V

El pintoresco conjunto de casas, con paredes blancas y tejados de color rojizo, se concentraba al otro lado del Mondego, alzándose entre las copas de los plátanos, rodeado por una muralla antigua. Los anchos y altivos edificios de la universidad coronaban la ciudad y el hermoso campanario, elevándose por encima de todo, parecía un faro clavado en la cima de un promontorio, el punto de referencia hacia el que todos se volvían.

El sol acariciaba Coimbra.

El coche pasó por el parque do Choupalinho, reflejándose en el plácido curso del río, como en un espejo, el viejo burgo en la margen izquierda. Aferrado al volante, Tomás contempló la urbe al otro lado y no pudo dejar de pensar que, si había un sitio donde se sentía bien, ése era Coimbra. Se mezclaba en aquellas calles lo viejo con lo nuevo, la tradición con la innovación, el fado con el rock, el romanticismo con el cubismo, la fe con el conocimiento. En las arterias ventiladas y entre casas llenas de luz circulaba una importante comunidad estudiantil, chicos y chicas con libros bajo el brazo y la ilusión del futuro resplandeciendo en sus ojos, eternos clientes de la principal industria de la ciudad, la universidad.

Tomás cruzó el Mondego por el puente de Santa Clara y entró en el Largo da Portagem, que rodeó hasta meterse por la izquierda. Se detuvo en un estacionamiento de la avenida de circunvalación, junto a la estación, y se internó a pie por el enmarañado laberinto de la Baixinha hasta llegar a la Rua Ferreira Borges, la gran arteria animada por innúmeras tiendas, cafés, confiterías y boutiques, hasta desembocar en la pintoresca Praça do Comércio.

Enfiló por una estrecha calle lateral y entró en un edificio de tres plantas, con un viejo ascensor de puerta enrejada y olor a moho. Pulsó el botón y, después de un corto trayecto a trompicones, bajó en la segunda planta.

—Tomás —dijo su madre a la puerta, abriéndole los brazos—, menos mal que has llegado. Dios mío, ya estaba preocupada.

Se abrazaron.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—¿Cómo por qué? Por la carretera, ¿por qué otra cosa podía ser?

—¿Qué tiene la carretera?

—Es que están todos locos, hijo. ¿No escuchas las noticias? Ayer mismo hubo un accidente horrible en la autopista, cerca de Santarém. Apareció un loco desaforado a toda velocidad y se estrelló contra un coche que avanzaba tranquilamente. Dentro iba una familia y se les murió el bebé, pobrecito.

—Oh, madre, si le tuviese miedo a todo ni siquiera saldría de casa.

—Ah, pero incluso estar en casa es peligroso, ¿lo sabías?

Tomás se rio.

—¿Estar en casa es peligroso? ¿Desde cuándo?

—Por lo que he visto en las noticias, dicen las estadísticas que es en casa donde ocurre la mayor parte de los accidentes, entérate.

—¡No es para menos! Las personas se pasan la mayor parte del tiempo en su casa…

—Ay, sólo te digo, hijito —suspiró la madre, juntando las manos como en una plegaria—. Vivir está cada vez más complicado. ¡Cada vez más complicado!

Tomás se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero.

—Pues sí —dijo, intentando acabar con esa conversación—. ¿Cómo está padre?

—Está descansando, pobre. Se despertó con dolor de cabeza y tomó algo muy fuerte, de manera que no se despertará hasta dentro de una o dos horas. —Hizo un gesto señalando la cocina—. Entra, entra. Estoy preparando la comida.

Tomás se sentó en la antecocina, cansado del viaje.

—¿Cómo lo ha pasado?

—¿Tu padre? —Meneó la cabeza—. Nada bien, pobrecito. Tiene dolores, se siente débil, anda deprimido…

—Pero la radioterapia va a dar resultado, ¿no?

Graça fijó los ojos en su hijo.

—A pesar de la depresión, tiene esperanzas, ¿sabes? —Suspiró—. Pero el doctor Gouveia me ha dicho que la radioterapia simplemente está retrasando el proceso, nada más.

Tomás bajó los ojos.

—¿Cree que realmente se va a morir?

La madre contuvo la respiración, ponderando lo que debería o lograría responder.

—Sí —acabó diciendo en un susurro—. Yo le digo que no, que hay que luchar, que siempre hay soluciones. Pero el doctor Gouveia ya me ha dicho que no me haga ilusiones y que aproveche bien el tiempo que le queda.

—¿Y él lo sabe?

—Vamos, tu padre no es tonto, ¿no? Sabe que tiene una enfermedad muy grave y no se le ha ocultado. Pero intentamos mantener siempre viva la esperanza.

—¿Cómo está reaccionando?

—Tiene días. Primero, creyó que todo era un gran error, que habían confundido los análisis, que…

—Sí, lo contó.

—Bien, después lo aceptó. Pero sus reacciones varían según qué días, a veces casi de un momento a otro. Hay ocasiones en que se siente muy deprimido, dice que se va a morir y que no quiere morirse. Es cuando más lo consuelo. Pero a ratos habla como si sólo tuviese una gripe, casi contradiciendo todo lo que ha dicho una hora antes. Es capaz de hacer proyectos sobre viajes…, pues…, qué sé yo, habla de ir a Brasil, o planea un safari en Mozambique, cosas así. El doctor Gouveia dice que hay que dejarlo soñar despierto, que eso le hace bien, lo ayuda a salir de la depresión. Y yo, hablando francamente, también lo creo.

Tomás soltó un chasquido de disgusto con la lengua.

—Qué pena todo esto.

Graça suspiró de nuevo.

—Ah, es horrible. —Sacudió la cabeza, como ahuyentando malos pensamientos—. Pero basta de tristezas. —Decidió cambiar de tema. Giró la cabeza, buscando la maleta de su hijo, y no vio nada—. Oye, ¿no dormirás aquí?

—No, madre. Necesito volver esta noche a Lisboa.

—¿Ya? Pero ¿por qué?

—Tengo un vuelo mañana por la mañana.

La mujer se llevó las manos a la cara.

—¡Ay, por Dios! ¡Un vuelo! ¿Vas a viajar en avión otra vez?

—Sí, claro. Es mi trabajo.

—¡Ay, Virgen santa! Ya estoy afligida. Siempre que viajas me pongo de los nervios, parezco una gallina a punto de ser degollada.

—No se ponga así, no es para tanto.

—¿Y adónde vas, Tomás?

—Voy a coger un vuelo a Fráncfort y hacer conexión para Teherán.

—¿Teherán? Pero ¿eso no está en Arabia?

—Está en Irán.

—¿En Irán? Pero ¿qué vas a ir a hacer a esa tierra de chiflados, Dios santo? ¿No sabes que son unos fanáticos y odian a los extranjeros?

—¡Qué exageración!

—¡En serio! El otro día lo vi en las noticias. Esos árabes se pasan la vida quemando banderas americanas y la…

—No son árabes, son iraníes.

—¡Vaya! Son árabes, como los iraquíes y los argelinos.

—No, no lo son. Son musulmanes, pero no son árabes. Los árabes son semitas, los iraníes son arios.

—¡Con más razón! ¡Si son arios, son nazis!

Tomás esbozó una mueca desesperada.

—¡Qué confusión! —exclamó—. ¡No hay nada de eso! Hablamos de arios cuando nos referimos a los pueblos indoeuropeos, como los hindúes, los turcos, los iraníes y los europeos. Los árabes son semitas, como los judíos.

—No importa. Árabes o nazis, son todos iguales, se pasan el día de rodillas mirando a La Meca o haciendo estallar bombas por todas partes.

—¡Qué exageración!

—Qué exageración, no. Sé de lo que estoy hablando.

—Pero ¿ha ido alguna vez allí para hablar con tanta autoridad?

—No me hace falta. Sé muy bien lo que pasa en aquellas tierras.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabe?

La madre se detuvo frente a la cocina, lo miró a los ojos y se llevó las manos a la cintura.

—Vaya: lo he visto en las noticias.

Estaba a punto de acabar el arroz con leche cuando Tomás oyó toser a su padre. Instantes más tarde, se abrió la puerta de la habitación y Manuel Noronha, en albornoz y aspecto desgreñado, asomó en la antecocina.

—Hola, Tomás. ¿Cómo estás?

El hijo se levantó.

—Hola, padre. ¿Cómo vamos?

El viejo profesor de Matemática hizo una mueca indecisa.

—Más o menos.

Se sentó en la mesa de la antecocina, y la mujer, que ordenaba la vajilla, lo miró afectuosamente.

—¿Quieres comer algo, Manel?

—Sólo una sopita.

Graça llenó un plato de sopa caliente y se lo sirvió.

—Ya está. ¿Algo más?

—No, basta con esto —dijo Manuel, abriendo el cajón de los cubiertos para coger una cuchara—. No tengo mucha hambre.

—Bien, si quieres hay un bistec pequeñito en el frigorífico. Listo para ponerlo a freír. —Salió de la cocina y se puso un abrigo—. Voy a aprovechar para acercarme a la iglesia de San Bartolomé. Portaos bien, ¿eh?

—Hasta ahora, madre.

Graça Noronha salió del apartamento, dejando a padre e hijo a solas. A Tomás no pareció gustarle mucho la idea; a fin de cuentas, siempre fue más allegado a su madre, mujer habladora y cariñosa, que a su padre, un hombre callado, circunspecto, que vivía encerrado en su despacho, entregado al mundo de los números y de las ecuaciones, ajeno a la familia y a todo lo demás.

Silencio.

Un mutismo incómodo se instaló en el apartamento, sólo roto por el tintineo de la cuchara en el plato de sopa y el ocasional schlurp que emitía Manuel Noronha al tragar la comida. Tomás le hizo algunas preguntas sobre su compañero desaparecido, Augusto Siza, pero el padre solamente sabía lo que ya era de dominio público. Sólo reveló que el asunto estaba perturbando a todo el mundo en la facultad, hasta el punto de que el colaborador del profesor evitó durante un tiempo salir de casa, a no ser para pedir algún que otro favor, como solicitar que fuesen a comprarle comida a la tienda o que guardasen algo en algún sitio.

La conversación sobre el profesor Siza se agotó deprisa y el problema es que Tomás no sabía sobre qué deberían hablar ahora; en realidad, no se acordaba de haber tenido una conversación a gusto con su padre. Pero necesitaba llenar el silencio y empezó a contarle la visita a El Cairo y los detalles de la estela que fue a inspeccionar en el Museo Egipcio. Su padre lo oyó sin decir nada, a veces sólo murmurando su asentimiento en ciertos casos, pero resultaba evidente que no seguía las palabras con atención, la mente divagaba en otra parte, tal vez en el destino que le trazaba la enfermedad, tal vez en el horizonte de abstracción por donde solía perderse.

Volvió el silencio.

Tomás ya no sabía qué decir. Se quedó observando a su padre, su tez pálida y arrugada, el rostro chupado, el cuerpo frágil y envejecido. Su padre que caminaba a grandes pasos hacia la muerte, y la triste verdad es que, aun así, Tomás no lograba mantener una conversación con él.

—¿Cómo se siente, padre?

Manuel Noronha suspendió la cuchara en el aire y miró a su hijo.

—Tengo miedo —dijo simplemente.

Tomás abrió la boca, dispuesto a preguntarle de qué tenía miedo, pero se calló a tiempo, tan evidente era la respuesta. Fue en ese instante, sin embargo, en el preciso momento en que contuvo la respuesta que le había venido a la boca, cuando se dio cuenta de que había ocurrido algo diferente con aquella respuesta; el padre, de algún modo, había abierto una respuesta dentro de sí, por primera vez le había dicho lo que sentía sobre algo. Fue como si, justo en ese instante, se hubiese producido una transformación, como si se hubiese abierto una brecha en la muralla que los dividía, como si se hubiese erguido un puente sobre un río infranqueable, como si la barrera entre padre e hijo se hubiera vuelto infinitamente más pequeña. El gran hombre, el genio de la matemática que vivía rodeado de ecuaciones, logaritmos, fórmulas y teoremas, había bajado a la Tierra y había conmovido a su hijo.

—Comprendo —se limitó a decir Tomás.

El padre meneó la cabeza.

—No, hijo. No comprendes. —Se llevó finalmente la cuchara a la boca—. Vivimos la vida como si fuese eterna, como si la muerte fuese algo que sólo les ocurre a los demás y nos está reservada al cabo de mucho tiempo, tanto tiempo que no merece la pena que pensemos en ello. Para nosotros, la muerte no es otra cosa que una abstracción. No obstante, me sigo preocupando por mis clases y mis investigaciones, tu madre se preocupa por la Iglesia y por las personas que ve sufrir en el telediario o en la telenovela, tú te preocupas por tu salario y por la mujer que ya no tienes, y por papiros, estelas y otras reliquias llenas de irrelevancias. —Miró, por la ventana de la cocina, a los clientes de una terraza, allá abajo, en la Praça do Comércio—. ¿Sabes?, las personas andan por la vida como sonámbulas, se preocupan por lo que no es importante, quieren tener dinero y notoriedad, envidian a los demás y se desviven por cosas que no valen la pena. Llevan vidas sin sentido. Se limitan a dormir, a comer y a inventar problemas que las mantengan ocupadas. Privilegian lo accesorio y olvidan lo esencial. —Meneó la cabeza—. Pero el problema es que la muerte no es una abstracción. En rigor de verdad, ya esta aquí, a la vuelta de la esquina. Un día estamos muy bien, deambulando por la calle de la vida como sonámbulos, viene un médico y nos dice: «Usted puede morirse». Y es en ese instante, en que la pesadilla se hace de repente insoportable, cuando finalmente despertamos.

—¿Usted ha despertado, padre?

Manuel se levantó de la mesa, puso el plato vacío en el fregadero y abrió el grifo, para pasar el plato bajo el agua.

—Sí, he despertado —dijo, cerró el grifo y volvió a sentarse en la mesa de la antecocina—. He despertado para vivir, tal vez, mis últimos instantes. —Miró el fregadero—. He despertado para ver la vida escurriéndose como el agua que desaparece por ese desagüe. —Tosió—. A veces me da una rabia muy grande lo que me está ocurriendo. Me pregunto a mí mismo: ¿por qué yo? Con tanta gente que hay por ahí, tanta gente que se pasa el tiempo sin hacer nada, ¿por qué razón habría de ocurrirme esto a mí? —Se pasó la mano por la cara—. Mira, el otro día iba camino del hospital y me crucé con Chico da Pinga. ¿Te acuerdas de él?

—¿Quién?

—Chico da Pinga.

—No, creo que no lo conozco…

—Claro que lo conoces. Es ese viejo que se pasa el día de copas y al que vemos a veces por ahí haciendo zigzag, muy borracho, con una ropa muy sucia y andrajosa.

—¡Ah, sí! Ya sé quién es, me acuerdo de haberlo visto cuando yo era pequeño. ¿Aún está vivo?

—¿Vivo? ¡Ese hombre está más sano que un roble! Anda siempre borracho como una cuba, no hace ni ha hecho nunca nada en su vida, huele mal, escupe en el suelo y le pega a su mujer…, en fin, un vagabundo, un…, ¡un inútil! Pues, mira, me crucé con él y pensé: pero ¿por qué demonios no se ha puesto enfermo él? Pero ¿qué Dios es este que me impone una enfermedad tan grave a mí y deja a un gandul de esa categoría a sus anchas, con salud para dar y tomar? —Sus ojos se desorbitaron—. ¡Cuando lo pienso me pongo furioso!

—No debe ver las cosas así, padre…

—Pero ¡es una injusticia! Yo sé que no debo encarar las cosas de este modo, que llega a ser inmoral desear que nuestro mal se traslade a los demás pero, en fin, cuando me veo así, en este estado, y observo la salud que respira un tipo como Chico da Pinga, ¡disculpa, no puedo dejar de sentirme cabreado!

—Lo entiendo.

—Por otro lado, tengo conciencia de que no debo permitir que me domine este resentimiento. —Tosió—. Siento que mi tiempo es ahora precioso, ¿sabes? Tengo que aprovecharlo para reorientarme, para revisar mis prioridades, para dar importancia a lo que realmente tiene importancia, para olvidar lo que es irrelevante y hacer las paces conmigo y con el mundo. —Hizo un gesto vago—. He pasado demasiado tiempo encerrado en mí mismo, ignorando a tu madre, ignorándote a ti, ignorando a tu mujer y a tu hija, de espaldas a todo, excepto a la Matemática, que me apasiona. Ahora que sé que puedo morir, siento que he pasado por la vida como si estuviese anestesiado, como si durmiera, como si, en realidad, no la hubiese vivido. Y eso también me subleva. ¿Cómo he podido ser tan estúpido? —Disminuyó el tono de voz, casi susurró—. Por ello quiero usar el poco tiempo que tal vez me quede para hacer lo que no he hecho en tanto tiempo. Quiero vivir la vida, dedicarme a lo que es realmente importante, reconciliarme con el mundo. —Bajó la cabeza y se miró el pecho—. Pero no sé si lo que tengo dentro de mi cuerpo me dejará.

Tomás no sabía qué decir. Nunca había escuchado a su padre reflexionar sobre la vida y sobre la forma en que la había vivido, sobre los errores cometidos, sobre las personas a las que debería haber amado y de las que se había apartado. En el fondo, el padre hablaba de su relación consigo mismo, le hablaba de los pasatiempos que nunca habían disfrutado, de los cuentos que no le había leído en la cama, de los partidos a la pelota que no habían jugado juntos, de todo lo que no habían compartido. Era también la relación con su hijo la que ahora, de manera indirecta, cuestionaba. Se quedó por ello sin saber cómo responderle; sólo sintió un enorme y punzante deseo de tener una segunda oportunidad, de ser en la próxima vida hijo de aquel padre y de que aquel padre fuese un verdadero padre para su hijo. Sí, qué bueno sería tener una segunda oportunidad.

—Tal vez tenga más tiempo del que piensa. —Se oyó decir—. Tal vez nuestro cuerpo muera, pero sobreviva el alma, y, padre, pueda, en una reencarnación, corregir los errores de esta vida. ¿Cree en eso, padre?

—¿En qué? ¿En la reencarnación?

—Sí. ¿Cree en eso?

Manuel Noronha esbozó una sonrisa triste.

—Me gustaría creer, claro. ¿A quién, en una situación como la mía, no le gustaría creer en tal cosa? La supervivencia del alma. La posibilidad de que ésta se reencarne más tarde en alguien y yo pueda volver a vivir. Qué idea tan buena. —Meneó la cabeza—. Pero yo soy un hombre de ciencia y tengo el deber de no dejarme ilusionar.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿No cree posible que el alma sobreviva?

—Pero ¿qué es eso que llamas alma?

—Es…, qué sé yo…, es una fuerza vital, es un espíritu que nos anima.

El viejo matemático se quedó mirando a su hijo por un momento.

—Escucha, Tomás —dijo—. Mírame. ¿Qué ves?

—Lo veo a usted, padre.

—Ves un cuerpo.

—Sí.

—Es mi cuerpo. Me refiero a él como si dijese: es mi televisor, es mi coche, es mi bolígrafo. En este caso, es mi cuerpo. Es algo mío, algo de mi propiedad. —Se llevó la palma de la mano al pecho—. Pero si digo el cuerpo es mío, lo que estoy diciendo es que yo no soy el cuerpo. El cuerpo es mío, no soy yo. Entonces, ¿qué soy yo? —Se tocó la frente con el dedo—. Yo soy mis pensamientos, mi experiencia, mis sentimientos. Eso soy yo. Yo soy una conciencia. Pero ahora fíjate: ¿acaso mi conciencia, este que soy yo, es el alma?

—Sí, supongo que sí.

—El problema es que este yo que soy yo es producto de sustancias químicas que circulan por mi cuerpo, de transmisiones eléctricas entre neuronas, de herencias genéticas codificadas en mi ADN, de un sinnúmero de condicionantes externos e intrínsecos que moldean este yo que soy yo. Mi cerebro es una compleja máquina electroquímica que funciona como un ordenador, y mi conciencia, esta noción que tengo de mi existencia, es una especie de programa. ¿Entiendes? En cierta forma, y literalmente, los sesos son el hardware; la conciencia, el software. Lo que plantea naturalmente cuestiones interesantes. ¿Acaso un ordenador tiene alma? Si el ser humano es un ordenador muy complejo, ¿acaso él mismo tiene alma? Si todo el circuito muere, ¿sobrevive el alma? ¿Dónde sobrevive? ¿En qué sitio?

—Bien…, quiero decir que se eleva del cuerpo y se va… En fin…, se va…

—¿Se va al Cielo?

—No, se va…, qué sé yo, se va a otra dimensión.

—Pero ¿de qué está hecha esa alma que se eleva del cuerpo? ¿De átomos?

—No, creo que no. Debe de ser una sustancia incorpórea.

—¿No tiene átomos?

—Me parece que no. Es un…, eh…, un espíritu.

—Bien, eso me lleva a formular otra pregunta —observó el matemático—. ¿Acaso un día, en el futuro, mi alma se acordará de esta existencia mía?

—Sí, dicen que sí.

—Pero eso no tiene sentido, ¿no?

—¿Por qué no?

—Escucha, Tomás. ¿Cómo organizamos nuestra conciencia? ¿Cómo sé que soy yo, que soy un profesor de Matemática, que soy tu padre y el marido de tu madre? ¿Que nací en Castelo Branco y que ya estoy casi calvo? ¿Cómo sé todo sobre mí?

—Usted, padre, se conoce en razón de lo que ha vivido, de lo que ha hecho y de lo que ha dicho, de lo que ha escuchado y visto y aprendido.

—Exacto. Yo sé que soy yo porque guardo memoria de mí mismo, de todo lo que me ha ocurrido, incluso de lo que ha ocurrido hace apenas un segundo. Yo soy la memoria de mí mismo. ¿Y dónde se localiza esa memoria?

—En el cerebro, claro.

—Así es. Mi memoria se encuentra localizada en el cerebro, almacenada en células. Esas células forman parte de mi cuerpo. Y ahí está la cuestión. Cuando mi cuerpo muere, el oxígeno deja de alimentar a las células de la memoria, que de tal modo se mueren también. Se borra así toda mi memoria, el recuerdo de lo que soy. Si es así, ¿cómo diablos puede acordarse el alma de mi vida? Si el alma no tiene átomos, no puede tener células de la memoria, ¿no? Por otro lado, las células en las que estaba grabada la memoria de mi vida ya se han muerto. En esas condiciones, ¿cómo podrá el alma acordarse de nada? ¿No te parece que todo eso es un poco absurdo?

—Pero habla, padre, como si todos nosotros fuésemos unas máquinas, unos ordenadores. —Abrió las manos, como quien expone una evidencia—. Tengo una noticia que darle. No somos ordenadores, somos gente, somos seres vivos.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es la diferencia entre los dos?

—Bien, nosotros pensamos, sentimos, vivimos. Los ordenadores no.

—¿Y estás seguro de que somos realmente diferentes?

—Pero ¿es que no lo somos, padre? Los seres vivos son biológicos, los ordenadores sólo obedecen a circuitos.

Manuel Noronha alzó la cabeza, como si le estuviese hablando a Alguien.

—Y pensar que este muchacho se ha doctorado en una universidad…

Tomás vaciló.

—¿Por qué lo dice? ¿He dicho algún disparate?

—Lo que has dicho, hijo, es lo que diría cualquier biólogo, quédate tranquilo. Pero si le preguntas a un biólogo qué es la vida, te responderá más o menos así: la vida es un conjunto de procesos complejos basados en el átomo de carbono. —Alzó el índice—. Atención. Hasta el más lírico de los biólogos reconoce, no obstante, que la expresión fundamental de esta definición no es «átomo de carbono», sino «procesos complejos». Es verdad que todos los seres vivos que conocemos están constituidos por átomos de carbono, pero eso no es verdaderamente estructurante para la definición de la vida. Hay bioquímicos que admiten que las primeras formas de vida en la Tierra no se basaron en los átomos de carbono sino en los cristales. Los átomos son sólo la materia que vuelve la vida posible. No interesa si es el átomo A o el átomo B. Imagina que yo tengo el átomo A en la cabeza y que, por algún motivo, es sustituido por el átomo B. ¿Acaso dejaré de ser sólo por ese motivo? —Meneó la cabeza—. No me lo parece. Lo que hace que sea yo es una pauta, una estructura de información. Es decir, no son los átomos, es la forma en que se organizan los átomos. —Tosió—. ¿Sabes de dónde viene la vida?

—¿De dónde viene?

—Viene de la materia.

—¡Vaya novedad!

—No estás entendiendo adónde quiero llegar. —Golpeó la mesa con el dedo—. Los átomos que están en mi cuerpo son exactamente iguales a los átomos que están en esta mesa o en cualquier galaxia distante. Son todos iguales. La diferencia está en la forma en que se organizan. ¿Qué piensas que es lo que organiza a los átomos de modo que formen células vivas?

—Pues… no lo sé.

—¿Será una fuerza vital? ¿Será un espíritu? ¿Será Dios?

—Tal vez…

—No, hijo —dijo, meneando la cabeza—. Lo que organiza a los átomos de modo que formen células vivas son las leyes de la física. Ésta es la cuestión central. Piensa: ¿cómo puede un conjunto de átomos inanimados formar un sistema vivo? La respuesta está en la existencia de leyes de complejidad. Todos los estudios demuestran que los sistemas se organizan espontáneamente, para crear siempre estructuras cada vez más complejas, en obediencia a leyes de la física y expresándose mediante ecuaciones matemáticas. Ha habido incluso un físico que ganó el premio Nobel por demostrar que las ecuaciones matemáticas que rigen las reacciones químicas inorgánicas son semejantes a las ecuaciones que fijan las pautas de comportamiento simple de sistemas biológicos avanzados. Es decir: los organismos vivos son, en realidad, el producto de una increíble complicación de los sistemas inorgánicos. Esa complicación no resulta de la actividad de una fuerza vital cualquiera, sino de la organización espontánea de la materia. Una molécula, por ejemplo, puede estar constituida por un millón de átomos ligados de una forma muy específica y complicada, y controlan su actividad estructuras químicas tan complejas que se asemejan a una ciudad. ¿Entiendes adónde quiero llegar?

—Hmm…, sí.

—El secreto de la vida no está en los átomos que constituyen la molécula, está en su estructura, en su organización compleja. Esa estructura existe porque obedece a leyes de organización espontánea de la materia. Y, de la misma manera que la vida es el producto de la complicación de la materia inerte, la conciencia es el producto de la complicación de la vida. La complejidad de la organización es la cuestión fundamental, no la materia. —Abrió un cajón, cogió un libro de recetas, lo abrió y mostró su interior—. ¿Ves estas letras? ¿Con qué color de tinta están impresas?

—Negro.

—Imagina que, en vez de tinta negra, el tipógrafo utilizase tinta violeta. —Cerró el libro y lo movió de un lado a otro—. ¿Acaso el mensaje de este libro dejaría de ser el mismo?

—Claro que no.

—Es evidente que no. Lo que define la identidad de este libro no es el color de la tinta de las letras, sino una estructura de información. No importa que la tinta sea negra o violeta, importa el contenido informativo del libro, su estructura. Puedo leer Guerra y paz impreso con la fuente «Times New Roman» y otro ejemplar de Guerra y paz de una editorial diferente impreso con la fuente «Arial», pero el libro será siempre el mismo. Es, en cualquier caso, la novela Guerra y paz, de Liev Tolstói. Por el contrario, si tengo Guerra y paz y Anna Karenina impresos con la misma fuente, por ejemplo «Times New Roman», no hará que los libros sean iguales, ¿no? Lo estructurante, pues, no es la fuente ni el color de tinta de las letras, sino la estructura del texto, su semántica, su organización. Lo mismo ocurre con la vida. No importa si la vida está basada en el átomo de carbono, en cristales o en cualquier otra cosa. Lo que forma la vida es una estructura de información, una semántica, una organización compleja. Yo me llamo Manuel y soy profesor de Matemática. Me pueden quitar el átomo A y ponerme el átomo B en el cuerpo, pero, siempre que se preserve esta información, siempre que se mantenga intacta esta estructura, yo sigo siendo yo. Pueden cambiarme todos los átomos y sustituirlos por otros, que yo seguiré siendo yo. Además, ya está probado que, a lo largo de la vida, vamos incluso cambiando casi todos los átomos. Y, no obstante, yo sigo siendo yo. Cojan al Benfica y cámbienle a todos sus jugadores: el Benfica permanece, sigue siendo el Benfica, independientemente de que juegue este o aquel jugador. Lo que hace al Benfica no son los jugadores A o B, sino un concepto, una semántica, una estructura de información. Lo mismo ocurre con la vida. No interesa cuál es el átomo que, en un momento dado, llena la estructura. Lo que interesa es la estructura en sí. Siempre que los átomos posibiliten la estructura de información que define mi identidad y las funciones de mis órganos, la vida es posible. ¿Has entendido?

—Sí.

—La vida es una estructura muy compleja de información y todas sus actividades implican procesamiento de información. —Tosió—. Esta definición, no obstante, tiene una consecuencia profunda: si lo que constituye la vida es una pauta, una semántica, una estructura de información que se desarrolla e interactúa con el mundo que está alrededor, nosotros, en resumidas cuentas, somos una especie de programa. La materia es el hardware, nuestra conciencia es el software. —Se tocó la frente con el dedo—. Nosotros somos un programa muy complejo y avanzado de ordenador.

—¿Y cuál es el programa de ese… ordenador?

—La supervivencia de los genes. Hay biólogos que han definido al ser humano como una máquina de supervivencia, una especie de robot programado ciegamente para preservar los genes. Yo sé que, dicho así, parece chocante, pero eso es lo que somos. Ordenadores programados para preservar los genes.

—Según esa definición, un ordenador es un ser vivo.

—Sin duda. Es un ser vivo que no se construye a partir de átomos de carbono.

—Pero ¡eso no es posible!

—¿Por qué no?

—Porque un ordenador se limita a reaccionar según un programa predefinido.

—Que es lo que hacen todos los seres vivos basados en los átomos de carbono —repuso el padre—. Tu problema es que un ordenador es una máquina que funciona en función del estímulo-respuesta programada, ¿no?

—Pues… sí.

—¿Y el perro de Pavlov? ¿No funciona en función del estímulo-respuesta programada? ¿Y una hormiga? ¿Y una planta? ¿Y un saltamontes?

—Bien…, sí, pero es… diferente.

—No es nada diferente. Si conocemos el programa del saltamontes, si sabemos qué le atrae y qué le repele, qué lo motiva y qué lo asusta, podremos prever todo su comportamiento. Los saltamontes tienen programas relativamente sencillos. Si ocurre X, reaccionan de manera A. Si ocurre Y, reaccionan de manera B. Exactamente como una máquina concebida por nosotros.

—Pero los saltamontes son máquinas naturales. Los ordenadores son máquinas artificiales.

Manuel recorrió con la mirada la cocina, en busca de una idea. Su atención se fijó en la ventana, en un árbol de la acera de enfrente, hacia donde voló un gorrión.

—Mira las aves. Los nidos que construyen en los árboles, ¿son naturales o artificiales?

—Son naturales, claro.

—Entonces todo lo que el hombre hace también es natural. Nosotros, que tenemos un concepto antropocéntrico de la naturaleza, dividimos todo entre cosas naturales y cosas artificiales, y decimos que las artificiales son las que hacen los hombres y las naturales las propias de la naturaleza, las plantas y los animales. Pero eso es una convención humana. La verdad es que, si el hombre es un animal, tal como las aves, entonces es una criatura natural, ¿no es verdad?

—Sí.

—Siendo una criatura natural, todo lo que hace es natural. Luego sus creaciones son naturales, de la misma manera que el nido que hacen las aves es algo natural. —Tosió—. Lo que quiero decir es que todo en la naturaleza es natural. Si el hombre es un producto de la naturaleza, todo lo que él hace también es natural. Sólo por una convención de lenguaje se ha establecido que los objetos que él crea son artificiales, cuando, en realidad, son tan naturales cuanto los objetos que crean las aves. Luego, siendo creaciones de un animal natural, los ordenadores, tanto como los nidos, son naturales.

—Pero no tienen inteligencia.

—Ni las aves ni los saltamontes la tienen. —Hizo una mueca—. O, mejor dicho, las aves, los saltamontes y los ordenadores tienen inteligencia. Lo que no tienen es nuestra inteligencia. Pero, por ejemplo, en el caso de los ordenadores, nada garantiza que, dentro de cien años, no lleguen a tener una inteligencia igual o superior a la nuestra. Y, si alcanzan nuestro grado de inteligencia, puedes estar seguro de que desarrollarán emociones y sentimientos y se volverán conscientes.

—No lo creo.

—¿Que puedan tener emociones y volverse conscientes?

—Sí. No lo creo.

Manuel Noronha tuvo un acceso repentino de tos, una tos tan aguda que parecía estar a punto de echar los pulmones por la boca. Su hijo lo ayudó a recomponerse, y le ofreció agua intentando calmarlo. Cuando el acceso desapareció, Tomás miró a su padre con cierto temor.

—¿Se encuentra bien, padre?

—Sí.

—¿Quiere ir a recostarse un poco? Tal vez es…

—Me encuentro bien, no te preocupes —interrumpió el viejo matemático.

—No lo parece.

—Me encuentro bien, me encuentro bien —insistió recobrando el aliento—. ¿Por dónde íbamos?

—Oh, no importa.

—No, no. Quiero explicarte esto, es importante.

Tomás vaciló e hizo un esfuerzo de memoria.

—Pues… le decía que no creo que los ordenadores puedan tener emociones y conciencia.

—Ah, sí —exclamó Manuel, retomando el hilo del razonamiento—. Crees que los ordenadores no pueden tener emociones, ¿no?

—Claro. Ni emociones ni conciencia.

—Pues estás muy equivocado. —Inspiró hondo, normalizando la respiración—. ¿Sabes?, las emociones y la conciencia surgen cuando se ha alcanzado un grado determinado de inteligencia. Pero ¿qué es la inteligencia? ¿Eh?

—La inteligencia es la capacidad de hacer razonamientos complejos, creo yo.

—Exacto. O sea, que la inteligencia es una forma de elevada complejidad. Y no hace falta alcanzar el grado de la inteligencia humana para que se cree conciencia. Por ejemplo, los perros son mucho menos inteligentes que los hombres, pero si le preguntas al dueño de un perro si su perro tiene emociones y conciencia de las cosas, te dirá sin vacilar que sí. El perro tiene emociones y conciencia. Luego las emociones y la conciencia son mecanismos que surgen a partir de un determinado grado de complejidad de inteligencia.

—Por tanto, usted, padre, ¿cree que los ordenadores, si alcanzan ese grado de complejidad, se volverán emotivos y conscientes?

—Sin duda.

—Me cuesta creer en eso.

—Te cuesta a ti y le cuesta a la mayoría de las personas que no están dentro del problema. La idea de máquinas que poseen conciencia le resulta chocante al común de los mortales. Y, no obstante, la mayoría de los científicos que se enfrentan con ese problema creen que es posible volver consciente a una mente simulada.

—Pero ¿usted cree que es realmente posible volver inteligente a un ordenador? ¿Cree que es posible que él piense por sí solo?

—Claro que sí. Además, los ordenadores ya son inteligentes. Son más inteligentes que una lombriz, por ejemplo. —Alzó el dedo—. No son tan inteligentes como los seres humanos, pero son más inteligentes que una lombriz. Ahora bien, ¿qué separa la inteligencia del ser humano de la inteligencia de la lombriz? La complejidad. Nuestro cerebro es mucho más complejo que el de la lombriz. Obedece a los mismos principios, ambos tienen sinapsis y conexiones, aunque el cerebro humano es inconmensurablemente más complejo que el de la lombriz. —Se golpeó un lado de la cabeza—. ¿Tú sabes qué es un cerebro?

—Es lo que tenemos dentro del cráneo.

—Un cerebro es una masa orgánica que funciona exactamente como un circuito eléctrico. En vez de tener cables, tiene neuronas; en vez de tener chips, tiene sesos; pero es exactamente lo mismo. Su funcionamiento es determinista. Las células nerviosas disparan un impulso eléctrico en dirección al brazo con una determinada orden, según un esquema de corrientes eléctricas predefinidas. Un esquema diferente produciría la emisión de un impulso diferente. Exactamente como un ordenador. Lo que quiero decir es que, si conseguimos volver el cerebro del ordenador mucho más complejo de lo que es actualmente, podremos ponerlo a funcionar a nuestro nivel.

—¿Y es posible hacerlos tan inteligentes como los seres humanos?

—En teoría, nada lo impide. Fíjate: los ordenadores ya alcanzan a los seres humanos en la velocidad del cálculo. Donde presentan enormes deficiencias es en la creatividad. Uno de los padres de los ordenadores, un inglés llamado Alan Turing, estableció que el día en que logremos mantener una conversación con un ordenador, exactamente igual a la que tendríamos con cualquier otro ser humano, se comprobará que el ordenador piensa, que el ordenador tiene una inteligencia a nuestro nivel.

Tomás adoptó una expresión escéptica.

—Pero ¿eso es realmente posible?

—Bien…, es verdad que, durante mucho tiempo, los científicos pensaron que no, de resultas de un complicado problema matemático. —Tosió—. ¿Sabes?, nosotros, los matemáticos, siempre creímos que Dios es un matemático y que el universo está estructurado según ecuaciones matemáticas. Esas ecuaciones, por más complejas que parezcan, son todas resolubles. Si no se logra resolver una ecuación, no se debe al hecho de que sea irresoluble, sino a las limitaciones del intelecto humano para resolverla.

—No veo adónde quiere llegar…

—Ya lo vas a entender —prometió el padre—. La cuestión de que los ordenadores puedan o no adquirir conciencia está ligada a uno de los problemas de la Matemática, la cuestión de las paradojas autorreferenciales. Por ejemplo, escucha lo que te voy a decir. Yo sólo digo mentiras. ¿Notas en ello alguna anomalía?

—¿En qué?

—En esta frase que acabo de formular. Yo sólo digo mentiras.

Tomás soltó una carcajada.

—Es una gran verdad.

El padre lo miró con expresión condescendiente.

—Pues ya ves. Si es verdad que yo sólo digo mentiras, entonces, habiendo dicho una verdad, no puedo decir sólo mentiras. Si la frase es verdadera, ella misma contiene una contradicción. —Movió las cejas, satisfecho consigo mismo—. Durante mucho tiempo, se pensó que éste era un mero problema semántico, resultante de las limitaciones de la lengua humana. Pero, cuando se traspuso este enunciado a una formulación matemática, la contradicción se mantuvo. Los matemáticos se pasaron mucho tiempo intentando resolver el problema, siempre con la convicción de que era resoluble. Un matemático llamado Kurt Gödel, en 1931, deshizo esa ilusión, al formular dos teoremas, llamados de la incompletitud. Se consideran estos teoremas, que han dejado a los matemáticos completamente estupefactos, uno de los mayores hechos intelectuales del siglo XX. —Vaciló—. Es un poco complicado explicar en qué consisten estos teoremas, pero es importante que te quedes con…

—Inténtelo.

—¿Intentar qué? ¿Explicar los teoremas de la incompletitud?

—Sí.

—No es fácil —dijo, meneando la cabeza, y llenó el pecho de aire, como si intentase armarse de valor—. La cuestión esencial es que Gödel probó que no existe ningún procedimiento general que demuestre la coherencia de la matemática. Hay afirmaciones que son verdaderas, pero no son demostrables dentro del sistema. Este descubrimiento ha tenido profundas consecuencias al revelar las limitaciones de la matemática, exponiendo así una sutileza desconocida en la arquitectura del universo.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con los ordenadores?

—Es muy sencillo. Los teoremas de Gödel sugieren que, por más sofisticados que sean, los ordenadores siempre van a enfrentar limitaciones. A pesar de no poder mostrar la coherencia de un sistema matemático, el ser humano alcanza a entender que muchas afirmaciones dentro del sistema son verdaderas. Pero el ordenador, colocado frente a tal contradicción irresoluble, se bloqueará. Luego los ordenadores jamás serán capaces de igualar a los seres humanos.

—Ah, ya he entendido —exclamó Tomás con una actitud de satisfacción—. Entonces me está dando la razón, padre…

—No necesariamente —dijo el viejo matemático—. La gran cuestión es que nosotros podemos presentarle al ordenador una fórmula que sabemos que es verdadera, pero que el ordenador no puede probar que es verdadera. Es verdad. Pero también es verdad que el ordenador puede hacernos lo mismo. La fórmula no es demostrable únicamente para quien está trabajando dentro del sistema, ¿entiendes? Quien esté fuera del sistema, puede probar la fórmula. Eso es válido para un ordenador tanto como para un ser humano. Conclusión: es posible que un ordenador sea tanto o más inteligente que las personas.

Tomás suspiró.

—¿Todo eso para probar qué?

—Todo eso para probarte que no somos más que ordenadores muy sofisticados. ¿Crees que los ordenadores pueden llegar a tener alma?

—Que yo sepa, no.

—Entonces, si somos ordenadores muy sofisticados, tampoco podemos tenerla. Nuestra conciencia, nuestras emociones, todo lo que sentimos es resultado de la sofisticación de nuestra estructura. Cuando muramos, los chips de nuestra memoria y de nuestra inteligencia desaparecerán y nosotros nos apagaremos. —Respiró hondo y se apoyó en la silla—. El alma, querido hijo, no es más que una invención, una maravillosa ilusión creada por nuestro ardiente deseo de escapar del carácter inevitable de la muerte.