II

El toque polifónico que brotaba de los pantalones le anunció a Tomás que alguien lo llamaba al móvil. Se llevó la mano al bolsillo y sacó el pequeño aparato plateado; la pantalla registraba la llamada de «Padres».

—¿Dígame?

Una voz familiar respondió del otro lado, como si estuviese a un escaso metro de distancia.

—¿Sí? ¿Tomás?

—Hola, madre.

—¿Dónde estás, hijo? ¿Ya has llegado?

—Sí, llegué esta tarde.

—¿Te ha ido todo bien?

—Sí.

—¡Ah, gracias a Dios! Siempre que viajas me siento intranquila.

—¡Ay, madre, qué disparate! Volar en avión, hoy en día, es algo totalmente normal. Mire, es como ir en autocar o en tren, aunque más rápido y más cómodo.

—Aun así, siempre me quedo preocupada. Además, has ido a un país árabe, ¿no? Allí están todos locos, se pasan la vida poniendo bombas y matando gente, es horrible. ¿No ves las noticias?

—¡Vamos, no exagere! —se rio el hijo—. ¡Aquello no está tan mal, de verdad! Incluso son muy simpáticos y educados.

—Claro. Hasta que hagan estallar la próxima bomba.

Tomás suspiró, impaciente.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo, nada interesado en seguir con esa conversación—. Lo cierto es que todo ha ido bien y ya estoy de vuelta.

—Menos mal.

—¿Cómo está padre?

La madre vaciló al otro lado de la línea.

—Tu padre…, pues…, va tirando.

—Muy bien —repuso Tomás sin notar la vacilación—. ¿Y usted? ¿Sigue navegando por Internet?

—Más o menos.

—No me diga que se dedica a ver páginas pornográficas —bromeó el hijo.

—Anda, ya sales tú con tus tonterías —protestó la madre, y carraspeó—. Oye, Tomás, tu padre y yo nos vamos mañana a Lisboa.

—¿Vienen mañana?

—Sí.

—Entonces tenemos que ir a almorzar.

—Pues sí. Salimos por la mañana temprano, tranquilamente, así que llegaremos allí a eso de las once o doce.

—Entonces vengan a buscarme a la Gulbenkian. A la una de la tarde.

—¿A la una de la tarde en la Gulbenkian? Perfecto.

—¿Y qué vienen a hacer?

La madre volvió a vacilar al otro lado de la línea.

—Después hablamos, hijo —dijo por fin—. Después hablamos.

El edificio geométrico de hormigón, diseñado con líneas abstractas extendidas en horizontal, se asemejaba a una estructura intemporal, brotando del verdor como una construcción megalítica, un enorme dolmen de trazos rectos asentado en la cima de una elevación cubierta de césped. Recorriendo la rampa empedrada, Tomás miró el edificio con la misma sensación de encantamiento de siempre, le parecía una acrópolis de los tiempos modernos, un monumento geométrico, una composición metafísica, una gigantesca roca integrada en un bosque como si siempre hubiese formado parte de él.

La Fundación Gulbenkian.

Entró en el vestíbulo con la cartera en la mano y subió la amplia escalinata. Grandes cristales rasgaban las paredes sólidas, fundiendo el edificio con el jardín, la estructura artificial con el paisaje natural, el hormigón con las plantas. Pasó por el foyer del gran auditorio y, después de un delicado golpe en la puerta, entró en el despacho.

—Hola, Albertina, ¿qué tal?

La secretaria archivaba unos documentos en el armario. Volvió la cabeza y sonrió.

—Buenos días, profesor. ¿Ya ha vuelto?

—Ya me ve.

—¿Le ha ido todo bien?

—De maravilla. ¿Está el ingeniero Vital?

—El señor ingeniero está en una reunión con el personal del museo. No volverá hasta la tarde.

Tomás se quedó indeciso.

—Bien…, tengo aquí el informe del viaje a El Cairo. No sé qué hacer. Tal vez sea mejor que vuelva por la tarde, ¿no?

Albertina se sentó frente al escritorio.

—Déjelo aquí —sugirió—. Cuando venga el señor ingeniero, yo se lo entrego. Si tiene alguna duda, ya se pondrá en contacto con usted, ¿le parece?

El historiador abrió la cartera y sacó unos folios unidos por un clip en un ángulo.

—De acuerdo —dijo, y le entregó los folios a la secretaria—. Aquí queda el informe. Que me llame si es necesario.

Tomás se volvió para salir, pero Albertina lo retuvo.

—Ah, profesor.

—¿Sí?

—Ha llamado Greg Sullivan, de la embajada estadounidense. Ha pedido que le telefonee en cuanto pueda.

El historiador desanduvo el camino y fue a su despacho, una salita en la planta baja habitualmente ocupada por los consultores de la fundación. Se sentó frente a su escritorio y comenzó a trabajar: preparó el esquema de las clases que le quedaban del semestre.

La ventana del despacho se abría al jardín, donde las hojas y el césped ondulaban al ritmo del viento, como en un prado; las gotas del riego resplandecían como joyas al sol de la mañana. Telefoneó a un asistente y ajustó los detalles de las clases, comprometiéndose a dejarle en la facultad los esquemas que estaba acabando de hacer. Después, buscó en la agenda del móvil el número del agregado cultural de la embajada de Estados Unidos y lo llamó.

—Sullivan, here.

—Hola, Greg. Habla Tomás Noronha, de la Gulbenkian.

Hi, Tomás. ¿Cómo está?

El agregado cultural hablaba portugués con un marcado acento estadounidense, muy nasalizado.

—Muy bien. ¿Y usted?

Great. ¿Cómo le ha ido en El Cairo?

—Normal. Creo que vamos a cerrar el trato para comprar la estela que he ido a ver. La decisión le corresponde ahora a la administración, claro, pero mi opinión es positiva y las condiciones me parecen buenas.

—No sé qué ven ustedes de especial en esas antiguallas egipcias —se rio el estadounidense—. Me parece que hay cosas más interesantes en que gastar el dinero.

—Usted lo dice porque no es historiador.

—Tal vez —contestó, y cambió el tono—. Tomás, le he pedido que me llame porque necesito que se pasase por la embajada.

—¿Ah, sí? ¿Qué ocurre?

—Es un asunto que…, en fin…, no podemos discutir por teléfono.

—No me diga que ya tiene novedades sobre la propuesta que le hicimos al Getty Center. ¿Acaso ellos, en Los Ángeles, aprobaron…?

—No, no es eso —interrumpió Sullivan—. Es algo… diferente.

—Hmm —murmuró Tomás, esforzándose por imaginar qué asunto sería ése. Tal vez alguna novedad del Museo Hebreo, conjeturó. Desde que comenzó a aprender hebreo y arameo, el agregado cultural estadounidense lo instigaba con frecuencia para que fuese a Nueva York a ver el museo—. De acuerdo. ¿Cuándo quiere que vaya?

—Esta tarde.

—¿Esta tarde? Huy, no sé si podré. Mis padres vienen dentro de un rato y aún tengo que pasar por la facultad.

—Tomás, tiene que ser esta tarde.

—Pero ¿por qué?

—Ha llegado hace poco una persona desde Estados Unidos. Ha volado hasta aquí exclusivamente para hablar con usted.

—¿Para hablar conmigo? ¿Quién es?

—No se lo puedo decir por teléfono.

—Ah, vamos…

—No puedo.

—¿Es Angelina Jolie?

Sullivan se rio.

Gosh, usted tiene una fijación con Angelina Jolie, ¿no? Es la segunda vez que me habla de ella.

—Es una muchacha con unos atributos…, en fin…, admirables —dijo Tomás con una sonrisa—. Pero si no es Angelina Jolie, ¿quién es?

—Ya lo verá.

—Oiga, Greg, tengo cosas más importantes que hacer que soportar latosos, ¿me escucha? Dígame quién es o no pongo ahí los pies de ningún modo.

El agregado cultural vaciló del otro lado de la línea.

Okay, sólo voy a darle una pista. Pero tiene que prometerme que vendrá aquí a las tres de la tarde.

—Cuatro de la tarde.

—Muy bien, a las cuatro de la tarde aquí, en la embajada. Vendrá, ¿no?

—Quédese tranquilo, Greg.

—De acuerdo entonces. Hasta luego.

—Espere —dijo casi gritando Tomás—. Aún no me ha dado la pista, caramba.

Sullivan soltó una carcajada.

Damn! Tenía la esperanza de que se olvidase.

—Muy listo, sí, señor. ¿Y? ¿La pista?

—Es confidencial, ¿lo ha entendido?

—Sí, sí, de acuerdo. Suéltela.

Okay —asintió el estadounidense, que respiró hondo—. Aquí va la pista.

—Dígala ya.

—Tomás, ¿usted ha oído hablar alguna vez de la CIA?

El historiador pensó que lo había entendido mal.

—¿Qué?

—Hablamos a las cuatro. See you.

Y colgó.

El reloj de pared marcaba la una menos diez cuando alguien golpeó la puerta del despacho. Giró el picaporte y Tomás vio asomarse un rostro familiar, una mujer de pelo rubio con rizos y ojos verdes cristalinos, los mismos que él había heredado, tras unas grandes gafas.

—¿Se puede?

—Madre —exclamó el historiador, que se levantó—. ¿Está bien?

—Hijo querido —dijo ella, que lo abrazó y lo besó con calidez—. ¿Cómo estás tú?

Una tos ronca detrás de ella reveló una segunda figura.

—Hola, padre —saludó Tomás, tendiéndole, ceremonioso, la mano.

—¿Y, muchacho? ¿Cómo van las cosas?

Se dieron un apretón de manos, algo torpes el uno frente al otro, como siempre ocurría cuando se encontraban.

—Muy bien —dijo Tomás.

—¿Cuándo vas a conseguir una mujer que se ocupe de ti? —preguntó la madre—. Ya tienes cuarenta y dos años y necesitas rehacer tu vida, hijo.

—Ah, estoy pensando en ello.

—Tienes que darnos unos nietos.

—De acuerdo, de acuerdo.

—¿No hay posibilidades de que tú y Constança…, en fin…, de que vosotros…?

—No, no hay ninguna posibilidad —interrumpió Tomás, y miró el reloj, esforzándose por cambiar de conversación—. ¿Vamos a comer?

La madre vaciló.

—Me parece bien, pero…, pero es mejor que primero conversemos un poco.

—Conversamos en el restaurante. —Esbozó un gesto con la cabeza—. Vamos. Ya he reservado mesa y…

—Tenemos que conversar aquí —interrumpió ella.

—¿Aquí? —se asombró el hijo—. Pero ¿por qué?

—Porque necesitamos hablar a solas, hijo. Sin extraños alrededor.

Tomás adoptó una expresión intrigada y cerró despacio la puerta del despacho. Acercó dos sillas, en las que se sentaron los padres, y volvió a su lugar, por detrás del escritorio.

—¿Y? —preguntó, mirándolos interrogativamente—. ¿Qué ocurre?

Los padres parecían cohibidos. La madre miró a su marido, indecisa, como si le pidiese que hablara. Pero él no dijo nada, lo que la llevó a tomar la iniciativa de forzarlo a que lo hiciera.

—Tu padre tiene algo que contarte. —Volvió la mirada hacia su marido—. ¿No, Manel?

El padre se enderezó en la silla y tosió.

—Estoy preocupado porque ha desaparecido un compañero mío —dijo visiblemente muy incómodo—. Augusto…

—Manel —interrumpió la mujer—. No empieces a divagar.

—No estoy divagando. La desaparición de Augusto me ha dejado preocupado, ¿qué quieres?

—No hemos venido aquí a hablar de Augusto.

Tomás miró a uno y a otro.

—¿Quién es Augusto?

La madre reviró los ojos, disgustada.

—Es el profesor Augusto Siza, un compañero de tu padre de la facultad. Da clases de Física y desapareció hace dos semanas.

—¿Ah, sí?

—Oye, hijo, esta historia no interesa en absoluto. Hemos venido aquí por otro motivo. —Miró a su marido—. ¿No es así, Manel?

Manuel Noronha bajó la cabeza y se observó las uñas, ya amarillentas por tantos años de adicción al tabaco. Sentado detrás de su escritorio, Tomás examinó a su padre. Se le veía casi calvo, sólo se resistían a la calvicie unos pelos blancos pegados a las orejas y en la nuca; las cejas, espesas y rebeldes, se habían vuelto grises y su rostro estaba enjuto, tal vez demasiado, con los pómulos muy salientes, casi ocultando sus pequeños ojos castaño claro; y múltiples arrugas surcaban su cara como cicatrices. Mirándolo bien, su padre se estaba haciendo viejo; viejo y delgado, con un cuerpo esmirriado y seco, hasta el punto de que parecía sólo piel y huesos. Tenía setenta años y la edad comenzaba a pesarle, era increíble que aún diese clases de Matemática en la Universidad de Coimbra. Sólo su lucidez y su inteligencia brillante se lo permitían, pero tuvo incluso que conseguir una autorización especial del rector; en caso contrario, hace mucho que se habría quedado en casa consumiéndose.

—Manel —insistió la mujer—. Anda, vamos. Mira que, si no lo cuentas tú, lo haré yo.

—Pero ¿contar qué? —preguntó Tomás, intrigado ante todo aquel misterio.

—Lo contaré yo —dijo el padre.

El profesor de Matemática no era una persona habladora. Su hijo se habituó a verlo, a través de los años, como una figura distante, un hombre silencioso, siempre con un cigarrillo en la mano, encerrado en el despacho del desván, aferrado a un lápiz o a una tiza, aislado de la vida: una especie de eremita de la abstracción; su mundo eran las teorías de Cantor, la geometría de Euclides, los teoremas de Fermat y Gödel, los fractales de Mandelbrot, los sistemas de Lorenz, el imperio de los números. Vivía en medio de una nube de humo de ecuaciones y tabaco, sumergido en un universo irreal, lejos de los hombres, en reclusión ascética, casi ignorando a la familia; era un esclavo de la nicotina, los guarismos, las fórmulas, las funciones, las teorías de conjunto, las probabilidades, la simetría, de pi, de fi y de todo lo que concernía a todo. A todo.

Excepto a la vida.

—He ido al médico —anunció Manuel Noronha, como si aquello fuese todo lo que tenía que decir.

Se hizo silencio.

—¿Sí? —lo alentó su hijo.

El viejo profesor, entendiendo que esperaban de él que siguiese hablando, se movió en la silla.

—Hace algún tiempo empecé a toser, hace dos o tres años. —Tosió dos veces, como ilustrando lo que decía—. Primero creí que era un constipado, después una alergia. El problema es que la tos se agravó y he ido perdiendo el apetito. He adelgazado y he comenzado a sentirme débil. Augusto, a esas alturas, me había pedido que confirmase unas ecuaciones, y atribuí ese cansancio y esa delgadez al exceso de trabajo. —Se llevó la mano al pecho—. Después descubrí que al respirar dejaba escapar una especie de silbido —respiró hondo, dejando oír un silbido que le salía del tórax—. Tu madre me mandó que consultase al médico a ver qué era, pero no le hice caso. Me vinieron entonces unos dolores de cabeza muy fuertes y unas como punzadas en los huesos. Creí que era por el trabajo, pero tu madre se hartó de ladrarme al oído y marcó una cita con el doctor Gouveia.

—Tu padre parece un animal salvaje, ya sabes cómo es —observó la madre—. Casi tuve que arrastrarlo hasta la clínica.

Tomás se quedó callado. No le estaba gustando el rumbo que tomaba la conversación, previó la conclusión lógica y entendió que su padre debía de tener un problema de salud.

—El doctor Gouveia me mandó hacer unos análisis —dijo Manuel Noronha—. Me sacaron sangre y me hicieron unas radiografías. El médico vio los resultados y me pidió que efectuase también un TAC. Después nos llamó a su despacho, a mí y a tu madre, y reveló que había detectado unas manchas en los pulmones y un aumento de los ganglios linfáticos. Dijo que tenía que hacerme también una biopsia, para examinar una muestra en el microscopio y ver qué era aquello. Me ordenaron una broncoscopia, destinada a extraerme un fragmento del tejido pulmonar.

—¡Puf! —se desahogó la madre, con su característico revirar de ojos—. La broncoscopia fue un drama.

—¿Y cómo no iba a serlo? —preguntó el padre, lanzándole una mirada resentida—. Me habría gustado verte en mi lugar, ¿eh? Habría sido maravilloso. —Miró a su hijo, como buscando un aliado—. Me metieron un tubito por la nariz y el tubito bajó por la garganta hasta los pulmones. —Indicó con el dedo todo el trayecto de la sonda—. Tuve enormes dificultades para respirar durante ese análisis, fue algo horrible.

—¿Y qué reveló el análisis? —quiso saber Tomás, impaciente por llegar a la conclusión de la historia.

—Bien, ellos se dedicaron a examinar la muestra extraída de la mancha de mi pulmón y de los ganglios linfáticos. Días más tarde, el doctor Gouveia volvió a llamarnos para una nueva reunión. Después de una larga conversación, dijo que yo tenía…, pues… —Miró a su mujer—. Graça, oye, tú eres la que se acuerda bien de esas cosas. ¿Qué fue lo que dijo?

—No pude olvidarlo —observó Graça Noronha—. Lo llamó proliferación descontrolada de células del revestimiento epitelial de la mucosa de los bronquios y alvéolos del pulmón.

Tomás mantuvo los ojos fijos en su madre, después los dirigió hacia su padre y de nuevo a su madre.

—¿Qué diablos quiere decir eso?

Manuel Noronha suspiró, oyéndose nítidamente el silbido que le brotaba del pecho.

—Tengo un cáncer, Tomás.

El hijo lo escuchó e intentó procesar la información en su mente, pero se sintió anestesiado, sin reacción.

—¿Un cáncer? ¿Cómo que un cáncer?

—Tengo cáncer de pulmón. —Volvió a respirar hondo—. Primero, no lo creí. Pensé que alguien había confundido los análisis, poniendo mi nombre en el análisis de otra persona. Salí del consultorio y acudí a otro médico, el doctor Assis, que me hizo nuevas pruebas y después me soltó una larga charla diciendo que tenía un problema grave y que debía tratarme, pero no dijo qué era.

La mujer se inclinó en la silla.

—El doctor Assis me telefoneó después y pidió hablar conmigo —dijo Graça—. Cuando llegué, me reveló lo que el doctor Gouveia ya me había dicho. Dijo que tu padre tenía…, en fin, esa enfermedad, pero no sabía si debía decírselo.

El matemático hizo un gesto de resignación.

—De modo que me convencí y volví a ver al doctor Gouveia. Él me explicó que mi problema se llama…, huy, tiene un nombre raro, carcinoma-no-sé-qué. Lo llaman cáncer de pulmón sin pequeñas células.

—La culpa es del tabaco —farfulló la mujer—. El doctor Gouveia dijo que los cigarrillos son la causa de casi el noventa por ciento de los cánceres de pulmón. ¡Claro, tu padre fumaba como una chimenea! —Alzó el dedo, en actitud sermoneadora—. Y eso que le he dicho varias veces; oye, Manel, a ver si…

—Madre, espere un poco —interrumpió Tomás, conmovido por la noticia, y miró a su padre—. Pero eso puede tratarse, ¿no?

—El doctor Gouveia ha dicho que se hacen varias cosas para combatir el problema. La cirugía, para extirpar el carcinoma, y también la quimioterapia y la radioterapia.

—¿Y cuál va a hacer él?

Se hizo un breve silencio.

—En mi caso —dijo por fin el padre— hay dos complicaciones que, según el doctor Gouveia, son muy comunes en este tipo de cáncer.

—¿Qué complicaciones?

—Han detectado mi cáncer un poco tarde. Parece que ello ocurre, cuando el cáncer es de pulmón, en el setenta y cinco por ciento de los casos. Diagnóstico tardío. —Tosió nuevamente—. La segunda complicación deriva de la primera. Como se ha tardado en identificar la enfermedad, que ahora está bastante avanzada, se ha extendido por otras partes del cuerpo. Son metástasis. Me han aparecido metástasis en los huesos y en el cerebro, y el doctor Gouveia dice que es natural que lleguen a aparecer también en el hígado.

Tomás se sintió paralizado, con los ojos clavados en su padre.

—Dios mío —exclamó—. ¿Y cuál es el tratamiento entonces?

—La cirugía se descarta. Los tumores ya se han difundido, por lo que no tiene sentido operar en mi caso. La quimioterapia tampoco es una opción, dado que sólo es eficaz en el caso del cáncer de células pequeñas. Tengo el de las células no pequeñas, el cual, según parece, es incluso el tipo de cáncer de pulmón más frecuente.

—Si no puedes operarte ni hacer quimioterapia, ¿qué vas a hacer?

—Radioterapia.

—¿Y así te curarás?

—El doctor Gouveia dice que tengo buenas perspectivas, que a esta edad la evolución de la enfermedad no es muy rápida y que tengo que enfrentarme a ella como si fuese una enfermedad crónica.

—Ah.

—Pero he estado leyendo muchas cosas y no sé si él ha sido del todo sincero conmigo.

La mujer se agitó en su lugar, molesta por esa observación.

—¡Qué disparate! —protestó—. ¡Claro que ha sido sincero!

El matemático miró a su mujer.

—Oye, Graça, no vamos a discutir otra vez, ¿no?

Graça miró a su hijo, como si buscase un aliado.

—¿Has visto cómo es? ¡Ahora está con la idea fija de que se va a morir!

—No es eso —argumentó el marido—. He estado leyendo unas cosas y entendí que el objetivo de la radioterapia no es la cura, sino simplemente retardar la evolución de la enfermedad.

—¿Retardar? —preguntó el hijo—. ¿Qué es eso de retardar?

—Retardar. Hacer que la evolución sea más lenta.

—¿Cuánto tiempo?

—¡Qué sé yo! En mi caso puede ser un mes, puede ser un año, no tengo ni idea. —Se humedecieron sus ojos—. Espero que sean veinte —dijo—. Pero puede ser sólo un mes, no lo sé.

Tomás sintió que el mundo se le escurría debajo de los pies.

—¿Un mes?

—¡Ay, Jesús, qué manía! —protestó Graça—. Ya está tu padre dramatizándolo todo…

El viejo profesor de Matemática tuvo un ataque de tos. Se recompuso con dificultad, respiró hondo y fijo sus húmedos ojos castaños en el verde vidrioso de su hijo.

—Tomás, me estoy muriendo.