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LA CAÍDA DE FRANCIA

(MAYO-JUNIO DE 1940)


Los alemanes difícilmente podían tener la moral más alta. Las tripulaciones de los tanques, vestidas con sus uniformes negros, saludaban con vítores a sus comandantes cuando se cruzaban con ellos, mientras proseguían su avance hacia el Canal de la Mancha a través de campos desiertos. Repostaban sus vehículos en gasolineras abandonadas y en los depósitos de combustible del ejército francés. Todas sus líneas de abastecimiento estaban desprotegidas. Su rápido avance se veía dificultado principalmente por los vehículos averiados de los franceses y las columnas de refugiados que bloqueaban las carreteras.

Mientras los tanques de Kleist se dirigían a toda prisa hacia la costa del Canal de la Mancha, a Hitler le preocupaba muchísimo que los franceses pudieran atacar su flanco desde el sur. Aunque era un tipo acostumbrado a apostar fuerte, no podía creer la suerte que tenía. El recuerdo de 1914, cuando un contraataque por el flanco frustró la invasión de Francia, también perseguía a los generales más veteranos. El Generaloberst von Rundstedt era de la misma opinión que Hitler, por lo que el 16 de mayo ordenó a Kleist que frenara el avance de sus divisiones panzer para que la infantería pudiera alcanzarlas. Sin embargo, el general Halder, que al final había apostado por la audacia del plan de Manstein, le instó a seguir avanzando. Kleist y Guderian volvieron a tener una fuerte bronca al día siguiente, en el curso de la cual el primero citó textualmente la orden de Hitler. Pero llegaron a un acuerdo: «las formaciones de reconocimiento mejor preparadas para presentar batalla» seguirían explorando el terreno dirigiéndose hacia la costa, y el cuartel general del XIX Cuerpo no se movería[1]. Esto daba a Guderian la oportunidad que iba buscando. A diferencia de Hitler, que estaba encerrado en su Felsennest, sabía que los franceses habían quedado paralizados ante la audacia de su sorprendente ataque. Solo quedaban bolsas de resistencia aisladas, en las que los restos de alguna división francesa seguían combatiendo a pesar del desastre inminente.

Por pura casualidad, el mismo día en el que las divisiones panzer se detuvieron (y se les brindó por fin la oportunidad de descansar y de reparar las averías de sus vehículos), los franceses contraatacaron por el sur. El coronel Charles de Gaulle, el partidario más acérrimo de la guerra de blindados de todo el ejército francés (hecho que no le había granjeado precisamente la estima de aquellos generales de más edad que no querían saber nada de las comunicaciones por radio), acababa de recibir el mando de la llamada 4.ª División blindada. Con su defensa apasionada de la guerra mecanizada, De Gaulle se había ganado el apodo de «coronel motores»[2]. Pero lo cierto es que su flamante unidad acorazada estaba formada por una colección mal surtida de batallones de carros de combate, sin apenas apoyo de infantería y prácticamente sin artillería.

El general Georges, tras entrevistarse con él, se despidió diciéndole: «¡Adelante De Gaulle! He aquí para usted, que durante tanto tiempo ha defendido las ideas que el enemigo está poniendo en práctica, la oportunidad de actuar»[3]. De Gaulle estaba ansioso por entrar en acción, sobre todo después de haber tenido conocimiento de la insolencia con la que las tripulaciones de los tanques alemanes trataban a sus compatriotas. Cuando daban órdenes a las tropas francesas que encontraban a su paso, simplemente les indicaban que tiraran sus armas y que marcharan hacia el este. Su grito de despedida, «No tenemos tiempo de llevaros prisioneros»[4], ofendía en lo más profundo el sentimiento patriótico de De Gaulle.

De Gaulle, desde Laon, decidió avanzar hacia el noreste en dirección a Montcornet, importante punto de intersección de varias carreteras, situado en la ruta de abastecimiento de Guderian. Su acción cogió por sorpresa al enemigo, y los franceses a punto estuvieron de capturar el cuartel general de la 1.ª División Panzer. Pero los alemanes reaccionaron con gran celeridad, defendiéndose con unos pocos tanques que acababan de ser reparados y con varias piezas de artillería autopropulsada. También pidieron a la Luftwaffe que enviara apoyo aéreo. Y las maltrechas fuerzas de De Gaulle, como carecían de baterías antiaéreas y de cazas que las cubrieran, no tuvieron más remedio que retirarse. Ni que decir tiene que aquel día Guderian no informó de esta acción al cuartel general del grupo de ejércitos de Rundstedt.

La BEF, que había conseguido repeler los ataques alemanes en su sector del Dyle, quedó perpleja el 15 de mayo por la tarde cuando se enteró por pura casualidad de que el general Gaston Billotte, comandante en jefe del I Grupo de Ejércitos, estaba organizando la retirada de sus efectivos al río Escalda. Esto significaba abandonar Bruselas y Amberes. Los generales belgas no tuvieron noticia de aquella decisión hasta la mañana siguiente, y, por supuesto, se pusieron hechos una furia por no haber sido advertidos con anterioridad.

En el cuartel general de Billotte reinaba el abatimiento y la depresión. Muchos oficiales no podían contener las lágrimas. El jefe de estado mayor de Gort quedó tan horrorizado por lo que le había comunicado el oficial de enlace británico, que telefoneó al Departamento de Guerra en Londres para advertir de que, tarde o temprano, habría que proceder a la evacuación de la BEF. Para los británicos, el 16 de mayo marcó el inicio de una retirada lenta, pero progresiva, en la que no dejaron de presentar batalla. Justo al sur de Bruselas, en unas colinas próximas a Waterloo, las baterías de la Artillería Real tomaron posiciones con sus cañones de 25 libras. En esta ocasión sus armas apuntaban hacia Wavre, la misma localidad desde la que los prusianos habían llegado en ayuda de sus antepasados en 1815. Pero el 17 de mayo por la noche, las tropas alemanas entraban en la capital belga.

Ese día Reynaud envió un mensaje al general Maxime Weygand en Siria, pidiéndole que regresara inmediatamente a Francia para asumir el mando supremo del ejército. Había decidido prescindir de Gamelin, por mucho que se opusiera Daladier. También quería efectuar cambios en el gobierno. Georges Mandel, que había sido la mano derecha de Clemenceau, y estaba firmemente decidido a luchar hasta el final, sería ministro del interior. El propio Reynaud asumiría la cartera de guerra, con su protegido, Charles de Gaulle, que en aquellos momentos ostentaba provisionalmente el rango de general, como subsecretario de estado. En ese sentido, cualquier duda que pudiera tener Reynaud se disipó cuando al día siguiente André Maurois le comentó que, aunque estaban combatiendo con arrojo, los británicos habían perdido completamente la confianza en el ejército francés, especialmente en sus altos oficiales[5].

Sin embargo, Reynaud cometió también un grave error, influenciado probablemente por su amante capitulard, Hélène de Portes. Envió un legado a Madrid con el objetivo de convencer a Philippe Pétain, por entonces embajador francés en la España de Franco, para que aceptara el cargo de viceprimer ministro. Como vencedor de Verdún, el prestigioso mariscal estaba envuelto en una aureola de heroicidad. Pero al igual que Weygand, a sus ochenta y cuatro años le preocupaba más una posible revolución y la consecuente desintegración del ejército francés que la perspectiva de una humillante derrota. Como buena parte de la derecha de su país, creía que Francia había sido empujada injustamente a aquella guerra por los británicos.

La mañana del 18 de mayo de 1940, justo ocho días después del nombramiento de Churchill como primer ministro, y mientras los alemanes amenazaban con dejar rodeada a la Fuerza Expedicionaria Británica en el norte de Francia, Randolph Churchill visitó a su padre en la Casa del Almirantazgo. El primer ministro, que estaba afeitándose, le dijo que leyera el periódico mientras terminaba. Pero de repente exclamó: «¡Creo que ya sé cómo salir de esta!», y siguió pasándose la navaja. Su hijo, asombrado, replicó: «¿Quieres decir que podemos evitar la derrota?… ¿O que podemos hundir a esos bastardos?».

Churchill dejó la navaja, se dio la vuelta y dijo: «Por supuesto que digo que podemos hundirlos». «De acuerdo, eso es también lo que más deseo, pero no sé cómo podrás lograrlo», contestó Randolph.

Su padre se secó la cara y luego dijo con voz contundente: «Arrastraré a los Estados Unidos a la guerra»[6].

Por pura casualidad, aquel también fue el día en el que el gobierno, a instancias de Halifax, decidió enviar a un austero socialista, sir Stafford Cripps, a Moscú con el fin de mejorar las relaciones con la Unión Soviética. Churchill pensaba que Cripps no era una buena elección, basándose en que Stalin odiaba a los socialistas prácticamente más que a los conservadores. En su opinión un hombre tan intelectual e idealista como Cripps no era la persona adecuada para tratar con un individuo tan cínico, calculador, tosco y receloso como Stalin. Sin embargo, la clarividencia de Cripps sería muy superior a la del primer ministro en muchos aspectos. Ya había pronosticado que la guerra supondría el fin del imperio británico y que daría lugar a importantísimos cambios sociales a su término[7].

El 19 de mayo, el llamado «corredor de las divisiones panzer» se extendía hasta el otro lado del Canal du Nord. Tanto Guderian como Rommel tenían que dar un descanso a sus tripulaciones, pero este último convenció al comandante de su cuerpo de que aquella noche debía avanzar hacia Arras.

Las fuerzas de la RAF en Francia se encontraban por entonces completamente aisladas de los efectivos de tierra británicos, por lo que se decidió el regreso a Inglaterra de los sesenta y seis aviones Hurricane que quedaban en Francia. Los franceses, como era de esperar, se sintieron traicionados por este movimiento, pero la pérdida de aeródromos y el agotamiento de los pilotos obligaban a ello. La RAF ya había perdido una cuarta parte de sus cazas en la batalla de Francia.

Ese día, mucho más al sur, el I Ejército del general Erwin von Witzleben logró abrir una brecha en la línea Maginot. Su intención era evitar que los franceses pudieran trasladar tropas al norte contra el flanco sur del «corredor panzer», aunque dicho flanco ya comenzara a estar protegido por las divisiones de infantería alemanas, que habían llegado hasta allí completamente exhaustas tras marchar sin descanso.

El coronel De Gaulle lanzó aquel día una nueva ofensiva con ciento cincuenta tanques para dirigirse hacia el norte, a Crécy-sur-Serre. Había que obstaculizar posibles ataques de los Stuka, y le habían prometido que los cazas franceses iban a proporcionarle cobertura aérea, pero por errores en las comunicaciones estos llegaron demasiado tarde. De Gaulle tuvo que replegarse con los restos de sus maltrechas fuerzas al otro lado del río Aisne.

La mala coordinación entre los ejércitos aliados seguía siendo evidente, lo que levantó recelos en el sentido de que la BEF probablemente ya estuviera preparándose para proceder a la evacuación. El general Gort no descartaba esta posibilidad, pero en aquellos momentos tampoco había plan alguno que la contemplara. Lord Gort no consiguió obtener ninguna respuesta clara del general Billotte sobre la verdadera situación en el sur y el número de reservas disponibles de los franceses. En Londres, el general Ironside se entrevistó con el Almirantazgo para saber el número de barcos pequeños con el que podía contarse.

Aunque el pueblo británico desconocía la verdadera gravedad de la situación, de repente comenzaron a correr más rumores inquietantes[8]: el rey y la reina habían decidido enviar a las princesas Isabel y Margarita a Canadá; Italia ya había entrado en guerra, y su ejército avanzaba hacia Suiza; el enemigo había lanzado fuerzas paracaidistas; y a través de sus programas radiofónicos desde Berlín, lord Haw-Haw[*] enviaba mensajes secretos a los agentes alemanes en Gran Bretaña.

Aquel domingo, el último día en el que Gamelin ostentaría el mando del ejército de su país, el gobierno francés asistió a una misa en Notre Dame para implorar la intervención divina. William Bullitt, el francófilo embajador estadounidense, no pudo contener las lágrimas a lo largo de la ceremonia.

A su llegada de Siria, el general Weygand, un tipo de corta estatura, enérgico, con un rostro muy arrugado y expresión de zorro, insistió en que necesitaba dormir después de un viaje tan largo. En muchos sentidos, la elección de este monárquico como sustituto de Gamelin resultaba cuando menos sorprendente, pues Weygand detestaba a Reynaud, que era quien lo había nombrado. Pero el primer ministro francés, desesperado, intentaba agarrarse a los símbolos de una victoria nacional, como Pétain y Weygand, quien, en calidad de ayudante del mariscal Foch, había quedado asociado al triunfo final de 1918.

El lunes, 20 de mayo, el primer día de Weygand en su nuevo cargo, la 1.ª División Panzer llegó a Amiens, que durante la jornada anterior había sufrido un fuerte bombardeo. Un batallón del Regimiento Real de Sussex, la única fuerza aliada presente en la ciudad, fue aniquilado mientras intentaba defenderla. Las fuerzas de Guderian también se hicieron con una cabeza de puente en el Somme, lo que las dejaba preparadas para la subsiguiente fase de la batalla. Guderian envió entonces la 2.ª División Panzer austríaca a Abbeville, localidad a la que sus hombres llegaron aquella noche. Y unas pocas horas más tarde, uno de sus batallones blindados alcanzó la costa. El Sichelschnitt de Manstein había conseguido su objetivo. Hitler apenas podía dar crédito a la noticia. En palabras del Generalmajor Jodl, estaba «loco de alegría». Era tanta la sorpresa que el OKH no podía ni decidir cuál era el siguiente paso que había que dar.

En el lado norte del corredor, la 7.ª División Panzer de Rommel había comenzado el avance hacia Arras, pero se vio sorprendida por un batallón de la Guardia Galesa que le cortó el paso. Aquella noche, el general Ironside llegó al cuartel general de Gort con una orden de Churchill. El primer ministro inglés quería que se abriera paso hasta el otro lado del corredor para unirse en el sur con los franceses. Pero Gort indicó que el grueso de sus divisiones estaba defendiendo la línea del Escalda, y que en aquellos momentos no podía retirar a sus hombres de allí. No obstante, aunque ignoraba los planes de los franceses, podría preparar un ataque contra Arras con dos divisiones.

Ironside se dirigió luego al cuartel general de Billotte. El corpulento general británico encontró a su colega francés en un estado de absoluto abatimiento. Sin dudarlo, lo agarró por la casaca y le dio un par de sacudidas. Billotte accedió al final a lanzar un ataque simultáneo con otras dos divisiones. Gort era sumamente escéptico respecto a la actuación de los franceses. Y no se equivocaba. El general René Altmayer, que estaba al frente del V Cuerpo de Francia y ordenó apoyar a los británicos, se limitaba simplemente a sollozar en la cama, según cuenta un oficial de enlace francés. Solo apareció para presentar batalla un pequeño contingente perteneciente al admirable cuerpo de caballería del general Prioux.

Con su contraofensiva en los alrededores de Arras, los británicos pretendían ocupar al sur de la ciudad una extensión de territorio suficiente para frenar la punta de lanza de los blindados de Rommel. Sus fuerzas estaban formadas, principalmente, por setenta y cuatro carros de combate Matilda del 4.º y el 7.º Regimiento Real de Tanques, dos batallones de la Infantería Ligera de Durham, parte de los Fusileros de Northumberland y los vehículos blindados del 12.º de Lanceros. Una vez más, no se materializó ni el apoyo de la artillería ni la cobertura aérea prometida para la operación. El propio Rommel fue testigo de cómo sus soldados de infantería y de artillería tuvieron que correr para salvar sus vidas. La recién llegada infantería mecanizada de la SS Totenkopf fue presa del pánico. Sin embargo, para frenar a los pesados Matilda británicos, el célebre militar alemán hizo que entraran inmediatamente en acción varias baterías antiaéreas y antitanque. Durante los intensos tiroteos, él mismo estuvo a punto de morir, pero el peligro que decidió correr, participando con arrojo en el combate como un joven oficial cualquiera, fue lo que, casi con toda probabilidad, salvó a los alemanes de un duro revés.

La otra columna británica tuvo más éxito, a pesar de perder la mayoría de sus carros de combate. Aunque los proyectiles antitanque alemanes perforaban con éxito el pesado blindaje de los Matilda, muchos de los tanques de esta columna sucumbieron al final a los problemas mecánicos tras infligir graves daños a los vehículos y a los carros blindados de los alemanes. La contraofensiva, aunque llevada a cabo con arrojo, simplemente careció de la intensidad, o de la ayuda, necesaria para cumplir su objetivo. La ausencia de los franceses (con la honrosa excepción de la caballería de Prioux) en el campo de batalla sirvió para convencer a los comandantes británicos de que el ejército de Francia había perdido las ganas de luchar. La alianza, para gran consternación de Churchill, estaba en aquellos momentos condenada a deteriorarse, en medio de los recelos y de las recriminaciones entre los dos países. De hecho, los franceses lanzaron otra contraofensiva en Cambrai, pero también en vano[9].

Aquella mañana, el grueso de la BEF había sufrido intensos ataques a orillas del Escalda, defendiéndose con gran determinación del enemigo. Por esta acción se concedieron dos Cruces Victoria. Los alemanes, que no estaban dispuestos a perder tantos hombres en un segundo asalto, decidieron bombardear a los británicos con la artillería y los morteros. La posición aliada estaba a punto de derrumbarse debido a la mala coordinación y a la falta de entendimiento entre los altos oficiales cuando Weygand convocó por la tarde una conferencia. Quería que los británicos se replegaran para lanzar un ataque más contundente al otro lado del corredor alemán y poder avanzar hacia el Somme. Pero Gort, con el que había costado mucho ponerse en contacto, llegó demasiado tarde. Y el acuerdo de Weygand y el rey de los belgas, Leopoldo III, de no mover de Bélgica a sus tropas resultó catastrófico. A ello se sumó el fallecimiento del general Billotte cuando su automóvil oficial se empotró contra un camión lleno de refugiados. El general Weygand y varios cronistas franceses indicarían más tarde que Gort había evitado deliberadamente llegar a tiempo a la reunión en Ypres porque ya estaba planeando en secreto la evacuación de la BEF, pero no hay prueba alguna que corrobore esta idea.

«El rostro de la guerra es horroroso», decía el 20 de mayo en una carta a los suyos un soldado alemán de la 269.ª División de Infantería. «Pueblos y aldeas hechos pedazos, tiendas saqueadas por doquier, objetos de valor pisoteados por las botas, reses abandonadas, que vagabundean de un lugar a otro, y perros desesperados que furtivamente van de casa en casa… Vivimos como dioses en Francia. Si necesitamos carne, se sacrifica una vaca de la que solo se toman las mejores partes, y el resto se descarta. Hay muchas cosas en abundancia: espárragos, naranjas, lechugas, nueces, cacao, café, mantequilla, jamón, chocolate, vino espumoso, vino, licores, cerveza, tabaco, puros y cigarrillos, así como juegos completos de ropa blanca. Como nuestro avance se realiza en largas marchas por etapas, perdemos contacto con nuestras unidades. Con el fusil en mano, irrumpimos en las casas para saciar el hambre. Horrible, ¿no os parece? Pero uno se acostumbra a todo. Gracias a Dios que en nuestra patria no se vive en estas condiciones»[10].

«En las cunetas de las carreteras se amontonan los tanques y los vehículos franceses averiados e incendiados, formando largas hileras», contaba un cabo de artillería en una carta dirigida a su esposa. «Entre ellos hay, por supuesto, algunos que son alemanes, pero su número es sorprendentemente escaso»[11]. Algunos soldados se quejaban de la falta de actividad. «Aquí hay muchas, muchísimas divisiones que no han disparado ni un solo tiro», escribía un cabo de la 1.ª División de Infantería. «Y en el frente, el enemigo huye. Franceses e ingleses, adversarios nuestros por igual en esta guerra, se niegan a plantarnos cara. En realidad, nuestros aviones dominan el cielo. No hemos visto ni uno enemigo, solo a los nuestros. Así que ya puedes imaginártelo. Posiciones como Amiens, Laon, Chemin des Dames caen en pocas horas. Entre el 14 y el 18 se defendieron durante años»[12].

Las cartas que los soldados victoriosos enviaban a los suyos no hablaban de las matanzas ocasionales de prisioneros británicos y franceses, y a veces incluso de civiles. Tampoco contaban las matanzas, más frecuentes, de soldados capturados pertenecientes al ejército colonial francés, especialmente de tirailleurs senegaleses, que luchaban con gran arrojo para consternación y rabia de las tropas alemanas más racistas. Eran ejecutados, a veces en grupos de cincuenta e incluso de cien, por formaciones alemanas como, por ejemplo, la SS Totenkopf, la 10.ª División Panzer o el Regimiento Grossdeutschland. En total, se calcula que en la batalla de Francia unos tres mil soldados de las colonias fueron ejecutados sin más tras ser capturados[13].

En la retaguardia de las fuerzas aliadas, Boulogne era una ciudad sumida en el caos. Había hombres de la guarnición naval que estaban todo el día borrachos, y otros que se dedicaban a destruir las baterías costeras. Dos batallones británicos, uno de la Guardia Irlandesa y otro de la Guardia Galesa, llegaron allí para defender la ciudad. El 22 de mayo, mientras avanzaba hacia el norte, camino del puerto, la 2.ª División Panzer sufrió una emboscada por parte de un destacamento del 48.º Regimiento francés, formado principalmente por personal del cuartel general, poco familiarizado con el manejo de los cañones antitanque. Fue una valiente defensa de Francia, en la que se puso claramente de manifiesto una actitud muy distinta a la que reinaba en Boulogne; sin embargo, en poco tiempo estos hombres se vieron superados por el enemigo, y la 2.ª División Panzer enseguida pudo reanudar su avance hacia el objetivo.

Los dos batallones británicos que se encontraban en Boulogne disponían de pocos cañones antitanque, y no tardaron en retirarse al interior de la ciudad, para luego recluirse en una zona más interna alrededor del puerto. El 23 de mayo, cuando resistir se convirtió en una misión imposible, el personal de la retaguardia británica comenzó a ser evacuado por los destructores de la Marina Real inglesa. Estalló una gran batalla, en el curso de la cual los buques de guerra británicos entraron en el puerto y empezaron a atacar a los tanques alemanes con su armamento principal. Pero el comandante francés, que había recibido la orden de luchar hasta que no quedara ni un solo soldado en pie, montó en cólera. Acusó a los británicos de deserción, lo cual no hizo más que envenenar las relaciones entre los dos aliados. Este hecho también sirvió para convencer a Churchill de que había que defender Calais a cualquier precio.

Calais, aunque había visto reforzadas sus defensas con cuatro batallones y varios tanques más, tenía muy pocas posibilidades de resistir, a pesar del aviso de que de allí no se evacuaría a nadie «en nombre de la solidaridad entre aliados»[14]. La 10.ª División Panzer solicitó el 25 de mayo el envío de aviones Stuka y de la artillería pesada de Guderian para comenzar a bombardear la vieja ciudad, en la que se habían recluido sus últimos defensores. Al día siguiente, Calais aún resistía, aunque las columnas de humo que salían de la ciudad en llamas podían verse desde Dover. Los soldados franceses pelearon hasta quedarse sin municiones. El comandante naval francés decidió rendirse, y a los británicos, que habían sufrido innumerables bajas, no les quedó más remedio que hacer lo mismo. La defensa de Calais, aunque condenada al fracaso, por lo menos había conseguido ralentizar el avance por la costa hacia Dunkerque de la 10.ª División Panzer.

En Gran Bretaña, la población civil seguía teniendo alta la moral, en gran medida porque ignoraba la realidad que se vivía al otro lado del Canal de la Mancha. Pero el 22 de mayo, el comentario, supuestamente realizado por Reynaud, de que «solo un milagro puede salvar a Francia[15]» causó una gran inquietud. El país comenzó de repente a despertar de una especie de letargo. La ley declarando el estado de excepción tuvo una buena acogida general, así como la detención de sir Oswald Mosley, líder de la Unión Británica de Fascistas. Los encargados de elaborar los estudios de Mass Observation indicaban que, en general, el ánimo era más firme en aldeas y zonas rurales que en grandes ciudades, y que las mujeres eran más pesimistas que los varones. Las clases medias mostraban también más inquietud que la clase trabajadora: «cuanto más blanca es la camisa, menor es la confianza»[16], se decía. En efecto, el porcentaje más elevado de derrotistas se daba entre los ricos y las clases altas.

Muchos comenzaron a convencerse de que aquellos horribles rumores, como, por ejemplo, que el general Gamelin había sido ejecutado por traidor o que se había suicidado, habían sido difundidos deliberadamente por una «Quinta Columna». Pero Mass Observation comunicó al ministerio de información que «por el momento todo indica que quien hace correr la mayoría de los rumores son individuos ociosos, asustados y recelosos»[17].

El 23 de mayo, el general Brooke escribía la siguiente anotación en su diario: «¡Nada más que un milagro puede salvar la BEF en estos momentos, y el final no puede estar muy lejano!»[18]. Pero afortunadamente para la Fuerza Expedicionaria Británica, la fallida contraofensiva en Arras había conseguido que por lo menos los alemanes se sintieran menos seguros. Rundstedt y Hitler insistieron en que había que asegurar la zona antes de reanudar el avance. Y la retención de la 10.ª División Panzer en Boulogne y Calais supuso que Dunkerque no fuera capturada a espaldas de la BEF.

El 23 de mayo, a última hora de la tarde, el Generaloberst von Kluge mandó que las trece divisiones alemanas se detuvieran junto a la que los británicos denominaban «línea del Canal», al oeste de lo que estaba convirtiéndose en la bolsa de Dunkerque. Con más de cincuenta kilómetros de longitud, dicha línea se extendía desde la costa hasta La Blassée, siguiendo el curso del río Aa y su canal a su paso por Saint-Omer y Béthune. Los dos Panzerkorps de Kleist necesitaban urgentemente reparar y revisar sus vehículos. Su Panzergruppe ya había perdido la mitad de sus fuerzas blindadas. En apenas tres semanas, seiscientos tanques habían sido destruidos a manos del enemigo, o sufrido graves problemas mecánicos. Este número representaba más de una sexta parte de los carros de combate alemanes presentes en todos los frentes[19].

Hitler dio el visto bueno a esta orden al día siguiente, pero la idea no fue suya, como a menudo se cree. El 24 de mayo por la noche, el Generaloberst von Brauchitsch, comandante en jefe del ejército alemán, con el respaldo de Halder, dio la orden de seguir avanzando, pero Rundstedt, apoyado por Hitler, insistió en que debía esperarse a que llegara la infantería. Querían conservar sus fuerzas blindadas para lanzar una ofensiva al otro lado del Somme y del Aisne antes de que el grueso del ejército francés tuviera la oportunidad de reorganizarse. Avanzar por los canales y las tierras pantanosas de Flandes era, en su opinión, correr un riesgo innecesario, sobre todo teniendo en cuenta que Göring aseguraba que su Luftwaffe podía frustrar cualquier intento de evacuación por parte de los británicos. Aunque marchaban a un ritmo rápido, a las divisiones de infantería alemanas les costaba dar alcance a las formaciones blindadas. Resulta sumamente sorprendente que la BEF y la mayoría de las unidades francesas dispusieran de muchísimos más medios de transporte motorizados que el ejército alemán, en el que solo estaban totalmente motorizadas dieciséis divisiones de un total de ciento cincuenta y siete. Todas estas otras divisiones estaban obligadas a encomendarse a la tracción animal, esto es, a los caballos, para mover su artillería, sus pertrechos y sus equipos[20].

Los británicos tuvieron otro golpe de suerte. Un automóvil del estado mayor alemán sufrió una emboscada. En el vehículo encontraron documentos que revelaban que el siguiente ataque tendría lugar en el este, en las inmediaciones de Ypres, en una zona situada entre las fuerzas belgas y el flanco izquierdo de los británicos. El teniente general Brooke, comandante del II Cuerpo, convenció a Gort de que debía mover una de sus divisiones, que estaba preparándose para lanzar una nueva contraofensiva, para cubrir aquel hueco.

En Londres, al enterarse de que los franceses no podían montar un ataque a través del Somme, Anthony Eden indicó a lord Gort la noche del 25 de mayo que la seguridad de la BEF debía ser la «consideración prioritaria»[21]. Así pues, el general tenía que replegar a sus hombres hacia la costa del Canal de la Mancha para proceder a la evacuación. El gabinete de guerra, obligado por las circunstancias a afrontar el hecho de que el ejército francés no podía recuperarse de su trágico hundimiento, y viendo que Gran Bretaña se veía abocada a seguir la guerra en solitario, tenía que considerar las implicaciones de aquella nueva situación. Lord Gort ya había advertido a Londres de que era muy probable que la BEF perdiera todo su equipamiento, y que personalmente dudaba que pudiera evacuarse poco más que una pequeña parte de sus tropas.

Eden ignoraba que Reynaud, sintiéndose cada vez más agraviado, había caído en una trampa del mariscal Pétain y el general Weygand. Pétain había permanecido en contacto con Pierre Laval, un político que detestaba a los británicos y esperaba tener una oportunidad para sustituir a Reynaud. Laval se había entrevistado con un diplomático italiano para sondear la posibilidad de entablar negociaciones con Hitler a través de Mussolini. Weygand, jefe supremo del ejército francés, culpaba a los políticos de haber cometido un acto de «imprudencia delictiva[22]» en primer lugar por decidir entrar en guerra. Apoyado por Pétain, exigía que Francia retirara su promesa de no intentar por su cuenta llegar a un acuerdo de paz con Alemania. Su prioridad era preservar el ejército para mantener el orden. Reynaud accedió a viajar a Londres al día siguiente para hablar de ello con el gobierno británico.

La esperanza de Weygand de que podría convencer a Mussolini y lograr que no entrara en guerra con la promesa de cederle más colonias, y de que el Duce estaría en disposición de negociar una paz, era un absoluto desatino. Cuando Hitler declaró que se había alzado con la victoria, Mussolini, dejando a un lado sus inseguridades, comunicó a los alemanes y a su propio estado mayor que Italia iba a entrar en guerra poco después del 5 de junio. Tanto él como sus generales eran perfectamente conscientes de que su país no podía emprender ninguna acción ofensiva eficaz. Contemplaban, sin embargo, la posibilidad de lanzar un ataque contra Malta, aunque luego llegaron a la conclusión de que este no era necesario, pues podrían hacerse con la isla en cuanto Gran Bretaña cayera. Se cuenta que, durante los días siguientes, Mussolini comentó: «Esta vez declararé la guerra, pero sin entrar en guerra»[23]. Las víctimas principales de este desastroso intento de equilibrismo serían sus ejércitos, deplorablemente mal equipados. En cierta ocasión, Bismarck, haciendo gala de su habitual perspicacia, dijo lacónicamente que Italia tenía un gran apetito, pero mala dentadura[24]. Su observación, para desgracia de los italianos, se revelaría totalmente acertada en la Segunda Guerra Mundial.

La mañana del domingo, 26 de mayo, mientras las tropas británicas se replegaban hacia Dunkerque en medio de una fuerte tormenta —«los truenos se confundían con el estruendo de los bombardeos de la artillería»[25]—, el gabinete de guerra se reunía en Londres, ignorando cuáles eran las verdaderas intenciones de Mussolini. Lord Halifax planteó la posibilidad de que el gobierno considerara un acercamiento al Duce para averiguar en qué términos Hitler estaría dispuesto a aceptar una paz. El día anterior, por la tarde, se había entrevistado incluso con el embajador italiano para sondearlo en ese sentido. Estaba convencido de que, sin la perspectiva de una ayuda de los americanos a corto plazo, Gran Bretaña no era lo suficientemente fuerte para resistir sola a Hitler.

Churchill contestó que la libertad y la independencia de Gran Bretaña eran cuestiones primordiales. Recurrió a un documento preparado por los jefes de estado mayor, titulado «La estrategia británica ante una determinada eventualidad»[26], una expresión eufemística para referirse a la posible rendición de Francia. El documento en cuestión contemplaba las repercusiones que tendría para Gran Bretaña luchar en solitario. Algunos aspectos eran, como quedaría demostrado por los acontecimientos, increíblemente pesimistas. El informe daba por hecho que se perdería prácticamente toda la BEF en Francia. El Almirantazgo no esperaba poder salvar a más de unos cuarenta y cinco mil hombres, y los jefes de estado mayor temían que la Luftwaffe acabara destruyendo las fábricas de aviones de las Midlands. Otras conjeturas eran excesivamente optimistas: por ejemplo, los jefes de estado mayor pronosticaban que la economía de guerra de Alemania sufriría las consecuencias negativas derivadas de una escasez de materias primas, una idea cuando menos curiosa si tenemos en cuenta que Alemania iba a controlar buena parte de Europa occidental y central. Pero la conclusión principal a la que llegaba dicho informe era que probablemente Gran Bretaña podría resistir con éxito a cualquier intento de invasión, siempre y cuando la RAF y la Armada Real conservaran todo su potencial. Esta era la razón principal para adherirse a los argumentos de Churchill en contra de la propuesta de Halifax.

Churchill acudió a la Casa del Almirantazgo para almorzar con Reynaud, que acababa de llegar a Londres. Por las palabras de Reynaud, resultaba evidente que el optimismo con el que Weygand había visto la situación hacía apenas dos días se había transformado en absoluto derrotismo. Los franceses ya contemplaban la idea de perder París. Reynaud dijo incluso que, aunque nunca iba a firmar por su cuenta una paz, probablemente fuera sustituido por alguien que sí lo haría. Ya había recibido innumerables presiones para que instara a los británicos a entregar Gibraltar y Suez a los italianos, «con el fin de reducir proporcionalmente nuestra propia contribución»[27].

Cuando Churchill volvió a reunirse con el gabinete de guerra e informó de esta conversación, Halifax puso de nuevo sobre la mesa su propuesta de acercamiento al gobierno italiano. Churchill tenía que jugar muy bien sus cartas. Su posición no era lo bastante sólida, por lo que no podía correr el riesgo de enfrentarse claramente a Halifax, depositario de la confianza de muchísimos conservadores. Por fortuna, Chamberlain comenzó a mostrarse favorable a las tesis de Churchill, quien, al fin y al cabo, lo había tratado con gran respeto y magnanimidad a pesar de su anterior antagonismo.

Churchill sostenía que Gran Bretaña no debía quedar vinculada a Francia si este país decidía firmar una paz. «No podemos ser partícipes de una actitud semejante antes de vernos involucrados en una guerra en toda regla»[28]. No había que tomar decisión alguna hasta que no se supiera claramente cuántos efectivos de la BEF podrían ser rescatados. En cualquier caso, era evidente que, si apostaban por firmar una paz, los términos que iba a imponer Hitler impedirían a Gran Bretaña «completar nuestro rearme». Suponía acertadamente que Hitler estaba dispuesto a imponer a Francia unas condiciones mucho más clementes que a Inglaterra. Pero el ministro de exteriores no parecía dispuesto a abandonar la idea de negociar. «Si al final conseguimos discutir los términos de una paz que no postulen la destrucción de nuestra independencia, sería de idiotas no aceptarlos». De nuevo, Churchill se vio obligado a dar a entender que no descartaba la idea de un acercamiento a los italianos, pero, en realidad, no era más que una artimaña para ganar tiempo. Si el grueso de la BEF era rescatado con éxito, su posición como primer ministro, así como la de todo el país, saldría increíblemente reforzada.

A última hora de la tarde, Anthony Eden, en su calidad de secretario de estado para la guerra, envió un mensaje a Gort confirmando que debía «dirigirse a la costa… junto con los ejércitos francés y belga»[29]. Aquella misma noche, el vicealmirante Bertram Ramsay recibió en Dover la orden de poner en marcha la Operación Dinamo, esto es, la evacuación por mar de la Fuerza Expedicionaria Británica. Por desgracia, el mensaje enviado por Churchill a Weygand confirmando la retirada de las tropas a los puertos franceses del Canal de la Mancha no decía claramente que se trataba de un plan de evacuación. Se pensó, erróneamente, que en aquellas circunstancias no podía haber margen de duda, que sobraban las palabras. Este hecho tendría gravísimas repercusiones en la relación, cada vez más deteriorada, de Gran Bretaña con Francia.

El alto de las divisiones blindadas alemanas había brindado al estado mayor de Gort la oportunidad de preparar un nuevo perímetro defensivo, basado en una línea de aldeas fortificadas, mientras se replegaba el grueso de la BEF. Pero los comandantes franceses en Flandes montaron en cólera cuando descubrieron los planes de evacuación de los británicos. Gort dio por hecho que Londres había informado al general Weygand al mismo tiempo que él había recibido la orden de dirigirse a la costa. Asimismo, creía que los franceses habían recibido también instrucciones de embarcar, y su sorpresa y disgusto fueron enormes cuando se enteró de que no había sido así.

El 27 de mayo, el 2.º Batallón del Regimiento de Gloucestershire y un batallón del Regimiento de Infantería Ligera de Oxford y Buckinghamshire emprendieron la defensa de Cassel al sur de Dunkerque. Diversos pelotones ocuparon las casas rurales de la zona, resistiendo en algunos casos hasta tres días a unas fuerzas enemigas muy superiores. Más al sur, la 2.ª División británica, que había sido trasladada allí para defender la línea del canal desde La Bassée hasta Aire, sufrió una serie de intensos ataques. Tras quedarse sin proyectiles antitanque, los soldados del exhausto y diezmado 2.º Regimiento Real de Norfolk, se vieron obligados a resistir recurriendo a granadas de mano que tenían que arrojar contra las orugas de los tanques. Los últimos efectivos del batallón fueron rodeados por la SS Totenkopf y hechos prisioneros. Aquella noche, los hombres de la SS mataron a noventa y siete de ellos. Mientras tanto, en el sector belga, la 255.ª División alemana, en un acto de represalia por las pérdidas sufridas en las inmediaciones de la localidad de Vinkt, ejecutó a setenta y ocho civiles, con el falso pretexto de que algunos de ellos iban armados. Al día siguiente, un grupo de la SS Leibstandarte, a las órdenes del Hauptsturmführer Wilhelm Mohnke, asesinó en Wormhout a unos noventa prisioneros ingleses, en su mayoría pertenecientes al Regimiento Real de Fusileros de Warwickshire, que también actuaban en la retaguardia. Casos como estos explican que las sangrientas batallas libradas en Polonia tuvieran tan poco eco en un frente supuestamente civilizado como el occidental.

Al sur del Somme, la 1.ª División blindada británica lanzó una contraofensiva en una cabeza de puente de los alemanes. Como había ocurrido anteriormente, ni la cobertura de la artillería francesa ni el apoyo aéreo se materializaron, y el 10.º de Húsares y el regimiento de caballería de los Queen’s Bays perdieron sesenta y cinco carros de combate, principalmente por la acción de los cañones antitanque alemanes. La 4.ª División blindada de De Gaulle lanzó en otra cabeza de puente enemiga próxima a Abbeville otro contraataque más efectivo, que, sin embargo, también fue repelido[30].

En Londres, el gabinete de guerra volvió a reunirse tres veces el 27 de mayo. La segunda de esas sesiones, celebrada por la tarde, probablemente resumiera el momento más crítico de la guerra, cuando los nazis podían alzarse con la victoria. Fue entonces cuando quedó patente el enfrentamiento que venía desarrollándose desde hacía algún tiempo entre Halifax y Churchill. Halifax se mostró aún más decidido a recurrir a la mediación de Mussolini para averiguar en qué términos estaría dispuesto el Führer a firmar un armisticio con Francia y Gran Bretaña. En su opinión, cuanto más tiempo se dejara pasar, peores serían los términos ofrecidos por los alemanes.

Churchill se opuso firmemente a cometer un acto de semejante debilidad, e insistió en que había que seguir combatiendo. «Incluso si nos derrotan», dijo, «no estaremos peor de lo que podemos llegar a estar si ahora abandonamos la lucha. Así pues, impidamos que nos arrastren hacia el mismo abismo por el que Francia se precipita». Se daba cuenta perfectamente de que si comenzaban a entrar en negociaciones, luego no podrían «dar marcha atrás» y revitalizar un espíritu de resistencia y desafío entre la población. Contaba al menos con el apoyo implícito de Clement Attlee y Arthur Greenwood, los dos líderes laboristas, y de sir Archibald Sinclair, el líder liberal. A Chamberlain también le convenció el argumento esencial de Churchill. Durante esa tormentosa reunión, Halifax no ocultó a Churchill que estaba dispuesto a presentar la dimisión si se hacía caso omiso de sus puntos de vista, pero más tarde el primer ministro consiguió tranquilizarlo.

Aquella tarde se recibió otro duro golpe. Como el enemigo había conseguido abrir una gran brecha en el frente belga a orillas del Lys, el rey Leopoldo decidió que había llegado el momento de capitular. Al día siguiente, presentó la rendición incondicional de Bélgica al VI Ejército alemán. El Generaloberst von Reichenau y su jefe de estado mayor, el Generalleutnant Friedrich Paulus, impusieron los términos de la paz en su cuartel general. La siguiente rendición que negociaría Paulus iba a ser la suya propia en Stalingrado apenas tres años después.

Aparentemente, el gobierno francés manifestó su repulsa por la «traición» del rey Leopoldo, pero, en realidad, se alegró de lo ocurrido. El siguiente comentario de uno de los capitulard expresa claramente cómo se vivió la noticia: «¡Por fin tenemos un chivo expiatorio!»[31]. A los británicos, sin embargo, apenas les sorprendió la caída de Bélgica. Gort, siguiendo los consejos del general Alan Brooke, había tomado sabiamente las debidas precauciones, colocando a sus tropas detrás de las líneas belgas para evitar que los alemanes pudieran abrirse paso por el flanco oriental, por la zona comprendida entre Ypres y Comines.

El general Weygand, que ya había sido informado oficialmente de la decisión de los británicos de retirarse, montó en cólera por aquella falta de franqueza. Por desgracia, no cursó la orden de evacuación de sus unidades hasta el día siguiente, por lo que las tropas francesas llegaron a las playas bastante más tarde que las británicas. El mariscal Pétain dijo que la falta de apoyo de los ingleses obligaba a revisar el acuerdo firmado por Reynaud en marzo en el sentido de que Francia no intentaría pactar con el enemigo una paz por separado.

La tarde del 28 de mayo, el gabinete de guerra volvió a reunirse, pero en esta ocasión —por petición expresa de Churchill— en la Cámara de los Comunes. Halifax y Churchill volvieron a enzarzarse en una fuerte discusión, en la que el primer ministro se mostró mucho más contrario a cualquier forma de negociación. Y si se levantaban y abandonaban la sala, dijo, «veríamos cómo se esfumaría todo el poder de decisión del que disponemos ahora».

En cuanto terminó la reunión del gabinete de guerra, Churchill convocó una asamblea de todos los ministros. Comentó que había considerado la posibilidad de negociar con Hitler, pero que había llegado a la conclusión de que las condiciones que impondrían los alemanes iban a reducir a Gran Bretaña a un «estado esclavo[32]» administrado por un gobierno títere. El apoyo que le brindaron los ministros difícilmente habría podido ser más categórico. Halifax había sido superado tácticamente de una manera clara y rotunda. Gran Bretaña iba a luchar hasta el final.

Como no quería agotar a las fuerzas blindadas que habían sido desplegadas, Hitler limitó su avance a Dunkerque. Debían detenerse en cuanto el puerto estuviera al alcance de sus regimientos de artillería. El bombardeo de la ciudad comenzó siendo muy intenso, pero no logró impedir el desarrollo de la Operación Dinamo, esto es, la evacuación. Los bombarderos de la Luftwaffe, que con frecuencia seguían despegando de bases en Alemania, no dispusieron de un apoyo efectivo por parte de los cazas, viéndose a menudo interceptados por los escuadrones de Spitfire aliados que emprendían el vuelo desde unos aeródromos mucho más cercanos, como los de Kent.

Los desventurados soldados británicos que se amontonaban en las playas y en la ciudad, a la espera de poder embarcar, maldecían a la RAF, sin saber que en el interior de la región los cazas ingleses libraban su propia batalla en el cielo contra los bombarderos enemigos. Por mucho que Göring se hubiera jactado de que iba a acabar con los británicos, lo cierto es que la Luftwaffe causó un número de bajas relativamente escaso en las fuerzas aliadas. El efecto letal de bombas y obuses se vio minimizado por la morbidez de las dunas de arena. En las playas murieron más soldados aliados por culpa de las ametralladoras que por culpa de las bombas.

Cuando, tras la llegada de su infantería, los alemanes reiniciaron el avance, la férrea resistencia de las tropas francesas y británicas había logrado impedir que el enemigo rompiera la línea defensiva. Los pocos que consiguieron escapar de los pueblos y aldeas de la zona estaban exhaustos, famélicos, sedientos y, en muchos casos, heridos. Hubo que dejar atrás a los que presentaban un estado de mayor gravedad. Con aquel gran número de alemanes rodeándolas, las fuerzas aliadas comenzaron una retirada angustiosa, temiendo en todo momento dar de bruces con un contingente enemigo.

La evacuación había comenzado el 19 de mayo, con el rescate de heridos y de los primeros soldados de la retaguardia, pero el grueso de la operación no empezó a desarrollarse hasta la noche del 26 de mayo. Después de que la BBC lanzara un llamamiento por radio, el Almirantazgo se puso en contacto con los propietarios de pequeñas embarcaciones —yates, barcas y lanchas motoras— que se habían ofrecido voluntarios para colaborar en la difícil empresa. Aunque en un primer momento se les dijo que debían reunirse frente a las costas de Sheerness, más tarde se les indicó que el lugar de encuentro sería frente a las costas de Ramsgate. Fueron utilizadas unas seiscientas de esas embarcaciones en el curso de la Operación Dinamo, casi todas tripuladas por unos «marineros de fin de semana», que se pusieron al servicio de más de doscientos navíos de la Armada británica.

Dunkerque era fácil de identificar a gran distancia, tanto desde el mar como desde el interior. Grandes columnas de humo se elevaban hacia el cielo desde aquella ciudad en llamas atacada por los bombarderos alemanes. Las cisternas de combustible ardían rabiosamente, creando infinidad de densas nubes negras. Todas las carreteras que conducían a la ciudad estaban atestadas de vehículos militares abandonados o destruidos.

Las relaciones entre los altos mandos de los dos países aliados, especialmente las del estado mayor del almirante Jean Abrial con sus colegas franceses, se hicieron cada vez más tensas. No contribuyó precisamente a mejorar la situación el hecho de que tropas francesas y británicas se dedicaran al pillaje en la ciudad, culpándose unas a otras de los delitos cometidos. Muchos hombres se emborrachaban cuando intentaban calmar su sed ingiriendo vino, cerveza y licores debido a la falta de agua potable.

Las playas y el puerto se llenaron de tropas que formaban largas filas a la espera de poder embarcar. Cada vez que la Luftwaffe atacaba, y se oían las sirenas de sus Stuka que se lanzaban en picado «como una bandada de enormes gaviotas infernales»[33], los hombres salían corriendo y se desperdigaban para salvar la vida. El ruido resultaba ensordecedor, con todos aquellos cañones antiaéreos de los destructores que frente al rompeolas disparaban contra los aviones enemigos. Después, cuando volvía la calma, los soldados regresaban rápidamente para no perder su lugar en la cola. Algunos sucumbían, víctimas de aquel estrés. Poco se podía hacer por los que mostraban signos evidentes de fatiga de combate.

Cuando caía la noche, los soldados aguardaban en el mar, con el agua hasta las espaldas, mientras los botes salvavidas y otras pequeñas embarcaciones iban llegando hasta la playa para recogerlos. En su mayoría estaban tan cansados y tenían tantas dificultades para moverse con sus botas y sus trajes de combate completamente empapados, que los marineros, profiriendo maldiciones, se veían obligados a subirlos por la borda, agarrándolos por las correas de sus equipos de combate.

En el curso de la Operación Dinamo, los hombres de la Marina Real británica no sufrieron menos que las tropas a las que tuvieron que rescatar. El 29 de mayo, cuando el Reichsmarschall Göring, presionado por Hitler, lanzó un gran ataque para impedir la evacuación, fueron hundidos o seriamente dañados diez destructores, así como otras muchas embarcaciones. Esta circunstancia obligó al Almirantazgo a retirar de allí los grandes destructores de la flota, de importancia vital para la defensa del sur de Inglaterra. Pero emprendieron su viaje de regreso un día más tarde, una vez concluida la fase más intensa de la evacuación, llevándose consigo a unos mil soldados cada uno.

Ese día también tuvo lugar una valiente acción defensiva del perímetro del puerto por parte de los hombres de la Guardia de Granaderos, de la Guardia de Coldstream y del Regimiento Real de Berkshire de la 3.ª División de Infantería, que, poniendo en riesgo su vida, consiguieron repeler el ataque de los alemanes; un ataque que, de haber sido coronado con éxito, habría puesto fin a las operaciones de evacuación. Tropas francesas de la 68.ª División siguieron resistiendo en el sector occidental y suroccidental del perímetro de Dunkerque, pero lo cierto es que las tensiones en la alianza franco-británica no pararon de crecer.

Los franceses estaban convencidos de que los británicos iban a dar prioridad a sus hombres, y hay que decir que, en realidad, desde Londres llegaron instrucciones cuando menos contradictorias en este sentido. No fueron pocos los soldados franceses que, al llegar a los puntos de embarque británicos, se encontraron con que se les negaba el paso, lo cual, naturalmente, dio lugar a escenas de gran violencia. Los soldados británicos, que habían recibido la orden de dejar en tierra todas sus pertenencias, montaban en cólera cuando veían aparecer a los franceses cargados con bultos, y los echaban del muelle empujándolos al agua. Hubo otro caso en el que fueron tropas británicas las que asaltaron una nave destinada a los franceses, mientras que los franceses que intentaban subirse a un barco británico eran empujados al mar.

Ni siquiera el gran carisma del general de división Harold Alexander pudo evitar que el general Robert Fagalde, jefe del cuerpo XVI, y el almirante Abrial montaran en cólera cuando les comunicó que había recibido la orden de embarcar el mayor número posible de británicos. Los franceses le enseñaron una carta de Gort en la que se aseguraba que tres divisiones británicas se quedarían para defender el perímetro. El almirante Abrial amenazó incluso con cerrar el puerto de Dunkerque a las tropas británicas.

La noticia de aquella grave discusión llegó a Londres y a París, donde Churchill estaba entrevistándose con Reynaud, Weygand y el almirante François Darlan. Weygand reconoció que no podía esperarse que Dunkerque resistiera indefinidamente. Churchill insistió en que la evacuación debía continuar en términos de igualdad para los dos países, pero en Londres no se compartía su esperanza de conservar intacto el espíritu de la alianza. En la capital inglesa, se consideraba tácitamente que, como era harto probable la rendición de Francia, los británicos tenían que velar por sus propios intereses. Las alianzas son bastante complicadas en la victoria, pero en la derrota están condenadas a originar las peores recriminaciones imaginables[34].

El 30 de mayo parecía que la mitad de la BEF iba a quedarse en Francia. Pero al día siguiente, frente a las costas de Dunkerque, apareció una gran flota compuesta por navíos de la Marina Real británica y «pequeñas embarcaciones»: destructores, minadores, yates, vapores de ruedas, remolcadores, botes salvavidas, barcos de pesca y embarcaciones de recreo. Muchos de esos barcos más pequeños se dedicaron a transportar a los soldados desde las playas hasta las naves más grandes. Uno de los yates presentes, el Sundowner, era propiedad del capitán de fragata C. H. Lightoller, el oficial que había sobrevivido al naufragio del Titanic. El milagro de Dunkerque tuvo mucho que ver con el estado de la mar, normalmente en calma durante los días y las noches de aquella importantísima operación.

A bordo de los destructores, los suboficiales de la Marina Real daban a los exhaustos y hambrientos soldados que habían sido rescatados tazas de chocolate caliente, latas de carne de buey y pan. Pero con la Luftwaffe aumentando el número de sus ataques cada vez que cesaba la cobertura aérea de los cazas de la RAF, llegar a un barco no era precisamente una empresa segura. Es muy difícil olvidar la descripción de las horribles heridas sufridas durante los ataques aéreos, así como los relatos que nos hablan de los que morían ahogados cuando un barco se hundía o de los que gritaban pidiendo auxilio y no recibían respuesta. Peor fue lo que les tocó vivir a los heridos que se quedaron atrás, en el perímetro de Dunkerque, donde los médicos y el personal sanitario apenas podían hacer nada para consolar a los moribundos o aliviarles el dolor.

Ni siquiera los que fueron evacuados pudieron mitigar su sufrimiento al llegar a Dover. La evacuación en masa había colapsado el sistema. Los trenes hospital los repartieron por distintos centros a lo largo y ancho de todo el país. Un soldado herido, recién llegado del horror de Dunkerque, no pudo dar crédito a sus ojos cuando vio a través de la ventanilla del tren a un grupo de hombres vestidos de franela blanca jugando al cricket como si Gran Bretaña nunca hubiera entrado en guerra. Bajo los uniformes de campaña de muchos de los que presentaban lesiones, cuando por fin pudieron ser atendidos debidamente, se descubrió que en sus heridas asomaban los gusanos, o que la gangrena obligaba a amputarles el miembro afectado.

La mañana del 1 de junio, la retaguardia en Dunkerque, de la que formaba parte la 1.ª Brigada de la Guardia, se vio superada por una contundente ofensiva alemana en el canal de Bergues-Furnes. Varios hombres, e incluso pelotones enteros, cayeron durante el ataque, pero el arrojo demostrado durante aquella penosa jornada supuso la concesión de una Cruz Victoria y de otras diversas condecoraciones. A partir de ese momento hubo que cancelar las operaciones de evacuación durante el día debido a las importantes pérdidas sufridas por la Marina Real, y al hundimiento de un barco hospital y a las averías de otro. La noche del 3 de junio llegaron a Inglaterra las últimas naves de Dunkerque. En una lancha motora, antes de abandonar definitivamente la zona, el general de división Alexander recorrió arriba y abajo la zona de la playa y la del puerto para comprobar que no quedaba ningún soldado. Poco antes de la medianoche, el capitán Bill Tennant, el oficial naval que lo acompañaba, consideró que ya podía enviar un mensaje al almirante Ramsay en Dover para comunicarle que se había concluido la operación.

En vez de los cuarenta y cinco mil soldados que el Almirantazgo había confiado salvar, los buques de guerra de la Marina Real británica y las diversas embarcaciones particulares consiguieron evacuar a unos trescientos treinta y ocho mil efectivos aliados, de los cuales ciento noventa y tres mil eran británicos, y los demás franceses. Unos ochenta mil hombres, en su mayoría franceses, quedaron atrás debido a la confusión y a la lentitud de sus comandantes en el momento de retirarlos[35]. Durante la campaña en Bélgica y el noreste de Francia, los británicos perdieron unos sesenta y ocho mil hombres. Casi todos los tanques y vehículos motorizados que les quedaban, prácticamente toda su artillería y la inmensa mayoría de sus pertrechos fueron destruidos. Las fuerzas polacas en Francia también fueron evacuadas a Inglaterra; este hecho hizo que Goebbels las llamara despectiva y desdeñosamente «los turistas de Sikorski»[36].

Curiosamente, en Gran Bretaña hubo diversas reacciones: por un lado, una sensación de miedo exagerado; por otro, de gran alivio porque la BEF había sido salvada. Al ministerio de información llegó a preocuparle que el pueblo tuviera la moral «probablemente demasiado alta»[37]. Y, sin embargo, la posibilidad de una invasión parecía cada vez más real. Corrían rumores que hablaban de paracaidistas alemanes disfrazados de monja. Por lo visto, algunos creían incluso que en Alemania «se reclutaban enfermos con trastornos mentales para crear un cuerpo de suicidas», y que «los alemanes abrían túneles en Suiza para llegar a Toulouse»[38]. La amenaza de una invasión produjo inevitablemente un miedo irracional a la presencia de extranjeros. Poco después de la evacuación de Dunkerque, los sondeos de Mass Observation indicaban también que las tropas francesas eran bien acogidas, pero que la gente sentía un profundo rechazo por los refugiados holandeses y belgas.

Los alemanes no tardaron en poner en marcha la siguiente fase de su campaña. El 6 de junio, atacaron la línea del río Somme y el río Aisne, aprovechando su gran superioridad numérica y su supremacía aérea. Las divisiones francesas, tras haberse recuperado de la conmoción inicial del desastre que se les había venido encima, combatieron con gran valentía, pero ya era demasiado tarde. Churchill, advertido por Dowding de que no había suficientes cazas para defender Gran Bretaña, se negó al envío de más escuadrones al otro lado del Canal de la Mancha como pedían los franceses. Aún había en el continente, al sur del Somme, más de cien mil soldados británicos, entre ellos los de la 51.ª División de Infantería (Highland), que no tardó en quedar atrapada en Saint-Valery, junto con la 41.ª División francesa.

En un intento de que Francia siguiera en guerra, Churchill decidió trasladar al continente otra fuerza expedicionaria a las órdenes del general sir Alan Brooke. Antes de su partida, Brooke advirtió a Eden que, si él se daba cuenta del carácter diplomático de su misión y lo aceptaba, el gobierno debía reconocer que esta no tenía ninguna posibilidad de convertirse en un éxito militar. Aunque algunas unidades francesas combatían con arrojo, muchas otras habían comenzado a escabullirse y a engrosar las columnas de refugiados. Se difundió el pánico con rumores que hablaban del uso de gases venenosos y de atrocidades cometidas por los alemanes.

Huyendo del enemigo, los que más avanzaban eran los automóviles, en primer lugar los de los ricos, que parecían estar bien preparados para aquella empresa. El hecho de que pudieran adelantar a los demás les permitía acaparar los suministros de combustible —un bien cada vez más escaso— que encontraban en el camino. En segundo lugar estaban los de la clase media, mucho más modestos, con colchones atados sobre la cubierta, y el interior lleno de las posesiones más preciadas de sus dueños, entre las que a veces figuraba un perro, un gato o un canario en su jaula. Y por último, las familias más pobres, que iban a pie y utilizaban bicicletas, carretillas, caballos y cochecitos de niño para transportar sus pertenencias. A menudo, con embotellamientos de decenas y decenas de kilómetros, estas no iban más lentas que las que viajaban en automóvil, cuyo motor se recalentaba por el calor, y que se movían apenas unos metros cada vez que avanzaban.

En su avance en medio del pánico hacia el suroeste, estos ríos humanos formados por unos ocho millones de personas no tardaron en comprobar que no solo era imposible conseguir combustible, sino también alimentos. El hecho de que en las ciudades sus habitantes se dedicaran a comprar todo el pan y todas las verduras disponibles generó inmediatamente una falta de compasión cada vez mayor y un fuerte resentimiento hacia lo que empezaba a considerarse una verdadera plaga de langostas. Y todo esto a pesar del gran número de heridos que se habían producido durante los constantes ataques lanzados por la aviación alemana contra las carreteras atestadas de refugiados. Una vez más, fueron las mujeres las que soportaron la carga de aquel desastre y las que mejor supieron afrontar la difícil y penosa situación con su sacrificio y su calma. Los hombres eran los que lloraban desesperados.

El 10 de junio, pese a ser perfectamente consciente de la inferioridad militar y de la escasez de recursos de su país, Mussolini declaró la guerra a Francia y a Gran Bretaña. Estaba firmemente decidido a no desaprovechar la oportunidad de obtener un beneficio territorial antes de que se llegara a una paz. Pero la ofensiva de los italianos en los Alpes, de la que los alemanes no fueron informados, resultó un desastre. Los franceses perdieron poco más de doscientos hombres, pero en las filas italianas se produjeron unas seis mil bajas, de las cuales más de dos mil fueron casos graves de congelación[39].

En una decisión que no hizo más que aumentar la confusión, el gobierno francés se había trasladado al valle del Loira, estableciendo sus distintos ministerios y cuarteles generales en diversos castillos de la región. El 11 de junio, Churchill voló a Briare, a orillas del Loira, para asistir a una reunión del Mando Supremo Aliado. Escoltado por una escuadrilla de aviones Hurricane, aterrizó en un aeródromo abandonado de la zona. Lo acompañaban el general sir John Dill, en aquellos momentos jefe del estado mayor, el general de división Hastings Ismay, el secretario del gabinete de guerra y el general de división Edward Spears, su representante personal ante el gobierno francés. El grupo fue conducido al castillo de Muguet, por entonces centro de operaciones temporal del general Weygand.

En el sombrío comedor aguardaba su llegada Paul Reynaud, un hombre de baja estatura, con grandes cejas pronunciadas y el rostro «hinchado por el cansancio»[40]. Reynaud estaba al borde de un ataque de nervios. Lo acompañaban un malhumorado Weygand y el mariscal Pétain. En un segundo término se encontraba el que en aquellos momentos era subsecretario de guerra de su gobierno, el general de brigada Charles de Gaulle, un protegido de Pétain antes de que estallara la guerra. Spears observaría que, a pesar de la cortesía con la que Reynaud les dio la bienvenida, los miembros de la delegación británica se sintieron como «los parientes pobres en un funeral»[41].

Sin rodeos, Weygand pasó a describir lo catastrófica que era la situación. Churchill, aunque vestía aquel día tan caluroso un grueso traje negro, hizo todo lo que pudo para demostrar gran ingenio y entusiasmo con su inimitable mezcla de inglés y francés. No sabía que Weygand ya había dado la orden de abandonar París en manos de los alemanes, y abogaba por defender la capital francesa casa por casa, y por emprender una guerra de guerrillas. Su propuesta horrorizó a Weygand y también a Pétain, quien, tras haber guardado un largo silencio, exclamó: «¡Esto significaría la destrucción del país!»[42]. Su principal preocupación era conservar un número suficiente de tropas para sofocar cualquier desorden revolucionario. Estaban obsesionados con la idea de que los comunistas pudieran hacerse con el poder en un París abandonado.

En un intento de pasarles la patata caliente, Weygand exigió más escuadrones de cazas de la RAF para evitar la caída de Francia, sabiendo perfectamente que los británicos tenían que rechazar su petición. Apenas unos días antes había culpado de su derrota no a los generales, sino al Frente Popular y a los maestros de escuela «que se han negado a fomentar entre los niños el patriotismo y el espíritu de sacrificio»[43]. Pétain pensaba de manera parecida. «Este país», dijo a Spears, «ha sido corrompido por la política»[44]. Probablemente lo más cierto sea que Francia estaba tan profundamente dividida que era inevitable que se multiplicaran las acusaciones de traición.

Churchill y su comitiva volaron de vuelta a Londres sin abrigar vanas esperanzas, aunque había conseguido la promesa de que Francia hablaría con ellos antes de firmar un armisticio. Para Gran Bretaña, las cuestiones clave eran el futuro de la flota francesa y saber si el gobierno de Reynaud estaba dispuesto a seguir con la guerra desde el norte de África francés. Pero Weygand y Pétain se oponían rotundamente a esta idea, pues tenían la firme convicción de que, en ausencia de un gobierno, Francia se sumiría en el caos. Al día siguiente, 12 de junio, por la tarde, Weygand exigió claramente que se firmara un armisticio durante una sesión del consejo de ministros, un consejo del que él no era miembro. Reynaud trató de recordarle que Hitler no era un caballero a la vieja usanza como Guillermo I en 1871, sino «un nouveau Gengis Khan». Este fue, sin embargo, el último intento de Reynaud por mantener controlado a su comandante en jefe.

París era una ciudad prácticamente desierta. Una enorme columna de humo negro se elevaba hacia el cielo desde la refinería de Standard Oil, que había sido incendiada por petición del estado mayor francés y de la embajada de los Estados Unidos para impedir que los alemanes pudieran abastecerse de combustible. Las relaciones entre Francia y los Estados Unidos eran sumamente cordiales en 1940. El gobierno galo confiaba tanto en el embajador norteamericano, William Bullitt, que lo nombró alcalde de París para que negociara con el enemigo la rendición de la capital. Cuando un grupo de oficiales alemanes fue tiroteado cerca de la Porte Saint-Denis, en el norte de la capital francesa, durante una tregua, el Generaloberst Georg Küchler, comandante en jefe del X Ejército, ordenó el bombardeo de la ciudad. Bullitt intervino y logró salvar París de la destrucción[45].

El 13 de junio, mientras los alemanes se preparaban para entrar en París, Churchill volaba a Tours para celebrar otra reunión. El primer ministro inglés vio confirmados sus peores temores. A instancias de Weygand, Reynaud le preguntó si Gran Bretaña estaría dispuesta a olvidar la promesa de Francia de no pedir por su cuenta la paz. Solo unos pocos, como, por ejemplo, Georges Mandel, ministro del interior, y el joven general De Gaulle, estaban firmemente decididos a seguir con la guerra a cualquier precio. Reynaud, aunque compartía esta opinión, daba la sensación, en palabras de Spears, de estar envuelto en las vendas de los derrotistas y paralizado como una momia.

Cuando los franceses le expusieron su voluntad de firmar la paz, Churchill comentó que comprendía su postura. Los derrotistas tergiversaron sus palabras, interpretando que daba su consentimiento, lo cual negó acaloradamente. No estaba dispuesto a liberar a Francia de su compromiso hasta que los británicos tuvieran las suficientes garantías de que Alemania no podría apoderarse nunca de la flota francesa. Si esta caía en manos del enemigo sería muy probable que se coronara con éxito una invasión de Gran Bretaña. Dijo que Reynaud debía hablar con el presidente Roosevelt para tantear la posibilidad de que los Estados Unidos ayudaran a Francia in extremis. Cada día que Francia siguiera resistiendo iba a permitir que Gran Bretaña se preparara mejor para un eventual ataque de los alemanes.

Aquella noche se celebró un consejo de ministros en el castillo de Cangé. Weygand, que continuaba insistiendo en la necesidad de firmar un armisticio, dijo que los comunistas se habían hecho con el poder en París, y que su líder, Maurice Thorez, había ocupado el palacio del Elíseo. Se trataba de una artimaña de lo más grotesco. Mandel telefoneó inmediatamente al prefecto de la policía de la capital, quien confirmó que aquello era absolutamente falso. Aunque pudo silenciarse a Weygand, el mariscal Pétain extrajo unas notas de su bolsillo y comenzó a leerlas. No solo hizo hincapié en la necesidad de firmar el armisticio, sino que rechazó la idea de que el gobierno abandonara el país. «Permaneceré al lado del pueblo francés para compartir su dolor y su sufrimiento»[46]. Pétain había abandonado su silencio para revelar su intención de ponerse al frente de Francia durante su servidumbre. Reynaud, aunque contaba con el apoyo de un número suficiente de ministros, así como del de los presidentes de la Chambre des Députés y del Sénat, no tuvo el valor de destituirlo. Se llegó a una solución de compromiso de consecuencias dramáticas. Esperarían a conocer la respuesta del presidente Roosevelt antes de tomar una decisión definitiva en lo concerniente al armisticio. Al día siguiente, el gobierno se trasladó a Burdeos en lo que sería el último acto de aquella tragedia.

El general Brooke vio confirmados sus peores temores en cuanto aterrizó en Cherburgo. Llegó al cuartel general de Weygand, situado en los alrededores de Briare, a última hora de la tarde del 13 de junio, cuando el generalísimo francés se encontraba en el castillo de Cangé asistiendo a la reunión del consejo de ministros. Brooke pudo entrevistarse con él al día siguiente. A Weygand le preocupaba más no acabar con gloria su carrera militar que el desmoronamiento del ejército francés[47].

Brooke telefoneó a Londres para aclarar que no estaba de acuerdo con la orden recibida de utilizar la segunda BEF para la defensa de un reducto en Bretaña, proyecto en el que tanto Churchill como De Gaulle habían depositado grandes esperanzas. El general Dill enseguida entendió el mensaje. A partir de ese momento, iba a impedir el envío de más refuerzos al país galo. Ambos acordaron que todas las tropas británicas que seguían en el noroeste de Francia debían retirarse a los puertos de Normandía y Bretaña para proceder a su evacuación.

A su regreso a Londres, Churchill quedó horrorizado por la noticia. Brooke, exasperado, tuvo que pasar media hora colgado al teléfono para explicarle con claridad la crudeza de la situación. El primer ministro hizo hincapié en que Brooke había sido enviado a Francia para que los franceses sintieran que los británicos estaban ayudándolos. Brooke contestó que «era imposible que un cadáver sintiera algo, y que el ejército francés estaba, en todos los sentidos, muerto». Seguir con aquella empresa «solo significaría perder a unos buenos soldados para nada». Aunque se sintió muy ofendido cuando el primer ministro le insinuó que carecía «de agallas», Brooke no cedió. Al final, Churchill reconoció que no había otra salida[48].

Los alemanes seguían perplejos ante la celeridad con la que se rendían la mayoría de los soldados franceses. «Fuimos los primeros en entrar en un determinado pueblo», escribía un soldado de la 62.ª División de Infantería, «y los soldados franceses se habían pasado dos días sentados en los bares, esperando que los hiciéramos prisioneros. Así es cómo era Francia, cómo era la tan cacareada Grande Nation»[49].

El 16 de junio, el mariscal Pétain declaró que estaba dispuesto a dimitir si el gobierno no entablaba inmediatamente negociaciones para la firma de un armisticio. Le convencieron de que esperara a que llegase una respuesta de Londres. En su contestación a la llamada de Reynaud, Roosevelt se había mostrado muy comprensivo, pero sin prometer nada. Desde Londres, el general De Gaulle leyó por teléfono una propuesta, según parece sugerida en un primer momento por Jean Monnet, considerado más tarde padre fundador del ideal europeo, pero por entonces encargado de la compra de armamento. Gran Bretaña y Francia debían formar un único estado con un solo gabinete de guerra. Churchill estaba entusiasmado con este plan, concebido para que Francia siguiera en pie de guerra, y también Reynaud lo contemplaba con esperanza. Pero en cuanto planteó esta posibilidad en el consejo de ministros, la reacción de la mayoría fue de desdén y de repulsa. Pétain lo calificó de «casamiento con un cadáver», y otros manifestaron su temor de que «la pérfida Albión» pretendiera de este modo apoderarse de su país y de sus colonias en un momento de gran debilidad.

Reynaud, apenado y abatido, se reunió con el presidente Lebrun y le presentó su dimisión. Estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa. Lebrun intentó convencerlo de que siguiera en el cargo, pero el primer ministro francés había perdido todas las esperanzas de poder oponerse a los que pedían un armisticio. Recomendó incluso que el mariscal Pétain fuera designado para formar un gobierno que negociara la paz. Lebrun, aunque en esencia estaba del lado de Reynaud, se sintió en la obligación de seguir sus consejos. A las 23:00 horas, Pétain presidió un nuevo consejo de ministros. La III República había llegado definitivamente a su fin. Algunos historiadores sostienen, no exentos de cierta razón por los argumentos que exponen, que la muerte de la III República se debió a un golpe militar perpetrado por Pétain, Weygand y el almirante Darlan, que el 11 de junio, durante la conferencia de Briare, se decantó por los partidarios del armisticio. El cometido de Darlan era garantizar que la flota francesa no pudiera ser utilizada para proceder a la evacuación del gobierno y las tropas al norte de África donde continuar la lucha.

Aquella noche De Gaulle había regresado a Burdeos a bordo de un avión que puso Churchill a su disposición. A su llegada, se enteró de que su jefe había presentado la dimisión y de que él también había dejado de formar parte del gobierno. En cualquier momento podía recibir órdenes de Weygand que estaba obligado a cumplir. Manteniendo un perfil bajo, cosa harto difícil con su altura y su característico rostro, decidió entrevistarse con Reynaud para comunicarle su intención de regresar a Inglaterra para seguir desde allí con la lucha. Reynaud le entregó cien mil francos de unos fondos secretos. Spears intentó convencer a Georges Mandel de que se uniera a ellos, pero este rechazó la oferta. Como judío, no quería que nadie pudiera considerarlo un desertor, pero se equivocó al subestimar el antisemitismo que comenzaba a aflorar en su país. Al final, esta decisión le costaría la vida.

De Gaulle, su ayudante de campo y Spears partieron de un aeródromo lleno de aviones averiados. Mientras sobrevolaban las islas del Canal rumbo a Londres, Pétain comunicaba al pueblo francés en un discurso radiofónico su intención de firmar un armisticio. Habían muerto noventa y dos mil franceses, y doscientos mil habían resultado heridos. Casi dos millones de hombres habían sido capturados como prisioneros de guerra. El ejército francés, profundamente dividido en su seno, en parte debido a la propaganda de los comunistas y de la extrema derecha, había permitido que Alemania obtuviera una victoria fácil, por no hablar del gran número de vehículos motorizados que podrían utilizar en la invasión de la Unión Soviética del año siguiente.

En Gran Bretaña, la opinión pública enmudeció horrorizada cuando fue informada de la rendición de Francia. Lo que implicaba esta noticia quedó bien claro cuando el gobierno anunció que, a partir de ese momento, las campanas de las iglesias solo podían sonar para dar la señal de alarma que anuncia una invasión. En los panfletos oficiales que distribuyeron casa por casa los carteros se indicaba que, si llegaban los alemanes, nadie saliera de casa. Si cundía el pánico y la gente comenzaba a emprender la huida, atestando las carreteras, la Luftwaffe podría hacer una verdadera escabechina.

Sin perder tiempo, el general Brooke organizó la evacuación de los últimos soldados británicos de Francia. Fue una suerte que actuara con tanta premura, pues el anuncio de Pétain dejaba a sus hombres en una situación bastante ingrata. La mañana del 17 de junio habían abandonado el continente cincuenta y siete mil de los ciento veinticuatro mil efectivos del ejército y la RAF presentes en Francia. Se llevó a cabo un esfuerzo ingente para evacuar de Saint-Nazaire, en Bretaña, al mayor número posible de los que quedaban. Se calcula que más de seis mil hombres, entre militares y civiles británicos, embarcaron ese día en el transatlántico Lancastria de la compañía Cunard. Durante un ataque de la aviación alemana, las bombas enemigas mandaron la nave a pique, muriendo probablemente más de tres mil quinientos de sus pasajeros, muchos atrapados en su interior. Este incidente está considerado el peor desastre naval de la historia británica. A pesar de esta escalofriante tragedia, otros ciento noventa y un mil soldados aliados lograron regresar a Inglaterra en esta segunda evacuación[50].

Churchill recibió a De Gaulle en Londres, ocultando su decepción por la ausencia de Reynaud y de Mandel en aquella comitiva francesa. El 18 de junio, al día siguiente de su llegada, De Gaulle se dirigió al pueblo francés en una alocución radiofónica que la BBC se encargó de transmitir y de retransmitir. Ese día sería conmemorado en los años venideros. (Por lo visto, el general francés no fue consciente de que pronunciaba su discurso coincidiendo con el 125 aniversario de la batalla de Waterloo). Al contrario del francófilo ministro de información, Duff Cooper, el Foreign Office se oponía firmemente a que De Gaulle se dirigiera por radio al pueblo de Francia. Temía que semejante acción provocara las iras del gobierno de Pétain en un momento delicado como aquel, en el que el futuro de la flota francesa era tan incierto. Pero Cooper, apoyado por Churchill y los miembros del gabinete, ordenó a la BBC que procediera a su emisión.

Cuando se pidió a De Gaulle que dijera unas palabras para comprobar el sonido, el general galo pronunció simplemente el nombre que más le obsesionaba: «La France». En esa célebre alocución, aunque en su momento fue escuchada por muy pocos franceses, De Gaulle utilizó el mundo de las emisiones radiofónicas para «izar la bandera» de la Francia Libre, de la France combattante. Aunque no podía lanzar un ataque directo contra la administración de Pétain, hizo un claro y conmovedor llamamiento a las armas —que más tarde sería reescrito y mejorado— cuando dijo: «La France a perdu une bataille! Mais la France n’a pas perdu la guerre!». En cualquier caso, puso de manifiesto su notable percepción del desarrollo de la guerra en el futuro. Aunque reconocía que Francia había sido derrotada en un nuevo tipo de guerra moderna y mecanizada, supo pronosticar que el poder industrial de los Estados Unidos cambiaría el curso de la que estaba convirtiéndose en una contienda de carácter mundial. De esta manera, rechazaba implícitamente la idea de los capitulards de que Gran Bretaña iba a ser derrotada por Alemania en menos de tres semanas y que Hitler dictaría los términos de la paz en Europa.

En el discurso «Este fue su gran momento», pronunciado aquel mismo día en la Cámara de los Comunes, Churchill también hizo referencia a la necesidad de que los Estados Unidos entraran en guerra al lado de los que defendían la libertad. En efecto, la batalla de Francia había terminado, pero la de Inglaterra estaba a punto de comenzar.