La seguridad a la entrada del perímetro de la embajada de Estados Unidos, un edificio situado en un recinto verde de Sete Rios, parecía adoptar dimensiones ridículas. Tomás Noronha pasó por dos cordones de vigilancia y lo revisaron dos veces, tras superar un complicadísimo sistema de detección de metales y tras haber acercado el ojo a una pequeña máquina de tecnología biométrica concebida para identificar a sospechosos por el reconocimiento del iris; los vigilantes colocaron incluso un espejo debajo de su Volkswagen azul, con el propósito de localizar un posible explosivo metido en el automóvil. Desde el 11-S, se habían intensificado las medidas de protección a la entrada de la embajada, pero no estaba preparado en absoluto para esto; hacía mucho tiempo que no visitaba el lugar y jamás se habría imaginado que el acceso al perímetro diplomático se hubiese transformado en tal prueba de obstáculos múltiples.
La sonrisa luminosa de Greg Sullivan lo recibió a la puerta de la embajada. El agregado cultural, un hombre de treinta años, alto, rubio y de ojos azules, muy meticuloso en su arreglo personal y muy aplomado, con gestos tranquilos y cierto aspecto de mormón, lo condujo por los pasillos de la embajada y lo introdujo en una sala luminosa, con un amplio ventanal que daba a un jardín soleado. Un chico con camisa blanca y corbata roja se encontraba sentado en la larga mesa de la sala, con la atención concentrada en un lap-top abierto sobre la caoba, y se incorporó cuando Sullivan entró con su invitado.
—Don —anunció—. This is professor Tomás Noronha.
—Howdy!
Se saludaron los dos.
—Le presento a Don Snyder —dijo, siempre en inglés, señalando al muchacho, cuyo semblante muy pálido contrastaba con su pelo negro y lacio.
Los tres se sentaron. El agregado cultural seguía guiando los movimientos como si fuese un rutinario maestro de ceremonias. Sullivan hablaba alto, pero tenía la mirada fija en Tomás, evidenciando que sus palabras se destinaban exclusivamente al portugués.
—Esta conversación no trascenderá. Todo lo que digamos aquí es información reservada y permanecerá entre nosotros. —Inclinó la cabeza apuntando al invitado—. ¿Entendido?
—Sí.
Sullivan se frotó las manos.
—Muy bien —exclamó, y se volvió al muchacho con corbata, y que tenía el pelo negro—. Don, tal vez convenga comenzar ya.
—Okay —asintió Don, tirando de las mangas de la camisa hacia arriba—. Mister Norona, tal como…
—Noronha —corrigió Tomás.
—Norona?
—Olvídelo —se rio el historiador, dándose cuenta de que el estadounidense no lograría jamás pronunciar correctamente su apellido—. Llámeme Tom.
—¡Ah, Tom! —repitió el joven de pelo negro, satisfecho de poder servirse de un nombre más familiar—. Muy bien, Tom. Tal como le ha dicho Greg, mi nombre es Don Snyder. Lo que no le ha contado es que trabajo para la CIA en Langley, donde soy analista en contraterrorismo, integrado en un gabinete que pertenece al Directorate of Operations, una de las cuatro direcciones de la Agencia.
—Operaciones, ¿eh? ¿Alguien así como… James Bond?
Snyder y Sullivan se rieron.
—Sí, en el Directorate of Operations trabajan los 007 americanos —asintió Don—. Aunque yo no sea exactamente uno de ellos. Mi trabajo, me temo, no tiene tanta gracia como las aventuras de mi colega ficticio del MI6. Muy pocas veces tengo muchachas guapas a mi alrededor y, en casi todos los casos, mis tareas son sólo rutinarias, sin ninguna gracia. El Directorate of Operations es una dirección cuya responsabilidad principal radica en la recogida clandestina de información, muchas veces acudiendo a HUMINT, o sea, human intelligence, fuentes humanas que utilizan técnicas encubiertas.
—Espías, querrá decir.
—Esa palabra es un poco…, ¿cómo diría?…, propia de aficionados. Preferimos llamarlos human intelligence, o fuentes humanas de recogida clandestina de información. —Se llevó la mano al pecho—. De cualquier modo, yo no soy una de esas fuentes. Mi trabajo se limita al análisis de la información sobre actividades terroristas. —Alzó una ceja—. Y eso es lo que me ha traído a Lisboa.
Tomás sonrió.
—¿Terrorismo? ¿En Lisboa? Ésas son dos palabras que no encajan juntas. No hay terrorismo en Lisboa.
Intervino Sullivan:
—Oiga, Tomás, no es del todo así —se rio—. ¿Ha conducido alguna vez por las calles de esta ciudad?
—Ah, claro —asintió el portugués—. Hay gente por ahí que, al volante, es más peligrosa que Bin Laden, eso es verdad.
Desconcertado ante las carcajadas de los dos, Don Snyder esbozó una sonrisa cortés.
—Déjeme que concluya mi presentación —pidió.
—Disculpe —repuso Tomás—. Siga, por favor.
El estadounidense tecleó en su lap-top.
—Me llamaron la semana pasada desde Lisboa a causa de un acontecimiento en apariencia secundario. —Volvió la pantalla del ordenador hacia Tomás, y mostró el rostro sonriente de un septuagenario con bigote y perilla canosa, unas gafas muy graduadas cubrían sus ojos oscuros—. ¿Conoce a este hombre?
Tomás observó el rostro y meneó la cabeza.
—No.
—Se llama Augusto Siza y es un famoso catedrático portugués, el mayor físico del país.
Tomás abrió la boca al reconocer el nombre.
—Ah —exclamó—. Es el compañero de mi padre.
—¿Compañero de su padre? —se sorprendió Don.
—Sí. ¿No es ése el que ha desaparecido?
—Claro. Hace tres semanas.
—Justamente hoy mi padre me ha hablado de eso.
—¿Su padre lo conoce?
—Sí, son compañeros en la Universidad de Coimbra. Mi padre da clases de Matemática, y el profesor Siza tiene una cátedra de Física en la misma facultad.
—I see.
—Pero ¿qué ha ocurrido con él?
—Bien, el profesor Siza ha desaparecido sin dejar rastro. Un día los alumnos estaban en la facultad esperando que fuese a darles una clase, y el profesor no se hizo ver por allí. Al día siguiente, lo aguardaban en una reunión de la Comisión Científica y, una vez más, no apareció. Lo llamaron varias veces al móvil y no atendió nadie en ningún momento. A pesar de ser un hombre de edad, lo consideran una persona enérgica y muy lúcida, lo que le ha permitido seguir dando clases ya superada la edad límite. Como es viudo y vive solo, porque su hija está casada, sus compañeros pensaron que se habría ausentado por algún motivo. Acabó siendo el colaborador del profesor el que, tras dirigirse a la casa de él para una reunión aplazada desde hacía tiempo, entró en la habitación y comprobó que no había nadie. Pero se encontró con el escritorio muy desordenado, con papeles desparramados por el suelo y carpetas abiertas por todas partes, de modo que, pensando que eso era muy extraño, llamó a la Policía. Fue allí la Policía de investigación, la…, eh…, ju…, judisal, y…
—Judicial.
—Esos tipos —exclamó Don, reconociendo el nombre—. Esa Policía ha recogido algunas muestras, incluidos pelos, y las ha llevado para hacer un análisis en el laboratorio. Cuando vieron los resultados, los inspectores de la Policía colocaron los datos en el archivo del ordenador, que tiene conexiones con la Interpol. —Volvió a teclear en el lap-top—. El resultado fue sorprendente. —Apareció un nuevo rostro en la pantalla, el de un hombre moreno, de cara llena y una barba rala negra—. ¿Reconoce a este individuo?
Tomás examinó las líneas de la cara: tenía aspecto de árabe.
—No.
—Se llama Aziz al-Mutaqi y trabaja para una unidad llamada Al-Muqawama al-Islamiyya. ¿Ha oído hablar de ella?
—Pues… no.
—Es la sección militar del Partido de Dios. ¿Conoce el Partido de Dios?
—Tampoco —confesó Tomás, sintiéndose un completo ignorante.
—En árabe, Partido de Dios se dice Hibz Allah. ¿Le suena familiar?
El portugués se encogió en la silla y meneó una vez más la cabeza, casi triste por no saber nada de nada.
—No.
—Hibz Allah. Los libaneses, claro, tienen un acento muy peculiar, ¿no? En lugar de decir Hibz Allah, dicen Hezb’llah. La CNN dice Hezbollah.
—¡Ah, Hezbollah! —exclamó Tomás, aliviado—. ¡Claro que lo he oído!
—Por las noticias, supongo.
—Sí, por las noticias.
—¿Y sabe qué es Hezbollah?
—¿No son los tipos del Líbano que estuvieron en guerra con Israel?
Don Snyder sonrió.
—De manera muy resumida, son ellos, sí —asintió—. Hezbollah es una organización islámica chiita que nació en el Líbano en 1982; reunió a varios grupos formados para resistir la ocupación israelí del sur del país. Tiene vínculos con Hammás y con la yihad islámica, y hasta se han sugerido conexiones con Al-Qaeda. —Meneó la cabeza y bajó el tono de voz, como si hiciera un aparte—. Reconozco que no me lo creo, ¿sabe? Al-Qaeda es una organización sunita cuya ideología wahabita excluye enérgicamente a los chiitas. Los tipos de Bin Laden llegan al extremo de considerar infieles a los chiitas, fíjese. Y eso impide cualquier alianza entre ambos, como es lógico, ¿no? —Volvió a teclear en el ordenador portátil e hizo aparecer imágenes de destrucción en la pantalla—. De cualquier modo, Hezbollah ha estado detrás de varios secuestros de occidentales y atentados en Occidente, actos más que suficientes para llevar a Estados Unidos y a la Unión Europea a declararla una organización terrorista. El propio Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas emitió una resolución, la número 1559, en la que se exigió la disolución del brazo armado de Hezbollah.
Tomás se acarició el mentón.
—¿Y qué tiene que ver Hezbollah con el profesor Siza?
El estadounidense balanceó afirmativamente la cabeza.
—Ésa es justamente la pregunta que hicieron los inspectores de la Ju…, eh…, de la Policía esa —dijo Don—. ¿Qué hacían los pelos de un hombre que buscaba la Interpol por vínculos con Hezbollah en el escritorio del profesor Siza, en Coimbra?
La pregunta se quedó flotando en la sala.
—¿Cuál es la respuesta?
El estadounidense se encogió de hombros.
—No lo sé. Lo que sé es que la Policía entró inmediatamente en contacto con el servicio portugués de informaciones, el SIS, y éstos hablaron con Greg, que le hizo una llamada telefónica a Langley.
Tomás miró a Greg Sullivan y, como si acabara de iluminarse, se dio cuenta de la verdad. Su amigo Greg, el estadounidense tranquilo que tantas veces lo telefoneaba para hablar del Museo Hebreo y colaborar en las negociaciones con el Getty Center o el Lincoln Center, estaba tan interesado en cultura como él, Tomás, se interesaba por el béisbol o por las películas de Arnold Schwarzenegger. O sea, nada. Greg no era un hombre de cultura; era un agente de la CIA que actuaba en Lisboa bajo la máscara de agregado cultural. Esta súbita toma de conciencia hizo que mirara al estadounidense con otros ojos, pero le hizo sobre todo darse cuenta de lo traicioneras que son las apariencias, de lo fácil que es engañar a un ingenuo bienintencionado como él mismo.
Tomando conciencia de que miraba al «agregado cultural» con expresión absorta, el portugués se estremeció, como si acabara de despertarse, y se volvió de nuevo hacia Don.
—Greg habló con usted, ¿no?
—No —negó Don—. Greg habló con mi subdirector del Directorate of Operations. Mi subdirector habló con mi jefe, el responsable del despacho de análisis de contraterrorismo, y mi jefe me mandó venir a Lisboa.
Tomás esbozó una mueca, intrigado.
—Muy bien —dijo, balanceando la cabeza como un profesor que aprobara el trabajo de un alumno aplicado—. Y ahora dígame una cosa, Don: ¿qué estoy haciendo aquí?
El estadounidense del pelo negro sonrió.
—No tengo la menor idea. Me instruyeron para que le explicase las bases de mi misión y es lo que he acabado de hacer. El portugués se volvió hacia el «agregado cultural».
—Greg, ¿qué tengo que ver con esto?
Sullivan consultó el reloj.
—Creo que no me corresponde responder a mí —dijo.
—Entonces, ¿a quién le corresponde?
—Pues… —vaciló—. Debe de estar a punto de llegar.
—¿Quién?
—Enseguida lo sabrá.