Mientras comía con voracidad la carne picada, las alubias y las verduras del suculento ghorme sabzi que le había servido Hamideh, Tomás le contó a Ariana todo lo que le había ocurrido en los últimos cuatro días. La iraní lo escuchó en silencio, sobre todo atenta a los detalles de lo sucedido en la cárcel de Evin, meneando triste la cabeza al enterarse del trato que le habían dado en el interrogatorio o los pormenores de la vida en la celda solitaria.
—Lamentablemente hay mucha gente que pasa por eso —comentó ella—. Y Evin no es de los peores sitios.
—Sí, parece que existe la llamada Prisión 59, a la que estaban a punto de trasladarme.
—Oh, hay muchas. La Prisión 59, en la Valiasr, es tal vez la más famosa, pero hay otras. Por ejemplo, la Prisión 60, el Edareh Amaken, la Towhid. A veces, cuando crece la protesta contra estos centros ilegales de detención, ellos cierran unas instalaciones y abren otras nuevas enseguida. —Meneó la cabeza—. Nadie puede frenar eso.
—¿Y cómo supo dónde estaba yo?
—Tengo contactos con gente ligada al Gabinete Nacional de Prisiones, personas que me deben favores. El Gabinete tiene la tutela de la cárcel de Evin, aunque eso sea más formalidad que otra cosa, ¿sabe? La verdad es que todo está entregado a otras organizaciones. Pero, de cualquier modo, el Gabinete siempre se entera de lo que ocurre allí dentro. Cuando me dijeron que lo habían detenido, me quedé profundamente preocupada y moví mis hilos. Sabía que le esperaba un mal rato en Evin, pero, al menos, quedaba el consuelo de que estaba en una prisión legalizada y no le podían hacer nada que no quedase registrado. Mi mayor preocupación era si lo mandaban a un centro ilegal de detención. En ese caso, le habría perdido el rastro y, peor aún, no habría ninguna garantía de que usted pudiese reaparecer alguna vez. Hablé, por ello, con unos amigos ligados a los movimientos reformistas y les pedí ayuda.
—¿Quisieron ir a buscarme a Evin?
—No, no. Mientras usted estuviese en Evin, no podríamos hacer nada. Evin es una prisión legal, nos habrían fusilado a todos si nos hubiesen sorprendido intentando liberarlo. El traslado a los centros de detención era la ocasión decisiva, por dos motivos. Por un lado, porque era el momento en que usted salía a la calle, lo que hacía más fácil alcanzarlo. Por otro, estaba la cuestión legalista. Como los centros de detención son ilegales, cuando saliese de Evin técnicamente usted ya no estaría detenido. Si nos sorprendían, ¿de qué podrían acusarnos? ¿De hacer parar el tráfico? ¿De evitar una detención ilegal? Usted era, en ese instante y desde una perspectiva formal, una persona libre: y ése sería siempre nuestro argumento de defensa.
—Ahora entiendo.
—La cuestión esencial era obtener la información de su traslado, lo que, considerando mis contactos dentro del Gabinete Nacional de Prisiones, no constituía una tarea demasiado difícil. Tanto es así que me informaron ayer de su traslado esta tarde a la Prisión 59, en caso de que siguiese negándose a colaborar, de modo que tuvimos casi veinticuatro horas para montar la operación.
Tomás colocó el plato a un lado y extendió el brazo, tocando suavemente la mano de Ariana.
—Usted es extraordinaria —dijo él—. Le debo la vida y no sé cómo agradecérselo.
La iraní se estremeció, mirándolo con los ojos muy abiertos, al tiempo que le devolvía el roce con otro roce, pero un ruido proveniente del pasillo la hizo mirar de reojo hacia la puerta de la sala, con una expresión de ligero temor dibujado en su rostro.
—Pues… yo… —balbució—. No… No he hecho otra cosa que cumplir con mi deber. No podía dejar que lo matasen, ¿no?
—Claro que ha hecho mucho más que cumplir con su deber —dijo Tomás, acariciándole la mano—. Mucho más.
Ariana volvió a mirar de reojo hacia la entrada de la sala y retiró la mano, ansiosa.
—Disculpe —dijo—. Tengo que tener cuidado, ¿sabe? Mi reputación…
El historiador sonrió sin ganas.
—Sí, comprendo. No quiero causarle molestias.
—Es que estamos en Irán, ¿entiende? Y sabe cómo son aquí…
—¿Acaso no lo sé?
La hermosa mujer miró la alfombra persa extendida en el suelo, cohibida: era evidente que la dominaba un conflicto. Se hizo un silencio embarazoso, aquel roce cariñoso entre los dos actuó como un hechizo inesperado. Quebró la fluidez de la conversación, es cierto, pero también avivó algo; o tal vez no haya avivado nada, tal vez solamente haya hecho visible lo que ya existía, aquella especie de incendio lento que ardía dentro, a fuego lento, pero que ardía sin parar, y era la conciencia de ese incesante fuego oculto lo que más la cohibía.
—Tomás —dijo por fin—. Tengo una pregunta delicada que hacerle.
—Lo que quiera.
Ariana vaciló, se notaba que estaba buscando las palabras justas para formular la pregunta.
—¿Qué estaba haciendo en el Ministerio de la Ciencia a la una de la mañana?
Tomás la miró con intensidad, pero también amilanado. Quería responderle a todo, realmente a todo, excepto a aquella pregunta. Aquélla era la única pregunta que no estaba preparado para responder y, en ese instante, se enfrentó a un terrible dilema. ¿Hasta qué punto podría contarle la verdad a la mujer que había corrido tantos riesgos para salvarlo?
—Quise ir a ver el manuscrito.
—Eso lo entiendo —dijo ella—. Pero ¿a la una de la mañana? ¿Y forzando la puerta de la sala K y el cofre?
Eran preguntas atinadas. Tomás sintió unas ganas locas de abrir su corazón y revelarle todo, pero tuvo conciencia de que no podía; la verdad era demasiado grave, demasiado terrible, significaba que, de algún modo, también la había traicionado, también había abusado de su confianza y de su amistad. Además, la cabeza de Tomás se encontraba programada para negar a toda costa el vínculo con la CIA y para contar una historia ficticia que había inventado en la celda solitaria, y no era en aquel instante cuando sería capaz de desprogramarla.
—Yo…, eh…, sentí una curiosidad incontrolable de ver el manuscrito. Necesitaba verlo para poder estar seguro de que…, de que no estaba implicado en un proyecto militar.
—¿Un proyecto militar?
—Sí. Su negativa a dejarme leer el manuscrito o a explicarme su contenido me pareció sospechosa. Con toda esta polémica internacional en torno al proyecto nuclear iraní, además de la ONU metida en el asunto y las sucesivas amenazas estadounidenses, y considerando también algunas cosas que usted me había dejado entrever, confieso que me quedé muy preocupado.
—Ya veo.
—Comencé a cuestionarme, ¿sabe? Comencé a interrogarme sobre el enredo en el que me había metido. Necesitaba comprobar qué estaba ocurriendo.
—¿Y el hombre que estaba con usted? ¿Quién era?
El hecho de que Tomás se hubiera olvidado ya de su verdadero nombre, Bagheri, hizo más convincente su respuesta.
—¿Mossa? Fue un tipo que encontré en el bazar.
—¿Mossa, eh? ¿Como Mossadegh?
—Sí —confirmó Tomás—. ¿Sabe qué le ocurrió?
—Lo sé. Aquella noche acabó herido y murió horas después, ya en el hospital.
—Pobre.
—¿Lo encontró en el bazar?
—Sí. Me dijo que tenía mucha experiencia en forzar cerraduras. Cuando vi tantas reticencias de parte de ustedes en mostrarme el manuscrito o en hablarme de su contenido, y cuando oí las noticias sobre las sospechas estadounidenses en torno al programa nuclear iraní, me quedé preocupado por el proyecto en el que estaba comprometido. Sólo un idiota no se preocuparía, ¿no cree? De modo que decidí contratarlo. —Hizo un gesto vago—. El resto usted ya lo conoce.
—Hmm —murmuró Ariana—. Lo mínimo que se puede decir es que ha sido un imprudente, Tomás.
—Tiene razón —asintió él, que se inclinó en el sofá, como si se le acabase de ocurrir una idea—. Déjeme ahora que sea yo quien le haga una pregunta delicada.
—Dígame.
—¿Qué dice exactamente el manuscrito de Einstein?
—Disculpe, pero no se lo puedo revelar. Una cosa es salvarlo; otra es traicionar a mi país.
—Tiene razón. Olvídelo. —Hizo un gesto rápido con la mano, como quien pretende cambiar de tema—. Pero tal vez haya algo que me pueda responder —dijo.
—¿Qué?
—¿Qué le ocurrió al profesor Siza?
La iraní alzó una ceja.
—¿Cómo sabe que el profesor Siza tiene algo que ver con nosotros?
—Puedo ser distraído, pero no estúpido, ¿no le parece?
Ariana esbozó una expresión de incomodidad.
—Tampoco puedo hablar sobre eso, lo lamento.
—¿Por qué? Eso no implica una traición a su país, supongo.
—No es eso —arguyó ella—. La cuestión es que, si mis jefes se dan cuenta de que usted sabe muchas cosas que, se supone, no debería saber, las sospechas caerán inevitablemente sobre mí.
—Tiene razón, tiene razón. Olvídelo.
—Pero hay algo que le puedo revelar.
—¿Qué?
—Hotel Orchard.
—¿Cómo?
—Existe una relación entre el profesor y el hotel Orchard.
—¿Hotel Orchard? ¿Y dónde queda?
—No tengo la menor idea —repuso Ariana—. Pero el nombre de ese hotel está escrito a lápiz, con la letra del profesor Siza, en el envés de un folio del manuscrito de Einstein.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Tomás—. Qué curioso…
Ariana se volvió hacia la ventana y suspiró. El sol se ponía por detrás de la línea recortada de edificios, pintando el azul del cielo con vetas púrpuras y violáceas y dibujando curiosas sombras en los jirones de nubes que flotaban cerca del horizonte urbano.
—Tenemos que sacarlo de aquí —dijo ella, sin dejar de mirar por la ventana, con un asomo de angustia embargándole la voz.
—¿De este apartamento?
—De Irán —dijo, encarando a Tomás—. Su presencia constituye ahora un gran peligro para usted mismo, para mí y para todos los amigos míos que ayudaron a liberarlo.
—Comprendo.
—El problema es que no va a ser fácil ponerlo fuera del país.
El historiador frunció el ceño.
—Yo conozco una manera.
—¿Eh?
—Yo conozco una manera.
—¿Cuál?
—Mossa había preparado las cosas y me explicó los detalles esenciales. Hay un barco de pesca que me espera en una ciudad portuaria iraní.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Pues… me he olvidado del nombre.
—¿Está en el golfo Pérsico?
—No, no. Más arriba.
—¿En el mar Caspio?
—Sí. Pero no me acuerdo del nombre del lugar. —Hizo un esfuerzo de memoria—. Caramba, debería haberlo anotado en algún sitio.
—¿Sería Nur?
—No, no. Me acuerdo de que era un nombre largo.
—¿Mahmud Abad?
—Eh…, no lo sé…, tal vez, no estoy seguro… —Volvió a hacer memoria—. Me acuerdo de que tenía algo que ver con unas ruinas de Carlomagno o Alejandro Magno…
—¿La muralla de Alejandro?
—Sí, puede ser. ¿Le suena familiar?
—Claro. La muralla de Alejandro marca los límites de la civilización y está situada cerca de la frontera con Turkmenistán. Liga la zona de las montañas Golestan con el Caspio.
—Fue construida por Alejandro Magno, ¿no?
—Es lo que dice la leyenda, pero no es verdad. La muralla fue levantada en el siglo VI, no sé bien por quién.
—¿Y hay alguna ciudad portuaria allí cerca?
Ariana se levantó del sofá y fue hasta el armario. Sacó un atlas de un estante y volvió a su lugar, abriendo en el regazo el enorme volumen por la página de Irán. Analizó la línea costera del mar Caspio y se fijó en el puerto más cercano a la muralla.
—¿Bandar-e Torkaman?
—Eh…, sí, creo que es ése. —Tomás fue a sentarse al lado de ella y se inclinó sobre el mapa—. Muéstremelo.
La iraní apoyó el dedo en el punto del mapa que señalaba la población.
—Está aquí.
—Es ése —repitió Tomás, ahora más convencido—. Bandar-e Torkaman.
—¿Y qué pasa en Bandar-e Torkaman?
—Hay allí un barco a mi espera… Eso creo.
—¿Qué barco?
—Me parece que es un pesquero, pero no estoy seguro.
—Hay muchos pesqueros en el Caspio. Si lo ve, ¿podrá identificarlo?
Nueva mueca pensativa.
—Es un nombre muy corto, igual al de la capital de…, de Azerbaiyán o de algún otro de los terminados en «an» de la zona.
—¿Baku?
—Eso, Baku. Ése es el nombre del barco.
Ariana volvió a analizar el mapa.
—No hay tiempo que perder —dijo—. Tenemos que hacerlo llegar lo más pronto posible a Bandar-e Torkaman.
—¿Cree que podré irme mañana?
Ariana abrió mucho los ojos y lo observó con intensidad.
—¿Mañana?
—Sí.
—No, Tomás, mañana no puede ser.
—Hmm… ¿Cuándo? ¿Esta misma semana?
La iraní meneó la cabeza, con una súbita expresión melancólica en sus ojos, un poco triste, casi añorante.
—Dentro de diez minutos.
Se despidieron con un abrazo tierno, estrechándose intensa y brevemente, observados por los ojos escrutadores y vigilantes de Hamideh y de Sabbar. Tomás habría dado todo por un momento de privacidad, sólo un instante; quería apartarse en un rincón con Ariana y poder decirle adiós sin inhibiciones. Pero el historiador sabía que aquel país era Irán y que tales deseos, en aquellas circunstancias, no eran más que peligrosas fantasías. Y la verdad es que lo último que deseaba era causarle molestias a Ariana.
Le dio dos besos suaves en las mejillas e hizo un esfuerzo para apartarse.
—¿Me va a escribir? —le preguntó ella en voz muy baja, mordiéndose el labio inferior.
—Sí.
—¿Lo jura?
—Se lo juro.
—¿Lo jura por Alá?
—Lo juro por usted.
—¿Por mí?
—Sí. Usted es mucho más que Alá. Mucho más.
Se esforzó por no mirar hacia atrás cuando se volvió para irse. Siguió a Sabbar hasta el vestíbulo del ascensor y sintió que la puerta del apartamento se cerraba tras de sí, el chasquido de la cerradura le sonó como el de una tijera que corta para siempre una unión.
Se quedó en silencio, meditativo, casi deprimido, y callado entró en el ascensor; doblada en las manos llevaba distraídamente la tela áspera de un chador negro que Hamideh le entregó, momentos antes, para el viaje.
—Ariana ghashang —dijo el iraní cuando el ascensor se sacudió levemente y comenzó a bajar.
—¿Eh?
—Ariana ghashang —repitió, y lanzó un beso al aire—. Ghashang.
—Sí —sonrió él con melancolía—. Ella es guapa, sí.
Sabbar señaló el chador que el portugués llevaba doblado en la mano y le indicó con un gesto que debía ponérselo ya. Aún con el ascensor en movimiento, Tomás sumergió la cabeza en el paño y recobró su disfraz anterior.