El presente libro ha sido fruto de una génesis muy simple y que no ha tenido nada de heroica. Siempre me ha incomodado el hecho de que se me consulte como experto generalista de la Segunda Guerra Mundial, pues soy plenamente consciente de las lagunas que tienen mis conocimientos, especialmente en lo tocante a algunos aspectos con los que no estoy tan familiarizado. Estas páginas constituyen en parte una expiación, pero sobre todo un intento de comprender cómo encaja un rompecabezas tan complejo con las consecuencias directas e indirectas de las acciones y las decisiones, desarrolladas y tomadas en unos teatros de operaciones tan distintos unos de otros.
Los últimos veinte años han sido testigos de una sorprendente producción de excelentes investigaciones y estudios sobre este tema tan extenso por parte de muchos de mis colegas y amigos. Este libro, por supuesto, ha contraído una inmensa deuda con el trabajo y el buen criterio de todos ellos. Gracias, pues, a Anne Applebaum, Rick Atkinson, Omer Bartov, Chris Bellamy, Patrick Bishop, Christopher Browning, Michael Burleigh, Alex Danchev, Norman Davies, Tami Davis Biddle, Carlo D’Este, Richard Evans, M. R. D. Foot, Martin Gilbert, David Glantz, Christian Goeschel, Max Hastings, William I. Hitchcock, Michael Howard, John Keegan, Ian Kershaw, John Lukacs, Ben Macintyre, Mark Mazower, Catherine Merridale, Don Miller, Richard Overy, Laurence Rees, Anna Reid, Andrew Roberts, Simon Sebag Montefiore, Ben Shephard, Timothy Snyder, Adam Tooze, Hans van de Ven, Nikolaus Wachsmann, Adam Zamoyski y Niklas Zetterling.
Estoy profundamente agradecido a mi editor francés, Ronald Blunden, por haberme prestado los documentos y despachos de su padre, el corresponsal de guerra australiano Godfrey Blunden, que cubrió los combates en Stalingrado y en otros lugares del frente oriental, y que luego fue corresponsal de guerra en Italia durante el avance hacia Alemania. Pero también ha habido otros que me han proporcionado materias, sugerencias y consejos. Vaya, pues, mi agradecimiento al profesor Omer Bartov, al Dr. Philip Boobbyer, al Dr. Tom Buchanan, a John Corsellis, a Sebastian Cox del Departamento de Historia de la RAF, al profesor Tami Davis Biddle del US Army War College, a James Holland, a Ben Macintyre, a Javier Marías, a Michael Montgomery por su información acerca del hundimiento del buque australiano Sydney, a Jens Anton Poulsson de la resistencia noruega, al Dr. Piotr Sliwowski, jefe del Departamento de Historia del Museo de la Sublevación de Varsovia, al profesor Rana Mitter, a Gilles de Margerie, al profesor Hew Strachan, a Noro Tamaki, al profesor Martti Turtola de la Universidad Nacional de Defensa de Finlandia de Helsinki, al profesor Hans van de Ven, a Stuart Wheeler, a Keith Miles y Joze Dezman por los documentos aportados acerca de las matanzas de Tito en Eslovenia, a Stephane Grimaldi y a Stephane Simmonet del Memorial de Caen.
Estoy profundamente agradecido al profesor sir Michael Howard, que amablemente leyó todo el manuscrito y me proporcionó sus valiosos comentarios y consejos; a Jon Halliday y a Jung Chang, que repasaron los capítulos relacionados con la guerra chino-japonesa y corrigieron numerosos errores; y a Angélica von Hase, que repasó todas mis traducciones del alemán. Una vez más, tengo que agradecerle a ella y a la Dra. Lyubov Vinogradova todo el trabajo de investigación que han efectuado por mí en Alemania y en Rusia. Ni que decir tiene que cualquier equivocación que puedan contener estas páginas son única y exclusivamente responsabilidad mía.
Como siempre, tengo muchísimo que agradecer a mi viejo amigo y agente literario Andrew Nurnberg, y especialmente a Alan Samson, mi editor de Weidenfeld & Nicolson, que me animó a emprender este proyecto desde el principio y me proporcionó sus excelentes consejos a lo largo del camino; también a Bea Hemming, la editora que pacientemente me ha guiado en este proceso, haciéndomelo realmente fácil; y a Peter James, cuya reputación como el mejor corrector de textos de Londres ha quedado sobradamente acreditada. Y, una vez más, quiero expresar mi eterna gratitud a Artemis Cooper, mi esposa que no ha dudado en interrumpir su trabajo para repasar una y otra vez todo el manuscrito y mejorarlo notablemente, y a nuestro hijo Adam, que me ha ayudado con la bibliografía y los documentos.