XX

El Mercedes cruzó la ciudad con irritante lentitud, retenido por la densa corriente del tráfico caótico de Teherán. Se internaron por la trama enmarañada de ruidosas arterias, cruzaron de nuevo la gran plaza Imán Jomeini y se perdieron después más allá de ella rumbo al laberinto de calles que se extendía hacia el este. Tomás lo escrutaba todo con nerviosa ansiedad, sus ojos iban de aquí para allá, la atención se centraba en los detalles más improbables; en cada rostro y en cada coche presentía una amenaza, en cada voz y en cada claxon oía una alarma, en cada parada y en cada movimiento intuía un asalto.

Le parecía que el peligro acechaba por todas partes y varias veces tuvo que repetirse a sí mismo que todo estaba bien, que era su imaginación la que le hacía ver lo que no existía. La verdad es que habían trazado un plan y todo transcurría como estaba previsto. Antes de partir, habían concluido que hacer el viaje en automóvil hasta Bandar-e Torkaman era bastante arriesgado, ya que existía la posibilidad de que las autoridades alzasen barreras en el camino para localizar al fugitivo, por lo que se inclinaron por los transportes públicos. Tomás asumió el papel de una beata con chador que había hecho voto de silencio; acordaron que Sabbar, su guía, se encargaría de todos los contactos con terceros.

En consonancia con el plan previamente delineado, estacionaron el coche media hora más tarde, después de haber superado el confuso tráfico del final del día y tras haber alcanzado su destino inmediato.

Terminal e-shargh —anunció Sabbar.

Era la estación de autocares del este. Tomás la contempló desde el otro lado de la calle y le pareció pequeña, demasiado pequeña para una terminal que, en resumidas cuentas, tenía servicios de transporte para toda la provincia de Jorasán y la región del mar Caspio.

Cruzaron la calle, entraron en el perímetro de la estación y, atravesando un espacio apiñado de gente con maletas, autocares roncando, gasóleo quemado y diálogos animados, se dirigieron a la taquilla. El iraní compró dos billetes y le hizo a Tomás una seña para que se diese prisa: su autocar estaba a punto de salir. Cuando llegaron al lugar de la partida se encontraron con un vehículo viejo y sucio, plagado de campesinos, pescadores de piel morena y mujeres con chadores.

Subieron al autocar y reprimió a duras penas una mueca de asco, aunque pudiese hacerla a sus anchas: al fin y al cabo, nadie podía verle la cara. Había restos de comida en los asientos y podían verse algunas jaulas de aves entre los pasajeros, aquí unas gallinas, allí unos patos, allá unos polluelos. En el aire flotaba el aroma caliente de los excrementos y alimentos de pájaros, con el cual se mezclaba cierto olor ácido a orina y sudor humano, así como el tufo nauseabundo a gasóleo quemado que impregnaba toda la estación.

El autocar partió cinco minutos después, eran las seis de la tarde en punto. El vehículo salió a la carretera a trompicones: el tubo de escape liberaba una gruesa nube de hollín negro; el motor roncaba con furia. El tráfico de Teherán seguía siendo el mismo infierno de siempre, con locas maniobras, bocinazos constantes y frenazos bruscos. El autocar tardó casi dos horas en atravesar lo que quedaba de la ciudad, pero, por fin, después de mucho parar y arrancar, la zona urbana quedó atrás y el humeante vehículo circuló por la tranquila falda de las montañas.

Fue un viaje sin historia, hecho de noche en zona montañosa, el trayecto lleno de curvas y subidas y bajadas, los faros iluminaban fugazmente el manto de nieve acumulado en los arcenes de la carretera. Para vencer la náusea de las curvas y del olor a gasóleo y la opresión claustrofóbica que le imponía el chador, Tomás abrió la ventanilla y se pasó gran parte del viaje respirando el aire frío y sutil de las Alborz, lo que fastidió a algunos compañeros de viaje, más inclinados a los olores calientes y fuertes que a las corrientes heladas y puras.

Llegaron a Sari hacia las once de la noche y fueron a alojarse a un pequeño hotel del centro, llamado Mosaferjuneh. Sabbar pidió que les sirviesen una comida en las habitaciones y ambos se recogieron para pasar la noche. Sentado en la cama digiriendo un kebab, ya sin chador, Tomás se dedicó a observar por la ventana la población dormida y, en especial, la curiosa torre blanca con un reloj, erguida en medio de la plaza Sahat, justo enfrente.

Cogieron por la mañana un autocar rumbo a Gorgan y, por primera vez, Tomás pudo apreciar el paisaje de aquella región costera a la luz matinal del sol. Era totalmente diferente del que había conocido en la zona de Teherán. Donde en la capital se rasgaban montañas escarpadas, se erguían picos nevados y se prolongaba la tierra árida, aquí se extendía un bosque lujurioso, denso, casi tropical, una verdadera selva comprimida entre las montañas pujantes y la sábana serena del mar.

Llegaron a Gorgan tres horas después y se quedaron en la estación de autocares local un tiempo más, a la espera de una nueva conexión. Tomás sentía el cuerpo molido de cansancio y su paciencia ya alcanzaba el límite máximo para soportar ese chador tan incómodo. Para colmo, el hecho de que Sabbar no hablara inglés se convertía en un problema: había una barrera de comunicación entre los dos y el historiador no tuvo más remedio que pasarse todo el tiempo en silencio; no porque ello fuese en sí mismo un inconveniente, hasta cierto punto era una ventaja, teniendo en cuenta que el mutismo formaba parte integrante del disfraz, pero el hecho es que la ausencia de diálogo le restaba un escape necesario para la tensión que llevaba acumulada.

Hacía calor en la plaza Enqelab, donde estaba situada la terminal de Gorgan. El día estaba caluroso y el uso del espeso chador agravaba considerablemente las cosas. Sin entender cómo era posible vivir cubierto de aquellos pesados paños, Tomás tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para controlarse, sentía a veces unas ganas casi irresistibles de quitarse esa prenda infernal, de librarse del atuendo oscurantista que sólo lo ceñía y fastidiaba, de liberar el cuerpo y dejarse embriagar por un baño de aire fresco y límpido. Pero resistió los sucesivos impulsos que lo asaltaron y mantuvo el disfraz.

Cogieron transporte para el destino final a primeras horas de la tarde: el viejo autocar traqueteaba por los baches de los caminos de tierra abiertos entre la abundante vegetación de la costa. Deambularon por senderos y atajos, entre las interminables sacudidas del vehículo, hasta que, al cabo de dos largas horas más, vislumbraron los primeros edificios en la parada final de aquel recorrido: eran pequeñas casas recortadas por el azul profundo del mar Caspio.

Bandar-e Torkaman.

La población estaba formada por casas bajas, casi monótonas, desprovistas de gracia de tan insulsas; la insipidez de la urbe quedaría compensada, sin embargo, con el aspecto pintoresco de la población turcomana. En cuanto bajaron del autocar, los dos forasteros admiraron a los hombres y a las mujeres que deambulaban por allí con trajes típicos otomanos y la actitud enfadosamente ociosa. El mercado estaba abierto, pero los productos eran pobres; el comercio se limitaba a algunos pescados, unas ropas turcas y colecciones de botas de aspecto tosco.

Sabbar interrogó a una mujer que tejía al sol, sentada en el peldaño de la entrada de la casa. La mujer se ajustó el pañuelo en la cabeza y señaló con el dedo rudo y sucio un punto a la izquierda.

Eskele.

Caminaron a lo largo de unas viejas vías de tren, con la madera ya podrida entre los carriles, en dirección a unos depósitos de combustible. Sabbar iba adelante, Tomás se arrastraba tras él, jadeante por el chador cada vez más insoportable. Pasaron por los depósitos, que exhalaban el olor intenso a aceite y gasolina, y se inmovilizaron cuando vieron unas rudimentarias estacas de madera clavadas junto al mar.

El puerto de Bandar-e Torkaman.

Tres barcos de pesca se balanceaban suavemente en las aguas tranquilas del Caspio: por detrás, el golfo de Gorgan se extendía como una inmensa pintura impresionista. Flotaba junto a la playa un intenso olor a sal y al flujo de las olas, y por la superficie mansa del mar resonaba el graznar melancólico de las gaviotas. Era aquel perfume y aquel sonido los que hacían de aquel sitio un lugar familiar. Tomás nunca había estado allí, pero era como si siempre hubiese vivido él: donde el mar oliese de ese modo y donde las gaviotas cantasen así era donde encontraría siempre su casa.

El historiador se acercó al agua, trabado por el pesado chador y, entre el asfixiante encaje que le tapaba la cara, intentó leer lo que cada embarcación llevaba escrito en el casco. El primer barco mostraba unos caracteres árabes que lo desesperaron; ¿sería el nombre que buscaba, pero escrito en alfabeto árabe? Sabbar se reunió con él y leyó el nombre estampado en la madera.

Anahita.

No era éste.

Tomás dio un centenar de pasos más y se acercó al segundo barco de pesca, un pequeño navío rojo y blanco, anclado muy cerca, con redes extendidas al sol y gaviotas volando por encima. Buscó la escritura en caracteres árabes, pero esta vez no le hizo falta la ayuda de Sabbar, pues en el casco se encontraba un nombre escrito en los familiares caracteres latinos.

Baku.

Era éste.

Sin poder soportar más el chador, Tomás se lo quitó con impaciencia, se liberó de aquel peso incómodo y lo tiró al suelo. Sintió que la brisa marítima le acariciaba el rostro sudoroso y le despeinaba el pelo revuelto; cerró los ojos y volvió la cara al cielo, como si esperase que la brisa le diese un beso. Aliviado, sus fosas nasales inhalando el aroma salado de la redención, los pulmones llenándosele con el fresco olor a mar que flotaba en el aire, los pies enlazados en la baba blanca que dejaba la espuma del agua, encaró aquel soplo del viento como si fuese el hálito puro de Dios, el murmullo suave de la naturaleza acogiéndolo, un gesto mimoso de dulce ternura de madre: sabía que era la libertad que por fin lo abrazaba.

Pasado ese instante de éxtasis, abrió los ojos, miró el pesquero, formó una concha con las palmas de las manos y se las colocó frente a la boca, como si fuesen altavoces.

—¡Eeeehhhh! —llamó.

Su voz resonó sobre el espejo plácido de las aguas y espantó a las gaviotas. Muchas se alzaron sincronizadas, como una nube oscura y baja, y dibujaron un vigoroso meneo por el cielo, en una elegante coreografía; volaban con frenesí y respondieron a la voz humana con un graznido nervioso, casi histérico, un asomo de melancolía coloreándoles el timbre.

—¡Eeeehhhh! —insistió.

Una cabeza asomó en la cubierta del Baku.

Chikar mikonin? —preguntó el pescador sin moverse.

Entusiasmado, Tomás se llenó los pulmones de aire.

—¿Mohammed?

El pescador vaciló.

Ye lahze shabr konin —dijo por fin, haciéndole un gesto a Tomás para que lo esperase.

La cabeza del hombre del barco desapareció de la cubierta. Tomás se quedó allí inmóvil observando el barco de pesca, en silencio, expectante, casi rezando para que las cosas se cumpliesen como estaba previsto. El pesquero ondulaba al ritmo suave del mar, como un columpio, una frágil cáscara mecida en una danza despaciosa, un lento baile marcado por el graznido melodioso y nostálgico de las gaviotas y por el marrullar tranquilo de las aguas que lamían la arena en su vaivén incansable.

El pescador reapareció medio minuto después, acompañado de una segunda persona. Esta vez fue el segundo hombre quien habló, y lo hizo en inglés.

—Yo soy Mohammed. ¿Puedo ayudarlo?

Tomás casi dio un salto de alegría.

—Sí, claro —exclamó, riéndose por el alivio—. ¿Usted piensa ir a La Meca?

Aunque distante, el historiador vio a Mohammed sonreír.

Inch’Allah!