CIUDADES DE LOS MUERTOS
(MAYO-AGOSTO DE 1945)
«Soy incapaz de encontrar palabras hermosas», decía un soldado soviético en una carta a su familia desde Berlín. «Todos están borrachos. ¡Banderas, banderas, banderas! Banderas en Unter den Linden, en el Reichstag. Banderas blancas. Todo el mundo cuelga una bandera blanca. Viven entre ruinas. Berlín ha sido crucificada»[1]. Los conquistadores soviéticos parecían creer en el viejo dicho ruso: «Los vencedores no son juzgados»[2].
Numerosos alemanes intentaban simplemente sobrevivir y no pensar en los acontecimientos que los habían conducido a un estado de humillación mucho más grande que la derrota de 1918. «La gente vivía con su destino», comentaba un berlinés[3]. La mayoría de los fieles a Hitler se convencieron a sí mismos de que la conducta de las tropas rusas demostraba que habían tenido razón en intentar destruir la Unión Soviética. Otros empezaban a abrigar terribles dudas.
Fritz Hockenjos, el oficial de estado mayor del ejército que acompañaba al cuerpo de la SS en la Selva Negra, reflexionaba sobre la responsabilidad de la derrota de Alemania en su diario. «No había que echar la culpa a la gente por haber perdido la guerra. Soldados, obreros y agricultores han hecho esfuerzos y han soportado cargas sobrehumanas y han creído, obedecido, trabajado y luchado hasta el final. ¿Eran culpables los ministros y los jerarcas del partido, las autoridades económicas y los mariscales? ¿No dijeron al Führer la verdad e hicieron su juego a sus espaldas? ¿O acaso Adolf Hitler no era el hombre que parecía ser ante el pueblo? ¿Es posible que la perspicacia y la estrechez de miras, la sencillez y el disparate, la lealtad y la falsedad, la fe y el engaño vivieran en un mismo corazón? ¿Era Adolf Hitler el gran caudillo inspirado que no podía ser medido según los patrones habituales, o era un impostor, un criminal, un diletante incompetente, un loco? ¿Era un instrumento de Dios o un instrumento del diablo? Y los hombres de julio del 44, ¿no eran entonces al final unos traidores? Preguntas, preguntas. No he encontrado respuestas ni tranquilidad»[4].
Aunque el anuncio de la muerte de Hitler no puso fin inmediatamente a los combates, aceleró desde luego el proceso de colapso final. El 2 de mayo, las fuerzas del general von Vietinghoff en el norte de Italia y en el sur de Austria se rindieron. Las tropas británicas se apresuraron a asegurar Trieste, en el extremo septentrional del Adriático. Los partisanos de Tito ya habían llegado a la ciudad, pero en un número insuficiente para marcar la diferencia.
Los habitantes de Praga, creyendo que el III Ejército de Patton estaba a punto de llegar, se sublevaron contra los alemanes. Los checos contaron con la ayuda de más de veinte mil hombres de la ROA de Vlasov, que se volvieron contra sus aliados alemanes, pero no con la de los americanos, como esperaban. El general Marshall había rechazado finalmente otro de los llamamientos de Churchill para avanzar hacia la capital checa.
Con el Ejército Rojo demasiado lejos para intervenir, la respuesta del Generalfeldmarschall Schörner fue casi tan salvaje como la represión que siguió a la sublevación de Varsovia. El hecho de que cambiaran de bando no significó nada para que Vlasov y sus tropas se libraran de la venganza soviética. Vlasov fue denunciado por uno de sus propios oficiales cuando intentaba escapar escondido debajo de una manta en la parte trasera de un automóvil. Stalin fue informado inmediatamente de la captura del «general Vlasov, traidor a la Madre Patria» por el Primer Frente Ucraniano de Konev[5]. El jefe de la ROA fue trasladado en un avión a Moscú donde posteriormente fue ejecutado.
El 5 de mayo, al término de las negociaciones con los oficiales de mayor rango del IX Ejército de Simpson, los heridos de las fuerzas de Busse recibieron permiso para cruzar el Elba. Simpson se negó a dejar pasar a los civiles, debido a que, en virtud del pacto acordado con la Unión Soviética, debían permanecer en las zonas en las que vivían. Muchos soldados que no estaban heridos y algunas mujeres jóvenes, camuflados con gabanes y cascos de la Wehrmacht, empezaron a cruzar el puente medio en ruinas del ferrocarril. Las tropas norteamericanas se encargaron de filtrar la marea de fugitivos para impedir el paso a los civiles y detener a los miembros de la SS. Algunos extranjeros de la SS, especialmente los holandeses de la División Nederland, fingían o bien ser alemanes o bien ser trabajadores forzosos que intentaban volver a casa. También intentaban escapar los Hiwis, aterrorizados ante la posibilidad de ser capturados por el NKVD. Una vez que la cabeza de puente defendida por las débiles divisiones de Wenck estuvo al alcance de la artillería soviética, los americanos se replegaron para no sufrir bajas, y empezó una estampida de gente que quería llegar a la orilla occidental. Muchos soldados y civiles se apoderaron de barcas o ataron troncos y latas de combustible para improvisar balsas. Algunos intentaron agarrar a los caballos que estaban sin jinete y obligarlos a meterse en el río para cruzarlo a su grupa. Muchos de los que trataron de pasar a nado se ahogaron debido a la fuerza de la corriente. Otros, que no se atrevieron a meterse en el agua o que pensaron que ya no les quedaba nada por vivir, simplemente se suicidaron.
El general Bradley se reunió con el mariscal Konev para suministrarle un mapa que mostraba la posición de todas las divisiones americanas. A cambio no recibió ninguna información acerca de los despliegues de tropas soviéticas, solo una advertencia inequívoca de que los americanos no debían entrometerse en Checoslovaquia. En Austria los rusos habían establecido un gobierno provisional sin consultar a nadie. De Moscú no venía señal amistosa alguna. Molotov, que se encontraba en San Francisco para asistir a la conferencia fundacional de las Naciones Unidas, dejó de piedra a Stettinius cuando afirmó que los dieciséis representantes de Polonia, detenidos por el NKVD a pesar de sus salvoconductos, habían sido acusados del asesinato de doscientos miembros del Ejército Rojo.
El 4 de mayo por la tarde, Stalin se puso hecho una furia cuando se enteró de que el Generaladmiral Hans-Georg von Friedeburg y el General der Infanterie Eberhard Kinzel se habían presentado en el cuartel general de Montgomery en la Lüneburg Heide para entregar las fuerzas alemanas en Holanda, Dinamarca y el noroeste de Alemania. Montgomery envió a los delegados alemanes a Reims para firmar una rendición incondicional en toda regla en el cuartel general del SHAEF. El procedimiento resultó increíblemente complicado. El SHAEF no había recibido instrucciones políticas claras acerca de los términos de la rendición ni de la participación de los franceses. Los alemanes, por su parte, esperaban negociar una rendición únicamente con las potencias occidentales.
No queriendo malquistarse con Stalin, el SHAEF incluyó en las negociaciones al general Susloparov, el oficial de enlace soviético de mayor graduación en la zona occidental. El jefe de estado mayor de Eisenhower, el general Bedell Smith, llevó el proceso con habilidad. El 6 de mayo amenazó al general Jodl, que había venido a presidir la delegación alemana, diciendo que si no firmaba una rendición universal antes de medianoche, las fuerzas aliadas sellarían el frente, lo que supondría que todos serían capturados por el Ejército Rojo. La delegación alemana sostuvo que necesitaba cuarenta y ocho horas después de estampar su firma para distribuir la orden de rendición, debido a la interrupción de las comunicaciones con los cuarteles generales subsidiarios. En realidad se trataba de una excusa para conseguir un poco de tiempo extra para traer más tropas a la zona occidental. Eisenhower se mostró de acuerdo con el aplazamiento. El «Acta de Rendición Militar» fue firmada por Jodl y Friedeburg a primera hora del 7 de mayo, para que entrara en vigor un minuto después de la medianoche del 9 de mayo.
Stalin no podía permitir que la ceremonia final tuviera lugar en la zona occidental, así que insistió en que los alemanes firmaran otra rendición en Berlín un minuto después de la medianoche del 9 de mayo, justo en el momento en el que la capitulación pactada en Reims debía entrar en vigor. Los rumores acerca del gran acontecimiento se filtraron tanto en los Estados Unidos como en Gran Bretaña. Churchill puso un telegrama a Stalin explicándole que, como la multitud empezaba ya a congregarse en Londres para festejar el fin de la guerra, las celebraciones del Día de la Victoria en Europa tendrían lugar en Gran Bretaña el 8 de mayo, lo mismo que en los Estados Unidos. Stalin contestó enojado que las tropas soviéticas seguían combatiendo. Las fuerzas alemanas todavía ofrecían resistencia en Prusia oriental, en la península de Curlandia, en Checoslovaquia y en muchos otros lugares. En Yugoslavia, tardaron una semana más en rendirse. Las celebraciones de la victoria, escribió Stalin, no podían empezar en la Unión Soviética hasta el 9 de mayo.
Las tropas británicas esperaban ser trasladadas en avión a través del mar del Norte a Noruega para ayudar a las autoridades de este país a supervisar la rendición de los cuatrocientos mil soldados alemanes que seguía habiendo en su territorio, el contingente más numeroso de la Wehrmacht que quedaba intacto. Ya en los confines del norte, un ejército expedicionario noruego había vuelto a ocupar Finnmark, con apoyo de tropas soviéticas. Aunque el Reichskommissar Josef Terboven tenía el proyecto de convertir Noruega en el último bastión del Tercer Reich, Dönitz le mandó volver a Alemania y dijo al Generaloberst Franz Böhme que asumiera plenos poderes. La noche del 7 de mayo, Böhme dio por la radio la noticia de la rendición. En Oslo un gobierno incipiente lanzó un llamamiento a unos cuarenta mil miembros de la resistencia noruega pidiéndoles que garantizaran la seguridad. Terboven se suicidó poco después haciendo explotar una bomba pegada a su cuerpo.
Justo antes de la medianoche del 8 de mayo comenzó en Berlín la ceremonia de rendición en el cuartel general de Zhukov en Karlshorst. El mariscal soviético estaba flanqueado por el mariscal del aire Tedder, el general Spaatz y el general Lattre de Tassigny. Se hizo entrar al Generalfeldmarschall Keitel, al almirante von Friedeburg y al Generaloberst Hans-Jürgen Stumpff de la Luftwaffe. En cuanto estos estamparon su firma, fueron obligados a salir. Y entonces empezó la fiesta. Por toda la ciudad se dispararon salvas, mientras los oficiales y los soldados del Ejército Rojo, que habían guardado vodka y casi toda variedad de alcohol imaginable para la ocasión, disparaban la munición que les quedaba. Las salvas de la victoria mataron a muchas personas. Las mujeres de Berlín, conscientes de lo que podía provocar la ingestión de tanta bebida, temblaban de miedo.
Stalin, temeroso de la inmensa popularidad de Zhukov tanto en la Unión Soviética como en el extranjero, empezó a atormentarlo con amenazas veladas. Le echó la culpa de no haber encontrado a Hitler, cuando el SMERSh ya había confirmado la identidad de su cadáver. Habían encontrado al auxiliar del dentista de Hitler y le habían obligado a examinar su mandíbula. Zhukov no se enteró de que el cadáver había sido localizado hasta veinte años después. Stalin utilizó también el misterio deliberado para dar a entender que Hitler había huido a Baviera, zona que había sido ocupada por los americanos. Aquellas insinuaciones formaban parte de su campaña para hacer creer que los estadounidenses habían firmado un pacto secreto con los nazis.
El deseo de cambio político reinante en las filas del Ejército Rojo había intensificado las sospechas de las autoridades soviéticas. Tanto los oficiales como los soldados rasos manifestaban descaradamente sus críticas al sistema comunista. Las autoridades rusas temían también las influencias extranjeras, sobre todo desde que sus soldados habían visto las condiciones de vida mucho mejores que había en Alemania. El SMERSh hablaba una vez más de la amenaza de actitud «decembrista», en alusión a los jóvenes oficiales que regresaron a Rusia de París tras la derrota de Napoleón, reconociendo que su país seguía estando políticamente muy atrasado. «Se hace precisa una lucha sin cuartel contra esas actitudes», concluía el informe del SMERSh[6]. Las detenciones por «manifestaciones antisoviéticas sistemáticas e intenciones terroristas» aumentaron de forma espectacular[7]. Aquel año de la victoria, en el que los combates duraron apenas cuatro meses, fueron detenidos ciento treinta y cinco mil cincuenta y seis oficiales y soldados del Ejército Rojo y doscientos setenta y tres oficiales de alta graduación «por crímenes contrarrevolucionarios»[8]. En la Unión Soviética, los delatores actuaban afanosamente y las detenciones del NKVD en la madrugada se convirtieron de nuevo en una práctica habitual.
La población del Gulag y de los batallones de trabajos forzados se incrementó hasta alcanzar sus niveles más altos. Entre los nuevos convictos había civiles y un número estimado de tres millones de soldados del Ejército Rojo, condenados por haber colaborado con el enemigo como Hiwis o simplemente por haberse rendido. Muchísimos otros, incluidos once generales, fueron ejecutados al término de brutales interrogatorios en los centros de investigación dirigidos por el SMERSh. Abandonados en 1941 por unos superiores incompetentes o aterrorizados, los soldados soviéticos habían padecido el hambre y los horrores indescriptibles de los campos de concentración alemanes. Ahora se veían tratados como «traidores a la Patria» por no haberse suicidado. Los que sobrevivieron a esta segunda ronda de castigos siguieron marcados para el resto de su vida y limitados a los trabajos más humillantes. Hasta 1998, bastante después de la caída del comunismo, los formularios oficiales seguían exigiendo detalles sobre todos los miembros de la familia a cualquiera que presentara una solicitud y que hubiera sido prisionero de guerra. Las sangrientas revueltas que tuvieron lugar en los campos del Gulag durante los años de posguerra fueron casi todas ellas capitaneadas por antiguos oficiales y soldados del Ejército Rojo.
El caos que habían desencadenado los nazis en todo el continente europeo se vio reflejado en los cientos de miles de personas desplazadas. «Hoy día por las calles de Alemania», decía Godfrey Blunden, «está toda la historia de Europa, o mejor dicho del mundo»[9]. Millones de personas obligadas a realizar trabajos forzados procedentes de Francia, Italia, los Países Bajos, Europa central, los Balcanes, y sobre todo de la Unión Soviética, empezaron a regresar a pie a sus hogares. «Una viajera anciana», anotó Vasily Grossman, «se marcha a pie de Berlín con un pañuelo a la cabeza. Tiene pinta ni más ni menos que de ir en peregrinación: una peregrinación en medio de la vastedad de Rusia. Lleva un paraguas en bandolera colgando de los hombros. Por detrás de su oreja asoma una cacerola de aluminio enorme atada al mango del paraguas»[10].
Blunden se cruzó con un grupo de prisioneros de guerra americanos jóvenes, medio muertos de hambre, «con las costillas de xilófono», mejillas hundidas, cuellos flacos y «brazos larguiruchos». Se habían puesto «un poco histéricos» al oír a otras personas hablar inglés. «Algunos prisioneros americanos con los que me encontré esta mañana han sido los que más lástima me han dado de los que he visto. Llegaron a Europa justo el mes de diciembre pasado, los mandaron inmediatamente al frente y ese mismo mes se les vino encima lo más recio de la contraofensiva alemana en las Ardenas. Desde el momento mismo de su captura fueron trasladados casi constantemente de un sitio a otro. Contaban historias de compañeros muertos a porrazos por los guardias alemanes solo por salirse de la fila para coger remolachas azucareras de los campos. Daban todavía más lástima porque eran solo unos niños sacados de sus casas en un país hermoso sin saber nada de Europa, no unos tíos curtidos como los australianos, ni astutos como los franceses ni irreductiblemente tenaces como los ingleses. Sencillamente no sabían de qué iba todo esto»[11].
Entre los desplazados había muchos prisioneros totalmente deshumanizados por el trato brutal que habían recibido y deseosos de vengarse de los alemanes. Vagando al azar, saqueando y violando, sembraban el caos y el miedo. Los capitanes de la policía militar ordenaban que la justicia había que aplicarla en el acto. «Los identificados como saqueadores y violadores eran fusilados sin más», anotó un soldado inglés. Pero los civiles alemanes que se presentaban ante las autoridades de ocupación para quejarse de los robos de comida perpetrados por los condenados a trabajar como mano de obra esclava no suscitaban precisamente muchas simpatías. Solo una minoría había mostrado compasión hacia aquellos desdichados cuando los nazis ostentaban el poder[12].
Para Churchill, durante el período inmediatamente posterior al término de la guerra, el problema de Polonia siguió pesando más que ningún otro. La no asistencia del primer ministro al funeral de Roosevelt sorprendió y desconcertó a la gente a uno y otro lado del Atlántico. No cabe duda alguna de que, por mucho que luego se jactara de la amistad que los había unido, la actitud de contemporización mostrada por Roosevelt hacia Stalin lo había decepcionado profundamente. Churchill se animó en un primer momento, pues le pareció que el nuevo presidente, Harry Truman, adoptaba una línea mucho más firme frente al dictador soviético, especialmente como consecuencia de los consejos de Averell Harriman.
La brusca declaración hecha por Roosevelt en Yalta en el sentido de que tenía intención de retirar de Europa todas las fuerzas americanas en cuanto fuera posible había alarmado a Churchill. Gran Bretaña sola era demasiado débil para enfrentarse a la fuerza del Ejército Rojo y a la amenaza de los comunistas de los distintos países que intentarían aprovecharse de una Europa asolada. Quedó horrorizado por los informes acerca de la venganza y la represión soviética detrás de lo que él ya llamaba el «telón de acero»: por desgracia, el término había sido acuñado por Goebbels.
Al cabo de una semana de la rendición de Alemania, Churchill convocó a sus jefes de estado mayor. Los desconcertó al preguntarles si iba a ser posible obligar al Ejército Rojo a retirarse con el fin de asegurar «un trato justo para Polonia». Esa ofensiva, dijo, debía tener lugar el 1 de julio, antes de que la fuerza militar de los Aliados en el frente occidental se viera mermada por la desmovilización o el traslado de unidades a Extremo Oriente.
Aunque la elaboración del plan de contingencias para la «Operación Impensable» se desarrolló con el máximo secreto, uno de los topos de Beria en Whitehall pasó los detalles a Moscú[13]. La información más explosiva era la orden dada a Montgomery de reunir todo el armamento entregado por los alemanes, por si se reconstruían unidades de la Wehrmacht para participar en esta empresa disparatada. Como no es de extrañar, los soviéticos pensaron que todas sus peores sospechas se veían confirmadas.
Los encargados de la planificación estudiaron la situación con todo detalle, aunque forzosamente esta tenía que basarse en la especulación. Interpretaron totalmente al revés la reacción de las tropas inglesas, pensando que habrían estado dispuestas a obedecer semejante orden. Era bastante poco probable que lo hicieran. La inmensa mayoría de las tropas británicas deseaban volver a casa. Y después de todo lo que habían oído decir del gigantesco sacrificio de los soviéticos, que les había ahorrado tantas bajas a ellos, habrían acogido la propuesta de volverse contra sus aliados con incredulidad y enfado. El personal encargado de la planificación daba por hecho de forma también harto improbable que los americanos se mostrarían dispuestos a unirse a ellos.
Afortunadamente la principal conclusión de su informe era bastante clara. Se trataba de un proyecto muy «arriesgado», y aunque el Ejército Rojo fuera obligado a retirarse después de un éxito inicial, el conflicto resultaría largo y costoso. «La idea es por supuesto una pura fantasía y las oportunidades de éxito prácticamente nulas», escribió el mariscal Brooke en su diario. «No cabe duda de que de ahora en adelante Rusia es todopoderosa en Europa». «El resultado de este estudio», añadió más tarde, «ponía de manifiesto que a lo máximo que podíamos aspirar era a obligar a los rusos a replegarse más o menos a la misma línea a la que habían llegado los alemanes. ¿Y luego qué? ¿Debíamos seguir movilizados indefinidamente para obligarlos a permanecer allí?»[14]. La Segunda Guerra Mundial en Europa había empezado en Europa por Polonia y la idea de una tercera guerra mundial con arreglo al mismo guión mostraba una simetría aterradora.
El 31 de mayo, Brooke, Portal y Cunningham «analizaron de nuevo la “guerra impensable” contra Rusia… y quedaron más convencidos que nunca de que era “impensable”»[15]. Se mostraron unánimemente de acuerdo cuando presentaron el informe a Churchill. Truman tampoco fue muy receptivo a la idea de obligar al Ejército Rojo a replegarse como moneda de cambio. Ni siquiera estaba dispuesto a mantener tropas americanas en las zonas de Alemania y Checoslovaquia que debían ser entregadas a los soviéticos en virtud de los acuerdos de la Comisión Asesora Europea. Truman había dado repentinamente un paso atrás y había adoptado una actitud más acomodaticia ante la Unión Soviética tras escuchar a Joseph Davies, antiguo embajador norteamericano en Moscú y ardiente admirador de Stalin. Davies había asistido a las farsas judiciales de los años treinta y no había visto nada sospechoso en las grotescas confesiones arrancadas a golpes a los acusados.
El primer ministro tuvo que aceptar la derrota, pero pronto volvió a la carga ante sus jefes de estado mayor pidiéndoles que estudiaran un plan para la defensa de las islas Británicas en caso de una ocupación soviética de los Países Bajos y de Francia. Por entonces estaba agotado haciendo campaña para las elecciones generales y cada vez se mostraba más irracional. Llegó incluso a avisar de la posible creación de una Gestapo bajo un futuro gobierno laborista. Las votaciones tuvieron lugar el 5 de julio, pero como había que recoger los votos de los miembros de las fuerzas armadas repartidos por todo el mundo, los resultados no se conocerían hasta tres semanas después. Del mismo modo que le ocurrió con la cuestión de Polonia, Churchill se enfadó muchísimo debido a la precipitada decisión de De Gaulle de enviar tropas a Siria, donde la reinstauración del régimen colonial francés encontraba resistencia. En aquellos momentos De Gaulle había llegado al paroxismo de su anglofobia y de su antiamericanismo, para mayor desesperación de Georges Bidault, su ministro de asuntos exteriores. De Gaulle seguía resentido por no haber sido invitado por los Tres Grandes a la conferencia de Yalta, y sabía que iba a ser ignorado también en la inminente reunión que iban a tener en Potsdam.
Por consejo de Joseph Davies, pero también de Harriman, Truman decidió que solo una actitud más amistosa hacia Stalin podía resolver las cosas. Harry Hopkins, en quien los soviéticos confiaban más que la mayoría de los occidentales, fue enviado a Moscú para organizar «una nueva Yalta»[16]. Aunque gravemente enfermo, Hopkins aceptó el encargo y, tras varias reuniones con Stalin a finales de mayo y principios de junio, las discrepancias acerca de la constitución del gobierno polaco se solventaron en los términos dictados por Stalin.
La cuestión de Polonia se convertiría en adelante en el embarazoso problema de deshacerse silenciosamente de un valeroso aliado, tácitamente sacrificado en el altar de la Realpolitik. «Dentro de unos días», anotó en su diario Brooke el 2 de julio, «reconoceremos oficialmente al gobierno de Varsovia y liquidaremos al de Londres. Las fuerzas polacas plantean un enigma muy serio que el Foreign Office no ha hecho gran cosa por resolver a pesar de las reiteradas peticiones de un dictamen que llevamos haciendo desde el mes de mayo». Al día siguiente se preguntaba «cómo lo tomarán las fuerzas polacas»[17]. Recientemente había hablado con el general Anders, antes de que volviera con el Cuerpo Polaco a Italia. Anders hizo saber con toda claridad a Brooke que quería volver a combatir en Polonia en cuanto se le presentara la ocasión.
El 5 de julio los Estados Unidos y Gran Bretaña reconocieron al gobierno títere, que había aceptado incluir a varios no comunistas. Los dieciséis polacos detenidos por el NKVD, sin embargo, tendrían que enfrentarse a un juicio bajo la escandalosa acusación de haber asesinado a doscientos miembros del Ejército Rojo. Y en un gesto vergonzoso para contentar a Stalin, el gobierno inglés decidió excluir del desfile de la victoria al contingente polaco.
El 16 de julio, el día antes de que diera comienzo la conferencia de Potsdam, Truman y Churchill se reunieron por primera vez. Truman se mostró cordial, pero reservado, pues Davies le había advertido que Churchill trataría de enredarle de nuevo en una guerra con la Unión Soviética. Stalin llegó a Berlín ese mismo día en un tren especial procedente de Moscú. Beria destinó a más de diecinueve mil soldados del NKVD a vigilar su ruta, y asignó siete regimientos del NKVD y novecientos guardaespaldas a su seguridad en Potsdam. Se tomaron medidas especiales de vigilancia en la línea férrea a su paso por Polonia. Stalin, acompañado por Zhukov, fue en automóvil desde la estación hasta su alojamiento en la antigua casa del general Ludendorff. Todo había sido preparado esmeradamente por Beria, recientemente ascendido a mariscal[18].
Ese mismo día a última hora Truman recibió el siguiente telegrama: «Los niños nacidos satisfactoriamente». El ensayo de la bomba atómica en el desierto, en las proximidades de Los Álamos, había tenido lugar a las 05:30. Cuando se lo dijeron, Churchill se mostró exultante tras verse obligado a reconocer que la Operación Impensable estaba fuera de lugar. El mariscal Brooke quedó «completamente abrumado por las perspectivas del primer ministro» y la forma en que «se mostraba absolutamente entusiasmado» por el descubrimiento[19]. A juicio de Churchill, «ya no hacía falta que los rusos entraran en la guerra japonesa, el nuevo explosivo por sí solo bastaba para zanjar la cuestión». Ni siquiera parece que se percatara del hecho de que, después de todas las peticiones de entrar en la guerra que habían hecho a Stalin los americanos, ahora no podían despacharlo sin más, habiéndole prometido como le habían prometido ganancias tan sustanciosas en Extremo Oriente.
Brooke pasó entonces a relatar lo que el primer ministro tenía en el fondo de su corazón, parafraseando sus propias palabras. «Además ahora teníamos en nuestras manos algo que reequilibraría la balanza con los rusos. El secreto de ese explosivo y la capacidad de usarlo alterarían por completo el equilibrio diplomático que se había ido al garete desde la derrota de Alemania. Ahora teníamos un nuevo valor que enderezaba nuestra posición (obligándolo a bajar la cabeza y a fruncir el ceño). Ahora podíamos decirle: Si insistes en hacer esto o lo de más allá, podemos borrar de un plumazo Moscú, y luego Stalingrado, y luego Kiev, y luego Kuibyshev, y Kharkov, y Sebastopol, etc., etc.».
Desde luego Churchill debía de estar muy belicoso, debido a la amarga frustración que suscitaba en él la impotencia de Gran Bretaña para cambiar las cosas, y animado al mismo tiempo por las implicaciones que acarreaba el nuevo invento. A medida que fue avanzando la conferencia, el deseo de Stalin de extender el poderío soviético en muchas direcciones se puso sobradamente de manifiesto. Mostró interés por las colonias de Italia en África, y propuso que los Aliados echaran a Franco. Los peores temores de Churchill se habrían exacerbado aún más si hubiera escuchado una conversación que tuvo lugar entre Averell Harriman y Stalin durante una pausa: «Debe de resultarle muy agradable», dijo Harriman en tono coloquial, «estar ahora en Berlín después de todo lo que ha sufrido su país». El dictador soviético se lo quedó mirando y contestó: «Pues el zar Alejandro fue hasta París»[20].
No se trataba solo de un chiste. Mucho antes de que a Churchill se le ocurriera la fantasía de la Operación Impensable, una sesión del Politburó había decidido en 1944 ordenar a la Stavka elaborar planes para la invasión de Francia e Italia, como luego contaría el general Shtemenko al hijo de Beria. La ofensiva del Ejército Rojo debía combinarse con la toma del poder por los partidos comunistas de ambos países. Además, según contó Shtemenko, «se preveía un desembarco en Noruega, así como la toma de los estrechos [entre Dinamarca y Escandinavia]. Se asignaron unos presupuestos considerables para la realización de estos planes. Se esperaba que los americanos abandonaran una Europa sumida en el caos, mientras que Gran Bretaña y Francia se verían paralizadas por sus problemas coloniales. La Unión Soviética poseía cuatrocientas divisiones experimentadas, dispuestas a lanzarse como tigres. Se calculaba que toda la operación no llevaría más de un mes… Todos estos planes fueron abortados cuando Stalin se enteró [por Beria] de que los americanos tenían la bomba atómica y habían empezado a producirla en masa». Al parecer, el dictador dijo a Beria «que si Roosevelt siguiera vivo, lo habríamos conseguido». Parece que este fue el motivo de que Stalin creyera que Roosevelt había sido asesinado en secreto[21].
Churchill no encontró mucho apoyo en Truman. El nuevo presidente había sido hechizado y atemorizado por el manipulador dictador soviético, que lo despreciaba. El mayor momento de intimidad del primer ministro con Truman se produjo cuando discutieron cómo debía contar el presidente a Stalin lo de la bomba atómica. Pero Stalin ya había discutido dos veces con Beria cómo debía reaccionar cuando le dieran la noticia. El 17 de julio Beria le había proporcionado los detalles del éxito de las pruebas, obtenidos a través de sus espías en el Proyecto Manhattan. De ese modo, cuando Truman le habló de la bomba en tono confidencial, puede decirse que Stalin no reaccionó. Mandó inmediatamente llamar a Molotov y a Beria y «con una risita» les contó la escena. «Churchill estaba de pie junto a la puerta, clavándome los ojos como si fueran dos reflectores, mientras que Truman, con ese aire hipócrita suyo, me contó lo que había sucedido como el que no quiere la cosa». Su buen humor aumentó más todavía al escuchar las grabaciones de los micrófonos colocados por el NKVD. Las cintas revelaron que, cuando Churchill preguntó a Truman cómo se había tomado la noticia el líder soviético, el presidente respondió que «Stalin, al parecer, no había entendido nada»[22].
El 26 de julio, la sesión plenaria de Potsdam fue suspendida. El día anterior, Churchill había regresado a Londres con Anthony Eden y Clement Attlee para proclamar los resultados de las elecciones generales. Justo cuando se fue, Churchill se vio en la extraña situación de ser tranquilizado por Stalin, quien le dijo que por fuerza iba a derrotar a los socialistas.
El primer ministro había recibido ya algunos avisos de que las cosas probablemente no iban a ser así, sobre todo debido a los votos de las fuerzas armadas, cuyos hombres querían romper con el pasado, tanto con los duros años treinta como con la propia guerra. Unas semanas antes, en el curso de una cena en Londres, cuando Churchill había hablado de la campaña electoral, el general Slim, recientemente llegado de Birmania, le había dicho: «Bueno, señor primer ministro, una cosa sé de cierto. Mi ejército no va a votarle a usted»[23].
Para la mayoría de los soldados y de los suboficiales, la jerarquía militar se parecía demasiado al sistema de clases. Un capitán del ejército, que había preguntado a uno de los sargentos a su mando cómo pensaba votar, recibió la siguiente respuesta: «Socialista, señor, porque estoy harto de recibir órdenes de esos malditos oficiales»[24]. Una vez recontados los votos, quedó de manifiesto que las fuerzas armadas habían votado abrumadoramente a favor del partido laborista y del cambio. El mayor error de Churchill fue no haber mostrado ningún interés por la reforma social ni durante la guerra ni durante la campaña electoral.
A pesar de lo poco que le gustaba Churchill, Stalin quedó auténticamente impresionado por los resultados cuando llegó a Potsdam la noticia de su aplastante derrota. Sencillamente no le cabía en la cabeza cómo un hombre de su talla podía perder unas elecciones. En su opinión, la democracia parlamentaria era a todas luces una forma peligrosamente inestable de gobernar un país. Era perfectamente consciente de que, bajo cualquier otro régimen que no fuera el suyo, él mismo habría sido destituido de su cargo después del modo catastrófico en que había manejado la invasión alemana.
Clement Attlee, el nuevo primer ministro, y Ernest Bevin, que había sustituido a Eden al frente del Foreign Office, ocupaban ahora los asientos reservados a Gran Bretaña en la conferencia. Pero apenas podrían ejercer ninguna influencia en las discusiones, y no precisamente por culpa suya. James F. Byrnes, el nuevo secretario de estado norteamericano, aceptó reconocer la frontera occidental de Polonia, situada en la línea Óder-Neisse, y ellos se limitaron a hacer lo mismo. Stalin consiguió en Potsdam todo lo que quería, aunque se vio obligado a cancelar la invasión de Europa occidental por miedo a la bomba atómica.
El regreso de los prisioneros de guerra acordado en Yalta no tardó en revelarse un problema terrible para los Aliados. Tanto al Cuerpo de Contrainteligencia americano como a la Seguridad de Campaña británica les costaba mucho trabajo identificar a los criminales de guerra e incluso las nacionalidades de los hombres a los que interrogaban, pues muchos de los oriundos de Europa del este y de la Unión Soviética decían que eran alemanes para poder quedarse en la zona occidental.
En la provincia de Carintia, al sudeste de Austria, era donde se había congregado la mayor mezcla de nacionalidades y etnias. Cuando las unidades del V Cuerpo británico llegaron al hermoso valle del Drau, se encontraron con decenas de millares de personas acampadas en él. Había croatas, eslovenos, chetnik serbios, y casi todo el Cuerpo de Cosacos. Los de origen yugoslavo intentaban escapar de la venganza de Tito después de alcanzar la victoria en la salvaje guerra civil. Los cosacos, al mando de oficiales alemanes, habían desempeñado un papel importantísimo en la sangrienta campaña contra los partisanos.
Parece que Tito podía compararse a Stalin por su afán de acumular territorios. Abrigaba la esperanza de apoderarse de Istria, Trieste e incluso parte de Carintia. Algunos de sus partisanos llegaron a Klagenfurt, la capital de esta provincia, justo antes que los ingleses. Se dedicaron a sembrar el terror en las zonas rurales y a amenazar a la multitud de soldados refugiados que había en la región. Los oficiales británicos, que carecían de órdenes precisas, se dieron cuenta de que estaban ante una situación verdaderamente caótica, con la amenaza de que siguieran pasando a Austria más fuerzas de Tito. Se les encomendó entonces la desagradable tarea de poner a los ciudadanos soviéticos en manos del Ejército Rojo, al otro lado de la frontera del este.
Los cosacos eran famosos por las atrocidades que habían cometido. Incluso Goebbels había quedado impresionado por los informes recibidos acerca de su actuación en Yugoslavia y en el norte de Italia. Pero además tenían consigo a sus mujeres y a sus hijos, y entre ellos había algunos rusos blancos que llevaban viviendo en Occidente desde la victoria de los bolcheviques en 1921. Los dos más célebres eran el atamán cosaco, general Pyotr Krasnov, oficial probablemente tan honrado como cabría esperar en una guerra civil, y el general Andrei Shkouro, psicópata y cruel. Cuando se vio la imposibilidad de separar las manzanas podridas de las sanas, los oficiales de estado mayor del cuartel general del V Cuerpo ordenaron que había que entregarlos a todos al Ejército Rojo. Los cosacos sabían demasiado bien cómo iba a ser la venganza de Stalin, de modo que los soldados británicos tuvieron que obligarlos a subir a los transportes armados con los mangos de madera de picos y palas. Aunque admiraban al Ejército Rojo, la mayoría de los hombres que participaron en estas repatriaciones forzosas quedaron horrorizados por lo que tuvieron que hacer, y a punto estuvo de producirse un motín.
Al mismo tiempo, las tropas británicas se mostraron claramente reacias a enfrentarse a las fuerzas cada vez más agresivas de Tito. Nadie quería morir ahora que la guerra había llegado a su fin. El cuartel general del V Cuerpo, presionado para que resolviera aquella situación tan peligrosa lo antes posible, ordenó que los yugoslavos fueran obligados a cruzar la frontera. Una vez más, entre ellos se mezclaban los que eran culpables de crímenes de guerra, especialmente ustachas croatas, y los que eran menos culpables. Tanto los oficiales como los soldados ingleses se sintieron asqueados al tener que recurrir al engaño para obligar a los chetnik, antiguos aliados suyos que habían sido abandonados en favor de Tito, a pasar otra vez a Yugoslavia. Parece que la mayoría de ellos fueron asesinados casi de inmediato. La caída de Alemania desencadenó la peor oleada de matanzas llevadas a cabo durante la guerra civil por los partisanos de Tito. En 2009, la Comisión Eslovena de Tumbas Ocultas localizó más de seiscientas fosas comunes, que, según sus cálculos, contenían los cadáveres de más de cien mil víctimas[25].
La venganza y la limpieza étnica fueron igualmente brutales en el norte y en el centro de Europa. Para muchos alemanes, los rumores que circulaban acerca de la entrega a Polonia de todos los territorios del país situados al este del Oder —Prusia oriental, Silesia y Pomerania— eran los que causaban más pavor. Una vez acabados los combates, casi un millón de refugiados se pusieron en camino hacia los hogares que habían abandonado para descubrir que iban a tener que abandonarlos otra vez.
Tal como pretendía Stalin, la limpieza étnica se llevó a cabo en concomitancia con actos de venganza. Las tropas del I y el II Ejército polaco obligaron a los alemanes a dejar sus hogares para cruzar al otro lado del Oder. Los primeros en marchar fueron los que habitaban en lo que había sido territorio polaco antes de 1944. Algunos llevaban viviendo allí varias generaciones, otros eran Volksdeutsche, beneficiarios de la propia limpieza étnica llevada a cabo por los nazis en 1940. Hacinados en vagones de ganado, fueron conducidos al oeste y despojados por el camino de las pocas pertenencias que llevaban. Una suerte similar corrieron los que se quedaron en Pomerania y Silesia o decidieron regresar a estas regiones, que en aquellos momentos se encontraban dentro de las nuevas fronteras de Polonia. En Prusia oriental quedaron solo ciento noventa y tres mil alemanes de una población de dos millones doscientos mil.
Durante la expulsión del territorio polaco, alrededor de doscientos mil alemanes fueron retenidos en campos de trabajo y se calcula que unos treinta mil perdieron la vida. A otros deberíamos incluirlos entre los seiscientos mil alemanes enviados a la Unión Soviética en calidad de mano de obra esclava. Los checos también expulsaron de su territorio a unos tres millones de alemanes, la mayoría originarios de los Sudetes. A lo largo de este proceso treinta mil fueron asesinados y cinco mil quinientos cincuenta y ocho se suicidaron. Para encontrar cobijo en Alemania, muchas mujeres tuvieron que hacer el viaje a pie cargadas con sus hijos, llegando a recorrer algunas cientos de kilómetros[26].
Cuesta trabajo imaginar cómo una guerra tan increíblemente brutal habría podido acabar sin una venganza igualmente brutal. La violencia masiva, como señala el poeta polaco Czeslaw Miłosz, destruyó la idea de comunidad humana y cualquier sentido de justicia natural. «El asesinato se convirtió en algo corriente durante la guerra», escribe Miłosz, «e incluso era considerado legítimo si se llevaba a cabo en nombre de la resistencia. También el robo se convirtió en algo corriente, lo mismo que la falsedad y el engaño. La gente aprendió a dormir en medio de ruidos que en otro momento habrían hecho levantarse de la cama a todo el vecindario: el tableteo de las ametralladoras, los gritos de hombres agonizando, las maldiciones de los agentes de policía que sacaban de sus casas a los vecinos a rastras». Por todos estos motivos, dice Miłosz, «el hombre del este no puede tomarse a los americanos [o a otros occidentales] en serio»[27]. Como no habían vivido esas experiencias, no podían entender lo que significaban ni imaginar cómo habían podido suceder.
«Si somos americanos», decía Anne Applebaum, «pensamos que “la guerra” fue algo que empezó con Pearl Harbor en 1941 y terminó con la bomba atómica en 1945. Si somos británicos, recordamos el Blitz de 1940 y la liberación de Belsen. Si somos franceses, nos acordamos de Vichy y de la Resistencia. Si somos holandeses, pensamos en Anne Frank. Incluso si somos alemanes, solo conocemos una parte de la historia»[28].