IX

La figura alta y esbelta de Ariana Pakravan apareció en el restaurante del hotel Simorgh en el momento en que Tomás estaba comiendo una tostada. La hermosa iraní estiró el cuello y giró la cabeza, recorriendo el restaurante con los ojos como una graciosa gacela, hasta que su atención se fijó en la seña que le hizo el historiador desde el fondo del salón. Ariana se acercó a la mesa y sonrió.

—Buenos días, Tomás.

—Hola, Ariana. —Hizo un gesto hacia el centro del restaurante, mostrando la gran mesa con el desayuno—. ¿Quiere tomar algo?

—No, gracias. Ya he desayunado. —Señaló la puerta con la cabeza—. ¿Vamos?

—¿Adónde vamos?

—Bien…, al ministerio.

—¿A hacer qué?

La iraní pareció desconcertada.

—A trabajar, supongo.

—Pero ustedes no me dejan acceder al manuscrito —argumentó Tomás—. Si es para estudiar el papel que me dieron con los acertijos, no necesitamos ir allá, ¿no?

—Realmente tiene razón —reconoció ella, que retiró la silla y se sentó frente a su interlocutor—. Para descifrarlos, no hace falta, en efecto, que vaya al ministerio.

—Además, si fuese al ministerio me arriesgaría a toparme con su gorila.

—Ah, sí, Rahim. —Se inclinó en la mesa, curiosa—. ¿Qué demonios le ha hecho?

Tomás soltó una ruidosa carcajada.

—Nada —exclamó—. Me despedí de él en medio de la calle, sólo eso.

—Mire que se ha quedado muy molesto. A decir verdad, estaba furioso con usted, y el jefe furioso con él.

—Me imagino.

—¿Por qué huyó de él?

—Me apetecía pasear solo por el bazar. No me dirá que está prohibido, ¿no?

—Que yo sepa no.

—Menos mal —concluyó—. Sea como fuere, lo mejor es que nos quedemos en el hotel. Pensándolo bien, aquí estamos mucho más cómodos, ¿no cree?

Ariana alzó la ceja izquierda, con una actitud recelosa.

—Depende del punto de vista —repuso, precavida—. A fin de cuentas, ¿dónde quiere usted trabajar con los acertijos?

—¡Vaya! Aquí en el hotel, claro. ¿Dónde habría de ser?

—De acuerdo, pero que quede bien claro que no vamos a su habitación, ¿ha oído?

—¿Y por qué no?

Los labios de la mujer esbozaron una sonrisa forzada.

—Qué gracioso —exclamó—. Muy ingenioso, sí, señor. —Se enderezó, girando la cabeza para observar a su alrededor—. Ahora en serio: ¿dónde vamos a trabajar?

—¿Por qué no allí, en los sofás junto al bar? —preguntó él, señalando vagamente ese lugar—. Parecen cómodos.

—Está bien. —La mujer se levantó de la mesa—. Mientras termina su desayuno, aprovecho y voy a telefonear al ministerio para decir que usted prefiere quedarse trabajando en el hotel. —Inclinó la cabeza—. Me va a necesitar, ¿no?

Tomás se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Pues claro! Necesito una musa que me inspire.

Ariana reviró los ojos y meneó la cabeza.

—Vamos, hable ya. ¿Me necesita o no?

—Usted habla alemán, ¿no?

—Sí.

—Entonces la voy a necesitar, es evidente. Mi alemán es aún muy flojo y necesito una ayudita.

—Pero ¿cree que necesita realmente saber alemán para descifrar los acertijos?

Tomás se encogió de hombros.

—Francamente, no lo sé. El hecho es que casi todo el manuscrito está redactado en alemán, por lo que tenemos que admitir la posibilidad de que los mensajes cifrados estén en la misma lengua, ¿no?

—Está bien —dijo ella, volviéndose para alejarse—. Entonces voy a avisar de que también me quedaré aquí trabajando con usted.

—Buena chica.

El bar no tenía ambiente de bar. La ausencia de alcohol en los anaqueles y la luz matinal otorgaban al lugar un toque de coffee shop; para colmo, ambos le habían pedido al camarero dos chays de hierbas. Se sentaron en un sofá amplio, uno al lado del otro, y Tomás puso folios A4 blancos sobre la mesita, preparado para ensayar las diversas hipótesis. Sacó el folio doblado del bolsillo y contempló los acertijos.

—Veamos —comenzó Tomás, esforzándose por tomar impulso para el duro trabajo intelectual que lo esperaba—. Hay algo aquí que me parece evidente. —Dio la vuelta al folio para que Ariana lo viese—. Fíjese a ver si logra descubrirlo.

La iraní estudió los acertijos.

—No me hago la menor idea —dijo finalmente.

—Es lo siguiente —retomó el historiador—. Vamos a comenzar por el segundo acertijo. Mirándolo, no hay duda de que se trata de un mensaje cifrado. —Señaló los conjuntos de letras—. Fíjese en esto. ¿Lo ve? No es un código. Es una cifra.

—¿Cuál es la diferencia?

—El código implica la sustitución de palabras o frases. La cifra remite a la sustitución de letras. Por ejemplo, si acordamos entre nosotros que, a partir de ahora, usted se llamará Raposa, se trata de un código. He sustituido el nombre Ariana por el nombre de código Raposa, ¿entiende?

—Sí.

—Pero si acordamos entre nosotros que voy a cambiar las aes por íes, si escribo «Iraini», en realidad estoy diciendo su nombre, Ariana. Sólo he cambiado las letras. Eso es una cifra.

—He entendido.

—Observando estos acertijos, el segundo es evidentemente un mensaje cifrado. —Meneó la cabeza—. Va a ser difícil descifrarlo. Es mejor dejarlo para después.

—¿Prefiere entonces concentrarse en el primer acertijo?

—Sí. El poema podrá ser más fácil.

—¿Cree que es un código?

—Eso creo. —Se frotó el mentón—. Por ahora, fíjese en el tono general del poema. ¿Se ha dado cuenta? ¿Cuál es el sentimiento que transmite?

Ariana se concentró en los cuatro versos.

Terra if fin, de terrors tight, Sabbath fore, Christ nite —leyó en voz alta—. No lo sé. Parece… sombrío, tenebroso, terrible.

—¿Catastrofista?

—Sí, un poco.

—Claro que es catastrofista. ¿Se ha fijado bien en el primer verso?

—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir Terra?

—Es una palabra latina que significa «Tierra», nuestro planeta. Y fin puede ser francés o español. El primer verso parece plantear la hipótesis del apocalipsis, el fin de los días, la destrucción de la Tierra. —Miró a la iraní—. ¿Cuál es el tema del manuscrito de Einstein?

—No se lo puedo decir.

—Oiga, el tema puede ser relevante para la interpretación de este poema. ¿Hay algo en el texto manuscrito que represente una gran catástrofe, una grave amenaza a la vida en la Tierra?

—Ya le he dicho que no se lo puedo decir. Es materia confidencial.

—Pero ¿no ve que necesito saberlo para poder interpretar el poema?

—Lo entiendo, pero no va a sacar nada de mí. Lo máximo que puedo hacer es remitirles el asunto a mis superiores jerárquicos, especialmente al ministro. Si él se convence de la necesidad de informarlo sobre el contenido del manuscrito, mucho mejor.

Tomás suspiró, resignado.

—Muy bien, hable entonces con él y explíquele el problema. —Se concentró de nuevo en el poema—. Fíjese ahora en este segundo verso: «de terrors tight». Un terror opresivo. Una vez más, el tono catastrofista, alarmante, sombrío. Tal como en el primer verso, la interpretación de este segundo verso podría estar también directamente relacionada con el tema del manuscrito de Einstein.

—Sin duda. Todo es un poco… estremecedor.

—Sea lo que fuere lo que aparece en el manuscrito, puede creer que era algo que dejó a Einstein absolutamente impresionado. Tan impresionado que hasta lo vemos inclinándose a la religión en los versos tercero y cuarto. ¿Lo ve? «Sabbath fore, Christ nite». —Torció los labios, pensativo—. El sabbat es el día en que Dios dio la bendición, después de los seis días de la Creación. Es, por ello, el día de descanso obligatorio de los judíos. Einstein era judío y volvió aquí para el sabbat, como si mirase a Dios en busca de salvación. Los fuegos del Infierno se enfriarán en el sabbat y, si todos los judíos son capaces de respetar completamente ese día, el Mesías vendrá. —Deslizó los ojos hacia la última línea—. El cuarto verso refuerza esa llamada al misticismo como solución al terror opresivo, a los fuegos del Infierno que amenazan con poner fin a la Tierra. Nite es una deformación de night. Christ nite: la noche de Cristo. —Miró a Ariana—. Otra referencia tenebrosa.

—¿Cree que este tono sombrío domina en el mensaje?

Tomás cogió su taza humeante de chay y bebió un poco.

—Puede no dominar todo el mensaje, pero constituye sin duda parte de él. —Dejó la taza—. Einstein estaba evidentemente asustado por lo que descubrió o inventó, y creyó oportuno colocar este aviso como epígrafe del manuscrito. Sea lo que fuere La fórmula de Dios, estimada amiga, es sin duda algo que alude a poderes fundamentales de la naturaleza, a fuerzas que nos superan. Por ello insisto en la importancia de que me muestren el contenido del documento. Sin conocerlo, mi capacidad de decodificar este poema se encuentra seriamente limitada.

—Ya le he dicho que voy a plantearle la cuestión al ministro —repitió la iraní, y se fijó de nuevo en el poema—. Pero ¿cree que el poema podrá ocultar más mensajes?

Tomás movió la cabeza de arriba abajo, asintiendo.

—Lo creo. Mi impresión es que aquí hay algo más.

—¿Por qué dice eso?

—No lo sé, es un…, qué sé yo, es una…, una impresión, un feeling que tengo.

—¿Un feeling?

—Sí. ¿Sabe?, cuando ayer leí el poema con atención, en el ministerio, me impactó esta extraña estructura de los versos. ¿Se ha fijado? —Puso el índice en el poema apuntado en el folio—. Éste es un inglés un poco raro, ¿no le parece? Si lo leemos literalmente, hay algo que no encaja. El sentido general es claro, pero el sentido específico se nos escapa. Mire, ahora vamos a intentar comprender el significado literal de los versos: «Si la Tierra llega a su fin, el terror oprime, se impone el sabbat, noche de Cristo». Pero ¿qué demonios quiere decir esto?

—Bien, él intenta, en primer lugar, conseguir una rima.

—Eso es verdad —coincidió Tomás—. Tight rima con nite. Pero también rima con night, ¿no? Entonces, si rima, ¿por qué razón prefirió usar nite en vez de night?

—¿Para hacerlo más sofisticado?

El historiador hizo una mueca, evaluando esa posibilidad.

—Tal vez —concedió—. Puede ser. Puede ser que no sea más que un mero efecto estilístico. Pero todo me sigue resultando muy extraño. —Analizó el primer verso—. ¿Y por qué razón dice Terra y no Earth? ¿Por qué la palabra latina? ¿Y por qué fin no es end? Podría haber escrito Earth if ends. Pero no. Tuve que escribir Terra if fin. ¿Por qué?

—¿No sería para otorgarle un carácter misterioso al poema?

—Tal vez. Pero, cuanto más lo miro, más evidente se vuelve una cosa. No sé explicar por qué. Es un sentimiento que me viene de dentro, una especie de sexto sentido. Y, si lo prefiere, la que habla es mi experiencia de criptoanalista. Pero de algo no tengo dudas.

—¿De qué?

Tomás respiró hondo.

—De que aquí hay un mensaje dentro de otro mensaje.

Se pasaron toda la mañana a vueltas con el poema, intentando entender cuál era el código que permitiría desatar el nudo que lo ocultaba. Tomás pronto se dio cuenta de que, tratándose de un mensaje codificado, la solución del problema era de una complejidad extrema, puesto que necesitaba tener acceso al libro del código, una especie de diccionario que le permitiera entender el sentido de cada palabra del poema. Naturalmente, ese libro no se encontraba disponible allí, por lo que el criptoanalista empezó a hacer conjeturas sobre el lugar donde lo escondería un hombre como Einstein. ¿Sería en casa? ¿Sería en el instituto de Princeton donde se dedicaba a la investigación? ¿Se lo había entregado a alguien? La verdad es que, si se había codificado el mensaje así, se hizo para que la mayoría de las personas no lo entendiesen, pero también para que hubiese personas específicas que lo entendieran. En caso contrario, en vez de codificar el mensaje, Einstein simplemente no lo habría escrito. Si lo escribió, fue porque había sin duda un destinatario, alguien que poseía el libro del código que le permitiría decodificar el poema. Pero ¿quién?

¿Quién?

El profesor Siza era, en estas circunstancias, un evidente sospechoso. ¿Tendría él el libro del código? ¿Sería él el destinatario del mensaje? Tomás sintió momentáneamente un deseo casi irreprimible de preguntarle a Ariana qué había ocurrido con el físico; la pregunta llegó incluso a asomar a su boca, como un vómito que irrumpe por la garganta sin control, pero logró frenarla a tiempo, empujarla de vuelta a las entrañas de donde había surgido. La revelación implícita de que se encontraba al tanto del vínculo entre el profesor, Hezbollah e Irán, consideró Tomás, sería catastrófica; los iraníes pronto se darían cuenta de que alguien del medio lo había informado y brotarían automáticamente las sospechas sobre sus reales intenciones. Y eso era algo que él no podía, de ningún modo, permitir.

Había, claro, un segundo sospechoso. El propio David Ben Gurión. A fin de cuentas, fue el antiguo primer ministro de Israel quien le encargó a Einstein la fórmula de una bomba atómica fácil de preparar. Si Einstein codificó el mensaje en un poema, sin duda lo hizo sabiendo que Ben Gurión poseía el libro del código que le permitiría decodificarlo. De ser así, el Mossad israelí tendría acceso, sin duda, a ese diccionario. Ésta era, tal vez, la hipótesis más interesante, puesto que colocaba el libro del código en manos de Occidente. Dado que, en la víspera, Tomás le había pasado el poema al hombre de la CIA en Teherán, supuso que éste ya se lo habría enviado a Langley. Si así se había hecho, podría incluso darse el caso de que, a esa hora, la CIA ya hubiera decodificado el mensaje inserto en el poema.

El análisis del acertijo los llevó a la mesa del restaurante del hotel. El almuerzo se compuso de platos enteramente iraníes: Tomás probó un zereshk polo ba morq, o gallina con arroz, y Ariana un ghorme sabzi, carne picada con alubias. Discutieron sucesivas posibilidades de decodificación del poema entre bocado y bocado, y la conversación se prolongó cuando llegó el paludeh, el helado de harina de arroz y fruta que pidió el portugués, y la sandía para la iraní.

—Creo que voy a dormir una siesta —anunció Tomás después del qhaveh, el café negro iraní.

—¿No quiere trabajar más?

—Ah, no —dijo él, alzando las manos, como si anunciase su rendición—. Ya estoy muy cansado.

Ariana hizo un gesto apuntando a la taza de qhaveh.

—No sé cómo va a poder dormir —se rio la iraní—. Nuestro café es muy fuerte.

—Mi estimada amiga, la siesta es una vieja tradición ibérica. No hay café que la domine.