XVII

Una sacudida violenta despertó a Tomás del sueño inquieto en que se había sumergido durante varias horas. Abrió los ojos y vio frente a él a un hombre de facciones toscas, con la barba negra rala y el pelo ya escaso en la parte alta de la frente, que lo agarraba con sus manos gruesas por los hombros, moviéndolo bruscamente. Miró alrededor, aún medio aturdido, y notó que estaba oscuro, la noche ya había caído y la celda estaba iluminada con la misma luz parpadeante de la víspera.

Despierrrte —dijo el hombre en un inglés vacilante y con un acento iraní muy fuerte.

—¿Qué?

—El corrronel lo esperra. Deprrrisa.

El hombre lo incorporó, obligándolo a ponerse de pie; se sacó un pañuelo del bolsillo y le ciñó la cabeza con él tapándole los ojos. Con Tomás bien vendado, el hombre le sujetó las manos por la espalda con esposas y lo arrastró fuera de la celda. Volvieron a recorrer pasillos y a subir y bajar escaleras, hasta que el recluso, siempre a oscuras a causa de la venda, entró en una sala con calefacción, donde lo hizo sentarse en un banco de madera, con las esposas sujetándole aún los brazos por detrás de la espalda.

Silencio.

Tomás presintió una presencia en el lugar. Oyó una respiración leve y el sonido quebrado de chasquido de articulaciones: era evidente que había alguien allí, pero la verdad es que nadie pronunció palabra y el historiador se quedó callado. Pasaron cinco minutos en silencio, sólo se oían la respiración y los breves chasquidos. El recluso se movió en el banco y sintió algo a la derecha. Se dio cuenta de que era una mesita unida al brazo de la silla, como los pupitres de los colegios. Instantes después sintió que alguien se sentaba en esa mesita y se retrajo, intimidado.

Diez minutos de silencio.

—Profesor Noronha —dijo finalmente la voz, en un tono contenido, como un león que oculta el rugido feroz bajo un ronroneo manso—. Bienvenido a nuestro humilde palacete. ¿Está bien instalado?

—Quiero hablar con un diplomático de la Unión Europea.

El desconocido dejó pasar unos segundos más.

—Mi nombre es Salman Kazemi y soy coronel del VEVAK, el Ministerio de Informaciones y Seguridad —dijo, ignorando abiertamente la petición—. Tengo que hacerle algunas preguntas, si no le importa.

—Quiero hablar con un diplomático de la Unión Europea.

—La primera pregunta es obvia. ¿Qué estaba usted haciendo en las instalaciones del Ministerio de Ciencia y Tecnología a la una de la mañana?

—No diré nada antes de hablar con un diplomático de la Unión Europea.

—¿Por qué razón forzó el cofre de la sala K y sacó de su interior un documento de suma importancia para la defensa y seguridad de la República Islámica?

—Quiero hablar con un diplomático de la Unión Europea.

—¿Qué pretendía hacer con el documento que sacó del cofre?

—Tengo derecho a hablar con…

—¡Silencio! —le gritó el coronel en el oído derecho, de repente fuera de sí—. ¡Usted en este momento no existe! ¡Usted en este momento no tiene derechos! Usted ha abusado gravemente de nuestra hospitalidad y se ha implicado en actividades que pueden haber puesto en peligro la seguridad de la República Islámica. Usted se ha comprometido en una acción que ha dejado como consecuencia cuatro hombres de las fuerzas de seguridad iraníes heridos; uno de ellos se encuentra en este momento ingresado en el hospital en estado grave. Si llega a morir, eso lo convertirá a usted en un homicida. ¿Ha entendido?

Tomás siguió callado.

—¿Ha entendido? —gritó aún más alto, con la boca pegada al oído de su prisionero.

—Sí —respondió el recluso con la voz muy baja.

—Menos mal —exclamó el coronel Kazemi—. Entonces haga el favor de responder ahora a mis preguntas. —Hizo una pausa para recuperar la compostura y retomó el interrogatorio en un tono más calmado—. ¿Qué estaba haciendo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología a la una de la mañana?

—No diré nada antes de hablar con un…

Tomás casi se cayó al suelo de una fuerte golpe en la nuca.

—Respuesta equivocada —gritó el oficial de la VEVAK—. Voy a repetir la pregunta. ¿Qué estaba haciendo en el Ministerio de Ciencia y Tecnología a la una de la mañana?

El recluso se mantuvo callado.

—¡Responda!

Silencio.

Nuevo golpe, ahora un puñetazo asestado en el lado derecho de la cabeza con tal violencia que Tomás perdió el equilibrio en el banco y cayó hacia el lado izquierdo con un gemido de aturdimiento, desplomándose aparatosamente en el suelo, con los brazos aún esposados en la espalda.

—Yo…, ustedes…, ustedes —titubeó, sintiendo que una mejilla le latía por el impacto, mientras que la otra se apoyaba en la piedra fría—. No tienen derecho a hacerme esto. Voy a protestar. Voy a quejarme, ¿ha oído?

El coronel soltó una carcajada.

—¿Va a quejarse? —preguntó visiblemente divertido—. ¿A quién va a quejarse? ¿Eh? ¿A su madrecita?

—Ustedes no pueden hacer eso. Tengo derecho a contactar con un diplomático europeo.

Unas manos fuertes levantaron a Tomás y lo sentaron de nuevo en el pupitre.

—Usted no tiene ningún derecho, ya se lo he dicho —vociferó el coronel—. Su único derecho es decir la verdad, ¿está claro? ¡La verdad! ¡La verdad lo liberará! La salvación a través de la verdad. Si nos cuenta la verdad, lo tendremos en cuenta en el momento de tomar una decisión. Ayúdenos a encontrar a los enemigos de la República Islámica y será premiado. Pero si persiste en mantenerse callado, se arrepentirá amargamente. —Bajó el tono de voz, volviéndola casi dulce, seductora—. Oiga lo que le digo. Usted ha cometido un error, es cierto. Pero aún está tiempo de enmendarlo. Se lo aseguro. A fin de cuentas, todos cometemos errores, ¿no es verdad? Lo grave es empeñarse en el error. Eso es lo grave, ¿entiende? —Suavizó aún más la voz, se volvió casi íntimo—. Oiga, hacemos un acuerdo entre los dos. Usted me lo cuenta todo y yo hago un informe muy positivo sobre usted. Fíjese: no tenemos nada contra usted, ¿eh? ¿Por qué razón le haríamos daño? Sólo queremos que nos ayude a identificar a nuestros enemigos. ¿Ve qué sencillo es todo? Usted nos ayuda, nosotros lo ayudamos. ¿Qué me dice?

—Tendré mucho gusto en ayudarlo —dijo Tomás, preparándose para un nuevo golpe en cualquier momento—. Pero entienda que primero tengo que hablar con un diplomático de la Unión Europea. Necesito saber cuáles son mis derechos, quiero enterarme de qué se me acusa y me gustaría enviarle un mensaje a mi familia. Además, necesito conseguir un abogado. Como ve, no estoy pidiendo demasiado.

El coronel hizo una pausa, como si estuviese sopesando la petición.

—A ver si lo entiendo —dijo el oficial de la VEVAK—. Si le facilitamos el acceso a un diplomático europeo, usted nos lo cuenta todo, ¿no?

Tomás vaciló.

—Eh…, sí, claro…, les cuento todo en función…, pues…, de los consejos del diplomático y de lo que diga mi abogado, claro.

El coronel Kazemi se mantuvo callado. El recluso oyó el sonido de una cerilla que se encendía y sintió poco después el aroma penetrante del tabaco.

—Usted debe de pensar que somos tontos —comentó Kazemi entre dos bocanadas de humo—. ¿Por qué motivo alertaríamos a la Unión Europea sobre su situación sin tener la garantía de que recibiríamos algo a cambio? Nadie en el mundo sabe dónde se encuentra usted y no tenemos ningún interés en alterar esa situación. A menos que nos dé un motivo válido, claro.

—¿Qué motivo?

—Por ejemplo, contándonoslo todo. Mire, podemos comenzar con una duda que tengo sobre el individuo que estaba con usted. ¿Quién era él exactamente?

Esta pregunta llevó a Tomás a concluir en ese instante que Bagheri probablemente había muerto. Por un lado, si el coronel no sabía cuál era la identidad de Bagheri era porque el hombre de la CIA se había callado, tal vez para siempre; y, por otro, el oficial había usado el pretérito para referirse a Bagheri, lo que le resultaba revelador.

El historiador decidió poner a prueba a quien lo interrogaba.

—¿Por qué no se lo preguntan directamente a él?

Kazemi pareció momentáneamente desconcertado con la pregunta, lo que, en sí, constituía una forma de respuesta.

—Pues…, porque… —tartamudeó, antes de recomponerse—. Oiga, aquí quien hace las preguntas soy yo, ¿entendido?

Silencio.

—¿Ha entendido?

—Sí.

El coronel aspiró una bocanada más del cigarrillo.

—Usted es de la CIA.

Tomás se dio cuenta de que el oficial había cambiado de táctica, para sorprenderlo, y que no podría vacilar en ese punto crucial.

—¿Está preguntando o está afirmando?

—Estoy afirmando. Usted es de la CIA.

—Qué disparate.

—Tenemos pruebas.

—¿Ah, sí? ¿Cómo se pueden tener pruebas de una fantasía?

—Su amigo habló.

—Habló, ¿eh? ¿Y dijo que era de la CIA?

—Sí. Nos contó todo sobre usted.

Tomás hizo el esfuerzo de sonreír.

—Si le ha contado todo sobre mí, entonces estoy más tranquilo. Yo no tengo nada que ver con la política, soy sólo un académico y ustedes lo saben.

—Usted es un espía. Usted es un espía que ha venido a Irán para robarnos el secreto de la bomba atómica.

Kazemi tendió en este caso una nueva trampa, pero no fue muy hábil, y Tomás lo presintió.

—¿El secreto de la bomba atómica? —preguntó, con la expresión más sorprendida que fue capaz de fingir—. Eh, ¿adónde quiere llegar? Nadie me ha hablado nunca de bomba atómica alguna, ¿ha oído? Debe de haber un error. Yo no he venido aquí para robar nada. Me han invitado, ¿entiende? He venido aquí para ayudar a Irán a descifrar un documento científico, nada más. ¿Qué historia es esa de la bomba atómica?

—No se haga el sorprendido —repuso el coronel—. Usted sabe muy bien de qué estoy hablando.

—No lo sé, no. Nunca he oído hablar de semejante cosa. Mi trabajo se limita al desciframiento de un documento científico, nada más. Para eso me contrataron. Nadie me ha hablado de bombas atómicas o cuestiones de ese tipo. Y, si me hubiesen hablado, no habría aceptado venir aquí, ¿entiende? Por tanto, no se ponga a inventar cosas que no existen.

—Ha venido aquí a descifrar un documento científico, ¿no? Entonces, ¿por qué fue a escondidas al ministerio a sacar ese documento del cofre, eh? ¿Por qué razón?

—Ése no es un documento militar, ya se lo he dicho. Es un documento científico. Pregúntele al ministro de Ciencia, si quiere. Usted está fantaseando y viendo conspiraciones donde no existen.

—El ministro ya nos ha dicho que, dada la naturaleza del documento en cuestión, usted sólo podía estar espiando.

—¿Yo? ¿Espiando? ¡Qué ridículo! Admito que tenía curiosidad en ver ese documento científico, eso es verdad. Pero era curiosidad científica, sólo eso. Soy un científico y es muy natural que quiera ver un testimonio científico, ¿no le parece?

—El ministro no lo llamó testimonio.

—¿Y cómo lo llamó?

—Lo calificó de documento de suma importancia para la seguridad de Irán. —Se acercó al recluso y le susurró al oído—: Lo calificó de secreto de Estado.

—Eso es ridículo —protestó Tomás—. Ése es un documento científico. Por lo menos, fue eso lo que él siempre me dijo y nunca he tenido razones para dudar de tal cosa. —Alteró el tono de voz, intentando parecer muy razonable—. Oiga, si realmente fuese un secreto de Estado, ¿cree que me habrían contratado a mí para descifrarlo? ¿Eh? ¿Le parece? ¿No habrían conseguido a gente aquí capaz de hacerlo? ¿Por qué razón buscarían a un occidental para descifrar un documento tan delicado?

—Habrán tenido sus razones.

—Claro que las tuvieron —exclamó el recluso—. Razones científicas.

—Razones de Estado.

—Disculpe, pero lo que usted dice no tiene ningún sentido. Fíjese: ¿no es Irán el que afirma todos los días que desea la energía nuclear para fines pacíficos? ¿No es Irán el que dice que no quiere crear armas atómicas? Así, pues, ¿cómo le iba a robar yo a Irán lo que el país no tiene ni pretende tener?

—Usted es muy astuto…

—No es una cuestión de astucia, es una cuestión de sentido común. Recuerde que no he sido yo quien se hizo invitar para venir a Irán. Fueron ustedes quienes me invitaron. Yo estaba muy bien en mi casita, haciendo mis cosas, cuando me contactaron y me pidieron que viniese. Yo nunca…

—Basta —interrumpió el coronel Kazemi—. Usted es nuestro invitado y no se ha comportado como tal. Le pillamos en plena noche en el Ministerio de Ciencia forzando un cofre donde se guardaba un secreto de Estado. Cuando aparecimos en el lugar, usted disparó e hirió…

—No fui yo, fue el otro.

—Fue usted.

—No, ya le he dicho que quien disparó fue el otro.

—¿Quién era el otro?

Tomás vaciló. Había ido a la sala dispuesto a no decir nada y se dio cuenta de que se había dejado enredar en una conversación que casi abarcaba ya la historia de su vida.

—Exijo hablar primero con un diplomático de la Unión Europea.

—¿Cómo?

—Exijo hablar primero…

Sintió la punzada de un dolor brutal, como un pellizco feroz, en el cuello, que le hizo ver las estrellas. Aulló de dolor y tardó sólo un instante en darse cuenta de lo que había ocurrido.

El coronel le había apagado el cigarrillo en el cuello.

—Si esto no cambia, irá a peor —dijo el oficial con una voz neutra.

Kazemi emitió una órdenes en parsi, y Tomás sintió de inmediato movimiento a su alrededor. Se preparó para lo peor y casi se ovilló en el banco, a la espera de los golpes. Varias manos lo cogieron por los brazos y por la ropa de presidiario y lo obligaron a ponerse de pie.

—¿Qué…, qué me van a hacer? —preguntó, angustiado porque la venda no lo dejaba distinguir lo que ocurría a su alrededor.

—Vamos a hacerlo hablar —respondió secamente Kazemi.

—¿Me van a torturar?

—No. Peor aún.

—¿Qué van a hacer?

—Vamos a mandarlo a la Sección 209.

Un cajón.

Cuando arrojaron a Tomás, ya sin las esposas, al exiguo cubículo, donde pudo quitarse finalmente la venda que le tapaba los ojos y observar el sitio en que se encontraba, ésa fue la primera impresión que tuvo.

Me han metido en un cajón.

La celda era increíblemente pequeña. Era tan estrecha que no lograba siquiera estirar los brazos, tenía solamente un metro de ancho. De largo, dos metros, apenas lo suficiente para dar tres pequeños pasos, pero, en realidad, era sólo un paso y medio, porque el resto estaba ocupado por un inodoro y un lavabo. Miró hacia arriba y midió la altura. Cuatro metros, más o menos. Una pequeña bombilla iluminaba la celda: Tomás calculó que tendría unos cuarenta vatios, no más. El suelo parecía hecho de cal y las paredes eran blancas, estrechas, opresivas, daban la impresión de que lo comprimían por todos lados.

Un verdadero cajón.

Nunca en su vida, Tomás había estado tan comprimido por paredes, tan comprimido que tuvo la patente impresión de que lo habían enterrado vivo. Empezó a sentir dificultades para respirar y tuvo que cerrar los ojos y alzar la nariz hacia arriba para controlar el acceso de pánico que gradualmente lo invadía. No quiso sentarse en aquel suelo de cal y se quedó de pie. Intentó dar un paso, pero lo único que realmente podía dar era un paso, tan estrecha era la celda, tan exiguo era el espacio.

Pasó una hora.

Se sucedían los ataques de falta de aire y casi de pánico, junto con crecientes mareos. Sintió la claustrofobia de quien había sido encerrado en una tumba, arrojado a una sepultura de paredes blancas y superficie de cal, iluminada con una pequeña bombilla de cuarenta vatios. Exhausto, se apoyó en la pared.

Dos horas.

El silencio era absoluto, asfixiante, sepulcral. Le parecía increíble que pudiese darse un silencio tan profundo, tanto que oía su respiración como si fuese una tempestad y el leve zumbido de la bombilla como si se tratase de una enorme moscarda zumbándole en los oídos. Sintió las piernas flojas y se sentó sobre el suelo de cal.

Horas.

Perdió la noción del tiempo. Los segundos, los minutos, las horas se sucedían sin que lograse advertir su paso, como si estuviese suspendido en el tiempo, perdido en una dimensión oculta, flotando en el olvido. Sólo veía las paredes, la bombilla, el inodoro, el lavabo, el cuerpo, la puerta y el suelo. Oía el silencio, la respiración y el zumbido de la bombilla. Se acordó de que el viejo de la celda común le había dicho que había calabozos peores, que en la Prisión 59 se enloquecía en una sola noche, pero no llegó a imaginar nada peor que aquel sitio en el que se encontraba. Intentó cantar, pero no sabía la letra de la mayor parte de las canciones y se limitó a tararear algunas baladas infantiles. Murmuró también diversas melodías, unas tras otras, decidido a ser el tocadiscos de sí mismo. Comenzó a hablar solo, más para oír una voz humana que para decir algo, pero, al cabo de algún tiempo, se calló, sintió que ya estaba pareciéndose a un loco.

Allaaaaaaaaaaaaah u akbaaaaaaaaaaaaar!

La voz estridente y eléctrica de un iraní gritando llenó de repente la celda. Tomás dio un salto y miró alrededor, aturullado. Era el sonido de un altavoz que reverberaba en el aire como una llamada a la oración. La llamada duró tres o cuatro minutos, siempre con el volumen al máximo, casi ensordecedora, y después se detuvo.

Volvió el silencio.

Era un silencio siniestro, un silencio tan profundo que hasta parecía que la vibración del aire le zumbaba en los oídos. Encerrado en aquel espacio exiguo, incapaz de estirar los brazos hacia los lados o de dar dos pasos en la misma dirección, la mente de Tomás comenzó a divagar en torno a sus circunstancias, a lo desesperante de su situación, a la futilidad de la resistencia. ¿Para qué resistir si el final ya estaba fijado? ¿No sería mejor anticipar el desenlace inevitable? ¿Por qué razón habría de temer la muerte si ya estaba muerto allí? Sí, ya estaba muerto sin estar muerto, la verdad es que lo habían enterrado en un cajón y ahora no era más que una especie de muerto-vivo.

Le daban las comidas en silencio. El carcelero abría una pequeña reja encajada en la puerta, le entregaba un plato metálico con comida, una cuchara de plástico y un vaso de agua; media hora después, volvía a recoger los utensilios. Estos interludios para las comidas y el griterío en los altavoces para la llamada a la oración constituyeron los únicos momentos en que el mundo exterior se filtraba en el cajón. Todo el resto era indefinido.

Una especie de mancha en el tiempo.

Tomás comía cuando se abría la reja y aparecía el plato, hacía las necesidades en el inodoro y se tumbaba en el suelo cuando tenía sueño, encogiéndose en posición fetal porque no disponía de más espacio y también porque era el único modo de obtener calor para sentirse más abrigado. La luz de la bombilla se mantenía siempre encendida y, encerrado en aquel cajón de ladrillo y cemento, el recluso no tenía manera de saber qué hora era, cuánto tiempo había pasado, si era de día o de noche, si saldría pronto de allí o si lo habían enterrado en aquel cajón hasta el olvido.

Se limitaba a existir.