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NORUEGA Y DINAMARCA

(ENERO-MAYO DE 1940)


En un principio, Hitler había pretendido que su ataque a los Países Bajos y a Francia comenzara en noviembre de 1939, en cuanto pudieran ser trasladadas las divisiones desplegadas en Polonia. Sobre todo quería capturar aeródromos y puertos en el Canal de la Mancha para lanzarse contra Gran Bretaña, a la que consideraba su enemigo más peligroso. Tenía muchísima prisa por obtener una victoria decisiva en el oeste antes de que los Estados Unidos estuvieran en posición de intervenir.

Los generales alemanes no veían con buenos ojos este plan. En su opinión, la captura del ejército francés podía conducir a un punto muerto parecido al de la Primera Guerra Mundial. Alemania no disponía ni del combustible ni de las materias primas necesarias para llevar a cabo una campaña de tanta envergadura. Algunos altos oficiales también eran reticentes a atacar países neutrales como Holanda y Bélgica, pero todos esos escrúpulos morales —como las pocas protestas que se dejaron oír por la matanza de civiles polacos emprendida por la SS— fueron rechazados enérgicamente por Hitler. El Führer se enfureció aún más cuando le comunicaron que la Wehrmacht corría el peligro de quedarse sin municiones, sobre todo sin bombas, y sin carros de combate. Incluso una breve campaña como la de Polonia había agotado sus provisiones y puesto de relieve las deficiencias de los tanques Mark I y Mark II.

Hitler achacó aquel fracaso al sistema de suministros y abastecimiento del ejército, y al poco tiempo invitó al Dr. Fritz Todt, su jefe de construcciones, a dirigir este departamento. Y en una decisión característicamente suya, decidió utilizar todas las reservas de materias primas «sin tener en cuenta el futuro y en detrimento de los años de guerra que estaban por venir»[1]. Podían ser recuperadas, decía, en cuanto la Wehrmacht capturara las minas de carbón y de hierro de Holanda, Bélgica, Francia y Luxemburgo[2].

En cualquier caso, a finales del otoño de 1939, las nieblas y las brumas obligaron a Hitler a entender que la Luftwaffe no podía proporcionar la ayuda vital necesaria para llevar a cabo la empresa cuya fecha límite él había fijado en el mes de noviembre. (Es muy tentador hacer conjeturas de cómo habrían podido ir las cosas si Hitler hubiera lanzado su ataque en noviembre en lugar de seis meses después). Fue entonces cuando el Führer ordenó que se preparara un plan para atacar Holanda, país neutral, a mediados de enero de 1940. Sorprendentemente, tanto los holandeses como los belgas fueron advertidos de ello por el ministerio de asuntos exteriores de Ciano en Roma. La razón de este aviso hay que buscarla en el nerviosismo y el enfado que provocó en muchos italianos, especialmente en el ministro de asuntos exteriores de Mussolini, el conde Ciano, el ímpetu bélico demostrado por los alemanes en septiembre. Temían que su país se convirtiera en el primer objetivo de los Aliados, y sufriera un ataque de los británicos en el Mediterráneo. Además, el coronel Hans Oster, un antinazi en el seno de la Abwehr (la inteligencia militar alemana), filtró información al agregado militar de Holanda en Berlín. Más tarde, el 10 de enero de 1940, un avión de enlace alemán, que había perdido la orientación debido a la intensa nubosidad, tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en suelo belga. El oficial de estado mayor de la Luftwaffe que viajaba a bordo del aparato tenía una copia del plan de atacar Holanda, e intentó quemarla, pero los soldados belgas llegaron antes de que quedara completamente destruida.

Curiosamente, este giro de los acontecimientos no beneficiaría a los Aliados. Creyendo en la inminencia de una invasión alemana, sus formaciones del nordeste de Francia destinadas a la defensa de Bélgica se trasladaron inmediatamente a la frontera, descartando así su propio plan inicial. Hitler y el OKW se vieron obligados a reconsiderar su estrategia. El nuevo proyecto se basaría en la brillante idea del teniente general Erich von Manstein de lanzar un ataque con divisiones panzer por las Ardenas, para luego alcanzar la región del Canal, sorteando la retaguardia de los ejércitos británico y francés en avance hacia Bélgica. Aquella sucesión de aplazamientos inspiró un falso sentimiento de seguridad en las fuerzas aliadas que languidecían en la frontera francesa. Muchos soldados, e incluso numerosos planificadores del Departamento de Guerra británico, empezaron a creer que Hitler nunca haría acopio del valor necesario para invadir Francia.

El gran almirante Raeder, a diferencia de los altos oficiales del ejército, estaba totalmente de acuerdo con la agresiva estrategia de Hitler. Fue incluso más allá, instando al Führer a incluir en sus planes la invasión de Noruega para proporcionar a la marina alemana un flanco desde el que actuar contra los navíos británicos. Para ello utilizó el argumento de que el puerto noruego de Narvik tenía que ser capturado para garantizar el suministro de hierro sueco, tan vital para las industrias de guerra alemanas. Había invitado a Vidkun Quisling, líder noruego pronazi, a entrevistarse con Hitler, logrando que aquel convenciera al Führer de la importancia de una ocupación de Noruega por parte de Alemania. La amenaza de una intervención de británicos y franceses en Noruega, como parte de un plan de apoyo a Finlandia, le preocupaba en grado sumo. Y si los británicos establecían una presencia naval en el sur de Noruega, podrían cortar el acceso al Báltico. Himmler también tenía muchísimo interés en Escandinavia, pero como fuente de los reclutamientos de su Waffen-SS. Sin embargo, los intentos nazis de infiltrarse en los países escandinavos no habían tenido el éxito esperado.

Los nazis desconocían que, en un principio, Churchill había pretendido mucho más que simplemente sellar el acceso al Báltico. El beligerante Primer Lord del Mar había querido originalmente llevar la guerra al mismísimo Báltico, enviando una flota a sus aguas, pero, por fortuna para la Armada Real británica, la llamada Operación Catherine fue descartada. Churchill también quiso interrumpir el suministro de hierro sueco a Alemania desde el puerto de Narvik, pero Chamberlain y el gabinete de guerra se negaron rotundamente a violar la neutralidad noruega.

Fue entonces cuando Churchill decidió asumir un riesgo calculado. El 16 de febrero, el Cossack, un destructor británico de la clase Tribal, interceptó en aguas noruegas al buque de suministros del Graf Spee, el Altmark, para liberar a los marineros de los navíos mercantes británicos que llevaba a bordo el barco alemán en calidad de prisioneros de guerra. «¡Ya ha llegado la Armada!», el famoso grito con el que el grupo de abordaje de marinos militares avisó de su presencia a sus compatriotas encerrados en la bodega del barco, hizo estallar de júbilo a una opinión pública inglesa que había sufrido los inconvenientes de la guerra sin vivir plenamente su dramatismo. En respuesta, la Kriegsmarine decidió aumentar su presencia en el mar. Pero el 22 de febrero dos destructores alemanes fueron atacados por aviones Heinkel 111 porque la Luftwaffe no había sido informada a tiempo de que se encontraban en aquella zona. Los dos barcos de guerra se fueron a pique tras ser alcanzados por las bombas de sus fuerzas aéreas y chocar con unas minas[3].

Poco tiempo después, los navíos de guerra alemanes fueron obligados a regresar a puerto, aunque por razones bien distintas. El 1 de marzo, Hitler dio orden de prepararse para invadir Dinamarca y Noruega, operación para la cual era imprescindible poder contar con todos los buques de superficie disponibles. Su decisión de atacar estos dos países alarmó tanto al ejército alemán como a la Luftwaffe. Uno y otra consideraban que ya se enfrentaban a una empresa suficientemente ardua y difícil con la invasión de Francia. Una diversión de sus fuerzas a Noruega podía resultar devastadora en aquellos momentos. Göring estaba especialmente furioso, pero sobre todo porque habían herido su orgullo. En su opinión, no había sido debidamente consultado.

El 7 de marzo, Hitler firmó la orden. La situación comenzaba a parecer cada vez más apremiante, pues los informes de los vuelos de reconocimiento hablaban de que la Armada Real británica estaba concentrando fuerzas en Scapa Flow. Se suponía que aquello eran los preparativos de un desembarco en la costa noruega. Pero, unos días más tarde, la noticia de un acuerdo entre soviéticos y finlandeses para poner fin a su conflicto produjo sentimientos contradictorios en el alto mando alemán. Incluso los planificadores de la Kriegsmarine, que durante tanto tiempo habían insistido en la conveniencia de una intervención en Noruega, empezaron a creer que la presión había desaparecido, pues británicos y franceses ya no tenían ninguna excusa para desembarcar en Escandinavia. Pero Hitler y otros colaboradores suyos, como, por ejemplo, el gran almirante Raeder, consideraron que los preparativos estaban tan avanzados que había que seguir con el plan de invasión. Además, una ocupación alemana sería una manera efectiva de continuar presionando a los suecos para que no interrumpieran el suministro de hierro. Y a Hitler le agradaba la idea de una Alemania con bases militares que pudieran vigilar atentamente la costa oriental de Gran Bretaña y permitir el acceso al norte del Atlántico.

La invasión simultánea de Noruega (Operación Weserübung Norte), con seis divisiones, y Dinamarca (Operación Weserübung Sur), con dos divisiones y una brigada de fusileros motorizada, quedó fijada para el 9 de abril. Unos buques de transporte, escoltados por la Kriegsmarine, desembarcarían a sus fuerzas en diversos puntos, incluidas las ciudades de Narvik, Trondheim y Bergen. El X Fliegerkorps de la Luftwaffe se encargaría de lanzar paracaidistas y unidades aerotransportadas en otros lugares, principalmente Oslo. Copenhague y otras siete ciudades importantes danesas serían atacadas por tierra y por mar. El OKW creía que estaba en una carrera por Noruega en la que los británicos les pisaban los talones, pero lo cierto es que les llevaban una cómoda ventaja.

Una vez firmado el pacto entre soviéticos y finlandeses, Chamberlain, ignorando los planes de Alemania, había cancelado el estado de emergencia para las fuerzas expedicionarias anglo-francesas destinadas a Noruega y Finlandia. Tomó esta decisión a pesar de los consejos, en sentido contrario, del jefe del estado mayor del imperio británico, general sir Edmund Ironside. Angustiado por la idea de que la guerra pudiera extenderse a los países neutrales de Escandinavia, Chamberlain tenía la esperanza de que Alemania y la Unión Soviética enfriaran sus relaciones. Pero era muy poco probable que la falta de actuación de los aliados y la confianza en que podían hacer la guerra siguiendo las normativas dictadas por la Sociedad de Naciones lograran impresionar a alguien.

Daladier, que era todavía primer ministro de Francia, abogó por seguir una estrategia mucho más contundente, siempre y cuando no implicara convertir a su país en un escenario de los combates. Incluso se mostró dispuesto a correr el riesgo de entrar en guerra con la Unión Soviética cuando propuso bombardear los yacimientos petrolíferos de Bakú y el centro del Cáucaso, idea que horrorizó a Chamberlain. También quiso ocupar la región minera de Petsamo en el norte de Finlandia, próxima a la base naval soviética de Murmansk. Además, defendió enérgicamente el desembarco aliado en Noruega y el control absoluto del mar del Norte para impedir que el hierro sueco llegara a Alemania. Los británicos, sin embargo, sospecharon que lo único que pretendía era trasladar la guerra a Escandinavia para reducir las posibilidades de un ataque alemán contra Francia. En parte, pensaban así porque Daladier se oponía obstinadamente al plan británico de bloquear el tráfico fluvial en el Rin con la colocación de minas. En cualquier caso, Daladier se vería obligado a presentar su dimisión como primer ministro el 20 de marzo. Paul Reynaud asumió este cargo, y con el cambio de gobierno, Daladier pasó a ocupar la cartera de Defensa.

Las constantes discusiones de los Aliados, en las que cada uno intentaba imponer su propio plan de acción, supusieron la pérdida de un tiempo precioso. Daladier obligó a Reynaud a seguir oponiéndose al minado del Rin. Los británicos accedieron a la propuesta francesa de minar las aguas de la costa de Narvik, operación que se llevó a cabo el 8 de abril. Churchill quería tener preparadas unas fuerzas de desembarco, pues estaba seguro de la reacción de los alemanes, pero Chamberlain, que no quería precipitarse, se mantenía en sus trece.

Sin saberlo los británicos, una gran fuerza naval, con soldados de infantería a bordo, ya había zarpado de Wilhelmshaven el 7 de abril, rumbo a Trondheim y a Narvik, en el norte de Noruega. A los cruceros de batalla Gneisenau y Scharnhorst les acompañaban el crucero pesado Admiral Hipper y catorce destructores. Otros cuatro grupos navales se dirigían a puertos del sur de Noruega.

Un avión británico avistó la principal fuerza operacional a las órdenes del vicealmirante Lütjens. Los bombarderos de la RAF lanzaron un ataque, pero sin conseguir dañar al enemigo. La Home Fleet británica, o Flota del Mar del Norte, a las órdenes de su almirante, sir Charles Forbes, zarpó de Scapa Flow, pero estaba muy lejos. La única fuerza naval en posición de interceptar al enemigo era la que constituían el crucero de batalla inglés Renown y su escolta de destructores, que en aquellos momentos ayudaban en la colocación de minas frente a las costas de Narvik. Uno de estos navíos, el Glowworm, avistó un destructor alemán y fue tras él, pero Lütjens envió al Hipper, que hundió al Glowworm embistiéndolo.

La Armada Real, decidida a concentrar sus fuerzas para una gran batalla naval, ordenó el traspaso de tropas a otros navíos de guerra listos para zarpar rumbo a Narvik y a Trondheim. Pero la Flota del Mar del Norte no conseguía interceptar la principal fuerza operacional enemiga. Este hecho permitió que Lütjens pudiera enviar sus destructores a Narvik, pero el 9 de abril, al amanecer, su escuadra naval avistó el Renown, cuyos cañones de extraordinaria precisión en alta mar causaron graves daños al Gneisenau y al Scharnhorst, obligando a Lütjens a retirarse mientras se procedía a la reparación urgente de sus barcos.

Los destructores alemanes, tras hundir dos pequeños navíos de guerra noruegos, desembarcaron a sus tropas y ocuparon Narvik. También el 9 de abril, el Hipper y sus destructores desembarcaron a las tropas en Trondheim, y otro contingente alemán entró en Bergen. Stavanger, por su parte, fue tomada por fuerzas paracaidistas y dos batallones de infantería aerotransportada. Oslo era un hueso mucho más duro de roer, y la Kriegsmarine envió hacia la capital el flamante crucero pesado Blücher y el acorazado de bolsillo Lützow (el antiguo Deutschland). Las baterías costeras y los torpedos noruegos hundieron el Blücher; el Lützow tuvo que retirarse tras sufrir importantes daños.

La mañana siguiente, en Narvik, cinco destructores británicos consiguieron entrar en los fiordos sin ser vistos. Una fuerte nevada impidió que fueran localizados por los submarinos alemanes que vigilaban aquellas aguas. En consecuencia, sorprendieron a cinco destructores alemanes que estaban repostando. Mandaron a pique dos de ellos, pero luego fueron atacados por otros destructores alemanes que se encontraban en unos fiordos vecinos. Dos destructores de la Armada Real británica fueron hundidos, y un tercero sufrió graves daños. Incapaces de salir de aquella encrucijada, los demás buques ingleses tuvieron que esperar hasta el 13 de abril a que el acorazado Warspite y nueve destructores llegaran en su ayuda y los rescataran tras acabar con todas las naves de guerra alemanas que seguían en aquellas aguas.

En otras acciones que se desarrollaron a lo largo de la costa, dos cruceros alemanes, el Königsberg y el Karlsruhe, se fueron a pique; el primero bombardeado por los aparatos aéreos Skua de un portaaviones británico, y el segundo torpedeado por un submarino. El Lützow, que como hemos indicado anteriormente sufrió graves daños, tuvo que ser remolcado hasta Kiel. Pero este éxito parcial de la Armada Real británica no impidió que a lo largo de aquel mes fueran trasladados más de cien mil soldados alemanes a Noruega.

La invasión de Dinamarca resultaría incluso más fácil para Alemania. Los nazis consiguieron desembarcar tropas en Copenhague antes de que saltara la alarma en las baterías costeras danesas. El gobierno de este país escandinavo se vio obligado a aceptar las condiciones impuestas por Berlín. Los noruegos, sin embargo, nunca aceptaron la idea de una «ocupación pacífica»[4]. El rey, que el 9 de abril abandonó Oslo junto con el gobierno, ordenó la movilización general. Aunque las fuerzas alemanas capturaron muchas bases en una serie de ataques por sorpresa, se vieron aisladas hasta la llegada de los contingentes de refuerzo necesarios.

Debido a la decisión de la Armada Real británica de desembarcar a las tropas el 9 de abril, los primeros efectivos aliados no se echaron a la mar hasta dos días más tarde. La impaciencia de Churchill, que constantemente cambiaba de idea e interfería en las decisiones operacionales para exasperación del general Ironside y de la Armada Real, no contribuyó a mejorar la situación. Por su parte, las tropas noruegas atacaron con gran arrojo a la 3.ª División de Montaña alemana. No obstante, como las fuerzas nazis ya habían ocupado las ciudades de Narvik y Trondheim, los desembarcos anglo-franceses tuvieron que llevarse a cabo en sus flancos. Se consideró muy peligroso emprender un ataque directo contra los puertos. No fue hasta el 28 de abril cuando comenzaron a desembarcar los primeros efectivos aliados, compuestos por tropas británicas y dos batallones de la Legión Extranjera francesa, apoyados por una brigada polaca. Capturaron Narvik y consiguieron destruir el puerto, pero la supremacía aérea de la Luftwaffe frustró la operación aliada. En el curso del mes siguiente, el ataque alemán contra los Países Bajos y Francia obligaría a los Aliados a evacuar a sus tropas del flanco norte, forzando la rendición de las fuerzas noruegas.

La familia real y el gobierno de Noruega pusieron rumbo a Inglaterra para continuar la guerra desde allí. La obsesión de Raeder por Noruega, que él mismo se había encargado de contagiar a Hitler, se revelaría, sin embargo, una bendición con sus pros, pero también con muchos contras, para la Alemania nazi. A lo largo de toda la guerra, el ejército nunca dejó de lamentarse de que la ocupación de Noruega obligaba a mantener en este país un contingente de tropas excesivo, que podía ser de mucha más ayuda en otros frentes. Desde el punto de vista aliado, la campaña de Noruega fue un desastre mucho mayor. Aunque la Armada Real británica logró hundir la mitad de los destructores de la Kriegsmarine, el conjunto de la operación fue el peor ejemplo de una cooperación entre distintos cuerpos e instituciones. Muchos altos oficiales también pensaron que el entusiasmo mal dirigido de Churchill estaba influenciado por un deseo secreto de borrar el recuerdo de su campaña de los Dardanelos en la Primera Guerra Mundial. Como el propio Churchill reconocería más tarde, él fue más responsable del desastre ocurrido en Noruega que Neville Chamberlain. Pero por una de esas crueles ironías de la política, aquel revés supondría su nombramiento como primer ministro en sustitución de Chamberlain.

En la frontera francesa, la «extraña guerra» —la «phoney war» de los ingleses, la «drôle de guerre», que decían los franceses, o, como la llamaban los alemanes, la «Sitzkrieg»— duraba mucho más de lo que Hitler había planeado. El Führer contemplaba con desprecio al ejército francés, y estaba convencido de que la resistencia holandesa no tardaría en desvanecerse. Todo lo que necesitaba era un plan acertado que reemplazara el que los belgas habían pasado a los Aliados.

Los altos oficiales más importantes no veían con agrado el intrépido proyecto del general von Manstein, y trataron de descartarlo. Pero Manstein, cuando por fin pudo acceder a Hitler, defendió enérgicamente su idea de que una invasión de Holanda y Bélgica obligaría a las fuerzas británicas y francesas a dar un paso adelante y cruzar la frontera franco-belga[5]. Entonces podían ser rodeadas con un ataque relámpago de las tropas alemanas que salieran de las Ardenas y las que cruzaran el Mosa en dirección al estuario del Somme y Boulogne. Hitler se aferró a este plan, pues necesitaba dar un golpe contundente y decisivo. Como era propio de él, más tarde afirmaría que aquella idea era la que siempre había tenido en mente.

La Fuerza Expedicionaria Británica, con cuatro divisiones, había tomado posiciones a lo largo de la frontera con Bélgica en octubre de 1939. En mayo de 1940 había aumentado sus efectivos con una división acorazada y diez divisiones de infantería, siempre a las órdenes del general John Vereker, vizconde de Gort, conocido como lord Gort, quien, a pesar de estar al mando de un número tan considerable de fuerzas, debía acatar las órdenes del comandante francés del frente del nordeste, el general Alphonse Georges, y del general Maurice Gamelin, comandante en jefe francés, cuya desconfianza resultaba curiosa y notable. No había ningún mando conjunto aliado como en la Primera Guerra Mundial.

El mayor problema al que tuvieron que enfrentarse tanto Gort como Georges fue la obstinada negativa del gobierno belga a poner en entredicho su neutralidad, pese a estar perfectamente al corriente del plan alemán de invadir su país. Gort y las formaciones francesas apostadas en la frontera tenían, pues, que esperar a que los alemanes atacaran Bélgica para poder dar un paso adelante. Los holandeses, que habían conseguido mantenerse neutrales durante la Primera Guerra Mundial, estaban aún más decididos a no provocar a los alemanes haciendo planes conjuntos con los franceses o con los belgas. Sin embargo, confiaban en que las fuerzas aliadas acudieran en ayuda de su pequeño ejército mal pertrechado cuando comenzaran los combates. Consciente de sus limitaciones, el Gran Ducado de Luxemburgo, aunque simpatizara con los Aliados, sabía que solo podía cerrar sus fronteras e indicar al invasor alemán que se estaba violando su neutralidad.

En la planificación de su estrategia, los franceses cometieron otro error de gravísimas consecuencias. La línea Maginot, que Francia consideraba inexpugnable, se extendía solo desde la frontera con Suiza hasta el extremo sur de la frontera con Bélgica al otro lado de las Ardenas. Ni el estado mayor francés ni el británico imaginaron que los alemanes se atreverían a cruzar esta región tan boscosa para lanzar un ataque relámpago. Los belgas advirtieron a los franceses de este peligro, pero el arrogante general Gamelin descartó semejante posibilidad. Reynaud, que llamaba a Gamelin «el filósofo sin sangre en las venas»[6], quería destituirlo, pero Daladier, como ministro de defensa y de la guerra, insistió en mantenerlo en el cargo. A la hora de tomar decisiones, la parálisis afectaba incluso a las esferas más altas.

En Francia, apenas se ocultaba el escaso apoyo a la guerra. Las declaraciones de Alemania, en el sentido de que Gran Bretaña había obligado a los franceses a entrar en guerra para que luego cargaran con el peso de los combates, tenían un efecto realmente corrosivo. Incluso el estado mayor francés, a las órdenes del general Gamelin, mostraba poco entusiasmo. Y su gesto, absolutamente inapropiado, de realizar en septiembre un avance limitado hasta Saarbrücken había sonado prácticamente como un insulto a los polacos.

La mentalidad defensiva de Francia repercutió en su organización militar. En su mayoría, las unidades de tanques francesas, aunque técnicamente no eran inferiores a las alemanas, habían recibido un adiestramiento insuficiente. Aparte de tres divisiones mecanizadas —se creó a toda prisa una cuarta a las órdenes del coronel Charles de Gaulle—, los franceses tenían sus carros de combate repartidos entre las distintas formaciones de infantería. Al igual que los británicos, carecían de suficientes cañones antitanque efectivos —al de dos libras británico solía llamársele «lanzaguisantes»—, y sus comunicaciones por radio eran, como poco, primitivas. En una guerra de movimientos, los teléfonos de campaña y los terminales fijos iban a resultar de muy poca utilidad.

Las fuerzas aéreas francesas seguían encontrándose en un estado lamentable. Durante la crisis de Checoslovaquia de 1938, el general Vuillemin había escrito a Daladier para advertirle de que la Luftwaffe iba a destruir con facilidad todas sus escuadrillas. Desde entonces, apenas se habían llevado a cabo unas cuantas mejoras. Por esta razón los franceses confiaban en que la RAF asumiera la mayor parte de las operaciones aéreas, pero el mariscal del Aire sir Hugh Dowding, jefe del Mando de Cazas, era totalmente reacio al despliegue de sus aparatos en Francia. Aducía que su principal objetivo era la defensa del Reino Unido y que, en cualquier caso, los aeródromos franceses carecían de baterías antiaéreas eficaces. Además, ni la RAF ni las fuerzas aéreas francesas se habían preparado para llevar a cabo conjuntamente misiones de apoyo para su infantería. Durante la campaña de Polonia, los Aliados no habían aprendido esta lección, al igual que otras muchas, como, por ejemplo, que la Luftwaffe estaba perfectamente capacitada para lanzar implacables ataques preventivos contra los aeródromos, o que el ejército alemán tenía un talento especial para realizar ataques relámpago con sus blindados con el fin de desorientar al enemigo.

Tras varios aplazamientos más, en parte debidos a la campaña de Noruega y también a los desfavorables pronósticos meteorológicos de los días inmediatamente anteriores, se decidió por fin que había llegado el momento de comenzar la invasión alemana en el oeste. El día «X» iba a ser el viernes, 10 de mayo. Hitler, con su habitual falta de modestia, predijo la «mayor victoria en la historia del mundo»[7].