VI

Los ojos cálidos de Ariana Pakravan esperaban a Tomás junto a las puertas de la salida de los pasajeros, en la terminal del viejo Aeropuerto Internacional Mehrabad. Por momentos, sin embargo, el recién llegado se sintió perdido, buscando entre la multitud de chadores negros o de colores el rostro familiar que tardaba en aparecer; y sólo cuando Ariana se le acercó y le tocó el brazo, el historiador superó su aturdimiento. Pero Tomás tuvo dificultades en reconocer a su anfitriona en el atuendo islámico que llevaba puesto y no pudo evitar sentirse impactado por la diferencia entre aquella mujer de velo verde y la sofisticada iraní con la que había almorzado en El Cairo sólo una semana antes.

Salam, profesor —saludó la voz sensual, dándole la bienvenida—. Khosh amadin!

—Hola, Ariana. ¿Cómo está?

El portugués se quedó a la expectativa, no sabía si debía inclinarse para besarla en las mejillas o si habría alguna otra forma de saludo más adecuado en aquella tierra de costumbres tan radicales. La iraní resolvió el problema tendiéndole la mano.

—¿Ha tenido un buen vuelo?

—Estupendo —dijo Tomás, y reviró los ojos—. A punto de desmayar, cada vez que había una turbulencia, claro. Pero, fuera de eso, todo anduvo bien.

Ariana se rio.

—Le da miedo volar, ¿eh?

—Miedo no, sólo tengo…, eh…, aprensión. —Hizo una mueca—. Me paso la vida tomándole el pelo a mi madre porque le dan miedo los viajes, pero la verdad es que soy un poco como ella. He heredado sus genes.

La iraní lo observó, fijándose en la bolsa que llevaba al hombro y comprobando si no venía detrás ningún mozo de cordel con más maletas.

—¿No trae más equipaje?

—No. Siempre viajo ligero de equipaje.

—Muy bien. Entonces vamos andando.

La mujer lo condujo hacia una cola a la salida del aeropuerto, al borde de la acera. El recién llegado miró hacia delante y vio automóviles color naranja recogiendo pasajeros.

—¿Vamos en taxi?

—Sí.

—¿No tiene coche?

—Profesor, estamos en Irán —dijo, siempre en un tono jovial—. No son bien vistas aquí las mujeres que conducen.

—Vaya.

Se acomodaron en el asiento trasero del taxi, un Paykan que se caía de viejo, y Ariana se inclinó hacia el taxista.

Loftan, man o bebarin be hotel Simorgh.

Bale.

Tomás sólo entendió la palabra «hotel».

—¿Qué hotel es?

—Es el Simorgh —explicó Ariana—. El mejor de todos.

El taxista volvió la cabeza hacia atrás.

Darbast mikhayin?

Bale —repuso la mujer.

Tomás se mostró curioso.

—¿Qué quiere?

—Preguntaba si queríamos el taxi sólo para nosotros.

—¿El taxi sólo para nosotros? No entiendo…

—Es una costumbre iraní. Los taxis, a pesar de que ya están ocupados con pasajeros, paran por el camino para recoger a otros. Si queremos quedarnos con el taxi sólo para nosotros, tendremos que pagar la diferencia entre el valor que pagaremos y el que pagarían otros pasajeros que, en tal caso, el taxista perderá.

—Ah. ¿Qué le ha respondido?

—Le he dicho que sí —afirmó la iraní—. Queremos el taxi sólo para nosotros.

Ariana se quitó el velo y, como un faro que se enciende, la perfección de las líneas de su rostro iluminó los ojos del portugués. Tomás ya no se acordaba de lo hermosa que era aquella mujer, con sus labios sensuales, los ojos color caramelo, el cutis lechoso, la expresión exótica. El profesor se obligó a volver la cara hacia el otro lado de la ventana, buscando la manera de no quedarse inmóvil admirándole el bonito semblante.

Teherán giraba alrededor de sí misma, con las calles atestadas de automóviles, las casas extendiéndose más allá del horizonte; la ciudad era una jungla de cemento, fea, desordenada, gris, cubierta por una neblina sucia y grasienta que flotaba en el aire como un espectro pardusco. Un volumen blanco y resplandeciente, como un firme copo de nubes iluminado por el sol, planeaba sobre la neblina sebosa, atrayendo la mirada interrogativa del recién llegado.

—Es la Estrella Polar de Teherán —explicó Ariana.

—¿Estrella Polar?

La iraní sonrió, divertida.

—Sí, es como llamamos a las montañas Alborz. —Miró la cordillera distante—. Se extienden por todo el norte de la ciudad, siempre cubiertas de nieve, incluso en verano. Cuando nos sentimos desorientados, las buscamos por encima de las casas y, al ver aquellos picos nevados, sabemos que allí está el norte.

—Pero se ven tan mal…

—Por culpa del esmog. La contaminación en esta ciudad es terrible, ¿sabe? Peor que en El Cairo. A veces tenemos dificultades para verlas, a pesar de ser tan altas y encontrarse tan cerca.

—Parecen altas, sin duda.

—El pico más elevado es el del monte Damavand, aquél a la derecha. —Señaló—. Tiene más de cinco mil metros de altura y, siempre que…

—¡Cuidado!

Un automóvil blanco apareció aceleradamente por la derecha frente al taxi. Cuando parecía que el choque sería inevitable, el taxi giró a la izquierda, casi a punto de estrellarse contra una camioneta, que frenó y tocó el claxon de forma desenfrenada, y se enderezó, escapando por una fracción de segundo a la colisión.

—¿Qué ha pasado? —quiso saber Ariana.

El portugués suspiró de alivio.

—¡Uf! Hemos escapado por poco.

La iraní se rio.

—Oh, no se preocupe, esto es normal.

—¿Normal?

—Sí. Pero es verdad que todos los extranjeros, hasta las personas habituadas al tráfico caótico de las ciudades de Oriente Medio, son presa del pánico cuando llegan aquí. Se conduce demasiado rápido, es un hecho, y los visitantes se pegan todos los días dos o tres sustos de muerte. Pero nunca ocurre nada, en el último instante todo se arregla, ya verá.

Tomás observó el tráfico compacto y veloz, con una expresión recelosa grabada en los ojos.

—¿Le parece? —preguntó con la voz cargada de escepticismo.

—No, no me parece. Lo sé. —Hizo una seña con las manos—. Tranquilícese, vamos.

Pero era imposible relajarse, y el portugués, intranquilo, se pasó el resto del viaje más atento a aquel tráfico infernal. A lo largo de veinte minutos se dio cuenta de que nadie hacía señales hacia la izquierda ni hacia la derecha cuando giraba, pocos eran los conductores que parecían consultar el espejo retrovisor antes de cambiar de dirección, más raros aún los que se ajustaban los cinturones de seguridad; se conducía a una velocidad imposible y los bocinazos y el chirriar de los frenos eran sonidos naturales y permanentes, un verdadero concierto sobre el asfalto. El colmo se produjo en plena autopista, en la Fazl ol-Lahnuri, cuando vio un automóvil que giraba bruscamente en dirección prohibida en el carril contrario y que avanzaba unos centenares de metros en contradirección, hasta que acabó saliendo por un camino de cabras.

Tal como Ariana había previsto, sin embargo, llegaron sanos y salvos al hotel. El Simorgh era un hotel lujoso, de cinco estrellas y una recepción sofisticada. La iraní lo ayudó a hacer el chek-in y se despidió junto a la puerta del ascensor.

—Descanse un poco —le recomendó—. Vendré a buscarlo a las seis de la tarde para llevarlo a cenar.

La habitación estaba finamente decorada. Después de dejar la bolsa en el suelo, Tomás fue hacia la ventana y contempló Teherán; la ciudad estaba dominada por edificios urbanos de mal gusto y elegantes minaretes que se elevaban por encima de las casas incoloras. Al fondo, como un gigante dormido, se extendía la presencia protectora de las montañas Alborz, con la nieve que centelleaba en las cumbres como cuentas de un collar expuesto en una vitrina monumental.

Se sentó en la cama y consultó el folleto plastificado del Simorgh, enumerando los servicios de lujo para los clientes; los principales eran la bañera de hidromasaje, el gimnasio y una piscina, con horarios rotativos para hombres y mujeres. Se inclinó y abrió la puerta del minibar. Se veían botellas de agua mineral y gaseosas, incluso Coca-Cola; pero lo que verdaderamente lo alegró fue la imagen de una lata de cerveza de la marca Delster, cubierta de gotas de agua helada. Sin esperar más, cogió la lata y bebió un buen trago de cerveza.

—Mierda.

Casi vomitó el líquido; no sabía a cerveza, parecía más bien néctar de sidra. Y, previsiblemente, no contenía alcohol.

Sonó el teléfono.

Hello? —atendió Tomás.

Hello? —repuso una voz masculina del otro lado—. ¿Profesor Tomás Noronha?

Yes?

—¿Es un placer estar en Irán?

—¿Cómo?

—¿Es un placer estar en Irán?

—Ah —comprendió Tomás—. Es que… he venido a hacer muchas compras.

Very well —replicó la voz, satisfecha por escuchar aquella frase—. ¿Nos vemos mañana?

—Si yo puedo, sí.

—Tengo buenas alfombras para usted.

—Sí, sí.

—A buen precio.

—Está bien.

—Lo estaré esperando.

Click.

Tomás se quedó un largo rato con el teléfono descolgado en la mano, mirando el micrófono, reconstruyendo la conversación, recordando cada palabra, interpretando la entonación de las frases. El hombre del otro lado de la línea había hablado inglés con un fuerte acento local, no había dudas de que se trataba de un iraní. Tiene sentido, reflexionó el historiador, balanceando levemente la cabeza. Tiene sentido. Es lógico que el hombre de la CIA en Teherán sea un iraní.

Cuando se abrió la puerta del ascensor y Tomás avanzó hacia el lobby del hotel, ya lo esperaba Ariana, sentada en un sofá, junto a un gran tiesto, frente a una taza de chay de hierbas sobre la mesa. La iraní vestía un hejab diferente, con unos pantalones anchos que flotaban en sus piernas altas, una maqna’e de colores sobre la cabeza y un manto de seda que cubría su cuerpo curvilíneo.

—¿Vamos?

Esta vez circularon por Teherán en un coche con chófer, un hombre callado, de pelo corto y gorra en la cabeza. Ariana explicó que la avenida donde estaba situado el hotel, la Valiasr, tenía una extensión de veinte kilómetros, desde el sur pobre hasta el pie de las Alborz, atravesando el norte adinerado de la ciudad; la Valiasr constituía el eje en torno al cual se había levantado la moderna Teherán, el lugar de los cafés de moda, de los restaurantes de lujo y de los edificios diplomáticos.

Les llevó tiempo atravesar la urbe y llegar a la falda de las montañas. El automóvil escaló la cuesta rocosa y entró en un jardín paisajista, protegido por árboles altos. Por detrás, se alzaba la pared escarpada de las Alborz; abajo se extendía el hormiguero fangoso de las casas de Teherán; a la derecha, el sol adquiría el tono anaranjado del crepúsculo.

Estacionaron en el jardín, y Ariana llevó a Tomás a un edificio con enormes ventanas y rodeado de galerías; era un restaurante turco. Construido en un lugar privilegiado, el establecimiento disponía de una magnífica vista de la ciudad, que apreciaron por momentos; con el atardecer abatiéndose sobre el valle, sin embargo, la brisa comenzó a soplar fría y no se detuvieron más tiempo por allí.

Una vez dentro del restaurante, se sentaron junto a la ventana, Teherán a sus pies. La iraní pidió una mirza ghasemi vegetariana para ella y le recomendó a su invitado un broke, sugerencia que Tomás aceptó sin vacilar: quería conocer ese plato de carne picada con patatas y verduras.

—¿No le crea contradicciones ese pañuelo en la cabeza? —preguntó el portugués, mientras esperaban la comida.

—¿El hejab?

—Sí. ¿No le crea contradicciones?

—No, es una cuestión de hábito.

—Pero para quien ha estudiado en París y se ha habituado a las costumbres occidentales, no debe de ser fácil…

Ariana esbozó una expresión interrogativa.

—¿Cómo sabe usted que he estudiado en París?

A Tomás se le desorbitaron los ojos, horrorizado. Había cometido un error terrible. Se acordó de que Don Snyder le había dado esa información, algo que, como era evidente, no podía revelar.

—Pues…, no lo sé —titubeó—. Creo…, eh…, creo que me lo dijeron en la embajada…, en la embajada de Irán en Lisboa.

—¿Ah, sí? —se sorprendió la iraní—. Están muy sueltos de lengua nuestros diplomáticos.

El portugués forzó una sonrisa.

—Son…, son simpáticos. He hablado de usted, ¿sabe? Y ellos me han contado eso.

La anfitriona suspiró.

—Pues sí, estudié en París.

—¿Y por qué volvió aquí?

—Porque las cosas no salieron bien allá. Tuve un matrimonio que no funcionó y, cuando me divorcié, me sentí muy sola. Por otro lado, tenía a toda mi familia aquí. Fue una decisión difícil, no sabe hasta qué punto. Estaba totalmente europeizada, pero la aversión a la soledad y la nostalgia de la familia acabaron siendo más fuertes y opté por volver. Fue en el momento en que empezaron a crecer los reformadores, el país se liberalizaba y las cosas parecían mejores para las mujeres. Fuimos nosotras, las mujeres, junto con los jóvenes, quienes colocamos a Jatami en la presidencia, ¿sabía? —Hizo un esfuerzo de memoria—. Eso fue, déjeme pensar, fue en…, en 1997, dos años después de mi regreso. Las cosas, al principio, anduvieron bien. Se oyeron las primeras voces en defensa de los derechos de las mujeres y hubo algunas que hasta entraron en el Majlis.

—¿El Maj qué?

—El Majlis, nuestro parlamento.

—Ah. ¿Las mujeres entraron en el parlamento, de verdad?

—Sí, y no fue sólo eso, ¿sabe? Gracias a los reformistas, las solteras conquistaron el derecho a ir a estudiar al extranjero, y la edad legal del matrimonio para las chicas subió de los nueve a los trece años. De modo que fue en ese momento cuando fui a trabajar a Isfahan, mi tierra natal. —Esbozó una mueca—. El problema es que los conservadores retomaron el control del Majlis en las elecciones del 2004 y…, no lo sé, ahora estamos viendo adónde irá a parar todo esto. Por el momento, me han trasladado de Isfahan al Ministerio de la Ciencia, en Teherán.

—¿Qué estaba haciendo en Isfahan?

—Trabajaba en una central.

—¿Qué tipo de central?

—Es algo experimental. No interesa.

—¿Y ahora la han trasladado a Teherán?

—El año pasado.

—¿Por qué?

Ariana se rio.

—Creo que algunos hombres son muy tradicionalistas y se ponen nerviosos cuando tienen a una mujer trabajando junto a ellos.

—Su marido debe de haberse sentido fastidiado por el traslado, ¿no?

—No he vuelto a casarme.

—Entonces, su novio.

—Tampoco tengo novio. —Arqueó la ceja—. Pero ¿qué es esto? Me está haciendo una prueba, ¿no? ¿Quiere saber si estoy disponible?

El portugués soltó una carcajada.

—No, claro que no. —Vaciló—: Es decir…, pues…, sí.

—¿Sí qué?

—Sí, estoy haciéndole una prueba. Sí, quiero saber si está disponible. —Se inclinó hacia delante, con los ojos relucientes—. ¿Lo está?

Ariana se sonrojó.

—Profesor, estamos en Irán. Hay ciertos comportamientos que…, que…

—No me llame profesor, me hace más viejo. Llámeme Tomás.

—No puedo. Tengo que cuidar de las apariencias.

—¿Cómo?

—No puedo demostrar intimidad con usted. En realidad, debería llamarlo agha profesor.

—¿Qué significa?

—Señor profesor.

—Entonces llámeme Tomás cuando estemos a solas, y agha profesor cuando haya alguien cerca. ¿De acuerdo?

Ariana meneó la cabeza.

—No puede ser. Tengo que guardar distancia.

El historiador abrió las manos, con el gesto de quien se da por vencido.

—Como quiera —dijo—. Pero dígame una cosa: ¿cómo ven los iraníes a una mujer como usted, tan hermosa, occidentalizada, divorciada, viviendo sola?

—Bien, yo vivo sola aquí, en Teherán. En Isfahan estaba en casa de mi familia. Sabe que la costumbre aquí es que vivamos todos juntos en familia. Hermanos, abuelos, nietos, todos bajo el mismo techo. Hasta los hijos, cuando se casan, se quedan un tiempo más viviendo con sus padres.

—Hmm, hmm —murmuró Tomás—. Pero no ha respondido a mi pregunta. ¿Cómo encaran sus compatriotas el modo de vida que usted lleva?

La iraní respiró hondo.

—No muy bien, como sería de esperar. —Adoptó una actitud pensativa—. ¿Sabe?, las mujeres no tienen aquí muchos derechos. Cuando se produjo la Revolución islámica, en 1979, cambiaron mucho las cosas. El hejab se hizo obligatorio, la edad de casamiento para las chicas se fijó en los nueve años, y se les prohibió a las mujeres aparecer en público con un hombre que no fuese de su familia o viajar sin consentimiento de su marido o de su padre. Empezó a castigarse el adulterio por parte de la mujer con la lapidación hasta la muerte, aun en los casos en que ella era violada, y hasta se impuso la pena de sufrir azotes por el uso incorrecto del hejab.

—Caramba —exclamó Tomás—. Las mujeres empezaron a tener la vida difícil, ¿no?

—Puede creerlo. Yo, en ese momento, estaba en París, por lo que no padecí todas esas humillaciones. Pero lo seguía todo en la distancia, ¿sabe? Mis hermanas y mis primas me fueron poniendo al corriente de los nuevos tiempos. Y créame que yo no habría venido en 1995 si hubiese previsto que las cosas seguirían igual. En aquel entonces estaban surgiendo los reformadores, había señales de apertura y yo…, en fin, decidí arriesgarme.

—¿Usted es musulmana?

—Claro.

—¿No le choca el modo en que trata el islam a las mujeres?

Ariana se quedó algo perpleja.

—El profeta Mahoma dijo que los hombres y las mujeres tienen diferentes derechos y responsabilidades. —Alzó el dedo—. Fíjese: él no dijo que unos tienen más derechos que los otros, dijo sólo que son diferentes. Es la forma en que se interpretó esta frase del profeta lo que se encuentra detrás de todos estos problemas.

—¿Cree que Dios está realmente preocupado en saber si las mujeres usan velo o no usan velo, si pueden casarse con nueve, trece o dieciocho años, si tienen relaciones extramatrimoniales? ¿Cree que a Dios le molestan esas cosas?

—Claro que no. Pero lo que yo crea es irrelevante, ¿no? Esta sociedad funciona como funciona y no hay nada que yo pueda hacer para alterar las cosas.

—Pero ¿es la sociedad la que funciona así o es el islam el que funciona así?

—No lo sé, creo que es la sociedad y la forma en que ella interpreta el islam —observó Ariana, pensativa—. El islam es sinónimo de hospitalidad, de generosidad, de respeto por los más ancianos, de sentido de familia y de comunidad. La mujer se realiza aquí como esposa y como madre, tiene su papel definido y todo es claro. —Se encogió de hombros—. Pero quien quiera algo más…, en fin, tal vez salga frustrada, ¿no?

Se hizo silencio.

—¿Está arrepentida?

—¿De qué?

—De haber vuelto. ¿Está arrepentida?

Ariana se encogió de hombros.

—Me gusta mi tierra. Es aquí donde está mi familia. Las personas son fantásticas, ¿se ha fijado? Fuera tienen la idea de que aquí hay un hatajo de fanáticos, de gente que se pasa el día quemando banderas estadounidenses, gritando contra Occidente y disparando Kalashnikovs al aire, cuando, en realidad, no es exactamente así —dijo, y sonrió—. Hasta bebemos Coca-Cola.

—Ya he reparado en ello. Pero ha vuelto a no responder a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—Lo sabe muy bien. ¿Está arrepentida de haber vuelto a Irán?

La iraní respiró hondo, algo intranquila con la pregunta.

—No lo sé —dijo por fin—. Busco algo.

—¿Qué busca?

—No lo sé. Cuando lo encuentre, lo sabré.

—¿Busca a alguien?

—Tal vez. —Volvió a encogerse de hombros—. No lo sé, no lo sé. Creo que… busco un sentido.

—¿Un sentido?

—Sí, un sentido. Un sentido para mi vida. Me siento un poco perdida, a medio camino entre París e Isfahan, en algún sitio en una tierra de nadie, en una patria desconocida que no es francesa ni iraní, que no es europea ni asiática, pero, al mismo tiempo, es todo eso. La verdad es que aún no he encontrado mi lugar.

El camarero turco, de piel morena y un ligero toque mongol, apareció con la bandeja de la cena. Colocó el mirza ghasemi delante de Ariana y el broke frente a Tomás, junto con dos vasos de ab portugal, el zumo de naranja que ambos encargaron en homenaje al país del visitante: al fin y al cabo, no cualquier nación tiene un nombre que se confunde con una fruta en parsi. Más allá de la ventana, un mar de luces parpadeaba en la oscuridad, era Teherán brillando por la noche, la ciudad resplandecía hasta la línea del horizonte y, más allá de ella, centelleaba como un enorme árbol de Navidad.

—Tomás —murmuró Ariana, sorbiendo el zumo—. Me gusta hablar con usted.

El portugués sonrió.

—Gracias, Ariana. Gracias por llamarme Tomás.