Prólogo

El hombre de las gafas oscuras encendió la cerilla y acercó la llama violácea al cigarrillo. Aspiró fuerte y una nube agrisada se elevó desde su cara, despacio, fantasmagórica. El hombre recorrió la calle con la mirada azul y apreció la placidez de aquel rincón apacible.

Hacía sol, los arbustos coloreaban de verde los encantadores jardines, graciosas casas de madera asomaban a la calle, las hojas temblaban bajo la brisa leve de la mañana; el aire ameno se llenó de aroma y melodía, perfumado por la fragancia fresca de las glicinas, mecido por el chirrido laborioso de las cigarras en el césped rastrero y por el tierno arrullo de un colibrí. Una carcajada despreocupada se unió al armonioso concierto de la naturaleza: era un niño rubio que chillaba de alegría y brincaba por la acera, sosteniendo la cuerda de una cometa multicolor.

Primavera en Princeton.

Un zumbido lejano atrajo la atención del hombre de las gafas oscuras. Estiró la cabeza y fijó los ojos en el fondo de la calle. Aparecieron tres motos de la Policía por la derecha, encabezando una fila de coches que se acercaba a gran velocidad; el zumbido creció y se transformó en un ronquido estrepitoso. El hombre se quitó el cigarrillo de la boca y lo apagó en el cenicero apoyado en el alféizar de la ventana.

—Están llegando —dijo, volviendo la cabeza hacia atrás.

—¿Comienzo a grabar? —preguntó el otro, con el dedo sobre el botón de un aparato con una cinta magnetofónica.

—Sí, es mejor.

La fila de automóviles se inmovilizó con gran bullicio delante de la casa al otro lado de la calle, una vivienda blanca de dos pisos, con un porche delantero, construida según el estilo revivalista griego. Unos policías uniformados y otros de paisano asumieron el control del perímetro y un hombre corpulento, evidentemente un guardaespaldas, fue a abrir la puerta del Cadillac negro que estacionó delante de la entrada. Un hombre de edad, con el pelo blanco sobre las orejas y calvo en la coronilla, salió del Cadillac y alisó su traje oscuro.

—Ya veo a Ben Gurión —dijo, desde la ventana de la casa opuesta, el hombre de las gafas oscuras.

—¿Y nuestro amigo? ¿Ya ha aparecido? —preguntó el hombre del magnetófono, frustrado por no poder ir hasta la ventana a observar la escena.

El de las gafas oscuras desvió los ojos del Cadillac hacia la casa. La imagen familiar del hombre de edad, ligeramente encorvado y con el pelo blanco peinado hacia atrás, un abundante bigote canoso sobre la nariz, asomó por el umbral de la puerta y bajó las escaleras con una sonrisa.

—Sí, ya está allí.

Las voces de los dos hombres encontrándose en las escaleras del jardín resonaron por los altavoces de los magnetófonos.

Shalom, señor primer ministro.

Shalom, profesor.

—Bienvenido a mi modesta casa. Es un placer tener aquí al famoso David Ben Gurión.

El político se rio.

—Debe de estar bromeando. Realmente el placer es mío. No todos los días es posible entrar en la casa del gran Albert Einstein, ¿no?

El hombre de las gafas miró a su compañero.

—¿Estás grabando?

El otro comprobó las agujas que oscilaban en las esferas de los aparatos.

—Sí. No te preocupes.

Enfrente, Einstein y Ben Gurión posaban para los reporteros, que los iluminaban con flashes frente a la cortina verde y lila de la glicina que trepaba por el balcón de la casa. Como era un magnífico día primaveral, el científico hizo señas de que era mejor quedarse fuera e indicó unas sillas de madera dispuestas sobre el césped húmedo; ambos se sentaron ahí, sin que los fotógrafos y camarógrafos parasen de registrar el momento. Al cabo de unos minutos, un guardaespaldas abrió los brazos y alejó a la prensa, dejando a los dos hombres a solas, entregados a la conversación en medio de la soleada dulzura del jardín.

En el grabador de la casa de enfrente, se seguían captando y registrando las voces.

—¿Le está yendo bien en su viaje, señor primer ministro?

—Sí, he conseguido algún apoyo y muchos donativos, gracias a Dios. Continúo viaje hacia Filadelfia, donde espero obtener más dinero. Pero nunca es suficiente, ¿no? Nuestra joven nación está rodeada de enemigos y necesita la mayor cantidad de ayuda posible.

—Israel tiene sólo tres años, señor primer ministro. Es natural que haya dificultades.

—Pero hace falta dinero para superarlas, profesor. No basta con la buena voluntad.

Tres hombres de traje oscuro irrumpieron por la puerta de la casa de enfrente, sujetando las pistolas con ambas manos y apuntando a los dos sospechosos que observaban la escena.

Freeze! —gritaron los hombres armados—. ¡Somos del FBI! ¡No se muevan! ¡Manos arriba, sin hacer gestos bruscos!

El hombre de las gafas oscuras y el del magnetófono alzaron los brazos, aunque sin mostrarse alarmados. Los del FBI se acercaron, siempre empuñando las pistolas, tensas y amenazadoras.

—¡Túmbense en el suelo!

—No hace falta —replicó tranquilamente el de las gafas oscuras.

—He dicho que se tumben en el suelo —gritó el del FBI—. No volveré a repetirlo.

—Tranquilos, muchachos —insistió el de las gafas oscuras—. Somos de la CIA.

El del FBI frunció el ceño.

—¿Puede probarlo?

—Claro que puedo. Si me deja sacar la identificación del bolsillo.

—Sáquela. Pero despacio. Nada de gestos bruscos.

El hombre de las gafas oscuras bajó lentamente el brazo derecho, lo sumergió en el bolsillo del abrigo y sacó una tarjeta que le extendió al del FBI. La tarjeta, con el sello circular de la Central Intelligence Agency, identificaba al hombre de las gafas oscuras como Frank Bellamy, oficial de primera clase. El agente del FBI hizo una seña a sus compañeros para que bajasen las armas y miró a su alrededor, examinando la sala.

—¿Qué está haciendo aquí la OSS?

—Ya no somos la OSS, you prick. Ahora somos la CIA.

Okay. ¿Qué está haciendo aquí la CIA?

—Eso a ustedes no les incumbe.

El del FBI fijó los ojos en los magnetófonos.

—Grabando la conversación de nuestro genio, ¿eh?

—Eso a ustedes no les incumbe.

—La ley les prohíbe espiar a ciudadanos estadounidenses. Ya lo saben. ¿O no lo saben?

—El primer ministro de Israel no es un ciudadano estadounidense.

El hombre del FBI sopesó la respuesta. En efecto, concluyó, el agente de la agencia rival tenía una buena coartada.

—Hace años que estamos intentando ponerle escuchas a nuestro amigo —dijo, mirando por la ventana la figura de Einstein—. Tenemos informaciones de que él y su secretaria, esa zorra de la Dukas, les están pasando secretos a los soviéticos. Pero Hoover no nos deja poner los micrófonos, tiene miedo de lo que pueda llegar a ocurrir si el geniecillo los descubre. —Se rascó la cabeza—. Por lo visto, ustedes han sorteado esa dificultad.

Bellamy frunció los labios finos, iniciando lo que parecía ser el esbozo de una sonrisa.

—Mala suerte la de ustedes, por ser del FBI. —Señaló la puerta con la cabeza—. Ahora váyanse, desaparezcan. Dejen que los big boys trabajen.

El del FBI alzó la comisura de los labios en un gesto de desprecio.

—Siempre los mismos mierdas, ¿eh? —gruñó antes de volverse hacia la puerta—. Fucking nazis. —Hizo una seña a sus dos compañeros—: Let’s go, guys.

En cuanto los hombres del FBI abandonaron la casa, Bellamy pegó la nariz a la ventana y volvió a observar a los dos judíos sentados conversando en el jardín de la casa de enfrente.

—¿Aún está grabando, Bob?

—Sí —dijo el otro—. La conversación ha entrado ahora en una fase crucial. Voy a ponerlo más alto.

Bob giró el botón del volumen y las dos voces llenaron de nuevo la sala.

—… defensa de Israel —dijo Ben Gurión, concluyendo evidentemente una frase.

—No sé si puedo hacer eso —repuso Einstein.

—¿No puede o no quiere, profesor?

Se hizo un breve silencio.

—Yo soy pacifista, ya sabe —continuó Einstein—. Creo que ya existen demasiadas desgracias en el mundo y que estamos jugando con fuego. Éste es un poder que debemos respetar y no sé si tenemos la madurez suficiente para enfrentarnos a él.

—Sin embargo, fue usted quien convenció a Roosevelt de que usase la bomba.

—Fue diferente.

—¿En qué?

—La bomba era para combatir a Hitler. Pero ¿sabe?, ya me he arrepentido de haber convencido al presidente de que la fabricase.

—¿Ah, sí? ¿Y si los nazis la hubiesen utilizado primero? ¿Qué habría ocurrido entonces?

—Pues sí —asintió Einstein, vacilante—. Habría sido catastrófico, ¿no? Tal vez, por mucho que me cueste admitirlo, la construcción de la bomba fue realmente un mal necesario.

—Entonces me está dando la razón.

—¿Sí?

—Claro. Lo que le pido puede volver a ser un mal necesario para asegurar la supervivencia de nuestra joven nación. Lo que quiero decir es que usted ya abandonó su pacifismo con ocasión de la Segunda Guerra Mundial y lo hizo de nuevo para permitir que Israel naciera. Necesito saber si puede volver a hacerlo.

—No lo sé.

Ben Gurión suspiró.

—Profesor, nuestra joven nación se encuentra en peligro de muerte. Usted sabe tan bien como yo hasta qué punto Israel está rodeada de enemigos y necesita de un elemento disuasorio eficaz, algo que haga retroceder a nuestros enemigos. En caso contrario, el país será devorado ya recién nacido. Por eso se lo pido, se lo ruego, se lo suplico encarecidamente. Por favor, abandone una vez más su pacifismo y ayúdenos en este momento difícil.

—El problema no es sólo ése, señor primer ministro.

—¿Cuál es?

—El problema es que ando muy ocupado. Estoy intentando concebir una teoría unificada de los campos, que abarque la gravedad y el electromagnetismo. Es un trabajo muy importante, tal vez incluso el más…

—Vamos, profesor —interrumpió Ben Gurión—. Estoy seguro de que usted tiene conciencia del alcance de lo que le estoy diciendo.

—Sin duda —admitió el científico—. Pero falta saber si puede hacerse lo que usted me pide.

—¿Puede hacerse?

Einstein vaciló.

—Tal vez —dijo por fin—. No lo sé, tendré que estudiar el caso.

—Hágalo, profesor. Hágalo por nosotros, hágalo por Israel.

Frank Bellamy garrapateó apresuradamente sus notas y, cuando terminó, echó un nuevo vistazo a las agujas. Las manecillas rojas temblequeaban en la esfera al ritmo del sonido, lo que significaba que se estaban grabando todas las palabras.

Bob permanecía atento a lo que se decía, pero acabó meneando la cabeza.

—Creo que tenemos lo esencial —observó—. ¿Paro la grabación?

—No —dijo Bellamy—. Sigue grabando.

—Pero ya han cambiado de tema.

—No importa. Pueden volver a la misma cuestión dentro de un rato. Sigue grabando.

—… varias veces, yo no tengo una imagen convencional de Dios, pero me cuesta creer que no exista nada más allá de la materia —dijo Ben Gurión—. No sé si me explico.

—Se explica muy bien.

—Fíjese —insistió el político—. El cerebro está hecho de materia, tal como una mesa. Pero la mesa no piensa. El cerebro es parte de un organismo vivo, tal como mis uñas, pero mis uñas ni piensan. Y mi cerebro, si se separa del cuerpo, tampoco piensa. Es el conjunto del cuerpo con la cabeza lo que permite pensar. Lo que me lleva a plantear la posibilidad de que todo el universo sea un cuerpo pensante. ¿No le parece?

—Es posible.

—Siempre he oído decir que usted era ateo, profesor, pero ¿no le parece…?

—No, no soy ateo.

—¿No? ¿Usted es religioso?

—Sí, lo soy. Puede decirlo así.

—Pero en alguna parte he leído que usted considera que la Biblia se equivoca…

Einstein se rio.

—Y así es.

—Entonces significa que no cree en Dios.

—Significa que no creo en el Dios de la Biblia.

—¿Cuál es la diferencia?

Se oyó un suspiro.

—¿Sabe?, en mi infancia yo era un niño muy religioso. Pero, a los doce años, empecé a leer libros científicos, de esos de divulgación, no sé si los conoce…

—Sí…

—… y llegué a la conclusión de que la mayor parte de las historias de la Biblia no son más que narraciones míticas. Dejé de ser creyente casi de un día para el otro. Me puse a pensar bien en el asunto y me di cuenta de que la idea de un dios personal es un poco ingenua, hasta infantil.

—¿Por qué?

—Porque se trata de un concepto antropomórfico, una fantasía creada por el hombre para intentar influir en su destino y buscar consuelo en las horas difíciles. Como no podemos intervenir en la naturaleza, creamos esta idea de que la administra un dios benevolente y paternalista que nos escucha y nos guía. Es una idea muy reconfortante, ¿no le parece? Creamos la ilusión de que, si rezamos mucho, lograremos que Él controle la naturaleza y satisfaga nuestros deseos, como por arte de magia. Cuando las cosas andan mal, como no comprendemos que un dios tan benevolente lo haya permitido, decimos que debe obedecer a algún designio misterioso y nos quedamos así más reconfortados. Pero eso no tiene sentido, ¿no le parece?

—¿No cree que Dios se preocupa por nosotros?

—Piense, señor primer ministro, que nosotros somos una entre millones de especies que ocupan el tercer planeta de una estrella periférica de una galaxia mediana con miles de millones de estrellas, y esa galaxia es, ella misma, una entre miles de millones de galaxias que existen en el universo. ¿Cómo quiere que crea en un dios que se toma el trabajo, en esta inmensidad de proporciones inimaginables, de preocuparse por cada uno de nosotros?

—Bien, la Biblia dice que Él es bueno y es omnipotente. Si es omnipotente, puede hacerlo todo, incluso preocuparse por el universo y por cada uno de nosotros, ¿no?

Einstein se golpeó la rodilla con la palma de la mano.

—¿Que Él es bueno y omnipotente? ¡Vaya idea absurda! Si Él es, de verdad, bueno y omnipotente, como pretende la Biblia, ¿por qué razón permite la existencia del mal? ¿Por qué razón ha dejado que se produjese el Holocausto, por ejemplo? Si lo piensa mejor, los dos conceptos son contradictorios, ¿no? Si Dios es bueno, no puede ser omnipotente, ya que no logra acabar con el mal. Si Él es omnipotente, no puede ser bueno, ya que permite la existencia del mal. Un concepto excluye al otro. ¿Cuál prefiere?

—Pues… tal vez el concepto de que Dios es bueno, creo.

—Pero ese concepto tiene muchos cabos sueltos, ¿se ha fijado? Si lee la Biblia con atención, se dará cuenta de que no transmite la imagen de un dios benévolo, sino más bien de un dios celoso, un dios que exige fidelidad ciega, un dios que causa temor, un dios que castiga y sacrifica, un dios capaz de decirle a Abraham que mate a su hijo sólo para asegurarse de que el patriarca le es fiel. Pero si Él es omnisciente, ¿no sabía ya que Abraham le era fiel? ¿Para qué, siendo Él bueno, esa prueba tan cruel? Por lo tanto, no puede ser bueno.

Ben Gurión soltó una carcajada.

—Ya me ha pillado, profesor —exclamó—. De acuerdo, Dios no es necesariamente bueno. Pero, siendo el creador del universo, por lo menos es omnipotente, ¿no?

—¿Seguro? Si es así, ¿por qué razón castiga a sus criaturas si todas forman parten de su creación? ¿No estará castigándolas por cosas de las que Él, en resumidas cuentas, es el exclusivo responsable? Al juzgar a sus criaturas, ¿no se estará juzgando a sí mismo? En mi opinión, para ser sincero, sólo podrá disculparlo su inexistencia. —Hizo una pausa—. Además, si nos fijamos bien, ni siquiera la omnipotencia es posible, se trata de un concepto, también éste lleno de irresolubles contradicciones lógicas.

—¿Cómo es eso?

—Hay una paradoja que explica la imposibilidad de la omnipotencia y que puede formularse de la siguiente manera: si Dios es omnipotente, puede crear una piedra que sea tan pesada que ni Él mismo logre levantarla. —Einstein alzó las cejas—. ¿Se da cuenta? Justamente allí reside la contradicción. Si Dios no logra levantar la piedra, Él no es omnipotente. Si lo logra, tampoco es omnipotente porque no ha sido capaz de crear una piedra que le resultase difícil levantar —sonrió—. Conclusión: no existe un dios omnipotente, ésa es una fantasía del hombre en busca de consuelo y también de una explicación para lo que no entiende.

—Entonces no cree en Dios.

—No creo en el Dios personal de la Biblia, no.

—Cree que no hay nada más allá de la materia, ¿no?

—No, claro que algo hay. Tiene que haber algo por detrás de la energía y de la materia.

—En definitiva, profesor: ¿cree o no cree?

—No creo en el Dios de la Biblia, ya se lo he dicho.

—Entonces, ¿en qué cree?

—Creo en el dios de Spinoza, que se revela en el orden armonioso de lo que existe. Admiro la belleza y la lógica simple del universo, creo en un dios que se revela en el universo, en un dios que…

Frank Bellamy reviró los ojos, enfadado, y meneó la cabeza.

Jesus Christ! —farfulló—. No creo lo que estoy oyendo.

Bob se movió en la silla, junto a los grabadores.

—Mira el lado positivo del asunto —dijo—. ¿Te has fijado, Frank, en que estamos escuchando al mayor genio de la humanidad revelando lo que piensa sobre Dios? ¡Cuántas personas no pagarían por escuchar esto!

—Éste no es un show business, Bob. Estamos hablando de la seguridad nacional y necesitamos escuchar más de lo que ya hemos escuchado sobre la petición que le ha hecho Ben Gurión. Si Israel tiene la bomba atómica, Bob, ¿cuánto tiempo crees que tendremos que esperar hasta que todo el mundo la tenga también? ¿Eh?

—Tienes razón. Disculpa.

—Es imperioso que obtengamos más detalles.

—Tienes razón. Es mejor que escuchemos la conversación.

—… de Spinoza.

Se hizo un largo silencio.

Fue Ben Gurión el primero en romperlo.

—Profesor, ¿cree que será posible probar la existencia de Dios?

—No, no lo creo, señor primer ministro. No es posible probar la existencia de Dios, de la misma manera que no es posible probar su no existencia. Sólo tenemos la capacidad de sentir lo misterioso, de experimentar la sensación de deslumbramiento por el maravilloso plan que se expresa en el universo.

Se hizo una nueva pausa.

—¿Y por qué no intenta probar la existencia o inexistencia de Dios?

—No me parece que sea posible, ya se lo he dicho.

—Si fuese posible, ¿cuál sería el camino?

Silencio.

Le correspondió entonces a Einstein hablar un buen rato. El viejo científico giró la cabeza y contempló el verde paisaje que bordeaba Mercer Street; lo contempló con ojos de sabio, con ojos de chico, con los ojos de quien tiene todo el tiempo del mundo y no ha perdido el don de maravillarse ante la exuberancia de la naturaleza en su encuentro con la primavera.

Respiró hondo.

Raffiniert ist der Herrgott, aber boshaft ist er nicht —dijo por fin.

Ben Gurión lo miró con una expresión intrigada.

Was wollen Sie damit sagen?

Die Natur verbirgt ihr Geheimnis durch die Erhabenheit ihres Wessens, aber nicht durch List.

Frank Bellamy asestó un puñetazo en el alféizar de la ventana.

Damn! —exclamó—. ¡Ahora se han puesto a hablar en alemán!

—¿Qué están diciendo? —preguntó Bob.

—¡Qué sé yo! ¿Me ves cara de Kraut?

Bob parecía desconcertado.

—¿Qué hago? ¿Sigo grabando?

—Claro. Después llevamos la cinta a la Agencia y algún fucking genio nos lo traducirá. —Esbozó una mueca de desprecio—. Con todos los nazis que tenemos allí ahora, no resultará tan difícil, ¿no?

El agente apoyó la nariz en la ventana y allí se quedó, mientras el vapor de la respiración creaba vahos húmedos en el cristal, con los ojos perdidos en los dos viejos que conversaban al otro lado de la calle, como dos hermanos, uno junto al otro, sentados en las sillas del jardín del número de Mercer Street.