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LA OPERACIÓN BERLÍN

(ABRIL-MAYO DE 1945)


La noche del 14 de abril, las tropas alemanas atrincheradas en las colinas de Seelow, al oeste del río Oder, oyeron un rumor de motores de tanque. La música y los siniestros mensajes propagandísticos soviéticos lanzados a todo volumen por los altavoces no lograron camuflar el ruido del I Ejército de Tanques de la Guardia cruzando el río para tomar una cabeza de puente. Sus ecos se extendían a sus pies por toda la llanura del Oderbruch, donde la bruma del río cubría los prados empapados de humedad. En total había nueve ejércitos del Primer Frente Bielorruso de Zhukov listos para atacar entre el Canal Hohenzollern por el norte y Frankfurt del Óder por el sur.

El VIII Ejército de la Guardia del general Chuikov había ampliado la cabeza de puente el día anterior con un ataque que obligó a retroceder a la 20.ª División de Granaderos Acorazados. Hitler se irritó tanto al enterarse de la noticia que ordenó que se retiraran todas las medallas a los integrantes de la división hasta que volvieran a ganárselas. Chuikov también estaba disgustado, pero por una razón bien distinta. El 15 de abril por la noche se enteró de que el mariscal Zhukov iba a hacerse cargo de su puesto de mando en la Reitwein Spur porque tenía la mejor vista sobre la llanura del Óder y las colinas de Seelow. Las relaciones entre los dos militares se habían deteriorado todavía más desde que Chuikov le criticara duramente por no atacar inmediatamente Berlín a comienzos del mes de febrero.

A más de ochenta kilómetros al sur del flanco izquierdo de Zhukov, el Primer Frente Ucraniano de Konev bordeaba el Neisse con siete ejércitos. Su departamento político había elaborado un enérgico mensaje de venganza: «No habrá piedad. Han sembrado viento y van a recoger tempestades»[1].

La noticia del cambio de línea del partido introducido el día anterior en Moscú todavía no había llegado al frente. Stalin había comprendido por fin que la retórica y la realidad de la venganza no hacían más que intensificar la resistencia alemana. Ese era también el motivo de que el grueso del ejército germano estuviera tan deseoso de rendirse a los ejércitos aliados del oeste. En su opinión, esta circunstancia agudizaba muchísimo el riesgo de que los americanos tomaran Berlín antes que el Ejército Rojo.

El 14 de abril Georgi Aleksandrov, jefe del servicio soviético de propaganda, publicó un importante artículo en Pravda, dictado casi con toda seguridad por el propio Stalin. En él se atacaban los llamamientos a la venganza de Ilya Ehrenburg y su descripción de Alemania como «únicamente una banda gigantesca». El escrito de Aleksandrov, titulado «El camarada Ehrenburg simplifica demasiado las cosas», decía que mientras que algunos oficiales alemanes «luchan en defensa de ese régimen caníbal, otros lanzan bombas contra Hitler y su pandilla [los integrantes de la conspiración de julio], o persuaden a los alemanes de que deben deponer las armas [el general von Seydlitz y la Liga de Oficiales Alemanes]. La Gestapo persigue a los oponentes del régimen, y los llamamientos a la población para que los denuncie demuestran que no todos los alemanes son iguales». Citaba también el siguiente comentario de Stalin: «Los Hitlers vienen y van, pero Alemania y los alemanes perduran»[2]. Ehrenburg quedó desolado al ver que se le sacrificaba de esa manera, pero la mayoría de los oficiales y los soldados no se fijó mucho en el cambio de política adoptado. La imagen propagandística de los alemanes como animales depredadores había calado demasiado hondo.

Las autoridades soviéticas, viendo incluso la inminencia de la victoria, no confiaban en sus propias tropas. Se dijo a los oficiales que denunciaran a los «hombres moral y políticamente inestables» que pudieran desertar y avisar al enemigo del ataque, para que el SMERSh pudiera detenerlos[3]. Y el general Serov, el jefe del NKVD que había supervisado la represión en el este de Polonia en 1939, se sintió alarmado ante las «actitudes poco saludables desarrolladas entre los oficiales y los soldados del I Ejército polaco»[4]. Se habían puesto muy nerviosos al ver la rapidez del avance de los ejércitos británicos y americanos por el oeste, después de escuchar clandestinamente la BBC. Estaban convencidos de que las fuerzas del general Anders se aproximaban a Berlín. «En cuanto nuestras tropas se encuentren con las de Anders», dijo un oficial de artillería, según la acusación de un delator del SMERSh, «ya puedes despedirte del gobierno provisional [controlado por los rusos]. El gobierno de Londres volverá a hacerse con el poder y Polonia será una vez más lo que era antes de 1939. Inglaterra y Estados Unidos ayudarán a Polonia a quitarse a los rusos de encima». Las tropas de Serov detuvieron a cerca de dos mil hombres justo antes de que diera comienzo la ofensiva.

Los oficiales alemanes estaban todavía más preocupados por la desafección reinante entre sus filas. Quedaban horrorizados al ver que los soldados jóvenes respondían a los mensajes de los altavoces soviéticos que les decían que se rindieran, preguntando si serían enviados a Siberia en caso de deponer las armas. Los oficiales del IV Ejército Panzer, que debía enfrentarse a las tropas de Konev en el Neisse, confiscaron todos los pañuelos blancos para impedir que fueran usados como signo de rendición. Los hombres que eran pillados escondiéndose o intentando desertar eran obligados a salir a tierra de nadie y se les ordenaba cavar trincheras en ella. Muchos mandos no tenían más remedio que decir mentiras desesperadas. Aseguraban que estaban a punto de llegar miles de tanques para prestarles apoyo, que iban a usarse nuevas armas milagrosas contra el enemigo, e incluso que los Aliados occidentales iban a unirse a ellos en la lucha contra los bolcheviques. A los oficiales de menor rango les dijeron que no tuvieran remordimientos y fusilaran a cualquiera de sus hombres que vacilara y que si sus hombres escapaban, más les valía pegarse un tiro.

Un Oberstleutnant de la Luftwaffe al mando de una compañía improvisada de técnicos todavía en proceso de aprendizaje se encontraba en una trinchera junto a un suboficial. «Dime», murmuró el joven dirigiéndose al Kompanietruppführer, «¿tú también tienes frío?». «No tenemos frío, Herr Oberstleutnant», respondió el subordinado, «tenemos miedo»[5].

La víspera de la batalla, los soldados del Ejército Rojo se afeitaron y se dedicaron a escribir cartas. Los zapadores estaban ya trabajando en la oscuridad retirando minas antes de que diera comienzo el avance. Chuikov tuvo que controlar su genio cuando de pronto vio una caravana de coches oficiales en los que venían el mariscal Zhukov y su séquito, acercarse a su puesto de mando en la Reitwein Spur con los faros encendidos.

A las 05:00 horas de Moscú del 16 de abril, o sea dos horas antes en Berlín, el «dios de la guerra» de Zhukov abrió fuego con ocho mil novecientos ochenta y tres cañones, morteros pesados y lanzacohetes Katiusha. Fue la cortina de fuego más intensa de toda la guerra, siendo disparados solo el primer día un millón doscientos treinta y seis mil proyectiles. La intensidad del bombardeo fue tal que las paredes de las casas temblaron a sesenta kilómetros al este de Berlín. Percatándose de que había comenzado la gran ofensiva, las amas de casa se asomaron a las puertas de sus viviendas y empezaron a hablar con las vecinas en voz baja, lanzando miradas de ansiedad hacia el este. Las mujeres y las niñas se preguntaban si llegarían los americanos a tiempo de salvarlas del Ejército Rojo.

Zhukov estaba encantado con su idea de utilizar ciento cuarenta y tres reflectores para deslumbrar al enemigo. Pero el bombardeo y los reflectores resultaron inútiles para sus hombres. Cuando la infantería cargaba al grito de Na Berlín!, los reflectores recortaban su silueta y el terreno que tenían por delante estaba tan agujereado por las bombas que su avance fue muy lento. Sorprendentemente, la artillería se había concentrado en la primera línea de defensa, pese a que el Ejército Rojo estaba al tanto de la táctica usada por los alemanes de retirar todas sus fuerzas, menos una pequeña tropa encargada de darles cobertura, siempre que se esperaba un gran ataque.

Zhukov, que habitualmente reconocía el terreno con sumo cuidado antes de lanzar un ataque, en esta ocasión no lo había hecho. Se había fiado de las fotografías suministradas por los vuelos de reconocimiento, pero las imágenes no revelaban el fortísimo elemento defensivo que representaban las colinas de Seelow. Al principio, el VIII Ejército de la Guardia de Chuikov, por la izquierda, y el V Ejército de choque del coronel general Nikolai Berzarin, por la derecha, avanzaron sin contratiempos. El I Ejército de Tanques de la Guardia debía pasar luego entre ellos una vez que hubieran asegurado la cima. Al amanecer, entraron en acción los aviones Shturmovik de ataque a tierra, lanzándose como exhalaciones entre los surtidores de tierra levantados por la artillería para bombardear y ametrallar las defensas y vehículos alemanes. Su mayor éxito consistió en alcanzar el depósito de municiones del IX Ejército alemán, que saltó por los aires con una explosión tremenda.

Los alemanes de la primera línea que sobrevivieron quedaron traumatizados y subieron a la carrera la empinada pendiente de las colinas de Seelow gritando: Der Iwan kommt! Un poco más atrás, los aldeanos de la zona y sus familias también emprendieron la huida. «Los refugiados corren precipitadamente como criaturas infernales», decía en una carta un soldado joven, «mujeres, niños y ancianos sorprendidos mientras dormían, algunos a medio vestir. En sus caras se lee la desesperación y un miedo cerval. Los niños se agarran llorando a las manos de sus madres y contemplan la destrucción del mundo con ojos asombrados»[6].

En el puesto de mando de la Reitwein Spur Zhukov iba poniéndose cada vez más nervioso a medida que avanzaba la mañana. A través de sus potentes gemelos podía ver que el avance se había frenado, si no detenido por completo. Consciente de que Stalin daría el objetivo de Berlín a Konev si no lograba romper las líneas enemigas, empezó a lanzar maldiciones y juramentos contra Chuikov, cuyas tropas ni siquiera habían llegado al límite de la llanura de aluvión. Zhukov amenazó con degradar a todos los mandos y mandarlos a una compañía shtraf. De repente decidió cambiar todo su plan de ataque.

En un intento de acelerar el avance, envió al I Ejército de Tanques de la Guardia del coronel general Katukov por delante de la infantería. Chuikov quedó horrorizado. Ya podía imaginarse el caos. A las 15:00, Zhukov puso una conferencia a Stalin, en Moscú, y le explicó la situación. «Así que has subestimado al enemigo en el eje de Berlín», oyó decir al dictador soviético. «Y yo que pensaba que estabas ya en las inmediaciones de Berlín y ahora resulta que estás todavía en las colinas de Seelow. Las cosas han empezado mejor con Konev». Stalin no hizo ningún comentario acerca de la propuesta de Zhukov de cambiar de planes[7].

El cambio de planes desembocó exactamente en el tipo de confusión que temía Chuikov. Ya se habían producido embotellamientos enormes, y el I Ejército de Tanques de la Guardia se vio atrapado detrás de los vehículos de los otros dos ejércitos, a la espera de poder avanzar. Aquello se convirtió en una pesadilla para los encargados de controlar el tráfico, que intentaban desenredar el embrollo. E incluso cuando los tanques lograban salir del atasco y empezaban a avanzar, eran volados por los cañones de 88 mm situados debajo de Neuhardenberg. Rodeados de humo, se encontraron de pronto en medio de una emboscada tendida por la infantería alemana provista de Panzerfaust y por un pelotón de cañones de asalto. Las cosas no mejoraron cuando finalmente empezaron a escalar las colinas de Seelow. Las empinadas laderas estaban llenas de barro chamuscado por efecto de los obuses y resultaron impracticables para los tanques pesados Stalin y para los T-34. Por la izquierda, la brigada de cabeza de Katukov fue víctima de una emboscada con tanques Tiger del 502.º Batallón de Tanques Pesados de la SS. Solo tuvo cierto éxito en el centro, donde la 9.ª División de Fallschirmjäger se vino abajo. Al anochecer, los ejércitos de Zhukov todavía no habían conseguido tomar la cima de las colinas de Seelow.

En el búnker del Führer, debajo de la Cancillería del Reich, se hacían constantes llamadas telefónicas al cuartel general del OKW, en Zossen, pidiendo noticias. Pero la propia Zossen, situada al sur de Berlín, era vulnerable si las fuerzas del mariscal Konev lograban rebasar las líneas.

Al Primer Frente Ucraniano, tal como Stalin había dicho a Zhukov, estaban saliéndole mejor las cosas, a pesar de no contar con cabezas de puente al otro lado del Neisse. La artillería y la aviación de apoyo de Konev obligaron a los alemanes a permanecer en el fondo de sus trincheras mientras los primeros batallones cruzaban a toda prisa el río en lanchas de asalto. Se creó una extensa cortina de humo gracias a la acción del II Ejército del Aire, ayudado por la ligera brisa que soplaba en la dirección correcta. Al IV Ejército Panzer le resultó imposible identificar dónde estaba concentrado el ataque. Se establecieron cabezas de puente y los tanques no tardaron en ser transportados en transbordadores mientras los zapadores se encargaban de construir puentes de barcazas.

Konev no padeció el desastroso cambio de planes de Zhukov. Él ya había planeado que el III y el IV Ejército de Tanques de la Guardia encabezaran la ofensiva. Poco después de medio día, ya estaban listos los primeros puentes y sus tanques cruzaban el río. Mientras los alemanes seguían desconcertados por el bombardeo y confundidos por la cortina de humo, Konev envió sus primeras brigadas de tanques directamente por en medio de las líneas alemanas con órdenes de no detenerse. La infantería debía despejar la zona detrás de ellos.

La noche del 16 de abril fue muy humillante para Zhukov. Tuvo que llamar de nuevo a Stalin por el radioteléfono y admitir que sus tropas todavía no habían conquistado las colinas de Seelow. Stalin contestó que era culpa suya por haber cambiado el plan de ataque. Luego preguntó a Zhukov si al día siguiente habría tomado ya las colinas. Zhukov le aseguró que sí. Sostenía que era más fácil acabar con las fuerzas alemanas a campo abierto que en la propia Berlín, así que a la larga no se habría perdido tanto tiempo. Stalin le advirtió entonces que diría a Konev que desviara a sus ejércitos de tanques hacia el norte, en dirección al sur de Berlín. Y colgó con brusquedad. Poco después habló con Konev: «A Zhukov no le están saliendo muy bien las cosas», dijo. «Que Rybalko [III Ejército de Tanques de la Guardia] y Lelyushenko [IV Ejército de Tanques de la Guardia] giren hacia Zehlendorf»[8].

El hecho de que Stalin escogiera Zehlendorf era significativo. Se trataba del suburbio situado más al sudoeste de Berlín y el más próximo a la cabeza de puente de los americanos al otro lado del Elba. Quizá tampoco fuera una coincidencia el hecho de que estuviera al lado de Dahlem, donde se hallaba el centro de investigaciones nucleares del Kaiser-Wilhelm-Institut. Tres horas antes, en respuesta a una solicitud de información de los americanos acerca de la ofensiva soviética contra Berlín, el general Antonov recibió la orden de decir que las fuerzas soviéticas estaban simplemente «llevando a cabo una operación de reconocimiento a gran escala en el sector central del frente con el fin de descubrir detalles acerca de las defensas alemanas». La inocentada siguió su curso. Hasta entonces nunca una «operación de reconocimiento» había sido llevada a cabo por unas fuerzas de dos millones y medio de hombres[9].

Con el beneplácito de Stalin, Konev obligó a sus brigadas de tanques a satisfacer su ambición de obtener el premio de la gloria a expensas de su rival. Zhukov empezaba a ponerse frenético debido a la falta de progresos. En las colinas de Seelow la caótica batalla seguía adelante con cielo despejado, lo que permitió la intervención de los cazabombarderos Shturmovik. El colapso de la 9.ª División de Fallschirmjäger, que se había llenado con personal de tierra de la Luftwaffe y no con paracaidistas, facilitó la situación a las unidades de tanques de Katukov, que, no obstante, tuvieron que hacer frente a varios contraataques de la División Kurmark con tanques Panther y grupos de soldados y miembros de las Juventudes Hitlerianas que combatían cuerpo a cuerpo con Panzerfaust.

La situación reinante en los puestos de socorro y en los hospitales de campaña alemanes era penosa. Los cirujanos estaban completamente abrumados por la cantidad de heridos. En el lado soviético, las cosas no iban mucho mejor. Los soldados heridos el primer día todavía no habían sido recogidos ni visitados, como luego pondrían de manifiesto los informes. Su número aumentó estrepitosamente cuando la artillería del V Ejército de Choque empezó a disparar por error contra las brigadas de tanques de Katukov.

La aviación alemana del Escuadrón Leónidas, con base en Jüterbog, imitó a los pilotos kamikaze japoneses con intentos, en su mayoría inútiles, de destruir los puentes del Oder. Este tipo de ataque suicida se denominaba Selbstopfereinsatz, o «misión de autosacrificio». Treinta y cinco pilotos perdieron la vida de esta manera. El oficial que estaba a su mando, el Generalmajor Robert Fuchs comunicó sus nombres «al Führer con ocasión de su inminente quincuagésimo sexto cumpleaños», suponiendo que era el tipo de regalo que le gustaría recibir. Pero este absurdo proyecto fue anulado enseguida por el avance del IV Ejército de Tanques de la Guardia hacia la base del escuadrón.

Las brigadas de tanques de Konev marcharon a toda prisa hacia el río Spree, al sur de Cottbus, con el fin de cruzarlo antes de que los alemanes pudieran organizar su defensa. El general Rybalko, junto con su brigada de cabeza, no quiso perder tiempo poniendo puentes de barcazas. Ordenó simplemente que el primer tanque se metiera de cabeza en el Spree, que en ese punto tenía unos cincuenta metros de anchura. El agua llegaba hasta más arriba de las orugas, pero por debajo de la mirilla del conductor. Este siguió adelante, y el resto de la brigada lo siguió en línea recta, sin hacer caso de las balas de ametralladora que rebotaban en su blindaje. Los alemanes no disponían de cañones antitanque en aquella zona. El camino hacia el cuartel general del OKH en Zossen estaba expedito.

En Zossen, los oficiales de estado mayor no tenían ni idea del avance que se había producido por el sur. Su atención seguía fija en las colinas de Seelow, donde el Generaloberst Gotthard Heinrici había recurrido a la única reserva de que disponía, el III Germanisches SS-Panzerkorps del Obergruppenführer Felix Steiner. Formaba parte de él la 11.ª División de la SS Nordland, integrada por voluntarios daneses, noruegos, suecos, finlandeses y estonios.

El 18 de abril por la mañana, los combates en las colinas de Seelow alcanzaron una nueva intensidad. Zhukov se había enterado por Stalin de que los ejércitos de tanques de Konev avanzaban a toda prisa hacia Berlín, y de que si su Primer Frente Bielorruso no hacía más progresos, ordenaría a Rokossovsky, situado al norte, que también dirigiera su Segundo Frente Bielorruso a Berlín. Se trataba de una amenaza vana, pues las fuerzas de Rokossovsky llevaban tanto retraso que no cruzaron el Oder hasta el 20 de abril, pero Zhukov estaba tan desesperado que ordenó un ataque tras otro. Finalmente el avance se produjo a última hora de la mañana. Una de las brigadas de tanques de Katukov se lanzó hacia la Reichstrasse 1, la principal carretera que desde Berlín iba a la capital ahora destruida de Prusia oriental, Königsberg. El IX Ejército del Generaloberst Theodor Busse había quedado partido en dos y no tardaría en producirse su desintegración. El coste había sido altísimo. El Primer Frente Bielorruso había perdido más de treinta mil hombres, frente a los doce mil soldados alemanes que habían resultado muertos. Zhukov no mostró muchos remordimientos. Lo único que le interesaba era el objetivo final.

Aquel día, Konev no encontró más quebradero de cabeza que un ataque lanzado contra el LII Ejército, en su flanco sur, por las fuerzas del Generalfeldmarschall Schörner. Fue una operación precipitada y mal preparada que fue repelida sin dificultad. Sus dos ejércitos de tanques lograron avanzar entre treinta y cinco y cuarenta y cinco kilómetros. Se habría animado más de haber sabido el caos causado en Berlín cuando los líderes nazis interfirieron en las actividades de los que intentaban organizar la defensa de la ciudad.

Goebbels, comisario de defensa del Reich de Berlín, intentó actuar como un alto mando militar. Ordenó que todas las unidades del Volkssturm de la ciudad salieran para crear una nueva línea de defensa. El comandante de la guarnición de Berlín quedó horrorizado y protestó. No sabía que eso era exactamente lo que querían en secreto Albert Speer y el general Heinrici, para evitar la destrucción de la ciudad. El general Helmuth Weidling, al mando del LVI Cuerpo Panzer, se distrajo con las visitas de Ribbentrop y Artur Axmann, el jefe de las Juventudes Hitlerianas, que se ofreció a enviar más adolescentes al frente armados con Panzerfaust. Weidling intentó convencerle de que desistiera del «sacrificio de niños por una causa ya perdida»[10].

La proximidad del Ejército Rojo intensificó los instintos criminales del régimen nazi. Ese día fueron decapitados otros treinta presos políticos en la cárcel de Plötzensee. En el centro de la ciudad las patrullas de la SS no detenían a los sospechosos de deserción, sino que directamente los colgaban de las farolas de las calles con un letrero atado al cuello en el que se daba noticia de su cobardía. Semejantes acusaciones por parte de la SS eran puramente hipócritas, por no decir algo peor. Mientras sus patrullas ejecutaban a los desertores del ejército e incluso a algunos miembros de las Juventudes Hitlerianas, Heinrich Himmler y los oficiales de mayor rango de la Waffen-SS planeaban en secreto retirar sus unidades y replegarlas a Dinamarca.

El 19 de abril, el IX Ejército, definitivamente dividido en tres, se replegó. Las mujeres y las niñas de la zona, aterrorizadas de pensar en lo que las aguardaba, suplicaron a los soldados que se las llevaran con ellos. El I Ejército de Tanques de la Guardia, respaldado por el VIII Ejército de la Guardia de Chuikov, llegó a Münchberg en su avance por la Reichstrasse 1. Mientras estos se dirigían a los suburbios del este y del sudeste de Berlín, los otros ejércitos de Zhukov empezaron a avanzar hacia la parte norte de la ciudad. Stalin insistía en llevar a cabo un cerco completo para asegurarse de que los americanos no intentaran de ninguna manera seguir adelante, ni siquiera a última hora. Las tropas americanas entraron en Leipzig ese mismo día y también tomaron Núremberg después de duros combates, pero las divisiones de Simpson situadas en el Elba siguieron donde estaban, tal como había ordenado Eisenhower.

El 20 de abril, día del cumpleaños de Hitler, siguiendo la tradición del Führerwetter, fue una bonita jornada primaveral. Las fuerzas aéreas aliadas marcaron la efémeride con su propio saludo. Göring pasó la mañana supervisando la evacuación de los cuadros y demás tesoros que había requisado de su ostentosa casa de campo de Karinhall, al norte de Berlín. Una vez que sus bienes estuvieron cargados en un convoy de camiones de la Luftwaffe, apretó el botón que detonaba los explosivos colocados en el interior del edificio. La casa se vino abajo levantando una espesa nube de polvo. Dio media vuelta y se dirigió a su coche, para ser conducido a la Cancillería del Reich, donde, junto con los demás jerarcas nazis, pensaba felicitar al Führer en el que todos sabían que iba a ser su último cumpleaños.

Hitler parecía por lo menos veinte años más viejo de lo que en realidad era. Estaba encorvado y pálido y le temblaba el brazo izquierdo. Aquella mañana Goebbels había hecho un llamamiento por la radio a todos los alemanes para que confiaran ciegamente en él. Sin embargo, hasta sus colegas más fervientes sabían con certeza que el Führer no estaba en condiciones de pensar racionalmente. Himmler, tras brindar con champaña a medianoche por la salud de su líder, como era su costumbre, intentó ponerse en contacto con los americanos en secreto. Creía que Eisenhower reconocería que lo necesitaba para mantener Alemania en orden.

Entre los líderes que se reunieron en la grandiosidad medio derruida de la Cancillería del Reich estaban el almirante Dönitz, Ribbentrop, Speer, Kaltenbrunner y el mariscal Keitel. Enseguida quedó claro que el único que tenía intención de quedarse en Berlín con su Führer era Goebbels. Dönitz, al que se había confiado el mando supremo de la Alemania septentrional, se marchaba con el beneplácito de Hitler. Los demás simplemente buscaron excusas para salir de Berlín antes de que quedara completamente rodeada y de que sus aeródromos cayeran en manos del Ejército Rojo. Hitler estaba decepcionado de sus paladines supuestamente leales, especialmente de Göring, que aseguraba que iba a organizar la resistencia en Baviera. Algunos insistieron al Führer en que debía irse al sur, pero él se negó. Aquel día marcó lo que se llamaría «la huida de los Faisanes Dorados», en el que los altos cargos del partido nazi se despojaron de sus uniformes pardos, rojos y dorados para escapar de Berlín con sus familias mientras las rutas que se dirigían al sur seguían abiertas.

En la ciudad, las amas de casa hacían cola para obtener el último reparto de las «raciones de crisis». Podían oír con claridad el ruido de los cañones en la distancia. Aquella misma tarde la artillería pesada del III Ejército de Choque abrió fuego contra los suburbios del norte de Berlín. Zhukov ordenó a Katukov que mandara brigadas de tanques a la ciudad costara lo que costara. Sabía que el III Ejército de Tanques de la Guardia de Konev se dirigía hacia la parte sur de la capital. Pero lo que no sabía era que su rival se había encontrado con unas fuerzas superiores a las que se esperaba. Gran parte del IX Ejército de Busse había emprendido la huida por el Spreewald, justo por donde él tenía que pasar.

La retirada de los alemanes desde el frente del Oder hacia la capital se vio entorpecida en buena parte por los miles de civiles que intentaban huir aterrorizados ante el avance del enemigo. «Los labradores estaban junto a las vallas de sus huertos al lado de la carretera y contemplaban la huida con expresión solemne», escribiría un soldado joven. «Sus esposas, entre lágrimas, nos ofrecen café, que nos tragamos con avidez. Marchamos y corremos, sin tregua y sin descanso». Muchos soldados alemanes se dedicaron a saquear las casas que veían por el camino, y algunos buscaron el olvido emborrachándose si encontraban con qué. Cuando se despertaban, descubrían que habían sido hechos prisioneros[11].

En los pinares situados al este de la ciudad, la División de la SS Nordland efectuó algunas operaciones de demora bastante costosas, pero eran muy pocas las formaciones en condiciones de ofrecer una resistencia eficaz. Corrieron rumores de que la aviación americana había arrojado octavillas exhortando a los alemanes a aguantar hasta que llegaran en su ayuda, pero muy pocos los creyeron. Patrullas de la Feldgendarmerie y de la SS vigilaban los cruces de caminos, no contra el enemigo, sino para detener a los rezagados y formar con ellos destacamentos improvisados. Todo aquel que hubiera arrojado las armas, el petate y el casco era detenido y fusilado. Se envió a Strausberg un batallón de la policía a ejecutar a los que se retiraban sin haber recibido la orden de hacerlo, pero la mayoría de los agentes se escabulleron para esconderse antes de llegar a su destino.

El 21 de abril la última incursión aérea de los Aliados sobre Berlín terminó por la mañana. Un silencio antinatural se cernió sobre la ciudad, pero pocas horas después se oyó una serie de explosiones que producían un sonido distinto, señal de que la artillería soviética tenía ya a su alcance el centro de la capital. Hitler, que habitualmente dormía hasta tarde, se despertó. Salió de su dormitorio del búnker para preguntar qué estaba pasando. La explicación claramente lo dejó perplejo. El oficial al mando de la artillería de Zhukov, el coronel general Vasily Kazakov, había mandado por delante a sus baterías de cañones pesados de 152 mm y de obuses de 203 mm. Las amas de casa que hacían cola para recibir las raciones de comida fueron las principales víctimas, pero pocas de ellas estaban dispuestas a perder el sitio cuando era bien sabido que aquella era la última oportunidad que tenían de acaparar comida. La intensidad del bombardeo obligó a la mayoría de ellas a volver a sus sótanos o a sus refugios antiaéreos.

Aunque el cerco en torno a Berlín estaba casi cerrado, la paranoia de Stalin seguía infectando a los interrogadores del 7.º Departamento del NKVD. A todos los oficiales alemanes de alta graduación que eran capturados les preguntaban qué sabían de los planes de los americanos de unirse a la Wehrmacht para expulsar a las fuerzas soviéticas de Berlín. Stalin intimidó a Zhukov para que completara rápidamente el envolvimiento, utilizando una amenaza totalmente inventada. «Debido a la lentitud de nuestro avance», le dijo, «los Aliados se acercan a Berlín y no tardarán en tomarla»[12]. Zhukov estaba también muy interesado en bloquear el avance de Konev hacia la capital. Presionó al I Ejército de Tanques de la Guardia de Katukov y al VIII Ejército de la Guardia de Chuikov para que continuaran el cerco en dirección al sudoeste.

Una de las puntas de lanza de tanques de Konev fue avistada cuando se acercaba a Zossen. El general Krebs fue informado de que el destacamento de defensa de carros blindados de su estado mayor había sido destruido en un combate desigual contra los T-34. Llamó por teléfono a la Cancillería del Reich, pero Hitler se negó a permitirles que abandonaran su puesto. Krebs y sus oficiales de estado mayor empezaban ya a preguntarse cómo serían los campos de prisioneros soviéticos, pero se salvaron solo porque los tanques rusos se quedaron sin combustible a pocos kilómetros de su objetivo. Una nueva llamada a Berlín consiguió finalmente el permiso para evacuar el cuartel general, y se marcharon en un convoy de camiones.

Mientras los berlineses aguardaban la llegada del Ejército Rojo, la gente se disponía a entrar en contacto con sus conquistadores de formas muy distintas, unas frívolas y otras trágicas. En el hotel Adlon, el personal y los huéspedes escuchaban el ruido de las bombas. «En el comedor», escribió un periodista noruego, «los pocos huéspedes que había en el hotel estaban abrumados al ver la disposición de los camareros a servirles vino en un torrente continuo»[13]. No querían dejar ni una gota para los rusos. Algunos padres, cuando salían para integrarse en sus unidades del Volkssturm, no podían más que pensar en la suerte que les aguardaba a sus familias. «Ya ha pasado todo, pequeña», dijo uno a su hija entregándole una pistola. «Prométeme que cuando lleguen los rusos te pegarás un tiro»[14]. A continuación le dio un beso y se fue. Otros mataron a sus mujeres y a sus hijos y luego se suicidaron[15].

La ciudad fue dividida en ocho sectores, y las dos últimas líneas de defensa estaban formadas por el canal Landwehr al sur del distrito centro y por el río Spree al norte. Para reforzar la guarnición y llegar a los ochenta mil hombres, solo estaba el LVI Cuerpo Panzer de Weidling, integrado en el IX Ejército. El CI Cuerpo se había retirado al norte de la ciudad. El resto, incluido el XII Cuerpo Panzer de la SS y el V Cuerpo de Montaña de la SS, seguían abriéndose paso hacia los bosques del sur de Berlín luchando con las fuerzas de Konev. Este había forzado el avance del III y el IV Ejército de Tanques de la Guardia y había mandado a sus ejércitos de infantería a encargarse de las fuerzas de Busse. Aunque estas tropas alemanas eran una masa desorganizada, en la que se mezclaban muchos refugiados no militares, no cabe duda de que estaban dispuestas a combatir a la desesperada para llegar al Elba y librarse así de los campos de trabajo soviéticos.

Ignorante por completo de la situación y refugiándose en la fantasía, Hitler ordenó que el IX Ejército defendiera sus posiciones en el frente del Oder. Acusaba a la Luftwaffe de que no hacía nada, y amenazó a su jefe de estado mayor, el general de aviación Karl Koller, con mandarlo ejecutar. Recordando que Heinrici disponía de una reserva, el III Germanisches SS-Panzerkorps, Hitler hizo que le pusieran con el Obergruppenführer Steiner. Le dijo que lanzara un gran contraataque contra el flanco norte del Primer Frente Bielorruso. «Ya verá usted, los rusos sufrirán la mayor derrota de su historia a las puertas de Berlín. Está expresamente prohibido replegarse hacia el oeste. Los oficiales que no cumplan incondicionalmente esta orden deben ser arrestados y fusilados de inmediato. Usted, Steiner, es responsable con su vida de la ejecución de esta orden»[16]. Steiner se quedó mudo de incredulidad. Al Germanisches Panzerkorps, que había sido despojado de casi todas sus tropas para que reforzaran el IX Ejército, no le quedaban más que unos pocos batallones. Tras recuperarse del shock, Steiner volvió a llamar por teléfono para recordar al general Krebs cuál era la verdadera situación, pero Krebs repitió la orden y dijo que no podía pasarle con el Führer porque estaba ocupado.

La negativa de Hitler a hacer frente a la realidad resulta tanto más sorprendente por cuanto ya sabía que el grupo de ejércitos de Model en la bolsa del Ruhr se había rendido con sus trescientos veinticinco mil hombres. Model se retiró a un bosque y se pegó un tiro, como se suponía que debía hacer un mariscal nazi. En la Alemania septentrional la 7.ª División Acorazada británica estaba ya cerca de Hamburgo, mientras que la 11.ª División Acorazada avanzaba rápidamente hacia Lübeck, a orillas del Báltico. Este movimiento respondía a la orden secreta dada por Churchill al mariscal Montgomery tres días antes, para impedir que el Ejército Rojo se apoderara de Dinamarca. El I Ejército francés, por su parte, entró en Stuttgart, donde muchas de sus tropas norteafricanas se dedicaron a saquear y violar a la población civil.

El 22 de abril Himmler celebró en Lübeck una reunión secreta con el conde Folke Bernadotte, de la Cruz Roja Sueca. Le pidió que tanteara a los americanos y a los ingleses acerca de una rendición en el oeste. Como prueba de buena fe, prometió enviar a siete mil prisioneras del campo de Ravensbrück a Suecia, pero como casi todas ellas habían sido obligadas a marchar a pie hacia occidente, resultaba muy poco convincente. En cuanto Churchill se enteró de la propuesta de Himmler, informó al Kremlin para evitar otra trifulca con Stalin tras las negociaciones frustradas sobre Italia con el Obergruppenführer de la SS Wolff.

Hitler estaba histérico de impaciencia por recibir noticias del ataque de Steiner. Pero cuando finalmente se enteró de que el «Destacamento de Ejército de Steiner», como se empeñó en llamarlo, no había conseguido avanzar, empezaron a aumentar sus sospechas de traición en el seno de la SS. Durante la conferencia de situación de mediodía no paró de gritar y de chillar de rabia, y finalmente cayó derrumbado en una silla y lloró. Por primera vez dijo abiertamente que la guerra estaba perdida. Su entorno intentó convencerlo de que se fuera a Baviera, pero él insistió en que se quedaría en Berlín y se pegaría un tiro. Estaba demasiado débil para luchar. Goebbels vino a calmarlo, pero no hizo nada por animarlo a marcharse. El ministro de propaganda había decidido quedarse con él hasta el último momento con el fin de crear una leyenda nazi para el futuro. Pensando en términos cinematográficos, al igual que su Führer, Goebbels consideraba que su muerte en la caída de Berlín resultaría más dramática que en el aislamiento del Berghof.

Hitler reapareció, reforzado tras su charla con Goebbels. Aprovechó la sugerencia de Jodl, que dijo que el XII Ejército de Wenck, enfrentado a los americanos en el Elba, debía trasladarse a Berlín a lanzar un contraataque. Era un plan absurdo. El XII Ejército era demasiado débil y el cerco de Berlín estaba virtualmente completo. El Oberstleutnant Ulrich de Maizière, oficial del estado mayor general que fue testigo de las tormentas emocionales desencadenadas aquel día en el cuartel general del Führer, estaba convencido de que «la enfermedad mental de Hitler consistía en una autoidentificación hipertrófica con el pueblo alemán»[17]. Hitler pensaba en aquellos momentos que la población de Berlín debía compartir su suicidio. Magda Goebbels, que creía que Alemania sin Hitler era un mundo en el que no valía la pena vivir, trajo aquella noche a sus seis hijos al búnker. Los oficiales de estado mayor se la quedaron mirando horrorizados, presintiendo inmediatamente el fin que les tenía reservado.

Al anochecer el III Ejército de Tanques de la Guardia de Rybalko había llegado al canal de Teltow, al sur de Berlín. Entraron en escena los cañones pesados, pues el plan consistía en lanzar el ataque al día siguiente. El 7.º Departamento del NKVD, responsable de los interrogatorios de los prisioneros y de la propaganda, había lanzado panfletos por toda la ciudad dirigidos a las mujeres de Berlín, instándolas a convencer a los oficiales de que se rindieran. Reflejaban el cambio introducido en la línea del partido, pero no la realidad que se vivía sobre el terreno. «Como la pandilla fascista teme el castigo», decían, «espera prolongar la guerra. Pero vosotras, mujeres, no tenéis nada que temer. Nadie os tocará». Las emisoras de radio transmitían mensajes similares[18].

El 23 de abril, el mariscal Keitel llegó al cuartel general de Wenck. Se dirigió a los oficiales allí reunidos como si estuviera en un mitin del partido nazi, blandiendo su bastón de mariscal cuando les ordenó avanzar hacia Berlín para salvar al Führer. Wenck, sin embargo, ya tenía otros planes muy distintos. Tenía intención de atacar hacia el este, sí, pero no en dirección a Berlín. Quería abrir un corredor que permitiera al IX Ejército de Busse escapar de los bosques hacia el Elba.

El general Weidling, del LVI Cuerpo Panzer llamó por teléfono al búnker del Führer esa misma mañana para informarle de que su unidad se había replegado ya hacia Berlín. El general Krebs le dijo que había sido condenado a muerte por cobardía. Mostrando un valor considerable, Weidling insistió en presentarse de inmediato para enfrentarse a sus acusadores. No había retirado su cuartel general al oeste de Berlín, como se había informado. Hitler quedó tan impresionado por el enérgico rechazo que hizo Weidling de los cargos que se le imputaban que lo situó inmediatamente al mando de toda la guarnición y las defensas de Berlín. Como observó un oficial de alto rango, fue una «tragicomedia» típica del régimen nazi. Para Weidling, aquel nombramiento era una copa envenenada[19].

Weidling desplegó de nuevo sus fuerzas, quedándose de reserva solo con la 20.ª División Panzergrenadier. No había mucho tiempo. Aquella misma tarde el VIII Ejército de la Guardia y el I Ejército de Tanques de la Guardia, actuando en cooperación, penetraron en la parte sudeste de Berlín. No tardaron en verse envueltos en violentos combates contra la División de la SS Nordland en el aeródromo de Tempelhof y sus alrededores, en medio de los cazas Focke-Wulf destrozados y quemados. El V Ejército de Choque avanzó desde el este, el III Ejército de Choque entró en los suburbios del norte, el XLVII Ejército se lanzó contra Spandau, al noroeste de la ciudad, con su gran fortaleza de ladrillo, y el III Ejército de Tanques de la Guardia y el XXVIII Ejército de Konev iniciaron su asalto al otro lado del canal de Teltow. La numerosísima artillería del general Katukov siguió bombardeando todo el tiempo la ciudad —al término de la batalla había disparado un millón ochocientas mil bombas—, mientras que las fuerzas aéreas de apoyo pasaban insistentemente sobre la ciudad, bombardeando y ametrallando a voluntad.

Albert Speer regresó a Berlín aquella noche en un avión ligero para ver a Hitler por última vez. El Führer habló a Speer de su intención de suicidarse junto con Eva Braun. Poco tiempo después Martin Bormann entró con un telegrama de Göring desde Baviera. Göring había oído contar una versión falseada de la situación reinante en Berlín y de la explosión emocional de Hitler el día anterior. Proponía asumir «el mando total del Reich». Bormann sugirió a Hitler que aquello era traición, y en contestación se le envió un mensaje en el que se despojaba al mariscal del Reich de todos sus cargos y honores. Bormann envió otro mensaje a Baviera diciendo a la SS que lo pusiera bajo arresto domiciliario.

En muchos casos los oficiales de la SS se mostraron más dispuestos a rendirse que los oficiales del ejército. Ese día Fritz Hockenjos, el oficial del ejército al mando del cuerpo de la SS que se encontraba rodeado en la Selva Negra por las tropas francesas, anotó en su diario una conversación mantenida con su general al mando. «¿Cree usted realmente que seguir luchando tiene algún sentido?», le preguntó el general de la SS. «Sí. Como militar lo creo», contestó Hockenjos. «A mí también la situación me parece desesperada, pero mientras no llegue la orden de poner fin al combate, creo que la autoridad suprema ve que todavía hay alguna salida»[20].

La mañana del 24 de abril, dio comienzo el ataque de Konev con artillería pesada en el canal de Teltow. Zhukov quedó desconcertado cuando se enteró por el I Ejército de Tanques de la Guardia de que las brigadas de tanques de Rybalko ya habían llegado a Berlín. Menos feliz todavía se sintió cuando se enteró de que esa mañana habían cruzado el canal y que sus tanques lo harían utilizando puentes de barcazas poco después del mediodía. Pero también Konev vivió un momento desagradable cuando, tras ver cómo cruzaban el canal, se enteró de que las divisiones de Wenck marchaban hacia el este por su retaguardia para unirse a los restos del IX Ejército.

Muchos berlineses que aún disponían de baterías para sus radios, quedaron intrigados al oír la declaración de Goebbels anunciando que el XII Ejército de Wenck avanzaba hacia Berlín. Otros temieron que aquello no hiciera más que prolongar los combates. Los ánimos de Hitler se levantaron de nuevo ante aquella perspectiva. Ordenó que el IX Ejército de Busse se uniera al «Ejército Wenck» en su avance sobre Berlín. Nunca se le pasó por la imaginación la idea de que ni Wenck ni Busse tenían la menor intención de seguir aquella orden. Dönitz prometió también enviar en avión marineros de los puertos del norte para ayudar en la defensa. Iban a llegar en aviones de transporte Junker 52 que aterrizarían en el Eje Este-Oeste, la avenida que cruzaba el Tiergarten, al oeste de la Puerta de Brandenburgo. Los refuerzos más sorprendentes que llegaron a Berlín aquella noche fueron noventa voluntarios de lo que quedaba de una formación francesa, la División de la SS Charlemagne, que lograron abrirse paso en unos camiones a través de las fuerzas soviéticas hasta el norte de Berlín.

Hacinados en sus sótanos, en los refugios antiaéreos y en las grandes torres de hormigón de las defensas antiaéreas, lo único que deseaban los berlineses era que terminara la batalla. El aire era casi irrespirable y la aglomeración de gente era tan grande que nadie podía llegar a los lavabos ni conseguir agua para beber. De los grifos no salía ni una gota. El agua solo podía conseguirse en las fuentes accionadas con una bomba manual que había en las calles, eso sí bajo una lluvia de bombas. El paisaje urbano en ruinas era llamado el Reichsscheiterhaufen, la «pira funeraria del Reich». Pero cuando las tropas soviéticas llegaron combatiendo al centro de la ciudad, los sótanos se convirtieron también en un lugar peligroso debido a las luchas casa por casa. Los soldados del Ejército Rojo a veces lanzaban granadas en su interior cuando encontraban resistencia cerca de ellos.

El Volkssturm, las Juventudes Hitlerianas y pequeños grupos de combate de las Waffen-SS luchaban desde las barricadas, desde las ventanas y los tejados de las casas utilizando sus Panzerfaust contra los tanques soviéticos. Al principio los blindados habían avanzado directamente por el centro de las calles, luego habían cambiado de táctica para pegarse a los laterales, pulverizando las posibles posiciones con disparos de ametralladora. Al norte de la ciudad, el III Ejército de Choque utilizó sus cañones antiaéreos contra los tejados, pues sus tanques no podían levantar lo suficiente su armamento principal. Y para hacer frente a los explosivos de carga hueca de los Panzerfaust, los tripulantes de los tanques sujetaban con una correa muelles de metal como los utilizados en los colchones en el frontal y en los laterales de sus vehículos para detonar el proyectil antes de tiempo. Las barricadas fueron destruidas con cañones de artillería pesada, levantados y disparados horizontalmente con mira abierta. Las bajas de los soviéticos causadas por su propia artillería o, como sucedió más a menudo, por otros ejércitos soviéticos, aumentaron a medida que fueron avanzando hacia el centro. Con el humo y las nubes de polvo que cubrían la ciudad, a los pilotos de los Shturmovik les costaba mucho trabajo ver a quién atacaban. Chuikov desplazó a una parte de su VIII Ejército de la Guardia hacia el oeste para cortar el paso de su rival, el III Ejército de Tanques de la Guardia. Esta acción provocó muchas bajas entre sus propios hombres, víctimas de los cañones pesados y los lanzacohetes Katiusha de Konev.

Ese día, el Comité de Liberación Nacional de Italia llamó a la población a levantarse contra las fuerzas alemanas que aún quedaban al norte del país. La resistencia atacó las columnas de los alemanes en retirada y al día siguiente se hizo con el control de Milán.

El 25 de abril, las tropas americanas de la 69.ª División de Infantería y los soldados rusos de la 58.ª División de Fusileros de la Guardia se encontraron en Torgau, a orillas del Elba. La noticia de que el Reich nazi había quedado dividido en dos se proclamó por todo el mundo. Stalin instó a los oficiales al mando de sus frentes que hicieran avanzar a sus tropas hacia el Elba allí donde pudieran, aunque finalmente estaba tranquilo pues sabía que los americanos no iban a marchar sobre Berlín. El general Serov del NKVD se presentó con tres regimientos de guardias fronterizos para impedir que los oficiales alemanes salieran furtivamente de la ciudad. Algunas tropas escogidas de Beria estaban listas para seguir al III Ejército de Tanques de la Guardia a Dahlem, para defender el centro de investigaciones nucleares.

John Rabe, el diarista alemán que registró los acontecimientos ocurridos durante las violaciones de Nanjing, se encontraba ahora en Siemensstadt, al noroeste de Berlín. Los soldados rusos «son muy amables… de momento», anotó. «No nos molestan, incluso nos ofrecen su comida, pero se vuelven locos por el alcohol, sea de la clase que sea, y cuando han tomado demasiado son imprevisibles». Pronto empezó a imponerse la pauta de llevarse los relojes y luego a las mujeres. Rabe no tardaría en contar cómo sus vecinos se suicidaban después de matar a sus hijos y que «a una chica de diecisiete años la violaron cinco veces y luego le pegaron un tiro». «Las mujeres reunidas en un refugio antiaéreo del Quell Weg fueron violadas en presencia de sus maridos»[21].

En Berlín se produjo menos violencia y sadismo que durante la feroz venganza contra Prusia oriental. Los soldados soviéticos se tomaban su tiempo en escoger a sus víctimas, utilizando linternas en los sótanos y los refugios para examinar primero sus caras. Las madres intentaban esconder a sus hijas en los desvanes, a pesar del riesgo de los bombardeos, pero los vecinos delataban a veces los escondites para distraer la atención de los soldados de sí mismos o de sus propias hijas. Ni siquiera las judías estaban seguras. Los soldados del Ejército Rojo no tenían demasiada idea de la persecución racial de los nazis, que había sido ocultada por la propaganda soviética. Su reacción consistía simplemente en repetir la consigna Frau ist Frau[22]. Las mujeres y las chicas jóvenes judías retenidas aún en el campo de internamiento provisional de la Schulstrasse, en Wedding, fueron violadas cuando desaparecieron los guardianes de la SS.

Los dos hospitales más importantes de Berlín, la Charité y el Kaiserin Auguste Viktoria, cifran el número de mujeres violadas entre noventa y cinco mil y ciento treinta mil. La mayoría sufrieron agresiones repetidas veces. Un médico calculaba que unas diez mil murieron, o como consecuencia de la violación en grupo o porque posteriormente se suicidaron. Muchas chicas fueron instadas a quitarse la vida por sus propios padres, para borrar con la muerte su «deshonra». En total se cree que fueron violadas en territorio alemán unos dos millones de mujeres y niñas. Prusia oriental con mucho conoció la peor violencia, como confirman los numerosos informes enviados a Beria por los mandos del NKVD[23].

En Berlín hasta las esposas y las hijas de los comunistas, que se presentaron a cooperar voluntariamente en las cantinas y lavanderías del Ejército Rojo, corrieron la misma suerte. Algunos miembros del partido comunista alemán, el KPD, que salieron a vitorear a sus liberadores, quedaron en muchos casos perplejos cuando vieron que eran arrestados por «espías». El NKVD consideraba una traición que no hubieran ayudado a la Madre Patria soviética. «¿Por qué no estabais con los partisanos?», era la pregunta del millón, formulada de antemano por las autoridades de Moscú.

El 27 de abril el VIII Ejército de la Guardia y el I de Tanques de la Guardia rompieron las líneas defensivas del canal de Landwehr, el último gran obstáculo antes del distrito gubernamental. Al sur de Berlín, los ochenta mil hombres de Busse seguían intentando abrirse paso por la autopista Berlín-Dresde, guarnecida por varias divisiones del contingente de Konev como línea de bloqueo. Talaron algunos pinos altísimos para cortar los senderos del bosque que conducían hacia el oeste. Pero muchas unidades de Busse, encabezadas en algunos casos por uno de los pocos tanques Tiger de la SS que todavía tenían combustible, lograron encontrar huecos en el cordón de seguridad montado por el Ejército Rojo. Todos los demás vehículos que no habían sido abandonados iban cargados de heridos, que lanzaban gritos de dolor cada vez que eran zarandeados al pasar por algún bache. Si alguno se caía, simplemente era atropellado por el vehículo que venía detrás. Prácticamente nadie se detenía a prestar ayuda.

El grupo de vanguardia en dirección al oeste fue localizado por un avión de la Luftwaffe, que comunicó lo que había visto al búnker del Führer. Hitler no podía creer que Busse hubiera desobedecido sus órdenes. Envió varios comunicados por radio diciéndole que su deber era salvar a Berlín, no al IX Ejército. Uno de ellos decía: «El Führer en Berlín espera que los ejércitos cumplan con su deber. La historia y el pueblo alemán despreciarán a todo aquel que en estas circunstancias no haga lo más que pueda para salvar la situación y al Führer»[24]. Pero las órdenes de Hitler eran ahora desdeñadas por todos sus comandantes. Sin comunicárselo al cuartel general del Führer, el general Heinrici dijo al Generaloberst Hasso von Manteuffel que se retirara hacia el norte a través de Mecklenburgo, pues el Segundo Frente Bielorruso de Rokossovsky avanzaba por el bajo Oder. Cuando Keitel descubrió su desobediencia, ordenó a Heinrici que informara al nuevo cuartel general del OKW situado en el noroeste de Berlín, pero los oficiales de estado mayor de Heinrici le convencieron de que debía salvarse desapareciendo hasta que acabara la guerra. En la capital propiamente dicha cada vez eran más las casas que ponían sábanas o fundas de almohadas blancas en señal de rendición, a pesar del peligro de las patrullas de la SS, que tenían orden de ejecutar a cualquier hombre que encontraran en esos edificios.

El 28 de abril las tropas americanas entraron en el campo de concentración de Dachau, al norte de Múnich. Unos treinta guardianes de la SS intentaron ofrecer resistencia desde las torres de vigilancia, pero no tardaron en ser abatidos. Murieron más de quinientos guardianes de la SS, unos a manos de los prisioneros, pero la mayoría a manos de las tropas americanas, indignadas por lo que vieron en el interior del campo. En sus inmediaciones encontraron varios vagones de ganado llenos de esqueletos humanos. Un teniente mandó ametrallar a trescientos cuarenta y seis hombres de la SS contra un paredón. De los treinta mil prisioneros supervivientes, dos mil cuatrocientos sesenta y seis se hallaban en tan mal estado que murieron a lo largo de las semanas siguientes, a pesar de la atención médica recibida.

Las sospechas de traición en el seno de la SS que abrigaba Hitler se vieron confirmadas cuando la radio sueca anunció desde Estocolmo que Heinrich Himmler había intentado negociar con los Aliados. La noche antes, Hitler había notado la ausencia del Obergruppenführer Hermann Fegelein, que era el representante de Himmler en el cuartel general del Führer, además de estar casado con la hermana de Eva Braun. Se enviaron a varios oficiales en su busca. Encontraron a Fegelein borracho en su apartamento en compañía de su amante. Tenían las maletas preparadas para una fuga inminente. Fegelein fue conducido bajo estrecha vigilancia a la Cancillería del Reich. Eva Braun se negó a interceder por su cuñado desleal.

Hitler se sintió aún más amargado por la defección de der treue Heinrich que por el intento de Göring de asumir el mando. Y cuando Steiner se negó a atacar, no vio más que traiciones a su alrededor. Llamó por teléfono a Dönitz a Flensburg, en la costa del Báltico. El almirante interrogó a Himmler, que negó la información. Pero Reuters propagó luego la noticia. Hitler, pálido de ira, ordenó al Gruppenführer Müller, el jefe de la Gestapo, que interrogara a Fegelein. Tras conocer que estaba al tanto de la propuesta de Himmler al conde Bernadotte, Fegelein, despojado de todas sus medallas y de los distintivos de su rango, fue conducido al patio y ejecutado por miembros de la escolta del Führer. Hitler aseguró que la traición de Himmler había significado para él el golpe definitivo. Según Speer, fue decisión de Hitler castigar a las divisiones de las Waffen-SS despojándolas del brazalete que había empujado a Himmler por la senda de la traición.

Pocas horas después de la ejecución del marido de su hermana, Eva Braun se casó con Adolf Hitler. Goebbels y Bormann actuaron como testigos. Fue una tarea tremenda para el aterrorizado funcionario del registro civil, que fue obligado a abandonar el destacamento del Volkssturm al que pertenecía. Según la legislación nazi, tuvo que preguntar a Hitler y a Braun si eran de ascendencia aria pura y si estaban libres de enfermedades hereditarias.

A primera hora del 29 de abril, Hitler dejó a su esposa para dictar sus últimas voluntades y testamento. Adoptando de nuevo el tono de reproche desencantado habitual en él, afirmó que nunca había deseado la guerra. Los intereses del judaísmo internacional le habían obligado a recurrir a ella. Nombró a Dönitz presidente del Reich en su lugar, Goebbels debía ser el canciller del Reich. El Gauleiter Karl Hanke, que en esos momentos se encontraba en Breslau dirigiendo su feroz defensa hasta que logró escabullirse en un avión ligero, debía sustituir a Himmler como Reichsführer de la SS. Una vez concluida su deprimente tarea, la secretaria de Hitler, Traudl Junge, se dio cuenta de que nadie había dado de comer a los hijos de Goebbels. Subió a buscar algo de comida a la Cancillería del Reich, donde se encontró que estaba desarrollándose una extraña orgía entre unos oficiales de la SS y unas chicas a las que habían atraído con la promesa de darles comida y alcohol.

El entorno de Hitler esperaba ansiosamente que se suicidara. Tras la ejecución de Fegelein, no podían pensar en escapar hasta que el Führer estuviera muerto. El ruido de los combates se intensificó, encargándose los restos de la división Nordland y de la unidad de la SS francesa de defender el extremo sur de la Wilhelmstrasse. Las ruinas de la Anhalter Bahnhof y del cuartel general de la Gestapo en la Prinz-Albrecht-Strasse habían sido ocupadas por grupos de combate soviéticos. Los voluntarios franceses de la SS se habían mostrado particularmente hábiles hostigando a los tanques rusos y dejándolos fuera de combate con los Panzerfaust. El Tiergarten parecía ahora un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, lleno de árboles caídos y de cráteres de bombas.

Dos divisiones del III Ejército de Choque habían cruzado el Spree desde Moabit para ocupar el ministerio del interior, que los rusos llamaban «la casa de Himmler». El 30 de abril al amanecer lanzaron su ataque contra el Reichstag, que Stalin había escogido como símbolo de la conquista de Berlín. Al primer soldado que izara en él la bandera soviética le habían prometido la medalla de Héroe de la Unión Soviética. El Reichstag estaba defendido por una combinación de miembros de la SS, de las Juventudes Hitlerianas y algunos marineros que habían llegado en los aviones de transporte Junker obligados a realizar un aterrizaje de emergencia. El mayor peligro para los atacantes estaba a sus espaldas. La gigantesca torre de defensa antiaérea Zoo, instalada en el Tiergarten, podía disparar contra ellos cuando cruzaran la enorme explanada de la Königsplatz, donde Speer había proyectado construir la Volkshalle, pieza central de la nueva capital, Germania.

Aquella mañana en el búnker del Führer Hitler probó uno de los frasquitos de cianuro en su adorada perrita alsaciana Blondi. Satisfecho de su efecto, empezó a hacer sus preparativos. Acababa de enterarse de la muerte de Mussolini junto con su amante, Clara Petacci. Sus cadáveres, acribillados a balazos, habían sido colgados de la marquesina de una estación de servicio en Milán. Los detalles se los habían mecanografiado en una de las máquinas especiales con caracteres de tamaño más grande de lo habitual, para que pudiera leerlos sin gafas. (El folio se conserva en un archivo ruso). Aproximadamente a las tres de la tarde, el Führer se despidió de su entorno. La solemnidad del momento se vio mermada por el ruido de la francachela que estaba celebrándose en la Cancillería del Reich, y entonces Magda Goebbels se puso histérica ante la idea de que iba a perder a su ídolo.

Por fin Hitler se retiró a su salita en compañía de su esposa, que se había mostrado alegre durante el almuerzo, aunque sabía exactamente lo que estaba a punto de suceder. Nadie oyó el disparo, pero poco después de las 15:15 entró Linge, su criado, seguido de algunos otros. Hitler se había pegado un tiro en la cabeza, mientras que Eva Hitler se había tomado el cianuro. Sus cadáveres fueron envueltos en unas mantas grises de la Wehrmacht y llevados al jardín de la Cancillería del Reich, donde fueron quemados con gasolina siguiendo las instrucciones del propio Hitler. Goebbels, Bormann y el general Krebs dieron la orden de firmes e hicieron el saludo nazi.

Esa misma noche, mientras las tropas soviéticas intentaban abrirse paso hacia el Reichstag para izar la bandera de la victoria a la hora en que se iniciaban las celebraciones del Primero de Mayo en Moscú, el general Weidling planeó una fuga hacia el oeste con todas las tropas que pudiera reunir. Pero un oficial de la SS logró llegar hasta él en medio de los bombardeos para llevarlo a la Cancillería del Reich. Goebbels contó a Weidling la noticia de la muerte de Hitler y añadió que el general Krebs actuaría como emisario para negociar un pacto con el comandante supremo ruso.

Aunque supuestamente era un apóstol leal de la resistencia total, Krebs había estado desempolvando cada mañana su ruso en la soledad de su cuarto de baño mientras se afeitaba. En cuanto se alcanzó un alto el fuego en el sector del VIII Ejército de la Guardia, fue conducido a su cuartel general. Chuikov llamó por teléfono a Zhukov, que inmediatamente envió a su jefe de estado mayor, el general Vasily Sokolovsky. Zhukov no quería que su crítico más severo pudiera afirmar que había sido él quien había protagonizado la rendición de Berlín. Llamó entonces a Stalin, insistiendo en que lo despertaran, para decirle que Hitler había muerto. «Ha recibido su merecido», comentó el dictador. «Lástima que no hemos podido cogerlo vivo. ¿Dónde está su cadáver?». Stalin dijo a Zhukov que no tenía permiso para entablar ningún tipo de negociaciones. Solo debía aceptarse la rendición incondicional. Krebs solicitó una tregua. Intentó argüir que solo el nuevo gobierno del Grossadmiral Dönitz podía ofrecer la rendición incondicional. Sokolovsky dejó marchar a Krebs con el mensaje de que si Goebbels y Bormann no habían aceptado una rendición incondicional a las 10:15, esa misma mañana del 1 de mayo, «volarían Berlín y la convertirían en un montón de ruinas». No se recibió ninguna respuesta, de modo que se desencadenó un «huracán de fuego» en el centro de la ciudad[25].

Los defensores más tenaces del distrito gubernamental fueron los destacamentos extranjeros de las Waffen-SS, escandinavos y franceses. Unos zapadores de la división Nordland volaron el túnel de la S-Bahn debajo del canal de Landwehr con explosivos metidos en una carga hueca. Veinticinco kilómetros de túneles de S-Bahn y U-Bahn fueron inundados. Se calcula que el número de los ahogados fue de entre cincuenta y quince mil, pero no es muy probable que la cifra real superara los cincuenta. Muchos de los cadáveres que se encontraron flotando en las aguas bajo tierra ya estaban muertos, pues los hospitales de campaña instalados en los túneles amontonaban allí los cuerpos de los fallecidos.

Al sur de Berlín, unos veinticinco mil hombres de lo que quedaba del IX Ejército de Busse salieron de los bosques en las inmediaciones de Beelitz, agotados y hambrientos. Varios millares de civiles habían emprendido la huida con ellos. Las divisiones de Wenck, que habían abierto un corredor para que pudieran escapar ellos y la guarnición de Potsdam, habían reunido todos los vehículos que habían podido encontrar para conducirlos hasta el Elba y librarlos de ser enviados a un campo de prisioneros soviético.

Aquella tarde, el Brigadeführer Wilhelm Mohnke, al mando de la defensa del distrito gubernamental, dio la orden de retirada al último tanque Tiger que le quedaba a los hombres de la SS de la Nordland. Aunque Goebbels seguía negándose a considerar la rendición incondicional, Martin Bormann y Mohnke ya habían logrado introducir en la Cancillería del Reich ropas de paisano para intentar la evasión esa misma noche. Esperaban que los soldados que mantenían a raya a las tropas soviéticas en torno al distrito gubernamental siguieran combatiendo mientras ellos escapaban. Al anochecer, los que querían salir de la Cancillería esperaron impacientes a que Magda Goebbels matara a sus seis hijos con un veneno y luego se suicidara con su marido.

A las 21:30 la emisora de Hamburgo Deutschlandsender tocó música fúnebre antes de que Dönitz se dirigiera a la nación para anunciar la muerte de Hitler, combatiendo «al frente de sus tropas»[26]. Una vez muertos sus hijos, Joseph y Magda Goebbels subieron por fin a los jardines de la Cancillería. Ella sujetaba en sus manos la insignia de oro del partido nazi de Hitler, que el propio Führer le había regalado. Marido y mujer rompieron al mismo tiempo las ampollas de cianuro. Uno de los edecanes del ministro de propaganda disparó luego un tiro a cada uno para asegurarse de que habían muerto, roció sus cadáveres con gasolina y les prendió fuego.

Este retraso hizo que los fugitivos no salieran hasta las once de la noche, dos horas más tarde de lo planeado. En dos grupos, siguieron rutas diferentes para cruzar el Spree y dirigirse al norte. Las tropas de la Nordland con el tanque Tiger y otros vehículos blindados intentaron abrirles paso lanzando una carga en el puente de Weidendammer. El Ejército Rojo, que esperaba que se produjera un intento de fuga y había reforzado el sector, mató a la mayoría de los fugitivos en una caótica batalla nocturna. Algunos lograron cruzar en medio de la confusión, entre otros Bormann y Artur Axmann, el jefe de las Juventudes Hitlerianas. Bormann, que quedó aislado, se encontró, al parecer, con un grupo de soldados rusos y se tomó un veneno.

Como la rendición de Weidling no estaba previsto que tuviera efecto hasta la medianoche, otro grupo más numeroso formado fundamentalmente por lo que quedaba de la 18.ª División de Granaderos Acorazados y de la División Panzer Münchberg, intentó la fuga por el oeste. Se desencadenó una feroz batalla en torno al Charlottenbrücke sobre el río Havel en Spandau. Los vehículos blindados intentaron una vez más hacer de arietes contra las tropas del XLVII Ejército ruso. Se produjo una caótica matanza con sucesivas oleadas de civiles y de soldados precipitándose al puente bajo la cobertura del fuego de las baterías antiaéreas autopropulsadas. Es imposible decir cuántos murieron, pero solo consiguió llegar al Elba un puñado. Zhukov ordenó examinar todos los cadáveres y todos los vehículos para ver si había entre ellos algún líder nazi, pero la mayoría de los cuerpos estaban calcinados y era imposible su reconocimiento.

El 2 de mayo se apoderó de la ciudad ennegrecida y humeante una extraña calma. Solo rompían el silencio las detonaciones aisladas de los soldados de la SS que se pegaban un tiro y ocasionales ráfagas de metralleta de las tropas soviéticas. En la Cancillería del Reich, el general Krebs y el edecán jefe de Hitler, el general Wilhelm Burgdorf se habían suicidado disparándose en la cabeza después de ingerir una gran cantidad de coñac. Las tropas del V Ejército de Choque ocuparon el edificio y colgaron de él una gran bandera roja, para hacer juego con la que finalmente había sido izada en lo alto del Reichstag.

Para los civiles que salían cautelosamente de los sótanos y los refugios antiaéreos, el campo de batalla urbano de cadáveres en medio de las calles cubiertas de escombros supuso un verdadero shock. Por todas partes se veían tanques soviéticos incendiados, dejados fuera de combate casi a quemarropa por las unidades extranjeras de la SS y las Juventudes Hitlerianas. Las mujeres cubrían las caras de los muertos con hojas de periódico o con prendas de ropa. La mayoría eran casi solo unos niños. Los ancianos del Volkssturm se habían rendido a la primera oportunidad que se les había presentado. Las tropas soviéticas siguieron cogiendo prisioneros al grito de Davai! Davai! Todo aquel que vistiera uniforme, de soldado, de policía o de bombero, era obligado a desfilar en columnas y a salir de la ciudad. Muchos lloraban cuando sus mujeres salían a despedirlos, y a darles ropa y comida. Temían que los mandaran a algún campo de trabajo en Siberia.

La Operación Berlín, que se prolongó desde el 16 de abril hasta el 2 de mayo, costó a los frentes de Zhukov, Konev y Rokossovsky trescientas cincuenta y dos mil cuatrocientas veinticinco bajas, casi un tercio de las cuales fueron muertos. El Primer Frente Bielorruso sufrió las peores pérdidas debido a la desesperación de Zhukov en las colinas de Seelow.

Stalin, ansioso por conocer todos los detalles de la muerte de Hitler y asegurarse de que efectivamente había desaparecido, ordenó a un grupo del destacamento del SMERSh del III Ejército de Choque que lo investigara. El búnker de la Cancillería del Reich fue clausurado mientras los hombres hacían su trabajo. Negaron la entrada incluso al mariscal Zhukov, con la excusa de que los zapadores todavía no habían acabado de comprobar el emplazamiento de las minas y las trampas explosivas. También empezó sus trabajos un equipo de interrogadores encargados de entrevistar a todos y cada uno de los prisioneros que habían sido testigos de los acontecimientos allí sucedidos, y los cadáveres de Joseph y Magda Goebbels fueron trasladados fuera de Berlín para someterlos a un examen forense. Al no poder encontrar el cadáver de Hitler, las presiones de Moscú se intensificaron. Los investigadores del SMERSh no lo encontraron hasta el 5 de mayo, enterrado en el cráter de una bomba junto al de Eva Braun. Fue sacado de la ciudad con el mayor sigilo. No se permitió que se enterara del descubrimiento ningún oficial del Ejército Rojo, ni siquiera Zhukov.