XV

Una increíble parafernalia de luces llenaba el patio del ministerio; parecía haberse montado allí una animada feria; eran los focos blancos de los faros de los automóviles y de los proyectores, junto con las intermitencias rotativas anaranjadas de los coches de la Policía. Se veía a gente corriendo por todas partes, se gritaban órdenes, era evidente que aquellos hombres acababan de llegar deprisa y tomaban posición, unos con pistola, otros con escopeta, algunos con armas automáticas. Dos camiones con lonas verdes se acercaron a la calle en ese instante, y de la caja empezaron a salir soldados con uniforme de camuflaje, cuando aún los vehículos no se habían inmovilizado por completo.

Paralizados en la ventana de la sala de reuniones, a la que habían corrido después de oír la alarma lanzada por Babak, Tomás y Bagheri observaban la escena con estupefacción, primero incrédulos, casi hipnotizados, después asustados: se desarrollaba ante ellos el peor de todos los escenarios, la mayor de todas las pesadillas.

Habían detectado su presencia.

—¿Y ahora? —murmuró Tomás, sintiendo que el pánico le crecía en las entrañas.

—Tenemos que huir —dijo Bagheri.

Sin perder más tiempo, el enorme iraní dio media vuelta y abandonó la sala, arrastrando al historiador. Avanzaron a oscuras, no atreviéndose a encender la linterna, tanteando las paredes, tropezando con obstáculos, chocándose con muebles, torpes y desmadejados. Tomás corría con la caja del manuscrito sujeta entre sus manos, Bagheri iba con la bolsa de las herramientas en bandolera.

—Mossa —llamó el portugués—. ¿Adónde vamos a huir?

—Existe una puerta en la parte trasera de la planta baja con acceso a la calle. Vamos para allá.

—¿Cómo lo sabe?

—La he visto en el plano.

Llegaron a la escalinata central y empezaron a bajar a la carrera, casi en tropel, no había tiempo que perder, era necesario llegar a esa salida de emergencia, alcanzarla cuanto antes, llegar allí cuando aún no se hubiera completado el cerco al edificio. En el tramo que conducía al primer piso, sin embargo, oyeron ruidos y se detuvieron. Los sonidos venían de la planta baja.

Eran voces.

Los iraníes ya habían entrado en el edificio y se disponían a la búsqueda. Los dos comprendieron enseguida, invadidos por un terror indescriptible, el grave significado de este inesperado vuelco. La presencia de policías y soldados en la planta baja quería decir que estaba cortada la vía de escape.

Cortada.

No había escapatoria. El cerco se cerraba más deprisa de lo que creían posible, los iraníes se acercaban rápido y se hacía cada vez más claro que los dos intrusos serían capturados en cualquier momento.

Luz.

En ese instante, las luces se encendieron en todo el edificio y el terror se transformó en pánico absoluto. Aún inmóviles en la escalinata, miraron frenéticamente alrededor, desorientados, buscando caminos alternativos, esperanzados en una nueva salida, una puerta, un hueco, cualquier cosa. Cualquier cosa. Oyeron ruidos e intercambio de voces allí abajo: eran los iraníes que apretaban el cerco, comenzaban a subir los escalones y lo hacían a paso acelerado.

Decidido a no dejarse atrapar, Bagheri agarró a Tomás por el brazo y retrocedió hasta el segundo piso, ahora totalmente iluminado. Se metieron por un pasillo, intentando desesperadamente encontrar las escaleras de emergencia: era su último recurso.

Ist!

El grito con la orden de parar tronó detrás, en algún punto al fondo del pasillo, emitido por una voz ronca, gutural, pero lo bastante clara para entender allí, en ese mismo instante, que acababa de ocurrir lo inevitable.

Los habían localizado.

Iiiiiiist!

Corrieron por el pasillo y abrieron una puerta metálica al fondo. Era, en efecto, la escalera de emergencia, una construcción de aluminio en caracol. Bagheri se aferró al pasamanos y bajó veloz los primeros escalones, Tomás tras él con las piernas flojas del miedo, pero pararon al oír ruidos martillados abajo y nuevos gritos: eran hombres que subían apresuradamente por aquellas mismas escaleras.

También esta salida estaba cortada.

Dieron media vuelta y subieron de nuevo a la segunda planta, pero no regresaron al mismo pasillo, previendo que estaría ahora ocupado por los hombres que ya los habían visto. En vez de eso, optaron por seguir subiendo hasta la tercera planta. Se internaron por el mismo pasillo de la sala donde estuvo guardado el manuscrito y vieron surgir guardias al fondo, a la carrera.

Ist! —gritaron los hombres armados, ordenándoles una vez más que se detuviesen.

Bagheri alcanzó la puerta de la sala de reuniones y forzó la entrada, siempre seguido por Tomás. El historiador, jadeante por el esfuerzo, dejó la caja con el manuscrito encima de la mesa larga y se dejó caer en una silla, postrado por el cansancio y la desesperación.

—No sirve de nada —exclamó entre dos bocanadas de aire—. Nos van a atrapar.

—Eso aún está por verse —respondió Bagheri.

El enorme iraní abrió apresuradamente la bolsa de las herramientas y sacó de allí lo que en principio parecía ser un nuevo instrumento. Con las luces encendidas por todas partes, Tomás reconoció, aterrado, el objeto que tenía Bagheri en la mano.

Una pistola.

—¿Usted está loco?

Bagheri se asomó por la entrada, puso el brazo fuera de la puerta, apuntó al fondo del pasillo, a la derecha, y abrió fuego.

Crac.

Crac.

Sonaron dos disparos de pistola.

—Le he dado a uno —comentó el iraní con una sonrisa de desdén, después de comprobar el efecto de los tiros.

Tomás no quería creer lo que estaba ocurriendo.

—¡Mossa! —gritó—. ¡Se ha vuelto loco!

Bagheri sintió un movimiento a la izquierda y se giró deprisa, apuntando al otro lado del pasillo, hacia las escaleras de emergencia desde donde ambos habían salido con los iraníes persiguiéndolos.

Crac.

Crac.

Crac.

Un gemido y el sonido estruendoso de una caída le confirmó a Tomás que los tres nuevos disparos de su compañero habían abatido por lo menos a un iraní más.

—Dos muertos más —farfulló Bagheri, después de comprobar el resultado de los últimos tiros. Al final habían sido dos—. Ya van tres.

—Mossa, oiga —imploró Tomás—. Ahora nos van a acusar también de homicidio. ¡Está empeorando aún más la situación!

Bagheri lo miró de reojo.

—Usted no conoce este país —comentó con firmeza—. Lo más grave es que nos hayan sorprendido haciendo lo que estábamos haciendo. Matar a unos tipos no es nada al lado de eso.

—No importa —replicó el historiador—. Matar a unos cuantos no va a ayudar en absoluto.

El iraní se asomó de nuevo al pasillo y, sintiendo que los perseguidores habían retrocedido al toparse con resistencia, buscó la bolsa de las herramientas en el suelo y la atrajo hacia sí. Con la mano derecha empuñaba la pistola, mientras que con la izquierda palpaba el interior de la bolsa.

—No nos van a coger —insistió con un rechinar de dientes.

La mano se inmovilizó dentro de la bolsa al haber encontrado, supuestamente, lo que buscaba. Después de una breve pausa en los movimientos, elevó el brazo y reapareció la mano con dos objetos blancos. Tomás se inclinó para intentar ver si aquello era realmente lo que suponía.

Jeringuillas.

—¿Qué es eso? —preguntó con una expresión desconfiada en los ojos.

Potassium chloride.

—¿Qué?

—Es una solución de potasio.

—¿Y para qué es?

—Para que se la inyecte.

Tomás hizo un gesto de sorpresa y se llevó la mano al pecho.

—¿Para que me inyecte? ¿Para qué?

—Para que no nos cojan vivos.

—Usted está loco.

—La locura es dejar que nos cojan vivos.

—Usted está loco.

—Nos torturarán hasta la muerte —explicó Bagheri—. Van a torturarnos hasta que lo confesemos todo y después, de todos modos, nos matarán. Más vale que acabemos ya.

—Tal vez no nos maten.

—No tengo dudas de que nos matarán, pero eso no interesa —repuso el iraní, mostrando las jeringuillas—. Son órdenes de Langley.

—¿Cómo?

—Langley me ha dado instrucciones para que, en caso de ser descubiertos, no dejemos que nos cojan vivos. Las consecuencias para la seguridad serían incalculables.

—Me importa un bledo.

—Lo que a usted le importe o no, a mí, no me interesa en absoluto. Un buen agente tiene que entender que, a veces, necesita sacrificarse en favor de un bien común.

—Yo no soy agente de nadie. Yo soy…

—Usted, en este momento, es agente de la CIA —interrumpió Bagheri, esforzándose por no elevar la voz—. Lo quiera o no, está comprometido en una misión de gran importancia y tiene conocimientos que, si se compartieran con Irán, crearían un grave problema para Estados Unidos y aumentarían la inseguridad internacional. No podemos permitir que eso ocurra, ¿entiende? —Hizo un gesto señalando el pasillo—. No nos deben coger vivos.

El historiador clavó los ojos en las jeringuillas y sacudió la cabeza.

—Yo no me voy a inyectar nada de eso.

Bagheri giró la pistola y, siempre con el otro brazo estirado extendiéndole las jeringuillas, hizo un gesto frente a Tomás.

—Claro que sí. Y deprisa.

—No. No soy capaz.

El iraní le apuntó a la cabeza con la pistola.

—Óigame bien —dijo—. Tenemos dos maneras de hacerlo. —Volvió a señalar las jeringuillas—. Una es que se inyecte este líquido. Le prometo una muerte serena. El potassium chloride, cuando entra en la circulación sanguínea, hace parar inmediatamente el músculo del corazón. Es la solución de la que se valen los médicos para poner fin a la vida de enfermos terminales y a la que algunos estados norteamericanos recurren para ejecutar a los condenados a muerte. Como ve, no sufrirá. —Hizo girar entonces la pistola—. La otra es que le pegue dos tiros. Tampoco sufrirá mucho, pero es un método más brutal. Además, quería ahorrar las dos balas para acabar con uno más de los cabrones que nos están rodeando. —Hizo una pausa—. ¿Ha entendido?

Los ojos de Tomás se movieron de una a otra de las opciones. Las jeringuillas y la pistola. Las jeringuillas y la pistola. Las jeringuillas y la pistola.

—Yo…, eh…, a ver…

Comenzó a intentar ganar tiempo: ninguna de las soluciones le interesaba. Además no las concebía como soluciones. Él era un profesor de Historia, no un agente de la CIA; tenía la esperanza, casi la certidumbre, de que, hablando, los iraníes lo entenderían.

—¿Y?

—Pues… no…, no sé…

Bagheri estiró más el brazo con la pistola, apuntando firmemente el cañón a los ojos del historiador.

—Ya me he dado cuenta de que soy yo quien tiene que decidir esto.

—No, no, espere —imploró Tomás—. Deme la jeringuilla.

Bagheri le alcanzó una jeringuilla a Tomás y guardó la otra en el bolsillo, que se reservaría para él mismo.

—Inyéctese eso —dijo—. Ya verá que no cuesta nada.

Con los dedos temblando de nervios, casi en medio de una convulsión de horror, Tomás cogió el plástico que sellaba la jeringuilla y lo arrancó suavemente, sin rasgarlo.

—Esto…, esto es difícil.

—Hágalo ya.

Las manos temblorosas volvieron a intentar rasgar el plástico, pero siempre sin convicción ni voluntad, por lo que el plástico se mantuvo una vez más intacto.

—No puedo.

Bagheri hizo un gesto impaciente con la mano izquierda.

—Démela.

Tomás le devolvió la jeringuilla. Bagheri arrancó el plástico con los dientes, sacó la jeringuilla, escupió el plástico en el suelo, colocó la aguja, alzó la jeringuilla y lanzó un pequeño chorro al aire.

—Ya está —dijo—. Prefiere que se lo inyecte yo, ¿no?

—No, no. Yo…, yo mismo lo haré.

Bagheri le dio de nuevo la jeringuilla.

—Vamos, hágalo de una vez.

Siempre muy despacio, con las manos agitándose en una loca convulsión nerviosa, Tomás cogió la jeringuilla, la puso a su lado, se arremangó la manga de la chaqueta para exponer el brazo, volvió a cubrirse, repitió el gesto en el otro brazo y sacudió la cabeza.

—No sé hacerlo —dijo.

Bagheri se acercó.

—Yo lo hago.

—No, no. Deje, yo mismo lo haré.

El enorme iraní cogió la jeringuilla apoyada en el suelo.

—Ya me he dado cuenta de que no hará nada —refunfuñó—. Yo es que…

Un súbito ruido en el pasillo lo hizo volverse hacia la puerta, con la pistola en ristre. Dos figuras aparecieron en ese instante seguidas de otras, y cayeron encima de Bagheri, que ya tenía el arma preparada.

Crac.

Crac.

Crac.

Los iraníes se abalanzaban unos detrás de otros, todos sobre Bagheri, vociferando, mientras Tomás se arrastraba por el suelo hacia el fondo de la sala, intentando escapar de aquella tremenda confusión. Irrumpieron más hombres en la sala, todos armados con AK 47. Gritando órdenes, apuntaron con las armas automáticas al historiador.

Despacio, lleno de vacilaciones, con la mirada traspasada por el horror y a la vez el alivio, Tomás levantó los brazos.

—Me rindo.