Faltaban cinco minutos para las tres de la tarde cuando Tomás salió del ascensor y atravesó el lobby del hotel. Miró a su alrededor con la actitud más natural de la que era capaz, intentando comprobar que nadie lo observaba. No había señales de Ariana, de quien se había despedido media hora antes, alegando que iba a dormir la siesta; nadie parecía prestarle particular atención. Se acercó al concierge, consultó discretamente el nombre que había apuntado en el papel y llamó al bell boy.
—Debe de haber un taxi esperándome —le dijo.
—¿Un taxi, señor?
—Sí. Es el taxi de Babak.
El chico salió a la calle y le hizo una seña a un coche color naranja, que se encontraba estacionado a la derecha. El automóvil arrancó y se detuvo en la rampa, delante de la entrada del hotel.
—Por favor, señor —dijo el bell boy, abriéndole la puerta trasera.
Tomás se paró junto a la portezuela y, antes de entrar, miró al chófer, un muchacho tan delgado que parecía un esqueleto.
—¿Usted es Babak?
—¿Eh?
—¿Babak?
El hombre respondió que sí moviendo la cabeza.
—Bale.
Tomás colocó una moneda de cien riales en la mano del bell boy y se acomodó en el asiento de atrás. El taxi arrancó y se internó en la loca corriente del tráfico de Teherán, girando y volviendo a girar por la maraña de calles, avenidas y travesías. El pasajero intentó sacar un tema de conversación y le preguntó hacia dónde iban, pero Babak se limitó a menear la cabeza.
—Man ingilisi balad nistam —dijo.
Era evidente que no hablaba inglés. Comprendiendo que no saldría nada de allí, el portugués se recostó en el asiento y se dejó guiar; sabía que algo ocurriría, a fin de cuentas el hombre de la CIA no le había mandado coger ese taxi para que se pasease inútilmente por la ciudad. Era cuestión de tener paciencia y esperar.
El taxi deambuló durante veinte minutos por las calles de Teherán, y Babak se mantuvo siempre atento al espejo retrovisor. A veces giraba repentinamente por una transversal y era en esos momentos cuando más consultaba el retrovisor; lo hizo en varias ocasiones, siempre utilizando la misma técnica, hasta darse por satisfecho y entrar en la avenida Taleqani. Paró en las inmediaciones de la Universidad Amirkabeir, y un hombre corpulento entró en el coche y se sentó al lado de Tomás.
—¿Cómo está, profesor?
Era el agente de la CIA que había conocido la víspera.
—Hola. —El portugués vaciló—. Disculpe, no me acuerdo de su nombre.
El hombre, al sonreír, dejó ver sus dientes estropeados.
—Menos mal —exclamó—. Me llamo Golbahar Bagheri, pero, tal vez sea mejor que ni siquiera memorice mi nombre.
—Entonces, ¿cómo lo puedo llamar?
—Mire, llámeme Mossa.
—¿Mossa? ¿De Mossad?
Bagheri se rio.
—No, no. Mossa, de Mossadegh. ¿Sabe quién fue Mossadegh?
—No tengo idea.
—Yo se lo cuento —dijo, y soltó unas frases en parsi dirigidas a Babak. El automóvil arrancó y prosiguió por la misma avenida—. Mohammed Mossadegh era un abogado al que eligieron democráticamente y al que nombraron primer ministro de Irán. En ese momento, los pozos de petróleo existentes en el país estaban bajo el control exclusivo de la Anglo-Iranian Oil Company, y Mossadegh intentó mejorar las condiciones del negocio. Los británicos se negaron y él decidió nacionalizar la compañía. Fue un acto con enormes repercusiones, hasta tal punto que la revista Time lo eligió como figura del año en 1951, por haber alentado de ese modo a los países subdesarrollados a liberarse de los colonizadores. Pero los británicos nunca aceptaron la situación, y Churchill logró convencer a Eisenhower de derrocar a Mossadegh. —Señaló a la izquierda—. ¿Ve aquel edificio?
Tomás miró el lugar. Era una amplia construcción, casi escondida detrás de muros llenos de consignas. Una de ellas, la más visible, decía «Down with the USA».
—Sí, lo veo.
—Ésta es la antigua embajada de Estados Unidos en Teherán. La CIA, desde un bunker de la embajada, elaboró el plan para derrocar a Mossadegh. La llamaron Operación Ajax. A costa de muchos sobornos y de la difusión de contrainformación, la CIA logró el apoyo del Sah y de muchas figuras notables del país, incluso de líderes religiosos, jefes militares y directores de periódicos, y derrocó a Mossadegh en 1953. —Bagheri miró el edificio, donde se encontraban algunos milicianos armados—. A causa de ese episodio, cuando se produjo la Revolución islámica, en 1979, los estudiantes invadieron la embajada americana y mantuvieron a unos cincuenta diplomáticos como rehenes durante más de un año. Los estudiantes temían que la embajada conspirase contra el ayatolá Jomeini como había conspirado contra Mossadegh.
—Ah —exclamó Tomás—. ¿Y qué pensaba usted de Mossadegh?
—Era un gran hombre.
—Pero lo derrocó la CIA.
—Sí.
—Entonces…, disculpe, pero no llego a entender. Usted trabaja para la CIA.
—Trabajo ahora para la CIA, pero no trabajaba en 1953. Además, ni siquiera había nacido en aquel entonces.
—Pero ¿cómo puede usted trabajar para la CIA si la Agencia derrocó a ese hombre?
Bagheri hizo un gesto resignado.
—Las cosas cambiaron. Quienes se encuentran ahora en el poder no son hombres esclarecidos, como Mossadegh, sino un hatajo de fanáticos religiosos que está empujando a mi país de vuelta a la Edad Media. —Señaló a los milicianos armados que deambulaban frente a la antigua embajada—. Ellos son mis enemigos. Y también son enemigos de la CIA, ¿no? —Sonrió—. No sé si ya ha oído este proverbio árabe, pero el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Por lo tanto, la CIA es ahora mi amiga.
El taxi dobló la esquina y cogió la avenida Moffateh en dirección al sur. El coche parecía avanzar sin sentido por las calles y avenidas de Teherán, algo que se hizo muy claro cuando giraron por la Enquelab y rodearon la plaza Ferdosi, volviendo hacia Enquelab, aunque en sentido contrario. Era un trayecto sin destino, en el que sólo interesaba el viaje, o tal vez ni él siquiera; el paseo, al fin y al cabo, no era más que un mero pretexto para reunirse lejos de miradas indiscretas.
Después de alejarse del sector de la embajada, el coloso iraní se quedó un tiempo callado, con los ojos fijos en la manada de coches que llenaba las calles, verdaderos depredadores en las manos nerviosas de los impacientes automovilistas de la ciudad.
—He recibido instrucciones de Langley —dijo Bagheri por fin, sin dejar de observar el tráfico.
—¿Ah, sí? ¿Y qué dicen ellos?
—Se quedaron disgustados con usted porque no pudo volver a ver el manuscrito. Quieren saber si no hay realmente ninguna posibilidad de hacerlo.
—Por lo que he captado, no la hay. El tipo del ministerio parecía muy celoso de él, siempre alegando seguridad nacional. Si insisto, me temo que despertaré sospechas.
Bagheri apartó los ojos del tráfico y miró a Tomás, con las cejas cargadas.
—En ese caso, será una gran contrariedad.
—¿Una gran contrariedad? ¿Por qué?
—Porque es inaceptable para Estados Unidos que el manuscrito permanezca en manos iraníes.
—Pero ¿qué puede hacer Estados Unidos?
—Hay dos posibilidades en una situación que afecta a la seguridad nacional americana. La primera es bombardear el edifico donde está guardado el manuscrito.
—¿Cómo? ¿Bombardear Teherán por…, por ese motivo?
—Ese documento, estimado profesor, no es una tontería. Son los planes para una bomba atómica barata y fácil de producir. Es una amenaza a la seguridad internacional. Si un régimen como el iraní, que tiene vínculos con grupos terroristas, consigue desarrollar armas nucleares de construcción fácil, puede estar seguro de que locos como Osama Bin Laden y otros no van a volver a atacar Nueva York con unos avioncitos. Tendrán a su disposición cosas mucho más…, pues…, explosivas: no sé si entiende lo que quiero decir.
—Hmm, entiendo.
—En estas circunstancias, bombardear un edificio en Teherán es el menor de los males, créame.
—Ya lo creo, ya lo creo.
El iraní volvió, por momentos, a mirar el paisaje al otro lado de la ventanilla del taxi.
—El hecho de que haya visto ayer el manuscrito en el Ministerio de la Ciencia nos da la confirmación que necesitábamos en cuanto a su paradero. Pero esta opción tiene dos aspectos en contra. Uno es que una acción militar de esta naturaleza tiene repercusiones políticas desagradables, en especial en el mundo islámico. El régimen iraní aparecería como una víctima. Éste es, sin embargo, un obstáculo que se sortearía si no se diese el caso de que hubiera un segundo obstáculo insuperable. Es que, con toda probabilidad, el bombardeo no alcanzará su objetivo estratégico último, que es borrar el documento de Einstein y la fórmula de las armas atómicas baratas y fáciles de producir. El manuscrito se destruiría, claro, pero es más que probable que existan copias en otros cofres iraníes y nada le impediría al régimen fabricar la bomba a partir de la fórmula que se encuentra en el texto. Lo que quiero decir es que el bombardeo destruiría el manuscrito original, pero no la fórmula ya copiada.
—Está claro.
—Por esta razón Langley me ha dado instrucciones para que, si a usted no le resulta posible volver y acercarse al manuscrito, ponga en marcha la segunda opción.
El iraní se calló, parecía preocupado.
—¿Y cuál es la segunda opción? —preguntó Tomás.
Bagheri respiró hondo.
—Robar el manuscrito.
—¿Cómo?
—Ir al Ministerio de la Ciencia y robar el manuscrito. Tan simple como eso.
El historiador, pasada la sorpresa inicial, soltó una carcajada.
—¡Caramba, ustedes no se detienen ante nada! —exclamó—. ¿Robar el manuscrito? Pero ¿cómo van a conseguirlo?
—Es simple. Buscamos la manera de reducir al guardián, entramos ahí dentro, localizamos el documento y nos lo llevamos.
—¿Y por qué no microfilmarlo? Si están allí, frente al documento, ¿no sería mejor actuar más discretamente? A fin de cuentas, el hecho de robarlo no resolverá el problema, dado que, tal como usted mismo ha dicho, los tipos sin duda tienen copias guardadas en otros sitios.
—No, eso no puede ser así. Estados Unidos quiere llevar el documento al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero, para hacerlo, necesitan primero autentificarlo. Sólo lo podrán autentificar si tienen el manuscrito original en sus manos. Por ello tenemos que ir a buscarlo allí.
Tomás consideró las consecuencias de esa acción.
—Oiga: ¿eso no es peligroso?
—Todo en la vida es peligroso. Salir a la calle es peligroso.
—No desvíe el tema, que me parece estar hablando con mi madre. Lo que me preocupa es saber qué me ocurrirá cuando los iraníes echen en falta el documento. No son tontos y saben relacionar las cosas, ¿no? Un día me muestran el manuscrito y, días después…, ¡puf!, desaparece. Es… ¿cómo decirlo? Es… sospechoso.
—Claro, usted ya no va a estar seguro.
—Entonces, dígame: ¿cómo vamos a resolver eso?
—Tendrá que salir del país.
—Pero ¿cómo? Dicen que sólo me dejarán salir después de descifrar los acertijos insertos en el documento.
—Tendremos que sacarlo de Irán la misma noche en que iremos a robar el manuscrito.
—¿Y cuándo será eso?
—Aún no lo sé. Me gustaría que fuese lo más deprisa posible, pero no puedo decirle aún cuándo será, hay demasiados detalles que tratar. Cuento con saberlo mañana mismo, no obstante. En cuanto tenga la información, me pasaré por el hotel para comunicarle los pormenores. —Alzó el dedo—. No salga del hotel, ¿ha oído? Haga todo lo que haría normalmente, siga trabajando en el desciframiento del acertijo y espere a que yo lo contacte.
—Hmm, está bien —asintió Tomás—. Sin embargo, déjeme que recapitule. Su idea es asaltar el ministerio, robar el documento e ir a buscarme enseguida para sacarme de Irán. ¿Es así?
Bagheri inspiró y contuvo el aire en su interior.
—Bien, sí, es más o menos así —dijo con una expresión reticente en el rostro—. Pero…, pues…, hay un pequeño detalle que es… diferente.
—¿Ah, sí?
—Sí.
El iraní se calló, lo que avivó la curiosidad del historiador.
—¿Y cuál es ese detalle?
—Usted viene con nosotros.
—Oh, eso ya me lo ha dicho. Me van a sacar de Irán.
—No, no es eso lo que quería decirle. Usted también viene al ministerio con nosotros.
—¿Cómo?
—Usted forma parte del equipo de asalto.