XVI

La venda en los ojos no dejaba ver nada a Tomás, salvo un haz de luz que venía de abajo, pero sintió calor y oyó nuevas voces en un ambiente cerrado, y se dio cuenta de que lo arrastraban hacia el interior de un edificio. Unos brazos poderosos tiraban de él por puertas, escaleras y pasillos, con las manos siempre esposadas en la espalda; por fin, después de mucho tropezar en la oscuridad, mero juguete en manos de desconocidos, lo empujaron hacia una sala y lo hicieron sentar en un asiento de madera. Unos hombres invisibles hablaban en un parsi agitado, hasta que una voz le preguntó en inglés.

Passport?

Sin posibilidad de mover las manos, Tomás bajó la cabeza y tocó con el mentón el lado izquierdo del pecho.

—Está aquí.

Una mano se introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó los documentos. La algazara proseguía alrededor, pero un característico sonido metálico, como de martilleo, que no oía desde hacía tiempo, le indicó que alguien llenaba un formulario con una vieja máquina de escribir.

—¿En qué hotel se aloja? —preguntó la misma voz.

Se hizo silencio en la sala, todos parecían tener de repente curiosidad en saber algo más sobre el hombre que acababa de ser detenido.

A Tomás le extrañó la pregunta. Si le preguntaban en qué hotel se encontraba, era porque aún no lo habían identificado ni habían entendido lo que Bagheri y él pretendían realmente hacer en el ministerio. Tal vez existiese la posibilidad de convencerlos de que todo aquello no era más que un gran equívoco.

—Estoy en el Simorgh.

Teclearon algo en la máquina de escribir, posiblemente esta respuesta.

—¿Qué está haciendo en Irán?

—Estoy trabajando en un proyecto.

—¿Qué proyecto?

—Un proyecto secreto.

—¿Qué proyecto secreto?

—Un proyecto con el Gobierno iraní.

La voz hizo una pausa, valorando esta respuesta.

—Con el Gobierno iraní, ¿eh? ¿Quién en el Gobierno iraní?

—El Ministerio de la Ciencia.

Nuevo martilleo de la máquina de escribir.

—¿Qué estaba haciendo en la sala K?

—Trabajando.

—¿Trabajando? ¿A la una de la mañana? ¿Y entrando en la sala K sin autorización?

—Necesitaba ir a ver unas cosas.

—¿Por qué no abrió la puerta con su propia llave? Si tenía autorización, ¿por qué no desactivó la alarma?

—Había alarma, ¿no?

—Claro que la había. La puerta de la sala K está protegida por un sistema de alarma que comunica con las fuerzas de seguridad. ¿Cómo piensa usted que supimos nosotros que allí había intrusos? Si hubiese usado su propia llave, el sistema se habría desactivado automáticamente.

—Tenía urgencia en comprobar unas cosas, ¿qué quiere? No tenía la llave a mano.

—Si así era, ¿por qué razón abrieron fuego contra nosotros?

—No fui yo quien disparó. Fue el otro. Creyó que ustedes eran asaltantes.

—Bien, ya veremos si es así —dijo la voz.

Se oyeron unas órdenes en parsi, alguien hizo levantar a Tomás de la silla y se lo llevó a otra sala. Le quitaron la venda y las esposas y el historiador comprobó que se encontraba en lo que parecía ser un estudio muy iluminado. Había una cámara fotográfica montada frente a él y dos focos de luz encendidos encima. Un hombre, detrás de la cámara, le hizo una seña para que mirase la lente y le tomó una fotografía. La acción se repitió después de perfil, el izquierdo y el derecho. Cuando el fotógrafodio por acabado su trabajo, empujaron a Tomás hasta un mostrador donde lo obligaron a dejar sus huellas digitales, con los dedos entintados, en un formulario.

A continuación lo llevaron a un vestuario contiguo al estudio.

—Quítese la ropa —ordenó un hombre.

Tomás se quitó la ropa hasta quedarse desnudo, tiritando de frío, con los pelos erizados y los brazos que rodeaban su propio cuerpo en un esfuerzo por calentarse. El iraní cogió la ropa, la colocó en una caja y tomó lo que parecía ser un pijama muy gastado, a rayas, hecho con un tejido áspero, de mala calidad.

—Póngase esto —le ordenó el mismo hombre.

Ansioso por algo que lo protegiese del frío, el portugués obedeció enseguida. Una vez vestido con toda la ropa de prisionero, despojado de su individualidad, se miró y, venciendo el sentimiento de menoscabo y desesperación que lo ponía al borde de las lágrimas, no pudo evitar sentirse un auténtico golfo apandador.

Pasó las primeras veinticuatro horas en una celda inmunda, húmeda y con un inodoro colectivo, en la que se apiñaban cuatro presos más, todos iraníes. Tres de ellos sólo hablaban parsi, pero el cuarto, un viejo de gafas redondas y aspecto esmirriado, se comunicaba fluidamente en inglés. Dejó a Tomás llorando solo la primera hora en que estuvo en la celda, pero después, cuando se calmaron los nervios del historiador, se acercó y le puso la mano en el hombro.

—La primera vez es siempre la más difícil —le dijo con una voz suave y confortadora—. ¿Es su primera vez?

Tomás se pasó la mano por la cara y balanceó afirmativamente la cabeza.

—Sí.

—Ah, es terrible —insistió el viejo—. La primera vez lloré durante dos días. Me dio una vergüenza muy grande, me sentía como un vulgar ladrón. Yo, un profesor de Literatura en la Universidad de Teherán.

El historiador lo miró sorprendido.

—¿Usted es profesor universitario?

—Sí. Me llamo Parsa Jani, doy clases de literatura inglesa.

—¿Y por qué está aquí?

—Oh, por lo de siempre. Me acusan de estar al servicio de periódicos prorreformistas, de hablar mal de Jomeini y de apoyar al antiguo presidente Jatami.

—¿Eso es un crimen?

El viejo se encogió de hombros.

—Los fanáticos opinan que sí. —Se acomodó las gafas—. La primera vez no me trajeron aquí, ¿sabe?

—¿Aquí dónde?

—A esta cárcel. La primera vez no fue en Evin.

—¿Erin?

—Evin —corrigió Parsa—. Ésta es la cárcel de Evin, ¿no lo sabía?

—No. ¿Esta localidad se llama Evin?

El iraní se rio.

—No, no. Éste es el presidio de Evin, en el norte de Teherán. Es un presidio muy temido. Lo hizo construir el Sah en los años setenta y lo controlaba su Policía secreta, la SAVAK. Cuando se produjo la Revolución islámica, en 1979, la prisión pasó formalmente a las manos del Gabinete Nacional de Prisiones. Pero sólo formalmente. Ahora se ha transformado en una especie de ONU de los distintos poderes en Irán. La autoridad judicial controla la Sección 240 de la cárcel; la Guardia Revolucionaria controla la Sección 325; y el Ministerio de Informaciones y Seguridad manda en la Sección 209. Para colmo, todos compiten entre sí y a veces incluso interrogan a prisioneros propios y ajenos: es un caos que nadie entiende.

—¿En qué ala estamos nosotros?

—Estamos en un ala mixta. A mí me detuvieron los imbéciles de la Guardia Revolucionaria, y son ellos los que me mantienen aquí. ¿A usted quiénes lo detuvieron?

—No lo sé.

—¿Y por qué lo han traído aquí?

—Me encontraron en el Ministerio de la Ciencia por la noche. Todo ha sido una gran equivocación, espero que me liberen pronto.

—¿En el Ministerio? No sería por espionaje, ¿no?

—Claro que no.

Parsa hizo una mueca con la boca.

—Hmm, eso me huele entonces a delito común —consideró—. Si así fuere, pienso que usted está aquí bajo la tutela de la autoridad judicial.

Tomás se puso mejor la camisa del uniforme de presidiario, buscando más calor.

—¿Cree que me dejarán contactar con una embajada de la Unión Europea?

El viejo volvió a reírse, pero sin humor.

—Si la suerte lo acompaña, sí —exclamó—. Pero sólo después de exprimirlo bien.

—¿A qué se refiere con eso de «exprimirlo bien»?

El iraní suspiró, con la mirada cansada.

—Oiga, señor…, pues…

—Tomás.

—Oiga, señor Tomás. A usted lo han traído a la cárcel de Evin, uno de los sitios más desagradables de Irán. ¿Tiene alguna idea de lo que ocurre aquí?

—Pues… no.

—Para darle una idea, puedo decirle que mi primer paso por Evin se inauguró con una sesión de bofetadas. Pronto aprendí que apenas se trataba de un ligero tratamiento introductorio, porque después me dieron una ración de chicken kebab. ¿Usted sabe qué es el chicken kebab?

—No.

—¿Nunca ha comido kebab en un restaurante iraní, señor Tomás?

—Ah, sí —reconoció el historiador—. Kebab. Es esa especie de bocadillo. Vaya, ya estoy harto de comerlo…

—Aquí también sirven chicken kebab.

—¿Ah, sí?

—Sí. Ocurre que en Evin el chicken kebab no es lo que se dice una delicia gastronómica. Es el nombre que le dan a un método de interrogatorio.

—Ah.

—Primero nos aherrojan los tobillos y nos atan las manos; después colocan las muñecas sobre los tobillos y pasan una enorme barra de metal entre los hombros y la parte de atrás de las rodillas, de manera que quedamos casi en posición fetal. Levantan la barra, la enganchan en un sitio alto y quedamos colgados, todos torcidos, como un pollo asado. Y después nos golpean.

Tomás esbozó una mueca de horror.

—¿A usted le hicieron eso?

—Sí, me lo hicieron.

—¿Por criticar al presidente?

—No, no. Por defender al presidente.

—¿Por defender al presidente?

—Sí. Jatami era en aquel momento el presidente y pretendía llevar adelante reformas que pusiesen fin a las exageraciones de esos fanáticos religiosos, esos locos que atormentan nuestras vidas día a día y hacen exaltación de la ignorancia.

—¿Y el presidente no puede liberarlo?

Parsa meneó la cabeza.

—El presidente ya no es el mismo, ahora hay en su lugar un radical. Pero nada de eso importa. La gran verdad es que, cuando ocupaba la presidencia, Jatami no tenía ningún poder sobre estos imbéciles. Yo sé que parece una locura, pero así es como funcionan las cosas en este país. Esto no es como Irak, ¿sabe?, donde mandaba Saddam y todos agachaban la cabeza. Aquí es diferente. Mire, en el 2003, por ejemplo, el presidente Jatami ordenó una inspección de este presidio. Vinieron sus hombres de confianza e intentaron visitar la Sección 209. ¿Sabe lo que ocurrió? ¿Lo sabe?

—No.

—Los tipos del Ministerio de Informaciones y Seguridad no los dejaron entrar.

—¿No los dejaron?

—No.

—¿Y qué hicieron los hombres del presidente?

—¿Qué iban a hacer? Se marcharon con el rabo entre las piernas, claro. —Hizo un gesto resignado—. Para que vea quién manda en este país.

—Increíble.

—Aquí en Evin se producen las cosas más increíbles y nadie puede hacer nada.

—Como esa tortura a la que lo sometieron.

—Sí, el chicken kebab. Pero hay más. Una vez me pusieron en el carrusel. ¿Sabe qué es el carrusel?

—No.

—Me ataron boca arriba a una cama en forma de «Y». Después la hicieron girar a gran velocidad y, mientras cantaban, me golpeaban por todas partes. —Respiró hondo—. Vomité toda la cena.

—Qué espanto.

El viejo señaló a uno de los compañeros de celda, un muchacho huesudo, con grandes ojeras.

—Faramarz pasó por una situación tremenda —dijo—. Lo colgaron por los pies en el techo de una sala, le pusieron un peso en los testículos y lo dejaron suspendido allí durante tres horas, siempre cabeza abajo.

Tomás observó, horrorizado, el aspecto enfermizo de Faramarz.

—¿Cree…, cree que pueden hacerme lo mismo?

Parsa se acomodó en el suelo.

—Depende de lo que consideren que estaba haciendo usted en el Ministerio de la Ciencia —indicó, pasándose la lengua por los labios finos—. Si juzgan que estaba robando, tal vez le partan las manos a golpes y después lo condenen a unos años de prisión. Si juzgan que estaba cometiendo espionaje…, bueno, no quiero ni imaginarlo.

El historiador sintió que un terrible escalofrío le recorría el cuerpo y se preguntó si, al fin y al cabo, no habría sido mejor valerse de la jeringuilla que le había ofrecido Bagheri.

—Aun siendo extranjero, eso no…

—Sobre todo siendo extranjero —interrumpió Parsa—. Y de algo estoy seguro —señaló a su interlocutor—: usted no escapará a la peor de las torturas.

Tomás sintió que se le oprimía el corazón.

—¿Le parece?

—Todos pasan por ella. Es la más eficaz.

—¿Y cuál…, cuál es?

—El cajón.

—¿Cómo?

—Unos lo llaman cajón; otros, la tortura blanca. Sea quien fuere el hombre, acabará cediendo. Todos ceden. Unos resisten tres días, otros aguantan tres meses, pero todos acaban confesándolo todo. Y si no confiesan aquí, en Evin, los mandan a la Prisión 59, que es mucho peor. Al final, todos los presos acaban confesando. Confiesan lo que hicieron, confiesan lo que les gustaría haber hecho y confiesan lo que no hicieron. Confiesan lo que ellos quieren que confiesen.

—Y…, y… ¿qué nos hacen ellos?

—¿Dónde?

—En ese cajón.

—¿En el cajón? Nada.

—¿Eh?

—Nada.

—¿No nos hacen nada? No lo entiendo.

—El cajón es una celda solitaria. Parece un cajón. Imagine lo que es vivir días y días en un recinto muy pequeño, casi del tamaño de un cajón, sin hablar con nadie ni oír ruido alguno. Así descrito, no parece nada especial, ¿no? Sobre todo si se lo compara con el carrusel o el chicken kebab. Pero vivir eso… —Sacudió la mano—. ¡Uf!

—¿Es realmente tan terrible?

—Es de locos. Los cajones funcionan en las secciones, pero, como le he dicho, los peores no son los de Evin. Los peores son los de los centros de detención.

—¿Centros de detención?

—Los periódicos los llaman nahadeh mozavi, o instituciones paralelas. Son tan clandestinas que ni siquiera están previstas por la ley, aunque se las mencione en la prensa y hasta en el parlamento. Pertenecen a las milicias basiji, al Ansar-e Hizbollah o a los diferentes servicios secretos. No se las identifica como prisiones, no registran los nombres de los prisioneros ni las autoridades gubernamentales tienen acceso a información sobre su presupuesto y organización. Los diputados y el presidente Jatami intentaron acabar con las nahadeh mozavi, pero no lo consiguieron.

—¿Cómo es posible?

Parsa alzó los ojos, como si dirigiese la pregunta a una entidad divina.

—Sólo en Irán, querido amigo —declaró—. Sólo en Irán.

—¿Usted ya ha estado en uno de esos sitios?

—Claro que sí. A decir verdad, la primera vez que me detuvieron no me trajeron aquí, a Evin, ¿sabe? Fui derechito a la Prisión 59.

—Ah, es una prisión.

—La llamamos Prisión 59 o eshraat abad, pero no está registrada como prisión. Es la más famosa de las nahadeh mozavi.

—¿Está en Teherán?

—Sí, la Prisión 59 se encuentra en un complejo situado en la avenida Valiasr y la controla la Sepah, los servicios de información de la Guardia Revolucionaria. Los cajones de este centro de detención son los peores de todos. Al lado de ellos, los de Evin resultan viviendas de lujo. No se puede imaginar cómo son. Se enloquece en una sola noche.

Casi sin querer, Tomás intentaba verse a sí mismo, se imaginaba a cada instante viviendo cada una de esas situaciones.

—¿Ellos…, ellos suelen meter a extranjeros en ese sitio? —preguntó con miedo.

—Meten allí a quien se les antoja. Quien entra en la Prisión 59 es como si dejase de existir. En Evin aún hay un registro de los prisioneros. Ahí no hay ningún registro. Una persona entra y después puede reaparecer o desaparecer para siempre: allí nadie rinde cuentas.

—Ya veo.

—De modo que sólo tengo un consejo que darle.

Se hizo una pausa.

—¿Cuál es?

—Si tiene que confesar algo, confiéselo de entrada —dijo el viejo, con la voz cansada—. ¿Ha oído?

—Sí.

—Se ahorrará mucho sufrimiento.

Encerrado en aquella celda inmunda, con el aire impregnado de una mezcla asquerosa de olores a moho, a orina y a heces, Tomás se pasó toda la noche y la mañana siguiente decidiendo qué diría y qué no diría cuando lo interrogasen. Le parecía evidente que jamás podría confesar que estaba trabajando para la CIA: tal revelación sería equivalente a la firma de su sentencia de muerte.

No pudiendo, por tanto, exponer la verdad, se quedaba con el gran problema de explicar lo inexplicable, es decir, justificar el forzamiento del cofre y la presencia de Bagheri a su lado. Cuando lo capturaron, el historiador se quedó con la impresión de que habían matado a su compañero iraní, pero no pudo confirmarlo, y siempre corría el riesgo de que Bagheri estuviese vivo y presentase una versión que lo comprometiera. Además, aunque Bagheri estuviese muerto, su vínculo con él siempre sería un obstáculo, jamás podría dar una explicación convincente del hecho de que lo pillaran dentro del ministerio con él. Por otro lado, aunque el hombre de la CIA hubiera muerto, la Policía siempre tendría la posibilidad de identificarlo e investigar sus relaciones. Los iraníes podrían interrogar a sus familiares y amigos y registrar su casa. No había manera de saber qué descubrirían, pero era muy probable que pudieran ligar a Bagheri con la agencia secreta estadounidense. Y, si lo hacían, la pregunta siguiente era obvia. ¿Qué estaba haciendo Tomás con un agente de la CIA, en plena noche, en el Ministerio de la Ciencia, después de haber forzado un cofre donde se guardaba un documento secretísimo? ¿Cómo explicar lo inexplicable? Y, como si no bastase con esto, era necesario también no olvidar a Babak. ¿Habrían detenido al chófer? Si así fuera, ¿qué diría él? Si no, ¿podrían todavía llegar a detenerlo?

—¿Qué le preocupa? —preguntó Parsa.

—Todo —exclamó Tomás.

—Pero usted parece estar hablando consigo mismo…

—Es el interrogatorio. Estoy concentrándome en lo que voy a decir.

—Cuente la verdad —aconsejó el viejo una vez más—. Se ahorrará mucho sufrimiento inútil.

—Claro.

No podía decirle a ese desconocido que no tenía cómo contar la verdad. Parsa pareció entender, porque enseguida volvió la cara y miró la luz del día que entraba por las rejas de la ventana.

—Pero si no puede contar la verdad —añadió enseguida—, le doy un consejo.

—¿Cuál?

—No crea en nada de lo que le digan. ¿Ha oído? No crea en nada. —Miró a Tomás, con un brillo en los ojos—. La primera vez, cuando me llevaron a la Prisión 59, me anunciaron que el presidente Jatami había huido del país y que habían detenido a mis hijas, que estaban revelando cosas muy graves sobre mí. Dijeron todo eso con la expresión más creíble del mundo y me pidieron que firmase una confesión, asegurándome que era lo mejor para mí, la única manera de obtener el perdón. Más tarde, cuando me liberaron, me di cuenta de que nada de lo que me habían dicho era verdad. El presidente seguía en funciones, mis hijas nunca estuvieron presas.

Tomás se pasó horas a vueltas con el problema del interrogatorio, atormentado por los cabos sueltos, las incongruencias, los absurdos de su versión ficticia. Rumió el asunto durante el almuerzo, mientras bebía distraídamente un aguado caldo de gallina que un guardia le sirvió en una escudilla de aluminio y, con la cabeza sumergida en el problema, vencido por el cansancio, se durmió al comenzar la tarde, tumbado en una estera extendida en el suelo frío y húmedo de la celda del ala común de la prisión de Evin.