IV

La silueta asomó por una puerta lateral, en la sombra, y se acercó despacio a la mesa de caoba. Tomás y los dos estadounidenses casi se asustaron al verlo aparecer salido de la nada, como si fuese un espectro, una figura fantasmagórica que se materializara inesperadamente en la sala.

Era un hombre alto y bien parecido, con una mirada azul glacial, luminosa; tenía el pelo canoso cortado al rape y llevaba un traje gris oscuro; aparentaba unos setenta años, pero se mantenía corpulento, una roca tan firme como aquellas arrugas que le nacían en las comisuras de los párpados, rasgos que fijaban la edad de aquel rostro duro e impenetrable. El desconocido se demoró en la penumbra, siempre inmóvil, hasta siniestro, con los ojos azules amusgados, como si analizase la situación, como si estudiase a Tomás. Se detuvo un instante más, hasta mover por fin la silla, inclinarse hacia delante y ocupar su sitio en la mesa de caoba, con los fríos ojos centelleantes clavados en el portugués.

Good afternoon, mister Bellamy —saludó Sullivan con un tono de respeto que no pasó inadvertido para Tomás.

Hello, Greg —dijo el hombre, con la voz baja y ronca, sin desviar los ojos de Tomás. Todo su cuerpo transmitía poder. Poder, amenaza y agresión latente—. ¿No me vas a presentar a tu amigo?

Sullivan obedeció enseguida.

—Tomás, te presento a mister Bellamy.

—¿Cómo está?

Hello, Tomás —saludó el recién llegado, que pronunció el nombre de Tomás con un acento sorprendentemente correcto—. Gracias por haber venido.

Sullivan se inclinó acercándose al oído del portugués.

Mister Bellamy ha llegado esta mañana a Lisboa —se dio prisa en añadir, en un susurro respetuoso—. Ha venido a propósito de Langley para…

—Gracias, Greg —interrumpió Bellamy—. El show ahora es mío.

Yes, mister Bellamy.

El estadounidense de mirada siniestra se quedó un buen rato con la silla echada hacia atrás, en la penumbra de la sala, siempre con la atención fija en Tomás. Tenía una respiración profunda, casi jadeante en aquel silencio pesado; imponía una presencia que suscitaba malestar, incluso temor. El historiador sintió que le caían gotas de sudor del extremo de la frente e intentó sonreír, pero el recién llegado mantuvo el rostro ceñudo, con una frialdad polar, cruel, los ojos entrecerrados observando al portugués, tomándole las medidas, examinando al hombre que tenía enfrente.

Al cabo de algunos minutos, que les parecieron una eternidad a todos los que se encontraban en la sala, el desconocido de los helados ojos azules movió la silla hacia delante; saliendo de la penumbra y asomándose a la luz, apoyó los codos sobre la mesa y abrió sus labios finos.

—Mi nombre es Frank Bellamy y soy el responsable de una de las cuatro direcciones de la CIA. Allí, Don es analista del Directorate of Operations. Yo soy el jefe del Directorate of Science and Technology. Nuestro trabajo en el DS&T es investigar, concebir e instalar tecnologías innovadoras de apoyo para las misiones de recogida de información. Tenemos satélites que son capaces de ver una matrícula en Afganistán como si estuviésemos a medio metro de distancia. Tenemos sistemas de interceptación de mensajes que nos permiten, por ejemplo, leer los e-mails que usted envió esta mañana al Museo Egipcio de El Cairo o comprobar los sites pornográficos que consultó Don anoche en la habitación del hotel. —El rostro pálido de Don Snyder enrojeció de vergüenza, hasta el punto de que el joven analista estadounidense se vio forzado a bajar la cabeza—. En definitiva, no hay una rana en este planeta que sea capaz de soltar un pedo sin que nosotros lo sepamos si quisiéramos. —Fijó sus ojos hipnóticos y penetrantes en Tomás—. ¿Se da cuenta del poder que tenemos?

El portugués balanceó afirmativamente la cabeza, impresionado por aquella presentación.

—Sí.

Frank Bellamy se recostó en la silla.

Good. —Miró por la ventana el césped fresco que resplandecía en el jardín—. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, yo era un estudiante joven y prometedor de Física en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Cuando acabó la guerra, me encontraba trabajando en Los Álamos, una aldehuela perdida en la cima de una colina árida de Nuevo México. —Bellamy hablaba despacio, pronunciando muy bien las palabras y haciendo largas pausas—. ¿Le dice algo el proyecto Manhattan?

—¿No fue allí dónde prepararon la primera bomba atómica?

Los labios finos del estadounidense se curvaron en lo más parecido a una sonrisa que él era capaz de esbozar.

—Usted es un fucking genio —exclamó, con un asomo de sarcasmo, y alzó tres dedos—. Preparamos tres bombas en 1945. La primera fue un ingenio experimental que estalló en Alamo-gordo. La siguieron Little Boy, lanzada sobre Hiroshima, y Fat Man, arrojada en Nagasaki. —Abrió las manos—. Bang, se acabó la guerra. —Se inmovilizó un instante, como reviviendo acontecimientos pasados—. Un año después, el proyecto Manhattan se disolvió. Muchos científicos siguieron trabajando en proyectos secretos, pero yo no. Me vi, de repente, sin empleo. Hasta que un científico amigo me llamó la atención acerca del National Security Act, firmado en 1947 por el presidente Truman para crear una agencia de informaciones. La anterior agencia, la OSS, se había disuelto al final de la guerra, pero los temores a la expansión del comunismo y las actividades del KGB hicieron que América tomase conciencia de que no podía quedarse de brazos cruzados. La nueva agencia se llamaba CIA, y me reclutaron para el área científica. —Volvió a curvar sus labios finos, en lo que parecía ser un intento de sonrisa—. Usted se encuentra, por lo tanto, frente a uno de los fundadores de la Agencia. —El rostro recobró el semblante frío del comienzo—. Podrá ahora parecer que el área de la ciencia sería una de las menores preocupaciones de la CIA en aquel entonces, pero era exactamente lo contrario. América vivía con el pavor de que la Unión Soviética desarrollase armas atómicas y la CIA se empeñó en esa cuestión de tres maneras. —De nuevo alzó los tres dedos—. En primer lugar, vigilando a los soviéticos. En segundo lugar, reclutando a cerebros extranjeros, incluidos algunos nazis. Y, en tercer lugar, vigilando a nuestros propios científicos. A pesar de nuestros esfuerzos, sin embargo, la Unión Soviética hizo estallar su primera bomba atómica en 1949, con lo que creó un clima de paranoia entre nosotros. Comenzó la caza de brujas, dada la sospecha de que habían sido nuestros científicos quienes le habían transmitido el secreto a Moscú. —Por primera vez, Bellamy desvió los ojos fijos en Tomás y se volvió hacia Sullivan—. Greg, ¿me preparas un café?

El «agregado cultural» se levantó de un salto, parecía un soldado que acababa de escuchar la orden del general.

Right away, mister Bellamy —dijo, saliendo de la sala.

La mirada azul de Frank Bellamy regresó a Tomás.

—En la primavera de 1951, el entonces primer ministro de Israel, David Ben Gurión, vino a América a recaudar fondos para su joven nación, nacida sólo tres años antes. Como siempre ocurre en estos casos, estudiamos el programa de visita y hubo algo que despertó nuestra atención. Ben Gurión había fijado una cita con Albert Einstein en Princeton. Mi jefe pensó que debíamos vigilar ese encuentro y nos envió, a mí y a un oficial encargado de sistemas de grabación en audio, a montar la escucha de la conversación entre los dos. —Consultó el pequeño bloc de notas que tenía enfrente—. El encuentro se produjo el día 15 de mayo de 1951, en la casa de Einstein, en 112 Mercer Street, Princeton. Tal como mi jefe había previsto, Ben Gurión le pidió, en efecto, que proyectase una bomba atómica para Israel. Él quería una bomba de fabricación fácil, tan fácil que un país con escasos recursos fuese capaz de desarrollarla rápidamente y a escondidas.

—¿Y Einstein? —preguntó Tomás, atreviéndose por primera vez a interrumpir a su intimidante interlocutor—. ¿Aceptó ese encargo?

—Nuestro geniecillo se resistió poco —dijo, y volvió a consultar las notas—. Sabemos que comenzó a trabajar en la petición de Ben Gurión al mes siguiente y que aún lo hacía en 1954, un año antes de morir. —Levantó los ojos del bloc—. Profesor Noronha, ¿sabe cuál es la energía que libera una bomba atómica?

—¿La energía nuclear?

—Sí. ¿Sabe qué energía es ésa?

—Supongo que tiene que ver con los átomos, ¿no?

—Todo en el universo tiene que ver con los átomos, estimado profesor —declaró Bellamy secamente—. Le pregunto si tiene noción de lo que es esa energía.

Tomás estuvo a punto de reírse.

—No tengo la menor idea.

Greg Sullivan regresó a la sala con una bandeja y colocó cuatro pequeñas tazas humeantes en la mesa, junto con un platillo repleto de sobres de azúcar. El hombre de la CIA cogió su taza y, sin endulzar el café, bebió un trago.

—El universo está constituido por partículas fundamentales —dijo, después de dejar la taza—. Inicialmente se pensaba que esas partículas eran los átomos, por lo que les dieron ese nombre: átomos. «Átomo» es la palabra griega que significa «indivisible». Pero, con el tiempo, los físicos empezaron a darse cuenta de que era posible dividir lo indivisible. —Acercó el pulgar al índice, expresando algo minúsculo—. Se descubrió que había partículas aún más pequeñas, especialmente el protón y el neutrón, que se juntan en el núcleo del átomo, y el electrón, que gira sobre su órbita como si fuese un planeta, aunque increíblemente veloz. —Imitó con el índice el gesto del electrón circulando en torno a la taza apoyada en la mesa—. Imagine que fuésemos capaces de encoger Lisboa hasta que adoptara las dimensiones de un átomo. Si lo hiciéramos, un núcleo acabaría siendo del tamaño de, por ejemplo, una pelota de fútbol, colocada en el centro de la ciudad. En ese caso, un electrón sería una canica expandida en un rayo de treinta kilómetros en torno a ese centro, capaz de dar cuarenta mil vueltas alrededor de la pelota de fútbol en sólo un segundo.

—Vaya.

—Y eso para que tenga una idea de lo vacío y pequeño que es un átomo.

Tomás dio tres golpes en la mesa.

—Entonces, si los átomos son tan vacíos —dijo el portugués—, ¿por qué razón, cuando toco esta mesa, mi mano la golpea y no la atraviesa?

—Bien, eso se debe a las fuerzas eléctricas de repulsión entre los electrones y a algo que llamamos el principio de exclusión de Pauli, que prevé que dos átomos no pueden ocupar el mismo estado.

—Ah.

—Lo que nos lleva a la cuestión de las fuerzas existentes en el universo. —Bellamy volvió a alzar los dedos, pero esta vez fueron cuatro—. Todas las partículas interactúan entre sí a través de cuatro fuerzas. Cuatro: la fuerza de la gravedad, la fuerza electromagnética, la fuerza fuerte y la fuerza débil. La fuerza de la gravedad, por ejemplo, es la más débil de todas, pero su radio de acción es infinito. —Repitió el gesto de la circulación orbital alrededor de la taza—. Aquí en la Tierra sentimos la atracción de la fuerza de gravedad del Sol y hasta del centro de la galaxia, en torno a la cual giramos. Después está la fuerza electromagnética, que es la conjunción de la fuerza eléctrica con la fuerza magnética. Lo que ocurre es que la fuerza eléctrica hace que las cargas opuestas se atraigan y las cargas semejantes se alejen. —Golpeó la mesa con el dedo—. Y allí reside el problema. Los físicos se dieron cuenta de que los protones tienen carga positiva. Pero la fuerza eléctrica determina que cargas semejantes se repelen, ¿no? Ahora bien: si los protones tienen cargas semejantes, pues todos son positivos, forzosamente tienen que repelerse. Se hicieron cálculos y se descubrió que, si se les diese a los protones el tamaño de una pelota de fútbol, aunque se cubriese a los protones con la más fuerte liga metálica conocida, la fuerza eléctrica repulsiva entre ellos sería tan fuerte que la liga metálica se destruiría como si fuese papel higiénico. —Arqueó las cejas—. Para que vea qué fuerte es la fuerza eléctrica que repele a los protones unos de otros. —Cerró el puño—. Y, no obstante, a pesar de toda esta fuerza repulsiva, los protones se mantienen unidos en el núcleo. ¿Por qué? ¿Qué fuerza existe que sea aún más fuerte que la poderosa fuerza eléctrica? —Hizo una pausa dramática—. Los físicos se pusieron a estudiar el problema y descubrieron que existía una fuerza desconocida. La llamaron fuerza nuclear fuerte. Es una fuerza tan grande, tan grande, que es capaz de mantener a los protones unidos en el núcleo. —Cerró el puño con fuerza, como si la mano fuese la energía que mantenía cohesionado al núcleo—. En realidad, la fuerza fuerte es casi cien veces más fuerte que la fuerza electromagnética. Si los protones fuesen dos trenes alejándose el uno del otro a gran velocidad, la fuerza fuerte sería suficientemente fuerte para mantenerlos juntos, para impedirles alejarse. Ésa es la fuerza fuerte. —Alzó un dedo, como quien lanza una advertencia—. Pero, a pesar de toda su tremenda fuerza, la fuerza fuerte tiene un radio de acción muy corto, menos que el tamaño de un núcleo atómico. Si un protón consigue salir del núcleo, entonces deja de estar bajo la influencia de la fuerza fuerte y se somete sólo a la influencia de las fuerzas restantes. ¿Lo ha entendido?

—Sí.

Good boy. —Bellamy se detuvo un momento pensando en cómo explicaría el paso siguiente. Volvió la cabeza hacia la ventana y observó el Sol a punto de esconderse más allá de los edificios que se recortaban en el horizonte—. Fíjese en el Sol. ¿Por qué razón brilla e irradia calor?

—Son explosiones nucleares, ¿no?

—Lo parecen, claro. En realidad, no son explosiones, sino movimientos de un plasma cuyo origen último se encuentra en reacciones nucleares que se producen en el núcleo. ¿Sabe lo que quiere decir reacciones nucleares?

Tomás se encogió de hombros.

—Sinceramente, no lo sé.

—Los físicos han estudiado el problema y han descubierto que, bajo determinadas condiciones, era posible liberar la energía de la fuerza fuerte que se encuentra en el núcleo de los átomos. Se llega a ello a través de dos procesos, la escisión y la fusión del núcleo. Al partirse un núcleo o al fundirse dos núcleos, se libera la tremenda energía de la fuerza fuerte que une el núcleo. Por la acción de los neutrones, los otros núcleos próximos se van rompiendo también, soltando aún más energía de la fuerza fuerte y provocando así una reacción en cadena. Ahora bien: ¿ha visto alguna vez lo brutalmente fuerte que es esta fuerza fuerte? Imagine ahora lo que ocurre cuando su energía se libera en gran cantidad.

—¿Hay una explosión?

—Hay una liberación de la energía de los núcleos de los átomos, donde está la fuerza fuerte. La llamamos, por eso, una reacción nuclear.

Tomás abrió la boca.

—¡Ah! —exclamó—. Ya lo he entendido.

El estadounidense volvió a contemplar la esfera anaranjada que se extendía sobre los tejados color rojizo de Lisboa.

—Eso es lo que ocurre en el Sol. La fusión nuclear. Los núcleos de los átomos se van fundiendo, liberándose así la energía de la fuerza fuerte. —Los ojos azules regresaron a los verdes de Tomás—. Siempre se ha pensado que esto sólo podía producirlo la naturaleza. Pero en 1934 hubo un científico italiano con quien trabajé en Los Álamos, llamado Enrico Fermi, que bombardeó con uranio y neutrones. El análisis de esa experiencia permitió descubrir que el bombardeo había producido elementos más leves que el uranio. Pero ¿cómo era posible semejante cosa? La conclusión fue que el bombardeo había roto el núcleo del uranio o, en otras palabras, había provocado su escisión, lo que permitió la formación de otros elementos. Se dio cuenta de este modo que era posible liberar artificialmente la energía de la fuerza fuerte, no a través de la fusión de los núcleos, como ocurre en el Sol, sino a través de su escisión.

—Y eso es la bomba atómica.

—Exacto. En el fondo, la bomba atómica consiste en la liberación en cadena de la energía de la fuerza fuerte a través de la escisión del núcleo de los átomos. En Hiroshima se usó el uranio para obtener ese efecto; en Nagasaki, recurrimos al plutonio. Posteriormente la bomba de hidrógeno dejó de recurrir a la escisión de los núcleos, y se sirvió más bien de la fusión de los núcleos, como ocurre en el interior del Sol.

Frank Bellamy se calló, se recostó de nuevo en la silla y bebió todo el café que le quedaba en la taza. Después cruzó los dedos de las manos y se relajó. Parecía haber terminado su exposición, lo que dejó a Tomás algo confuso. El silencio se prolongó durante unos treinta segundos, haciéndose primero incómodo, después francamente insostenible.

—¿Vino a Lisboa a hablar conmigo para contarme eso? —preguntó por fin el historiador, desconcertado.

—Sí —asintió el estadounidense, glacial, con la voz ronca siempre pausada—. Pero ésta es sólo una introducción. Como jefe del Directorate of Science and Technology de la CIA, una de mis preocupaciones es vigilar la no proliferación de tecnología nuclear. Hay varios países del Tercer Mundo que están desarrollando esta tecnología y, en algunos casos, eso nos deja realmente preocupados. El Irak de Saddam Hussein, por ejemplo, intentó hacerlo, pero los israelíes arrasaron sus instalaciones. En este momento, no obstante, nuestra atención se ha volcado en otro país —sacó un pequeño mapa del bloc de notas y señaló un punto—: éste.

Tomás se inclinó sobre la mesa y observó el punto señalado.

—¿Irán?

El hombre de la CIA asintió con la cabeza.

—El proyecto nuclear iraní comenzó en la época del Sah, cuando Teherán intentó instalar un reactor nuclear en Bushehr, con la asistencia de científicos alemanes. La Revolución islámica, en 1979, llevó a los alemanes a suspender el proyecto, y los ayatolás, después de un periodo en que se opusieron a cualquier conato de modernización del país, decidieron recurrir a la ayuda rusa para terminar la construcción del reactor. Pero, entre tanto, Rusia se acercó a Estados Unidos y fue posible convencer a los rusos de que suspendieran el abastecimiento de láser que podría usarse para enriquecer el uranio, haciéndolo pasar de su estado natural al estado de uso militar. También se persuadió a China para que suspendiera la cooperación en este dominio y las cosas parecían estar bajo control. Pero, a finales del 2002, esta ilusión se deshizo. Se comprobó en ese momento que, muy por el contrario, la situación estaba, en realidad, descontrolada. —Analizó de nuevo el mapa—. Descubrimos dos cosas muy perturbadoras. —Puso el dedo en un punto del mapa al sur de Teherán—. La primera fue que los iraníes construyeron aquí, en Natanz, en secreto, instalaciones destinadas a enriquecer el uranio recurriendo a centrifugadoras de gran velocidad. Si se las ampliase, estas instalaciones podrían producir uranio enriquecido en cantidades suficientes para fabricar una bomba atómica del tipo de la de Hiroshima. —El dedo se deslizó hacia otro punto del mapa, más al oeste—. El segundo descubrimiento fue la construcción de instalaciones aquí, en Arak, para la producción de agua pesada, un agua con deuterio usada en los reactores concebidos para crear plutonio, el material de la bomba de Nagasaki. Sin embargo, el agua pesada no es necesaria en las instalaciones nucleares que los rusos están construyendo para los iraníes en Bushehr. Si no es necesaria para eso, ¿para qué es necesaria? Estas instalaciones de Arak sugieren que existen otras instalaciones no declaradas, lo que consideramos muy inquietante.

—Pero ¿no estarán ustedes creando una tormenta en un vaso de agua? —preguntó Tomás—. En este caso, sería un vaso de agua pesada, claro. —Sonrió con el retruécano—. A fin de cuentas, todo puede apuntar a un uso pacífico de la energía nuclear…

Frank Bellamy lo miró con disgusto, lo miró como quien mira a un idiota.

—¿Uso pacífico? —Los ojos azules casi centelleaban, como fríos cuchillos—. El uso pacífico de la energía atómica, estimado profesor, se reduce a la construcción de centrales para producción de electricidad. Pero Irán es el mayor productor mundial de gas natural y el cuarto mayor productor mundial de petróleo. ¿Por qué razón necesitan los iraníes producir electricidad por medios nucleares si lo pueden hacer de modo mucho más barato y rápido, valiéndose de sus enormes reservas de gas natural o de combustibles fósiles? ¿Y por qué motivo están los iraníes construyendo ahora centrales nucleares a escondidas? ¿Para qué necesitan producir agua pesada, una sustancia sólo indispensable para la creación de plutonio? —Hizo una pausa, dejando flotar las preguntas en el aire—. Mi estimado profesor, no seamos ingenuos. El programa nuclear pacífico de Irán no es más que una fachada, una cubierta que oculta la construcción de instalaciones destinadas a apoyar el verdadero objetivo de todo este proceso: el programa iraní de armamento nuclear. —Mantuvo los ojos fijos en Tomás—. ¿Se da cuenta?

Tomás parecía un alumno obediente, casi aterrorizado frente a un profesor malhumorado.

—Sí, sí, ya me he dado cuenta.

—La cuestión es descubrir adónde ha ido Irán a buscar la tecnología que le ha permitido llegar tan lejos. —Alzó dos dedos—. Hay dos hipótesis. La primera es Corea del Norte, que obtuvo de Pakistán informaciones sobre cómo enriquecer uranio mediante centrifugadoras. Sabemos que Corea del Norte ha vendido misiles No-Dong a Irán, y es posible que, en el mismo paquete, haya vendido la tecnología nuclear de origen paquistaní. La segunda hipótesis es que Pakistán haya hecho directamente esa venta. A pesar de tratarse de un país supuestamente proamericano, muchos gobernantes y militares paquistaníes comparten con los iraníes una visión islámica fundamentalista del mundo, y no es difícil imaginar que les hayan dado una ayudita a escondidas.

Tomás consultó discretamente el reloj. Eran las seis y diez. Ya llevaba allí más de dos horas y empezaba a sentirse cansado.

—Disculpe, pero se está haciendo tarde —dijo, algo atemorizado—. ¿Me puede explicar por qué me necesita?

El hombre de la CIA tamborileó los dedos en la caoba pulida de la mesa.

—Claro que puedo —dijo en voz muy baja. Miró a Don Snyder. Durante toda la exposición, el analista se mantuvo siempre muy callado, casi invisible—. Don, ¿le has hablado ya a nuestro amigo sobre Aziz al-Mutaqi?

Yes, mister Bellamy.

Siempre con el mismo tono deferente.

—¿Ya le has explicado que Aziz es un oficial de la Al-Muqawama al-Islamiyya?

Yes, mister Bellamy.

—¿Y le has explicado que Al-Muqawama al-Islamiyya es el brazo armado de Hezbollah?

Yes, mister Bellamy.

—¿Y le has explicado quién es el principal financiador de Hezbollah?

No, mister Bellamy.

Un leve centelleo atravesó la mirada azul.

—¡Ah! —exclamó—. No le has explicado eso.

No, mister Bellamy.

El hombre de la expresión glacial volvió a centrar su atención en Tomás.

—¿Usted aún no sabe quién financia a Hezbollah?

—¿Yo? —preguntó el portugués—. No.

—Díselo, Don.

—Es Irán, mister Bellamy.

Tomás ponderó, por un momento, esta nueva información y sus repercusiones.

—Irán, ¿eh? —repitió el portugués—. ¿Y eso qué significa?

Bellamy volvió a dirigirse a Snyder, pero siempre sin apartar los ojos del historiador.

—Don, ¿le has hablado del profesor Siza?

Yes, mister Bellamy.

—¿Le has dicho dónde estuvo estudiando el profesor Siza cuando era joven?

No, mister Bellamy.

—Entonces díselo.

—Estuvo haciendo sus prácticas en el Institute for Advanced Study, mister Bellamy.

Bellamy se dirigió ahora a Tomás.

—¿Ha entendido?

—Pues… no.

—Don, ¿dónde estaba situado el instituto en el que hizo sus prácticas el profesor Siza?

—En Princeton, mister Bellamy.

—¿Y cuál era el más importante científico que trabajaba allí?

—Albert Einstein, mister Bellamy.

El hombre de la CIA arqueó las cejas mirando a Tomás.

—¿Ha entendido ahora?

El portugués se pasó la mano por el mentón, evaluando las implicaciones de todos estos nuevos datos.

—Ya veo —dijo—. Pero ¿qué significa todo eso?

Frank Bellamy respiró pesadamente.

—Significa que aquí hay un conjunto de fucking buenas preguntas para hacer. —Alzó el pulgar izquierdo—. Primera pregunta: ¿qué están haciendo los pelos de Aziz al-Mutaqi en el escritorio de la casa del físico más importante de Portugal? —Alzó el índice—. Segunda pregunta: ¿dónde está el profesor Siza, que hizo prácticas en Princeton, en el mismo instituto donde trabajaba Einstein? —Ahora el dedo de en medio—. Tercera pregunta: ¿por qué motivo una organización como Hezbollah necesita raptar a este físico en particular? —El dedo siguiente—. Cuarta pregunta: ¿qué sabe el profesor Siza sobre el encargo que le hizo Ben Gurión a Einstein de un arma nuclear de fabricación simple y barata? —El dedo meñique—. Quinta pregunta: ¿acaso Irán está usando a Hezbollah para encontrar una nueva forma de crear armas nucleares?

Tomás se movió en su asiento.

—Sospecho que usted ya tiene respuestas para todas esas preguntas.

—Usted es un fucking genio —replicó Bellamy, sin mover un músculo de la cara.

El portugués se quedó esperando el acto siguiente, pero no ocurrió nada. Frank Bellamy siguió con la mirada fija en él, sin emitir palabra alguna, dejando oír solamente la respiración jadeante. Greg Sullivan tenía la atención concentrada en la madera de la mesa, fingiéndose absorbido por algo importante que transcurría allí; y Don Snyder aguardaba órdenes, con el laptop aún abierto.

—Bien…, si ya tiene las respuestas —tartamudeó Tomás—, pues… cualesquiera que sean, ¿qué…, eh…, espera de mí?

El hombre de la mirada helada tardó en responder.

—Muéstrale a la muchacha, Don —murmuró al fin.

Snyder pulsó apresuradamente varias teclas del ordenador.

—Aquí está, mister Bellamy —dijo, y volvió la pantalla hacia el otro lado de la mesa.

—¿Reconoce a esta mujer? —le preguntó Bellamy a Tomás.

El historiador observó la pantalla y vio a la hermosa mujer de pelo negro y ojos trigueños.

—Ariana —exclamó, y miró a Bellamy—. No me diga que ella está metida en esto…

El hombre de la mirada azul se volvió hacia el joven del lap-top.

—Don, explícale a nuestro amigo quién es esa mujer.

Snyder consultó la ficha colocada al lado de la imagen en la pantalla.

—Ariana Pakravan, nacida en 1966 en Isfahan, Irán, hija de Sanjar Pakravan, uno de los científicos iraníes originalmente comprometidos en el proyecto de Bushehr. Ariana estaba en París estudiando en un colegio cuando estalló la Revolución islámica. Se doctoró en Física Nuclear en La Sorbona, y se casó con el químico francés Jean-Marc Ducasse, de quien se divorció en 1992. No tiene hijos. Regresó a su país en 1995 y fue asignada al Ministerio de la Ciencia directamente bajo las órdenes del ministro Bozorgmehr Shafaq.

—Exactamente lo que ella me dijo —se dio prisa en aclarar Tomás, feliz por no haber sido engañado.

Frank Bellamy parpadeó.

—¿Ella le ha contado todo eso?

El historiador se rio.

—No, claro que no. Pero lo poco que me contó coincide con ese…, en fin…, con ese currículum.

—¿Le contó que trabaja en el Ministerio de la Ciencia?

—Sí, me lo contó.

—¿Y le contó que es una diosa en la cama?

Esta vez fue Tomás quien parpadeó.

—¿Perdón?

—¿Ella le contó que es una diosa en la cama?

—Pues… me temo que la conversación no llegó a ese punto —tartamudeó, amilanado. Vaciló—. ¿Lo es?

Bellamy mantuvo el rostro inmóvil durante unos segundos, pero un ligero movimiento en la comisura de los labios traicionó lo que parecía ser el principio de una sonrisa.

—Su exmarido nos ha dicho que sí.

Tomás se rio.

—En conclusión, no me lo ha contado todo.

El hombre de la CIA no devolvió la carcajada. Comprimió los labios y amusgó sus ojos fríos.

—¿Qué quería ella de usted?

—Oh, nada especial. Me contrató para ayudarla a descifrar un documento antiguo.

—¿Un documento antiguo? ¿Qué documento antiguo?

—Un inédito de…, eh…, Einstein.

Justo en el instante en que pronunció el nombre del célebre científico, se desorbitaron los ojos de Tomás. Qué coincidencia, pensó. Un documento de Einstein. Pero, caviló de inmediato, ¿sería una coincidencia? ¿Qué relación tendría eso con el resto?

—¿Y usted aceptó?

—¿Eh?

—¿Y usted aceptó?

—¿Acepté qué?

Bellamy chasqueó impaciente la lengua.

—¿Aceptó descifrar el documento?

—Sí. Ellos pagan bien.

—¿Cuánto pagan?

—Cien mil euros por mes.

—Eso es una mierda.

—Es más de lo que gano trabajando un año en la facultad.

—Nosotros le damos ese dinero y usted trabaja para nosotros.

Tomás lo miró, confundido.

—¿Trabajo para quién?

—Para nosotros. La CIA.

—¿Para hacer qué?

—Para ir a Teherán a ver ese documento.

—¿Sólo eso?

—Y unas cositas más que después le explicaremos.

—¿Qué cositas?

—Después se las explicaremos.

El portugués sonrió y meneó la cabeza.

—No, eso no funciona así —dijo—. Yo no soy James Bond, soy un historiador experto en criptoanálisis y lenguas antiguas. No voy a hacer cosas para la CIA.

—Claro que las hará.

—No, en absoluto.

Frank Bellamy se inclinó sobre la mesa, con sus ojos crueles clavados en Tomás como dagas, los labios retorciéndosele de furia congelada, la voz ronca cargada de entonaciones amenazadoras, de insinuaciones siniestras.

—Mi estimado profesor Tomás Noronha, déjeme poner las cosas en claro —farfulló en voz baja—. Si no acepta la propuesta que le estoy haciendo, la vida se le va a poner muy difícil. —Alzó una ceja—. Además, se arriesga incluso a perderla, no sé si me entiende. —Las comisuras de la boca se curvaron en su habitual esbozo de sonrisa—. Pero, si acepta, ocurrirán cuatro cosas. La primera es que va a ganar sus míseros doscientos mil euros por mes, cien mil pagados por nosotros y los otros cien mil por los iraníes. La segunda es que tal vez ayude a encontrar al desafortunado profesor Siza, pobre hombre, cuya hija está desconsolada porque no sabe por dónde anda su querido padre. La tercera es que tal vez consiga salvar al mundo de la pesadilla de las armas nucleares en manos de los terroristas. Y la cuarta, posiblemente la más importante para usted, es que, eso sí, habrá un futuro en su vida. —Volvió a recostarse en la silla—. ¿Le queda claro?

El historiador le devolvió la mirada. Se sentía furioso por haber sido amenazado de tal manera, y más furioso aún porque no tenía escapatoria: el hombre que tenía enfrente disponía de un enorme poder y de la voluntad suficiente para usarlo como le conviniese.

—¿Le queda claro? —preguntó Bellamy nuevamente.

Tomás asintió despacio con la cabeza.

—Sí.

—Usted es un fucking genio.

Fuck you —repuso el portugués de inmediato.

El estadounidense se rio por primera vez. Las carcajadas contrajeron su cuerpo, parecía sollozar, y sólo se calmó un instante después, cuando la risa se transformó en una tos persistente. Controló la tos y, después de una pausa para retomar la respiración normal, ya recuperado su semblante habitual, aunque su rostro se mantuviera congestionado, miró a Tomás.

—Usted tiene big balls, profesor. Y eso me gusta. —Hizo un gesto con la mano en dirección a Sullivan y a Snyder, que lo observaban todo con un silencio sepulcral—. No hay mucha gente que me encare y me diga: fuck you. Ni el presidente —dijo, y apuntó el dedo a Tomás y bramó, súbitamente amenazador—. No se atreva a volver a hacerlo, ¿me ha oído?

—Hmm.

—¿Me ha oído?

—Sí, he entendido.

El estadounidense se rascó la frente.

—Muy bien —suspiró, siempre muy contenido—. No he acabado de contarle la historia del encargo que Ben Gurión le hizo a Einstein. ¿Quiere escuchar el resto?

—Si insiste…

—Einstein empezó a proyectar la nueva bomba atómica al mes siguiente del encuentro con Ben Gurión. Tenía presente que la idea era diseñar una bomba que Israel pudiese fabricar después fácilmente, con medios escasos y en secreto. Sabemos hoy que Einstein trabajó en este proyecto durante por lo menos tres años, hasta 1954, y es posible que aún trabajase en el documento en 1955, cuando murió. Se sabe poco sobre lo que hizo nuestro genio. Un científico que trabajó con él, y que nos daba informaciones regulares, reveló que Einstein le había dicho que tenía en sus manos la fórmula de la mayor explosión jamás vista. Era algo tan grande que, según nuestro informante, Einstein se mostraba…, pues…, atónito ante lo que había descubierto. —Adoptó la expresión de quien hace un esfuerzo de memoria, como si lo hubiera asaltado una duda—. Sí, es eso —dijo por fin—: atónito. Ésa fue la expresión que usó nuestro informante. Atónito.

—¿Y no saben adónde ha ido a parar ese documento?

—El documento desapareció, y Einstein se llevó el secreto a la tumba. Pero es posible que se lo haya confiado a alguien. Se dice que Einstein se hizo amigo de un joven físico que fue a hacer prácticas al Institute for Advanced Study y que fue con ese joven físico con quien…

—¡El profesor Siza!

—Usted es un fucking genio, no me cabe duda —confirmó Bellamy—. El profesor Siza, exacto. El mismo que desapareció hace tres semanas. El mismo que tiene un piso en el que se encontraron pelos de Aziz al-Mutaqi, el peligroso oficial de Hezbollah. El mismo Hezbollah que es el movimiento terrorista al que financia Irán. El mismo Irán que está intentando por todos los medios desarrollar armas nucleares en secreto.

—Dios mío.

—¿Está entendiendo ahora por qué motivo queríamos conversar con usted?

—Sí.

—Me falta decirle algo que nos reveló nuestro informante.

—¿Qué informante?

—El amigo de Einstein, el hombre a quien nuestro geniecillo le habló sobre el proyecto que Ben Gurión le había encargado.

—Ah, sí.

—Nuestro informante nos dijo que Einstein tenía incluso un nombre de código para su proyecto.

Tomás sintió que el corazón se le aceleraba.

—¿Qué nombre?

Frank Bellamy respiró hondo.

Die Gottesformel. La fórmula de Dios.