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LAS BOMBAS ATÓMICAS Y EL SOMETIMIENTO DE JAPÓN

(MAYO-SEPTIEMBRE DE 1945)


En mayo de 1945, mientras Alemania se rendía, las fuerzas japonesas en China recibían de Tokio la orden de empezar a replegarse a la costa oriental. Los ejércitos nacionalistas de Chiang Kai-shek todavía no se habían recuperado del varapalo que había supuesto la Ofensiva Ichigō, y sus comandantes estaban profundamente resentidos con los americanos, que habían hecho oídos sordos a sus advertencias.

El sustituto de Stilwell, el general Albert Wedemeyer, inició un programa de rearme y adiestramiento de treinta y nueve divisiones. Obligó a Chiang Kai-shek a concentrar sus mejores formaciones en el sur, junto a la frontera de Indochina. Los americanos pretendían impedir así la huida de las fuerzas japonesas del Sudeste Asiático. Chiang deseaba recuperar las regiones agrícolas del norte para alimentar a sus hombres y a la población de las zonas nacionalistas, pero Wedemeyer amenazó con retirar todas las ayudas americanas si se negaba a seguir sus instrucciones. Chiang sabía que los comunistas ya habían avanzado hacia el sur para ocupar el vacío que había dejado la retirada japonesa. La intervención de Wedemeyer contribuiría a la derrota de los nacionalistas en la guerra civil que estaba a punto de estallar, pero Washington pensaba por aquel entonces que los japoneses continuarían resistiendo hasta 1946.

El representante de Roosevelt en China, el imprevisible Patrick J. Hurley, había logrado que nacionalistas y comunistas comenzaran a entablar negociaciones en noviembre de 1944, negociaciones que se interrumpieron al año siguiente, en el mes de febrero, debido en gran medida a la renuencia de Chiang Kai-shek a compartir el poder, y al rechazo de los comunistas a aceptar una posición de subordinación de su ejército. En aquellos momentos, en los que el Kuomintang estaba dividido, con liberales por un lado y reaccionarios por otro, Chiang prometió la introducción de una serie de importantes reformas, pero los únicos cambios que se produjeron fueron los llevados a cabo para satisfacer a los americanos. El gran reformador del pasado apoyaba ahora a la vieja guardia, y la corrupción seguía campando por sus respetos. Los que se quejaban abiertamente corrían el peligro de atraer la atención de la brutal policía secreta.

La capital de Chiang, Chungking, mostraba con toda claridad el abismo que separaba a la minoría adinerada de la mayoría empobrecida, la cual sufría las consecuencias de una inflación galopante. Los soldados americanos se hacían notar por su manera de aprovechar lo que la ciudad les brindaba. «Un tugurio que se encontraba apenas a un kilómetro de distancia del cuartel general del Ejército de los Estados Unidos ofrecía whisky adulterado y putas sin adulterar», escribiría Theodore White[1]. «Chicas todoterreno» solían pasear por las calles con personal del ejército americano, para escándalo de sus compatriotas. En las zonas rurales, el reclutamiento forzoso de soldados, previo pago de una recompensa a las mafias locales, no hacía más que alimentar el resentimiento de la clase campesina. Solo se libraban del servicio militar los que podían permitirse pagar una gran suma de dinero, y el impuesto del grano hacía que los agricultores optaran por no vender sus cosechas. Los comunistas del cuartel general de Yenan también habían impuesto una tasa sobre el grano, y la idea de que la vida campesina era idílica bajo su administración difícilmente habría podido estar más lejos de la realidad. El comercio del opio, que llenaba las arcas de la guerra de Mao, había dado lugar a unos niveles de inflación semejantes a los de las regiones nacionalistas, y todo aquel que protestaba o criticaba al presidente Mao era considerado enemigo del pueblo[2].

Ya habían estallado enfrentamientos entre nacionalistas y comunistas en la provincia de Honan, así como en Shanghai y sus alrededores. A pesar de la gran concentración de tropas japonesas en esas zonas, los chinos de uno y otro bando se habían enzarzado en una guerra subterránea porque consideraban que el control de la capital financiera y su gran puerto iba a ser crucial cuando los invasores se fueran.

Aunque la derrota de su país era inminente, los cerca de un millón de soldados japoneses presentes en las regiones que todavía estaban en su poder siguieron cometiendo atrocidades contra la población china, especialmente contra las mujeres. Al igual que en otros territorios invadidos, como, por ejemplo, Nueva Guinea o Filipinas, la escasez de alimentos hizo que las tropas niponas vieran en la población local y en los prisioneros una fuente de proteínas. El recluta Enomoto Masayo confesaría más tarde haber violado, asesinado y descuartizado a una joven china. «Yo ya trataba de escoger lugares en los que abundara la carne», añadiría. Luego compartió la carne con sus camaradas. La describió como «rica y tierna. Creo que era más sabrosa que la de cerdo». Ni siquiera su oficial al mando lo reprendió cuando el caníbal le reveló el origen de su banquete[3].

Se cometieron otras atrocidades con las cuales los Aliados ya estaban familiarizados. En 1938 había sido establecido en las afueras de Harbin, en Manchukuo, el centro de guerra biológica denominado «Unidad 731», bajo los auspicios del Ejército de Kwantung. Este enorme complejo, dirigido por el general Ishii Shirō, llegó a emplear en su centro de investigación a más de tres mil científicos y médicos de diversas universidades y escuelas de medicina de Japón, y a más de veinte mil personas en sus establecimientos subsidiarios. En él se prepararon armas para propagar la peste negra, el tifus, el ántrax y el cólera, que fueron probadas en más de tres mil prisioneros chinos. También se llevaron a cabo experimentos sobre los efectos del ántrax, el gas mostaza y la congelación en sus víctimas, a las que llamaban despectivamente maruta o «leños». Estos cobayas humanos, unos seiscientos cada año, habían sido detenidos por la Kempeitai en Manchuria y destinados a la citada unidad[4].

En 1939, durante los combates de Nomonhan contra las fuerzas del mariscal Zhukov, la Unidad había vertido gérmenes patógenos causantes del tifus en los ríos de la zona, pero los efectos no fueron registrados. En 1940 y 1941, la aviación nipona lanzó por todo el centro de China cascarillas de algodón y arroz, contaminadas con la bacteria de la peste bubónica. En marzo de 1942, el Ejército Imperial planeó la utilización de plagas de pulgas contra los americanos y los filipinos que defendían la península de Bataán, pero se rindieron antes de que tales armas estuvieran listas. Y ese mismo año, unos meses después, se propagaron agentes patógenos del tifus, la peste y el cólera en la provincia de Chekiang como represalia por la primera incursión de bombarderos americanos contra Japón. Al parecer, murieron en la región unos mil setecientos soldados japoneses junto con centenares de chinos.

Un batallón especializado en guerra biológica fue enviado a Saipan antes de que tuvieran lugar los desembarcos americanos, pero la mayoría de sus integrantes fueron evacuados ante la inminente llegada del enemigo solo para acabar muriendo ahogados cuando un submarino estadounidense hundió el barco en el que viajaban. Según la documentación capturada por los marines en Kwajalein, también se proyectó el bombardeo de Australia y la India con armas biológicas, pero estos ataques nunca se materializaron. Los japoneses quisieron incluso contaminar la isla filipina de Luzón con la bacteria del cólera antes de que llegaran los americanos, pero tampoco este plan fue llevado a cabo.

En sus bases de Truk y Rabaul, la Armada Imperial japonesa había realizado experimentos con prisioneros de guerra aliados, en su mayoría pilotos americanos, a los que inyectaba sangre de individuos contagiados de malaria. Algunos murieron como consecuencia de otros experimentos con inyecciones letales. Incluso en abril de 1945, alrededor de un centenar de prisioneros de guerra australianos —algunos enfermos y otros sanos— fueron utilizados como cobayas en experimentos con inyecciones de sustancias desconocidas. En Manchuria, mil cuatrocientos ochenta y cinco prisioneros de guerra, entre americanos, australianos, británicos y neozelandeses, retenidos en Mukden, fueron utilizados en diversos experimentos con agentes patógenos.

Tal vez el aspecto más sorprendente de toda esta historia de la Unidad 731 sea el hecho de que MacArthur accediera, tras la rendición de Japón, a conceder inmunidad a todos los que participaron en sus programas, incluido el general Ishii. Este pacto permitió a los americanos obtener toda la documentación acerca de sus experimentos. Incluso después de haberse enterado de que en el curso de sus ensayos habían perecido también prisioneros de guerra aliados, MacArthur ordenó el cese de todas las investigaciones criminales. Las peticiones de los soviéticos exigiendo que Ishii y su estado mayor fueran juzgados por el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio fueron rechazadas de plano[5].

Solo fueron procesados unos cuantos médicos que habían anestesiado y luego diseccionado a los miembros de algunas tripulaciones americanas, pero no guardaban relación alguna con la Unidad 731. Otros médicos militares japoneses realizaron vivisecciones en centenares de prisioneros chinos totalmente conscientes en numerosos hospitales, pero nunca se presentó contra ellos una acusación formal. Los doctores del Cuerpo Médico japonés mostraron muy poco respeto por la vida humana, pues cumplieron de buen grado la orden de acabar con sus propios «soldados incapacitados, con bastantes posibilidades de recuperación… alegando que son inútiles para el emperador»[6]. También enseñaron a los soldados japoneses a suicidarse antes de caer en manos del enemigo.

Cuando los japoneses dejaron de oponer resistencia en Okinawa, los comandantes del Pacífico comenzaron a reexaminar la siguiente fase, esto es la invasión del archipiélago nipón. Los ataques kamikaze y la negativa de los japoneses a presentar la rendición, así como el conocimiento de su disposición para la guerra biológica, hacían que su misión tuviera que ser aleccionadora a la vez que decisiva. El plan ya había sido acordado por los jefes del estado mayor conjunto en 1944. Según sus cálculos, la Operación Olympic para conquistar en el mes de noviembre la isla de Kyushu, situada en el sur del archipiélago, iba a costar unas cien mil bajas, y la Operación Coronet para invadir en marzo de 1946 la isla principal, Honshu, alrededor de doscientas cincuenta mil. El almirante King y el general Arnold preferían bombardear y aislar Japón, utilizando el hambre para forzar su rendición. MacArthur y el Ejército de los Estados Unidos no estaban de acuerdo, pues consideraban que podían pasar años antes de conseguir el objetivo, y que todo aquello provocaría muchísimos sufrimientos totalmente innecesarios. Además, iba a suponer que murieran de hambre la mayoría de los prisioneros de guerra aliados y los trabajadores forzosos. Y como los bombardeos de Alemania no habían conseguido obtener la victoria, el ejército logró que la marina volviera a contemplar la idea de emprender una invasión.

El Ejército Imperial estaba decidido a combatir hasta el final, en parte debido a un temor irracional de que se produjera una sublevación comunista, y en parte debido al orgullo bushido. Sus líderes consideraban inviable una rendición porque en las Instrucciones para el Servicio Militar del general Tōjō se declaraba: «No sobrevivas en la vergüenza como prisionero. Muere, para asegurarte que tras de ti no has dejado rastros de ignominia»[7]. Los políticos civiles del «partido de la paz» que querían negociar con los Aliados habrían podido ser detenidos, o incluso asesinados, de no haber sido por la incertidumbre del propio emperador, que no sabía qué decisión debía adoptar. El antiguo primer ministro, el príncipe Konoe Fumimaro, comentaría más tarde que «el ejército había excavado cuevas en las montañas, y su idea de seguir combatiendo consistía en resistir desde cada agujero, desde cada roca de las montañas»[8]. El ejército nipón también pretendía que la población civil muriera con él. Se formó un Cuerpo Patriótico de Lucha Ciudadana, muchos de cuyos miembros estarían armados con nada más que simples lanzas de bambú. Otros se atarían al cuerpo cargas explosivas que harían detonar cuando se arrojaran contra los tanques. Incluso las muchachas fueron presionadas para inmolarse voluntariamente en aras de la patria.

Las autoridades militares japonesas rechazaban la idea de una rendición incondicional porque pensaban también que los conquistadores pretendían derrocar al emperador. Aunque una abrumadora mayoría de los americanos quería precisamente eso, el Departamento de Estado y los jefes del estado mayor conjunto habían llegado a la conclusión de que lo mejor era conservarlo en el trono en un régimen de monarquía constitucional y suavizar los términos de la paz. La Declaración de Potsdam sobre Japón, publicada el 26 de julio, ni siquiera citaba al emperador para evitar una reacción política violenta en los Estados Unidos. El gobierno nipón ya había intentado acercarse al gobierno soviético, con la esperanza de que este actuara como mediador, ignorando que Stalin ya había acordado redesplegar sus ejércitos en Extremo Oriente para invadir Manchuria.

El éxito de la prueba de la primera bomba atómica en julio parecía ofrecer a los Estados Unidos una manera de conmocionar a los japoneses y obligarlos a rendirse, y evitar así los grandes horrores que iba a comportar una invasión. Tras numerosos análisis y muchos debates, Tokio y la antigua capital imperial, Kioto, fueron tachadas de la lista de posibles objetivos. Hiroshima, que no había sufrido tanta destrucción como otras ciudades durante las incursiones de los bombarderos de LeMay, fue elegida «primer objetivo», y Nagasaki «siguiente objetivo» si los japoneses no daban muestras de aceptar la rendición.

La mañana del 6 de agosto, tres B-29 Superfortaleza aparecieron en el cielo de Hiroshima. Dos de ellos disponían de cámaras y equipos científicos para registrar los efectos. El tercero, el Enola Gay, abrió las portezuelas del compartimento de bombas a las 08:15, y apenas un minuto después prácticamente toda la ciudad de Hiroshima se desintegró en medio de una explosión de luz cegadora. Alrededor de cien mil personas murieron al instante, y miles y miles perecieron más tarde debido a la radiación, la gravedad de sus quemaduras y la conmoción. El estado mayor del presidente Truman en Washington emitió un comunicado advirtiendo a los japoneses que si no presentaban inmediatamente la rendición, «podían esperar del cielo una lluvia de ruina y desgracias jamás vista en la tierra hasta ahora»[9].

Al cabo de dos días, fuerzas del Ejército Rojo cruzaban la frontera de Manchuria. Stalin no tenía la más mínima intención de quedarse sin el botín que se le había prometido en forma de territorio. El 9 de agosto, después de que Tokio siguiera sin pronunciarse, fue lanzada sobre Nagasaki una segunda bomba, que acabó con la vida de unas treinta y cinco mil personas. El emperador, profundamente conmovido por la suerte atroz de aquellos súbditos, pidió que le proporcionaran toda la información posible. Parece bastante claro que sin las bombas atómicas no habría reunido el valor y la tranquilidad que más tarde demostraría para poner fin a la guerra.

Los ataques contra Tokio y la decisión de lanzar las bombas atómicas estuvieron impulsados por la urgencia que sentían los americanos de «acabar con este asunto». Pero la posibilidad de una fuerte resistencia kamikaze, tal vez incluso con armas biológicas, amenazaba con desencadenar una batalla mucho más encarnizada que la de Okinawa. Si en los combates en esta isla había perecido aproximadamente una cuarta parte de su población, una lucha de envergadura similar en el archipiélago nipón habría dado lugar a un número de bajas civiles muy superior a las producidas por las dos bombas atómicas. Otras consideraciones, sobre todo la tentación de demostrar el poderío de los Estados Unidos a una Unión Soviética que en aquellos momentos imponía despiadadamente su voluntad en Europa central, desempeñaron un papel importante, aunque no decisivo, en todo el asunto.

Si bien es cierto que varios civiles que formaban parte del gobierno japonés quisieron entablar negociaciones, el principio del que partían, a saber, que se permitiera a Japón conservar Corea y Manchuria, jamás habría sido aceptado por los Aliados. Incluso esta facción partidaria de la paz se negaba a aceptar cualquier idea de culpabilidad de Japón en el estallido de la guerra, y no estaba dispuesta a admitir que se iniciaran procesos internacionales por unos crímenes cometidos por el Ejército Imperial que se remontaban a la primera invasión de territorio chino en 1931.

Pocas horas antes de que cayera la segunda bomba atómica sobre Nagasaki, el Consejo Supremo para la Dirección de la Guerra había celebrado una reunión para estudiar la posibilidad de aceptar la Declaración de Potsdam. Los representantes del cuartel general imperial siguieron oponiéndose rotundamente a semejante idea. El 9 de agosto, a última hora de la tarde, justo después de que cayera la segunda bomba atómica sobre Nagasaki, el emperador volvió a convocar a los miembros del Consejo Supremo. Dijo que debían aceptar los términos, siempre y cuando se garantizaran la dinastía y su carácter sucesorio. Esta condición fue transmitida a Washington al día siguiente. Hubo sentimientos contradictorios en las discusiones que se desarrollaron en la Casa Blanca. Algunos participantes, incluido James Byrnes, sostuvieron que no había que hacer concesión alguna. Stimson, el secretario de guerra, adujo de manera más convincente que solo la autoridad del emperador podía persuadir a las fuerzas armadas japonesas de que debían rendirse. Esto ahorraría a los americanos un sinfín más de batallas, y dejaría a los ejércitos soviéticos menos tiempo para hacer de las suyas en la región.

La respuesta americana, que volvía a hacer hincapié en que se permitiría a los japoneses elegir la forma de gobierno que desearan, llegó a Tokio a través de la embajada imperial en Suiza. Las autoridades militares siguieron negándose a reconocer la derrota. Las discusiones se prolongaron varios días, mientras los bombarderos americanos continuaban su campaña, si bien no fueron utilizadas más bombas atómicas por orden de Truman. Por fin el 15 de agosto el emperador dio un paso adelante y anunció que había decidido que debían aceptar la Declaración de Potsdam. Los ministros y las autoridades militares estallaron en sollozos. También dijo que estaba dispuesto a grabar un mensaje radiofónico dirigido a la nación, hecho absolutamente sin precedentes.

Aquella noche, unos oficiales del ejército intentaron dar un golpe de estado para evitar la transmisión del comunicado del emperador. Tras persuadir con engaños al 2.º Regimiento de la Guardia Imperial de que se uniera a ellos, entraron en el palacio imperial para destruir el mensaje grabado por el emperador anunciando la capitulación de Japón. El soberano y el marqués Kido, chambelán de la corte, lograron ocultarse. Los rebeldes no encontraron nada y cuando llegaron tropas leales, el comandante Hatanaka Kenji, principal cabecilla de la conjura, supo que no le quedaba más alternativa que el suicidio. Diversos líderes militares tomaron la misma determinación.

El 15 de agosto, a mediodía, las emisoras de radio niponas retransmitieron el mensaje previamente grabado por el emperador, instando a sus fuerzas a rendirse porque la situación de la guerra había evolucionado «no precisamente a favor de los intereses de Japón». Oficiales y soldados escucharon sus palabras por la radio mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Muchos de ellos se habían arrodillado para reverenciar la voz del divino Mikado, una voz que no habían oído nunca. Algunos pilotos despegaron con sus aparatos en una misión final de gyokusai o «autoaniquilación gloriosa». La mayoría fueron interceptados y derribados por cazas americanos. La imagen que tenía de sí misma la raza Yamato guardaba numerosas similitudes con la del Herrenvolk nazi. En una actitud que recordaba la del ejército alemán después de la Primera Guerra Mundial, muchos soldados japoneses seguirían convencidos de que «Japón perdió la guerra, pero nosotros nunca perdimos una batalla»[10].

El 30 de agosto fuerzas de los Estados Unidos desembarcaron en Yokohama para empezar la ocupación de Japón. Durante los diez días siguientes se notificaron mil trescientos treinta y seis casos de violación en Yokohama y la región limítrofe de Kanagawa[11]. Al parecer, también las tropas australianas perpetraron muchas violaciones. Era algo que ya esperaban las autoridades japonesas. El 21 de agosto, nueve días antes de la llegada de las fuerzas aliadas, el gobierno nipón había convocado un consejo de ministros para crear una Asociación de Recreo y Entretenimiento que proporcionara mujeres de solaz a sus conquistadores. Las autoridades locales y los jefes de policía recibieron la orden de organizar a escala nacional una red de burdeles militares en los que prestaran sus servicios las prostitutas ya existentes, pero también geishas y otras muchachas. Con ello se pretendía reducir el número de violaciones. El primer centro fue abierto en un suburbio de Tokio el 27 de agosto, y a continuación fueron inaugurados centenares de locales parecidos. Uno de los burdeles estaba gestionado por la amante del general Ishii Shirō, el jefe de la Unidad 731. A finales de año habían sido reclutadas de manera más o menos forzosa alrededor de veinte mil jóvenes para satisfacer a sus conquistadores.

La rendición oficial de Japón no tuvo lugar hasta el 2 de septiembre. El general MacArthur, acompañado del almirante Nimitz, la recibió en una mesa colocada en la cubierta del acorazado estadounidense Missouri anclado en la bahía de Tokio, frente a las costas de Yokohama. Al acto asistieron dos figuras sumamente demacradas que acababan de ser liberadas de su cautiverio: el general Percival, que había presentado la rendición de los británicos en Singapur, y el general Wainwright, el comandante americano de Corregidor.

Aunque los combates habían terminado en todo el Pacífico y en el Sudeste Asiático el 15 de agosto, la guerra continuó en Manchuria hasta el día antes de la ceremonia en la bahía de Tokio. El 9 de agosto, tres frentes soviéticos, integrados por un millón seiscientos sesenta y nueve mil quinientos hombres, al mando del mariscal Vasilevsky, invadieron el norte de China y Manchuria. Un cuerpo de caballería mongola situado en el extremo de su flanco derecho cruzó el desierto de Gobi y la cordillera del Gran Khingan. El momento y la rapidez de la ofensiva del Ejército Rojo pillaron a los japoneses por sorpresa. Aunque contaban con un millón de hombres, sus fuerzas cayeron enseguida. Muchos murieron luchando hasta el final y otros muchos se suicidaron, pero seiscientos setenta y cuatro mil fueron hechos prisioneros.

Su destino en los campos de trabajo de Siberia y Magadan fue muy duro. Solo sobrevivió la mitad de ellos. Las familias de colonos japoneses, abandonadas por el ejército, también sufrieron muchas penalidades. Algunas madres, cargadas con sus hijos a las espaldas, intentaron esconderse en las montañas. De los doscientos veinte mil colonos, perdieron la vida unos ochenta mil. Algunos perecieron a manos de los chinos y alrededor de sesenta y siete mil murieron de hambre o se suicidaron. Solo ciento cuarenta mil lograron regresar a Japón. Su experiencia fue similar en muchos sentidos a la de los colonos alemanes establecidos en Polonia[12].

Los soldados del Ejército Rojo violaron a las japonesas a su antojo en lo que había sido el reino títere de Manchukuo. Un numeroso grupo de mujeres, a las que un oficial japonés había dicho que la guerra estaba perdida, recibió el consejo de permanecer juntas. Casi mil de ellas se hacinaron en los hangares del aeródromo de Beian. «A partir de ese momento se desató el infierno», comentaría una niña huérfana llamada Yoshida Reiko. «Llegaron los rusos y dijeron a nuestros dirigentes que tenían que proporcionar mujeres a las tropas rusas como despojos de guerra… Cada día venían soldados rusos y se llevaban a diez chicas. Las mujeres volvían a la mañana siguiente. Algunas se suicidaron… Los soldados rusos nos decían que si no se iba con ellos ninguna mujer, quemarían el hangar y lo arrasarían con todas nosotras dentro. Así que algunas mujeres, en su mayoría solteras, se levantaban y se iban con ellos. En aquella época yo no entendía lo que les pasaba a esas mujeres, pero recuerdo con toda claridad que las mujeres con hijos rezaban por las que se iban, dando gracias por su sacrificio»[13]. No solo las civiles, también las enfermeras militares japonesas padecieron muchos abusos. Las setenta y cinco enfermeras del hospital militar de Sun Wu se convirtieron en la versión soviética de las mujeres de solaz.

Apoderarse de las islas Kuriles y de las Sakhalin del Sur supuso para las tropas del Ejército Rojo una labor mucho más difícil. Lamentablemente mal preparadas para llevar a cabo desembarcos anfibios, sufrieron muchas pérdidas, tanto en la fase de aproximación como en tierra. Stalin tenía el plan de ocupar también el norte de la isla de Hokkaido, pero Truman rechazó tajantemente su propuesta.

La invasión soviética de Manchuria y del norte de China fue acogida con alegría por los seguidores de Mao Tse-tung. No obstante, cuando una columna del Ejército Rojo avanzó hacia Chahar y fue recibida con vítores por las guerrillas del VIII Ejército de Ruta, los rusos pensaron que eran bandidos debido a las ropas andrajosas y las primitivas armas que llevaban, y las desarmaron[14]. No tardaron en cambiar las cosas. Aunque Stalin reconocía oficialmente al gobierno de Chiang Kai-shek, las tropas soviéticas permitieron a los comunistas chinos quedarse con los montones de fusiles y ametralladoras arrebatados a los japoneses. Como temía Chiang Kai-shek, las fuerzas de Mao no tardaron en convertirse en un ejército formidablemente armado.

El general Wedemeyer, con órdenes de Washington de ayudar a los nacionalistas a restablecer el control, les suministró aviones de transporte norteamericanos para trasladar a algunas unidades a las ciudades del centro y el este de China. Chiang estaba especialmente interesado en volver a fijar su capital en Nanjing. Sabía que estaba disputando una carrera con los comunistas para apoderarse de tanto territorio como pudiera. Pero a la hora de ganarse a la población en general, los peores enemigos de los nacionalistas eran ellos mismos. Sus comandantes no estaban interesados en las zonas rurales circundantes. Trataron a las ciudades previamente ocupadas por los japoneses como territorio conquistado, saqueando todo lo que quisieron. Y la moneda nacionalista, que fue introducida de nuevo, provocó una inflación incontrolable.

Los comunistas fueron mucho más inteligentes. Sabían que el poder radicaba en las zonas rurales, pues los que controlaran el suministro de productos alimenticios en la guerra civil que se avecinaba acabarían controlándolo todo. El trato un poquito mejor que dispensaron a los campesinos les permitió movilizar a las masas y ponerlas de su parte, lo que no era nada difícil, pues el apoyo a los nacionalistas ya había disminuido antes de que se produjera la derrota de Japón. Los jóvenes, en especial los estudiantes, se unieron al partido comunista en tropel.

Al tiempo que se dedicaban a dar caza a los «enemigos del pueblo», los comunistas ocultaron con suma habilidad el carácter totalitario del régimen que pretendían imponer ante los extranjeros que visitaron su capital, Yenan. La periodista Agnes Smedley, admiradora, compañera de viaje y a veces agente de la Comintern, se mostró «profunda e irrevocablemente convencida» de que los suyos «son los principios que guiarán y salvarán a China, que darán los mayores impulsos a todas las naciones sometidas de Asia, y crearán una nueva sociedad humana. Esta convicción de mi mente y de mi corazón me da la mayor paz que he conocido»[15].

Smedley, Theodore White y otros influyentes escritores americanos no podían aceptar ni por un momento que Mao llegara a convertirse en un tirano mucho peor que Chiang Kai-shek. El culto a la personalidad, el Gran Salto Hacia Adelante que acabó matando a más personas que las que murieron durante toda la Segunda Guerra Mundial, la locura cruel de la Revolución Cultural y los setenta millones de víctimas de un régimen que en muchos aspectos fue peor que el estalinismo, estaban completamente fuera de su imaginación.

Debido a la supremacía naval y aérea de la Marina de los Estados Unidos, las fuerzas japonesas que continuaban atrapadas en Cantón, Hong Kong, Shanghai, Wuhan, Pekín, Tientsin y otras ciudades menores del este de China eran muy numerosas. Los ingleses no tenían intención de abandonar sus pretensiones sobre su colonia ni de entregarla a los nacionalistas chinos, como habían dado a entender anteriormente. Los americanos habían intentado presionar a Churchill, pero como habían prometido a Stalin el sur de Sakhalin, las islas Kuriles y partes de Manchuria, que habían sido territorio chino, el primer ministro no veía motivo alguno para alcanzar un compromiso. Sin embargo, con las tropas norteamericanas en la China continental y la marina estadounidense controlando el mar de la China Meridional, Londres sabía que tendría que actuar con rapidez. Wedemeyer, que sentía muy poca simpatía por los ingleses, no había querido dar permiso a ningún tipo de actividad de la SOE en la zona. Los nacionalistas habían infiltrado un grupo en Hong Kong para intentar apoderarse de la colonia cuando se retiraran los japoneses, y también desarrollaba sus actividades en la zona la Columna del Río del Este de los comunistas. Careciendo de tropas sobre el terreno, los británicos sabían que no podrían recuperar nunca su colonia[16].

A primeros de agosto, quedó patente que solo la Marina Real podía darles una oportunidad, y así nació la Operación Ethelred. La 11.ª Escuadra de Portaaviones del contraalmirante Cecil Harcourt, a la sazón en Sydney, recibió la orden de dirigirse a toda velocidad a Hong Kong el día 15 de agosto, en cuanto se anunció la rendición de los japoneses. La flota británica del Pacífico estaba a las órdenes de los estadounidenses, así que Attlee, el nuevo primer ministro, no tuvo más remedio que pedir permiso al presidente Truman, cosa que hizo tres días después. Ese mismo día, el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, envió un telegrama a Chiang Kai-shek explicándole que como los ingleses se habían visto obligados a entregar Hong Kong a los japoneses, seguramente comprendería como militar que el honor exigía que fueran ellos quienes aceptaran la capitulación de Japón.

Chiang no se dejó enredar y apeló a los Estados Unidos. Truman no tenía el mismo celo anticolonialista de Roosevelt y consideraba a los ingleses unos aliados más importantes que los chinos. El general MacArthur también apoyó las pretensiones británicas. Wedemeyer mantuvo firmemente su oposición, pero todavía no había desplegado sus divisiones chinas. A pesar del desaire de Truman, Chiang envió a su I y a su XIII Ejército a la provincia de Kwantung, si bien se guardó muy mucho de enfrentarse a los ingleses y a los americanos, cuya ayuda necesitaría en la guerra civil que se avecinaba. Las guerrillas de la Columna del Río del Este se lanzaron a desarmar a las fuerzas japonesas en Cantón y en los Nuevos Territorios de Hong Kong, pero tampoco ellos tenían intención de combatir contra una fuerza británica. Simplemente querían asegurarse de que los nacionalistas no tomaban la ciudad.

La escuadra de Harcourt entró en el puerto Victoria el 30 de agosto. Una vez en tierra, la Real Infantería de Marina y los chaquetas azules desfilaron con gallardía, pues previamente habían recibido la orden de «quedar bien» con el fin de recuperar todo el prestigio que Gran Bretaña había perdido hacía tres años y medio. Un gobierno provisional, con un gobernador elegido entre los funcionarios que estaban prisioneros en la plaza, ya había empezado a dar algunos pasos para crear una administración incipiente. Todo ello se llevó a cabo con el consentimiento de los oficiales japoneses, que preferían con mucho rendirse a los ingleses antes que hacerlo a las fuerzas nacionalistas o a las comunistas.

La guerra civil soterrada que libraban en Shanghai los comunistas y los nacionalistas cesó temporalmente el 19 de septiembre, cuando llegó parte de la Séptima Flota del almirante Kinkaid. Cargada con las provisiones y pertrechos almacenados para la invasión de Japón, fue acogida con los brazos abiertos por la población hambrienta. Los prisioneros aliados desconocían el vocabulario de guerra. «¿Qué es un jeep?», preguntó un civil que había estado cautivo en Shanghai[17].

Los prisioneros de guerra aliados habían sido la prioridad indiscutible de los envíos de ayuda inmediatamente después de la rendición de Japón. En algunos casos, los auxilios llegaron rápidamente, pero otros prisioneros tuvieron que aguardar varias semanas. Muchos fueron asesinados por sus guardianes después de la rendición. En la cárcel de Changi, a las afueras de Singapur, los prisioneros se mostraron desdeñosos cuando los guardias nipones empezaron de pronto a saludarlos y a ofrecerles agua. La aviación aliada lanzó provisiones de víveres sobre los campos de prisioneros ya identificados. Siempre que fue posible también se lanzaron en paracaídas equipos médicos encargados de prestar cuidados a los cautivos, que los recibieron con lágrimas de alivio, pues no podían creer que su desgracia había acabado. La mayoría de ellos no eran más que esqueletos ambulantes, y muchos estaban tan débiles como consecuencia del beriberi y otras enfermedades que ni siquiera podían tenerse en pie.

De los ciento treinta y dos mil ciento treinta y cuatro prisioneros de guerra en manos de los japoneses, perecieron treinta y cinco mil setecientos cincuenta y seis, lo que supone un índice de mortalidad del veintisiete por ciento. Los condenados a trabajar como mano de obra esclava para los japoneses que no lograron sobrevivir como consecuencia del trato recibido fueron muchos más. Las mujeres de solaz, pertenecientes a distintas nacionalidades, que habían sido víctimas de los abusos de los japoneses, sufrieron graves lesiones psicológicas que durarían el resto de sus vidas. Un número desconocido de ellas se suicidó, pues pensaron que no podrían regresar nunca a sus hogares después de las humillaciones que se les habían venido encima.

Fueron muchos los prisioneros de los japoneses que corrieron una suerte particularmente terrible y cruel. El general MacArthur asignó a las fuerzas australianas la dolorosa tarea de eliminar las bolsas de japoneses que quedaban en Nueva Guinea y Borneo. Los informes reunidos posteriormente por las autoridades estadounidenses y la Sección de Crímenes de Guerra australiana pusieron de manifiesto que «la práctica generalizada del canibalismo entre los soldados japoneses en la guerra de Asia y el Pacífico fue algo más que una serie de meros incidentes casuales perpetrados por algunos individuos o por pequeños grupos aislados sometidos a circunstancias extremas. Los testimonios indican que el canibalismo fue una estrategia militar sistemática y organizada»[18].

La costumbre de tratar a los prisioneros como «ganado humano» no se había producido como consecuencia de la relajación de la disciplina. Normalmente era dirigida por los oficiales. Aparte de la población local, entre las víctimas del canibalismo hubo soldados papúes, prisioneros de guerra australianos, americanos e indios que se habían negado a unirse al Ejército Nacional Indio. Al final de la guerra, sus captores japoneses habían mantenido vivos a los indios para sacrificarlos y comérselos uno cada vez. Ni siquiera la inhumanidad del Plan Hambre de los nazis en el este descendió nunca hasta semejantes niveles. Como el asunto resultaba tan terrible para las familias de los soldados muertos en la Guerra del Pacífico, los Aliados eliminaron toda la información sobre este tema y el canibalismo nunca figuró como delito en el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio en 1946.

La guerra en el Sudeste de Asia y en el Pacífico había causado una destrucción indescriptible. China se hallaba en ruinas y su agricultura había quedado destrozada, y ahora su población, exhausta, se enfrentaba a una guerra civil que duraría hasta 1949. Murieron más de veinte millones de sus ciudadanos. Los historiadores chinos han elevado recientemente esos cálculos hasta los cincuenta millones. Entre cincuenta y noventa millones de refugiados habían salido huyendo de los japoneses, y ahora no les quedaban hogares ni familiares a los que volver. Esos niveles aterradores de miseria casi eclipsaban los de Europa, que se hallaba desgarrada además por las tensiones políticas.

Desde agosto de 1945, las autoridades soviéticas empezaron a devolver a su país a los soldados rasos italianos. Los grupos comunistas se reunieron ante los trenes que los traían de vuelta ondeando banderas rojas. Para su sorpresa, vieron que los prisioneros liberados gritaban desde sus vagones: Abbasso il comunismo! En la estación se desencadenaron duras peleas. La prensa comunista trató de «fascistas» a todos los que criticaban las condiciones reinantes en los campos rusos, o decían que la Unión Soviética no era el paraíso de los trabajadores. El líder del partido comunista italiano (PCI), Palmiro Togliatti, suplicó a sus amos soviéticos que retrasaran el regreso de los oficiales italianos hasta después de las elecciones y el referéndum del 2 de junio de 1946. Los primeros no llegaron a Italia hasta el mes de julio.

En Polonia la represión soviética continuó cebándose en los no comunistas. Un claro indicio de las prioridades del NKVD nos lo revela el hecho de que al general Nikolai Selivanovsky se le asignaron quince regimientos de tropas de seguridad para Polonia, mientras que a Serov en Alemania solo le dieron diez. Beria ordenó a Selivanovsky «combinar las obligaciones de representante del NKVD de la URSS y de consejero soviético del Ministerio de Seguridad Pública de Polonia»[19]. La definición sumamente personal que daba Stalin de «una Polonia libre e independiente», tal como había prometido en Yalta, no solo venía determinada por su odio a los polacos, sino que, impresionado todavía por lo cerca de la derrota que había estado la Unión Soviética en 1941, el dictador soviético quería una serie de estados comunistas satélites que hicieran de parapeto. Solo lo había salvado el sacrificio de nueve millones de soldados, por no hablar del de los dieciocho millones de civiles.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los individuos que más sufrieron en Europa fueron los que se vieron atrapados entre los dos grandes pilares del totalitarismo, y «murieron como consecuencia de la interacción de los dos sistemas»[20]. Desde 1933 catorce millones de personas perdieron la vida en Ucrania, Bielorrusia, Polonia, las Repúblicas Bálticas y los Balcanes. La inmensa mayoría de los cinco millones cuatrocientos mil judíos asesinados por los nazis en la supuesta victoria de Hitler procedía de esas regiones.

La Segunda Guerra Mundial, con sus ramificaciones globales, fue el mayor desastre de la historia provocado por la mano del hombre. Las estadísticas que tratan de recoger el número de muertos —sesenta o setenta millones— escapan a nuestra comprensión. La magnitud de las cifras resulta peligrosamente apabullante, como supo comprender instintivamente Vasily Grossman. En su opinión, el deber de los supervivientes era tratar de identificar a los millones de fantasmas que llenaban las fosas comunes como individuos, y no como gente anónima diluida en categorías caricaturizadas, porque ese tipo de deshumanización era precisamente el que buscaban sus ejecutores.

Además de los muertos, hubo infinidad de personas que quedaron lisiadas tanto psicológica como físicamente. En la Unión Soviética, los «samovares» mutilados fueron hechos desaparecer de las calles. Ese destino, junto con la consiguiente pérdida de la virilidad, era al que los soldados del Ejército Rojo temían más que a la muerte. Los tullidos eran un embarazoso recordatorio de que existía un purgatorio entre los héroes muertos y los supervivientes heroicos que desfilaban cada año luciendo sus medallas.

Tras recibir el manto de «guerra justa», la Segunda Guerra Mundial ha pesado sobre las generaciones siguientes mucho más que cualquier otro conflicto de nuestra historia. Provoca una mezcla de sentimientos encontrados porque nunca podría estar a la altura de esta imagen, sobre todo teniendo en cuenta que la mitad de Europa tuvo que ser entregada a las fauces de Stalin para salvar a la otra mitad. Y aunque acabara en una derrota abrumadora de los nazis y los japoneses, es evidente que la victoria no consiguió la paz mundial. En primer lugar, estaban las guerras civiles latentes que amenazaban Europa y Asia y que estallaron en 1945. Luego vino la Guerra Fría, con el trato dispensado por Stalin a Polonia y Europa central. Junto con la Guerra Fría se produjeron los conflictos anticolonialistas en el Sudeste asiático y en África. Y no podemos olvidar que la serie de enfrentamientos en Oriente Medio empezó con la inmigración masiva de judíos a Palestina después de la liberación de los campos de concentración.

Algunos lamentan que la Segunda Guerra Mundial siga ejerciendo una influencia avasalladora casi siete décadas después de su conclusión, como demuestra el número desproporcionado de libros, películas y series de televisión, mientras que los museos siguen alimentando toda una industria del recuerdo. Este fenómeno no debería sorprendernos, aunque solo sea porque la naturaleza del mal parece despertar una fascinación infinita. La elección moral es el elemento fundamental del drama humano, porque se encuentra en el mismísimo corazón de la propia humanidad.

Ningún otro período de la historia constituye una fuente tan copiosa para el estudio de los dilemas, de la tragedia del individuo y de la tragedia de las masas, de la corrupción de la política del poder, de la hipocresía ideológica, de la egolatría de los mandos militares, de la traición, de la perversidad, del autosacrificio, del sadismo sin límites y de la compasión imprevisible. En resumen, la Segunda Guerra Mundial supone un reto a la generalización y a la categorización de los seres humanos que con tanta vehemencia rechazaba Grossman.

Existe, sin embargo, un peligro muy real de que la Segunda Guerra Mundial se convierta en un punto de referencia inmediato, tanto de la historia moderna como de todos los conflictos actuales. En una crisis, los periodistas y los políticos a un tiempo buscan instintivamente paralelismos con la Segunda Guerra Mundial, ya sea para dramatizar la gravedad de la situación, ya sea para intentar emular a Roosevelt o a Churchill. Comparar el 11-S con Pearl Harbor, o poner a Nasser y a Saddam Hussein a la misma altura que Hitler, no supone solo establecer un paralelismo histórico inexacto. Las comparaciones de este tipo son peligrosamente engañosas y corren el riesgo de producir la reacción estratégica equivocada. Los líderes de las democracias pueden acabar prisioneros de su propia retórica, igual que los dictadores.

Cuando profundizamos en la enormidad de la Segunda Guerra Mundial y sus víctimas, tratamos de absorber todas esas estadísticas de tragedia nacional y étnica. Ello hace que pasemos por alto la manera en la que la Segunda Guerra Mundial vino a cambiar la vida de todo el mundo de una forma imposible de predecir. Probablemente fueran muy pocos los que compartieran la extraordinaria experiencia de Yang Kyoungjong, el joven coreano que se vio obligado a servir en el Ejército Imperial, el Ejército Rojo y la Wehrmacht. Otras historias nos sorprenden de distinta manera y por distintas razones.

Un breve párrafo de un informe de la policía de seguridad francesa, la DST, de junio de 1945, señalaba que había sido encontrada en París la esposa de un agricultor alemán. La mujer en cuestión se había colado en un tren que traía de vuelta a su país a unos franceses deportados a los campos de concentración de Alemania. Daba a entender que había tenido una aventura ilícita con un prisionero de guerra francés asignado a su granja de Alemania mientras su marido se encontraba en el frente oriental. Se había enamorado tanto de aquel enemigo de su patria que lo había seguido hasta París, donde había sido detenida por la policía. Esos eran todos los detalles que se daban.

Estas breves líneas suscitan muchas preguntas. ¿Habría sido en vano aquel viaje suyo tan dificultoso, aunque no hubiera sido detenida por la policía? ¿Le habría dado su amante una dirección equivocada porque ya estaba casado? Y en cuanto a él, ¿habría vuelto a su casa, como pocos pudieron hacer, para descubrir que su esposa había tenido en su ausencia un hijo con un soldado alemán? Se trata, naturalmente, de una tragedia menor en comparación con cualquier cosa de lo que sucedió más al este. Pero no deja de ser un patético recordatorio de que las consecuencias de las decisiones de líderes como Hitler o Stalin supusieron la destrucción de cualquier seguridad en el entramado tradicional de la vida humana.