustaban las improvisaciones con desconocidos; se trataba de un trabajo poco profesional. Pero no añadió nada más. La verdad es que, profesional o no, su pasajero había logrado llegar allí en condiciones muy adversas y eso era algo que tenía que respetar.

Se quedaron ambos inmóviles en la popa, llenándose los pulmones y admirando la costa iraní a la luz baja del atardecer. El olor a mar era intenso. Una brisa fuerte rumoreaba muy bajo, casi ahogando el insistente graznido de las gaviotas y el incansable rumiar del motor. El cielo adquiría tonalidades cálidas sobre el azul petróleo, pero era una luz glacial que bañaba la línea de la costa, con la larga cadena de las Alborz recortando el horizonte a la derecha, la nieve resplandeciente en la cima, y al fondo el sol que corría para besar el mar Caspio.

Caía la noche.

Sintiendo que el frío arreciaba en la brisa que soplaba del norte, el capitán del pesquero se frotó los brazos con intensidad, en un esfuerzo inútil por generar calor, hasta que se dio por vencido y dio media vuelta.

—Voy adentro —anunció—. De cualquier modo, es la hora de conectar el teléfono y ponernos en contacto con la base.

—Va a hablar con Baku, ¿no?

—No, no.

—¿Entonces?

—Langley.

La noche se había abatido sobre el Caspio como un manto opresivo, rodeando el barco ronroneante con un negro opaco, casi tenebroso, de una oscuridad tan profunda que se confundía con un abismo. Sólo surgían de las tinieblas unos ondulantes puntitos luminosos, en el hilo del horizonte, destacando pesqueros dedicados a su faena o barcos que transportaban carga y pasajeros de una margen a otra.

Indiferente al frío, Tomás se quedó en la proa; había vivido tres días encerrado en un cajón de cemento y no era una simple brisa helada o una mera noche oscura las que lo privarían ahora del placer de disfrutar la libertad recuperada, de sumergir el alma en la inmensidad del cielo y llenarse los pulmones con el aire fresco que el viento le soplaba a la cara.

La puerta del puente se abrió y uno de los marineros que hablaba inglés le hizo una seña.

Mister, acérquese —dijo—. El capitán lo llama.

En el puente, bien iluminado, la temperatura era templada, aunque la nube de tabaco y el olor a cigarrillos fuese insoportable. El marinero señaló una escaleras estrechas y Tomás bajó al piso inferior, y desembocó en una salita exigua donde se encontraba Mohammed. El capitán tenía unos auriculares en los oídos y un micrófono frente a la boca y se comunicaba a través de un aparato electrónico instalado en un hueco oculto en la pared.

—¿Me ha llamado?

Mohammed lo vio y le hizo un gesto con la mano, invitándolo a sentarse a su lado.

—Tengo a Langley en línea.

El historiador se acomodó en el lugar mientras el capitán terminaba su comunicación, toda ella llena de guarismos, además de fox trots y papa kilos. Cuando acabó, Mohammed se quitó los auriculares y se los tendió a Tomás.

—Ellos quieren hablar ahora con usted —dijo.

—¿Quiénes son ellos?

—Langley.

—Pero ¿quién?

—Bertie Sismondini.

—¿Quién es ése?

—Es el coordinador del Directorate of Operations encargado de Irán.

Tomás se puso los auriculares en los oídos y acomodó el micrófono. Afinó la voz, un poco vacilante, y se inclinó hacia delante, como si así el micrófono pudiese captarlo mejor.

Hello?

—¿Profesor Norona?

Era una voz nasal, muy estadounidense, que pronunciaba mal su nombre, como ya era habitual entre los anglosajones.

—Sí, soy yo.

—Aquí Bertie Sismondini, soy el responsable de las operaciones de intelligence gathering en Irán. Okay, antes de comenzar, permítame que le garantice que estamos hablando por una línea segura.

—Muy bien —dijo Tomás, indiferente al problema de la seguridad de la línea que tanto parecía obsesionar a toda aquella gente de la CIA—. ¿Cómo está usted?

—No muy okay, profesor. No muy okay.

—¿Qué ocurre?

—Profesor, hace algunos días que se encuentra desaparecido nuestro principal agente en Teherán. Se supone que iba a efectuar una operación muy delicada con usted y lo sacaría después del país por los medios que, por otra parte, usted está utilizando ahora. Lo cierto es que nuestro hombre ha dejado de dar noticias. Hemos perdido también el contacto con otro agente y, como si eso fuese poco, también usted estuvo desaparecido todo este tiempo. Hay mucha gente asustada, me hacen innumerables preguntas y no tengo respuestas que ofrecerles. ¿Sería usted tan amable de explicarme qué demonios ha ocurrido?

—¿Cuáles son los dos agentes de los que habla?

—Me temo que, por razones de seguridad, no pueda decirle sus nombres.

—¿Son Mossa y Babak?

—Babak, okay. A Mossa no lo conozco.

—Ah, claro —recordó Tomás—. Mossa era el nombre que él me dio, pero no era su nombre verdadero —reflexionó—. Oiga: ¿estamos hablando de un tipo grandote, lleno de fuerza, muy desenvuelto?

—Coincide con lo que yo sé.

—¿No ha vuelto a tener noticias de ellos?

—Ninguna.

—Mire, lamento decírselo, pero parece que el hombre corpulento murió.

Se hizo un breve silencio del otro lado de la línea.

—¿Bagh…, ehhh…, ha muerto? ¿Está seguro?

—No, no estoy seguro. Lo vi abriendo fuego dentro del ministerio y también lo vi cuando los iraníes lo acosaban en medio de varios disparos. Después me informaron de que acabó herido y falleció más tarde, ya en el hospital. En cuanto a Babak, mire, no sé nada de nada.

—Pero ¿qué ocurrió exactamente?

Tomás dio una explicación detallada, relatando lo sucedido dentro del ministerio y todo lo que pasó después en la cárcel de Evin. Habló de su rescate y contó todo lo que Ariana le había revelado, además de lo que ella había hecho para ayudarlo a salir del país.

—Esa muchacha es extraordinaria —comentó Sismondini al final—. ¿Cree que aceptaría ser nuestra agente en Teherán?

—¿Qué? —interrumpió Tomás, alzando la voz. La idea era alarmante—. ¡Ni lo piense!

Okay, okay —respondió el estadounidense del otro lado de la línea, sorprendido por la reacción tan perentoria—. Sólo era una idea, relax.

—Pésima idea —insistió el historiador, con un tono algo exaltado—. Déjenla en paz, ¿está claro?

Okay, no se preocupe —volvió a asegurar.

El portugués se sintió de repente muy irritado por la forma en que los responsables de la agencia estadounidense disponían de la vida de los demás en función de sus intereses, sin mirar en los medios para obtener lo que pretendían. Como ya se había embalado, Tomás aprovechó para tocar un tema que llevaba atravesado en la garganta desde hacía varios días.

—Escuche —dijo—: tengo que hacerles una pregunta.

—¿Sí?

—¿Ustedes le dieron órdenes al…, al hombretón para matarme en caso de ser descubiertos?

—¿Cómo?

—Cuando estábamos a punto de ser capturados dentro del ministerio, Mossa quiso que me inyectase un veneno. ¿Ustedes le dieron esa orden?

—Eh…, bien, nosotros…, nosotros tenemos procedimientos de seguridad, ¿sabe?

—Pero ¿le dieron esa orden?

—Oiga, esa orden existe para todas las operaciones de suma delicadeza política, de modo que…

—Ya veo que se la dieron —concluyó Tomás—. Lo que quería saber ahora es por qué razón no me advirtieron de que existía esa posibilidad en caso de captura.

—Por el simple hecho de que, si usted conocía ese procedimiento de seguridad, jamás habría aceptado participar en la operación.

—No le quepa la menor duda.

—Pero, lamento decírselo, eso debía hacerse en un caso extremo. Su vida es, le guste o no, menos importante que la seguridad nacional de Estados Unidos.

—No para mí, téngalo en cuenta.

—Todo depende del punto de vista —dijo Sismondini—. Pero, mirándolo bien, nuestro hombre en Teherán cumplió a rajatabla con los procedimientos de seguridad, no dejándose atrapar vivo.

—Bien, él estaba vivo cuando lo capturaron. Lo que ocurrió es que murió después.

—Para lo que está en cuestión, da igual. Habría sido desastroso que lo interrogasen vivo. Los iraníes habrían encontrado la manera de arrancarle toda la información y nuestra operación en Teherán habría quedado gravemente comprometida. De ahí nuestra ansiedad por saber lo que ocurrió. Y tenga en cuenta que habrían hecho lo mismo con usted.

—Pero no lo hicieron.

—Por la intervención de su amiga, gracias a Dios —concluyó el estadounidense—. Disculpe, espere un segundo. —Cambió de tono y parecía vacilante, como si alguien le estuviese susurrando algo al oído—. Escuche: gracias por sus informaciones, ha sido muy útil…, es que…, ahora tengo…, tengo aquí una persona más que quiere hablar con usted, okay?

—De acuerdo.

—Sólo un momento.

Se oyeron unos sonidos extraños en la línea, después música: era evidente que estaban pasando la comunicación a otra persona. En efecto, instantes después apareció de nuevo alguien.

Hello, Tomás.

El portugués reconoció aquella voz ronca y arrastrada, cuyo tono era traicioneramente sereno, cargado de amenazas y de una mal disimulada agresión.

—¿Mister Bellamy?

You’re a fucking genius.

Era, evidentemente, Frank Bellamy, el responsable del Directorate of Science and Technology.

—¿Cómo está, mister Bellamy?

—Nada contento. Nada contento realmente.

—¿Por?

—Usted ha fallado.

—¡Eh, no siga! No es exactamente así…

—¿Tiene en sus manos el manuscrito?

—No.

—¿Ha leído el manuscrito?

—Pues… no, pero…

—Entonces ha fallado —interrumpió Bellamy, con la voz cargada con el mismo tono gélido de siempre—. No se han cumplido los pasos de su misión. Ha fallado.

—No es exactamente así.

—¿Cómo es, entonces?

—En primer lugar, la responsabilidad de la operación de robo del manuscrito no era mía. No sé si lo sabe, pero yo no soy un oficial de su maldita agencia ni fui entrenado para ir por la vida como asaltante. Si la operación fallo fue porque su hombre no estaba suficientemente preparado para llevarla a cabo con éxito.

Fair enough —acepto el responsable de la CIA—. Ya le cantaré las cuarenta a mi compañero del Directorate of Operations.

—En segundo lugar, tengo una pista sobre el paradero del profesor Siza.

Is that so?

—Sí. Es el nombre de un hotel.

—¿Qué hotel?

—Hotel Orchard.

Bellamy hizo una pausa, como si estuviese tomando nota.

—Or… chard —dijo lentamente—. ¿Y dónde queda?

—No lo sé. Sólo tengo ese nombre.

—Muy bien, voy a mandar que lo comprueben.

—Hágalo —asintió Tomás—. En tercer lugar, y aunque no me hayan autorizado a leer el manuscrito de Einstein, sé que los iraníes están perplejos con él y no saben cómo interpretarlo.

—¿Está seguro?

—Sí, fue lo que me dijeron.

—¿Quién?

—¿Cómo?

—¿Quién fue el iraní que le dijo que estaban todos perplejos con el manuscrito?

—Ariana Pakravan.

—Ah, la belleza de Isfahan. —Hizo una pausa—. ¿Es realmente una diosa en la cama?

—¿Perdón?

—Ya me ha entendido.

—No estoy dispuesto a responder a esa tontería.

Bellamy soltó una carcajada.

—Hmm…, sensible, ¿eh? Ya me he dado cuenta de que está enamorado…

Tomás soltó un chasquido impaciente con la lengua.

—Dígame —protestó—: ¿quiere escuchar lo que tengo que decirle o no?

El estadounidense cambió de tono.

Go on.

—Ehhh… ¿Por dónde iba?

—Decía usted que los iraníes estaban perplejos con el documento.

—Ah, sí —exclamó Tomás, retomando el hilo—. Pues ellos se quedaron perplejos con lo que leyeron y, por lo visto, no saben qué pensar del texto. Por lo que pude entender, los iraníes creen que la clave para la interpretación del manuscrito se encuentra en dos mensajes cifrados que dejó Einstein.

—Sí…

—Y ocurre que he tenido acceso a los dos mensajes. Los tengo en mi poder.

—Hmm, hmm.

—Y ya he descifrado uno.

Se hizo un breve silencio.

—¿Qué le he dicho? —exclamó Bellamy—. You’re a fucking genius!

Tomás se rio.

—Lo sé.

—¿Y qué revela ese mensaje ya descifrado?

—Pues… para ser totalmente sincero, no lo he entendido bien.

—¿Qué quiere decir con eso? O lo ha descifrado o no lo ha descifrado.

—Sí, lo he descifrado —confirmó.

En realidad, no sólo Tomás había descifrado el poema, porque Ariana también se empeñó en el trabajo, pero al criptoanalista le pareció mejor omitir ese detalle; algo le decía que Bellamy perdería los estribos si supiese que la responsable iraní del proyecto Die Gottesformel se encontraba al corriente de todo.

—¿Y? —quiso saber el estadounidense—. ¿En qué quedamos?

—Lo que quiero decir es que me da la impresión de que también el mensaje encierra un acertijo —explicó el criptoanalista—. Es como una holografía, ¿entiende? Dentro de un mensaje enigmático se esconde otro mensaje enigmático. Por más que descifremos los mensajes, aparece siempre otro por debajo.

—¿Qué quiere? ¿Llegar y besar el santo?

—¿Perdón?

—Le estoy preguntando qué quiere. Coser y cantar, ¿no? No se olvide de que el autor de ese documento es el hombre más inteligente que ha habido en nuestro planeta. Como es evidente, sus acertijos tendrán que ser muy complejos, ¿no le parece?

—Pues tal vez tenga razón.

—Claro que tengo razón —se impacientó—. Pero dígame ya lo que dice ese fucking mensaje que ya ha descifrado.

—Espere un momento.

Tomás palpó el bolsillo de la chaqueta, súbitamente receloso, pero, para su gran alivio, sintió el folio doblado justo en el sitio en el que lo había guardado. Los guardias de la prisión de Evin podían ser unos terribles sádicos, pero por lo menos respetaron celosamente sus objetos personales. O tal vez no esperaban que se escapase antes de registrarlos todos cuidadosamente, quién sabe. Sea como fuere, la verdad es que el folio con los acertijos había sobrevivido al cautiverio.

—No me va a hacer esperar, ¿no? —preguntó Bellamy, cada vez más impaciente al otro lado de la línea.

—No, no, aquí está —dijo Tomás, desdoblando el folio—. Aquí tengo el acertijo.

—Léamelo, hombre.

El historiador recorrió con los ojos las líneas escritas.

—Bien, el acertijo que descifré era un poema que se encontraba en la primera página del manuscrito, justo por debajo del título.

—¿Una especie de epígrafe?

—Sí, eso. Un epígrafe.

—¿Y qué decía el poema?

—Era algo un poco tenebroso —observó Tomás—. Se lo voy a leer. —Aclaró la voz—: Terra if fin, de terrors tight, Sabbath fore, Christ nite.

Jesus Christ! —exclamó Bellamy—. ¿Sabe que ya lo he leído? Nuestro hombre en Teherán nos mandó ese poema hace una o dos semanas.

—Claro; fui yo quien le dio el texto.

—Son unos versos sombríos, ¿no cree? Parece el anuncio del apocalipsis…

—Parece, ¿no?

—¡Sea lo que fuere lo que Einstein ha inventado, debe producir una explosión de mil demonios! —exclamó—. Damn it! Vamos a tener que intervenir militarmente.

—Bien, pero ya he descifrado el mensaje escondido en estos versos.

—Cuénteme.

Tomás recorrió con la mirada las líneas inferiores, con el texto trascrito en alemán.

—Descubrí que se trataba de un anagrama. Dentro del poema en inglés se encuentra un mensaje en alemán.

—¿Ah, sí? Eso es muy interesante.

—El mensaje dice lo siguiente. —Se detuvo un instantepara ajustarse al acento alemán—. Raffiniert ist der Herrgott, aber boshaft is er nicht.

Se hizo una nueva pausa del otro lado de la línea.

—¿Puede repetirlo? —pidió Bellamy con la voz alterada.

Raffiniert ist der Herrgott, aber boshaft is er nicht —volvió a leer Tomás—. Quiere decir lo siguiente. —Buscó la línea con la traducción—. «El Señor es sutil, pero no malicioso».

—¡Eso es increíble! —exclamó Bellamy.

A Tomás le extrañó el entusiasmo de su interlocutor.

—Bien, es de verdad sorprendente…

—¿Sorprendente? ¡Eso…, eso es algo muy extraño! Aún me cuesta creerlo.

—Sí, es una frase un poco misteriosa. ¿Sabe?: tal vez nosotros…

—Usted no me entiende —interrumpió el hombre de la CIA—. Ya he oído esa frase de boca del propio Einstein.

—¿Cómo?

—En 1951, durante el encuentro en Princeton con el entonces primer ministro de Israel, Einstein pronunció exactamente esa frase. Yo estaba allí y lo escuché todo. —Una pausa—. Eh… espere un poco…, debo…, debo de tener eso por aquí. —Se oyeron unos ruidos en la línea e, instantes después, volvió la voz ronca de Bellamy—. Aquí está.

—¿Qué?

—Tengo aquí la transcripción del diálogo de Einstein y Ben Gurión. En un momento dado, el diálogo entre los dos continuó en alemán. Espere un poco… —Sonido de pasar de páginas—. Espere un poco… —Más páginas—. Aquí está. ¿Quiere escucharlo?

—Sí, sí.

—Dijo Einstein —Bellamy aclaró la voz—: «Raffiniert ist der Herrgott, aber boshaft ist er nicht». —Cambió el tono—. Al escuchar eso, Ben Gurión preguntó —una pausa más—: «Was wollen Sie damit sagen?». —Nuevo cambio de tono—. Y Einstein respondió: «Die Natur verbirgt ihr Geheimnis durch die Erhabenheit ihres Wesens, aber nicht durch List».

—¿Qué diablos quiere decir eso?

—Tengo aquí la traducción. Einstein dijo —cambió una vez más el tono de voz, como si imitase al científico—: «El Señor es sutil, pero no malicioso».

—Eso ya lo sé.

—Calma. Al oír esa frase, Ben Gurión le preguntó —volvió a cambiar el tono de voz, ahora imitando al antiguo primer ministro de Israel—: «¿Qué quiere usted decir con eso?». —Nueva pausa—. Einstein respondió —cambio de acento—: «Die Natur verbirgt ihr Geheimnis durch die Erhabenheit ihres Wesens, aber nicht durch List».

Tomás no podía contener la ansiedad.

—Sí, ya lo he oído. Pero ¿qué quiere decir eso?

Frank Bellamy sonrió, divertido por hacer esperar al portugués y acicatear su curiosidad. Fijó la vista de nuevo en la traducción y leyó por fin la frase final que, cincuenta y cinco años atrás, había pronunciado Albert Einstein.

—«La naturaleza oculta su secreto en razón de su esencia majestuosa, nunca por astucia».