XII

Cuando volvió a reunirse con Ariana, Tomás se sentía tan perturbado que tuvo dificultades para volver a concentrarse. Cuanto más se fijaba en el poema, más se dispersaba pensando en la loca aventura en la que se embarcaría esa noche. Tenía la mirada perdida en las letras manuscritas en el papel y la cabeza concentrada en las implicaciones de todo lo que ocurría, fijándose en los pormenores, desde los preparativos para salir del hotel hasta lo que ocurriría en el momento del encuentro en el barco con el tal Mohammed. ¿Debería llevar el equipaje? Pero ¿eso no despertaría sospechas, si lo viesen salir del hotel con su gran bolsa de viaje? No, tenía que dejar el equipaje, sólo podía llevar una pequeña bolsa con lo esencial. ¿Y cómo saldría del hotel sin ser visto? ¿No se extrañarían los empleados al verlo salir a medianoche? ¿Darían la alerta? Y, una vez dentro del ministerio, ¿cómo sería? ¿Acaso…?

—¿Tomás? ¿Tomás?

El portugués sacudió la cabeza, regresando al presente.

—¿Eh?

—¿Se encuentra bien?

Ariana lo miraba intrigada, como si intentase vislumbrar señales de fiebre en la tez pálida del historiador.

—¿Qué? ¿Yo? —balbució él, y se enderezó—. Sí, sí. Me encuentro bien, no se preocupe.

—Pero no lo parece, ¿sabe? Da la impresión de que no está prestando la menor atención a lo que le estoy diciendo. —Inclinó la cabeza, en un gesto muy suyo—. ¿Se siente cansado?

—Pues… sí, un poco.

—¿Quiere descansar?

—No, no. Vamos a terminar esto ahora y descansaré por la tarde. ¿Puede ser?

—Sí, de acuerdo. Como quiera.

Tomás suspiró y volvió a fijar la atención en el poema.

—Si quiere que le diga la verdad, no sé cómo voy a decodificar esto sin tener siquiera una idea del tema del manuscrito de Einstein —comentó, aferrándose a una última esperanza de conseguir convencer a la iraní de que le hiciera una revelación que volviese innecesario el asalto de esa noche. La miró a los ojos con una expresión de súplica—. Oiga, ¿no me puede revelar aunque sea un poquito? Sólo un poco.

Ariana miró a su alrededor, cohibida.

—Tomás, yo no puedo…

—Sólo una idea.

—No, no puede ser. Es también por su bien.

—Vamos…

—No.

—Oiga, si no me dice nada, no vamos a poder avanzar. Necesito que me dé una orientación.

La iraní lo observó con intensidad, indecisa sobre qué hacer. ¿Podría revelar algo? De revelar algo, ¿qué revelaría? ¿Cuáles serían las consecuencias si lo hiciera? Ponderó la cuestión durante unos segundos y tomó por fin una decisión.

—No voy a revelarle el contenido del manuscrito, porque eso pondría en peligro no sólo la seguridad nacional de Irán, sino también nos pondría, tanto a usted como a mí, en peligro —dijo, bajando la voz—. Lo único que le puedo decir es que nosotros mismos estamos intrigados con el documento y creemos que sólo el desciframiento de los acertijos nos permitirá entender todo.

—¿Ustedes están intrigados?

—Sí.

—¿Por qué?

Ariana esbozó un gesto impaciente.

—No se lo puedo decir. Tal vez incluso ya he hablado demasiado.

—Pero ¿qué tiene de tan intrigante?

—No se lo puedo decir, ya se lo he dicho. Lo único que puedo hacer es situar la producción de ese manuscrito en la vida de Einstein. ¿Le interesa saber eso?

Tomás vaciló.

—Bien…, sí, ¿por qué no? ¿Cree que es relevante?

—No lo sé. Tal vez no.

—O tal vez sí, quién sabe. —El historiador finalmente se decidió—. Está bien, cuénteme algo.

Ariana se acomodó en el sofá, intentando coordinar las ideas.

—Dígame una cosa, Tomás. ¿Qué sabe usted de física?

El portugués se rio.

—Poco —dijo—. Como sabe, yo soy historiador y criptoanalista, mi ámbito de intereses no es exactamente la física, ¿no? Mi padre, que se ha especializado en matemáticas, tiene interés por esas cosas: al fin y al cabo, se ha pasado la vida en torno a ecuaciones y teoremas. Pero yo no, prefiero los jeroglíficos y las escrituras hebrea y aramea, me gusta el olor a polvo de las bibliotecas y el tufo del moho que exhalan los viejos manuscritos y los papiros. Ése es mi mundo.

—Lo sé. Pero lo que necesito saber es si usted entiende cuál es la investigación fundamental de la física en este momento.

—No tengo la menor idea.

—¿Nunca ha oído hablar de la teoría del todo?

—No.

La iraní acarició su hermoso pelo negro, ponderando el mejor modo de explicarle las cosas.

—Vamos a ver: sabe al menos qué es la teoría de la relatividad…

—Claro. Eso es elemental.

—Digamos que la búsqueda de la teoría del todo comenzó con la teoría de la relatividad. Hasta Einstein, la física se apoyaba en el trabajo de Newton, que daba cuenta cabal del asunto en la explicación del funcionamiento del universo tal como lo perciben los seres humanos. Pero había dos problemas relacionados con la luz que no se lograban resolver. Uno era saber por qué razón un objeto calentado emitía luz, y el otro era entender el valor constante de la velocidad de la luz.

—Debo entonces suponer que fue Einstein quien echó luz sobre el problema de la luz —bromeó Tomás.

—Ni más ni menos. Einstein concluyó en 1905 su teoría de la relatividad restringida, por la que estableció un vínculo entre el espacio y el tiempo, diciendo que ambos son relativos. Por ejemplo, el tiempo cambia porque hay movimiento en el espacio. Lo único no relativo, sino absoluto, es la velocidad de la luz. Él previó que, a velocidades próximas a la luz, el tiempo se reduce y las distancias se contraen.

—Eso ya lo sé.

—Menos mal, porque así no pierdo mucho tiempo con esto. La cuestión es que, si todo es relativo, con excepción de la velocidad de la luz, la masa y la energía son relativas. Más que relativas, masa y energía son las dos caras de una misma moneda.

—¿Ésa no es la famosa ecuación?

Ariana apuntó la ecuación en una hoja.

—Sí. Energía es igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz.

—Si no recuerdo mal, ésa es la ecuación que está por detrás de las bombas atómicas.

—Exacto. Como usted sabe, la velocidad de la luz es enorme. El cuadrado de la velocidad de la luz es un número muy grande, lo que implica que una minúscula porción de masa contiene una brutal cantidad de energía. Por ejemplo, usted pesa unos ochenta kilos, ¿no?

—Más o menos.

—Eso significa que usted contiene en su cuerpo materia con energía suficiente para abastecer de electricidad a una pequeña ciudad durante toda una semana. La única dificultad es transformar esa materia en energía.

—¿Eso no tiene que ver con la fuerza fuerte que mantiene unido el núcleo de los átomos?

Ariana inclinó la cabeza y arqueó las cejas.

—Al fin y al cabo, usted siempre sabe algunas cositas de física…

—Es que… debo de haber leído eso en alguna parte.

—Pues, bien. Quédese entonces con la idea de que energía y masa son las dos caras de la misma moneda. Esto significa que se puede transformar una cosa en la otra, o sea, que la energía se transforme en materia o la materia en energía.

—¿Está diciendo que es posible hacer una piedra a partir de la energía?

—Sí, teóricamente eso es posible, aunque la transformación de energía en masa sea algo que normalmente nosotros no observamos. Pero ocurre. Por ejemplo, si un objeto se acerca a la velocidad de la luz, el tiempo se contrae y su masa aumenta. En esa situación, la energía del movimiento da lugar a la masa.

—¿Ya se ha observado eso alguna vez?

—Sí. En el acelerador de partículas del CERN, en Suiza. Se aceleraron los electrones a tal velocidad que aumentaron cuarenta mil veces de masa. Hay incluso fotografías de rastros de protones después de choques, fíjese.

—Caramba.

—Por eso, además, ningún objeto puede alcanzar la velocidad de la luz. Si lo hiciese, su masa se volvería infinitamente grande, lo que requeriría una energía infinita para mover a ese objeto. Ahora bien, eso no puede ser, ¿no? De ahí que se diga que la velocidad de la luz es la velocidad límite en el universo. Nada la puede igualar, porque, si un cuerpo la igualase, su masa se volvería infinitamente grande.

—Pero ¿de qué está formada la luz?

—De partículas llamadas fotones.

—¿Y esas partículas no aumentan de masa cuando andan a la velocidad de la luz?

—Ésa es la cuestión. Los fotones son partículas sin masa, se encuentran en estado de energía pura y ni siquiera experimentan el paso del tiempo. Como andan a la velocidad de la luz, para ellos el universo es intemporal. Desde el punto de vista de los fotones, el universo nace, crece y muere en el mismo instante.

—Increíble.

Ariana bebió un trago de zumo de naranja.

—Lo que tal vez usted no sabe es que no hay una teoría de la relatividad, sino dos.

—¿Dos?

—Sí. Einstein concluyó la teoría de la relatividad restringida en 1905, en la que explica una serie de fenómenos físicos, pero no la gravedad. El problema es que la relatividad restringida entró en conflicto con la descripción clásica de la gravedad y era preciso resolver ese desajuste. Newton creía que una alteración repentina de masa implicaba una alteración instantánea de la fuerza de gravedad. Pero eso no puede ser, puesto que requiere que exista algo más veloz que la luz. Supongamos que el Sol estallara en ese preciso instante. La relatividad restringida prevé que tal acontecimiento sea percibido en la Tierra sólo ocho minutos después, dado que ése es el tiempo que a la luz le lleva hacer el viaje entre el Sol y la Tierra. Pero Newton creía que el efecto se sentiría inmediatamente. En el exacto momento en que el Sol estallase, la Tierra sentiría el efecto de ese acontecimiento. Ahora bien: eso no es posible, puesto que nada va más deprisa que la luz, ¿no? Para solucionar este y otros problemas, Einstein concluyó en 1915 la teoría de la relatividad general, que resolvió la cuestiones acerca de la gravedad y estableció que el espacio es curvo. Cuanta más masa tiene un objeto, más se curva el espacio a su alrededor y, en consecuencia, mayor es la fuerza de gravedad que ejerce. Por ejemplo, el Sol ejerce más fuerza de gravedad sobre un objeto que la Tierra porque dispone de mucha más masa, ¿entiende?

—Hmm…, no muy bien. ¿El espacio se curva? ¿Qué quiere decir con eso?

Ariana abrió los brazos.

—Imagine, Tomás, que el espacio es una sábana estirada en el aire entre nosotros dos. Imagine que ponemos una pelota de fútbol en el medio. ¿Qué ocurre? La sábana se curva alrededor de la pelota, ¿no? Si tiro una canica sobre la sábana, será atraída hacia la pelota de fútbol, ¿no? En el universo pasa lo mismo. El Sol es tan grande que curva el espacio a su alrededor. Si un objeto exterior se acerca despacio, dará contra el Sol. Si un objeto se acerca a cierta velocidad, como la Tierra, comenzará a andar alrededor del Sol, sin caer en él ni huir de él. Y si un objeto va a mucha velocidad, como un fotón de luz, al acercarse al Sol curvará un poco su trayectoria pero logrará huir y proseguir su viaje. En el fondo, esto es lo que dice la relatividad general. Todos los objetos distorsionan el espacio, y cuanta más masa tenga un objeto, más distorsionará el espacio a su alrededor. Como el espacio y el tiempo son dos caras de la misma moneda, un poco como la energía y la materia, esto significa que los objetos también distorsionan el tiempo. Cuanta más masa tenga un objeto, más lento será el tiempo cerca de él.

—Es todo muy extraño —observó Tomás—. Pero ¿qué tiene eso que ver con el manuscrito de Einstein?

—Todo o nada, no lo sé. Pero es importante que usted entienda que el manuscrito fue concebido cuando Einstein estaba intentando establecer la teoría del todo.

—Ah, sí. ¿Ésa es una teoría más de Einstein?

—Sí.

—Las dos de la relatividad no alcanzaron, ¿no?

—Einstein pensó inicialmente que sí, pero, de repente, se topó con la teoría cuántica. —Ariana inclinó la cabeza con su gesto característico—. ¿Sabe qué es la teoría cuántica?

—Bien…, he oído hablar de ella, sí, pero los detalles…, en fin.

La iraní se rio.

—No se acompleje —exclamó—. Incluso algunos científicos que desarrollaron la teoría cuántica nunca llegaron a entenderla muy bien.

—Ah, bueno. Entonces me quedo más tranquilo.

—La cuestión es ésta. La física de Newton es adecuada para explicar nuestro mundo cotidiano. Cuando construyen un puente o ponen a circular un satélite alrededor de la Tierra, los ingenieros recurren a la física de Newton y de Maxwell. Los problemas de esta física clásica sólo surgen cuando nos enfrentamos con aspectos que no forman parte de nuestra experiencia diaria, como, por ejemplo, velocidades extremas o el mundo de las partículas. Para tratar los problemas de las grandes masas y de la gran velocidad, aparecieron las dos teorías de Einstein, llamadas de la relatividad. Y para enfrentarse al mundo de las partículas, surgió la teoría cuántica.

—Por tanto, la relatividad es para los grandes objetos y la cuántica para los pequeños.

—Exacto. —Hizo una mueca—. Aunque importa recalcar que el mundo de las micropartículas tiene manifestaciones macroscópicas, como es evidente.

—Claro. Pero ¿quién desarrolló la cuántica?

—La teoría cuántica nació en 1900, como consecuencia de un trabajo de Max Planck sobre la luz emitida por los cuerpos calientes. Después la desarrolló Niels Bohr, que concibió el modelo teórico más conocido de los átomos, aquel según el cual los electrones giran sobre la órbita del núcleo de la misma manera que los planetas giran alrededor del sol.

—Todo eso es conocido.

—Pues sí. Pero lo menos conocido son los extraños comportamientos de las partículas. Por ejemplo, algunos físicos concluyeron que las partículas subatómicas pueden ir del estado de energía A al estado de energía B sin pasar por la transición entre esos dos estados.

—¿Sin pasar por la transición entre los dos estados? ¿Cómo es eso?

—Es muy extraño y polémico. Se lo llama salto cuántico. Es como una persona que sube los peldaños de una escalera. Pasamos de un peldaño a otro sin recorrer el peldaño intermedio, ¿no? No hay medio peldaño. Saltamos de uno al otro. Hay quien sostiene que, en el mundo cuántico, las cosas también se producen así en el plano de la energía. Se va de un estado al otro sin pasar por el estado intermedio.

—Pero eso es muy raro.

—Mucho. Sabemos que las micropartículas dan saltos. Eso no se cuestiona. Lo que ocurre es que hay quien piensa que, cuando estamos hablando del mundo subatómico, el espacio deja de ser continuo y se vuelve granuloso. Se dan saltos sin pasar por el estado intermedio. —Nueva mueca—. Debo decir que no creo en eso y nunca he encontrado prueba o indicio algunos de que así sea.

—Realmente, esa idea es…, es extraña.

Ariana alzó el índice.

—Pero hay más. Se descubrió que la materia se manifiesta al mismo tiempo como partículas y ondas. Tal como espacio y tiempo o energía y masa son dos caras de la misma moneda, ondas y partículas son las dos caras de la materia. Surgió el problema cuando hubo que transformar esto en una mecánica.

—¿Mecánica?

—Sí, la física tiene una mecánica, que sirve para prever los comportamientos de la materia. En los casos de la física clásica y de la relatividad, la mecánica es determinista. Si, por ejemplo, sabemos dónde está la Luna, en qué dirección circula y a qué velocidad, seremos capaces de prever su evolución futura y pasada. Si la Luna circula hacia la izquierda a mil kilómetros por hora, dentro de una hora estará mil kilómetros a la izquierda. Eso es la mecánica. Se puede prever la evolución de los objetos, siempre que se sepa la respectiva velocidad y posición. Todo muy sencillo. Pero, en el mundo cuántico, se descubrió que las cosas funcionan de manera diferente. Cuando sabemos bien la posición de una partícula, no logramos percibir cuál es su velocidad exacta. Y cuando conocemos bien la velocidad, no podemos determinar la posición exacta. Este hecho se rige por el principio de la incertidumbre, una idea que formuló en 1927 Werner Heisenberg. El principio de la incertidumbre establece que podemos saber con rigor la velocidad o la posición de una partícula, pero nunca las dos cosas al mismo tiempo.

—Entonces, ¿cómo se sabe la evolución de una partícula?

—Ése es el problema. No se sabe. Yo puedo saber cuál es la posición y la velocidad de la Luna, y así soy capaz de prever todos sus movimientos pasados y futuros. Pero no tengo manera de determinar con exactitud la posición y la velocidad de un electrón, por lo que no llego a prever sus movimientos pasados y futuros. Ésa es la incertidumbre. Para resolverlo, la mecánica cuántica ha recurrido al cálculo de probabilidades. Si un electrón tiene que elegir entre dos huecos por donde pasar, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que el electrón pase por el hueco de la izquierda, y otro cincuenta por ciento por el de la derecha.

—Parece una buena manera de resolver ese problema.

—Pues sí. Pero Niels Bohr complicó la cosa, y dijo que el electrón pasa por los dos huecos al mismo tiempo. Pasa por el de la izquierda y por el de la derecha.

—¿Cómo?

—Tal como se lo estoy diciendo. Al elegir entre dos caminos, el electrón pasa por los dos simultáneamente, por el hueco de la izquierda y por el de la derecha. ¡O sea, que está en los dos sitios al mismo tiempo!

—Pero eso no es posible.

—Y, no obstante, es lo que prevé la teoría cuántica. Por ejemplo, si ponemos un electrón en una caja dividida en dos lados, el electrón estará en los dos lados al mismo tiempo en forma de onda. Cuando observamos la caja, la onda se deshace inmediatamente y el electrón se transforma en partícula en uno de los lados. Si no miramos, el electrón permanecerá en los dos lados al mismo tiempo bajo la forma de onda. Aunque los dos lados estén separados y colocados a miles de años luz de distancia el uno del otro, el electrón continuará en los dos lados al mismo tiempo. Sólo cuando observemos uno de los lados el electrón decidirá cuál es el lado en el que se va a quedar.

—¿Sólo cuando observamos él se decide? —preguntó Tomás con expresión incrédula—. ¿Qué historia es ésa?

—El principio de incertidumbre estableció inicialmente el papel del observador. Heisenberg concluyó que nunca podremos saber con precisión y simultáneamente cuál es la posición y la velocidad de una partícula a causa de la presencia del observador. La teoría evolucionó hasta el punto de que hubo quien consideraba que el electrón sólo decide en qué lugar está cuando existe un observador.

—Eso no tiene ningún sentido…

—Fue lo que también dijeron los demás científicos, incluso Einstein. Como el cálculo empezó a ser probabilístico, Einstein declaró que Dios no jugaba a los dados, es decir, la posición de una partícula no podía depender de la presencia de observadores ni, sobre todo, de cálculos de probabilidad. La partícula, o bien está en un sitio, o bien está en el otro, no puede estar en los dos al mismo tiempo. La incredulidad fue tal que hubo incluso otro físico, llamado Schrödinger, que concibió una situación paradójica para desvelar este absurdo. Imaginó que se colocaba un gato en una caja con un frasco cerrado de cianuro. Un proceso cuántico podría llevar a un martillo, con una probabilidad del cincuenta por ciento, a romper el frasco o no. De acuerdo con la teoría cuántica, los dos acontecimientos igualmente probables se producirían a la vez mientras que la caja permaneciera cerrada, haciendo que el gato estuviese simultáneamente vivo y muerto, de la misma manera que un electrón está simultáneamente en los dos lados de la caja mientras no es observado. Pero eso es un absurdo, ¿no?

—Claro que lo es. No tiene ningún sentido. ¿Cómo es posible que aún se defienda esa teoría?

—Eso es justamente lo que pensaba Einstein. El problema es que esta teoría, por muy extraña que parezca, se corresponde con todos los datos experimentales. Cualquier científico sabe que siempre que la matemática contradice la intuición, la matemática tiende a ganar. Esto ocurrió, por ejemplo, cuando Copérnico dijo que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol y no al contrario. La intuición decía que la Tierra era el centro, dado que todo parecía girar en torno a la Tierra. Ante el escepticismo de todo el mundo, Copérnico sólo encontró aliados entre los matemáticos, los cuales, con sus ecuaciones, comprobaron que sólo la posibilidad de que la Tierra girase alrededor del Sol coincidía con la matemática. Sabemos hoy que la matemática estaba en lo cierto. Con las teorías de la relatividad sucedió lo mismo. Hay muchos elementos de esa teoría que van en contra de la intuición, como las ideas de que el tiempo se dilata y otras rarezas por el estilo, pero la verdad es que los científicos aceptan esos conceptos porque condicen con la matemática y con las observaciones de la realidad. Es lo que ocurre aquí. No tiene sentido decir que un electrón está en dos sitios al mismo tiempo mientras no se lo observa, ello va en contra de la intuición. Y, no obstante, coincide con la matemática y con todas las experiencias efectuadas.

—Ah, bueno.

—Pero Einstein no se conformó con esta idea por una razón muy simple. La teoría cuántica comenzó no condiciendo con la teoría de la relatividad. Es decir, una es buena para comprender el universo de los grandes objetos, y la otra es eficiente en la explicación del universo de los átomos. Pero Einstein pensaba que el universo no puede generarse según leyes diferentes, unas deterministas para los grandes objetos y otras probabilísticas para los pequeños. Tiene que haber un único conjunto de reglas. Comenzó así a buscar una teoría unificadora que presentase las fuerzas fundamentales de la naturaleza como manifestaciones de una fuerza única. Sus teorías de la relatividad reducían a una única fórmula todas las leyes que rigen el espacio, el tiempo y la gravedad. Con la nueva teoría, intentaba reducir a una única fórmula los fenómenos de la gravedad y del electromagnetismo. Creía que la fuerza que hace mover al electrón alrededor del núcleo es del mismo tipo de la que hace mover a la Tierra alrededor del Sol.

—Una nueva teoría, ¿eh?

—Sí. Él la llamó la teoría de los campos unificados. Era su versión de la teoría del todo.

—Ah.

—Y era eso lo que Einstein estaba desarrollando cuando elaboró este manuscrito.

—Cree que La fórmula de Dios tiene relación con esa búsqueda, ¿no?

—No lo sé —dijo Ariana—. Tal vez sí, tal vez no.

—Pero, si es así, ¿qué sentido tiene mantener todo en secreto?

—Oiga, yo no sé si es eso. Ya he leído el documento y es extraño, ¿sabe? Y la verdad es que fue el propio Einstein quien decidió mantenerlo en secreto. Si lo hizo, habrá sido porque tenía buenos motivos para ello, ¿no cree?

Tomás clavó los ojos en la iraní, atento a su reacción cuando escuchase la pregunta que iba a hacerle.

—Si La fórmula de Dios no tiene relación con la búsqueda de la teoría del todo, ¿con qué tiene relación? —preguntó, y acentuó su expresión interrogativa—. ¿Con armas nucleares?

Ariana le devolvió la mirada con intensidad.

—Voy a hacer como que no he escuchado esa pregunta —dijo ella, pronunciando cada sílaba muy despacio, con enorme intensidad—. Y no vuelva a hablar sobre eso, ¿entiende? —Se llevó el índice a la frente—. Su seguridad depende de su inteligencia.

El historiador se estremeció.

—¿Mi seguridad?

—Por favor, Tomás —dijo ella, casi implorante—. No hable sobre eso con nadie. No pronuncie esas palabras delante de nadie. Haga sólo su trabajo, ¿ha oído? Sólo su trabajo.

Tomás se calló por un instante, pensativo e intimidado. Giró la cabeza y vio a un grupo de paquistaníes entrando en el restaurante del hotel. Era el pretexto ideal para poner fin a aquella conversación peligrosa.

—¿No tiene hambre? —preguntó.