XIII

Ala hora del almuerzo, sirvieron un chelo kebab, posiblemente el décimo kebab que Tomás comía desde que llegó a Irán. Ya estaba harto de aquella dieta y, en cierto modo, era un alivio saber que esa noche lo sacarían clandestinamente del país. Claro que estaba el problema del asalto al ministerio, pero, ya que nada dependía ahora de él, apartó esa preocupación de su mente, consolándose con la idea de que los hombres de la CIA sabrían ciertamente lo que estaban haciendo.

Se dio cuenta de que éste era tal vez su último almuerzo con Ariana y la contempló casi melancólicamente. Era una mujer hermosa e interesante, en efecto, con sus hipnóticos ojos de miel que irradiaban ternura e inteligencia. Se sintió casi tentado de contarle todo, de pedirle que se fuese también con él, pero comprendió que no era más que una fantasía, eran personas de mundos diferentes y con misiones antagónicas.

—¿Cree que logrará decodificar el acertijo? —preguntó ella, evitando fijar en él su enigmática mirada inquisitiva.

—Necesito la clave del código —dijo Tomás, con el tenedor repleto de arroz—. Para hablar con toda franqueza, me parece que, sin esa clave, estamos ante una misión imposible.

—Si fuese un mensaje cifrado, ¿sería más fácil?

—Sí, claro. Pero no lo es.

—¿Está seguro?

—Claro. —Desdobló el folio en un rincón de la mesa—. Fíjese, este poema incluye palabras y frases. Una cifra sólo tiene que ver con letras, ¿no? Si fuese una cifra, tendría formaciones absurdas, del tipo «hwxz» y cosas por el estilo, un poco como ocurre con el segundo acertijo. —Señaló las palabras apuntadas en el papel—. ¿Ve la diferencia?

—Sí, este «!ya ovqo» es evidentemente un mensaje cifrado —comprobó la iraní, que volvió a mirar el poema—. Pero ¿no hay cifras que se puedan asemejar a palabras?

—Claro que no —dijo él, y vaciló un instante—. A no ser que…, que sean cifras de transposición.

—¿Qué es eso?

—¿Sabe?, hay tres tipos de cifra. El primer tipo es la cifra de ocultación, en la que se oculta el mensaje secreto a través de un sistema sencillo cualquiera. El ejemplo más antiguo que se conoce es el del mensaje escrito en la cabeza de un esclavo rapado. Se esperaba a que el pelo creciera y después se enviaba al esclavo para que entregase el mensaje. El texto estaba, así, oculto en el cuero cabelludo, cubierto por el pelo.

—Ingenioso.

—Después está la cifra de sustitución, en la que se sustituyen unas letras por otras, según una clave preestablecida. Este tipo de cifras, usado habitualmente en los modernos sistemas cifrados, es el que provoca secuencias del estilo de este «!ya ovqo».

—¿Son las más comunes?

—Sí, hoy en día lo son. Pero están también las cifras de transposición, en que se altera el orden original de las letras de un mensaje secreto y se las realinea según otra pauta.

—No entiendo bien…

—Mire, una cifra de transposición es un anagrama, por ejemplo. ¿Sabe qué es un anagrama?

—He oído hablar de los anagramas, pero, sinceramente…

—Un anagrama es una palabra escrita con las letras de otra palabra. Por ejemplo, Elvis es anagrama de lives. Si se observa atentamente, se reconoce que las dos palabras están escritas con las mismas letras. O elegant man es anagrama de a gentleman.

—Ah, ahora lo entiendo.

—Todo lo que le he dicho pretende explicar que el único tipo de cifra que puede crear palabras es justamente la cifra de transposición.

Ariana observó el poema.

—¿Y cree posible que estos versos escondan una cifra de ésas?

El historiador mantuvo los ojos fijos en el texto e hizo con la boca una mueca pensativa:

—Un anagrama, ¿eh? —Consideró la posibilidad—. Hmm…, tal vez. ¿Por qué no?

—¿Y cómo podemos probar esa posibilidad?

—Sólo hay una manera —dijo Tomás, cogiendo el bolígrafo—. Podemos intentar escribir palabras diferentes con las mismas letras que aparecen aquí. Ya lo hemos hecho con palabras portuguesas y no llegamos a nada, ¿no? Tal vez funcione con palabras inglesas. Vamos a probar. —Se inclinó sobre el folio—. Veamos el primer verso.

—¿Qué otras palabras podremos escribir con estas letras? —preguntó Ariana.

—Vamos a ver —dijo Tomás—. Juntemos la «t» y la «a». Pongamos las dos «f» juntas. ¿Qué queda?

—¿Taff?

—Eso no es nada. ¿Y si ponemos una «i» al final?

—¿Taffi?

—Probemos con la «i» antes de las «f».

—¿Taiff? Ése es el nombre de una aldea en Arabia Saudita. Pero, que yo sepa, sólo tiene una «f».

—¿Lo ve? Ya hemos conseguido algo. Y si ponemos una «r» entre la «a» y la «i», obtenemos… «tariff». Una palabra más, ¿lo ve? Nos falta saber qué vamos a hacer con las letras que han sobrado. Déjeme ver: han sobrado una «e», una «r», una «i» y una «n».

—¿Erin?

—Hmm…, ¿erin? O si no, «nire». Y… ¿y por qué no «rien»? Ya está.

Escribió.

—¿«Tariff rien»? ¿Qué quiere decir eso?

Tomás se encogió de hombros.

—Nada. Era sólo un ensayo. Vamos a probar otras combinaciones.

Durante la hora siguiente, ensayaron varias opciones. Con las mismas letras del primer verso llegaron a escribir también «finer rift, retrain fit y faint frier», pero ninguno de estos anagramas revelaba nada en concreto. Del segundo verso, De terrors tight, sólo lograron extraer un anagrama, retorted rights, sin obtener nunca un sentido coherente.

Tomás tenía ya su pelo castaño desordenado, de tanto frotarse la cabeza, cuando se le ocurrió una nueva idea.

—En inglés tampoco avanzamos nada —comentó—. ¿Será posible que Einstein haya escrito el mensaje en alemán?

—¿En alemán?

—Sí. Tiene sentido, ¿no? Si redactó todo el texto en alemán, nada impide que haya ocultado el mensaje también en alemán. ¿Se da cuenta? —Recorrió con los ojos el papel—. Un mensaje en alemán oculto tras un poema en inglés. Brillante, ¿no?

—¿Le parece?

—Vale la pena intentarlo. —Se pasó las manos por la cara—. Vamos a ver…: ¿y si puso el título del documento en el mensaje?

—¿Qué título? ¿La fórmula de Dios?

—Sí, pero en alemán. Die Gottesformel. ¿Hay algún verso que tenga una «g», una «o» y dos «t»?

—¿Gott?

—Sí, la palabra «Dios» en alemán.

Ariana analizó las diferentes líneas.

—El segundo verso las tiene —exclamó—. Voy a subrayarlas.

—Pues sí. «Togt». Reordenadas esas letras, obtenemos Gott.

—Falta «formel».

El historiador analizó las letras que quedaban.

—Esa palabra no está.

Ariana vaciló.

—Pero… mire qué curioso —observó ella—. Está Gott, «Dios», y también «señor», Herr. ¿Lo ve? Hasta se pueden juntar. Queda Herrgott.

—¿Herrgott? ¿Qué significa eso?

—«Señor». Es uno de los nombres de Dios.

—Ah —exclamó el historiador—. Herrgott. Y con las letras que quedaron fuera, ¿se puede decir algo en alemán?

La iraní cogió el bolígrafo y apuntó las letras que quedaban.

—Hmm —murmuró ella—. Herrgott dersit.

—¿Eso significa algo?

—¿«Dersit»? No. Pero podemos dividir la palabra. Queda «der sit». Y «sit» puede ser…, pues…, ist. Así, al menos, tenemos un significado.

—¿Cómo? ¿Herrgott der ist?

—No. Al revés.

Ariana reescribió la línea.

Ist der Herrgott.

—¿Qué diablos quiere decir?

—«Es el Señor».

El historiador volvió a analizar el poema, con un brillo de fascinación que resplandecía en sus ojos. Acaba de abrir la primera grieta en la pared del acertijo.

—Caramba —exclamó—. Es propiamente un anagrama. —Miró a la iraní—. ¿Cree que es posible obtener otras palabras alemanas a partir de las líneas restantes?

Ariana cogió el folio y estudió los tres versos que quedaban.

—No lo sé, nunca he hecho esto.

—¿Cuáles son las palabras alemanas más comunes?

—¿Eh?

—¿Cuáles son las palabras alemanas más comunes?

—Qué sé yo…, pues… und, por ejemplo, o ist.

—Ya tenemos un ist. ¿Podrá haber algún und?

La iraní analizó todas las letras del poema.

—No, no puede haber und. No hay ninguna «u» en el poema.

—¡Caray! —se irritó Tomás, algo desanimado—. ¿E ist? ¿Habrá alguno más?

Ariana señaló el cuarto y último verso.

—Aquí está —exclamó.

Cogió el lápiz y subrayó las tres letras.

—Muy bien —dijo Tomás—. Vamos a ver ahora las dos primeras letras de cada palabra. «Chni». ¿Significa algo?

—No —repuso ella—. Pero…, eh…, déjeme que lo piense: si ordenamos de otro modo las letras queda nich. La cuestión es saber si tenemos alguna «t» más. Ya hemos usado una para ist.

—Aquí hay otra «t».

—Pues sí. Da nicht.

—Estupendo —exclamó el historiador—. Tenemos entonces ist y nicht en este verso. ¿Qué queda?

—Quedan una «r» y una «e».

—¿«Re»?

—No, espere —exclamó Ariana, entusiasmada—. Er. Da er.

—¿Er? ¿Qué significa eso?

Ist er nicht. ¿No lo ve?

—Lo veo, lo veo. Pero ¿qué significa?

—Quiere decir «él no es».

Tomás cogió el bloc y apuntó las dos frases por debajo del segundo y del cuarto verso.

—¿Y ahora el resto? —preguntó él—. Vamos a ver el primer y el tercer verso.

Los dos versos sobrevivientes se mostraron increíblemente difíciles de descifrar. Intentaron sucesivas combinaciones, y Ariana tuvo que pedir un diccionario de alemán en la recepción del hotel, como para probar nuevas posibilidades, siempre con Tomás guiándola en la búsqueda. Dejaron el restaurante y volvieron al bar, ambos ensayando palabras, trocando sílabas, cambiando letras, probando diferentes significados.

Al cabo de dos horas agotadoras, sin embargo, la cifra dejó escapar su secreto. El fin de la resistencia comenzó con el descubrimiento de la palabra aber, en el tercer verso, lo que les permitió llegar a la formulación final. Con una sonrisa triunfadora, la iraní apuntó en el bloque las cuatro líneas ocultas en el poema cifrado.

—¿Qué es esto? —preguntó Tomás, para quien el alemán aún guardaba muchos misterios.

Raffiniert ist der Herrgott, aber boshaft ist er nicht.

—Sí, ya me he dado cuenta —dijo él, impaciente—. Pero ¿qué significa?

Ariana se recostó en el sofá, agotada pero llena de un nuevo vigor, consumida por el esfuerzo y excitada por el descubrimiento, sintiendo aquel enorme éxtasis de quien ha escalado la montaña, ha llegado a la cumbre y, reposando en el pico más alto, contempla el mundo con serena admiración. Se pasó la lengua por los labios sensuales y casi sonrió, saboreando la maravillosa frase que Einstein había ocultado en aquel poema misterioso.

—«Sutil es el Señor. Pero no malicioso» —tradujo, con un susurro fascinado.