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LAS FILIPINAS, IWO JIMA, OKINAWA Y LAS INCURSIONES CONTRA TOKIO

(NOVIEMBRE DE 1944-JUNIO DE 1945)


Poco después del desembarco triunfal de MacArthur en Leyte en octubre de 1944, su VI Ejército tuvo que enfrentarse a una serie de combates mucho más duros de lo esperado. Los japoneses reforzaron la isla y consiguieron rápidamente disfrutar de superioridad aérea. Los portaaviones de Halsey se habían marchado, y, después de las copiosas lluvias monzónicas, el terreno estaba demasiado enfangado para proceder a la construcción de unos aeródromos. Aunque los japoneses habían querido reservar sus fuerzas para la defensa de Luzón, la isla principal del archipiélago filipino, el cuartel general imperial insistió en que debían ser trasladados más refuerzos para la defensa de Leyte. También se ordenó el envío de aviones desde aeródromos tan alejados como los de Manchuria, pero cuando estos aparatos llegaron, los americanos ya disponían de cinco pistas operativas, y los portaaviones de Halsey habían regresado.

Los combates en Leyte se prolongaron hasta bien entrado diciembre, en parte debido a la precaución excesiva del teniente general Walter Krueger, que comandaba el VI Ejército. Los enfrentamientos más encarnizados tuvieron lugar en lo que se denominaba «Breakneck Ridge», cerca de Carigara, al norte de la isla, una cota defendida por los japoneses con uñas y dientes. Krueger, sin embargo, se vio favorecido por el desastroso contraataque lanzado por los nipones contra las pistas de aterrizaje. Pero a finales de diciembre los americanos afirmarían que, según sus cálculos, habían matado a unos sesenta mil soldados enemigos. Diez mil tropas de refuerzo japonesas perecieron ahogadas después de que los barcos que las transportaban fueran hundidos cuando se aproximaban a la isla. Alrededor de tres mil quinientos americanos cayeron en combate, y otros doce mil fueron heridos. MacArthur, con su falta de modestia habitual, declaró que aquella acción probablemente pasara «a los anales militares del Ejército de Japón como una de las mayores derrotas sufridas jamás».

La obcecación del cuartel general imperial en seguir enviando refuerzos a Leyte, vaciando de tropas Luzón, hizo que la invasión de la isla principal del archipiélago, planeada en aquellos momentos para el 9 de enero de 1945, fuera considerablemente más fácil. Pero primero había que tomar la isla de Mindoro, situada al sur de Luzón, para poder construir en ella los aeródromos necesarios. Los desembarcos y las operaciones terrestres se desarrollaron con éxito, aunque la fuerza operacional de la invasión sufriera las consecuencias de los ataques kamikaze.

El general Yamashita, comandante de Luzón, se había opuesto en vano a la estrategia de defender Leyte con tantísimos recursos, y ya sabía que no tenía ninguna esperanza de conseguir derrotar a las fuerzas que venían en su dirección. Iba a retirarse con ciento cincuenta y dos mil hombres, el grueso de sus tropas, a las colinas situadas en la mitad septentrional del centro de la isla. Un contingente más reducido de treinta mil efectivos se encargaría de defender las bases aéreas de Campo Clark, y desde las colinas de Manila otro de ochenta mil efectivos privaría a la capital de sus suministros de agua.

MacArthur tenía la intención de invadir la isla desde el golfo de Lingayan, en el noroeste, con otro desembarco al sur de la capital. Era bastante semejante al plan de ocupación desarrollado por los japoneses tres años antes. Durante la primera semana de enero, su flota de buques escolta sufrió los ataques de los kamikaze, que aparecían sobrevolando la isla a baja altura. Un portaaviones escolta y un destructor fueron hundidos. Otro portaaviones, cinco cruceros, los acorazados California y New México y varias naves más sufrieron graves daños. Muchos aviones enemigos cayeron derribados por el fuego de las baterías antiaéreas y de los cazas de los buques escolta, pero fue imposible acabar con todos ellos. Las naves con las tropas de desembarco se libraron por los pelos del ataque, y la invasión se llevó a cabo el 9 de enero sin encontrar prácticamente oposición. Las guerrillas filipinas habían informado al mando americano de que no había japoneses en la zona, por lo que no era necesario despejar el sector con ataques preventivos, pero el contraalmirante Jesse B. Oldendorf se sintió en la obligación de acatar a rajatabla las órdenes recibidas. Las casas y las granjas de la región sufrieron un bombardeo devastador que no causó daño alguno al enemigo.

Aunque por la izquierda el I Cuerpo encontró una férrea resistencia en las colinas, por la derecha el XIV Cuerpo comenzó un rápido avance hacia el sur, con dirección a Manila, a través de un terreno mucho más llano. El general Krueger sospechaba que MacArthur lo presionaba tanto para que no se detuviera simplemente por su afán de estar de vuelta en Manila para el día de su cumpleaños, el 26 de enero. Y es probable que estuviera equivocado. MacArthur quería liberar lo antes posible a los prisioneros internados en campos de concentración y tratar de ocupar el puerto de Manila antes de que los japoneses lo destruyeran. Un destacamento de Rangers americanos, ayudados por las guerrillas filipinas, consiguieron liberar a cuatrocientos ochenta y seis prisioneros de guerra estadounidenses que habían participado en la famosa marcha de la muerte de Bataán tras emprender con éxito una incursión contra un campo de reclusos cerca de Cabantuan, a unos noventa y cinco kilómetros al norte de Manila. MacArthur estaba cada vez más impaciente por la lentitud con la que iban desarrollándose las cosas, una lentitud provocada más por los riachuelos, los arrozales y los viveros de peces de la zona que por cualquier forma de resistencia nipona. Así pues, decidió que la 1.ª División de Caballería pasara a la acción y se adelantara para rescatar a otros prisioneros aliados encerrados en la Universidad de Santo Tomás[1].

El 29 de enero, al norte de la península de Bataán, tuvo lugar otro desembarco con cuarenta mil efectivos del XII Cuerpo, que inmediatamente encontraron una sólida línea defensiva japonesa. El asalto aerotransportado de la 11.ª División al sur de Manila obtuvo, al parecer, resultados más rápidos que el avance por la llanura. El 4 de febrero, los hombres de dicha formación llegaron a la línea defensiva de los japoneses en el sur de Manila, aunque aún no sabían que la noche anterior otros ya les habían ganado la carrera hacia la capital. El avance espectacular por el norte de una columna de la 1.ª División de Caballería, que logró cruzar un puente después de que un teniente de marina cortara la mecha ya prendida de las cargas de demolición, había permitido que sus hombres alcanzaran los distritos del norte de Manila. Aquella misma tarde, a última hora, sus tanques abatieron los muros del recinto de la Universidad de Santo Tomás en el que permanecían recluidos unos cuatro mil civiles aliados.

Filipinas, un archipiélago formado por unas siete mil islas, había constituido un terreno perfecto para las guerrillas de la resistencia, y más que ningún otro pueblo de Extremo Oriente, sus habitantes habían empezado a prepararse para la liberación poco después de que los japoneses ocuparan el país. Debido en parte a su confianza en los americanos, que les habían prometido la independencia sin restricciones para 1946, y al odio que sentían hacia los arrogantes y crueles nipones, que torturaban y ejecutaban a la población en decapitaciones públicas, se habían formado grupos guerrilleros en prácticamente todas las islas. Unos pocos estaban dirigidos por oficiales estadounidenses que se habían quedado aislados en la región en 1942. Muchos soldados filipinos habían escondido sus armas cuando el país tuvo que rendirse. Cuando el cuartel general de MacArthur en Brisbane tuvo la confirmación de la envergadura del movimiento de resistencia, los submarinos se encargaron de llevar a la zona más armamento, equipos de radio y suministros médicos, así como los objetos y artículos de propaganda de MacArthur.

En las grandes regiones en las que raras veces se aventuraban los soldados japoneses a adentrarse, los grupos locales se encargaron de organizar la vida y el trabajo de la población civil, llegando incluso a emitir una moneda propia, que la gente prefería a la divisa instaurada por la ocupación japonesa. Desde sus puntos de observación, los heroicos coastwatchers transmitían por radio información relativa a los buques japoneses, que los submarinos estadounidenses sabían utilizar con efectos devastadores. El peligro principal eran las unidades japonesas de detección de radio. Prácticamente no había riesgos de denuncias por parte de la población local, que ayudaba a trasladar los pesados y voluminosos equipos si se preveía una batida de soldados japoneses. En Filipinas apenas hubo colaboracionistas. La mayoría de los que se vieron obligados a cooperar en Manila trabajando para la administración japonesa pasó a la resistencia toda la información secreta que pudo.

Tras el desembarco de las fuerzas de MacArthur, los actos de represalia de los japoneses fueron brutales, especialmente durante los combates por la capital. Yamashita no pretendía defender Manila, y el comandante militar local había planeado retirarse siguiendo las instrucciones recibidas, pero no tenía control alguno sobre la marina. Haciendo caso omiso a Yamashita, el contraalmirante Iwabachi Sanji ordenó a sus hombres que siguieran resistiendo en la ciudad. Las unidades del ejército que quedaban se vieron obligadas a unirse a ellos, formándose así un contingente de unos diecinueve mil efectivos. Cuando estas tropas comenzaron a retirarse hacia el centro, a la antigua ciudadela española de Intramuros y la zona portuaria, destruyeron puentes y edificios. Estallaron violentos incendios en los barrios más pobres, donde las casas eran de madera y bambú. En el centro, sin embargo, la mayoría de los edificios eran de hormigón, por lo que pudieron ser convertidos en verdaderos baluartes.

MacArthur, que pretendía organizar un desfile de la victoria, quedó profundamente consternado por la batalla que estalló en la ciudad, con más de setecientos mil civiles atrapados en la zona de combate. La 1.ª División de Caballería, la 37.ª División de Infantería y la 11.ª División Aerotransportada fueron las formaciones que participaron en aquellos combates que se desarrollaron casa por casa. Como en Aquisgrán, los americanos enseguida se dieron cuenta de la necesidad de atacar cada edificio desde la parte superior e irse abriendo paso de piso en piso, empleando granadas, metralletas y lanzallamas. Los ingenieros americanos utilizaron sus bulldozers blindados para despejar las calles de barricadas y escombros. Los soldados japoneses, tanto de las fuerzas navales como de las terrestres, sabiendo que iban a morir, hicieron una verdadera matanza de filipinos y violaron cruelmente a muchas mujeres antes de acabar con ellas. A pesar de la oposición de MacArthur a recurrir a la aviación para no causar más bajas entre la población civil, unos cien mil habitantes de Manila, esto es, más de uno de cada ocho, murieron en aquella batalla que se prolongó hasta el 3 de marzo.

Para las tropas del general Krueger lo más urgente era acabar con las fuerzas enemigas que resistían al este de Manila y controlaban los suministros de agua de la ciudad. Una vez más, los japoneses habían construido cuevas y túneles en las colinas, y una vez más, los americanos tuvieron que despejar la zona con granadas cargadas de fósforo y lanzallamas. Volaban las entradas de los túneles y, a continuación, vertían gasolina y colocaban explosivos para quemar, sofocar o enterrar a los que habían quedado dentro. Los cazas pesados P-38 Lightning lanzaban napalm, que resultaba mucho más eficaz que las bombas convencionales. Todo este proceso contó, además, con la ayuda de un regimiento de guerrilleros que consiguió llegar a la presa principal con un ataque sorpresa. Los japoneses no tuvieron tiempo de accionar las cargas explosivas que habían colocado. Los supervivientes huyeron por las montañas a finales de mayo.

Mientras seguían los combates en Manila, MacArthur lanzó una ofensiva con el VIII Ejército del teniente general Eichelberger para reconquistar las islas centrales y meridionales del archipiélago filipino, pues estaba convencido de que los japoneses no podían enviar refuerzos a la zona. Consideraba que se trataba de una operación más urgente que acabar con la fuerza principal de Yamashita en las colinas del norte de Luzón, pues esta podía ser acorralada y bombardeada a placer. Se sucedieron varios asaltos anfibios, todos ellos apoyados por la aviación. Eichelberger afirmaría haber dirigido catorce grandes desembarcos y otros veinticuatro menores en apenas cuarenta y cuatro días. En muchos casos, sus tropas pudieron comprobar que las guerrillas filipinas ya les habían hecho el trabajo, eliminando aquellas guarniciones más pequeñas.

El 28 de febrero fue invadida Palawan, la isla alargada del oeste del archipiélago situada entre Mindoro y el norte de Borneo. Los americanos descubrieron en ella los cadáveres quemados de ciento cincuenta compatriotas, unos prisioneros de guerra a los que sus guardias, tras rociarlos de gasolina, habían prendido fuego en diciembre. El 10 de marzo invadieron Mindanao, donde un ingeniero americano, el coronel Wendell W. Fertig, se puso al frente de una gran fuerza guerrillera y aseguró una pista aérea. Los aviones de transporte militar C-47, con dos compañías de la 24.ª División de Infantería, aterrizaron allí antes de emprender el ataque. Los cazas Corsair de la Marina llegaron luego para utilizar la pista como base avanzada. En Mindanao, la estrecha colaboración de la infantería americana, las guerrillas filipinas y la aviación de la Marina obligó a los japoneses que quedaban en la península de Zamboanga, esto es, el sector occidental de la isla, a refugiarse en las colinas. Pero la operación para ocupar el vasto sector oriental no comenzó hasta el 17 de abril.

Una vez más, las fuerzas guerrilleras de Fertig lograron asegurar un aeródromo, y las tropas americanas comenzaron el avance hacia el interior, algunas por una maltrecha carretera, mientras que en barcas y barcazas un regimiento, escoltado por cazasubmarinos, remontaba el ancho río Mindanao, cogiendo por sorpresa a los soldados de las guarniciones japonesas. Sabían que estaban en una carrera contra los monzones. Ralentizados por la jungla y los grandes desfiladeros, en los que los japoneses habían volado prácticamente todos los puentes y minado los accesos, los combates duraron mucho más tiempo que el imaginado. No concluyeron hasta el 10 de junio, un mes después de que terminara la guerra en Europa. El general Yamashita resistió en las cordilleras del norte de Luzón, prolongando los enfrentamientos hasta la extenuación. No se rindió hasta el 2 de septiembre de 1945, el día de la capitulación oficial.

En China, la Ofensiva Ichigō había terminado en diciembre de 1944. Las fuerzas japonesas habían tratado de llegar a Chungking y a K’un-ming, pero sus líneas de abastecimiento eran demasiado largas. El sucesor de Stilwell, el general Wedemeyer, había hecho venir del norte de Birmania las dos divisiones de la Fuerza X entrenadas por los americanos para que formaran una línea defensiva. Sin embargo, no hizo falta, pues los japoneses ya habían empezado a retirarse. Las dos formaciones regresaron a Birmania, y a finales de enero consiguieron reunirse con la Fuerza Y a orillas del Salween. Las últimas tropas japonesas se retiraron a las montañas, y la carretera de Birmania quedó abierta de nuevo. El primer convoy de camiones llegó a K’un-ming el 4 de febrero.

Mientras tanto, el avance de Slim se había visto momentáneamente interrumpido en el río Irrawaddy, después de que el teniente general Kimura Hoyotaro trasladara los restos de su Ejército de la Región de Birmania tras aquella formidable barrera defensiva. Slim montó un gran espectáculo organizando la travesía del río con el XXXIII Cuerpo, después de haber retirado en secreto de su flanco el IV Cuerpo. Dejó atrás un cuartel general ficticio que no paraba de transmitir mensajes, mientras sus divisiones avanzaban hacia el sur manteniendo en estricto silencio los aparatos de radio. Luego, sin encontrar oposición del enemigo, cruzaron el río por un lugar mucho más alejado para amenazar la retaguardia de Kimura. Los japoneses tuvieron que retirarse rápidamente, y Mandalay fue capturada el 20 de marzo por las tropas aliadas, no sin antes librar una cruenta batalla.

Sin pérdida de tiempo, Slim avanzó hacia el sur por el valle del Irrawaddy hacia Rangún, en una carrera contrarreloj para llegar antes de que comenzaran las lluvias. Mountbatten, mientras tanto, preparaba la Operación Drácula, un asalto por mar y por aire que debía efectuarse a comienzos de mayo con el XV Cuerpo británico llegado de Arakan. Las lluvias monzónicas se adelantaron dos semanas, deteniendo a los hombres de Slim a apenas sesenta y cinco kilómetros de su objetivo. El 3 de mayo Rangún fue ocupada por el XV Cuerpo, ayudado por el Ejército Independiente Birmano, que se había pasado al bando aliado. Las fuerzas de Kimura no tuvieron más remedio que refugiarse en Tailandia. Los restos del XXVIII Ejército japonés, aislados en Arakan tras las líneas aliadas, intentaron abrirse paso hacia el este cruzando el río Sittang. Pero los británicos conocían sus planes. Cuando los japoneses llegaron a orillas del río, sufrieron una emboscada y fueron aniquilados por la 17.ª División India. De un total de diecisiete mil hombres, solo seis mil lograron escapar.

Por lo que respectaba al mando japonés, la Ofensiva Ichigō había conseguido sus objetivos. Las tropas japonesas habían causado medio millón de bajas a los ejércitos nacionalistas y los habían obligado a retirarse de ocho provincias, con una población total de más de cien millones de personas. Sin embargo, también había supuesto una victoria para los comunistas. Los nacionalistas no solo habían perdido regiones agrícolas que les permitía abastecerse de alimentos, sino también una vasta extensión de territorio en la que poder reclutar hombres para sus ejércitos. Por mucho que los chinos odiaran a los japoneses, es indudable que este hecho fue vivido con alivio por la población local. Como observaría el general Wedemeyer, «el reclutamiento forzoso es para los campesinos chinos algo tan habitual como el hambre y las inundaciones, con la única diferencia de que tiene lugar con mayor regularidad»[2].

Después de que la Ofensiva Ichigō acabara con los trece aeródromos estadounidenses, dos nuevas bases aéreas norteamericanas fueron construidas en Lahekou (a unos trescientos kilómetros al noroeste de Hankou) y Zhijiang (a unos doscientos cincuenta kilómetros al oeste de Heng-yang). En abril de 1945, los japoneses avanzaron con sesenta mil efectivos del XII Ejército y destruyeron el aeródromo de Lahekou, pero el ataque emprendido por el XX Ejército contra la base de Zhijiang no tuvo el mismo éxito. Cinco divisiones nacionalistas chinas perfectamente equipadas, según el plan de modernización del general Wedemeyer, con otras quince formaciones parcialmente modernizadas, fueron enviadas a defender Zhijiang. El 25 de abril, con el apoyo de doscientos aviones, aplastaron a los cincuenta mil hombres del contingente nipón en el que sería el último gran enfrentamiento de la guerra chino-japonesa. Quedó demostrado que con el entrenamiento apropiado, los equipos adecuados y, sobre todo, la alimentación pertinente, las divisiones nacionalistas podían combatir con eficacia a las japonesas.

Las fuerzas japonesas de China y Manchuria ya habían empezado a reducirse gradualmente debido a los traslados de hombres a las Filipinas. Poco después, el cuartel general imperial se vio obligado a recurrir a las tropas del Ejército Expedicionario de China para defender Okinawa. La 62.ª División, que participó en la Ofensiva Ichigō, ya había sido trasladada a esta isla para encargarse de la defensa de la ciudad de Shuri.

Los japoneses también habían logrado otro de sus principales objetivos: conseguir que sus fuerzas de China pudieran unirse a las de Indochina. En enero de 1945, cuando sus divisiones de China cruzaron la frontera, los altos oficiales nipones de Indochina quedaron consternados y sorprendidos por su lamentable estado. Los efectivos de la 37.ª División iban con el pelo largo y sin afeitar, sus uniformes estaban hechos jirones y pocos conservaban los distintivos de su rango[3]. Fueron incorporados al recién creado XXXVIII Ejército para combatir en el norte de Tonkín contra las guerrillas de Ho Chi Minh. Los hombres de Ho Chi Minh habían prestado un gran servicio a los Aliados, proporcionándoles información secreta y facilitándoles la recuperación de las tripulaciones de los aviones abatidos, como habían hecho otros grupos en Tailandia con la ayuda de las radios y las armas lanzadas en paracaídas por la SOE y la OSS con aviones de las bases aéreas de la India.

El 12 de enero, la Tercera Flota de Halsey llegó a aguas de Indochina para atacar dos acorazados-portaaviones japoneses, el Hyuga y el Ise, en la bahía de Camranh. Esta aventura por el mar de China Meridional era el canto del cisne de Halsey antes de ceder el mando al almirante Spruance. Los dos barcos de guerra nipones habían zarpado en realidad rumbo a Singapur después de que los submarinos americanos hubieran hundido sus buques cisterna, pero la aviación de los trece portaaviones de la flota de Halsey hundieron un crucero ligero, once naves de guerra pequeñas, trece cargueros y diez buques cisterna, así como el crucero francés Lamotte-Picquet, que había sido desarmado por los japoneses. Además, aprovechando que se encontraban en la zona, los pilotos de la marina estadounidense atacaron los aeródromos de los alrededores de Saigón, destruyendo numerosos aviones japoneses aparcados junto a las pistas y en los hangares, así como varios depósitos de combustible.

El 9 de marzo, los japoneses decidieron tomar el control completo de la región, apartando a la administración de Vichy del almirante Decoux y desarmando a las fuerzas francesas, aunque algunas de ellas resistieron, especialmente en el norte. Los agentes gaullistas y los de la OSS habían estado trabajándose a los oficiales franceses, los cuales estaban dispuestos a cambiar de bando. Los japoneses lanzaron la llamada Ofensiva Meigō contra las tropas coloniales galas que resistían en varios fortines, como el de Liangshan, donde había una guarnición de siete mil hombres.

Los comandantes nipones de Indochina trataron de enviar el medio millón de toneladas de arroz guardado en sus almacenes de vuelta a Japón y a otros centros militares, pero el bloqueo americano y la falta de barcos de transporte hicieron imposible la misión. Una parte de ese arroz se pudrió, pero el resto fue capturado en noviembre de 1945 por las tropas nacionalistas de Chiang Kai-shek que habían sido enviadas a la región para desarmar a los soldados japoneses, las cuales lo trasladaron a China. Para muchos indochinos, el hambre que caracterizó ese período supuso una experiencia mucho más dura que la guerra de la independencia contra Francia y la guerra de Vietnam juntas[4].

La primera información relacionada con el bombardeo de objetivos en Japón la pasaron a la OSS, a través de la resistencia tailandesa, los diplomáticos tailandeses destinados en Tokio. En diciembre de 1944 ya estaban operativas las bases aéreas de Guam, Tinian y Saipan. Utilizando las mayores ventajas que ofrecían las Marianas en comparación con los aeródromos de China, todas las operaciones de los B-29 Superfortaleza fueron concentrándose poco a poco en esas islas a las órdenes del general de división Curtis E. LeMay. Sin embargo, aumentaron las pérdidas de bombarderos, en parte debido a la acción de los cazas nipones que despegaban de islas de la zona para interceptarlos, sobre todo de Iwo Jima. Los pilotos de los cazas de la Armada Imperial dispersos en Kyushu jugaban al bridge mientras esperaban la orden de despegar para atacar a las Superfortalezas que se dirigían a Tokio. Su pasión por este juego era un curioso legado de los tiempos en los que la Armada Imperial trataba de imitar todas las costumbres de la Marina Real británica[5].

El mando americano decidió invadir Iwo Jima y su aeródromo, desde el cual operaban los cazas japoneses contra los bombarderos y las bases de las Marianas. Una vez capturado, podrían convertirlo en una pista de aterrizaje de emergencia para aviones averiados o dañados por el enemigo.

El 9 de marzo, el mismo día en el que los japoneses acabaron con la administración francesa de Indochina, el XXI Mando de Bombarderos de LeMay lanzó su primer ataque incendiario importante contra Tokio. Aproximadamente un mes antes, los B-29 habían hecho su segundo experimento utilizando bombas de napalm. El distrito industrial de Kobe había quedado prácticamente arrasado. Después de la devastadora incursión de los B-29 contra Hankou a comienzos del invierno, LeMay era perfectamente consciente del poder destructivo de los ataques con bombas incendiarias.

Trescientas treinta y cuatro Superfortalezas arrasaron con bombas la ciudad de Tokio sin miramientos, esto es, tanto las zonas residenciales como las industriales de la capital. Más de doscientos cincuenta mil edificios fueron pasto de las llamas debido a los fuertes vientos. Las casas de madera y papel se quemaron en segundos. En total murieron unas ochenta y tres mil personas, y otras cuarenta y una mil sufrieron heridas de consideración, un precio mucho más elevado que el que pagaría Japón cinco meses después, cuando fue lanzada la segunda bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki.

El general MacArthur se opuso al bombardeo zonal de Tokio, pero los corazones americanos se habían endurecido por la campaña kamikaze contra los buques estadounidenses. LeMay, sin embargo, no respondió a MacArthur, y su única concesión fue el lanzamiento de panfletos advirtiendo a los civiles japoneses de la conveniencia de evacuar todos los pueblos y ciudades en los que hubiera plantas industriales. Tenía la firme determinación de seguir con los bombardeos hasta que no quedara en pie ningún centro industrial importante en Japón. Absurdamente, las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos continuaban afirmando que esos ataques zonales nocturnos con bombas incendiarias constituían verdaderos «bombardeos de precisión»[6]. La navegación entre las islas del archipiélago también tuvo prácticamente que interrumpirse debido al lanzamiento de minas en aguas del mar Interior y sus alrededores.

Las tripulaciones de los bombarderos habían vivido con angustia y preocupación las importantes pérdidas sufridas a comienzos de la campaña. Empezaron a calcular sus posibilidades de sobrevivir a una ronda de treinta y cinco misiones, y nació así un mantra personal: «Stay Alive in “45”»[7]. («Mantente vivo en el [19]45»). Pero la destrucción de las fábricas aeronáuticas y de cazas japoneses, la mayoría de los cuales eran utilizados para lanzar ataques kamikaze contra los buques de la marina americana, les hizo ver rápidamente que podían sobrevolar el espacio aéreo japonés con relativa seguridad.

Iwo Jima, aunque apenas tenía siete kilómetros de longitud, fue calificada por los vuelos de reconocimiento como un objetivo difícil. LeMay tuvo que insistir al almirante Spruance en que era absolutamente necesario tomar la isla para poder preparar la ofensiva de sus bombarderos contra Japón. La gran isla de Okinawa sería invadida seis semanas después.

Los defensores de Iwo Jima estaban a las órdenes del teniente general Kuribayashi Tadamichi, un soldado de caballería sumamente sofisticado e inteligente. No se hacía ilusiones con el resultado final de la batalla, pero había preparado sus posiciones para resistir el mayor tiempo posible. Una vez más, esto supuso la construcción de una red de cuevas y túneles, así como de búnkeres de hormigón, en el que se mezclaba cemento con roca volcánica. A pesar de las reducidas dimensiones de la isla, los túneles sumaban veinticinco kilómetros de longitud. Una vez evacuada su poca población civil, llegaron tropas de refuerzo, aumentando sus defensas a unos veintiún mil efectivos, entre soldados y marineros. Sus hombres juraron matar al menos a diez americanos antes de morir.

La fuerza aérea bombardeó Iwo Jima desde las Marianas durante setenta y seis días. Luego, a primera hora de la mañana del 16 de febrero, los japoneses vieron desde sus búnkeres y sus cuevas que aquella noche había llegado la flota invasora. La fuerza operacional naval, compuesta por ocho acorazados, doce portaaviones escolta, diecinueve cruceros y cuarenta y cuatro destructores, anclada frente a la costa empezó a bombardear la isla zona por zona. Pero en lugar de los diez días que habían solicitado los comandantes navales, el almirante Spruance había reducido la operación de hostigamiento y debilitamiento del enemigo a tres. Si consideramos las toneladas de bombas que cayeron sobre la isla, podemos afirmar que los daños que sufrieron sus defensores fueron mínimos. Las únicas excepciones se produjeron cuando las baterías japonesas abrieron fuego prematuramente contra algunas lanchas de desembarco lanzacohetes, que su comandante pensó que formaban parte de la primera oleada invasora. En cuanto descubrieron sus posiciones, los cañones pesados de los acorazados apuntaron en su dirección. Pero cuando empezó el asalto anfibio el 19 de febrero, la inmensa mayoría de las piezas de artillería de Kuribayashi seguía intacta.

La 4.ª y la 5.ª División de Infantería de Marina desembarcaron en la primera oleada invasora en la costa suroriental de la isla, y tras ellas llegó la 3.ª División de Infantería de Marina. Las playas de fina arena volcánica eran tan empinadas que los marines, con cascos de camuflaje y cargados con su pesado equipamiento, tuvieron prácticamente que escalar por ellas con grandes dificultades. La artillería japonesa intensificó sus disparos. Sus enormes morteros de 320 mm lanzaban las bombas hacia la zona de desembarco. Los heridos que eran conducidos de vuelta a la playa perecían a menudo antes de poder ser evacuados a uno de los barcos. Muchos cuerpos acabaron macabramente mutilados y desfigurados.

Parte de la 5.ª División se dirigió hacia la izquierda para atacar el monte Suribachi, un volcán inactivo situado en el extremo meridional de la isla. Un soldado llevaba preparada una bandera para izarla en su cumbre. El mejor regimiento de la 4.ª División fue hacia la derecha para neutralizar las defensas japonesas instaladas en una cantera perfectamente fortificada. Contaba con la ayuda de los tanques Sherman que habían logrado superar la empinada cuesta de arena de la playa, pero el fuego atroz de la artillería nipona no cesó prácticamente en todo el día. Un batallón de setecientos hombres se quedó apenas con ciento cincuenta efectivos en pie.

Al caer la noche, habían desembarcado alrededor de treinta mil marines, a pesar del fuego intenso de los morteros y los cañones enemigos. Cavaron trincheras para repeler un contraataque, pero hasta esas operaciones resultaron sumamente difíciles en aquel terreno volcánico tan blando. Un marine, sin duda de origen rural, comparó aquel trabajo con abrir un agujero en un barril de trigo. Pero no se produjo contraataque alguno. Kuribayashi los había prohibido expresamente, así como las cargas banzai en campo abierto. Iban a poder matar a más americanos desde sus posiciones defensivas.

El bombardeo había inutilizado al menos la mayor parte de los cañones situados a los pies del Suribachi, pero otras posiciones seguían intactas, como descubriría el 28.º Regimiento cuando comenzara a escalar el monte. «Sobre nuestras cabezas caían montones de rocas que dejaban caer los japos», comentaría un marine, «y se producían desprendimientos de tierras provocados por las bombas de nuestra propia artillería naval. Cada puesto atrincherado constituía un problema en aquella intrincada fortaleza que había que arrasar. Los muros de muchos de ellos estaban formados primero por unos bloques de hormigón de más de sesenta centímetros de grosor unidos por barras de hierro. Luego venían entre trescientos y trescientos setenta centímetros de piedras y rocas, apiladas con escombros y las sucias cenizas de Iwo»[8].

Suribachi alojaba una guarnición de mil doscientos hombres en sus túneles y búnkeres. Resistentes al fuego de la artillería y de los bazookas, dichos búnkeres solo podían ser atacados con cierto éxito desde muy cerca. Los marines comenzaron a utilizar cargas explosivas, que lanzaban al grito de «Fire in the hole!», (literalmente, «¡Fuego en el agujero!»), y a arrojar granadas de fósforo. También recurrían frecuentemente a los lanzallamas, pero su empleo suponía una misión aterradora para el hombre que manipulaba esta arma, pues se convertía en el primer objetivo de los ametralladores japoneses que intentaban incendiar el tanque que llevaba a la espalda. Los nipones sabían que si eran alcanzados por el fuego que salía por las fauces de aquel dragón iban a acabar como «un pollo frito». Llegado un punto, los marines oyeron unas voces japonesas, y se dieron cuenta de que el ruido venía de abajo, de una fisura abierta en la roca. Subieron barriles de combustible por la montaña, luego vertieron la gasolina y le prendieron fuego.

Después de tres días de interminables combates, un reducido grupo de hombres del 28.º Regimiento alcanzó la cima del volcán y clavó en ella una estaca metálica en la que ondeaba la bandera de los Estados Unidos. Fue un momento muy emotivo. La escena fue vivida con júbilo y lágrimas de alivio tanto en tierra como en el mar. Los buques anclados frente a la costa hicieron sonar sus sirenas. El secretario de la marina, James V. Forrestal, que estaba viendo toda la operación, se volvió hacia el general de división Holland Smith y dijo: «La colocación de esa bandera en el Suribachi significa un Cuerpo de Marines durante los siguientes quinientos años». Llevaron a la cima otra bandera más grande y una larga barra de andamio a modo de mástil que seis hombres se encargaron de colocar: la fotografía que tomaron se convirtió en el icono de la guerra en el Pacífico. Suribachi había costado la vida de ochocientos marines, pero no era la principal posición defensiva de la isla.

El cuartel general de Kuribayashi estaba perfectamente soterrado en el extremo septentrional de Iwo Jima, en la complejísima red de túneles y cavernas que había sido excavada. Cuando, tras lograr cruzar las líneas americanas, aparecieron los pocos supervivientes del Suribachi, los mandos japoneses de la isla montaron en cólera. Aunque su comandante moribundo les había ordenado que abandonaran las armas y comunicaran la noticia de la pérdida del Suribachi, aquellos hombres fueron recibidos con horror y desprecio por no haber combatido hasta el final. Su oficial, un teniente de la marina, fue abofeteado, vejado, tachado de cobarde, y a punto estuvo de morir decapitado. Ya estaba de rodillas con la cabeza inclinada cuando alguien detuvo la espada que empuñaba el capitán Inouye Samaji.

Al quinto día, los marines habían asegurado los dos aeródromos del centro de la isla, pero luego, con las tres divisiones codo con codo, tuvieron que avanzar para tomar el complejo defensivo del norte de la isla, que estaba oculto bajo la tierra volcánica en aquel paisaje estéril e infernal. Los francotiradores japoneses se ocultaban en fisuras. Las ametralladoras pasaban de la entrada de una cueva a la entrada de otra cueva, y los americanos comenzaban a sufrir cada vez más bajas. Los marines estaban enfadados porque no se les permitía utilizar gas venenoso para atacar aquel laberinto de túneles. Algunos se derrumbaron víctimas de la fatiga de combate, pero fueron muchos los que demostraron un arrojo y una valentía increíbles, sin dejar de luchar por heridos que estuvieran. Fueron concedidas no menos de veintisiete Medallas de Honor por los combates en Iwo Jima. Apenas se hicieron prisioneros: incluso los japoneses heridos de gravedad perecieron brutalmente, pues solían ocultar una granada con la que poner fin a su vida y a la de cualquier marine que intentara ayudarlos. Algunos americanos se dedicaron a decapitar cadáveres enemigos, cuyas cabezas hervían a continuación para vender los cráneos cuando regresaran a los Estados Unidos.

El avance de un barranco a otro y de una colina a otra, a los que pusieron nombres como «Picadora de Carne», «Valle de la Muerte» o «Colina Sangrienta», fue lento y un verdadero horror. Los soldados japoneses se vestían con los uniformes de los marines muertos para infiltrarse por la noche en las líneas americanas y provocar el caos en la retaguardia. La noche del 8 de marzo, a pesar de las órdenes de Kuribayashi prohibiendo las cargas banzai, el capitán Inouye encabezó uno de estos ataques cuando él y los mil hombres de su formación se vieron rodeados cerca del cabo Tachiwa, en el extremo oriental de la isla. Se lanzaron contra un batallón del 23.º Regimiento, provocando más de trescientas cincuenta bajas durante una batalla inmersa en el caos, pero a la mañana siguiente los marines supervivientes pudieron verificar que en sus posiciones y alrededor de ellas yacían setecientos ochenta y cuatro cadáveres enemigos.

Cuando acabó la batalla de Iwo Jima el 25 de marzo, seis mil ochocientos veintiún marines habían perdido la vida, o estaban agonizando, y otros diecinueve mil doscientos diecisiete habían sido gravemente heridos. Aparte de cincuenta y cuatro soldados japoneses hechos prisioneros, dos de los cuales se suicidaron, los veintiún mil efectivos que habían compuesto la fuerza de Kuribayashi estaban muertos. Después de caer mortalmente herido durante la batalla final, Kuribayashi fue enterrado por sus hombres en la profundidad de las cavernas.

A mediados de marzo, la Fuerza Operacional 58 del almirante Mitscher, con sus dieciséis portaaviones, volvió a adentrarse en aguas japonesas para bombardear los aeródromos de Kyushu y la isla principal del archipiélago, Honshu. Se trataba de un ataque preventivo antes de dar inicio a la invasión de Okinawa. Además de destruir los aviones aparcados en las bases, sus pilotos consiguieron causar daños de diversa consideración en el gran acorazado Yamato y en cuatro portaaviones. Pero el ataque sorpresa de un bombardero nipón, que no estaba pilotado por un kamikaze, provocó daños devastadores en el portaaviones estadounidense Franklin. Aunque recibió permiso para abandonar el buque, el capitán y los supervivientes consiguieron controlar al final los incendios que habían estallado debajo de la cubierta. La fuerza operacional de Mitscher no tardaría en experimentar ataques mucho peores cuando tuviera que estacionarse frente a las costas de Okinawa para proteger los desembarcos. Allí sus buques se convertirían en objetivos de oleadas y oleadas de pilotos kamikaze.

Durante los últimos días de marzo, las fuerzas americanas ocuparon dos grupos de islas pequeñas al oeste del extremo meridional de Okinawa, unas islas que resultarían mucho más útiles de lo que habían imaginado. Descubrieron y destruyeron una base de embarcaciones suicidas, preparadas con cargas explosivas para arremeter contra los buques de guerra estadounidenses. Las islas más cercanas también ofrecieron unas buenas posiciones para que las baterías Long Tom de 155 mm pudieran proteger debidamente a las tropas cuando ya estuvieran en la playa.

Okinawa, con una población de cuatrocientos cincuenta mil habitantes, era la isla principal de las Ryuku. Los japoneses se habían anexionado este pequeño archipiélago en 1879, que pasó así a formar parte de su territorio nacional. Los habitantes de Okinawa, cuyas tradiciones y cultura eran muy distintas de las japonesas, no tenían aquel espíritu militarista de la raza superior. Los reclutas de la isla sufrieron más que ningún otro la agresividad y la violencia en el Ejército Imperial.

Con sus cien kilómetros de longitud, Okinawa se encontraba a unos quinientos cincuenta kilómetros al suroeste de Japón. Tenía varias ciudades importantes, como, por ejemplo, la antigua ciudadela de Shuri, del siglo XV, en el sur, así como una serie de montañas rocosas que, formando una cadena, cruzaban el centro de la isla, y buena parte de sus tierras era de cultivo, con cañaverales y arrozales. El XXXII Ejército del general Ushijima Mitsuru, con un número de efectivos superior a los cien mil, era mucho más poderoso que lo que habían calculado los servicios de inteligencia americanos, aunque veinte mil de ellos pertenecieran a las milicias locales, de las que los soldados japoneses se burlaban por su acento típico de Okinawa. Ushijima se había quedado sin su mejor división, la 9.ª, que había sido trasladada a Filipinas por orden del Cuartel Imperial general. Sin embargo, disponía curiosamente de muchísimas piezas de artillería y de morteros pesados.

Ushijima, desde su cuartel general en la ciudadela de Shuri, planeaba defender hasta el final el sector más poblado de la isla, el sur. En la zona montañosa del norte, en la que los americanos esperaban encontrar mayor resistencia, había posicionado solamente una pequeña fuerza a las órdenes del coronel Udo Takehido. Ushijima no tenía la más mínima intención de defender la costa. Al igual que Kuribayashi en Iwo Jima, iba a esperar a que los americanos vinieran hacia él.

El 1 de abril, Domingo de Pascua, tras seis días de bombardeos por parte de los acorazados y los cruceros, la gran flota invasora del almirante Turner estaba lista para poner en movimiento sus vehículos anfibios y sus lanchas de desembarco. Después de todo el horror vivido en Iwo Jima, los desembarcos suponían una mezcla aliviadora de anticlímax y euforia. La 2.ª División de Infantería de Marina emprendió un falso ataque en el extremo suroriental de la isla para luego regresar inmediatamente a Saipan. De los sesenta mil hombres que componían las cuatro divisiones desembarcadas en la costa occidental, dos de infantería de marina y otras dos del ejército de tierra, solo veintiocho perdieron la vida el primer día. Sin encontrar apenas oposición, se dirigieron hacia el interior para asegurar dos aeródromos.

La 1.ª y la 6.ª División de Infantería de Marina avanzaron hacia el noreste a través del istmo de Ishikawa para llegar a la zona principal de la isla, donde Ushijima apenas había posicionado fuerzas defensivas. Después del alivio que había supuesto desembarcar sin encontrar oposición, sus hombres empezaron a sentirse tensos. «¿Dónde diablos están los japos?», se preguntaban los marines[9]. Se cruzaron con una multitud de nativos aterrorizados y desconcertados, a los que mandaron hacia la retaguardia donde se habían montado los campos de internamiento. Dieron caramelos y algunas raciones de comida a los niños, que no se mostraban temerosos como sus padres y abuelos. La 7.ª y la 9.ª División del ejército de tierra giraron hacia el sur, sin saber que estaban dirigiéndose hacia las principales líneas defensivas de Ushijima que cruzaban la isla a la altura de Shuri.

Sólo el 5 de abril, cuando las dos divisiones del ejército de tierra llegaron a las colinas de piedra caliza, con sus cavernas naturales y sus cuevas excavadas por la mano del hombre, comprendieron que les aguardaba una dura batalla. Como en otros lugares, las cuevas habían sido conectadas unas con otras por medio de túneles y galerías, y las colinas estaban salpicadas de bóvedas funerarias de piedra, tradicionales de Okinawa, que se convertían en perfectos nidos de ametralladoras. Las baterías de artillería de Ushijima estaban colocadas en la retaguardia, con oficiales de observación en posiciones avanzadas en las colinas preparados para dirigir sus disparos. La táctica fundamental del comandante nipón consistía en separar a los soldados de la infantería americana de sus tanques, los cuales iban a ser atacados por unos equipos de hombres ocultos que saltarían de su escondite y correrían hacia los Sherman con cócteles Molotov y cargas explosivas. Las tripulaciones de los carros blindados serían abatidas cuando abandonaran sus vehículos en llamas.

Mientras las dos divisiones del ejército de tierra temblaban solo de pensar lo que les esperaba, la flota del almirante Turner anclada frente a la costa empezó a sufrir todo el peso de los ataques de los pilotos kamikaze que habían despegado de Kyushu y de Formosa. El 6 y el 7 de abril, trescientos cincuenta y cinco aviones japoneses emprendieron el vuelo. Cada uno de estos aviones iba acompañado por otro aparato pilotado por un aviador con más experiencia que lo escoltaba. Los kamikaze, en su inmensa mayoría, apenas habían completado su entrenamiento de vuelo, y por esta razón se les animaba a presentarse voluntarios. De este modo, los veteranos podían regresar para escoltar a otro grupo. Aunque la orden era que sus objetivos fueran los portaaviones, casi todos se lanzaban contra el primer buque que veían. En consecuencia, los destructores, que se habían colocado en semicírculo en primera línea para detectar con sus radares la llegada del enemigo, fueron los que sufrieron los peores ataques al principio. Con su ligero blindaje y solo unas pocas baterías antiaéreas, llevaban todas las de perder.

Junto con los ataques aéreos, la misión suicida más evidente fue la que emprendió el gigantesco acorazado Yamato, acompañado por un crucero ligero y ocho destructores. Siguiendo las órdenes dadas por el comandante en jefe de la Flota Combinada, estos buques habían zarpado del mar Interior para cruzar el estrecho que separa Kyushu de Honshu. Tenían que atacar a la flota americana anclada en aguas de Okinawa, varar sus naves y utilizarlas como baterías fijas para apoyar a las tropas del general Ushijima. Muchos altos oficiales de la marina quedaron horrorizados por la manera en la que iba a sacrificarse un buque tan importante como el Yamato, en cuyos depósitos solo se había cargado el combustible necesario para aquel viaje de ida sin regreso.

El 7 de abril, el almirante Mitscher fue avisado de la inminente llegada del Yamato por los submarinos estadounidenses. Ordenó que sus aviones despegaran, aunque sabía que el almirante Spruance deseaba que sus acorazados tuvieran el honor de hundir el famoso buque enemigo. Al final, Spruance cedió ese honor a los pilotos de la marina. La escuadra suicida japonesa fue seguida de cerca por los aviones de reconocimiento americanos, que se encargaron de guiar a los bombarderos en picado Helldiver y a los aviones torpederos Avenger hacia el objetivo.

La primera oleada alcanzó al enemigo con dos bombas y un torpedo. Apenas una hora después, la segunda oleada alcanzó al Yamato con cinco torpedos. Otras diez bombas dieron en el blanco cuando el gran acorazado comenzó a perder velocidad y a quedarse varado en medio del agua. El crucero Yahagi también fue alcanzado. Entonces el Yamato empezó a zozobrar y estalló por los aires. El Yahagi también se fue a pique junto con cuatro destructores. La gran expedición fue uno de los gestos más inútiles de la guerra moderna, y costó la vida de varios millares de marineros.

La segunda serie de ataques kamikaze contra la flota invasora empezó el 11 de abril, y esta vez los pilotos sí se dirigieron contra los portaaviones. El Enterprise fue alcanzado por dos de ellos, aunque se mantuvo a flote a pesar de los graves daños. El Essex también fue alcanzado, pero siguió operativo. Al día siguiente el acorazado Tennessee fue alcanzado, y un destructor hundido. Mientras nadaba en el agua intentando ponerse a salvo, la tripulación del destructor fue acribillada a balazos por otros cazas. Una tercera serie de ataques comenzó el 15 de abril, cuando la tensión y el cansancio ya hacían mella en las tripulaciones de los buques. También fue atacado un barco hospital claramente identificado. El Enterprise volvió a sufrir ataques, así como el Bunker Hill, entre otros portaaviones.

Los kamikaze también se lanzaron contra los buques de la Flota del Pacífico de la Marina Real británica, cuya presencia en lo que consideraba su teatro de operaciones había aceptado a regañadientes el almirante King. La Fuerza Operacional 57, como la había designado Spruance, se dedicó a bombardear los aeródromos de la isla de Sakishimagunto cerca de Formosa. Las cubiertas de vuelo de los portaaviones británicos consistían en unos ocho centímetros de plancha blindada. Cuando un kamikaze Zeke se estrelló contra la cubierta de vuelo del buque inglés Indefatigable y estalló, simplemente dejó una abolladura. El oficial de enlace de la Marina de los Estados Unidos que viajaba a bordo comentaría: «Cuando un kamikaze se estrella contra un portaaviones americano, el buque tiene que pasarse seis meses en Pearl Harbor para ser reparado. En un portaaviones Limey basta ordenar “¡Barrenderos, a por las escobas!”»[10].

La Marina de los Estados Unidos pagó un elevado precio. Cuando acabó la campaña de Okinawa, el suicidio de mil cuatrocientos sesenta y cinco pilotos había hundido veintinueve buques, averiado otros ciento veinte, matado a tres mil cuarenta y ocho marineros, y herido a otros seis mil treinta y cinco.

Al norte de Suri, la 7.ª División de Infantería de Marina tardó siete días para avanzar unos seis kilómetros. La 96.ª necesitó tres para tomar el terreno elevado que llamaron Cactus Ridge. Después consiguió ocupar otra cresta, Kakazu Ridge, en un ataque sorpresa poco antes del amanecer, pero se vio obligada a retirarse cuando la artillería japonesa, que se había preparado para alcanzar la zona, concentró todo su fuego en esa dirección. Tras nueve días de combates, las dos divisiones se veían bloqueadas, y habían perdido un total de dos mil quinientos efectivos.

El general Simón Bolívar Buckner, comandante del X Ejército, recibió al menos noticias reconfortantes de los marines que avanzaban hacia el norte. Estaban a punto de alcanzar el extremo septentrional de la isla marchando a través de los bosques de pinos, que olían a gloria después de haber tenido que soportar aquel hedor infernal a podrido durante los combates en la jungla. La fuerza del coronel Udo se había escondido. El 29.º Regimiento de Infantería de Marina encontró a unos nativos que hablaban inglés y estaban dispuestos a colaborar. Fue así como supo dónde se ocultaba la base de Udo. El oficial japonés había elegido un promontorio llamado Yae-dake, situado en las profundidades del bosque a orillas de un río. El 14 de abril, el 29.º y el 4.º Regimiento atacaron desde lados opuestos. Tras una batalla de dos días, y después de haber sufrido numerosas bajas, consiguieron tomar el Yae-dake. Descubrieron que el coronel Udo había logrado pasar inadvertido entre sus hombres con un puñado de efectivos para seguir los combates desde otro punto del bosque.

El 19 de abril, el impaciente general Buckner ordenó un intenso bombardeo de las líneas japonesas y de la ciudadela de Shuri, con toda la artillería, la fuerza aérea de los portaaviones y los grandes cañones de la flota, como preparación para lanzar un ataque con tres divisiones. El asalto a las colinas que cruzaban la isla fracasó. El 23 de abril, el almirante Nimitz voló a Okinawa. Estaba profundamente consternado por las pérdidas sufridas por sus barcos anclados frente a la costa y quería completar con la mayor rapidez posible la conquista de Okinawa. Se sugirió a Buckner emprender otro desembarco anfibio al sur de la isla con la 2.ª División de Infantería de Marina. El general rechazó rotundamente esa propuesta. Temía que los marines pudieran verse atrapados en una cabeza de playa, donde, además, iba a resultar muy difícil proporcionarles los pertrechos y suministros necesarios. Nimitz no quiso entrar en discusiones, pero dejó bien claro que la conquista de la isla debía concluirse inmediatamente, pues, en caso contrario, estaba dispuesto a reemplazar a Buckner.

Aquella noche los japoneses se retiraron de su primera línea defensiva, aprovechando la protección de una densa niebla y la cobertura que proporcionó su propia artillería. Pero la siguiente línea defensiva en la escarpa de Urasoe-Mura, con sus promontorios, no auguraba nada bueno. Los reemplazos que entraban por primera vez en acción a menudo quedaban petrificados cuando veían por primera vez a un soldado japonés. Algunos incluso pedían a gritos que alguien disparara, pues se olvidaban de utilizar sus propias armas. El 307.º Regimiento de la 77.ª División repelió un contraataque japonés recurriendo prácticamente al uso exclusivo de granadas. Sus hombres «arrojaban las granadas con la misma velocidad con la que tiraban de las anillas», comentaría el jefe de una unidad[11]. Para que no faltaran, se creó una cadena humana que iba pasando cajas nuevas de proyectiles a primera línea.

A finales de aquel mes, Buckner ordenó que las dos divisiones de Infantería de Marina que estaban en el norte de la isla avanzaran hacia el sur. Luego, el 3 de mayo, Ushijima cometió un gravísimo error. Dejándose convencer por su vehemente jefe de estado mayor, el teniente general Cho Isamu, decidió lanzar una contraofensiva. Cho, un oficial extremadamente militarista, responsable también de haber dado las órdenes que provocaron las matanzas y las violaciones de Nanjing de 1937, abogaba por emprender un ataque combinado con desembarcos anfibios tras las líneas americanas. Los barcos cargados de soldados fueron localizados por las lanchas patrulleras de la Marina de los Estados Unidos. Se produjo una verdadera carnicería tanto en alta mar como en las playas. El ataque por tierra acabó también en desastre. Ushijima, mortificado, pidió disculpas al único oficial del estado mayor que se había opuesto rotundamente a aquel plan de locos.

El 8 de mayo, cuando la noticia de la rendición de Alemania llegó a oídos de las compañías de fusileros de la 1.ª División de Infantería de Marina, la reacción general fue exclamar, «¿Y qué?»[12]. Por lo que hacía a aquellos hombres se trataba de otra guerra en otro planeta. Estaban extenuados y sucios, y a su alrededor todo apestaba. La concentración de tropas en Okinawa era anómalamente densa. El frente de un batallón apenas llegaba a los quinientos cincuenta metros de longitud. «Por supuesto, el hedor a excrementos era espantoso», escribiría William Manchester, un sargento de marines que estuvo en Okinawa. «Podían oler la línea del frente mucho antes de verla; era una inmensa cloaca»[13].

El 10 de mayo, Buckner ordenó una ofensiva general con cinco divisiones contra la línea Shuri. Fue una batalla encarnizada. Sólo una combinación de tanques Sherman con carros lanzallamas pudo acabar con algunas posiciones defensivas instaladas en aquellas cuevas. La conquista de una pequeña cota, la llamada Sugar Loaf, supuso para los marines diez días de intensos combates y dos mil seiscientas sesenta y dos bajas. Incluso entre los marines más curtidos hubo casos de crisis nerviosa, debido principalmente a la precisión de la artillería y los morteros japoneses. Todos sufrían martilladores dolores de cabeza provocados por el ruido de los cañones y las explosiones. Cuando caía la noche, los japoneses trataban de infiltrarse en sus líneas, por lo que continuamente se disparaban al cielo proyectiles de iluminación o bengalas para alumbrar con una luz verde y mortecina aquella zona de pesadilla. Los centinelas tenían que observar la disposición exacta de los cadáveres que yacían en su sector porque los soldados japoneses que por la noche se acercaban a rastras hacia sus posiciones solían hacerse el muerto entre aquellos cuerpos para pasar inadvertidos.

El 21 de mayo, justo cuando los americanos consiguieron llegar a una zona en la que podían utilizar sus tanques, comenzaron las lluvias, atascando a los vehículos e impidiendo el despegue de los aviones. Todos y todo quedaron cubiertos de barro y agua enfangada. Para los soldados de infantería y los marines que transportaban las municiones resbalando y cayendo en el lodo, su labor se convirtió en una pesadilla agotadora. Pero la vida en las trincheras, llenas de agua y rodeadas de cadáveres en descomposición que yacían entre los cráteres abiertos por las bombas, era aún peor. En los cuerpos de los caídos, al aire libre o parcialmente enterrados, serpenteaban los gusanos.

Amparados por las intensas lluvias, los hombres de Ushijima empezaron a retirarse a las últimas posiciones defensivas en el extremo meridional de Okinawa. Ushijima sabía que la línea Shuri no iba a aguantar, y si los americanos lanzaban los tanques, sus tropas corrían el peligro de quedar rodeadas. Dejó atrás una fuerte retaguardia, pero al final un batallón del 5.º Regimiento de Infantería de Marina ocupó la ciudadela de Shuri. Como en esta unidad solo se encontró una bandera confederada, para vergüenza y consternación de algunos oficiales tuvo que ser izada la bandera de «Estrellas y Barras» hasta que pudiera ser sustituida por la de «Barras y Estrellas».

El 26 de mayo amaneció claro y sereno, y los aparatos aéreos de los portaaviones localizaron vehículos que se dirigían desde Shuri hacia el sur. Los nativos, aterrorizados por la propaganda japonesa que contaba monstruosidades sobre los americanos, insistieron en huir con las tropas, por mucho que Ushijima les hubiera ordenado que buscaran cobijo en otra dirección. Los comandantes americanos se vieron obligados a abrir fuego contra la columna, y el crucero New Orleans empezó a bombardear la carretera con sus cañones de 203 mm. Unos quince mil civiles perecieron junto con los soldados en retirada.

Tras el repliegue de tropas, la fuerza de Ushijima quedó reducida a menos de treinta mil efectivos, pero seguirían librándose encarnizadas batallas, aunque el final estaba ya cerca. El 18 de junio, el propio general Buckner murió tras ser alcanzado por la metralla de una bomba cuando observaba el desarrollo de un ataque lanzado por la 2.ª División de Infantería de Marina. Al cabo de cuatro días, el general Ushijima y el teniente general Cho, cercados ya en el interior de su búnker de mando, comenzaron los preparativos para suicidarse siguiendo el rito que combinaba el harakiri y la decapitación simultánea por la espada de sus respectivos ayudantes. El recuento de los cadáveres de sus soldados arrojó un total de ciento siete mil quinientos treinta y nueve, pero muchos otros habían sido enterrados con anterioridad o habían quedados sellados en el interior de las cuevas destruidas.

Las bajas sufridas por las formaciones de la marina y del ejército de tierra se repartían del siguiente modo: siete mil seiscientos trece muertos, treinta y un mil ochocientos siete heridos y veintiséis mil doscientos once «lesionados por otras causas», lesiones que en su mayoría hacían referencia a crisis nerviosas. Se calculó que murieron unos cuarenta y dos mil habitantes de Okinawa, pero es muy probable que la cifra real fuera muy superior. Aparte de los que cayeron por el fuego de la artillería naval, muchos acabaron enterrados vivos en las cuevas que fueron alcanzadas por los disparos de las baterías de uno y otro bando. En cualquier caso, la conquista de Okinawa planteaba una cuestión muy grave: ¿Cuántos civiles iban a morir cuando comenzara la invasión de Japón que ya estaba planificándose? Es probable que la captura de Okinawa no acelerara el final de la guerra. Su objetivo era poder disponer de una base desde la que emprender la invasión del archipiélago nipón, pero es evidente que la naturaleza suicida de su defensa hizo que Washington se replanteara su estrategia y reconsiderara los siguientes pasos a seguir.