LA OPERACIÓN LEÓN MARINO Y LA BATALLA DE INGLATERRA
(JUNIO-NOVIEMBRE DE 1940)
El 18 de junio Hitler se entrevistó con Mussolini en Múnich para comunicarle los términos del armisticio de Francia. No quería imponer unas condiciones punitivas, por lo que no estaba dispuesto a permitir que Italia se adueñara de la flota de ese país o de alguna de sus colonias, como ansiaba el Duce. Ni siquiera iba a permitir una presencia italiana en la ceremonia de la firma del armisticio. Japón, por su parte, no perdió el tiempo y se dispuso a sacar el máximo provecho de la derrota de Francia. Las autoridades de Tokio advirtieron al gobierno de Pétain que tenía que interrumpir inmediatamente el aprovisionamiento de las fuerzas nacionalistas chinas desde Indochina. Se esperaba que en cualquier momento Japón decidiera invadir esta colonia francesa. El gobernador general francés de la región cedió a las presiones y autorizó el estacionamiento de tropas y aviones nipones en Tongking.
El 21 de junio concluyeron los preparativos para la firma del armisticio. Hitler, que había soñado con ese momento durante tanto tiempo, ordenó que el vagón de tren del mariscal Foch en el que la delegación alemana había firmado la rendición de su país en 1918 fuera trasladado inmediatamente del museo en el que se encontraba al bosque de Compiègne. Estaba a punto de vengar la humillación que tanto le había obsesionado a lo largo de su vida. Sentado en el interior del carruaje, aguardó, junto con Ribbentrop, Rudolf Hess, Göring, Raeder, Brauchitsch y Keitel, la llegada de la comitiva del general Huntziger. El asistente de Hitler y miembro de la SS, Otto Günsche, llevaba consigo una pistola por si los delegados franceses intentaban atentar contra la vida del Führer. Mientras Keitel leyó en voz alta los términos del armisticio, Hitler permaneció en silencio. A continuación el Führer marchó de allí, y más tarde telefoneó a Goebbels. «Se ha puesto fin a la ignominia», escribiría Goebbels en su diario. «Es como volver a nacer»[1].
A Huntziger se le informó de que la Wehrmacht iba a ocupar la mitad septentrional de Francia y la zona de la costa atlántica. Las otras dos quintas partes del país quedarían en manos del gobierno de Pétain, al que se le permitiría disponer de un ejército de cien mil hombres. Francia tendría que pagar los costes de la ocupación, y para ello se fijó una tasa de cambio entre el marco alemán y el franco francés grotescamente ventajosa para el Reich. Por su parte, Alemania no tocaría ni la flota ni las colonias francesas. Como había supuesto Hitler, estos eran dos puntos sobre los que ni siquiera Pétain y Weygand estaban dispuestos a ceder. Lo que pretendía el Führer era separar a los franceses de los británicos y asegurarse de que los primeros no entregaran su Armada a sus antiguos aliados, aunque la Kriegsmarine se había mostrado firmemente decidida a echar mano de la flota francesa «para continuar la guerra contra Gran Bretaña»[2].
Tras firmar los términos de la paz por orden de Weygand, el general Huntziger quedó profundamente desolado. «Si en tres meses Gran Bretaña no es obligada a hincar la rodilla», se cuenta que exclamó, «seremos los peores criminales de la historia»[3]. El armisticio fue oficial a primera hora del 25 de junio. Hitler emitió un comunicado proclamando la «victoria más grande de todos los tiempos»[4]. En Alemania, para celebrarlo, las campanas debían sonar durante una semana, y las banderas ondear a lo largo de diez días. El 28 de junio, por la mañana, Hitler dio una vuelta por París, acompañado por el escultor Arno Breker y por los arquitectos Albert Speer y Hermann Giesler. Irónicamente, fueron escoltados por el Generalmajor Hans Speidel, que cuatro años más tarde sería el principal conspirador en Francia contra el Führer. París no impresionó a Hitler, para quien la nueva capital de Alemania que estaba planeando iba a ser infinitamente más espléndida. Tras esta breve visita, regresó a su cuartel general en la Selva Negra, desde donde preparó su entrada triunfal en Berlín y consideró hacer un llamamiento a Gran Bretaña, invitándola a resignarse y aceptar la situación, en un discurso que pensaba pronunciar en el Reichstag.
Sin embargo, Hitler estaba inquieto, pues veía con preocupación el hecho de que la Unión Soviética se hubiera anexionado el 28 de junio las regiones rumanas de Besarabia y Bucovina septentrional. Las ambiciones de Stalin en esta zona de Europa suponían una amenaza para los intereses alemanes en el delta del Danubio y los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Tres días después, el gobierno de Rumania renunció al pacto anglo-francés que garantizaba sus fronteras, y envió emisarios a Berlín. El Eje estaba a punto de hacerse con otro aliado.
Mientras tanto, Churchill, más dispuesto que nunca a seguir con la lucha, había tomado una decisión. Ni que decir tiene que se arrepentía profundamente del telegrama que había enviado a Roosevelt el 21 de mayo, hablándole de una posible derrota de Inglaterra con la consiguiente pérdida de la Marina Real británica. En aquellos momentos tenía que hacer un gesto que demostrara a los Estados Unidos y al mundo entero que su país tenía la firme intención de resistir. Y como seguía preocupándole muchísimo la posibilidad de que la flota francesa acabara al final en manos de Alemania, optó por poner toda la carne en el asador. Sus mensajes al nuevo gobierno francés instándole a trasladar sus barcos de guerra a puertos británicos no habían tenido respuesta. Las promesas que le había hecho el almirante Darlan en ese sentido ya no suponían ninguna garantía, sobre todo después de que este se hubiera pasado en secreto al bando de los capitulards. Y las que hacía Hitler en su propuesta de paz podían acabar de un plumazo en el olvido, como había ocurrido anteriormente. La flota francesa podía tener un valor incalculable para los alemanes en una invasión de Gran Bretaña, especialmente después de las innumerables pérdidas sufridas por la Kriegsmarine frente a las costas de Noruega. Y la entrada de Italia en la guerra podía suponer un desafío al predominio de la Armada británica en el Mediterráneo.
La neutralización de la poderosísima fuerza naval francesa era una misión prácticamente imposible. «Se le ha encomendado una de las tareas más difíciles y desagradables que haya tenido que afrontar jamás un almirante británico», dijo Churchill al almirante sir James Somerville mientras su Fuerza H zarpaba de Gibraltar la noche anterior[5]. Somerville, como casi todos los oficiales de la Marina Real británica, era totalmente reacio al uso de la fuerza contra una armada aliada con la que había colaborado estrecha y amistosamente. Cuestionó las órdenes recibidas de iniciar la «Operación Catapulta» en un mensaje enviado al Almirantazgo que solo sirvió para que le contestaran dándole una serie de instrucciones todavía más concretas. Los franceses tenían las siguientes alternativas: unirse a los británicos para seguir con la guerra contra Alemania e Italia, poner rumbo a un puerto británico, poner rumbo a un puerto francés de las Antillas, como, por ejemplo, Martinica, poner rumbo a los Estados Unidos, o barrenar ellos mismos sus naves —en menos de seis horas— para mandarlas a pique. Si rechazaban todas estas opciones, el almirante británico tenía «la orden del gobierno de Su Graciosa Majestad de utilizar toda la fuerza necesaria para impedir que los barcos [franceses] caigan en manos de los alemanes o de los italianos»[6].
Poco antes del amanecer del miércoles, 3 de julio, los británicos se pusieron en marcha. Los barcos de guerra franceses anclados en los puertos del sur de Inglaterra fueron tomados por grupos de asalto armados, sin que apenas se produjeran bajas. En Alejandría, un sistema más cortés, a saber, el bloqueo en el puerto de la escuadra francesa, fue el elegido por el almirante sir Andrew Cunningham. El episodio más trágico tendría lugar en el norte de África, cerca de Orán, en el puerto francés de Mers-el-Kébir, antigua base de los piratas de la costa berberisca.
El destructor británico Foxhound apareció frente a las costas de Mers-el-Kébir al amanecer. En cuanto se levantó la bruma de la mañana, el capitán Cedric Holland, emisario de Somerville, mandó un mensaje comunicando que quería parlamentar. El almirante francés, Marcel Gensoul, desde su buque insignia Dunkerque, estaba al mando de los cruceros de batalla Strasbourg, Bretagne y Provence, así como de una flotilla de veloces destructores. Gensoul se negó a recibirlo, por lo que Holland tuvo que iniciar una ardua tarea para entablar negociaciones a través del oficial de artillería del Dunkerque al que conocía muy bien.
Gensoul insistió en que la Armada francesa nunca permitiría que sus barcos cayeran en manos de los alemanes o de los italianos. Si los británicos persistían en su amenaza, estaba dispuesto a ordenar que sus naves respondieran con contundencia a cualquier agresión. Como seguía negándose a recibir a Holland, el capitán británico le envió un ultimátum especificando por escrito las distintas alternativas por las que podían optar los franceses. La posibilidad de poner rumbo a Martinica o a los Estados Unidos, contemplada incluso por el almirante Darlan, raras veces aparece citada en los relatos franceses de este incidente. Este hecho tal vez se deba a que Gensoul nunca la mencionó en sus mensajes a Darlan.
Fueron pasando las horas, y el calor se hacía cada vez más asfixiante. Holland seguía intentando que Gensoul lo recibiera, pero el almirante francés seguía negándose a cambiar de opinión. Cada vez faltaba menos para que fueran las 3 de la tarde, la hora límite del plazo dado. Somerville ordenó que los aviones Swordfish del Ark Royal lanzaran minas magnéticas en la entrada del puerto. Esperaba que con ello Gensoul se convenciera de que la cosa iba muy en serio. Al final, el almirante francés accedió a entrevistarse personalmente con él, y se prorrogó el plazo: la nueva hora límite sería las 17:30. Los franceses querían ganar tiempo, pero Somerville, contrariado por aquella misión, decidió correr el riesgo. En cuanto Holland subió a bordo del Dunkerque, cuyo nombre reflejaba sin duda una desafortunada coincidencia, se dio cuenta enseguida de que los barcos franceses ya estaban preparados para la batalla, pues incluso había remolcadores listos para conducir a los cuatro acorazados fuera de los espigones.
Gensoul advirtió a Holland que cualquier disparo por parte de los británicos sería «equivalente a una declaración de guerra»[7]. Solo estaba dispuesto a barrenar sus barcos y mandarlos a pique si los alemanes intentaban apoderarse de ellos. Pero Somerville tenía muchas presiones del Almirantazgo, que quería solucionar rápidamente aquella cuestión, pues se habían interceptado mensajes que hablaban de la inminente llegada de una escuadra de cruceros franceses procedente de Argel. Así pues, decidió enviar un mensaje a Gensoul, insistiendo en que, si no aceptaba inmediatamente una de las alternativas propuestas, se vería en la obligación de abrir fuego a las 17:30, según lo estipulado. Holland tenía que abandonar rápidamente el Dunkerque. Somerville esperó a que pasara casi otra media hora más de lo acordado, con la esperanza de que los franceses entraran en razón.
A las 17:54, los acorazados británicos Hood, Valiant y Resolutión abrieron fuego con sus cañones principales de 15 pulgadas. No tardaron en dar en el blanco. El Dunkerque y el Provence sufrieron importantes daños, y el Bretagne estalló por los aires y zozobró. Milagrosamente, otros barcos quedaron intactos, pero Somerville ordenó el alto el fuego para dar a Gensoul otra oportunidad. No se dio cuenta de que el Strasbourg y dos de los destructores, aprovechando la densa humareda, habían conseguido llegar a alta mar. Cuando un avión de reconocimiento dio la alerta de aquella escapada al buque insignia británico, Somerville creyó que se trataba de un error, pues daba por hecho que las minas habrían imposibilitado semejante empresa. Al final, el Hood y varios aviones Swordfish y Skua del Ark Royal partieron en persecución de las naves huidas, pero sus ataques fracasaron cuando se vieron interceptados por unos cazas franceses que habían despegado rápidamente desde el aeródromo de Orán. Cuando esto ocurría, el sol ya comenzaba a ocultarse rápidamente en el horizonte, sumiendo cada vez más en la oscuridad la costa del norte de África.
La carnicería que se produjo a bordo de los barcos dañados en Mers-el-Kébir fue espeluznante, especialmente la que sufrieron los hombres que se vieron atrapados en las salas de máquinas. Muchos perecieron asfixiados por el humo. En total, murieron mil doscientos noventa y siete marineros franceses, y trescientos cincuenta resultaron heridos. Casi todos los muertos pertenecían al Bretagne. No es de extrañar que la Marina Real Británica considerara la Operación Catapulta la misión más vergonzosa que se había visto obligada a llevar a cabo. Y, sin embargo, esta batalla unilateral tuvo unos efectos extraordinarios en todo el mundo, pues demostró que Gran Bretaña estaba preparada para seguir combatiendo con toda la implacabilidad que fuera necesaria. Roosevelt, en particular, se convenció de que los británicos no iban a rendirse. Y en la Cámara de los Comunes, Churchill fue aclamado por razones similares, y no porque hubiera un sentimiento de rencor hacia los franceses por haber preferido firmar el armisticio.
La profunda anglofobia del gobierno de Pétain, que incluso había dejado petrificados a los diplomáticos norteamericanos, se convirtió en verdadero odio visceral después de lo de Mers-el-Kébir. Pero hasta Pétain y Weygand se dieron cuenta de que declarar una guerra a Gran Bretaña no iba a conducir a ninguna parte. Así pues, se limitaron a romper relaciones diplomáticas con su antiguo aliado. Ni que decir tiene que para Charles de Gaulle aquellos días fueron una época terrible. De los marineros y soldados franceses presentes en Gran Bretaña, muy pocos se mostraron dispuestos a unirse a su nuevo ejército, que, en un principio, contó solo con unos cuantos cientos de hombres. Movidos por la nostalgia, en su mayoría pidieron ser repatriados.
También Hitler se vio obligado a reflexionar sobre lo ocurrido mientras se preparaba su gran entrada triunfal en Berlín. Había estado considerando seriamente presentar un «ofrecimiento de paz» a los británicos tras su regreso a la capital, pero en aquellos momentos comenzaban a asaltarle las dudas.
Casi todos los alemanes, después de haber temido que en Flandes y en Champagne se produjera otra carnicería, estaban exultantes de júbilo por la sorprendente victoria. Tenían la convicción de que a partir de ese momento ya no habría más guerra. Al igual que los capitulards franceses, estaban seguros de que Gran Bretaña sería incapaz de resistir sola y de que Churchill iba a ser depuesto por un grupo de pacifistas. El sábado, 6 de julio, grupos de chicas y niñas vestidas con el uniforme de la Liga de Muchachas Alemanas (Bund Deutscher Mädel), la rama femenina de las Juventudes Hitlerianas (Hitler-Jugend) cubrían de flores la calle que iba desde la Anhalter Bahnhof, la estación ferroviaria a la que iba a llegar el tren del Führer, hasta la Cancillería. Un número ingente de personas había comenzado a congregarse en la zona seis horas antes de que Hitler hiciera su aparición. El clima de animación era extraordinario, especialmente después del sorprendente mutismo con el que Berlín recibió la noticia de la ocupación de París por parte de las fuerzas alemanas. Sobrepasaba con mucho incluso el fervor que inundó las calles tras la anexión de Austria. Hasta los contrarios al régimen se sintieron atrapados por el frenesí y la alegría de la victoria. Un sentimiento que en aquellos momentos se veía estimulado por el odio a Gran Bretaña, el único obstáculo que quedaba para conseguir una Pax Germanica en toda Europa.
En el triunfo de Hitler, a imitación de los que se celebraban en la antigua Roma, solo faltaban los cautivos encadenados y un esclavo diciéndole al oído que no olvidara que seguía siendo un mortal. Aquella tarde brillaba el sol, lo que de nuevo parecía confirmar el «milagro climático del Führer» en las grandes celebraciones del Tercer Reich. La calle que iba a recorrer la comitiva de Mercedes de seis ruedas estaba atestada de «miles de personas jubilosas que gritaban y lloraban emocionadas en un estado de histeria»[8]. Cuando el automóvil de Hitler llegó a la Cancillería, las voces agudas de las muchachas de la BDM adulando al Führer se mezclaron con los gritos atronadores de la multitud pidiendo a su líder que saliera al balcón[9].
Unos días después, Hitler tomó una decisión. Tras considerar las posibles estrategias que podían seguirse con Gran Bretaña y discutir sobre la invasión de este país con los altos oficiales de su ejército, promulgó la «Directiva n.º16 para los preparativos de una operación de desembarco en Inglaterra». El primer plan de emergencia para una invasión de Gran Bretaña, el llamado «Estudio Norte-Oeste», había terminado de elaborarse en diciembre del año anterior[10]. Sin embargo, antes incluso de que la Kriegsmarine sufriera tantas pérdidas durante la campaña de Noruega, el Grossadmiral Raeder había hecho hincapié en que solo podía intentarse una invasión cuando la superioridad aérea de la Luftwaffe fuera evidente. Por parte del ejército, Halder instaba a recurrir a la invasión como último recurso.
La Kriegsmarine se veía ante la ingente tarea de reunir barcos y naves suficientes para trasladar una primera tanda de cien mil hombres —con sus tanques, sus vehículos motorizados y sus equipos— al otro lado del Canal de la Mancha. También debía considerar otra cuestión: el número de sus navíos de guerra era a todas luces inferior al de la Marina Real británica. En un primer momento, el OKH destinó a la invasión el VI, el IX y el XVI Ejército, que se encontraban en la costa francesa del Canal, entre la península de Cherburgo y Ostende. Más tarde, se decidió que solo el IX y el XVI Ejército constituyeran el contingente invasor que iba a desembarcar en la zona situada entre Worthing y Folkestone.
Las riñas y disputas entre los cuerpos de las fuerzas armadas por las grandes dificultades que entrañaba la invasión hacían que cada vez pareciera menos probable que pudiera ponerse en marcha una operación antes de la llegada del otoño, con su inestable climatología. El único sector de la administración nazi que parecía tomarse en serio aquella aventura era el RHSA (Reichssicherheitshauptamt) de Himmler, del que formaba parte la Gestapo y el SD (Sicherheitsdienst). Su departamento de contraespionaje, dirigido por Walter Schellenberg, elaboró un estudio extraordinariamente pormenorizado (y a veces curiosamente impreciso e inexacto) sobre Gran Bretaña, con una «Lista especial de búsqueda y captura» en la que aparecían los nombres de los dos mil ochocientos veinte individuos a los que la Gestapo pensaba detener una vez invadida Gran Bretaña[11].
Hitler se mostraba cauteloso por otras razones. Le preocupaba que una desintegración del imperio británico pudiera poner las colonias inglesas en manos de los Estados Unidos, Japón y la Unión Soviética. Así pues, decidió seguir adelante con la Operación León Marino solo si Göring, que acababa de ser ascendido al rango de Reichsmarschall, conseguía con su Luftwaffe que Gran Bretaña se hincara de rodillas. En consecuencia, el tema de la invasión de Inglaterra no fue estudiado nunca con urgencia por las instancias superiores de Alemania.
La Luftwaffe no estaba preparada para tamaña empresa. Göring había creído que Gran Bretaña se vería obligada a buscar una paz tras la caída de Francia, y sus Luftflotten necesitaban tiempo para reequipar sus escuadrones. Las pérdidas sufridas en los Países Bajos y en Francia habían sido muy superiores a lo esperado. En total, la Luftwaffe había perdido mil doscientos ochenta y cuatro aviones, y la RAF novecientos treinta y uno. Asimismo, el proceso de traslado de sus unidades de cazas y de bombarderos a los aeródromos del norte de Francia duró más de lo que se había imaginado en un primer momento. Durante la primera mitad de julio, la Luftwaffe se limitó a controlar la navegación en el Canal de la Mancha, el estuario del Támesis y el mar del Norte. Fue lo que los alemanes denominaron el Kanalkampf: una serie de ataques, principalmente con bombarderos en picado Stuka y con Schnellboote, o S-Boote (los buques torpederos que los británicos llamaban E-boats), que cerraron prácticamente el Canal a los convoyes británicos.
El 19 de julio, Hitler pronunció un largo discurso ante varios miembros del Reichstag y sus generales, reunidos con gran pompa en el Teatro de la Ópera de Kroll. Tras saludar a los comandantes de su ejército y ensalzar los grandes logros militares de Alemania, pasó a hablar de Inglaterra, acusó a Churchill de belicista y lanzó un «llamamiento a la razón»[12], que fue inmediatamente rechazado por el gobierno británico. El Führer no había sabido comprender que en aquellos momentos la posición de Churchill se había convertido en el paradigma de la determinación más tenaz.
La frustración de Hitler fue todavía mayor después del triunfo obtenido en el vagón de su tren durante la firma del armisticio en la Forêt de Compiègne y el espectacular aumento del poderío alemán. La ocupación del norte y el oeste de Francia por parte de la Wehrmacht permitía el acceso por tierra a las materias primas de España y a las bases navales de la costa atlántica. Alsacia, Lorena, el Gran Ducado de Luxemburgo y la región de Eupen-Malmedy del este de Bélgica fueron anexionados al Reich. Los italianos controlaban parte del sureste francés, y el resto del sur y el centro de Francia, la zona no ocupada, estaba en manos del «Estado Francés» del mariscal Pétain, y su capital era la ciudad balneario de Vichy.
El 10 de julio, una semana después del desastre de Mers-el-Kébir, la Assemblée Nationale se reunió en el Gran Casino de Vichy. Acordó conceder plenos poderes al mariscal Pétain. De sus seiscientos cuarenta y nueve miembros presentes, solo ochenta votaron en contra. La III República había dejado de existir. L’État Français, que supuestamente encarnaba los valores tradicionales de Travail, Famille y Patrie, creó una asfixia moral y política que se caracterizó por su elevado grado de xenofobia y represión. Nunca reconocería que con su control de la Francia no ocupada en beneficio de Alemania colaboraba con el régimen nazi.
Francia tenía que pagar no solo los costes de su propia ocupación, sino también una quinta parte de lo que se había gastado hasta entonces Alemania en la guerra. Ni los cálculos hinchados ni el tipo de cambio entre el marco alemán y el franco francés que había fijado Berlín podían ser cuestionados. Esta circunstancia supuso una cantidad enorme de dinero extra para el ejército alemán de ocupación. «Ahora hay muchas cosas que podemos comprar con nuestro dinero», escribía un soldado, «de modo que se gasta uno muchos pfennig, pero en las tiendas se agota todo enseguida. Estamos en un pueblo bastante grande»[13]. En los comercios de París se agotaban todas las existencias sobre todo gracias a los oficiales de permiso. Además, el gobierno nazi podía proveerse de las reservas de materias primas que necesitaba para su industria de guerra. Y un año después, el botín obtenido en forma de armas, vehículos y caballos cubriría buena parte de las necesidades de la Wehrmacht durante la invasión de la Unión Soviética.
La industria francesa, por su parte, se reorganizó para satisfacer las exigencias del conquistador, y la agricultura francesa contribuyó a que los alemanes vivieran mejor que nunca desde el fin de la Primera Guerra Mundial. La ración diaria de los franceses, compuesta de carne, grasas y azúcar, tuvo que ser reducida a prácticamente la mitad de la de los alemanes, que veían en este hecho una justa venganza por los años de hambre que habían tenido que soportar después de la Primera Guerra Mundial. Mientras tanto, los franceses debían consolarse pensando que, en cuanto Gran Bretaña entrara en razón, el acuerdo de una paz general iba a mejorar las condiciones de todos.
Después de lo de Dunkerque y de la capitulación de Francia, los británicos estaban en un estado de shock similar al que sufre un soldado herido cuando no siente dolor alguno. Sabían perfectamente que la situación era desesperada, por no decir catastrófica, con casi todos los vehículos y las armas de su ejército abandonados al otro lado del Canal de la Mancha. Y, sin embargo, gracias en parte a las palabras de Churchill, afrontaban de buen grado la crudeza de su destino. Comenzaban a confiar en que, por muy mal que les hubiera ido al comienzo de la guerra, iban a «ganar la batalla final», aunque nadie tenía ni la más remota idea de cómo podían hacerlo. Muchos británicos, entre ellos el propio rey, sintieron bastante alivio cuando los franceses dejaron de ser sus aliados. El mariscal del Aire Dowding afirmaría más tarde que, tras enterarse de la rendición de Francia, se arrodilló y dio gracias a Dios por no tener que seguir poniendo en peligro más cazas al otro lado del Canal de la Mancha[14].
Los británicos suponían que, después de conquistar Francia, los alemanes iban a invadir inmediatamente su país. El general sir Alan Brooke, responsable de la defensa de la costa sur, estaba sumamente preocupado por la falta de armas, de vehículos blindados y de unidades bien adiestradas. Los jefes de estado mayor estaban obsesionados con la amenaza que se cernía sobre las instalaciones industriales del sector aeronáutico, de las que tanto dependía la RAF para sustituir los aviones perdidos en Francia. Sin embargo, el tiempo que tardó la Luftwaffe en organizar su ataque a Gran Bretaña permitió que las fuerzas aéreas británicas pudieran prepararse suficientemente.
Por aquel entonces, los británicos probablemente solo dispusieran de unos setecientos cazas, pero los alemanes subestimaron la capacidad de producción de su enemigo, que llegó a duplicar la de la industria germánica, con la fabricación de unos cuatrocientos setenta aviones al mes. La Luftwaffe confiaba también en la clara superioridad de sus aparatos y de sus pilotos. La RAF había perdido ciento treinta y seis aviadores, unos muertos en combate y otros hechos prisioneros en Francia. Por muchos aviadores de otras nacionalidades que engrosaran sus filas, el número de pilotos de las fuerzas aéreas británicas seguía siendo escaso. Montaron tantas escuelas de aviación como les fue posible, pero los pilotos recién graduados eran casi siempre los primeros en caer derribados.
Los polacos constituían el principal contingente extranjero, con más de ocho mil efectivos en las fuerzas aéreas. Eran los únicos con experiencia en el combate, pero su integración en la RAF fue muy lenta. Las negociaciones con el general Sikorski, que quería una aviación polaca independiente, habían sido bastante complicadas. Pero cuando los primeros grupos de pilotos pasaron a la Reserva de Voluntarios de la RAF, inmediatamente pusieron de manifiesto su pericia. Los aviadores británicos solían llamarlos los «locos polacos», por su intrepidez y su desprecio a la autoridad. Sus nuevos camaradas no tardaron en demostrar claramente su exasperación ante toda la burocracia de la RAF, aunque reconocieran que esta estaba mucho mejor dirigida que la fuerza aérea francesa.
La disciplina fue a menudo un verdadero problema, en parte porque los pilotos polacos seguían enfadados con sus propios comandantes por el estado en el que se encontraban sus fuerzas aéreas cuando Alemania había invadido su país en septiembre de 1939. Se habían mostrado dispuestos a luchar contra la Luftwaffe con gran arrojo, convencidos de que por muy lentos que fueran sus cazas P-11, y por muy mal equipados que estuvieran, iban a ganar la batalla con su pericia y su coraje. Sin embargo, fueron vencidos por la superioridad numérica y técnica de las escuadrillas alemanas. Esta amarga experiencia, por no hablar de las atrocidades cometidas por Hitler y Stalin con su país, había encendido en ellos un feroz deseo de venganza, sobre todo en aquellos momentos en los que tenían a su disposición unos cazas nuevos y modernos. Los altos oficiales de la RAF no habrían podido estar más equivocados cuando su arrogancia los llevó a pensar que los polacos estaban «desmoralizados» por su derrota, y querían entrenarlos para utilizarlos en las escuadrillas de bombarderos[15].
La actitud, la comida y las maneras características de los británicos supusieron una verdadera conmoción para los polacos. Pocos pudieron borrar de su memoria los emparedados de pasta de pescado que les ofrecieron a su llegada, y los horrores de la cocina británica no hizo más que aumentar su nostalgia de la patria: desde el cordero muy cocido con col, hasta las omnipresentes natillas (que también sorprendían a los ciudadanos de la Francia Libre). Sin embargo, la calurosa acogida que les dispensó la mayoría de los británicos, con sus gritos de «¡Larga vida a Polonia!», los dejó petrificados. Los pilotos polacos, considerados héroes gallardos, enseguida se vieron acosados por las jóvenes británicas que, haciendo gala por primera vez de un elevado grado de libertad, no dudaban en hacerles todo tipo de proposiciones. A diferencia de lo que ocurría en el aire, el idioma no constituía un problema en las salas de baile.
Al contrario de lo que pueda pensarse, la fama de temerarios de los aviadores polacos no se reflejó en el número de sus pérdidas. De hecho, su porcentaje de bajas fue inferior al de los pilotos de la RAF, en parte gracias a su experiencia, pero también porque sabían evitar mejor que nadie las emboscadas de los cazas alemanes. Eran claramente individualistas y se reían de algunas tácticas obsoletas de la RAF como la de tres aviones volando en formación cerrada en V simétrica de «victoria». Pasó bastante tiempo, y tuvieron que producirse muchas bajas innecesarias, antes de que la RAF comenzara a copiar el sistema alemán aprendido durante la Guerra Civil Española, el de formación en V asimétrica, o cuña de cuatro, que recordaba la punta de los cuatro dedos de una mano, sin contar el pulgar.
El 10 de julio había cuarenta pilotos polacos en los escuadrones del Mando de Cazas, un número que aumentó vertiginosamente cuando los que habían llegado de Francia comenzaron a incorporarse tras obtener el correspondiente diploma. En el momento más álgido de la batalla de Inglaterra, más del 10 por ciento de los pilotos de caza presentes en el sureste del país eran de nacionalidad polaca. El 13 de julio se creó la primera escuadrilla polaca. En menos de un mes el gobierno británico cedió a la petición de Sikorski de disponer de una fuerza aérea exclusivamente polaca, con sus propios cazas y con sus propias escuadrillas de bombarderos, pero a las órdenes de la RAF. Su unidad más famosa sería la Escuadrilla Kosciuszko 303.
El 31 de julio, Hitler convocó a sus generales en el Berghof, su residencia de montaña en las inmediaciones de Berchtesgaden. Seguía sumamente perplejo por la negativa británica de llegar a un acuerdo. Como parecía harto improbable que los Estados Unidos entraran en guerra en un futuro inmediato, empezó a pensar que Churchill contaba con el apoyo de la Unión Soviética. Esta circunstancia fue una de las principales razones de que decidiera poner en marcha uno de sus proyectos de mayor envergadura: la destrucción del «bolchevismo judío» en el este. Pensaba que solo la derrota de la potencia soviética mediante una gran invasión obligaría a Gran Bretaña a deponer su actitud. Así pues, es evidente que la resolución que tomó Churchill a finales de mayo de seguir en solitario con la guerra no solo repercutió en el destino de las islas británicas.
«Con Rusia aplastada», dijo Hitler a los comandantes en jefe de sus ejércitos, «se desvanecerá la última esperanza de Gran Bretaña. Entonces Alemania será dueña de Europa y de los Balcanes»[16]. Esta vez, a diferencia de lo ocurrido poco antes de la invasión de Francia, en lugar de nerviosismo, sus generales mostraron una firme disposición a comenzar tamaña empresa. Sin recibir siquiera instrucciones directas de Hitler, Halder había ordenado que los oficiales de estado mayor estudiaran los planes de ataque.
En medio de la euforia por la derrota de Francia y por la venganza de la humillación sufrida en Versalles, los comandantes en jefe de la Wehrmacht se deshicieron en elogios hacia su Führer, llamándolo «el primer soldado del Reich»[17], el que iba a garantizar el futuro de Alemania para siempre. Dos semanas más tarde, Hitler, que en privado se mostraba sumamente cínico por la facilidad con la que lograba sobornar a sus principales comandantes con honores, medallas y regalos en metálico, hizo entrega de doce bastones de mariscal de campo a los conquistadores de Francia. Pero antes de concentrar su atención en la campaña de la Unión Soviética, que, en su opinión, iba a ser «un juego de niños[18]» después de haber derrotado a Francia, el Führer se sintió en la obligación de intentar un acuerdo con Gran Bretaña para evitar una guerra en dos frentes.
La directiva del OKW ordenaba que la Luftwaffe se concentrara en la destrucción de la RAF, de «su organización de apoyo terrestre, y [de] la industria armamentística británica»[19], así como de los puertos y los navíos de guerra ingleses. Göring pronosticó que lo conseguiría en menos de un mes. Después de la victoria en Francia, sus pilotos tenían la moral muy alta, conscientes de su superioridad numérica. En Francia, la Luftwaffe contaba con seiscientos cincuenta y seis cazas Me-109, ciento sesenta y ocho cazas bimotores Me-110 setecientos sesenta y nueve bombarderos —de los modelos Dornier, Heinkel y Junker 88— y trescientos dieciséis bombarderos en picado Stuka Ju 87. Dowding disponía solo de quinientos cuatro aviones Hurricane y Spitfire.
Antes de lanzar el primer ataque a comienzos de agosto, los dos Cuerpos Aéreos alemanes presentes en el norte de Francia se dedicaron a sobrevolar los aeródromos de la RAF en misión de reconocimiento. Sus incursiones para explorar el terreno servían no solo para atacar las estaciones de radar situadas en la costa, sino también para que los pilotos británicos tuvieran constantemente que despegar con sus cazas, provocando su extenuación antes de que comenzara la batalla. Las estaciones de radar, en combinación con el Cuerpo de Observación y un buen sistema de comunicaciones entre los centros de mando, permitían que la RAF no tuviera que malgastar horas de vuelo en operaciones de patrullaje aéreo a lo largo del Canal de la Mancha. Al menos en teoría, gracias a todo ello las escuadrillas podían despegar con tiempo suficiente para alcanzar la altitud necesaria, pero lo bastante tarde para ahorrar combustible y poder mantenerse en el aire el máximo tiempo posible. Afortunadamente para los británicos, las torres de radar fueron un blanco difícil; además, ni siquiera cuando sufrían daños costaba mucho volver a ponerlas rápidamente en funcionamiento.
Excepto en las operaciones de evacuación de Dunkerque, Dowding no había querido utilizar las escuadrillas de aviones Spitfire durante los combates en Francia. En aquellos momentos trataba de reservar sus fuerzas, pues suponía lo que pretendían conseguir los alemanes con su táctica. Por distante, reservado y triste que pareciera tras la muerte de su esposa, lo cierto es que sentía una verdadera devoción por sus «queridos muchachos del cuerpo de cazas[20]» y, a su vez, inspiraba en ellos una gran lealtad. Sabía perfectamente a lo que iban a enfrentarse sus hombres. Por otro lado, se aseguró de contar con la persona mejor indicada para comandar el Grupo 11, encargado de la defensa de Londres y del sudeste de Inglaterra. El vicemariscal del Aire Keith Park era un neozelandés que en la última gran guerra había derribado veinte aviones alemanes. Como Dowding, estaba siempre dispuesto a escuchar a sus pilotos, así como a permitirles ignorar las tácticas rígidas y conservadoras de la doctrina de preguerra y desarrollar las suyas propias.
En aquel verano crucial de 1940, el Mando de Cazas parecía una fuerza aérea verdaderamente internacional. De sus dos mil novecientos cuarenta hombres que prestaron servicio durante la batalla de Inglaterra, solo dos mil trescientos treinta y cuatro eran británicos. El resto estaba formado por ciento cuarenta y cinco polacos, ciento veintiséis neozelandeses, noventa y ocho canadienses, ochenta y ocho checos, treinta y tres australianos, veintinueve belgas, veinticinco sudafricanos, trece franceses, once voluntarios estadounidenses, diez irlandeses y unos cuantos más de otras nacionalidades.
El primer enfrentamiento importante tuvo lugar antes de que comenzara oficialmente la ofensiva aérea nazi. El 24 de julio, el alemán Adolf Galland, al mando de una fuerza de cuarenta cazas Me-109 y dieciocho bombarderos Dornier 17, atacó un convoy en el estuario del Támesis. Unos aviones Spitfire pertenecientes a tres escuadrillas despegaron inmediatamente para contraatacar. Y aunque solo lograron derribar dos aviones alemanes, en lugar de los dieciséis que se dijo, Galland quedó desconcertado por la determinación de aquel número tan inferior de aviadores británicos. Tras regresar a la base, echó una dura reprimenda a sus pilotos por sus reticencias a la hora de atacar a los Spitfire y empezó a sospechar que la batalla que estaba por venir no iba a ser una empresa tan fácil como imaginaba el Reichsmarschall.
Con su rimbombancia habitual, los nazis bautizaron su ofensiva con el nombre secreto de Adlerangriff, el «Ataque del Águila», y el Adlertag, esto es, el «Día del Águila», quedó fijado, tras varios aplazamientos, para el 13 de agosto. Después de una serie de confusiones relacionadas con las predicciones meteorológicas, las formaciones de bombarderos y cazas alemanas despegaron por fin de sus bases. El grupo principal debía atacar la base naval de Portsmouth, y los demás los aeródromos de la RAF. A pesar de todos los informes obtenidos en misiones de reconocimiento, los servicios de inteligencia de la Luftwaffe se equivocaron. Los aviones alemanes atacaron principalmente campos o bases satélites que no pertenecían al Mando de Cazas. Cuando comenzó a despejarse el cielo por la tarde, los radares de la costa sur detectaron que se avecinaba a Southampton una fuerza de aproximadamente trescientos aparatos. Despegaron rápidamente ochenta cazas, un número difícil de imaginar pocas semanas antes. La escuadrilla 609 consiguió meterse en medio de un grupo de aviones Stuka y derribar seis de ellos.
En total, los cazas de la RAF derribaron cuarenta y siete aparatos enemigos, y perdieron trece. En la acción murieron tres pilotos del bando británico, pero la aviación alemana perdió ochenta y nueve, entre muertos y capturados. A partir de entonces, el Canal de la Mancha jugó a favor de la RAF. Durante la batalla de Francia, cuando en el viaje de regreso a Inglaterra su avión sufría daños o se averiaba, los pilotos británicos solían perecer ahogados en el mar después de verse obligados a realizar un amaraje forzoso. Pero en aquella nueva situación serían los alemanes los que se enfrentarían a este peligro y además a la certeza de que iban a ser capturados si tenían que saltar en paracaídas en territorio inglés.
Göring, abatido y apesadumbrado por el desastroso resultado del Adlertag, decidió lanzar una ofensiva más contundente el 15 de agosto, para la cual partieron de Noruega, Dinamarca y el norte de Francia un total de mil setecientos noventa aviones, entre cazas y bombarderos. Las formaciones de la Luftflotte 5.ª de Escandinavia perdieron casi una quinta parte de sus fuerzas, y no volvieron a participar en la batalla. La Luftwaffe llamaría a aquel día «el jueves negro». Sin embargo, la RAF no lo celebró con júbilo, pues sus pérdidas tampoco habían sido pocas. Además, con su contundente superioridad numérica, la Luftwaffe iba a seguir haciendo estragos. En sus ataques constantes a los aeródromos también murieron o fueron heridos mecánicos, ordenanzas e incluso conductores y personal de organización de la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina. El 18 de agosto, la Escuadrilla 43 pudo vengarse del enemigo, lanzando un ataque en picado contra un grupo de aviones Stuka que bombardeaba una estación de radar. Fue responsable de la destrucción de dieciocho de esos predadores tan vulnerables antes de que se unieran a la refriega los Me-109 que los escoltaban.
Los nuevos oficiales de aviación que llegaban como refuerzo formulaban montones de preguntas a los que habían entrado en acción. Su vida resultaba monótona y rutinaria. Todos los días, antes de la salida del sol, los ordenanzas los despertaban con una taza de té. A continuación, desayunaban, y luego estaban por allí sin hacer nada, mientras iba amaneciendo. Por desgracia para el Mando de Cazas, las condiciones meteorológicas durante buena parte de aquellos meses de agosto y septiembre fueron ideales para la Luftwaffe, con un cielo azul y despejado.
Lo peor era la espera. En esos momentos era cuando a los pilotos se les resecaba la boca que se llenaba de ese sabor metálico típico del miedo. Luego oían el odioso sonido chirriante del teléfono de campaña, e inmediatamente el grito de «¡Escuadrilla, a despegar!». Entonces se dirigían a toda prisa a sus aparatos, y, mientras corrían, los paracaídas rebotaban con pesadez en sus espaldas. El personal de tierra acudía velozmente para ayudarlos a subir a la cabina, donde se comprobaba que todo funcionara a la perfección. Una vez encendidos los motores Merlin de los aviones, se retiraban las cuñas que frenaban las ruedas, y los pilotos conducían sus cazas a las pistas y se preparaban para despegar. Había demasiadas cosas en las que pensar para tener miedo, al menos en aquellos momentos[21].
Una vez en el aire, con los motores rugiendo mientras iban ganando altitud, los pilotos novatos debían recordar que no podían dejar de mirar a su alrededor. No tardaban en darse cuenta de que los más veteranos no llevaban las bufandas de seda simplemente por afectación. Girando constantemente la cabeza hacia uno y otro lado, la piel del cuello se irritaba debido al roce continuo con la camisa que, siguiendo las ordenanzas, debía permanecer abrochada hasta arriba con la corbata puesta. A los pilotos se les había repetido hasta la saciedad que mantuvieran «los ojos bien abiertos en todo momento». Suponiendo que lograran sobrevivir a su primera misión —y varios no lo conseguían—, regresaban a la base, donde, una vez más, se ponían a esperar a que les llamaran para volver de nuevo a la acción. Mientras el personal de tierra procedía al rearme de los aviones y volvía a llenar los depósitos de combustible, los pilotos tomaban algún emparedado de carne de ternera enlatada y bebían tazas y tazas de té. Debido al cansancio, muchos caían enseguida presa del sueño, echándose a dormir en el suelo o en una tumbona.
Cuando volvían a elevarse con sus aparatos, los controladores aéreos de la zona los dirigían hacia una formación de «bandidos». El grito de «Tally ho!» por radio significaba que había sido localizada una formación de puntos negros. El piloto conectaba la mira reflectora, y empezaba la tensión. La regla principal consistía en controlar el miedo, pues, de lo contrario, se veían abocados a una muerte segura.
La prioridad era destruir los bombarderos antes de que el paraguas de los Me-109 pudiera intervenir. Cuando varias escuadrillas habían sido «dirigidas» contra una misma fuerza invasora, los veloces Spitfire se encargaban de los cazas enemigos, y los Hurricane, algo más lentos, de los bombarderos. En pocos segundos, en el cielo comenzaba una escena de caos, en la que los pilotos se lanzaban con sus aviones en picado y viraban bruscamente una y otra vez, maniobrando con el fin de encontrar la posición idónea para «taladrar» al enemigo con una rápida descarga de proyectiles, sin olvidarse nunca de que también había que mirar atrás. Si te concentrabas obsesivamente en un solo objetivo, el enemigo tenía la oportunidad de colocarse fácilmente detrás de ti sin que te dieras cuenta. Algunos pilotos novatos, cuando eran alcanzados por primera vez por los proyectiles enemigos, quedaban paralizados. Si no conseguían salir de ese estado de conmoción, estaban perdidos.
Si habían alcanzado el motor, el avión comenzaba a perder una mezcla de gasolina y líquido anticongelante que iba cubriendo el parabrisas. Lo más peligroso era que el aparato empezara a arder. El calor podía convertir la cabina en un receptáculo asfixiante y sofocante, pero cuando el piloto lograba abrirla y liberarse de los arneses que lo sujetaban, tenía que voltear el aparato para que nada le impidiera dejarse caer. Muchos quedaban tan aturdidos y desorientados después de esa experiencia, que tenían que hacer un verdadero esfuerzo para recordar que había que tirar de la anilla para abrir el paracaídas. Si tenían la oportunidad de observar a su alrededor mientras descendían, a menudo comprobaban que en el cielo, tan lleno de aviones antes, de repente reinaba la calma, y que estaban allí completamente solos.
Siempre y cuando no estuvieran sobrevolando el Canal de la Mancha, los pilotos de la RAF sabían que al menos iban a caer en territorio amigo. Los polacos y los checos eran conscientes de que, a pesar de sus uniformes, cabía la posibilidad de que gentes exaltadas, o incluso algún miembro de la Guardia Nacional, los confundieran con alemanes. Y hay testimonios que lo confirman. El paracaídas de un piloto polaco, Czeslaw Tarkowski, quedó atrapado en un árbol. «La gente vino hacia mí corriendo empuñando horcas y estacas», recordaría más tarde. «Una de esas personas, armada con una escopeta, gritaba, “Hände hoch” (“manos arriba”). “¡Anda y que te jodan!”, repliqué en el mejor inglés que pude. Los rostros hasta entonces tan amenazadores enseguida se iluminaron con una sonrisa. “¡Es uno de los nuestros!”, exclamaron al unísono»[22]. Una tarde, otro polaco aterrizó en los terrenos de un club de tenis muy exclusivo. Fue registrado como invitado, le dieron una raqueta, le prestaron el prescriptivo equipo de color blanco para jugar y lo invitaron a unirse a la partida. Cuando llegó un vehículo de la RAF a recogerlo, sus adversarios estaban completamente exhaustos por la contundente paliza que les había propinado.
Cualquier piloto honesto reconocía haber sentido «un entusiasmo salvaje y primitivo» viendo caer un avión enemigo después de haberlo alcanzado con sus disparos[23]. Como los británicos habían ordenado no disparar a los aviadores enemigos que saltaran en paracaídas, los pilotos polacos solían pasar volando por encima de la campana de este artilugio para crear un rebufo que lo hiciera precipitar con consecuencias fatales para el paracaidista. Algunos tenían un momento de conmiseración cuando se daban cuenta de que en realidad iban a matar o a lisiar de por vida a un ser humano, en lugar de limitarse a destruir un avión enemigo[24].
La combinación de cansancio y miedo daba lugar a peligrosos estados de gran tensión. Muchos hombres tenían pesadillas horribles todas las noches. Era irremediable que algunos sufrieran fuertes bloqueos emocionales y mentales. Prácticamente todos padecieron en algún momento «una crisis nerviosa», aunque conseguían hacerse fuertes y seguir adelante. A veces, sin embargo, alguno regresaba del combate con el pretexto de que tenía un problema con el motor. Cuando esto ocurría más de una vez, se tomaba nota de ello. En el lenguaje oficial de la RAF se atribuía a una «falta de carácter», y el piloto en cuestión era transferido a otro lugar para encomendarle otro tipo de trabajos de menor categoría.
La inmensa mayoría de los pilotos de caza británicos ni siquiera había cumplido los veintidós años. Estos muchachos no tuvieron más remedio que convertirse rápidamente en adultos, por mucho que en el comedor siguieran llamándose por el apodo y continuaran vociferando como escolares para asombro de sus colegas de otros países. Pero a medida que fueron intensificándose los ataques de la Luftwaffe contra Inglaterra, con el consiguiente aumento de bajas entre la población civil, comenzó a arraigar en todos ellos un profundo sentimiento de rabia y de indignación.
Los pilotos de los cazas alemanes también vivían momentos de gran tensión y sufrían las consecuencias del cansancio. Se veían obligados a operar desde unos aeródromos con pistas irregulares, improvisados en la zona del Paso de Calais, por lo que tenían bastantes accidentes. El Me-109 era un magnífico avión para un piloto experto, pero para el que llegaba directamente de la academia de vuelo, sin horas de práctica, resultaba una bestia peligrosa, difícil de dominar. A diferencia de Dowding, que hacía rotar a sus escuadrillas para que pudieran descansar en un lugar tranquilo, Göring no tenía piedad alguna de sus aviadores, cuya moral empezaba a venirse abajo debido al número cada vez mayor de bajas que estaban sufriendo. Las escuadrillas de bombarderos se quejaban de que los Me-109 siempre acababan volviendo a la base, dejándolos sin protección. Esto ocurría simplemente porque los cazas no llevaban las reservas de combustible necesarias para sobrevolar Inglaterra durante más de treinta minutos, y este tiempo se acortaba aún más si se veían obligados a entrar en combate.
Por su parte, los pilotos de los cazas bimotores Me-110 estaban consternados por su gran número de pérdidas, y querían ser escoltados por los Me-109. Los aviadores británicos con nervios de acero habían descubierto que la mejor manera de enfrentarse a ellos era con un ataque frontal. Así pues, tras la carnicería del 18 de agosto, Göring, a regañadientes, no tuvo más remedio que prescindir de los bombarderos en picado Stuka en las grandes operaciones. No obstante, el Reichsmarschall, alentado por las valoraciones increíblemente optimistas del oficial al mando de sus servicios de inteligencia, estaba convencido de que la RAF no tardaría en venirse abajo. Ordenó que se intensificaran los ataques contra aeródromos. Sus propios pilotos, sin embargo, empezaban a deprimirse de tanto oír que la RAF estaba en las últimas, cuando ellos debían enfrentarse a una feroz oposición cada vez que hacían una salida.
Dowding ya había previsto esta guerra de desgaste, y estaba muy preocupado por los importantes daños que sufrían los aeródromos. Aunque la RAF derribaba prácticamente a diario más aviones alemanes que los que perdía, lo cierto es que partía de una base mucho más reducida. Con el aumento impresionante que había experimentado la producción de cazas se solucionó uno de sus problemas, pero la pérdida de pilotos seguía siendo su gran preocupación. Sus hombres estaban tan agotados que se dormían mientras comían, e incluso en medio de una conversación. Para reducir el número de bajas, las escuadrillas de cazas recibieron la orden de no perseguir al enemigo hasta el otro lado del Canal y de no responder al ataque de las ametralladoras de pequeños grupos de aviones alemanes.
El Mando de Cazas también se vio afectado por una disputa por razones tácticas. En el norte de Londres, el mariscal del Aire Trafford Leigh-Mallory, comandante en jefe del Grupo 10, abogaba por aproximaciones en las que participaran numerosas escuadrillas (formación en Big Wing). Este tipo de formación había sido la favorita del capitán Douglas Bader, un oficial de gran valentía, pero sumamente obstinado, célebre por haber conseguido reincorporarse a la aviación militar como piloto de caza tras perder las dos piernas en el curso de un accidente aéreo antes de la guerra. Pero Keith Park y Dowding estaban muy insatisfechos con los resultados obtenidos con ese nuevo tipo de formación. Cuando el Grupo 10 conseguía reunir en el aire las escuadrillas suficientes para formar una Big Wing, normalmente los alemanes ya habían desaparecido del horizonte.
La noche del 24 de agosto, una fuerza de más de un centenar de bombarderos enemigos, tras pasar de largo ante sus objetivos, dejó caer sus bombas por error sobre los barrios del este y del centro de Londres. Este hecho hizo que Churchill ordenara en represalia una serie de bombardeos contra Alemania. Las consecuencias de todo ello serían muy graves para los londinenses, pero también contribuirían a que Göring tomara más tarde la funesta decisión de que los aeródromos dejaran de ser objetivo de las incursiones alemanas. Gracias a ello, el Mando de Cazas de la RAF se libró de sufrir importantísimas pérdidas en un momento decisivo de la batalla.
A instancias de Göring, los ataques alemanes se intensificaron aún más a finales de agosto y durante la primera semana de septiembre. En solo un día, el Mando de Cazas perdió cuarenta aparatos, nueve de sus pilotos perecieron, y dieciocho resultaron gravemente heridos. Todos los aviadores británicos estaban sometidos a una gran tensión, pero el hecho de que fueran conscientes de que la batalla era literalmente un combate hasta las últimas consecuencias, y de que el Mando de Cazas estaba infligiendo importantísimas pérdidas a la Luftwaffe, los hacía más fuertes.
La tarde del 7 de septiembre, mientras Göring observaba toda la operación desde los acantilados del Paso de Calais, la Luftwaffe comenzó un ataque masivo contra Inglaterra con un millar de aviones. El Mando de Cazas británico reunió once escuadrones de caza. Por toda la región de Kent, los campesinos, las mujeres de la Sección Femenina del ejército de Tierra dedicadas a labores agrícolas y los aldeanos alzaban los ojos al cielo para ver las estelas de vapor que dejaban los aviones mientras se desarrollaba la batalla. Resultaba imposible distinguir a qué bando pertenecían los cazas, pero cada vez que perdía altura un bombardero dejando tras de sí una cola de humo negro, se oían gritos de júbilo. La mayoría de las escuadrillas de bombarderos se dirigía a los muelles de Londres. Era la venganza de Hitler por los ataques llevados a cabo por el Mando de Bombarderos británico contra Alemania. El humo que desprendían las llamas provocadas por las bombas incendiarias servía para conducir hasta su objetivo a las escuadrillas que iban llegando. Londres, con más de trescientos muertos y mil trescientos heridos, sufrió el primero de una serie de contundentes ataques. Pero el hecho de que Göring creyera que el Mando de Cazas estaba acabado, y su decisión de convertir las ciudades en el objetivo primordial de las incursiones aéreas alemanas, principalmente las nocturnas, supondrían la derrota de la Luftwaffe en la batalla.
Los británicos, sin embargo, seguían esperando que en cualquier momento las campanas de las iglesias anunciaran la llegada de un ejército invasor. El Mando de Bombarderos seguía atacando las barcazas reunidas en diversos puertos continentales del Canal de la Mancha. Nadie conocía las dudas de Hitler. Si no se conseguía acabar con la RAF a mediados de septiembre, se aplazaría la Operación León Marino. Göring, que tanto se había jactado de que lograría aplastar a la RAF, era perfectamente consciente de que iba a convertirse en el único culpable si fracasaba en su misión, por lo que ordenó que se llevara a cabo otro gran ataque el domingo, 15 de septiembre.
Ese día, Churchill había decidido visitar el cuartel general del Grupo 11 en Uxbridge, donde permanecería en la sala de control acompañado de Park. Observaba con sumo interés cómo la información transmitida por las estaciones de radar y el Cuerpo Real de Vigilancia se convertía en aviones de incursión alemanes en el panel de control. A mediodía, Park, dejándose llevar por su instinto que le decía que aquel era un momento decisivo, mandó despegar veintitrés escuadrillas de cazas. Esta vez, se advirtió reiteradamente a los pilotos de los Spitfire y de los Hurricane de la necesidad de que ganaran altura. Y cuando los cazas de escolta Me-109 tuvieron que regresar a la base para repostar, los pilotos de los bombarderos alemanes se vieron superados por los aviones de unas fuerzas aéreas que les habían dicho que ya estaban acabadas.
Este patrón se fue repitiendo a lo largo de la tarde. Para ello, Park solicitó refuerzos a los Grupos 10 y 12 del oeste de Inglaterra. Al finalizar el día, la RAF había destruido cincuenta y seis aparatos enemigos, y perdido veintinueve cazas y doce hombres en la acción. Hubo más ataques al cabo de unos días, pero ninguno fue de tanta envergadura. Y, sin embargo, el 16 de septiembre, Göring, persuadido por los optimistas informes del oficial en jefe de sus servicios de inteligencia, pensaba que al Mando de Cazas británico apenas le quedaban ciento setenta y siete aviones.
El miedo a una posible invasión seguía vivo, pero lo cierto es que el 19 de septiembre Hitler decidió aplazar la Operación León Marino hasta nuevo aviso. La Kriegsmarine y el OKH estaban mucho menos dispuestos a lanzar una invasión en un momento en el que había quedado patente la imposibilidad de la Luftwaffe de aplastar al Mando de Cazas enemigo. La guerra en el oeste casi había llegado a un punto muerto, y empezaban a percibirse claros indicios de que el conflicto iba a alcanzar dimensiones globales. El 27 de septiembre, los japoneses firmaron un acuerdo trilateral en Berlín. Era evidente el desafío a los Estados Unidos que este pacto implicaba. El presidente Roosevelt convocó inmediatamente a sus asesores militares para discutir sobre las posibles consecuencias de semejante acto, y dos días después, Gran Bretaña volvió a abrir la carretera de Birmania para hacer llegar a los nacionalistas chinos material bélico. Hacía poco que los japoneses se habían visto sorprendidos por los ataques lanzados por fuerzas comunistas en el norte de China. La guerra chino-japonesa estaba recobrando intensidad con una nueva serie de encarnizados combates.
La batalla de Inglaterra parecía condenada a concluir a finales de octubre, cuando la Luftwaffe se dedicó a realizar bombardeos nocturnos sobre Londres y las industrias de las Midlands. Si observamos los datos de agosto y septiembre, los meses centrales de la batalla, vemos que la RAF perdió setecientos veintitrés aparatos, y la Luftwaffe más de dos mil. Buena parte de esta diferencia no se debió a la «acción del enemigo», sino a «circunstancias especiales», principalmente accidentes[25]. En octubre la RAF derribó doscientos seis aviones alemanes, entre cazas y bombarderos, pero el número total de aparatos perdidos por la Luftwaffe ese mes fue en realidad de trescientos setenta y cinco[26].
El Blitz contra Londres y otras ciudades continuó durante todo el invierno. El 13 de noviembre, el Mando de Bombarderos de la RAF atacó Berlín siguiendo instrucciones de Churchill. El líder británico dio esta orden porque el ministro de asuntos exteriores soviético, Molotov, había llegado a la capital el día anterior para negociar con las autoridades del Reich. A Stalin le disgustaba la presencia de tropas germanas en Finlandia, así como la influencia que pudieran ejercer los nazis en los Balcanes. También quería que los alemanes le garantizaran sus derechos de navegación por los Dardanelos para alcanzar el Mediterráneo desde el mar Negro. Para muchos resultó por lo menos curioso oír a una banda de músicos de la Wehrmacht tocar la Internacional a la llegada de Molotov a la Anhalter Bahnhof, que fue engalanada para la ocasión con banderas rojas soviéticas.
Las reuniones, que no fueron precisamente un éxito, solo sirvieron para aumentar las tensiones existentes entre los dos países. Molotov exigió respuestas a una serie de cuestiones muy concretas. Preguntó si seguía vigente el pacto firmado por soviéticos y alemanes el año anterior. Cuando Hitler respondió que por supuesto que seguía vigente, el ministro ruso indicó que los nazis habían establecido una estrecha relación con los enemigos de los soviéticos, los finlandeses. Ribbentrop instó a los rusos a dirigir sus ataques a regiones del sur, contra la India y la zona del golfo Pérsico, y aprovecharse del fin del imperio británico. Molotov no se tomó muy en serio la sugerencia de que para ello la Unión Soviética debía unirse al pacto trilateral firmado por los alemanes con Italia y Japón. Al contrario de Ribbentrop, tampoco quiso compartir la opinión de Hitler cuando este, en uno de sus característicos monólogos, comenzó a explicarle que los británicos estaban prácticamente acabados. De modo que, cuando empezaron a sonar las sirenas que avisaban de un ataque aéreo, y Molotov fue conducido al búnker de la Wilhelmstrasse, el ministro de exteriores soviético no pudo reprimirse y le espetó a su colega alemán: «Ustedes dicen que Inglaterra está acabada. Entonces ¿por qué nos encontramos aquí, sentados en este refugio antiaéreo?»[27].
Al día siguiente por la noche, la Luftwaffe lanzó un ataque contra Coventry siguiendo un plan concebido con anterioridad, por lo que no puede ser considerado un acto de represalia. Con su incursión masiva, los alemanes provocaron graves daños en doce fábricas de armamento, la destrucción de la antigua catedral de la ciudad y la muerte de trescientos ochenta civiles. Pero, a pesar de su campaña de bombardeos nocturnos, no consiguieron hundir la moral del pueblo británico, por mucho que a finales de año el número de bajas de la población civil se elevara a veintitrés mil muertos y treinta y dos mil heridos graves. Numerosos ingleses se quejaban constantemente del ruido de las sirenas, cuyos «prolongados alaridos propios de una banshee[*]» como decía Churchill[28], fueron enseguida reducidos para que la población pudiera conciliar el sueño y descansar. «Las sirenas suenan aproximadamente a la misma hora todas las noches, y en la entrada de los refugios antiaéreos, en los barrios más humildes, comienzan a formarse bastante pronto largas colas de hombres y mujeres que llevan mantas, termos y niños en brazos»[29]. En los escaparates de las tiendas destruidos por el efecto de las bombas colgaban letreros que decían «Seguimos teniendo abierto», y los inquilinos de las casas destruidas en el este de Londres colocaban banderas británicas hechas de papel en lo alto de los montones de escombros que otrora habían sido los muros de sus hogares.
«Peor que el tedio que envolvía nuestros días», escribía Peter Quennell, funcionario del ministerio de información, «era la sordidez que caracterizaba nuestras noches sin poder conciliar el sueño. Con frecuencia se nos pedía que trabajáramos por turnos (un montón de horas en un dormitorio subterráneo, en medio de un calor sofocante, con el único abrigo de unas mantas de lana viejísimas); muchos de los que no estaban en los sótanos solían permanecer agazapados junto a las mesas en las que acostumbrábamos a trabajar, o, cuando cesaban los bombardeos, se ponían a dormir en el suelo, sabiendo que en cualquier momento podía despertarles la llegada de un mensajero del ministerio, que traía alguna noticia horrible —como, por ejemplo, que una bomba había caído de lleno en un refugio atestado de gente—, sobre la que debíamos informar restando importancia al asunto. Es realmente curioso cómo nos acostumbrábamos rápidamente a todo, con qué facilidad nos adaptamos a una manera de vivir hasta entonces desconocida y con qué frecuencia unas supuestas necesidades se revelaban verdaderas banalidades»[30].
Aunque los londinenses soportaron mucho mejor de lo esperado las adversidades en las estaciones de metro «con el espíritu del Blitz», siguió habiendo, especialmente entre las mujeres de fuera de la capital, un miedo irracional a que llegaran de repente los paracaidistas alemanes. Cada semana corrían nuevos rumores que hablaban de una invasión inminente. Sin embargo, el 2 de octubre, la Operación León Marino había sido aplazada hasta la primavera siguiente. «León Marino» había desempeñado un doble papel. La amenaza de una invasión alemana había ayudado a Churchill a congregar el país y a mantenerlo unido en previsión de una guerra que iba a ser larga. Pero Hitler puso de manifiesto una gran astucia logrando que siguiera viva la amenaza psicológica mucho tiempo después de que descartara la idea de continuar con esa campaña. Fue esta circunstancia la que llevó a los británicos a retener en su país unas fuerzas defensivas mucho más numerosas de lo necesario.
En Berlín, las autoridades nazis comenzaron a resignarse a lo que ya parecía un hecho consumado: Gran Bretaña difícilmente iba a ser doblegada con una campaña de bombardeos. «Ahora prevalece la opinión», anotaba en su diario el 17 de noviembre Ernst von Weizsäcker, secretario de estado del ministerio de asuntos exteriores alemán, «de que el hambre provocada por un bloqueo es la mejor arma contra Gran Bretaña, en vez del humo con el que se ha intentado obligar a los británicos a salir de su escondite»[31]. La palabra «bloqueo» tenía connotaciones emocionales de venganza en Alemania, obsesionada con los recuerdos de la Primera Guerra Mundial y el bloqueo al que fue sometida por la Marina Real. Ahora iban a pagar a los ingleses con la misma moneda utilizando la guerra submarina contra las islas Británicas.