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REPERCUSIONES

(JUNIO DE 1940-FEBRERO DE 1941)


La caída de Francia en el verano de 1940 creó diversas repercusiones, directas e indirectas, en todo el mundo. Stalin estaba profundamente disgustado. Casi de la noche a la mañana, se había esfumado su esperanza de que el poder de Hitler se viera muy debilitado en una guerra de desgaste contra Francia y Gran Bretaña. Alemania era en aquellos momentos mucho más poderosa, tras capturar buena parte de las armas y de los vehículos del ejército francés completamente intactos.

Más al este, esta circunstancia supuso un duro golpe para Chiang Kai-shek y los nacionalistas chinos, quienes, tras perder Nanjing, habían trasladado sus centros industriales a las provincias de Yunnan y Kwangsi, en el suroeste del país, cerca de la frontera con la Indochina francesa, creyendo que esa iba a ser la zona más segura con acceso al mundo exterior. Pero el nuevo régimen de Vichy del mariscal Pétain empezó a acceder a las exigencias de Japón en el mes de julio, aceptando que se instalara en Hanoi una misión militar nipona. El suministro de pertrechos y provisiones a los nacionalistas a través de Indochina quedó cortado.

Aquel verano de 1940, el avance del XI Ejército japonés por el valle del Yangtsé supuso la división de las fuerzas nacionalistas en dos zonas, provocándoles graves pérdidas. El 12 de junio, la caída de Yichang, el principal puerto fluvial, representó un duro golpe[1]. También sirvió para aislar la capital de los nacionalistas, Chongqing, y permitir que la aviación de la Marina japonesa pudiera atacar la ciudad con constantes incursiones aéreas. En esa época del año no había niebla baja que dificultara la visibilidad. Además de bombardear ciudades y aldeas a lo largo del río, la aviación japonesa se dedicó a atacar los vapores y juncos atestados de heridos y de refugiados que intentaban huir remontando el río por las Tres Gargantas del Yangtsé.

En la conversación que mantuvo con Agnes Smedley, un médico de la Cruz Roja reconoció que de los cientos cincuenta hospitales que había en el frente central, solo cinco no habían desaparecido. «¿Y qué ocurre con los heridos?», preguntó Smedley. «Calló, pero yo sabía la respuesta». La muerte estaba por todas partes. «Cada día», añade esta periodista, «veíamos cuerpos abotagados de seres humanos que flotaban bajando lentamente por el río en sentido contrario al de los juncos, con los que chocaban y cuyos barqueros se encargaban de apartar con largos palos apuntados»[2].

Cuando Smedley llegó a Chongqing, en las montañas de esta ciudad, desde cuyas cumbres se divisa la confluencia de los ríos Yangtsé y Jialing, se vio sorprendida por unas terribles explosiones, pero no eran de bombas. Los ingenieros chinos estaban abriendo galerías en aquellos montes para convertirlas en refugios antiaéreos. Observó que durante su ausencia habían cambiado muchas cosas, tanto para bien como para mal. Aquella capital de provincia de doscientos mil habitantes estaba alcanzando una población de un millón de personas. El aumento de su número de cooperativas industriales era un dato muy alentador, pero en el Kuomintang los elementos más derechistas, que cada vez ganaban mayor relevancia en el partido, consideraban criptocomunistas esas instituciones. Habían sido mejorados los servicios médicos del ejército, estableciendo clínicas gratuitas en diversas zonas nacionalistas, pero, una vez más, los líderes locales del Kuomintang pretendían controlar los servicios sanitarios, probablemente para su propio enriquecimiento.

Lo más siniestro, sin embargo, era el ascenso al poder del jefe de seguridad, el general Tai Li, de quien se decía que ya contaba con un contingente de trescientos mil hombres, entre uniformados y no. Su influencia era tan desmesurada que algunos sospechaban incluso que controlaba al propio generalísimo, Chiang Kai-shek. Tai Li no solo acallaba las voces del disenso, sino que también reprimía cualquier forma de libertad de expresión. Los intelectuales chinos empezaban a huir a Hong Kong. Incluso organizaciones totalmente inocuas, como la Asociación de Mujeres Jóvenes Cristianas, fueron clausuradas en ese ambiente de crisis.

Según Smedley, la población extranjera que residía en Chongqing hablaba con desdén de los ejércitos chinos. «Decían que China era incapaz de luchar; que sus generales estaban corrompidos, que sus soldados eran culis analfabetos o simplemente críos; que su pueblo era ignorante; y que las curas que dispensaban a sus heridos eran abominables. Algunas acusaciones eran ciertas, otras falsas, pero casi todas se basaban en un desconocimiento absoluto de las espantosas cargas bajo cuyo peso se tambaleaba China»[3]. Ni europeos ni americanos supieron comprender lo que estaba en juego, e hicieron muy poco por ayudar. En lo referente a los servicios médicos, la única contribución importante fue la que hicieron los chinos expatriados residentes en la península de Malaca, Java, los Estados Unidos y otros lugares del mundo. Su generosidad fue considerable, y en 1941, los conquistadores japoneses se encargaron de que pagaran por ello.

Chiang Kai-shek había continuado con sus absurdas negociaciones de paz, con la esperanza de presionar a Stalin y conseguir que el apoyo militar de los soviéticos recuperara sus niveles anteriores. Pero en julio de 1940 se produjo un cambio de gobierno en Tokio, y el general Tōjō Hideki pasó a ocupar el ministerio de la guerra. Las negociaciones se interrumpieron. Tōjō quería dejar sin suministros a los nacionalistas chinos con la firma de un tratado más estricto con la Unión Soviética y el bloqueo de todas sus demás vías de abastecimiento. En Tokio, los líderes militares empezaban a concentrar su interés en el sur del Pacífico y en el suroeste, en las colonias británicas, francesas y holandesas del mar de la China Meridional. Esas regiones podían suponer importantes provisiones de arroz y la interrupción de exportaciones a los chinos nacionalistas, pero lo que más ambicionaba Japón eran los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas. Cualquier idea de compromiso con los Estados Unidos que implicara su retirada de los territorios del gigante asiático era impensable para el régimen de Tokio, sobre todo tras haber perdido ya sesenta y dos mil soldados en el «incidente de China»[4].

En la segunda mitad de 1940, el Partido Comunista Chino, siguiendo instrucciones de Moscú, puso en marcha en el norte su campaña «de los Cien Regimientos» con casi cuatrocientos mil hombres[5]. El objetivo era socavar las negociaciones de Chang Kai-shek con los japoneses: no sabían que habían quedado interrumpidas y que nunca habían sido realmente serias. Los comunistas consiguieron que en muchos lugares los nipones se vieran obligados a retirarse, cortaron la línea ferroviaria que unía Pekín y Hankow, destruyeron varias minas de carbón e incluso emprendieron diversos ataques contra Manchuria. Este gran esfuerzo, en el que sus fuerzas utilizaron tácticas más convencionales, supuso veintidós mil bajas, unas pérdidas que en realidad no podían permitirse.

En Europa, Hitler demostraba un sorprendente grado de lealtad a Mussolini, a menudo para desesperación de sus generales. Sin embargo, el Duce, su antiguo mentor, hacía todo lo posible por evitar convertirse en uno de sus subordinados. El líder fascista quería dirigir «una guerra paralela»[6], independiente de la de la Alemania nazi. Ya en abril de 1939 no había comunicado a Hitler sus planes de invadir Albania, comparando esa empresa con la ocupación alemana de Checoslovaquia. Las autoridades nazis, por su parte, eran reacias a compartir informaciones secretas con los italianos. No obstante, un mes después de lo de Albania, los alemanes quisieron firmar el «Pacto de Acero».

Como amantes imprudentes que intentan sacar beneficio de una relación, los dos dirigentes se engañaban el uno al otro, y los dos se sentían engañados. Hitler nunca comunicó a Mussolini sus intenciones de aplastar a los polacos, pero seguía esperando recibir el apoyo del italiano en su lucha contra Francia y Gran Bretaña, y por su parte, el líder fascista estaba convencido de que no iba a estallar un conflicto general en Europa durante al menos otros dos años. Su posterior negativa a entrar en guerra en septiembre de 1939 en el bando alemán supuso una gran decepción para Hitler. El Duce sabía perfectamente que su país no estaba preparado, y sus excesivas demandas de equipamiento militar como condición para prestar apoyo a los nazis constituyeron su única excusa.

Mussolini, no obstante, estaba decidido a entrar en guerra en un momento determinado para obtener más colonias y para que Italia pareciera una gran potencia. En consecuencia, cuando las dos grandes potencias coloniales, Gran Bretaña y Francia, sufrieron la grave derrota de comienzos del verano de 1940, no quiso desaprovechar la oportunidad. La sorprendente rapidez con la que se desarrolló la campaña de Alemania contra Francia, y la creencia general de que Gran Bretaña acabaría claudicando ante el poderío del Reich, lo tenían en un mar de dudas. Alemania iba a dibujar un nuevo mapa de Europa, y era prácticamente seguro que se convertiría en la potencia dominante en los Balcanes, e Italia corría el peligro de quedar al margen. Solo por esta razón, Mussolini quería desesperadamente ver reconocido su derecho a participar en las negociaciones de paz. Calculaba que unos pocos miles de italianos muertos o heridos servirían para comprarle la anhelada silla en la mesa de los acuerdos.

Por supuesto, el régimen nazi no se opuso a que Italia entrara en guerra, por tarde que fuera. Equivocadamente, Hitler había depositado muchas esperanzas en el potencial bélico de su aliado. Todos sabemos que Mussolini se había jactado de disponer de «ocho millones de bayonetas». En realidad, apenas contaba con un millón setecientos mil soldados, y muchos de ellos carecían de un fusil en el que colocar la bayoneta. En Italia, la falta de recursos económicos, de materias primas y de vehículos motorizados era un problema acuciante. Para aumentar el número de sus divisiones, Mussolini redujo la cantidad de regimientos en cada una de ellas, que pasó de tres a dos. De sus setenta y tres divisiones, solo diecinueve estaban totalmente equipadas. De hecho, sus fuerzas militares eran menores, y estaban peor pertrechadas, que las de la Italia de 1915, cuando este país entró en la Primera Guerra Mundial[7].

De manera muy poco inteligente, Hitler creyó a pies juntillas los datos relativos al poderío militar italiano elaborados por Mussolini. En su harto limitada visión militar, condicionada por los mapas obsoletos que había en sus cuarteles generales, una división de tropas era una división, por muy mal pertrechadas o muy mal entrenadas que estuvieran, o por muy pobre que fuera el número verdadero de sus efectivos. El error de cálculo más grave que cometió Mussolini fue creer, en el verano de 1940, que la guerra estaba a punto de concluir cuando en realidad apenas había comenzado. No se dio cuenta de que la vieja retórica del Lebensraum de Hitler, que el Führer había utilizado refiriéndose al este, iba a convertirse en un plan muy concreto. El 10 de junio, Mussolini había declarado la guerra a Gran Bretaña y a Francia. En su rimbombante discurso pronunciado desde el balcón del Palazzo Venezia, hinchó pecho y afirmó que «las jóvenes y fértiles naciones» iban a aplastar a las agotadas democracias. Estas palabras fueron recibidas con alborozo por sus leales camisas negras, pero no alegraron precisamente a la mayoría de los italianos.

A los alemanes no les inmutaba el hecho de que Mussolini tratara de regocijarse en la imagen de gloria de la Wehrmacht. En la Wilhelmstrasse, el secretario de estado consideraba a su aliado del Eje «un payaso circense que pide el aplauso del público cuando recoge la alfombra después de la actuación del acróbata»[8]. Muchos más comparaban la declaración de guerra del líder fascista a una Francia derrotada con la acción de un «chacal» que intenta hacerse con parte de la presa cazada por un león. El oportunismo era, en efecto, vergonzoso, pero escondía algo peor. Mussolini había convertido su país en cautivo y víctima de sus propias ambiciones. Se daba cuenta de que no podía evitar una alianza con el líder dominante, Hitler, pero persistía en su idea de que Italia iba a ser capaz de seguir una política independiente de expansión colonial mientras el resto de Europa se veía envuelta en un conflicto mucho más letal. La debilidad de Italia acabaría siendo un desastre total para ella; y para Alemania, uno de sus principales puntos vulnerables.

El 27 de septiembre de 1940 Alemania firmó el «Pacto Tripartito» con Italia y Japón. Uno de los objetivos era impedir que los Estados Unidos decidieran intervenir en la guerra, que se encontraba en un impasse después de que fracasaran los intentos de doblegar a Gran Bretaña. Cuando el 4 de octubre se entrevistó con Mussolini en el paso del Brennero, Hitler garantizó al Duce que ni Moscú ni Washington habían reaccionado peligrosamente al anuncio del pacto. Lo que él quería era una alianza continental contra Gran Bretaña.

En un primer momento, Hitler no tenía ambiciones en el Mediterráneo, pues consideraba esta región en la esfera de influencia de Italia, pero poco después de la caída de Francia se dio cuenta de que las cosas eran mucho más complejas. Tenía que encontrar un equilibrio entre los intereses enfrentados de Italia, el gobierno de Vichy y la España de Franco. El general español deseaba recuperar Gibraltar, pero también ambicionaba el Marruecos francés y otros territorios de África. Sin embargo, Hitler no quería provocar al Estado Francés de Pétain y sus leales fuerzas en las posesiones coloniales de este país. Desde su punto de vista, era mucho mejor que la Francia de Vichy siguiera en su territorio y en sus colonias del norte de África una política acorde con los intereses de Alemania mientras durara la guerra. Cuando se alzara con la victoria, podría ceder las colonias de Francia a Italia o a España. Sin embargo, a pesar de su poder aparentemente ilimitado tras la derrota de Francia en 1940, en octubre de ese año el Führer fue incapaz de convencer a un hombre como Franco, que tanto le debía, a su vasallo, el general Pétain, y a su aliado, Mussolini, de que apoyaran su estrategia de crear un bloqueo continental contra Gran Bretaña.

El 22 de octubre el tren blindado de Hitler, el Führersonderzug «Amerika», tirado por dos locomotoras en tándem, con sus dos Flakwagen, se detuvo en la estación ferroviaria de Montoire-sur-le-Loir. Allí, Hitler mantuvo una entrevista con el segundo de Pétain, Pierre Laval, que quería que Alemania garantizara el status del régimen de Vichy. Hitler le dio largas, pero intentó que Vichy aceptara unirse a una coalición contra Gran Bretaña.

Los relucientes vagones blindados del tren especial de Hitler continuaron viaje hacia la frontera española, a Hendaya, donde el Führer se entrevistó con Franco al día siguiente. El tren del «Caudillo» llegó con retraso debido al decrépito estado de las líneas ferroviarias españolas, y aquella larga espera no puso a Hitler precisamente de muy buen humor. Los dos dictadores pasaron revista a una guardia de honor de la escolta personal de Hitler, el Führer-Begleit-Kommando, que formó en el andén. Los soldados alemanes, vestidos con sus uniformes negros, destacaban por su altura al paso del dictador español, bajito y barrigón, en cuyo rostro apenas dejó de dibujarse una sonrisa, entre complaciente y aduladora.

Cuando Hitler y Franco comenzaron a hablar, el torrente de palabras del «Caudillo» impidió que Hitler pudiera abrir la boca, situación a la que el alemán no estaba acostumbrado. Franco recordó sus tiempos como compañeros de armas durante la Guerra Civil Española, dando las gracias al Führer por todo lo que había hecho, y evocó la «alianza espiritual[9]» que existía entre sus dos países. Luego expresó su profundo pesar por no haber podido entrar inmediatamente en la guerra en el bando alemán debido a las precarias condiciones en las que se encontraba España. Durante buena parte de las tres horas que duró la reunión, Franco siguió hablando sin parar de su vida y de sus experiencias, lo que provocaría que Hitler dijera más tarde que prefería que le arrancaran tres o cuatro dientes antes que verse obligado a mantener otra conversación con el dictador español[10].

Al final, Hitler logró intervenir, y dijo que Alemania había ganado la guerra. Que Gran Bretaña solo resistía porque esperaba que la Unión Soviética o los Estados Unidos acudieran finalmente en su ayuda. Y que los americanos iban a necesitar un año y medio o dos para prepararse para una guerra. En su opinión, la única amenaza que suponían los británicos era que consiguieran ocupar las islas del Atlántico o, con la colaboración de De Gaulle, incitar a la revuelta a las poblaciones de las colonias francesas. Por estas razones, quería crear un «frente amplio» contra Gran Bretaña.

Hitler quería Gibraltar, y Franco y sus generales también, pero a los españoles no les agradaba la idea de que fueran los alemanes los que dirigieran la operación para recuperar el peñón. Además, Franco temía que los británicos decidieran invadir las islas Canarias en represalia. Sin embargo, había quedado sumamente sorprendido por las inasumibles pretensiones de Alemania, que exigía la cesión de una de las islas Canarias y poder establecer bases militares en el Marruecos español. Hitler también tenía mucho interés en las Azores y en las islas de Cabo Verde. Las Azores no solo suponían que la Kriegsmarine pudiera contar con una base naval en el Atlántico. En el diario de guerra del OKW se escribiría más tarde el siguiente comentario: «El Führer ve el valor de las Azores en una doble dirección. Las quiere por si se produce la intervención de los Estados Unidos y también para los tiempos de paz». Hitler ya estaba soñando con una nueva generación de «bombarderos con una autonomía de vuelo de seis mil kilómetros» para atacar la costa oriental de los Estados Unidos[11].

Cuando Franco expuso que el Führer debía prometerle la cesión del Marruecos francés y de Orán, antes incluso de entrar en guerra, Hitler quedó sorprendido por la enorme presunción del «Caudillo», por no decir algo peor. También se cuenta que en otra ocasión se quejó de que la actitud de Franco lo hizo sentir prácticamente «como un judío que quiere traficar con las más sagradas posesiones»[12]. Más tarde, ya en Alemania, en otro arrebato de cólera calificaría a Franco de «canalla jesuita»[13].

Aunque ideológicamente estaba más cerca de Alemania, y su nuevo ministro de exteriores pronazi, Ramón Serrano Suñer, quería entrar en la guerra, lo cierto es que el gobierno de Franco temía provocar a Gran Bretaña. La supervivencia de España dependía de las importaciones, en parte de Gran Bretaña, pero sobre todo de las de trigo y petróleo de los Estados Unidos. La situación de España era terrible después de pasar por una devastadora guerra civil. No era extraño ver a gente desmayarse en medio de la calle debido a la malnutrición. Los británicos, y luego los americanos, aplicaron una política de apalancamiento financiero sumamente hábil, pues sabían perfectamente que Alemania no estaba en posición de compensar las importaciones. Así pues, cuando quedó patente que Gran Bretaña no tenía intención alguna de doblegarse ante Alemania, el gobierno de Franco, que en aquellos momentos sufría una gran escasez de alimentos y de combustible, tuvo que limitarse a expresar su apoyo al Eje, con promesas de entrar en guerra en un futuro, pero sin fijar una fecha. Sin embargo, esto no impidió que Franco elucubrara con una «guerra paralela» propia, que consistía en invadir Portugal, país tradicionalmente aliado de Gran Bretaña. Por fortuna, este proyecto quedó en agua de borrajas.

Tras la entrevista celebrada en Hendaya, el Sonderzug dio media vuelta y se dirigió a Montoire, donde el mismísimo Pétain esperaba a Hitler. Pétain recibió al Führer como a un igual, gesto que no resultó precisamente del agrado de Hitler. El viejo mariscal expresó sus deseos de que las relaciones con Berlín se distinguieran por la estrecha cooperación entre los dos países, pero su petición de que a Francia les fueran garantizadas sus posesiones coloniales fue bruscamente rechazada. Francia había comenzado una guerra contra Alemania, replicó Hitler, y ahora debía pagar un precio «territorial y material» por lo que había hecho[14]. Pero el Führer, para quien Pétain resultaba mucho menos exasperante que Franco, dejó una puerta abierta a esa posibilidad. A pesar de todo, seguía queriendo que Vichy se uniera a la alianza contra Gran Bretaña. Al final, sin embargo, se daría cuenta de que no podía contar con los países «latinos» para crear un bloque continental sólido.

Hitler tenía sentimientos encontrados respecto a la idea de una estrategia periférica, consistente en continuar la guerra contra Gran Bretaña en el Mediterráneo, una vez vistas las escasas posibilidades de éxito que tenía el plan de invasión del sur de Inglaterra. El Führer no dejaba de pensar en lanzar sus fuerzas contra la Unión Soviética, pero las dudas hicieron que aplazara su decisión. No obstante, a comienzos de noviembre el OKW se puso a preparar un plan de emergencia, llamado Operación Félix, para ocupar Gibraltar y las islas del Atlántico.

En el otoño de 1940, Hitler tenía la esperanza de conseguir el aislamiento de Gran Bretaña y de poder expulsar a la Marina Real del Mediterráneo antes de embarcarse en la idea que más le obsesionaba, la invasión de la Unión Soviética. Además, empezaba a estar convencido de que la manera más fácil de obligar a Gran Bretaña a cambiar de postura era derrotando a la URSS. Para la Kriegsmarine aquello resultó frustrante, pues se dio prioridad al ejército de tierra y a la Luftwaffe en todo lo relacionado con el armamento.

Evidentemente, Hitler estaba dispuesto a ayudar a los italianos a lanzar un ataque contra Egipto y contra el canal de Suez, pues esto no solo obligaría a los británicos a permanecer en la zona, sino que pondría verdaderamente en peligro sus comunicaciones con la India y Australasia. Los italianos, sin embargo, por felices que estuvieran de recibir apoyo de la Luftwaffe, no veían con buenos ojos la presencia de tropas de tierra alemanas en su zona de operaciones. Sabían perfectamente que los alemanes iban a querer dirigirlo todo.

Hitler tenía un interés especial en los Balcanes, pues constituían una base ideal para el flanco sur de las tropas alemanas en su ansiada invasión de Rusia. Tras la ocupación de Besarabia y el norte de Bukovina por parte de los rusos, Hitler, que todavía no quería violar los acuerdos del pacto nazi-soviético, había aconsejado al gobierno rumano que «lo aceptara todo de momento»[15]. Decidió trasladar tropas a Rumania para establecer en este país una misión militar con el fin de asegurarse los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Lo que no quería el Führer era que Mussolini provocara una sublevación en los Balcanes con un ataque a Yugoslavia o a Grecia desde la Albania ocupada por los italianos. Imprudentemente, confió en la inercia italiana.

Al principio, parecía que Mussolini iba a hacer poca cosa. La Marina italiana, a pesar de haber manifestado anteriormente su disposición a entrar inmediatamente en acción, no se había hecho a la mar, excepto para escoltar los convoyes que iban a Libia. Como no quería enfrentarse con la flota británica del Mediterráneo, dejaba que fueran las fuerzas aéreas las que se encargaran de bombardear Malta. Y en Libia, el gobernador general, mariscal Italo Balbo, permanecía inmóvil, insistiendo en que solo ordenaría el avance contra los británicos en Egipto cuando los alemanes invadieran Inglaterra.

En Egipto, los británicos no tardaron en darse de cuenta de cuál era el verdadero potencial de su adversario. A última hora de la tarde del 11 de junio, justo después de que Mussolini declarara la guerra, el 11.º Regimiento de Húsares se dirigió hacia el oeste en sus viejos vehículos blindados Rolls-Royce y cruzó la frontera libia poco después del anochecer. Sus objetivos eran Forte Maddalena y Forte Capuzzo, las dos principales posiciones defensivas que tenían los italianos en la frontera. Tras preparar diversas emboscadas, hicieron setenta prisioneros.

Los italianos estaban furiosos. Nadie se había molestado en avisarlos de que estaban en guerra. El 13 de junio los dos fuertes fueron capturados y destruidos. En otra emboscada que tendieron el 15 de junio en la carretera que iba de Bardia a Tobruk, el 11.º de Húsares capturó a cien soldados más. El botín obtenido incluía a un rechoncho general italiano, con su automóvil oficial de la casa Lancia, acompañado de una «amiga» en avanzado estado de gestación, que, como cabe suponer, no era su esposa[16]. Este hecho provocó un gran escándalo en Italia. Pero lo más importante para los británicos era que el general llevaba consigo los planos en los que aparecían indicadas todas las defensas de Bardia.

El mariscal Balbo duró poco en Libia. El 28 de junio, las baterías antiaéreas italianas de Tobruk, en un exceso de celo, derribaron su avión por error. Apenas una semana después, su sucesor en el cargo, el mariscal Rodolfo Graziani, recibía con espanto la orden de Mussolini de comenzar el avance hacia Egipto el 15 de julio. El Duce consideraba la marcha hacia Alejandría una «consecuencia inevitable»[17]. Como era de esperar, Graziani hizo todo lo posible por aplazar la operación, diciendo primero que no podía lanzar un ataque en pleno verano, y luego que carecía del equipamiento necesario.

En agosto el duque de Aosta, virrey del África Oriental Italiana, había conseguido una fácil victoria en su avance desde Abisinia por la Somalilandia británica, obligando a los pocos defensores de la zona a retirarse al otro lado del golfo de Adén. Pero el duque sabía perfectamente que su situación iba a ser desesperada si el mariscal Graziani no conseguía conquistar Egipto. Rodeado al oeste por el Sudán anglo-egipcio y la Kenia británica, y con la Marina Real inglesa controlando el mar Rojo y el océano Índico, resultaba imposible la llegada de provisiones hasta que no cayera Egipto.

Graziani seguía dando largas, y a Mussolini comenzaba a agotársele la paciencia. Finalmente, el 13 de septiembre, los italianos empezaron el avance. Con sus cinco divisiones, tenían una notable superioridad numérica frente a las tres divisiones formadas por efectivos ingleses y de la Mancomunidad Británica de Naciones (Commonwealth). Además, la 7.ª División Acorazada británica, las «Ratas del Desierto», estaban pobremente equipadas, pues solo disponían de setenta tanques en funcionamiento.

Los italianos no supieron orientarse, e incluso se perdieron antes de llegar a la frontera con Egipto. Como era de esperar, las tropas británicas tuvieron que emprender la retirada y, aunque no dejaron de combatir, se vieron obligadas a abandonar Sidi Barrani, donde Graziani detuvo el avance. Mussolini insistió en que debía continuar el ataque por la carretera de la costa en dirección a Mersa Matruh. Pero como los italianos estaban a punto de empezar el asalto militar contra Grecia, las fuerzas de Graziani no recibieron los pertrechos necesarios para seguir avanzando.

Los alemanes ya le habían dicho en varias ocasiones a Mussolini que se olvidara por el momento de Grecia. El 19 de septiembre, el Duce le había garantizado a Ribbentrop que, antes de lanzar un ataque contra Grecia o contra Yugoslavia, iba a conquistar Egipto. Daba la impresión de que los italianos estaban de acuerdo con que el primer objetivo debían ser los británicos. Pero al poco tiempo, el 8 de octubre, Mussolini se sintió ninguneado al enterarse de que los alemanes estaban trasladando tropas a Rumania. Su ministro de exteriores, el conde Ciano, había olvidado decirle que Ribbentrop ya había informado de este hecho. «Hitler sigue plantándome cara con hechos consumados», dijo el Duce a Ciano el 12 de octubre. «Pero esta vez voy a pagarle con la misma moneda»[18].

Al día siguiente, Mussolini ordenó al Comando Supremo de las fuerzas armadas que organizara inmediatamente la invasión de Grecia desde la Albania ocupada por Italia. Ninguno de sus altos oficiales, en particular el jefe de las tropas en Albania, el general Sebastiano Visconti Prasca, tuvo el coraje de advertir a Mussolini de los enormes problemas logísticos (transporte, aprovisionamiento, etc.) que tendría una campaña en las montañas del Epiro en pleno invierno. Los preparativos fueron caóticos. Buena parte de las fuerzas armadas italianas estaban siendo desmovilizadas, principalmente por razones económicas. Así pues, hubo que volver a formar aquellas unidades con un número escaso de efectivos. Para la operación eran necesarias veinte divisiones, pero trasladar a la mayoría de ellas al otro lado del Adriático requería tres meses. Mussolini pretendía lanzar su ataque el 26 de octubre, esto es, en menos de dos semanas.

Los alemanes se enteraron de todos esos preparativos, pero creyeron que no iba a producirse ningún ataque contra Grecia hasta que los italianos entraran en Egipto y capturaran Mersa Matruh. Hitler estaba en su tren blindado, de regreso de sus entrevistas con Franco y con Pétain, cuando le fue comunicado que habían comenzado los preparativos para una invasión de Grecia. En vez de seguir viaje a Berlín, el Sonderzug dio media vuelta para dirigirse hacia el sur, a Florencia, ciudad a la que, siguiendo instrucciones del ministro de exteriores alemán, debía acudir urgentemente Mussolini para encontrarse con el Führer.

A primera hora de la mañana del 28 de octubre, poco antes de entrevistarse con Mussolini, Hitler recibió la noticia de que la invasión italiana de Grecia acababa de empezar. El Führer se puso hecho una furia. Intuyó que el Duce recelaba de la influencia alemana en los Balcanes y pronosticó que los italianos se encontrarían con una sorpresa muy desagradable. Lo que más temía era que aquella acción provocara el traslado de tropas británicas a Grecia, lo cual iba a permitir que los ingleses dispusieran de una base desde la que emprender el bombardeo de los yacimientos petrolíferos de Ploesti en Rumania. Además, la irresponsabilidad de Mussolini podía incluso poner en peligro la Operación Barbarroja. Sin embargo, Hitler ya había dominado su enfado cuando el Sonderzug llego a Florencia y se detuvo en el andén en el que Mussolini aguardaba su llegada. Al final, durante la conversación que mantuvieron en Palazzo Vecchio, los dos líderes apenas tocaron el tema de la invasión de Grecia, excepto cuando Hitler ofreció al Duce dos divisiones, una aerotransportada y otra paracaidista, para impedir que los británicos pudieran ocupar la isla de Creta.

A las 03:00 de aquella mañana, el embajador italiano en Atenas había presentado al dictador griego, el general Ioannis Metaxas, un ultimátum que expiraba al cabo de tres horas. La respuesta de Metaxas fue simplemente un rotundo «¡No!», pero, en realidad, el régimen fascista no tenía el más mínimo interés en conocer su aceptación o su rechazo: la invasión, con ciento cuarenta mil efectivos, empezó dos horas y quince minutos más tarde.

En masa, las tropas italianas comenzaron su avance. No llegaron muy lejos. Los dos últimos días había llovido intensamente. Los torrentes y los ríos habían derribado varios puentes, y los griegos, que estaban perfectamente al corriente de aquel ataque —que había sido un secreto a voces en Roma—, se habían encargado de volar los demás. Y las carreteras sin asfaltar resultaron prácticamente intransitables por la gran acumulación de barro.

Los griegos, que no sabían si también los búlgaros iban a lanzar un ataque por el noreste, tuvieron que dejar cuatro divisiones en Macedonia oriental y Tracia. Para repeler el ataque de los italianos desde Albania, establecieron una línea defensiva que, pasando por los montes Grammos y siguiendo el curso del río Thyamis, iba desde el lago Prespa, junto a la frontera con Yugoslavia, hasta la zona de la costa situada frente al extremo meridional de Corfú. Los helenos carecían de carros blindados y de cañones antitanque. Tenían pocos aviones modernos. Pero contaban con un valioso activo: la furia, mundialmente conocida, de sus soldados, decididos a repeler el ataque de los que llamaban, con desprecio, macaronides[19]. Incluso en la comunidad griega de Alejandría se encendió el fervor patriótico. Unos catorce mil hombres zarparon rumbo a Grecia para entrar en combate, y la cantidad de dinero que se recogió en esa ciudad para ayudar en la guerra superó el presupuesto de defensa de todo Egipto[20].

Los italianos reanudaron su ofensiva el 5 de noviembre, pero solo consiguieron abrirse paso hasta la costa y el norte de Konitsa, donde la División Julia de alpinos avanzó unos veinte kilómetros. Sin embargo, esta formación, una de las mejores de Italia, no recibió apoyo suficiente y enseguida quedó prácticamente rodeada. Solo una parte de sus efectivos logró escapar, y el general Prasca ordenó que sus tropas tomaran posiciones defensivas a lo largo de aquel frente de ciento cuarenta kilómetros. Viéndose obligado a enviar contingentes de refuerzo a Albania, el Comando Supremo en Roma tuvo que aplazar el ataque a Egipto. Las declaraciones jactanciosas de Mussolini en el sentido de que iba a invadir Grecia en menos de quince días resultaron tan absurdas como rimbombantes, aunque el Duce seguiría convencido de su futura victoria. A Hitler no le sorprendió aquella humillación a su aliado, pues ya había pronosticado que los griegos iban a ser mejores soldados que los italianos. El general Alexandros Papagos, jefe del estado mayor griego, ya estaba llegando con sus propias fuerzas de reserva para preparar una contraofensiva.

El orgullo de los italianos sufrió otro duro golpe la noche del 11 de noviembre, cuando la Marina Real británica atacó la base naval de Taranto con los aparatos Fairey Swordfish del portaaviones Illustrious y una escuadra compuesta de cuatro cruceros y otros tantos destructores. Tres acorazados italianos, el Littorio, el Cavour y el Duilio fueron alcanzados por los torpedos, mientras que los ingleses solo perdieron dos Swordfish. El Cavour se fue a pique. Al almirante sir Andrew Cunningham, comandante en jefe de la flota del Mediterráneo, no le quedó la menor duda de que poco había que temer de la marina italiana.

El 14 de noviembre, el general Papagos lanzó su contraofensiva, seguro de su superioridad numérica en el frente albanés mientras no llegaran tropas de refuerzo italianas. Sus hombres, con gran coraje y arrojo, empezaron a avanzar. A finales de año, los griegos habían conseguido que el invasor tuviera que replegarse al otro lado de la frontera, adentrándose entre cincuenta y setenta kilómetros en el interior de Albania. La llegada de refuerzos italianos, que supuso que las fuerzas del Duce contaran con un contingente de cuatrocientos noventa mil efectivos en suelo albanés, de poco sirvió. Cuando Hitler comenzó la invasión de Grecia en el mes de abril del año siguiente, unos cuarenta mil italianos habían perdido la vida en el campo de batalla, y ciento catorce mil —entre heridos, enfermos y víctimas de distintos grados de congelación— habían engrosado su lista de bajas[21]. Las aspiraciones de Italia de erigirse en potencia mundial se habían visto frustradas. Cualquier idea de llevar a cabo una «guerra paralela» se había convertido en un proyecto irrealizable. Mussolini ya no sería aliado de Hitler, sino un simple subordinado.

La debilidad militar crónica de Italia volvió a ponerse inmediatamente de manifiesto en Egipto. El general sir Archibald Wavell, comandante en jefe en Oriente Medio, encargado de velar por la defensa de esta región y por la del norte y el este de África, tenía unas responsabilidades verdaderamente abrumadoras. En un principio, había contado con solo treinta y seis mil hombres en Egipto para enfrentarse a los doscientos quince mil efectivos del ejército italiano en Libia. En el sur, el duque de Aosta estaba al mando de doscientos cincuenta mil hombres, muchos de los cuales habían sido reclutados entre la población local. No obstante, pronto comenzaron a llegar a Egipto tropas de refuerzo —tanto británicas como de la Commonwealth— para ponerse a las órdenes de Wavell.

Wavell, un hombre taciturno e inteligente, amante de la poesía, no inspiraba la confianza de Churchill. Al belicoso primer ministro británico le gustaban los tipos beligerantes, especialmente en Oriente Medio, donde los italianos eran sumamente vulnerables. Y Churchill ya comenzaba a impacientarse. No quería darse cuenta de la «pesadilla» que suponía para la intendencia una guerra en el desierto. Wavell, temeroso de que el primer ministro pudiera interferir en sus planes, no le dijo a Churchill que ya estaba preparando un plan para contraatacar, la llamada Operación Compass. Solo se lo comunicó a Anthony Eden cuando este le solicitó el armamento que necesitaban desesperadamente los británicos para poder ayudar a los griegos. Según cuenta Churchill, cuando Eden regresó a Londres y le informó del plan de Wavell, el primer ministro, feliz, «ronroneó como seis gatos juntos»[22]. Inmediatamente instó a Wavell a lanzar su ataque a la mayor brevedad posible, dándole como máximo un mes de plazo.

El comandante de la Fuerza del Desierto Occidental era el teniente general Richard O’Connor. Enjuto y fuerte, este decidido militar tenía a sus órdenes la 7.ª División Acorazada y la 4.ª División India, que mandó desplegar a unos cuarenta kilómetros al sur de la principal posición italiana en Sidi Barrani. Un destacamento más reducido, la llamada Fuerza Selby, ocupó desde Mersa Matruh la carretera de la costa para avanzar hacia Sidi Barrani desde el oeste. Varios navíos de la Marina Real navegaban cerca del litoral, preparados para apoyar la operación con sus cañones. O’Connor ya se había encargado de ocultar depósitos de municiones y pertrechos en escondites avanzados.

Como se sabía que los italianos disponían de numerosos agentes en El Cairo, incluso en el círculo del propio rey Faruk, resultaba muy difícil mantener toda aquella operación en secreto. Así pues, para que todo el mundo creyera que no estaba planeando nada, el general Wavell, acompañado de su esposa e hijas, acudió a las carreras de Gezira justo antes de que comenzara la batalla. Aquella noche dio una fiesta en el club privado del hipódromo.

Cuando a primera hora del 9 de diciembre se dio inicio a la Operación Compass, los británicos pudieron comprobar que habían logrado su objetivo de sorprender a las fuerzas enemigas. En menos de treinta y seis horas, la División India, con su punta de lanza formada por los carros blindados Matilda del 7.º Regimiento Real de Tanques, conquistó las principales posiciones italianas situadas en las inmediaciones de Sidi Barrani. Un destacamento de la 7.ª División Acorazada se dirigió al noroeste para cortar la carretera que unía Sidi Barrani y Buqbuq, mientras el grueso de la formación se lanzaba al ataque contra la División Catanzaro en los alrededores de Buqbuq. La 4.ª División India capturó Sidi Barrani a última hora del 10 de diciembre, y cuatro divisiones italianas presentes en la zona se rindieron al día siguiente. Buqbuq también fue capturada, y la División Catanzaro destruida.

Solo la División de Infantería Cirene, que se encontraba a unos cuarenta kilómetros al sur, consiguió escapar replegándose a toda prisa al paso montañoso de Halfaya.

Las tropas de O’Connor habían obtenido una victoria aplastante. Aunque habían sufrido seiscientas veinticuatro bajas, habían capturado treinta y ocho mil trescientos soldados enemigos, doscientos treinta y siete cañones y setenta y tres carros de combate. O’Connor quería pasar inmediatamente a la siguiente fase de la operación, pero tuvo que esperar. Buena parte de la 4.ª División India fue trasladada a Sudán para repeler el ataque de las fuerzas del duque de Aosta en Abisinia. En sustitución de esos hombres llegó una avanzadilla de la 6.ª División Australiana, su 16.ª Brigada de Infantería.

El puerto libio de Bardia, situado junto a la frontera con Egipto, era el objetivo principal. Siguiendo instrucciones de Mussolini, el mariscal Graziani concentró seis divisiones en sus alrededores. La infantería de O’Connor atacó el 3 de enero de 1941, con el apoyo de sus últimos Matilda. Tres días más tarde, los italianos se rindieron a la 6.ª División Australiana, que hizo cuarenta y cinco mil prisioneros y capturó cuatrocientos sesenta y dos cañones de campaña y ciento veintinueve carros de combate. El comandante italiano, el general Annibale Bergonzoli, apodado «barba eléctrica» por el erizado pelo que cubría su mentón, consiguió huir, dirigiéndose hacia el oeste. En las filas de los atacantes hubo solo ciento treinta muertos y trescientos veintiséis heridos.

Mientras tanto, la 7.ª División Acorazada había comenzado el avance hacia Tobruk. Desde Bardia salieron inmediatamente dos brigadas australianas para unirse al asedio de esa ciudad. Tobruk también cayó, lo que supuso para las fuerzas británicas la captura de otros veinticinco mil prisioneros, doscientos ocho cañones, ochenta y siete vehículos blindados y catorce prostitutas del ejército italiano que fueron enviadas a un convento de Alejandría donde languidecerían miserablemente durante el resto de la guerra. O’Connor quedó desconcertado cuando se enteró de que el ofrecimiento de fuerzas de tierra y de aviones a Grecia por parte de Churchill ponía en grave peligro las ulteriores fases de su ofensiva. Por fortuna, Metaxas declinó la oferta. En su opinión, con el envío de un número de divisiones inferior a nueve simplemente se corría el peligro de provocar una intervención de los alemanes sin esperanzas de poder repelerla.

El imperio italiano de África Oriental siguió desmoronándose irremisiblemente. El 19 de enero, con la 4.ª División India en Sudán dispuesta a entrar, la fuerza del general William Platt se lanzó contra el ejército del duque de Aosta, aislado y mal pertrechado en Abisinia. Dos días después, se produjo el regreso del emperador Haile Selassie, que llegó acompañado del comandante Orde Wingate para unirse a la liberación de su país. Y en el sur, un contingente a las órdenes del general Alan Cunningham lanzó un ataque desde Kenia. El ejército del príncipe italiano, ahogado por la falta de provisiones, apenas pudo oponer resistencia.

En Libia, O’Connor decidió poner el máximo empeño en atrapar al grueso del ejército italiano concentrado en la costa de Cirenaica. Con esta finalidad, envió a la 7.ª División Acorazada al golfo de Sirte, al sur de Bengasi. Pero esta formación disponía en aquellos momentos de solo ciento cuarenta y cinco tanques en funcionamiento, y la situación de los abastecimientos era desesperada, pues las líneas de comunicación se extendían a lo largo de más de mil trescientos kilómetros hasta la ciudad de El Cairo. O’Connor ordenó que la división se detuviera cerca de un bastión italiano en Mechili, al sur del macizo de Jebel Akhdar. Pero poco después las patrullas de vehículos blindados y los aviones de la RAF observaron indicios de una gran retirada. El mariscal Graziani había comenzado la evacuación de todas las tropas italianas presentes en Cirenaica.

El 4 de febrero, comenzó muy en serio lo que los regimientos de caballería llamarían «la carrera con hándicap de Bengasi». Con el 11.º Regimiento de Húsares al frente, la 7.ª División Acorazada avanzó por aquellos inhóspitos territorios para atrapar a los hombres que quedaban del X Ejército italiano antes de que lograran escapar. La 6.ª División australiana, tras perseguir por la costa a las fuerzas enemigas en retirada, entró en Bengasi el 6 de febrero.

Cuando se enteró de que los italianos estaban evacuando Bengasi, el general Michael Creagh de la 7.ª División Acorazada ordenó que una columna avanzara para acorralarlos en Beda Fomm. Este destacamento, el 11.º de Húsares, el 2.º Batallón de la Brigada de Fusileros y tres baterías de la Royal Horse Artillery alcanzaron la carretera justo a tiempo. Ante unos veinte mil italianos desesperados por escapar, temieron verse superados por tan gran número de hombres. Pero cuando parecía que iban a quedar aislados en la zona del interior, llegaron los tanques ligeros del 7.º de Húsares. Los carros de combate británicos cargaron contra el flanco izquierdo de los italianos en huida, provocando el pánico y el caos. La intensidad de los combates solo disminuyó cuando comenzó a caer la noche.

La batalla se reanudó al amanecer, con la llegada de más tanques italianos. Pero la columna destacada de los británicos también empezó a recibir refuerzos con la aparición de los primeros escuadrones de la 7.ª División Acorazada. En su afán por seguir adelante, más de ochenta tanques italianos fueron destruidos. Mientras tanto, los australianos que avanzaban desde Bengasi comenzaron a ejercer más presión por la retaguardia. El 7 de febrero, después de ver cómo se frustraba su último intento por escapar, el general Bergonzoli se rindió al teniente coronel John Combe del 11.º Regimiento de Húsares. Muerto el general Tellera, «barba eléctrica» era el único alto oficial del X Ejército que seguía vivo.

La vista no llegaba a alcanzar hasta dónde se extendía aquel número ingente de soldados italianos que, exhaustos y abatidos, permanecían sentados y acurrucados bajo la intensa lluvia. Se cuenta que, cuando le preguntaron por radio cuántos prisioneros habían hecho, uno de los subalternos de Combe respondió, con la despreocupación y el desparpajo propios de los soldados de caballería: «¡Oh!, diría que varias hectáreas». Cinco días más tarde, llegó a Trípoli el Generalleutnant Erwin Rommel, acompañado por las tropas de avanzadilla de la formación que pasaría a la historia con el nombre de Afrika Korps.