La gran arena tenía las gradas repletas de gente, sobre todo mujeres cubiertas con chadores negros, pero todos se comportaban como si fuese día de espectáculo. Alguien empujó a Tomás y lo obligó a arrodillarse en el centro, con la cabeza pendiendo hacia delante y expuestos el cuello y la nuca. Por el rabillo del ojo, el historiador logró reparar en la presencia de hombres vestidos con largas túnicas blancas islámicas; se acercaron y cerraron un círculo a su alrededor, como si lo cercasen, cortándole la última esperanza de escapar de aquel lugar de muerte. Entre ellos asomó Ariana, con la mirada triste, sin atreverse siquiera a acercarse al condenado, soplándole un tímido beso de despedida. Luego, la hermosa iraní desapareció y, en su lugar, surgió Rahim, con los ojos resentidos chispeantes de furia y una enorme espada curva centelleante en el cinturón. Rahim sacó la espada del cinturón con un movimiento brusco, la sujetó con las dos manos, se irguió y la alzó hacia los cielos, y las suspendió por un instante, un tremendo segundo, sólo un breve y largo momento antes de que la hoja rasgase el aire con toda fuerza y decapitase a Tomás.
Se despertó.
Sintió un sudor frío que le humedecía la parte superior de la frente, y la transpiración le pegaba el pijama al pecho y a la espalda. Jadeaba. Intentó descubrir si aquello era la muerte, pero no; con alivio, con terror, comprendió al fin que vivía, la habitación oscura le respondía en silencio, el sosiego le revelaba que todo no había sido más que una pesadilla, pero que la otra pesadilla, aquella en la que el iraní del bazar lo había atrapado en la víspera, era muy real, palpable, inminente.
Apartó las sábanas, se sentó en la cama y se frotó los ojos.
—Pero ¿dónde me he metido? —murmuró.
Tambaleó hacia el cuarto de baño y fue a lavarse. En el espejo vio a un hombre con profundas ojeras, el resultado previsible de un angustioso insomnio que sólo acabó por la madrugada. Se sentía llevado a toda velocidad por las sendas ondulantes de una montaña rusa de emociones, ya deprimido por la perspectiva de cometer un acto terrible en un país de horribles castigos, ya esperanzado por un súbito vuelco, un cambio repentino, un acontecimiento providencial cualquiera que, casi por arte de magia, resolviese el problema y lo liberase de aquella carga pavorosa que le habían puesto, inesperadamente, sobre los hombros.
En esos momentos de esperanza se aferraba con todas sus fuerzas al diálogo de la víspera con Ariana. Seguramente el ministro de la Ciencia entendería lo razonable de su solicitud, ponderó frente al espejo, en una pausa entre el acto de extender la espuma de afeitar y el de pasar la hojilla por la cara. El argumento de que la clave del mensaje cifrado se encontraba oculta en algún sitio del texto del manuscrito cobraba sentido cabal y era de una evidencia tal que el ministro, sin duda, no dejaría de reconocerla. Era inevitable que lo autorizasen a consultar el texto. Y cuando lo consultase podría ser que encontrase todas las respuestas que demandaba la CIA, podría ser que descubriese cosas que hicieran innecesario el robo del manuscrito, librándolo así de una acción trapacera para la cual sentía que no daba la talla.
Cerró los ojos y murmuró una promesa.
—Si salgo airoso de esta situación, prometo rezar todos los días del año. —Abrió un ojo, valorando la dureza de la promesa—. Bien, todos los días del año es demasiado. Rezaré todos los días del mes que viene.
Alentado por una inesperada confianza, que había recobrado gracias a la promesa, abrió el grifo de la ducha, sintió la temperatura del agua y, cuando se dio por satisfecho, levantó el pie y entró en la bañera.
La figura graciosa de Ariana apareció en el lobby algo después de la hora fijada; Tomás ya había desayunado y aguardaba impaciente en el sofá del bar. Se saludaron, la iraní se acomodó en el lugar que había ocupado en la víspera y le pidió un zumo de naranja al camarero. Conteniendo a duras penas la ansiedad, el historiador fue derecho al grano.
—¿Y? ¿El ministro?
—¿Qué pasa con el ministro?
—¿Dio la autorización?
Ariana hizo el gesto de quien hasta entonces no había entendido la pregunta.
—Ah, sí —exclamó—. La autorización.
—¿La dio?
—Bien…, pues…, no.
Tomás se quedó inmóvil mirándola, escuchando sin poder creer en lo que había oído.
—¿No? —balbució.
—No, no lo ha autorizado —dijo Ariana—. Le expliqué que usted considera que el poema es un mensaje codificado y que la clave del código se encuentra en el texto. Él me dijo que lo lamenta mucho, pero que, por razones de seguridad nacional, usted no puede tener acceso al contenido del documento y que, si eso implica una demora en la decodificación del poema, paciencia.
—Pero…, pero eso puede significar incluso que no se descifre el poema del todo —insistió el portugués—. ¿Le ha explicado eso?
—Se lo he explicado, claro que se lo he explicado. Pero no quiere saber nada de eso. Dice que la seguridad nacional está por encima de todo y que, en cuanto al tema de la decodificación, ése no es sólo un problema de Irán. —Señaló a su interlocutor—. Es también un problema suyo.
—¿Mío?
—Sí, suyo. ¿No se acuerda de que el agha Jalili dijo que usted no tendrá autorización para salir de Irán mientras no descifre los acertijos? El ministro me ha confirmado que es así, efectivamente. Además, parece que el caso ha llegado hasta el presidente. —Ariana hizo un gesto de resignación—. De modo que, Tomás, lo lamento mucho, pero usted está condenado a despejar esos mensajes ocultos.
El historiador respiró hondo y se fijó, bajando sus ojos, en el mármol pulido que brillaba en el suelo; se sentía desanimado y acorralado.
—Estoy perdido —comentó en tono de desahogo.
Ariana le tocó el brazo.
—Calma, no se ponga así. Ya he visto que usted es un excelente criptoanalista. Va a conseguir despejar esos enigmas, estoy segura.
El portugués parecía dominado por el desaliento, con una expresión tristona dibujada en el rostro. En verdad, no tenía dudas de que sería capaz de descubrir los mensajes ocultos en los acertijos; la petición de consultar el texto del manuscrito se debía, al fin y al cabo, más a la voluntad de conocer mejor el documento que a la convicción de que éste ocultaba la clave del código. El verdadero problema es que la revelación de que el ministro no autorizaba la consulta implicaba el desmoronamiento de sus últimas esperanzas de resolver el problema sin el asalto que el hombre del bazar le había anunciado en la víspera.
—Estoy perdido —repitió, con la mirada sombría.
—Oiga —dijo Ariana, sin cejar en el intento de consolarlo—. No es para desanimarse, usted va a solucionar el problema. Además, es incluso una oportunidad de que trabajemos juntos durante un tiempo. ¿Eso…, eso no le agrada?
Tomás pareció despertar del sopor.
—¿Eh?
—¿No le agrada trabajar conmigo durante todo este tiempo?
El historiador contempló el semblante perfecto de la iraní.
—Eso es realmente lo único que me impide suicidarme ahora mismo —dijo él, casi mecánicamente.
Ariana se rio.
—Usted es gracioso, no me cabe duda. —Inclinó la cabeza—. Entonces, ¿qué está esperando? ¡Vamos a ello!
—¿A ello qué?
—Vamos a trabajar.
Tomás cogió el folio con los mensajes, lo desdobló y lo puso sobre la mesita.
—Eso es, tiene razón —exclamó, sacando el bolígrafo del bolsillo—. Vamos a trabajar.
Se pasaron tres horas analizando los múltiples significados simbólicos de las diversas palabras esenciales del poema, en particular Terra, terrors, Sabbath y Christ, pero no encontraron nada fuera de lo que ya habían concluido en la víspera. Fue un trabajo frustrante, con todas las hipótesis apuntadas y luego tachadas por absurdas e inconsistentes.
Ya cerca de la hora del almuerzo, Tomás pidió permiso y se dirigió al cuarto de baño. Al contrario de la mayor parte de los cuartos de baño iraníes, donde el lugar en que se hacen las necesidades está compuesto de un inmundo agujero abierto en el suelo, éste disponía de retrete, mingitorios y hasta un olorcillo perfumado que flotaba en el aire, prueba de que aquél era uno de los mejores hoteles del país.
Cuando se encontraba frente al mingitorio, concentrado en la tarea inmediata, el historiador sintió una mano sobre su hombro y se estremeció del susto.
—¿Y, profesor?
Era Bagheri.
—¡Mossa! —suspiró—. ¡Qué susto me ha pegado!
—Usted está muy nervioso.
—¿Y no tengo razones para estarlo? ¿Se ha dado cuenta del lío en que me quiere meter?
—Termine lo que está haciendo —dijo Bagheri, que se alejó y se apoyó en el lavabo.
Tomás se quedó un instante más frente al mingitorio; cuando acabó, se abrochó la bragueta y fue a lavarse las manos.
—Oiga —dijo, mirando a Bagheri por el espejo—, yo no estoy hecho para estas cosas. He estado pensando y…, y he decidido no ir.
—Son órdenes de Langley.
—¡Me da igual! Ellos nunca me hablaron de comprometerme en un asalto.
—Las circunstancias han cambiado. El hecho de que usted no haya logrado leer el manuscrito nos ha obligado a alterar los planes. Además, hay decisiones nuevas que van más allá de Langley.
—¿Decisiones nuevas?
—Sí. Decisiones tomadas en Washington. Fíjese, profesor, en que éste es un asunto que afecta a la seguridad de Occidente. Si un país como Irán tiene acceso a la fórmula de la fabricación sencilla de un arma nuclear, puede estar seguro de que eso alarma a todo el mundo, especialmente después del 11 de septiembre. —Esbozó un gesto resignado—. Por tanto, frente a lo que está en juego, puede creer que la última de las preocupaciones de Washington es saber si a usted o a mí nos gusta o no la misión para la que nos han reclutado.
—Pero yo no formo parte de ningún comando, ¿entiende? Ni siquiera he hecho el servicio militar. Voy a ser un obstáculo.
—Profesor, ya le dije ayer que su participación es crucial para el éxito de la operación. —Bagheri alzó el pulgar—. Sólo usted ha visto el manuscrito. —Ahora el índice—. Y sólo usted ha visto en qué sala está guardado. —Señaló a Tomás—. Como es lógico, lo necesitamos para que nos guíe en la localización e identificación del documento. Sin su ayuda, ¿cómo haremos las cosas? Mire, estaríamos vagando por el ministerio como cucarachas atontadas, registrándolo todo sin encontrar nada. —Meneó la cabeza—. No puede ser.
—Pero, oiga, cualquier persona puede perfectamente…
—Basta —interrumpió Bagheri, elevando un poco el tono de la voz—. La decisión está tomada y no hay nada que usted o yo podamos hacer. Están en juego cosas demasiado importantes para que ahora nos venga con dudas. —Miró de reojo la puerta—. Además, dígame una cosa.
—¿Sí?
—¿Usted cree realmente que esta gente va a dejar que regrese a su país después de que el trabajo haya concluido?
—Fue lo que dijeron.
—¿Y usted los cree? Piense un poco. Usted ha visto el manuscrito de Einstein y, en principio, va a decodificar los secretos que Einstein interpoló en su fórmula nuclear. ¿No le parece extraño que, teniendo la intención de mantener todo en secreto, el régimen lo deje volver tranquilamente a su tierra, sabiendo lo que usted sabe? ¿No le parece que eso constituye un grave riesgo para la confidencialidad del proyecto nuclear iraní? ¿No se le ocurre pensar que, después de concluido el trabajo, y estando usted en posesión de parte del secreto, el régimen lo va a considerar una grave amenaza para la seguridad de Irán?
A Tomás se le desorbitaron los ojos, digiriendo las implicaciones de las preguntas lanzadas por el iraní.
—Eh…, pues, realmente…, eh… —tartamudeó—. ¿Creo…, cree realmente que me van a mantener aquí para…, para siempre?
—Una de dos: o lo matan cuando ya no lo necesiten, o lo mantienen preso en una jaula dorada. —Bagheri miró de reojo la puerta una vez más, para comprobar que seguían solos—. Admito como más probable que lo retengan para siempre en Irán. El régimen está constituido por fanáticos fundamentalistas, lo que tiene, a pesar de todo, su lado positivo. Aunque sean implacables en la aplicación de la sharia, la ley islámica, comparten una profunda creencia en el comportamiento moral y es probable que, no disponiendo de un motivo moralmente razonable para matarlo, lo retengan aquí. Pero, por otro lado, es necesario no olvidar que están en cuestión secretos fundamentales para el régimen, ¿no? Y los motivos morales también se inventan. Siendo así, no hay que desdeñar la posibilidad de que elijan un método más radical y seguro para hacerlo callar. —Se pasó el dedo por el cuello—. ¿Ha entendido?
El historiador cerró los ojos, se masajeó las sienes y suspiró.
—Estoy realmente perdido.
Bagheri volvió a mirar la puerta del cuarto de baño.
—Oiga, no tenemos mucho tiempo —dijo—. He venido sólo para decirle que todo está listo.
—¿Qué es lo que está listo?
—Los preparativos para la misión se encuentran prácticamente concluidos. Después del asalto, vamos a llevarlo a una aldea en el mar Caspio, llamada Bandar-e Torkaman, situada cerca de los restos del muro de Alejandro Magno.
—¿Bandar qué?
—Bandar-e Torkaman. Es una pequeña población portuaria turca, no muy lejos de la frontera con Turkmenistán. En el puerto de Bandar-e Torkaman habrá un barco de pesca con el nombre de la capital de Azerbaiyán, Baku. Es un barco que hemos alquilado y que lo llevará justamente a Baku. ¿Está claro?
—Pues… más o menos —dijo, y adoptó una expresión de intriga—. ¿Usted vendrá conmigo?
Bagheri meneó la cabeza.
—No, voy a tener que quedarme en Teherán para confundir las pistas. Pero Babak lo llevará, quédese tranquilo. Es importante, no obstante, que memorice algo.
Tomás sacó un papel y un bolígrafo del bolsillo.
—Dígame.
—No, no puede escribir eso en ninguna parte. Tiene que memorizarlo, ¿entiende?
El historiador hizo una mueca de disgusto.
—¿Memorizar?
—Sí, tiene que hacerlo. Por motivos de seguridad.
—Dígame, pues.
—Cuando llegue al Baku, que se encuentra atracado en el puerto de Bandar-e Torkaman, mande llamar a Mohammed. —Alzó el dedo—. Recuerde: Mohammed.
—Como el profeta.
—Exacto. Pregúntele si este año piensa ir a La Meca. Él responderá inch’Allah. Ésas son la seña y la contraseña.
—¿Piensa ir este año a La Meca? —preguntó Tomás, memorizando la pregunta—. Ésa es la seña, ¿no?
—Sí, así es.
—Si él dice inch’Allah significa que todo está bien.
—Exacto.
—Parece fácil.
—Claro que es fácil. —Bagheri consultó el reloj—. Bien, tengo que irme. Vengo a buscarlo a medianoche.
—¿A medianoche? ¿Para ir adónde?
El iraní lo miró, sorprendido.
—¿Aún no se lo he dicho?
—¿Me ha dicho qué?
—El operativo, profesor.
—¿Qué pasa con el operativo?
—Es esta noche.