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LA OFENSIVA EN EL OESTE

(MAYO DE 1940)


El jueves, 9 de mayo, hizo un hermoso día primaveral en prácticamente todo el norte de Europa. Un corresponsal de guerra pudo ver cómo un grupo de soldados belgas plantaban pensamientos alrededor de su cuartel[1]. Corría el rumor de un inminente ataque alemán, pues habían llegado informes que hablaban de movimientos de tropas en Hannover y del montaje de puentes de pontones cerca de la frontera, informes de los que Bruselas no hacía ningún caso. Al parecer, muchos pensaban que Hitler se disponía a lanzar un ataque por el sur para ocupar los Balcanes, no por el noroeste. En cualquier caso, pocos imaginaban que iba a invadir de un plumazo cuatro países: Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia.

En París, la vida seguía siendo la misma de siempre. Raras veces la capital se había visto tan bella. Los castaños lucían la exuberancia de su follaje. Los cafés estaban repletos de clientes. Sin ironía aparente, la canción J’attendrai continuaba siendo el éxito del momento. El hipódromo de Auteuil seguía con sus carreras de caballos, y los salones del Ritz eran el punto de encuentro de elegantes damas. Lo que resultaba más sorprendente eran los numerosos oficiales y soldados que iban y venían por las calles de la ciudad[2]. Hacía poco que el general Gamelin había vuelto a autorizar la concesión de permisos. Por una curiosa coincidencia, Paul Reynaud, el primer ministro, había presentado su dimisión aquella misma mañana al presidente Lebrun, pues Daladier seguía negándose a destituir al comandante en jefe de las fuerzas francesas.

En Gran Bretaña, los noticiarios de la BBC informaron de que la noche anterior treinta y tres parlamentarios conservadores habían votado en contra del gobierno de Chamberlain en la Cámara de los Comunes tras un debate sobre el fracaso en Noruega. La arenga de Leo Amery atacando a Chamberlain tendría unas consecuencias funestas para el primer ministro. Terminaba citando las palabras pronunciadas por Cromwell a los miembros del Parlamento Largo en 1653: «Y yo digo que os vayáis, que nos dejéis en paz de una vez. En el nombre de Dios, ¡marchad!». En medio de la agitación de la cámara, con gritos de «¡Marchad! ¡Marchad! ¡Marchad!», Chamberlain, conmocionado, abandonó el lugar, tratando de ocultar sus sentimientos.

A lo largo de aquel día tan soleado, los políticos de Westminster y los clubes de St. James discutían acerca de cuál era el siguiente paso que debía darse, unos de manera acalorada, otros sin perder la compostura. ¿Quién iba a ser el sucesor de Chamberlain? ¿Churchill? ¿O tal vez lord Halifax, secretario de exteriores? Para la mayoría de los conservadores, Edward Halifax era la elección más lógica. Muchos de ellos seguían desconfiando de Churchill, al que consideraban un disidente peligroso e incluso carente de escrúpulos. No obstante, Chamberlain continuaba haciendo lo posible por mantenerse en el cargo. Recurrió al Partido Laborista, proponiendo una coalición, pero recibió una brusca respuesta: ellos no estaban dispuestos a colaborar con un gobierno presidido por él. Aquella misma tarde Chamberlain se vio obligado a afrontar el hecho de que debía presentar su dimisión. Fue así como Gran Bretaña se encontró inmersa en un limbo político la víspera de la gran ofensiva de Alemania por el oeste.

En Berlín, Hitler dictaba la proclamación que dirigiría a los ejércitos del frente occidental al día siguiente. «La batalla que hoy empieza determinará el destino de la nación alemana para los próximos mil años», terminaba diciendo en su arenga[3]. A medida que iba acercándose la hora, aumentaba su optimismo, sobre todo tras el éxito alcanzado en la campaña de Noruega. Pronosticaba que Francia se rendiría en apenas seis semanas. Pero lo que más le entusiasmaba era el asalto con planeadores que había sido programado para atacar la fortaleza de Eben-Emael, próxima a la frontera holandesa. Su tren especial, el Amerika, partió aquella misma tarde para trasladarlo a los nuevos cuarteles generales del Führer, a los llamados Felsennest o «nido de las rocas», en las boscosas montañas de Eifel, cerca de las Ardenas. A las 21:00, todos los cuerpos de ejército recibieron la contraseña esperada: «Danzig». Los boletines meteorológicos habían confirmado que al día siguiente habría muy buena visibilidad para la Luftwaffe. Todo se había desarrollado con tanto secretismo que, después de los innumerables aplazamientos de la fecha de ataque, algunos oficiales no estaban con sus regimientos cuando llegó la orden de ponerse en marcha.

En el norte, por las dos márgenes del Rin, el XVIII Ejército alemán estaba preparado para entrar en Holanda y avanzar hacia Ámsterdam y Rotterdam. Una tercera fuerza se dirigiría hacia la costa por el norte de Tilburg y Breda. Más al sur se encontraba el VI Ejército del Generaloberst Walther von Reichenau. Sus objetivos eran Amberes y Bruselas. El Grupo de Ejércitos A del Generaloberst von Rundstedt, con un total de cuarenta y cuatro divisiones, contaba con el mayor número de carros blindados. El IV Ejército del Generaloberst Günther von Kluge entraría en Bélgica para avanzar hacia Charleroi y Dinant. La ofensiva lanzada por todos estos ejércitos contra los Países Bajos desde el este iba a atraer inmediatamente a las fuerzas británicas y francesas hacia el norte para unirse a belgas y holandeses. Llegado este punto, se pondría en marcha el plan Sichelschnitt, o «golpe de hoz», de Manstein. El XII Ejército del Generaloberst Wilhelm List avanzaría a través del norte de Luxemburgo y las Ardenas belgas para cruzar el río Mosa por el sur de Givet, cerca de Sedán, escenario del gran desastre de Francia de 1870.

Una vez cruzado el Mosa, el grupo panzer, a las órdenes del general de caballería Ewald von Kleist, se dirigiría hacia Amiens, Abbeville y el estuario del Somme en el Canal de la Mancha. Con este movimiento se conseguiría aislar a la BEF, o Fuerza Expedicionaria Británica, y al VII, I y IX Ejército francés. Mientras tanto, el XVI Ejército alemán avanzaría por el sur de Luxemburgo para proteger el flanco izquierdo de las fuerzas de Kleist, pues este quedaba expuesto. El Grupo de Ejércitos C del Generaloberst von Leeb, con otros dos ejércitos, se encargaría de mantener la presión sobre la línea Maginot por el sur con el fin de que los franceses no pudieran enviar fuerzas al norte para rescatar a sus tropas atrapadas en Flandes.

El Sichelschnitt, o «golpe de hoz», de Manstein, un ataque envolvente por la izquierda, era, pues, la versión opuesta del plan Schlieffen de 1914, un ataque envolvente por la derecha, que los franceses creían que el enemigo iba a utilizar una segunda vez. El almirante Wilhelm Canaris de la Abwehr organizó una campaña de desinformación sumamente efectiva, haciendo correr en Bélgica y en otros lugares el rumor de que ese era precisamente el plan de los alemanes. Manstein estaba convencido de que Gamelin iba a enviar el grueso de sus fuerzas móviles a Bélgica, pues estas se habían trasladado inmediatamente a la frontera cuando, a raíz del accidente aéreo, cayeron en manos de los aliados los documentos de los alemanes con su plan de ataque. (Muchos altos oficiales aliados creerían más tarde que aquel accidente aéreo había sido programado astutamente por los alemanes, cuando en realidad se trató de un verdadero accidente, como queda confirmado por la reacción furibunda de Hitler al tener noticia del hecho). En cualquier caso, el plan de Manstein de atraer a los aliados hacia Bélgica jugaba con otra obsesión de los franceses. El general Gamelin, como la mayoría de sus compatriotas, prefería que los combates se desarrollaran en territorio belga en lugar del Flandes francés, región que durante la Primera Guerra Mundial había sufrido una gran devastación.

Hitler tuvo también mucho interés en que las fuerzas especiales y las tropas aerotransportadas entraran en acción. En octubre del año anterior había convocado al teniente general Kurt Student a la Cancillería del Reich, y le había ordenado que preparara una serie de unidades para capturar los puentes más importantes del canal Alberto y la principal fortaleza belga, Eben-Emael, utilizando grupos de asalto en planeadores. Los comandos de élite Brandenburgo vestidos con uniformes holandeses debían asegurar los puentes, y otros disfrazados de turista habrían de infiltrarse en Luxemburgo justo antes de que empezara la ofensiva. Pero el principal ataque sorpresa se lanzaría contra tres aeródromos de los alrededores de La Haya con unidades de la 7 Fallschirmjäger Division (División Paracaidista) y la 22 Luftlande Division (División de Infantería Aerotransportada) a las órdenes del Generalmajor conde Hans von Sponeck. Su objetivo era capturar la capital holandesa y hacer prisioneros a los miembros del gobierno y de la familia real.

Los alemanes habían producido muchísimo «ruido» diversivo: corrían rumores de una concentración en Holanda y Bélgica, de ataques directos a la línea Maginot e incluso de la posibilidad de que optaran por rodear dicha línea por el sur, violando la neutralidad de Suiza. Gamelin, convencido de que el ataque alemán a Holanda y Bélgica iba a ser la principal ofensiva enemiga, descuidó el sector de los alrededores de las Ardenas, seguro de que sus montañas sumamente boscosas resultaban «impenetrables». Sin embargo, sus caminos y senderos tenían la anchura suficiente para los tanques alemanes, y su dosel arbóreo dominado por hayas, abetos y robles constituía el escondite perfecto para el Panzergruppe von Kleist.

El Generaloberst von Rundstedt había recibido del experto en fotografías de reconocimiento destinado a su cuartel general la confirmación de que las posiciones defensivas francesas que cubrían el Mosa no habían sido ni mucho menos terminadas. A diferencia de la Luftwaffe, que organizaba constantemente vuelos de reconocimiento por las líneas aliadas, las fuerzas aéreas francesas se negaban a sobrevolar territorio alemán. No obstante, el servicio de inteligencia militar de Gamelin, el llamado Deuxième Bureau, tenía una imagen sumamente precisa de cómo iba a ser el orden de batalla alemán. Había localizado al grueso de las divisiones panzer en Eifel, al otro lado de las Ardenas, y también había descubierto que los alemanes estaban interesados en las rutas que, desde Sedán, se dirigían a Abbeville. El 30 de abril, el agregado militar francés en Berna, advertido por los eficaces servicios de espionaje suizos, informó al cuartel general de Gamelin de que los alemanes iban a lanzar su ataque entre el 8 y el 10 de mayo, y de que Sedán estaría en el «eje principal» de su avance[4].

Sin embargo, Gamelin y otros altos oficiales franceses se mantenían en sus trece, sin querer ver aquella amenaza. «Francia no es Polonia», insistían. El general Charles Huntziger, cuyo II Ejército era responsable del sector de Sedán, contaba solo con tres divisiones de tercera en esta zona del frente. Era perfectamente consciente de lo mal preparados que estaban sus reservistas y del poco entusiasmo que demostraban por el combate. Le imploró a Gamelin que le enviara otras cuatro divisiones porque las defensas no estaban preparadas, pero el generalísimo francés se negó. Algunos relatos, sin embargo, acusan a Huntziger de mostrar una actitud complaciente, y dicen que el general André Corap, al mando del IX Ejército, que se encontraba cerca de las fuerzas de Huntziger, fue más consciente del peligro que se corría[5]. En cualquier caso, las posiciones de hormigón que daban al Mosa, construidas por contratistas civiles, ni siquiera disponían de aspilleras que miraran en la dirección adecuada. Los campos de minas y las alambradas que hacían de barrera eran totalmente inapropiados, y la propuesta de bloquear con árboles talados el paso por los caminos y senderos del bosque en la margen derecha del río fue rechazada para no impedir un posible avance de la caballería francesa.

En la madrugada del viernes, 10 de mayo, llegaron a Bruselas noticias que hablaban de un ataque inminente. Por toda la ciudad comenzaron a sonar los teléfonos. La policía fue de hotel en hotel para pedir a los porteros de noche que despertaran a todo el personal militar que estuviera alojado en su establecimiento. Los oficiales, vistiéndose a toda prisa, se lanzaron a las calles en busca de un taxi para reunirse con su regimiento o llegar a su cuartel general. Al amanecer, aparecieron los aviones de la Luftwaffe en el cielo de la ciudad. Los cazas biplanos belgas despegaron para interceptarlos, pero poco podían hacer con su anticuada maquinaria. El fuego de las baterías antiaéreas despertó a la población civil de Bruselas.

También de madrugada llegaron al cuartel general de Gamelin noticias sobre el movimiento del enemigo, pero apenas se les prestó atención, pensando que se trataba simplemente de una nueva falsa alarma. El comandante en jefe no fue despertado hasta las 06:30. Su Grand Quartier General en la fortaleza medieval de Vincennes, en el extremo este de París, se encontraba lejos del campo de batalla, pero cerca del centro de poder. Gamelin era un militar politizado, que había aprendido a conservar su posición en el mundo bizantino de la Tercera República. A diferencia de Maxime Weygand, el general derechista acérrimo al que había sustituido en 1935, el deífico Gamelin había evitado que se le tachara de antirrepublicano.

Gamelin, al que se le atribuía la planificación de la batalla del Marne en 1914 siendo un brillante y joven oficial del estado mayor, en aquellos momentos era ya un hombre de sesenta y ocho años, de pequeña estatura, quisquilloso, vestido siempre con unos pantalones de montar perfectamente confeccionados. Muchos destacaban la sorprendente flojedad con la que estrechaba la mano. Disfrutaba del ambiente elitista que se creaba con sus oficiales favoritos del estado mayor, con los que compartía intereses intelectuales y hablaba de arte, filosofía y literatura como si juntos estuvieran representando una obra de teatro francesa sumamente intelectual, alejados del mundo real. Como no creía en las comunicaciones por radio, y tampoco tenía una, las órdenes de prepararse para entrar en Bélgica fueron transmitidas por teléfono. Aquella mañana, el generalísimo francés estaba totalmente convencido de que los alemanes estaban jugando a su favor. Un oficial del estado mayor vio cómo tarareaba una marcha militar mientras iba y venía por los pasillos del cuartel general.

La noticia del ataque también había llegado a Londres. Un ministro del gabinete acudió al Almirantazgo a las 06:00 para entrevistarse con Winston Churchill, al que encontró fumando un puro mientras desayunaba huevos con tocino. El futuro primer ministro estaba a la espera de recibir noticias de la decisión de Chamberlain, quien, como el rey y muchos líderes conservadores, quería que lord Halifax lo sucediera si él tenía que dimitir. Pero Halifax, que tenía un profundo sentido del servicio público, creyó que Churchill podía ser un líder más apropiado en tiempos de guerra, y rechazó el cargo. Además, Churchill había hecho hincapié en que, como miembro de la Cámara de los Lores, Halifax no podría dirigir eficazmente el gobierno desde fuera de la Cámara de los Comunes. Aquel día, en Gran Bretaña, el drama del cambio político eclipsó los acontecimientos mucho más graves que estaban produciéndose al otro lado del Canal de la Mancha.

El plan de Gamelin consistía en que el VII Ejército del general Henri Giraud avanzara por la costa desde la izquierda del frente, pasando por la región de Amberes, para reunirse con el ejército holandés en las inmediaciones de Breda. El hecho de incluir esta formación en su plan de avance hacia los Países Bajos sería una de las causas principales del desastre que estaba por venir, pues el VII Ejército constituía su única fuerza de reserva en el nordeste de Francia. Los holandeses habían confiado en recibir más ayuda, una idea que pecaba claramente de exceso de optimismo tras su negativa a coordinar la estrategia a seguir y debido a la distancia que había con la frontera francesa.

Según el llamado Plan D (por el río Dyle) de Gamelin, un contingente belga formado por veintidós divisiones defendería el río Dyle desde Amberes hasta Lovaina. La Fuerza Expedicionaria de Gort, con sus nueve divisiones de infantería y una división blindada, se colocaría a su derecha para encargarse de la defensa del Dyle al este de Bruselas, desde Lovaina hasta Wavre. En el flanco sur de la BEF, el I Ejército francés del general Georges Blanchard se ocuparía de la zona comprendida entre Wavre y Namur, mientras que el IX Ejército del general Corap cubriría el río Mosa desde el sur de Namur hasta el oeste de Sedán. Los alemanes estaban perfectamente al corriente de todos los detalles, pues habían podido descifrar el sistema de codificación francés con suma facilidad[6].

Gamelin había dado por hecho que las tropas belgas encargadas de la defensa del canal Alberto desde Amberes hasta Maastricht iban a poder frenar el avance alemán el tiempo suficiente para que los aliados pudieran alcanzar las que creían que eran unas posiciones defensivas perfectamente preparadas. Sobre el papel, el plan Dyle parecía un compromiso satisfactorio, pero al final no supo pronosticar la velocidad, la implacabilidad y la diversión que caracterizaron el conjunto de operaciones de la Wehrmacht. Las lecciones de la campaña de Polonia simplemente habían servido de muy poco.

Una vez más, la Luftwaffe lanzó al amanecer una serie de ataques preventivos contra varios aeródromos de Holanda, Bélgica y Francia. Los cazas Messerschmitt abrieron fuego contra los aviones franceses aparcados. Los pilotos polacos se escandalizaron ante «la desidia de los franceses[7]» y su falta de entusiasmo a la hora de enfrentarse al enemigo. Los escuadrones de la RAF se precipitaron a sus aparatos en cuanto recibieron la orden, pero, una vez en el aire, no sabían qué rumbo tomar. Sin un buen radar, el control de tierra poco podía ayudar. No obstante, aquel día los Hurricane de la RAF consiguieron abatir treinta bombarderos alemanes, aunque no tuvieron que enfrentarse a ninguna escolta de cazas alemanes, y la Luftwaffe no volvió a repetir semejante error.

Los pilotos más valientes fueron los de los obsoletos bombarderos ligeros de un solo motor Fairey Battle cuya misión fue atacar una columna alemana que avanzaba por Luxemburgo. Lentos y pobremente armados, eran unos aparatos peligrosamente vulnerables tanto al fuego de los cazas como al de la artillería de tierra del enemigo. De un total de treinta y dos, trece fueron abatidos, y el resto sufrió diversos daños. Aquel día, los franceses perdieron cincuenta y seis aviones de ochocientos setenta y nueve, y la RAF cuarenta y nueve de trescientos ochenta y cuatro. Las fuerzas aéreas holandesas perdieron la mitad de sus aparatos en una sola mañana. Pero la batalla no fue solo perjudicial para un bando. La Luftwaffe perdió ciento veintiséis aviones, en su mayoría Junker 52 de transporte[8].

La mayoría de las misiones de la Luftwaffe tuvieron como objetivo Holanda, con la esperanza de conseguir que este país abandonara rápidamente la contienda, pero también para reforzar la impresión de que la gran acometida llegaba por el norte. Todo ello formaba parte de lo que más tarde Basil Liddell Hart denominaría la «táctica de la muleta del torero» para atraer a las fuerzas móviles de Gamelin y hacerles caer en la trampa.

En lo que puede calificarse como una innovación en el arte de la guerra, los aviones de transporte Junker 52, escoltados por cazas Messerschmitt, comenzaron a realizar lanzamientos de tropas de asalto aerotransportadas. Su misión principal, a saber, la captura de La Haya con unidades de la 7 Fallschirmjäger Division y la 22 Luftlande Division, acabó, sin embargo, en un costoso fracaso. Muchos de estos lentos aviones de transporte fueron derribados mientras volaban a su destino, y ni siquiera la mitad de ellos pudo alcanzar uno de los tres aeródromos de la capital holandesa. Las unidades holandesas respondieron a la ofensiva, causando numerosas bajas entre los paracaidistas alemanes, y la familia real y el gobierno lograron huir del país. Otros destacamentos de las dos divisiones enemigas pudieron hacerse con el aeródromo de Waalhaven, cerca de Rotterdam, así como con varios puentes de importancia capital. Pero en el este, las tropas holandesas reaccionaron con mucha rapidez y volaron los puentes de los alrededores de Maastricht antes de que los comandos alemanes, vestidos con uniformes holandeses, pudieran capturarlos.

Se cuenta que en su Felsennest, Hitler lloró de alegría cuando fue informado de que los aliados estaban dirigiéndose a la trampa belga. Además, se sentía exultante porque el grupo de asalto de Koch con sus planeadores había logrado caer exactamente en el glacis de la fortaleza de Eben-Emael, en la confluencia del Mosa y el canal Alberto, resistiendo en el bastión hasta la llegada del VI Ejército al día siguiente. Otros destacamentos paracaidistas capturaron varios puentes del canal Alberto, y en poco tiempo los alemanes pudieron abrir brechas en las primeras líneas defensivas. Aunque había fallado la principal operación aerotransportada contra La Haya, lo cierto es que el lanzamiento de fuerzas paracaidistas en el interior de Holanda había conseguido crear gran pánico y confusión. Empezaron a correr rumores que hablaban del lanzamiento de paracaidistas vestidos de monjas y de caramelos envenenados para que los cogieran los niños, así como de quintacolumnistas que hacían señales desde las ventanas de los áticos: un fenómeno espeluznante que infectó Bélgica, Francia y, más tarde, Gran Bretaña.

En Londres, el gabinete de guerra se reunió al menos en tres ocasiones a lo largo de aquel día. En un principio, Chamberlain pretendió permanecer en el cargo de primer ministro, haciendo hincapié en que no convenía cambiar el gobierno mientras siguiera librándose una batalla al otro lado del Canal de la Mancha, pero cuando se confirmó que el Partido Laborista no estaba dispuesto a apoyarlo, supo que no le quedaba más remedio que presentar la dimisión. Halifax volvió a rechazar el cargo, de modo que Chamberlain tuvo que dirigirse al palacio de Buckingham para comunicarle al rey Jorge que debía llamar a Churchill. El monarca, triste y deprimido por la decisión de su amigo Halifax, no tenía otra alternativa.

Una vez confirmado en el cargo, sin pérdida de tiempo Churchill volvió a centrar su atención en la guerra y en el avance de la BEF en territorio belga. Como avanzadilla de reconocimiento, el 12.º Regimiento de Lanceros Reales había sido el primero en ponerse en marcha a las 10:20 con sus vehículos blindados. A lo largo del día les siguió la mayor parte de las demás unidades británicas. La primera columna de la 3.ª División fue detenida en la frontera por un oficial belga desinformado que exigió ver la «autorización para entrar en Bélgica»[9]. Un camión derribó simplemente la barrera, dejando libre el paso. Casi todas las carreteras que conducían a Bélgica se llenaron de columnas de vehículos militares que se dirigían hacia el norte, a la línea del río Dyle, a la que llegó el 12.º de Lanceros a las 18:00 horas.

La concentración de las fuerzas de la Luftwaffe primero en los ataques a los aeródromos y luego en el asalto a Holanda supuso que, en su avance hacia Bélgica, los ejércitos aliados se libraran al menos de sufrir bombardeos aéreos. Por lo visto, los franceses fueron los que más tardaron en reaccionar[10]. Muchas de sus formaciones no se pusieron en marcha hasta última hora de la tarde. Y con esta tardanza cometieron un grave error, pues enseguida las carreteras se vieron bloqueadas por los refugiados que venían en la dirección opuesta. Por otro lado, su VII Ejército avanzó a toda prisa por la costa del Canal hacia Amberes, pero cuando llegó al sur de Holanda no tardó en sufrir los constantes bombardeos de las fuerzas de la Luftwaffe concentradas en dicho país.

Los belgas salieron de bares y cafeterías para ofrecer una jarra de cerveza a los soldados que, con el rostro enrojecido por el calor, avanzaban en una jornada tan calurosa como aquella. Un gesto que, aunque generoso, no fue bien recibido por todos los oficiales y suboficiales. Algunas unidades británicas cruzaron Bruselas al anochecer. «Los belgas se echaron a la calle para darles la bienvenida», contaba un observador, «y los soldados les devolvían el saludo desde los camiones y los vehículos blindados de transporte de tropas. Todos llevaban lilas: lilas purpúreas en el casco, en el cañón del fusil o en el portaequipo de combate. Sonreían y con la mano hacían gestos levantando el pulgar; gestos que, al principio, dejaron estupefactos a los belgas, pues para ellos tenían un significado muy vulgar, aunque no tardaron en identificarlos con un signo de seguridad y de confianza. Era un espectáculo impresionante, un espectáculo conmovedor. Esta máquina militar avanzaba con toda su potencia, eficaz y silenciosamente, mientras la policía militar británica la guiaba por los cruces de las calles, como si estuvieran atravesando Londres en una hora punta»[11].

La gran batalla, sin embargo, se libraría en el sureste, en las Ardenas, contra el Grupo de Ejércitos A de Rundstedt. Las grandes columnas de vehículos de esta formación se adentraron sigilosamente en sus bosques, cuya espesura impedía que pudieran ser avistadas por la aviación aliada. Un grupo de cazas Messerschmitt sobrevolaba la zona dispuesto a atacar a los bombarderos y a los aviones de reconocimiento enemigos. Los vehículos y los tanques que se averiaban eran empujados fuera de la calzada. Se observaba estrictamente el orden de marcha y, a pesar de los temores de muchos oficiales de estado mayor, el sistema funcionó mucho mejor de lo esperado. Todos los vehículos del Panzergruppe von Kleist llevaban una pequeña «K» de color blanco delante y atrás para indicar que tenían prioridad absoluta. En cuanto aparecía uno de ellos, la infantería y todos los demás vehículos de transporte tenían que echarse a un lado para permitirle el paso.

A las 04:30, el general de las Panzertruppen Heinz Guderian, comandante del XIX Cuerpo, había acompañado a la 1.ª División Panzer en su avance a Luxemburgo. Los comandos de élite Brandenburgo ya se habían apoderado de importantes puentes y cruces de carretera. Los gendarmes luxemburgueses apenas tuvieron tiempo de indicar que la Wehrmacht estaba violando la neutralidad de su país antes de ser detenidos. El gran duque y su familia consiguieron salir de su pequeño estado, sin que el enemigo los reconociera.

Al norte, el XLI Panzerkorps avanzó siguiendo el curso del Mosa hasta Monthermé, y más al norte, a su derecha, el XV Cuerpo del general Hermann Hoth, encabezado por la 7.ª División Panzer de Erwin Rommel, se dirigió a Dinant. Sin embargo, para su consternación (y para desconcierto de Kleist), varias divisiones panzer tuvieron que interrumpir la marcha y retrasar su llegada porque los zapadores belgas pertenecientes al regimiento de Chasseurs ardennais habían volado varios puentes.

Al amanecer del 11 de mayo, la 7.ª División Panzer de Rommel, con la 5.ª División Panzer detrás y a su derecha, volvió a avanzar y llegó al río Ourthe. Las fuerzas destacadas de la caballería francesa consiguieron volar el puente a tiempo, pero luego se vio obligada a retirarse tras un enérgico enfrentamiento con el enemigo. Los zapadores alemanes no tardaron en construir un puente de pontones, y pudo continuar el avance hacia el Mosa. Rommel se dio cuenta de que en los combates entre su división y los franceses, a los suyos les iba mucho mejor si abrían fuego inmediatamente con todo lo que tuvieran a mano.

En el sur, el XLI Panzerkorps del teniente general Georg-Hans Reinhardt, de camino a Bastogne y luego a Monthermé, había tenido que interrumpir su avance después de que parte de las fuerzas de Guderian se encontraran con su vanguardia. El XIX Cuerpo de Guderian vivió un momento de confusión, debido en cierta medida a un cambio de órdenes. Pero también reinó cierta confusión en la avanzadilla de la caballería francesa, formada por unidades montadas y tanques ligeros. Aunque cada vez era más evidente la implacabilidad con la que avanzaban los alemanes hacia el Mosa, las fuerzas aéreas francesas no realizaron ninguna salida. La RAF envió ocho Fairey Battle más. Siete fueron destruidos, principalmente por la artillería terrestre.

Los aviones aliados que atacaron los puentes de Maastricht y del canal Alberto en el noroeste también salieron mal parados. No obstante, sus misiones fueron demasiado pocas y se llevaron a cabo demasiado tarde. El XVIII Ejército alemán ya se había adentrado en territorio holandés, donde las defensas flaqueaban. El VI Ejército de Reichenau había cruzado el canal Alberto y dejado atrás Lieja, mientras que otro cuerpo avanzaba hacia Amberes.

La Fuerza Expedicionaria Británica, que se había situado a lo largo del Dyle, un río sumamente estrecho, y las formaciones francesas que avanzaban hacia sus posiciones no parecían un objetivo de la Luftwaffe. Este hecho preocupaba a los oficiales más perspicaces, que comenzaron a preguntarse si no estarían cayendo en una trampa. Sin embargo, lo más inquietante en aquel momento era la lentitud con la que se veía obligado a avanzar el I Ejército francés, circunstancia que se había visto agravada porque seguía aumentando el número de refugiados belgas que ocupaban las carreteras. Y las escenas que se vivían en las calles de Bruselas indicaban que aquel flujo no iba a parar de crecer. «A pie, en coche o en carro, montados en burro, en sillas de ruedas o subidos a una carretilla. Había jóvenes en bicicleta, ancianos, ancianas, criaturas de todas las edades, campesinas con pañuelos en la cabeza, subidas en carretas cargadas de colchones, muebles y cacharros. Una larga fila de monjas, con el rostro enrojecido y bañado en sudor bajo la toca, levantaba una nube de polvo con sus largos hábitos grises… Las estaciones de tren recordaban las de Rusia durante la revolución, con gente durmiendo en el suelo o acurrucada contra la pared, con mujeres sujetando entre sus brazos a niños llorosos, con hombres pálidos y exhaustos»[12].

El 12 de mayo, leyendo los periódicos de Londres o París, daba la impresión de que había logrado detenerse el avance alemán. El Sunday Chronicle decía en sus titulares: «Desesperación en Berlín»[13]. Pero lo cierto es que las fuerzas alemanas habían cruzado Holanda y alcanzado la costa, y lo que quedaba del ejército de este país estaba retirándose al triángulo formado por Amsterdam, Utrecht y Rotterdam. Y el VII Ejército del general Giraud, que había podido llegar al sur de Holanda, seguía sufriendo los constantes ataques de la Luftwaffe.

En Bélgica, el cuerpo de caballería del general René Prioux, avanzadilla del tan rezagado I Ejército, pudo responder al ataque de las unidades panzer alemanas que avanzaban en un amplísimo frente a lo largo del Dyle. Pero, una vez más, las escuadrillas aéreas aliadas que intentaban bombardear puentes y columnas fueron abatidas por los cañones cuádruples de 20 mm de los grupos de artillería antiaérea alemanes.

Para aparente resentimiento de las fuerzas alemanas que se esforzaban por cruzar el Mosa, los noticiarios de las emisoras de radio de Alemania hacían hincapié exclusivamente en las batallas libradas en Holanda y en el norte de Bélgica. Apenas se hablaba del ataque principal en el sur. Esta estratagema formaba parte del plan de diversión concebido para distraer la atención de los aliados de la zona de Sedán y de Dinant. Gamelin seguía negándose a ver la amenaza que se cernía sobre el alto Mosa, a pesar de las numerosas advertencias en este sentido, pero el general Alphonse Georges, comandante en jefe del frente del noreste, un anciano militar de rostro triste muy admirado por Churchill, intervino para dar prioridad aérea al sector de Huntziger en las inmediaciones de Sedán. Georges, odiado por Gamelin, no había logrado recuperarse plenamente de las graves heridas sufridas en el pecho en 1934, en el atentado que se saldó con la vida del rey Alejandro de Yugoslavia.

No contribuyó a mejorar las cosas la confusa cadena de mandos del ejército francés, concebida principalmente por Gamelin en su firme determinación de socavar la posición de su ayudante. Pero incluso Georges reaccionó demasiado tarde a la amenaza. Las unidades francesas que se encontraban al noreste del Mosa fueron obligadas a replegarse al otro lado del río, algunas en absoluto desorden. La 1.ª División Panzer de Guderian entró en Sedán sin apenas encontrar oposición. Las tropas francesas en retirada pudieron volar al menos los puentes de la ciudad, pero los cuerpos de zapadores alemanes ya habían demostrado su pericia y rapidez en la construcción de viaductos.

Aquella tarde, la 7.ª División Panzer de Rommel también llegó al cauce del río Mosa en las inmediaciones de Dinant. Aunque la retaguardia belga voló el puente principal, los granaderos de la 5.ª División Panzer habían descubierto una vieja presa en Houx. Ocultas por una densa niebla, varias compañías cruzaron aquella noche el río y establecieron una cabeza de puente. El IX Ejército de Corap no consiguió trasladar a tiempo las tropas necesarias para defender el sector.

El 13 de mayo, las fuerzas de Rommel trataron de cruzar el Mosa por otros dos puntos, pero se vieron sorprendidas por el fuego de algunos grupos de soldados regulares franceses que disparaban desde óptimas posiciones. Rommel acudió a estos pasos próximos a Dinant con su vehículo de ocho ruedas blindado para estudiar la situación. Como sus blindados no llevaban bombas de humo, ordenó a sus hombres que prendieran fuego a unas casas aprovechando que el viento soplaba en dirección a las posiciones enemigas. A continuación, hizo traer tanques más pesados Mark IV y mandó que abrieran fuego contra las posiciones francesas al otro lado del río para cubrir el paso de la infantería con sus pesados botes de asalto de goma. «En cuanto se pusieron en el agua las primeras embarcaciones, estalló un infierno», escribió un oficial del batallón de reconocimiento de la 7.ª División Panzer. «Los francotiradores y la artillería pesada comenzaron a practicar su puntería con los hombres indefensos de los botes. Con nuestros tanques y nuestra artillería intentamos neutralizar al enemigo, pero estaba muy bien parapetado. Y cesó el ataque de la infantería»[14].

Ese día marcó el comienzo de la leyenda de Rommel. A ojos de sus soldados, estuvo prácticamente en todas partes: subido en los tanques para dirigir el fuego, al lado de los grupos de zapadores y en el agua cruzando el río por su propio pie. Su energía y su arrojo hicieron que sus hombres no se desanimaran en un momento en que el ataque habría podido perder fácilmente intensidad. Llegado un punto, asumió el mando de un batallón de infantería al otro lado del Mosa cuando hicieron su aparición los tanques franceses. Tal vez forme parte del mito, pero se cuenta que Rommel ordenó a sus hombres, que carecían de armamento antitanque, disparar bengalas contra los carros armados. Las tripulaciones de los blindados franceses, creyendo que se trataba de proyectiles perforadores, optaron inmediatamente por retirarse. Los alemanes sufrieron graves pérdidas, pero aquella noche Rommel había conseguido establecer dos cabezas de puente, una en Houx y otra en las inmediaciones de Dinant, en el disputado paso donde había tenido lugar el duro enfrentamiento. Sin perder tiempo, sus zapadores se pusieron a construir puentes de pontones para que los tanques pudieran atravesar el río.

Mientras se preparaba a uno y otro lado de Sedán para cruzar el Mosa, Guderian mantuvo una fuerte discusión con su superior, el Generaloberst von Kleist. Había decidido arriesgarse, desobedeciendo sus instrucciones, y convencido a la Luftwaffe de apoyar su plan con una concentración masiva de aviones del II Cuerpo Aéreo y el VIII Cuerpo Aéreo. Este último estaba a las órdenes del Generalmajor Wolfram Freiherr von Richthofen, primo del famoso «Barón Rojo» y antiguo comandante de la Legión Cóndor responsable de la destrucción de Guernica. Serían los Stuka de Richthofen los que, con sus ataques en picado y el estridor de sus «trompetas de Jericó», causarían estragos en la moral de las tropas francesas que defendían el sector de Sedán.

Sorprendentemente, la artillería francesa, que tenía ante sí una gran concentración de vehículos y soldados alemanes hacia los que apuntar, había recibido la orden de limitar los disparos para ahorrar munición. Su comandante pensó que los alemanes tardarían dos días más en poder cruzar el río con sus cañones de campaña. Aún no sabía que los Stuka se habían convertido en la artillería volante de las puntas de lanza blindadas, y los Stuka atacaron las posiciones de sus cañones con notable precisión. Cuando la ciudad de Sedán pareció convertirse en una hoguera debido al incesante bombardeo, los alemanes se precipitaron al río con sus pesados botes de asalto de goma y comenzaron a remar enérgicamente. Sufrieron muchas bajas, pero al final varios efectivos avanzados alcanzaron la orilla opuesta y atacaron los búnkeres de hormigón con lanzallamas y cargas explosivas de control remoto.

Cuando empezó a caer la noche, se propagó entre los aterrados reservistas franceses el rumor de que estaban a punto de quedarse completamente aislados porque los tanques enemigos ya habían podido cruzar el río. Las comunicaciones entre unidades y comandantes habían quedado prácticamente bloqueadas, pues durante los bombardeos las líneas de los teléfonos de campaña habían sufrido graves daños. Los franceses empezaron a retirarse: primero su artillería, y más tarde el propio comandante de la división. Aquello se convirtió en un verdadero sauve-qui-peut, «sálvese quien pueda». Los montones de munición que habían guardado como un tesoro para otro día cayeron en manos del enemigo sin que se disparara un solo tiro. Los reservistas de más edad, los llamados «cocodrilos», habían logrado sobrevivir a la Primera Guerra Mundial y no tenían la más mínima intención de morir en aquellos momentos en lo que consideraban un combate injusto. Los panfletos del Partido Comunista francés contra la guerra habían hecho mella en muchos de ellos, pero más aún la propaganda alemana que afirmaba que los británicos los habían metido en esa guerra. La solemne promesa que en marzo había tenido que hacer Reynaud al gobierno de Londres en el sentido de que Francia nunca buscaría sola una paz con Alemania no hizo más que aumentar sus sospechas.

Los generales franceses, cegados por su gran victoria de 1918, se vieron superados por los acontecimientos. Gamelin, durante su visita aquel día al cuartel general de Georges, seguía pensando que el ataque principal iba a llegar por Bélgica. No fue hasta el anochecer cuando se enteró de que los alemanes habían cruzado el Mosa. Ordenó entonces que el II Ejército de Huntziger organizara una contraofensiva, pero este general ya había trasladado a sus formaciones. Era demasiado tarde: solo podían emprenderse ataques aislados.

En cualquier caso, Huntziger no había sabido interpretar cuáles eran las verdaderas intenciones de Guderian. Dio por hecho que con el ataque relámpago se pretendía asestar un duro golpe en el sur para luego ir rodeando la línea Maginot desde el otro lado de la frontera. En consecuencia, reforzó el flanco derecho de sus tropas, mientras Guderian avanzaba por su debilitada izquierda. La caída de Sedán, con todas sus reminiscencias de la rendición de Napoleón III, aterró a los comandantes franceses. A primera hora de la mañana del día siguiente, 14 de mayo, el capitán André Beaufre, que acompañaba al general Doumenc, llegó al cuartel general de Georges. «El ambiente que se respiraba era como el de una casa en la que acaba de morir uno de los miembros de la familia», escribiría más tarde. «¡En Sedán han abierto una brecha en nuestro frente!», exclamó Georges desesperado ante los recién llegados. «¡Se ha producido un desastre!». Y el general, exhausto, se dejó caer en una silla y rompió a llorar[15].

Con tres cabezas de puente alemanas, una en los alrededores de Sedán, otra a la altura de Dinant y la tercera, más pequeña, entre una y otra ciudad, en las inmediaciones de Monthermé, donde el XLI Panzerkorps de Reinhardt comenzaba a recuperar el tiempo perdido tras un duro combate, estaba a punto de abrirse una brecha de casi ochenta kilómetros en el frente francés. De haber reaccionado con mayor celeridad, los comandantes franceses habrían tenido muchas probabilidades de conseguir aplastar las puntas de lanza alemanas. En el sector de Sedán, el general Pierre Lafontaine de la 55.ª División ya había recibido dos regimientos de infantería más y otros dos batallones de tanques ligeros, pero no dio la orden de contraatacar hasta nueve horas después. Los batallones de blindados también se vieron ralentizados por los soldados de la 51.ª División que, en su huida, bloqueaban las carreteras, así como por las deficientes comunicaciones. Durante la noche, los alemanes no habían querido perder tiempo trasladando más tanques al otro lado del Mosa. Los carros de combate franceses entraron por fin en acción a primera hora de la mañana, pero fueron destruidos en su mayoría. Mientras tanto, la catástrofe vivida por la 51.ª División había sembrado el pánico entre las formaciones vecinas.

Aquella mañana, las fuerzas aéreas aliadas enviaron ciento cincuenta y dos bombarderos y doscientos cincuenta cazas para atacar los puentes de pontones que cruzaban el Mosa. Pero resultaba muy difícil dar en el blanco en unos objetivos tan pequeños, numerosas escuadrillas de cazas Messerschmitt de la Luftwaffe sobrevolaban la zona y las baterías antiaéreas alemanas abrían fuego constantemente con gran precisión. El porcentaje de pérdidas de la RAF fue el más elevado de su historia: de un total de setenta y un bombarderos, cuarenta fueron derribados. Desesperados, los franceses decidieron enviar algunos de sus obsoletos bombarderos, que fueron destruidos. Georges ordenó el avance de dos formaciones que aún no habían sido probadas en el campo de batalla, a saber, una división blindada y una división de infantería motorizada, a las órdenes del general Jean Flavigny, avance que se vio retrasado por la falta de combustible. Flavigny debía lanzar un ataque desde el sur contra la cabeza de puente de Sedán, pues Georges, al igual que Huntziger, pensaba que la principal amenaza se encontraba a la derecha.

Intentó efectuarse otra contraofensiva por el norte, contra la cabeza de puente de Rommel, con la 1.ª División blindada. Pero, una vez más, los refugiados belgas que colapsaban las carreteras, y la imposibilidad de los camiones cisterna de abrirse paso entre la multitud, supusieron una sucesión de retrasos que tendría consecuencias nefastas. A la mañana siguiente, 15 de mayo, la punta de lanza de Rommel sorprendió a los franceses mientras repostaban sus tanques pesados B1. En medio del caos comenzó una batalla, en la que las tripulaciones de los blindados galos estaban en clara desventaja. Rommel dejó que la 5.ª División Panzer continuara el combate, y siguió avanzando. De haber estado preparados, los tanques franceses habrían podido obtener una victoria importante. Al final, aunque consiguió destruir casi un centenar de tanques alemanes, la 1.ª División blindada francesa había sido prácticamente aniquilada al finalizar el día, sobre todo por la acción de los cañones antitanque alemanes.

Las fuerzas aliadas que se encontraban en los Países Bajos aún eran poco conscientes de la amenaza que se cernía sobre su retaguardia. El 13 de mayo, mientras se replegaba, el Cuerpo de Caballería del general Prioux libró con arrojo una batalla decisiva junto al río Dyle, donde estaba posicionándose el resto del I Ejército de Blanchard. Aunque los tanques Somua de Prioux estaban bien blindados, las tácticas y la pericia de los artilleros alemanes fueron superiores, y la ausencia de radios en los tanques franceses se convirtió en un gravísimo inconveniente. Tras perder prácticamente la mitad de sus fuerzas en los duros enfrentamientos, el valiente Cuerpo de Caballería de Prioux se vio obligado a emprender definitivamente la retirada. Sus condiciones le impedían lanzar un ataque por el sureste para cerrar la brecha abierta en las Ardenas como pretendía Gamelin.

El VII Ejército francés comenzó a replegarse hacia Amberes tras avanzar inútilmente hasta Breda para unirse a las fuerzas holandesas que habían quedado aisladas. A pesar de su falta de preparación y de armamento, las tropas holandesas combatieron con arrojo contra la 9.ª División Panzer que intentaba llegar a Rotterdam. El comandante del XVIII Ejército alemán vivió aquella férrea resistencia con frustración, pero al final, aquella noche, los tanques alemanes consiguieron abrirse paso.

Al día siguiente, los holandeses negociaron la rendición de Rotterdam, pero los alemanes no informaron debidamente de este hecho a la Luftwaffe, que organizó una gran incursión para bombardear la ciudad. Más de ochocientos civiles perdieron la vida. El ministro de asuntos exteriores holandés comunicó aquella noche que habían perecido en el ataque treinta mil personas, declaración que causó un gran estremecimiento tanto en París como en Londres. En cualquier caso, el general Henri Winkelman, comandante en jefe de las fuerzas holandesas, decidió rendirse al XVIII Ejército alemán para evitar más pérdidas humanas. Cuando recibió la noticia, Hitler ordenó inmediatamente que se organizara una marcha triunfal por las calles de Ámsterdam con unidades de la SS Leibstandarte Adolf Hitler y de la 9.ª División Panzer.

Al dictador alemán le divirtió, y también le exasperó, recibir un telegrama del kaiser Guillermo II, que seguía exiliado en Holanda, en la ciudad de Apeldoorn. «Mi Führer», decía. «Deseo expresarle mis felicitaciones, en la esperanza de que, bajo su maravilloso liderazgo, sea restaurada completamente la monarquía alemana». La idea de que el soberano depuesto esperara de él que se pusiera a jugar a ser Bismarck, «al que él mismo destituyó para desgracia de Alemania», le llenaba de estupor. «¡Menudo idiota!», comentó Hitler a Linge, su ayuda de cámara[16].

El contraataque francés previsto para el 14 de mayo contra el sector oriental de la posición avanzada de Sedán fue aplazado primero y suspendido más tarde por el general Flavigny, comandante en jefe del XXI Cuerpo. Este tomó la desastrosa decisión de dividir las fuerzas de la 3.ª División blindada simplemente para crear una línea defensiva entre Chémery y Stonne. Huntziger seguía convencido de que los alemanes se dirigían hacia el sur para rodear la línea Maginot. En consecuencia, mandó que su ejército diera la vuelta para bloquear el paso hacia el sur. Con esto lo único que se consiguió fue dejar expedito el paso hacia el oeste.

El general von Kleist, cuando fue informado del envío de refuerzos franceses, mandó a Guderian que se detuviera hasta la llegada de más formaciones para proteger aquel flanco. Tras una nueva y violenta discusión, Guderian consiguió convencerlo de que podía seguir su avance con la 1.ª y la 2.ª División Panzer, siempre y cuando se enviaran la 10.ª División Panzer y el regimiento de infantería Grossdeutschland, a las órdenes del conde von Schwerin, contra la localidad de Stonne, situada en lo alto de una estratégica colina. A primera hora del 15 de mayo, el Grossdeutschland se lanzó al ataque sin esperar a la 10.ª División Panzer. Las tripulaciones de los tanques de Flavigny respondieron a la ofensiva, y la aldea cambió de manos varias veces en el curso del día, sufriendo ambos bandos importantes pérdidas. En las angostas calles de la localidad, los cañones antitanque del Grossdeutschland consiguieron al final imponerse a los tanques pesados B1 de los franceses, y llegaron los granaderos de la 10.ª División Panzer para apoyar a los exhaustos soldados de infantería alemanes. En las filas del Grossdeutschland hubo ciento tres muertos y cuatrocientos cincuenta y nueve heridos. Sería la pérdida más grave que iban a sufrir los alemanes a lo largo de toda la campaña.

El general Corap empezó la operación de retirada de su IX Ejército, pero esto dio lugar a una rápida desintegración de las defensas y vino a abrir aún más la brecha en el frente. Por el centro, el Panzerkorps de Reinhardt no solo pudo alcanzar a los otros dos el 15 de mayo, sino que su 6.ª División Panzer les sacó una gran ventaja, cuando realizó un avance de sesenta kilómetros hasta Montcornet que dejó partida en dos a la desdichada 2.ª División blindada de los franceses. Fue este duro golpe en la retaguardia lo que convenció al general Robert Touchon, que trataba de reunir un nuevo VI Ejército para cerrar la brecha abierta en el frente, de que ya era demasiado tarde. Así pues, el militar galo ordenó a sus formaciones que se retiraran al sur del río Aisne. En aquellos momentos apenas quedaban fuerzas francesas entre los tanques alemanes y la costa del Canal de la Mancha.

Guderian había recibido la orden de no avanzar hasta la llegada de un número suficiente de divisiones de infantería al otro lado del Mosa. A todos sus superiores —Kleist, Rundstedt o Halder— les inquietaba muchísimo que la punta de lanza alemana se extendiera en un frente demasiado amplio y quedara expuesta a una contraofensiva francesa desde el sur. Incluso a Hitler le preocupaba en grado sumo esta posibilidad. Pero Guderian se dio cuenta del caos reinante en las filas francesas. Ante él se abría una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Así pues, la operación que ha sido descrita erróneamente como una estrategia propia de la guerra relámpago (Blitzkrieg), fue, en gran medida, improvisada sobre el terreno.

Las puntas de lanza alemanas comenzaron a avanzar a toda prisa, encabezadas por sus batallones de reconocimiento provistos de motocicletas con sidecar y vehículos blindados de ocho ruedas. Capturaron puentes que los franceses no habían tenido tiempo de volar. Las exhaustas tripulaciones de sus carros de combate, vestidas con su uniforme negro, presentaban un aspecto sucio y desaliñado. Rommel apenas permitía que sus hombres de la 7.ª y la 5.ª División Panzer descansaran, o incluso que perdieran tiempo reparando los vehículos. La mayoría de los soldados se mantenían activos ingiriendo pastillas de metanfetamina e imaginando una victoria abrumadora. Todas las tropas francesas que encontraban a su paso estaban tan aturdidas que se rendían inmediatamente. No tenían más que decirles que bajaran los brazos y siguieran caminando hacia adelante para que la infantería alemana que venía más atrás se hiciera cargo de ellas.

El segundo grupo invasor que seguía a las divisiones blindadas alemanas era la infantería motorizada. Alexander Stahlberg, por entonces teniente de la 2.ª División de Infantería (Motorizada), pero más tarde ayudante de campo de Manstein, pudo ver «los despojos de un ejército francés derrotado: vehículos acribillados a balazos, tanques averiados e incendiados, cañones abandonados y una sucesión de destrucción infinita»[17]. Los alemanes pasaban por aldeas deshabitadas, y su temor de topar con un enemigo de carne y hueso no era mayor que el que hubieran podido experimentar durante las maniobras. Más atrás venían los soldados de infantería de a pie, cuyas botas echaban humo, pues los oficiales los obligaban a apretar el paso para no quedar rezagados. «Marchar, marchar. Siempre adelante, siempre al oeste», escribiría uno de ellos en su diario[18]. Hasta sus caballos estaban «muertos de cansancio».

Si Hitler hubiera llevado adelante sus planes en el otoño anterior, la invasión de Francia hubiera sido, casi con certeza, un desastre. El éxito en Sedán supuso un verdadero milagro para el ejército alemán, que andaba escaso de municiones. La Luftwaffe disponía solo de bombas para catorce días de combate. Además, sus formaciones motorizadas y blindadas se habrían visto en una situación sumamente delicada. Un año antes simplemente no existían aún los tanques más pesados Mark III y Mark IV, que fueron capaces de enfrentarse con éxito a los carros de combate franceses y británicos. Y para adiestrar debidamente a sus fuerzas, especialmente a los oficiales de un ejército que había pasado de los cien mil a los cinco millones y medio de efectivos, fue también de vital importancia poder contar con unos meses más[19].

El 14 de mayo, en Londres, ni siquiera el gabinete de guerra podía imaginarse cuál era la verdadera situación al oeste del Mosa. Por pura coincidencia, Anthony Eden, secretario de estado de guerra, anunció aquel día la creación de un nuevo cuerpo, el de Voluntarios Locales de Defensa (bautizado al poco tiempo con el nombre de Guardia Nacional). En menos de una semana, unos doscientos cincuenta mil hombres solicitaron su ingreso en él. Pero el gobierno de Churchill empezó a darse cuenta de la magnitud de la crisis cuando aquella tarde, a última hora, recibió un telegrama de París firmado por Reynaud. El primer ministro francés solicitaba otros diez escuadrones de cazas británicos para proteger a sus tropas de los ataques de los Stuka. Reconocía que los alemanes habían abierto una brecha al sur de Sedán y decía que, en su opinión, las fuerzas enemigas avanzaban hacia París.

El general Ironside, jefe del estado mayor imperial, dio la orden de enviar un oficial de enlace al cuartel general de Gamelin o al de Georges. Apenas llegaban noticias del frente, por lo que Ironside llegó a la conclusión de que Reynaud «se había dejado llevar un poco por la histeria»[20]. Pero lo cierto es que el primer ministro francés no tardaría en darse cuenta de que la situación era mucho más catastrófica que lo que había temido en un primer momento. Daladier, ministro de la guerra, acababa de hablar con Gamelin, cuya tranquilidad y suficiencia se habían visto trastocadas por un informe en el que se comunicaba la desintegración del IX Ejército. En él también se indicaba que el Panzerkorps de Reinhardt había llegado a Montcornet. Aquella noche, a última hora, Reynaud convocó una reunión con Daladier y el gobernador militar de París en el ministerio del interior: si el enemigo avanzaba hacia la capital francesa, tenían que trazar un plan para mantener la ley y el orden, y evitar que cundiera el pánico entre la población.

A las 07:30 de la mañana siguiente, una llamada telefónica de Reynaud despertó a Churchill. «Hemos sido derrotados», exclamó el francés. El primer ministro británico, aún medio dormido, no pudo reaccionar inmediatamente a aquella noticia. «Nos han vencido; hemos perdido la batalla», recalcó Reynaud. «¿Seguro? No puede haber ocurrido tan deprisa…», respondió Churchill. «Han abierto una brecha en el frente cerca de Sedán; están entrando masivamente con sus tanques y sus vehículos blindados», replicó Reynaud, quien, según Roland de Margerie, su asesor de asuntos exteriores, también añadió: «El camino que conduce a París ha quedado despejado. Envíennos todos los aviones y todas las tropas que puedan»[21].

Churchill decidió volar a París con la intención de modificar la decisión de Reynaud, pero primero convocó una reunión del gabinete de guerra para hablar sobre la posibilidad de enviar otros diez escuadrones de cazas. Tenía la firme determinación de hacer todo lo posible por ayudar a los franceses. Pero el jefe del Estado Mayor del Aire y del Mando de Caza de la RAF, el mariscal sir Hugh Dowding, se opuso enérgicamente al envío de más aparatos aéreos. Tras una acalorada discusión, se levantó de la silla, fue hasta Churchill y le colocó delante un papel en el que se especificaba el porcentaje de pérdidas posibles, basándose en los percances ocurridos hasta entonces. En menos de diez días no iba a quedar ni un Hurricane en Francia o en Gran Bretaña. Aquello dejó estupefactos a los miembros del gabinete, que, sin embargo, consideraron que había que enviar otros cuatro escuadrones a Francia.

El gabinete de guerra tomó también otra decisión. El Mando de Bombardeo debía participar por fin en la ofensiva contra territorio alemán. Tenía que organizar una incursión al Ruhr en represalia por el ataque a Rotterdam de la Luftwaffe. Fueron pocos los aviones que dieron con su objetivo, pero esta misión supondría el primer paso de una campaña de bombardeos estratégicos.

Sumamente preocupado por la posible caída de Francia, Churchill envió un telegrama al presidente Roosevelt con la esperanza de causarle un gran sobresalto que lo llevara a unirse a la causa aliada. «Como sin duda sabrá, el panorama se ha oscurecido de un plumazo. Si es necesario, continuaremos la guerra solos, no nos da miedo. Pero confío en que sepa darse cuenta, Sr. Presidente, de que la voz y la fuerza de los Estados Unidos perderán todo su peso si permanecen reprimidas durante demasiado tiempo. Con asombrosa rapidez, puede encontrarse con una Europa completamente sometida y nazificada, y esta es una carga que probablemente no podremos soportar»[22]. Roosevelt contestó con amabilidad y cortesía, pero sin comprometerse a intervenir. Churchill redactó otra carta, haciendo hincapié en la firme determinación de Gran Bretaña de «perseverar hasta el final, independientemente de cómo acabe la gran batalla que se libra en Francia», y, una vez más, insistió en la necesidad de que los norteamericanos prestaran inmediatamente su ayuda.

Como seguía viendo que Roosevelt no se daba cuenta de lo dramática que era la situación, el 21 de mayo el primer ministro escribió otro mensaje, que no supo si enviar o no. Aunque insistía en que su gobierno nunca aceptaría rendirse, planteaba otro peligro. «Si los miembros del actual gobierno caen, y vienen otros a parlamentar en medio de la ruina y el desastre, no puede usted ignorar el hecho de que la única moneda de cambio que les quedará para negociar con Alemania será la flota, y si nuestro país fuera abandonado a su destino por los Estados Unidos, nadie tendrá derecho a acusar de nada a los responsables que en ese momento alcancen el mejor acuerdo posible para los supervivientes. Perdóneme, Sr. Presidente, por exponer esta posible pesadilla con tanta claridad. Evidentemente, no puedo responder de lo que hagan mis sucesores, que, si llega el caso, probablemente se vean obligados por la desesperación y la impotencia a doblegarse a la voluntad de Alemania»[23].

Al final, Churchill decidió enviar este telegrama, pero, como observaría más tarde, su táctica del miedo, dando a entender que los navíos de guerra de la Marina Real británica podrían quedar en manos de los alemanes, y el peligro que esto supondría para los Estados Unidos, resultaría contraproducente. Su objetivo era socavar el convencimiento que tenía Roosevelt de que Gran Bretaña estaba decidida a librar sola aquella batalla, y el Presidente planteó, junto con sus asesores, la posibilidad de trasladar la Armada inglesa a Canadá. Llegó incluso a ponerse en contacto con William Mackenzie King, primer ministro de este país, para tratar del asunto. Unas semanas después, este error de cálculo de Churchill tendría trágicas consecuencias.

El 16 de mayo, Churchill voló por la tarde a París. Ignoraba que Gamelin había telefoneado a Reynaud para decirle que los alemanes tal vez llegaran a la capital aquella misma noche. Estaban ya cerca de Laon, a menos de ciento veinte kilómetros de distancia. El gobernador militar aconsejó la evacuación inmediata de todos los miembros de la administración. En los ministerios comenzaron a apilarse en los patios montones de expedientes para prenderles fuego, mientras los funcionarios iban tirando por las ventanas todo tipo de documentos.

«El viento arremolinado», dice Roland de Margerie, «se llevaba fragmentos y pedazos chamuscados de papel, que no tardaron en inundar todo el barrio»[24]. También cuenta que la amante de Reynaud, la derrotista condesa de Portes, hizo un comentario sumamente cáustico acerca del «idiota que ha dado esta orden». El jefe de servicio contestó que había sido Reynaud en persona: «C’est le Président du Conseil, Madame»[25]. Pero, en el último momento, Reynaud decidió que el gobierno debía quedarse. No fue una buena idea, porque había corrido la noticia. Los parisinos, a los que se había ocultado la realidad del desastre con una estricta censura de la prensa, enseguida fueron presa del pánico. Había comenzado la grande fuite. Una multitud de vehículos con montones de cajas apiladas sobre la cubierta empezaron a cruzar París en dirección a la Porte d’Orléans y la Porte d’Italie.

Churchill voló a París en su avión Flamingo acompañado del general John Dill, nuevo jefe del estado mayor imperial, y del general Hastings Ismay, secretario del gabinete de guerra, y en cuanto aterrizó se dio cuenta de que «la situación era muchísimo más grave que lo que nos habíamos imaginado». En el Quai d’Orsay, los británicos se reunieron con Reynaud, Daladier y Gamelin. El ambiente era tan tenso que ni siquiera se sentaron. «Sus rostros expresaban el más absoluto abatimiento», escribiría posteriormente Churchill. Gamelin se colocó de pie junto a un mapa que había en un caballete, y en el que aparecía marcada la avanzada enemiga en Sedán, e intentó explicar la situación.

«¿Dónde están las reservas estratégicas?», exclamó Churchill, que inmediatamente volvió a formular la pregunta en su peculiar francés. «Où est la masse de manoeuvre?».

Gamelin se volvió hacia él y, «negando con la cabeza y encogiéndose de hombros», contestó: «Aucune». Entonces Churchill vio por las ventanas que subía una gran cantidad de humo, y desde una de ellas también pudo ver a los funcionarios del ministerio de exteriores que transportaban montones de documentos en carretillas que luego volcaban en unas grandes hogueras. Churchill no podía creer que el plan de Gamelin no hubiera contemplado la necesidad de reservar un contingente importante de tropas con el que contraatacar si el enemigo lograba abrirse paso, rompiendo la línea defensiva. Pero hubo otros dos hechos que también le dejaron perplejo: su propio desconocimiento de cómo estaban las cosas y la lamentable falta de coordinación entre los dos países aliados.

Cuando preguntó a Gamelin por los preparativos para lanzar un contraataque, el generalísimo francés solo pudo encogerse de hombros. Su mirada lo decía todo. El ejército francés estaba acabado. Su única esperanza era que Gran Bretaña los salvara. Con discreción, Roland de Margerie le comentó en voz baja a Churchill que las cosas estaban mucho peor que lo que habían contado Daladier y Gamelin. Y cuando añadió que tal vez tendrían que replegarse al río Loira, o incluso seguir la guerra desde Casablanca, el primer ministro británico lo miró «avec stupeur»[26].

Reynaud se interesó por los diez escuadrones de cazas que había solicitado. Churchill, que aún tenía la advertencia de Dowding zumbándole en los oídos, explicó que desposeer a Gran Bretaña de sus defensas podría tener desastrosas consecuencias. Recordó las terribles pérdidas que había sufrido la RAF intentando bombardear los puntos por los que los alemanes cruzaban el Mosa, y luego añadió que cuatro escuadrones más estaban de camino, y que había otros que realizaban misiones en Francia desde su base en Gran Bretaña, pero su respuesta no satisfizo a los franceses. A última hora de la tarde, el primer ministro británico mandó un mensaje desde su embajada al gabinete de guerra, pidiendo que se acordara el envío de otros seis escuadrones. (Por cuestiones de seguridad, fue dictado en indostaní por el general Ismay, y traducido por un oficial del Ejército Indio en Londres). Cuando se obtuvo la autorización poco antes de la medianoche, Churchill fue inmediatamente a ver a Reynaud y a Daladier para infundirles ánimo. El presidente francés lo recibió en batín y zapatillas.

Al final, los nuevos escuadrones tuvieron que actuar desde una base británica y volar cada día al otro lado del Canal de la Mancha para entrar en combate. Debido al avance de los alemanes, no había suficientes aeródromos desde los que operar, y los pocos disponibles carecían de las instalaciones necesarias para la reparación y el mantenimiento de los aparatos. En total, durante la precipitada retirada, hubo que abandonar ciento veinte Hurricane con base al otro lado del Canal que habían sufrido daños en misiones de combate. Los pilotos se encontraban en un estado de absoluta extenuación. La mayoría realizaba hasta cinco salidas en un solo día. Y como los cazas franceses Morane y Dewoitine poco podían hacer ante un Messerschmitt 109 alemán, los escuadrones de los Hurricane británicos tuvieron que cargar con el peso de una batalla muy desigual.

No paraban de llegar informes en los que se hablaba de la desintegración del ejército francés y de su falta de disciplina. Se intentó obligar a las unidades a resistir y a combatir, para lo cual no se dudó en ejecutar a algunos oficiales acusados de haber abandonado el mando. Las tropas comenzaron a ver espías por todas partes. Numerosos oficiales y soldados recibieron un tiro después de que algún hombre asustado los confundiera con un alemán vestido con uniforme aliado. El rumor de que los alemanes disponían de armas secretas y de la existencia de una «quinta columna» hizo que cundiera el pánico. Parecía que la traición fuera la única manera de explicar una derrota tan apabullante como aquella, con el grito desgarrador de «Nous sommes trahis!».

La situación se hacía cada vez más caótica, debido principalmente al gran número de refugiados que se acumulaba en el noreste de Francia. Contando holandeses y belgas, se calcula que aquel verano se echaron a las carreteras unos ocho millones de individuos, hambrientos, sedientos y exhaustos, los más ricos en sus vehículos, y el resto en carros y carretas o empujando una bicicleta, un cochecito o una carretilla cargados con sus pocas pertenencias. «El espectáculo es patético», escribiría en su diario el teniente general sir Alan Brooke, «con mujeres que cojean porque tienen los pies lastimados, con niños exhaustos por el viaje, pero que permanecen abrazados a sus muñecos, y por todos los ancianos y los desgraciados que avanzan a duras penas»[27]. La suerte que había corrido Rotterdam causaba pavor a muchos. La inmensa mayoría de la población de Lille abandonó la ciudad ante el avance alemán. Aunque no hay pruebas de que la Luftwaffe diera órdenes a sus pilotos de atacar las columnas de refugiados, lo cierto es que varios miembros de las fuerzas aliadas aseguraron haber sido testigos de este tipo de acciones. El ejército francés, que había basado su estrategia en la defensa estática, fue todavía más incapaz de reaccionar a lo inesperado cuando las carreteras se vieron atestadas de civiles aterrorizados.