El tintineo aparatoso de una llave girando en la cerradura despertó a Tomás del largo sopor en que estaba sumido. El cerrojo chirrió varias veces hasta que la puerta se abrió y un hombre bajo, de barba puntiaguda, asomó desde fuera y observó al recluso.
—Póngase esto —dijo el iraní, tirando una bolsa de plástico azul al suelo de la minúscula celda.
El historiador se acuclilló y abrió la bolsa. Dentro estaba su ropa, toda arrugada y amontonada en desorden. Con la puerta entreabierta, vio por primera vez en mucho tiempo la luz del día asomando en un rincón y tuvo ganas de echar a correr y abrazar el sol, llenarse los pulmones de aire y vivir aquel día en toda su plenitud.
—Deprisa —refunfuñó el hombre, que se había dado cuenta de la actitud soñadora con la que Tomás contemplaba la luz natural que entraba en el pasillo—. Vamos, rápido.
—Sí, sí, ya voy.
El historiador se vistió y se calzó en dos minutos, ansioso por aferrarse a aquella oportunidad que inesperadamente le concedían de salir del cajón y de respirar aire fresco. Aunque fuese para un duro interrogatorio, aunque lo sometiesen al chicken kebab del que le había hablado el viejo preso a quien había conocido cuando entró en la cárcel de Evin, todo era mejor que quedarse una hora más en aquel sitio terrible, cualquier tortura era preferible a seguir enterrado vivo.
Cuando acabó de vestirse y se puso de pie, casi saltando de excitación por estar a punto de abandonar la celda, el iraní se sacó un pañuelo del bolsillo e hizo un gesto circular rápido con la mano.
—Vuélvase.
—¿Eh?
—Vuélvase.
Tomás se volvió de espaldas a la puerta y el iraní le puso la venda en los ojos. Después le llevó los brazos hacia atrás y lo esposó por la espalda.
—Vamos —dijo entonces, tirándolo del brazo.
El recluso tropezó y estuvo a punto de caerse, pero dio contra una pared y logró recuperar el equilibrio, dejándose arrastrar por el carcelero.
—¿Adónde me lleva?
—Silencio.
El carcelero lo condujo por un largo pasillo, en cuyo extremo empezaron a subir unas escaleras. Camino de la celda solitaria, Tomás se había quedado con la impresión de que su ala en la Sección 209 se encontraba en un subterráneo, impresión que se acentuó ahora, al salir de allí. Atravesaron más pasillos y entraron en lo que parecía ser una sala, donde lo obligaron a sentarse en un banco. Tomás se movió en el banco y sintió la mesita adosada al brazo: era un pupitre de colegio igual al del primer interrogatorio, tal vez hasta era el mismo banco y la misma sala.
—¿Y? —preguntó una voz familiar—. ¿Se divirtió mucho en el enferadi?
Era el coronel Salman Kazemi otra vez.
—¿Dónde?
—En el enferadi. La celda solitaria.
—Exijo que me dejen hablar con un diplomático de la Unión Europea.
El oficial se rio.
—¿Otra vez? —exclamó—. ¿No piensa parar de decir siempre lo mismo?
—Tengo derecho a hablar con un diplomático.
—Usted tiene derecho a confesarlo todo. Después de tres días encerrado en el enferadi, ¿ya está dispuesto a hablar?
—¿Tres días? ¿Han pasado tres días?
—Sí. Algunos dicen que ya es suficiente estar encerrado en el cajón durante tres días. ¿Habrá sido suficiente para usted?
—Yo quiero hablar con un diplomático europeo.
Se hizo silencio y el coronel suspiró con enfado, signo de que su paciencia estaba llegando al límite.
—Ya veo que no ha sido suficiente —dijo con el tono que normalmente se les reserva a los niños que se han portado mal—. ¿Sabe?: creo que en Evin somos muy buenos. Incluso demasiado buenos. Es nuestro defecto: ser tan sentimentales y respetuosos con los derechos de bribones como usted, escoria que sólo merece que se le escupa encima. —Volvió a suspirar—. En fin. —Se oyó el sonido de un papel en el que estaban escribiendo algo—. Acabo de firmar su orden de salida —anunció el coronel—. Póngase en movimiento y salga.
Tomás no podía creer lo que acababa de oír.
—¿Va a…, va a liberarme?
Kazemi soltó una carcajada sonora.
—Claro. Por otra parte, ya lo he hecho.
—¿Puedo salir?
—Puede y debe. A partir de este momento, ya no pertenece a Evin. Salga a la calle.
El historiador se puso de pie, incrédulo aunque esperanzado.
—¿Y cuándo me quitan esto de los ojos?
—Ah, no, no se lo quitamos.
—¿No me lo quitan? ¿Por qué?
—Muy sencillo. Acabo de firmar su orden de salida. A partir de este momento, usted ya no está bajo la tutela de la cárcel de Evin. Abandonará este establecimiento y, una vez que trasponga la puerta, lo que llegue a ocurrirle ya no es de nuestra responsabilidad.
—¿Qué me quiere decir con eso?
Unas manos tiraron brutalmente de Tomás, arrastrándolo hacia fuera de la sala, aún con la venda en los ojos y los brazos esposados detrás de la espalda. Llevado con violencia por el pasillo, el historiador pudo oír a Kazemi responder con sarcasmo a su última pregunta.
—Diviértase en la Prisión 59.
Una mano empujó la cabeza vendada de Tomás hacia abajo y lo hizo entrar en un automóvil, con las esposas aún sujetándole los brazos detrás de la espalda. Por la organización del espacio en los asientos, intuyó que se encontraba en el asiento trasero, pero pronto los desconocidos lo cogieron y lo tumbaron en el suelo del coche, se acomodaron ellos y apoyaron sus pies encima de Tomás en una postura humillante: parecían cazadores pisando su presa o agricultores pisando una simple bolsa de patatas.
El coche arrancó y se internó por las calles de Teherán. Tomás sintió el calor del sol dándole en la nuca y oyó la orquesta de cláxones y motores del caótico tráfico de la ciudad. El automóvil giraba hacia la izquierda y hacia la derecha, sacudiéndolo en su incómoda y vejatoria posición, y el historiador tuvo que contener un sollozo que le vino a la boca, no veía cómo escapar de aquel infierno. La presencia viva de los sonidos urbanos lo llenaba de nostalgia por la libertad perdida y volvía aún más dolorosa su situación.
Qué estúpido había sido, pensó, mientras las maniobras del automóvil sacudían su cuerpo esposado. Debía de estar loco cuando fue a la reunión con el norteamericano de la embajada y aceptó meterse en aquel tremendo lío. Si fuese hoy, se dijo para sus adentros, si fuese hoy le habría dicho que no al de la embajada estadounidense y a continuación le habría dicho que no a los iraníes; los estadounidenses que se buscasen otro idiota para salir a salvar el mundo, y los iraníes que contratasen a otro imbécil para descifrar los acertijos que había dejado Einstein. Pero era demasiado tarde para lamentaciones, Tomás lo sabía. Además, cuando tomamos una decisión nunca lo hacemos con los datos que un día llegaremos a tener, sino con los que tenemos en el instante en que decidimos, y con eso tenemos que vivir. Por otro lado, razonó, tal vez lo más importante fuese…
Iiiiiiiiiiiii.
Un frenazo brusco le hizo interrumpir sus pensamientos.
El coche se inmovilizó y un griterío brotó de su interior: era el chófer vociferando insultos en parsi y los hombres que pisoteaban a Tomás en el asiento trasero lanzando órdenes a borbotones, en medio de un gran alboroto. Tumbado en el suelo, el historiador oyó el chirrido de más frenos y el sonido sordo de puertas que se golpeaban fuera. De repente, se abrió la portezuela trasera y oyó una voz que gritaba en parsi hacia el interior del coche. Los carceleros respondieron en voz baja, por el tono de voz a Tomás le parecieron intimidados, lo que lo sorprendió, y más sorprendido se quedó cuando, de inmediato, una mano arrancó la venda de sus ojos, lo que provocó que la luz del día invadiese sus sentidos.
—Deprisa —ordenó una voz iraní en inglés—. No tenemos mucho tiempo.
—¿Eh? ¿Qué…, qué pasa?
Alguien empezó también a ocuparse de las esposas de Tomás. Primero le pareció que jugaban con los grilletes, pero pronto se dio cuenta de que le estaban colocando unas llaves en el cerrojo de las esposas, lo que llegó a confirmarse instantes después, cuando sintió las manos sueltas.
—Venga —ordenó la misma voz—. Rápido, rápido.
Tomás alzó la cabeza y vio a un hombre encapuchado con una media y dos agujeros en el sitio de los ojos que lo sacaba fuera del coche. El individuo tenía una pistola en una mano y lo hizo entrar en un automóvil blanco muy pequeño que se encontraba estacionado al lado. El tráfico se había detenido totalmente, se oían cláxones por todas partes y la calle vivía una escena irreal, con otros hombres armados y encapuchados que formaban un cerco de seguridad en torno al vehículo del que sacaron al recluso. Una vez que Tomás estuvo instalado en el asiento trasero, la puerta se cerró con estruendo, arrancó el segundo coche y desapareció de inmediato por una callejuela lateral.
Toda la operación había durado menos de dos minutos.
El chófer era un hombre, de pómulos muy salientes y un abundante bigote negro, que se aferraba al volante con sus manos velludas. En cuanto sintió que su corazón se calmaba y las cosas regresaban gradualmente a la normalidad, Tomás se inclinó hacia delante y le tocó el hombro.
—¿Adónde vamos? —quiso saber.
El hombre lo miró de reojo, parecía casi sorprendido de que el pasajero se dirigiese a él.
—¿Eh?
—¿Adónde vamos?
El iraní meneó la cabeza.
—Ingilisi balad nistam.
—¿No habla inglés? Ingilisi? Na ingilisi?
—Na —confirmó el hombre, casi satisfecho por hacerse entender—. Ingilisi balad nistam.
—Caramba.
El hombre se golpeó con fuerza el pecho.
—Esman Sabbar e.
—¿Eh?
Se golpeó nuevamente.
—Sabbar —repitió—. Sabbar. Esman Sabbar e.
—Ah. ¿Tú te llamas Sabbar? ¿Sabbar?
El chófer se abrió en una sonrisa desdentada.
—Bale. Sabbar.
El coche se internó en calles sucesivas, girando para un lado y para el otro. Sabbar parecía siempre atento a todo lo que ocurría alrededor, con sus ojos yendo en todo momento del retrovisor al trayecto, de la acera a la calle, de las esquinas a los cruces, comprobando que no los seguían y que nadie los observaba.
Se acercaron al que parecía ser un taller lleno de coches y sin mecánicos, y el chófer hizo una maniobra para meterse allí dentro. Sabbar bajó del vehículo y cerró el portón, cortando el contacto con el exterior y asegurando un clima de privacidad. Hizo una seña a Tomás para que bajase también y lo llevó hasta un viejo Mercedes negro estacionado al lado. Abrió la puerta trasera del gran automóvil y sacó del interior un enorme paño negro que le extendió al historiador, como si le diese un regalo.
—¿Es para mí?
—Bale —replicó Sabbar, haciéndole un gesto con la mano para que se lo pusiese.
Tomás estiró el paño y sonrió al darse cuenta de qué se trataba. Era un chador. La prenda, totalmente negra, le pareció uno de los chadores más conservadores y antiestéticos que había en el mercado, con un encaje en el lugar de la cara para poder ver y respirar.
—Qué listos —comentó—. Quieren hacerme pasar por mujer, ¿no?
—Bale —insistió el chófer.
Tomás se puso el chador, que le cubrió hasta los pies, y se volvió a Sabbar, con las manos en jarras por debajo del manto.
—¿Y? ¿Estoy bien?
El iraní lo observó de arriba abajo y se rio.
—Jandedar e.
El historiador no lo entendió, pero supuso, por la expresión divertida del chófer, que todo estaba bien. Encogió el cuerpo y se instaló en el asiento trasero del Mercedes negro. Sabbar se puso una gorra de chófer en la cabeza, volvió a abrir el portón, entró en el automóvil, lo sacó del garaje, cerró de nuevo el portón e hizo arrancar el Mercedes por las calles de Teherán: ahora parecía el chauffeur de alguna matrona iraní adinerada y conservadora.
Con el coche en movimiento, Tomás bajó el cristal trasero y dejó que entrase el aire contaminado que salía de los tubos de escape. A pesar del grueso manto que le cubría el cuerpo y que apenas le dejaba vislumbrar el mundo a través del ceñido encaje que le tapaba el rostro, respiró hondo y sintió, casi extasiado, el aroma de la libertad. Aquel encaje oscurantista lo fastidiaría en cualquier otra circunstancia, le robaría el aire, lo asfixiaría; pero no allí, no en aquel momento, no después de haber pasado tres días encerrado en un cajón de cemento y la última hora con los ojos vendados, sin saber si alguna vez volvería a ver la luz del día, el profundo cielo azul, las nubes albas y esponjosas, el palpitar excitado de una ciudad atareada y rebosante de vida.
Qué buena era la libertad.
Sintió que un peso caía de sus hombros, que una opresión se le deshacía en el pecho, y disfrutó, embriagado y exaltado, del delicioso freno de aquel sublime momento de liberación. Estaba libre. Libre. Ahora le parecía que acababa de despertar de una pesadilla, sintió incluso alguna dificultad en creer que realmente le había ocurrido lo que había ocurrido, llegó a preguntarse si todo no habría sido, en resumidas cuentas, un mal sueño, tan increíble e irreal fue la aventura que vivió. Pero si era una pesadilla, ya había despertado; si era realidad, ahora estaba libre de ella. La verdad es que el aire de la calle le llenaba la nariz con el olor nauseabundo del gasóleo quemado y, nunca como ahora, un tufo tan repugnante le supo a tan perfumado bálsamo.
El Mercedes circuló por las calles de Teherán durante más de veinte minutos. Pasó por la zona del bazar y bordeó el magnífico complejo del palacio Golestan, con sus fachadas suntuosas, dominadas por soberbias torres y cúpulas; las estructuras labradas se alzaban entre el verdor de un jardín muy bien cuidado.
Con el palacio Golestan atrás, el automóvil rodeó la gran plaza Imán Jomeini y se metió por una larga avenida, paralela a un enorme parque ajardinado. Cuando llegó al fondo del parque, giró a la derecha y estacionó despacio junto a un edificio nuevo. Compenetrado en su papel de chauffeur de lujo, Sabbar bajó del coche y avanzó a abrir la puerta trasera, haciendo una reverencia en el momento en que salió del vehículo la figura oscura de la «matrona» iraní.
El chófer condujo después a la persona con chador hasta la puerta del edificio y pulsó un botón del cuadro metálico del portero. Una voz eléctrica sonó por el altavoz, interpelando a los recién llegados, y Sabbar se identificó. Un zumbido hizo chascar la cerradura de la puerta, que se soltó con un ruido seco. El iraní miró a Tomás y esbozó un gesto con la cabeza, como pidiéndole al historiador que lo siguiera. Entraron en el lobby del edificio y pulsaron el botón del ascensor. Una vez en él, subieron hasta la segunda planta.
Una iraní regordeta, vestida con una shalwar kameez leve y dorada, los esperaba a la puerta del ascensor.
—Bienvenido, profesor —saludó—. Me alegro de verlo libre.
—No más que yo, seguramente.
La mujer sonrió.
—Me imagino.
Entraron en un apartamento y Sabbar desapareció en el pasillo. La iraní rechoncha le hizo una seña a Tomás para que entrase en la sala y se sentase en el sofá.
—Puede quitarse el chador, si quiere —dijo.
—Claro que quiero —exclamó Tomás.
Inclinó el cuerpo y tiró del largo paño negro hasta quedar con la cabeza fuera, el pelo castaño revuelto, pero libre de aquel estorbo.
—¿Se siente mejor?
—Mucho mejor —suspiró el historiador, que se dejó caer en el sofá e intentó relajarse—. ¿Dónde estamos?
—En el centro de Teherán. Junto al parque Shahr.
Miró por la ventana. Los árboles, el apacible verde de sus copas contrastaba con el desagradable gris sucio de la urbe, se alineaban a unos centenares de metros de distancia.
—¿Me puede explicar qué ocurre? ¿Quiénes son ustedes?
La iraní sonrió con expresión bondadosa.
—Mi nombre es Hamideh, pero temo que no tengo libertad para explicarle nada. Ya vendrá alguien que le proporcionará todas las respuestas.
—¿Quién?
—Tenga paciencia —dijo, bajando los ojos—. ¿Desea tomar algo?
—¿Está bromeando? Claro que sí, estoy muerto de hambre —exclamó—. ¿Qué tiene para ofrecerme?
—A ver…, déjeme que piense —vaciló—. Tenemos bandemjun y también ghorme sabzi.
—¿Es comida?
—Sí, claro.
—Entonces tráigalo todo. Todo, por favor.
Hamideh se levantó y desapareció por el pasillo, dejando a Tomás solo en la sala. El historiador se sentía extenuado y cerró los ojos, intentando descansar un poco.
Riiiiing.
Un sonido inesperado lo hizo despertar de inmediato. Alguien había tocado el timbre.
Riiiiing.
Era el segundo toque.
Oyó pasos pesados que se acercaban por el pasillo y vio la corpulenta figura colorida de Hamideh girar por el hall del apartamento, justo enfrente de la sala de estar. La iraní cogió el telefonillo del portero automático e intercambió unas palabras en parsi. Dejó después el teléfono y volvió la cabeza para mirar a Tomás.
—Ya viene quien podrá explicarle todo.
Hamideh quitó la cadena de seguridad, abrió la puerta de entrada y se alejó, desapareciendo de vuelta por el pasillo hacia la cocina, para ir a preparar los platos que el huésped le había solicitado.
Tomás se quedó sentado en el sofá, expectante, con los ojos fijos en la puerta entreabierta, la atención concentrada en lo que ocurría más allá de ella. Oyó el ruido del ascensor bajando, deteniéndose y subiendo. Vio la luz del ascensor aparecer gradualmente en el segundo piso, la caja que se sacudía hasta detenerse, la puerta que se abría con un chasquido. La figura que lo explicaría todo era primero un bulto, una sombra, pero pronto adquirió contornos y se transformó en una persona.
Se miraron.
Cuando ella salió del ascensor, lo que más sorprendió a Tomás no fue darse cuenta de quién era, fue no haberse sorprendido al descubrirlo. Como si siempre hubiese sabido que sería así, como si hubiera deseado que la respuesta fuese ésa, como si la esperanza se hubiera vuelto realidad, como si la pesadilla se hubiese transformado en un sueño, como si aquél no fuese más que el desenlace natural de todo lo que había vivido y pensado y sentido durante aquella intensa última semana.
Con los ojos verdes anegados en lágrimas, Tomás vio a la figura alta y esbelta detenerse en la puerta de entrada, vacilante. Se quedaron quietos mirándose, ella con los gruesos labios levemente separados, mechones sueltos de pelo negro que caían sobre su frente ebúrnea, los hermosos ojos de color de miel clavados en él con una expresión de desasosiego, de ansiedad, de alivio.
De añoranza.
—Ariana.