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DEL VÍSTULA AL ODER

(ENERO-FEBRERO DE 1945)


Durante los primeros años de la guerra, en Francia en 1940 o en la Unión Soviética en 1941, muchos soldados alemanes escribían a casa diciendo: «Dad gracias a Dios de que la guerra no esté asolando nuestro país»[1]. En enero de 1945, había quedado suficientemente claro que las agresiones infligidas por la Wehrmacht a otros países estaban a punto de abatirse sobre el suyo. El mensaje radiofónico de Hitler con motivo del Año Nuevo no animó a muchos. No se hizo en él alusión alguna a las Ardenas, indicio de que la gran ofensiva había fracasado. Y fue también poco lo que se dijo acerca de las Wunderwaffen, el tópico de todos los intentos nazis de mantener viva la esperanza frente a la realidad. El discurso de Hitler fue tan anodino que muchos alemanes pensaron que había sido grabado de antemano o incluso que era falso. A falta de noticias fidedignas, los rumores acerca del desastre se intensificaron.

Aunque Guderian, el jefe de estado mayor del ejército, intentó advertir a Hitler de que el frente oriental a lo largo del Vístula y de Prusia oriental estaba a punto de explosionar, el Führer no quiso escucharlo. Desoyó los cálculos de la fuerza de los soviéticos elaborados por los servicios de inteligencia, que por una vez eran bastante exactos. Desde el Báltico hasta el Adriático, el Ejército Rojo tenía desplegados seis millones setecientos mil hombres, más del doble de las fuerzas utilizadas por el Eje en la Operación Barbarroja.

La preocupación más inmediata de Hitler era el frente de Budapest y del lago Balaton. A pesar de la amenaza procedente del este, todas las conferencias de situación celebradas en su cuartel general empezaban tratando el caso de Hungría. El Tercer Frente Ucraniano de Tolbukhin, fuertemente presionado por Stalin, lanzó una oleada de hombres tras otra contra las defensas del sur de Budapest. El dictador soviético estaba decidido a que la propuesta hecha por Churchill en el mes de octubre de compartir la influencia en Hungría al cincuenta por ciento resultara superflua por la fuerza de las armas.

Un oficial húngaro describe cómo un grupo de soldados soviéticos murieron enredados en una alambrada. Uno de ellos seguía vivo. «El joven tiene la cabeza afeitada y los típicos pómulos mongoles; está tumbado boca arriba. Sólo mueve sus labios. Le faltan los brazos y las piernas. Los muñones están cubiertos de una espesa capa de barro mezclado con sangre y materia orgánica en descomposición. Me agacho a su lado. “Budapest, Budapest…”, susurra en los estertores de la muerte. Una sola idea ronda por mi cabeza: quizá esté teniendo una visión de “Budapest” como una ciudad de ricos despojos y mujeres hermosas. Luego, sorprendiéndome a mí mismo, saco mi pistola, la cargo, la aprieto contra la sien del moribundo, y disparo»[2]. Pero a pesar de las incontables bajas infligidas al enemigo, los alemanes y los húngaros sabían que no iban a poder detener la avalancha que se les venía encima.

Szálasi, el dictador de la Cruz Flechada que había sustituido al almirante Horthy, había intentado emprender la retirada y declarar Budapest ciudad abierta, pero Hitler, que nunca quería abandonar la capital de un país, había insistido en defender la ciudad hasta el final. La principal preocupación de Szálasi, sin embargo, no era tanto salvar la ciudad como evitar que lo apuñalara por la espalda una población desleal. El comandante alemán de la plaza, el Generaloberst Hans Friessner, que compartía sus preocupaciones, llamó a un experto en la lucha contra la subversión, el Obergruppenführer de la SS Karl Pfeffer-Wildenbruch. El estado mayor húngaro no fue consultado, a pesar de los acuerdos alcanzados previamente, y fue tratado de un modo ofensivamente arrogante.

El enviado especial de Hitler, Edmund Veesenmayer, insistió en la orden dada por el Führer de que había que defender Budapest hasta el último ladrillo. No importaba, dijo, si Budapest «era destruida diez veces, si de ese modo podía defenderse Viena»[3]. Friessner, sin embargo, quiso retirarse de Pest, la parte llana de la ciudad situada en la margen derecha del Danubio, para defender Buda y su fortaleza, en lo alto de las colinas de la margen izquierda del río. Hitler de nuevo se negó rotundamente. Y sustituyó a Friessner por el General der Panzertruppen Hermann Balck.

Muchos habitantes de Budapest ignoraban que la ciudad se hallaba en tan gran peligro. Radio Budapest llevaba toda la semana transmitiendo canciones navideñas como si no pasara nada. Los árboles de Navidad habían sido decorados con las cintas de papel de plata («Windows») lanzadas por los bombarderos enemigos para perturbar el funcionamiento de los radares, mientras que los teatros y los cines seguían con su programación habitual. El 26 de diciembre de 1944, Budapest quedó rodeada. Las fuerzas del Tercer Frente Ucraniano también habían llegado más allá del lago Balaton por el sudoeste y a la ciudad de Esztergom por el noroeste. En total quedaron atrapados en Buda, en la margen izquierda del Danubio, y en Pest, en la derecha, setenta y nueve mil soldados alemanes y húngaros. Las formaciones alemanas estaban constituidas por la 8.ª División de Caballería de la SS Florian Geyer y la 22.ª Maria Theresia, la división de granaderos acorazados Feldherrnhalle, la 13.ª División Panzer y los restos de muchas otras, y hasta por una unidad de castigo, el 500.º Strafbataillon.

Hitler había reaccionado ante la crisis el mismo día de Navidad. Las instalaciones petrolíferas húngaras constituían su última fuente de combustible. De ese modo, para desesperación de Guderian, ordenó que el IV Cuerpo Panzer SS, con las divisiones Totenkopf y Wiking, se trasladara desde el norte de Varsovia a Hungría para romper el cerco.

En Pest se desató el caos en cuanto empezaron los combates en los barrios de las afueras. Miles de civiles intentaron abandonar la ciudad antes de que fuera demasiado tarde y muchos cayeron víctimas del fuego cruzado. Para los cincuenta mil judíos que todavía quedaban en Budapest, la llegada del Ejército Rojo prometía la liberación, pero fueron muy pocos los que sobrevivieron, aunque Adolf Eichmann abandonara la ciudad en un avión el 23 de diciembre. No se había tomado ninguna medida para ayudar a la población civil. Pronto empezaría a haber gente rondando las cocinas de campaña del ejército. No había agua, ni gas ni electricidad. El corte del suministro de agua provocó una falta de higiene muy peligrosa cuando las cloacas se atascaron.

Los estudiantes e incluso los escolares húngaros se enrolaron voluntariamente en unidades improvisadas, como el Batallón Universitario de Asalto, aunque en algunos casos fueron reclutados a la fuerza. Pero, aparte de unos cuantos lanzagranadas Panzerfaust, disponían de pocas armas. Casi todos odiaban a la Cruz Flechada fascista, muchos de cuyos miembros habían huido, pero tampoco podían soportar la idea de que su ciudad cayera en manos de los bolcheviques. Al mismo tiempo, eran cada vez más los oficiales y los soldados del ejército regular húngaro que hacían defección y se pasaban al bando soviético. Muchos eran incorporados a las compañías del Ejército Rojo y en cualquier caso un batallón entero combatió al lado de los soviéticos. Para identificarlos como aliados, se les entregaba un brazalete y una cinta de gorra hecha con tiras de seda roja arrancadas de los paracaídas encontrados en los contenedores de municiones alemanas.

Aunque muchos miembros de la Cruz Flechada habían huido antes de que la ciudad fuera rodeada, permanecieron en ella dos mil integrantes de sus fuerzas paramilitares más fanáticas. Parece que estos voluntarios pasaron más tiempo matando a los judíos que aún quedaban en la ciudad que luchando contra el enemigo. Curiosamente, el Obergruppenführer de la SS Pfeffer-Wildenbruch prohibió a los soldados alemanes participar en las matanzas, aunque otros oficiales alemanes de alto rango vieron con buenos ojos el hecho de que los húngaros se encargaran de esa tarea con tan brutal entusiasmo. Un número cada vez mayor de judíos medio muertos de hambre recurrió al suicidio. En la primera semana de enero de 1945, la Cruz Flechada detuvo a muchos que se encontraban bajo la protección de Suecia so pretexto de que, como el gobierno de Estocolmo no reconocía al régimen de Szálasi, este tampoco admitía los documentos expedidos en su nombre. La Cruz Flechada arrestó a esos judíos, les dio una paliza brutal y luego se los llevó en grupos a los muelles del Danubio para ejecutarlos.

El 14 de enero, el padre Kun condujo a una banda de Cruces Flechadas hasta el hospital judío de Buda. Mataron a los pacientes, a las enfermeras y a todo el que encontraron en el establecimiento, hasta un total de ciento setenta personas. Llevaron a cabo otros asesinatos masivos, matando incluso a los oficiales húngaros que se oponían a ellos. Al parecer, algunos hombres del padre Kun violaron en grupo a varias monjas.

Cuando se enteró del plan que tenían las bandas de la Cruz Flechada de atacar el gueto de Pest, Raoul Wallenberg envió un mensaje al Generalmajor Gerhard Schmidhuber, el comandante alemán de la plaza, diciendo que lo consideraría responsable si no impedía la matanza. Schmidhuber mandó tropas de la Wehrmacht al gueto para adelantarse a los milicianos de la Cruz Flechada. Unos días después, el gueto fue ocupado por el Ejército Rojo.

El 30 de diciembre, en vista de que los intentos soviéticos de conseguir la rendición de la ciudad fueron rechazados, dio comienzo en serio la ofensiva de Malinovsky contra Budapest con una cortina de fuego de artillería y un bombardeo intensísimo que duró tres días. En los sótanos de las casas, atestados de civiles, la humedad y el vaho hacían que el agua goteara de los techos y corriera por las paredes. Pfeffer-Wildenbruch rechazó las invitaciones a evacuar a la población en autobuses. Durante las dos semanas siguientes debido a su aplastante superioridad numérica, las tropas soviéticas obligaron a los defensores alemanes y húngaros, que tenían una grave escasez de munición, a replegarse hacia el Danubio. El cuartel general del IX Cuerpo de Montaña de la SS en el castillo de Buda envió mensajes cada vez más urgentes reclamando pertrechos, pero los cajones de suministros que les lanzaban en paracaídas caían a menudo fuera de sus líneas. A pesar de las amenazas de ejecución en el acto, los civiles se apoderaban a menudo de los que contenían víveres.

Viendo que Pest iba a ser ocupada en cuestión de días, Malinovsky envió al VII Cuerpo de Ejército rumano al frente del norte de Hungría. Quería que la conquista de Budapest fuera una victoria exclusivamente soviética. El 17 de enero, lanzó la acometida final contra la orilla del Danubio. Muy pronto buena parte de la zona oeste de Pest que bordeaba el río estaba en llamas, y el calor que salía de los edificios ardiendo era tal que causaba quemaduras a los que intentaban escapar corriendo por las calles. La mayoría de las unidades húngaras eran reacias a replegarse al otro lado del Danubio para morir defendiendo Buda, de modo que cada vez serían más los soldados que empezaron a esconderse en los pocos lugares que todavía no eran pasto del fuego para rendirse al Ejército Rojo. Hasta los oficiales desobedecían las órdenes.

Los aviones Shturmovik soviéticos ametrallaron a las fuerzas que se retiraban a la desbandada a través de lo que aún quedaba del puente de la Cadena y del Puente Erzsébet. «Los puentes fueron objeto todo el tiempo de un fuego intensísimo», señalaba un soldado de caballería de la SS, «pero, a pesar de todo, la gente seguía avanzando en tropel. Una multitud embarullada de coches y camiones, carretas rústicas cubiertas con lonas, caballos espantados, refugiados civiles, mujeres chillando, madres con niños llorando y muchos, muchísimos heridos, se precipitó hacia Buda»[4]. Perecieron muchos de los civiles que aún seguían en los puentes cuando fueron volados ante la proximidad de las tropas soviéticas. Lo mismo le ocurrió a un miembro de la resistencia húngara cuando intentaba retirar las cargas de demolición colocadas en el Puente Erzsébet.

A finales de diciembre, el IV Cuerpo Panzer de la SS estaba listo para desplegarse en el frente del Danubio. Su ataque repentino el día de Año Nuevo causó estragos en el IV Ejército de la Guardia y a punto estuvo de romper sus líneas. Una semana después lanzó otro ataque por el sur el III Cuerpo Panzer. La ofensiva se reanudó el 18 de enero con el IV Cuerpo Panzer de la SS, que se había retirado al norte de Budapest para unirse al III Cuerpo Panzer. Los tanques alemanes experimentaron por primera vez con dispositivos de visión infrarroja. Pero de nuevo, tras un sorprendente éxito inicial, el ataque de los panzer fue bloqueado cuando Malinovsky se trajo rápidamente a seis de sus cuerpos del Segundo Frente Ucraniano para hacerles frente.

La defensa del sector de Buda, mucho más pequeño, cubierto de nieve ennegrecida por el fuego proveniente del otro lado del río, resultaba más fácil. Los ataques soviéticos por su escarpada pendiente fueron rechazados por las ametralladoras alemanas MG-42 concentradas en los puntos clave, causando numerosas bajas. Junto a las unidades regulares, como la 8.ª División de Caballería de la SS y lo que quedaba de la Feldherrnhalle, había formaciones voluntarias locales, como el Batallón Vannay y el Batallón Universitario de Asalto, que conocían el terreno mejor que nadie. Los muelles del Danubio, debajo de la colina del Castillo, estaban defendidos por los supervivientes de la 1.ª División Acorazada húngara, que no esperaban que los soviéticos atacaran sobre la fina capa de hielo agujereada aquí y allá por los impactos de las bombas. Pero las heladas más intensas que se produjeron a los pocos días hicieron que se pudiera pasar por ella, o al menos eso hicieron los pequeños grupos de desertores húngaros que huían de Buda al otro lado del río para rendirse a los soviéticos instalados en Pest.

A finales de enero los ataques soviéticos se intensificaron, con el uso de los lanzallamas de los tanques y de los pelotones de asalto. Las bajas de los alemanes y de los húngaros aumentaron de forma espectacular, y los heridos se hacinaban en hospitales improvisados cuyas condiciones eran espantosas. Algunos eran dejados incluso en los pasillos de los puestos de mando. Un soldado joven que pasaba por uno de ellos a entregar un informe notó que una mano le agarraba el abrigo. Bajó la mirada. «Era una chica de unos dieciocho o veinte años con los cabellos rubios y una cara bonita. Susurrando me suplicó: “Coge tu pistola y pégame un tiro”. Me la quedé mirando fijamente y entonces me di cuenta horrorizado… le faltaban las dos piernas»[5].

Incluso tras el fracaso de los intentos de socorro, Hitler continuó prohibiendo que se hablara de fuga. Había que seguir defendiendo Budapest hasta el final. El Grupo de Ejércitos Sur, como Manstein tras el fracaso de la operación de socorro sobre Stalingrado, sabía que Budapest estaba perdida. Hasta el 5 de febrero, los planeadores alemanes pilotados por voluntarios adolescentes del NSFK (Nationalsozialistische Fliegerkorps, «Cuerpo de Aviadores Nacionalsocialistas»), estuvieron aterrizando en el parque Vérmezo, para suministrar municiones, combustible y unos cuantos víveres. Pero con eso no bastaba. Los tanques soviéticos no tardarían en aplastar bajo sus orugas los cañones de artillería que casi se habían quedado sin municiones. Contando todos los refugiados, había unas trescientas mil personas hacinadas en el último bastión de la colina del Castillo. Ya se habían comido todos los animales de las unidades de caballería y el hambre hacía estragos en todo el mundo. Lo mismo ocurría con los piojos. Y por si fuera poco, el primer brote de tifus provocó una profunda alarma. El 2 de febrero, tras la intervención del nuncio papal rogando que se pusiera fin a tanto sufrimiento, el Obergruppenführer Pfeffer-Wildenbruch llamó al cuartel general del Führer pidiendo permiso para abandonar la plaza. Volvieron a denegárselo, y dos días más tarde se lo denegaron de nuevo.

Las tropas soviéticas, guiadas por desertores húngaros y miembros de la resistencia, emprendieron el desalojo de algunas de las guarniciones asediadas y la colina del Castillo. El 11 de febrero, empezaron a verse banderas blancas. En algunos lugares las tropas húngaras desarmaron a los alemanes que querían seguir luchando. Al atardecer pareció que la resistencia había cesado por completo. Pero Pfeffer-Wildenbruch había decidido fugarse desafiando las órdenes de Hitler. Con los restos de la 13.ª División Panzer y de la 8.ª División de Caballería de la SS Florian Geyer en la primera oleada y de la Feldherrnhalle y la 22.ª División de Caballería de la SS en la segunda, aquella misma noche intentaría evadirse hacia el noroeste con los vehículos que aún quedaban. Envió un mensaje por radio al Grupo de Ejércitos Sur pidiendo un ataque en dirección a sus posiciones. Pero los mandos del Ejército Rojo esperaban que se produjera una intentona de ese estilo y habían conjeturado la ruta que seguramente iba a seguir. La acción se convirtió en una terrible matanza de militares y civiles. En medio del caos reinante varios millares de individuos lograron escapar a las colinas situadas al norte de la ciudad, pero la mayoría fueron capturados. Las tropas soviéticas solían pegar un tiro a los alemanes y perdonaban la vida a los húngaros. Unos veintiocho mil soldados participaron en la evasión de Buda. Sólo setecientos de ellos lograron llegar a las líneas alemanas.

El 12 de febrero se apoderó de la ciudad un silencio mortal, interrumpido de vez en cuando por algún que otro disparo o algún tiroteo aislado. El escritor Sándor Márai salió a dar una vuelta por Buda y quedó sobrecogido por lo que vio. «Algunas calles había que adivinarlas», escribió en su diario. «Este era el edificio de la esquina donde estaba el Flórián Café, esta es la calle en la que viví una vez (ni rastro del edificio), este montón de escombros en la esquina de la calle Statisztika y el bulevar Margit era hace unos pocos días un bloque de cinco plantas con muchas viviendas y un café»[6].

Después de la batalla, los soldados del Ejército Rojo mataron de un tiro a los soldados alemanes heridos —a algunos los sacaron a rastras para que los aplastaran los tanques—, así como a todos los miembros de la SS y a los Hiwis que integraban las tropas auxiliares, catalogados erróneamente como vlasovitsi. A todo aquel que llevara uniforme alemán y no respondiera en esta lengua, lo más probable era que también le pegaran un tiro. Casi todos los hombres, incluso los comunistas que habían luchado con la resistencia contra la Cruz Flechada, fueron capturados para realizar trabajos forzados. Al príncipe Pál Esterházy le impusieron la labor de enterrar los caballos muertos que hubiera en Pest.

El NKVD y el SMERSh desplegaron toda la paranoia estalinista, sospechando de todo el que tuviera contactos con el extranjero y tratándolo como si fuera un espía, incluso de los sionistas. Raoul Wallenberg fue detenido el 19 de enero junto con el especialista en patología forense Ferenc Orsós, que había sido uno de los observadores internacionales llevados a Polonia por los alemanes cuando desenterraron los cadáveres de los oficiales polacos en el bosque de Katyń. Se supone que Wallenberg había visto también el informe de Katyń y que se sospechaba de él que mantenía estrechos contactos con los servicios de inteligencia ingleses, americanos y de otros países[7]. Fue detenido por el SMERSh y ejecutado en julio de 1947[8].

El pillaje alcanzó unas dimensiones épicas, a título individual y estatal. Fueron incautadas colecciones de arte, entre ellas las más prestigiosas, propiedad de judíos. Fueron saqueadas incluso las embajadas de países neutrales, cuyas cajas fuertes fueron voladas. Muchos civiles eran parados en plena calle a punta de pistola y tenían que soportar que les robaran el reloj, la cartera o la documentación. Los pocos judíos que habían sobrevivido fueron atracados, lo mismo que los gentiles. Algunos soldados se paseaban con su botín en cochecitos de niño.

Aunque las tropas soviéticas se mostraron más generosas con los soldados húngaros que con los alemanes, no tuvieron piedad alguna de las mujeres cuando Malinovsky les dio permiso para recorrer la capital y celebrar la victoria. «En muchos lugares violan a las mujeres», escribió en su diario un chico de quince años. «Las mujeres se esconden en todas partes»[9]. Las enfermeras de los hospitales improvisados eran violadas y luego apuñaladas. Las primeras víctimas fueron las estudiantes de la universidad. Según algunos relatos, las chicas más atractivas eran retenidas incluso durante dos semanas y obligadas a trabajar de prostitutas. El obispo József Grösz oyó decir que «el setenta por ciento de las mujeres, desde niñas de doce años hasta embarazadas de nueve meses, [fueron] violadas». Otros informes más fiables sitúan esa proporción en un diez por ciento[10].

Los comunistas húngaros hicieron un llamamiento al Ejército Rojo describiendo el «odio desenfrenado, loco», que habían sufrido incluso sus propias camaradas. «Muchas madres fueron violadas por soldados borrachos delante de sus propios hijos y maridos. Padres y madres veían cómo se llevaban a rastras a sus hijas, incluso niñas de doce años, para ser violadas por diez o quince soldados y a menudo contagiadas de enfermedades venéreas… Varios camaradas perdieron la vida intentando proteger a sus esposas y a sus hijas»[11]. El propio Mátyás Rákosi, secretario general del partido comunista húngaro, apeló a las autoridades soviéticas, aunque sin éxito. Pero no todos los soldados del Ejército Rojo eran violadores. Algunos trataron a las familias y especialmente a los niños con mucha amabilidad.

Casi todas las ciudades sufrieron esos mismos desmanes, aunque no en la misma medida que Budapest. En el IX Ejército de la Guardia, los soldados se quejaron de que su línea de avance no ofrecía «ni mujeres ni botín», anotó un oficial de morteros, que decía de sus hombres que eran «unos tíos increíblemente valientes, pero también unos golfos de tomo y lomo». «No tardó en encontrarse una solución», escribió. «Se mandaba por turnos a una cuarta parte de los soldados a Mor, donde se adueñaban de las casas y de las mujeres de la localidad que no habían logrado escapar ni esconderse. Se les concedía una hora. Y a continuación venía el grupo siguiente. Usaban a las mujeres desde los catorce hasta los cincuenta años. Llevaban a cabo un auténtico pogromo en cada casa, tirándolo todo al suelo, rompiéndolo y aplastándolo todo, buscando dinero o relojes de pulsera. Si por casualidad encontraban vino, se lo bebían. En Mor había muchas bodegas, pero cuando entramos en la ciudad estaban todas vacías: las barricas habían sido reventadas y el vino derramado por el suelo. Fue allí donde nos encontramos a dos soldados que se habían ahogado en vino»[12].

La juerga se dio también en ambientes más enrarecidos. El mariscal Alexander, que se había trasladado en avión a Belgrado para mantener conversaciones con Tito, viajó luego a Budapest para entrevistarse con el mariscal Tolbukhin, al mando del Tercer Frente Ucraniano. El robusto y anciano Tolbukhin lo agasajó con un generoso banquete, y se encargó incluso de que una enfermera del Ejército Rojo durmiera en su habitación. Según Alexander, sin embargo, «no pensé que fuera el caso y la mujer pasó la noche fuera de mi dormitorio». Poco antes de la cena, cuando Alexander y Tolbukhin estaban solos, el viejo mariscal se quedó mirando las condecoraciones de su colega inglés. Entre ellas localizó la cruz de la orden zarista de Santa Ana, con sus espadas cruzadas, que Alexander había recibido cuando prestó servicio como oficial de enlace en el frente oriental durante la Primera Guerra Mundial. «Esta la tengo yo también», dijo Tolbukhin lanzando un suspiro mientras la acariciaba, «pero no se me permite llevarla»[13].

Tolbukhin estaba notablemente relajado, teniendo en cuenta que el VI Ejército Panzer SS acababa de llegar a Hungría, trasladado hasta este país desde las Ardenas. No había llegado a tiempo de ayudar a los defensores de Budapest, pero Hitler le ordenó entrar en acción el 13 de febrero de 1945, en la Operación Frühlingserwachen o «Despertar de la Primavera». Nunca había tenido la intención de salvar a la guarnición, sino solo de reforzarla y defender las instalaciones petrolíferas de las inmediaciones del lago Balaton. El contraataque fue un fracaso. Cuando Hitler se enteró de que las divisiones de la Waffen-SS se habían retirado sin que nadie se lo ordenara, se irritó tanto que mandó a Himmler que fuera él mismo a Hungría a quitarles el brazalete que ostentaba el título de todas esas unidades, incluida la división Leibstandarte Adolf Hitler. Fue un castigo muy humillante. «Esta misión suya en Hungría», observó Guderian con un extraño sentimiento de alegría del mal ajeno, «no le hizo ganar el aprecio de los hombres de su Waffen-SS»[14].

Himmler había sido uno de los integrantes del entorno del Führer que habían desoído los avisos de Guderian en el sentido de que los rusos iban a lanzar una gran ofensiva en Polonia, considerándolos «una enorme argucia». La predicción del jefe del estado mayor se verificó la segunda semana del mes de enero. Stalin fingió ante los Aliados que había adelantado la fecha para ayudar a los americanos a salir de los problemas con los que se habían encontrado en las Ardenas, pero no era verdad. Los combates habían dado un giro decisivo a favor de los Aliados aproximadamente por Navidad. Stalin tenía unos motivos mucho más prácticos. El Ejército Rojo necesitaba que el terreno helado estuviera duro, de modo que pudieran pasar sus formaciones de tanques, y los meteorólogos soviéticos habían avisado a la Stavka de que iba a haber «abundantes lluvias y nieve húmeda» a finales de enero[15]. Stalin tenía además otro motivo más siniestro para adelantar la fecha. Quería quedarse con el control absoluto de Polonia antes de que los Aliados se reunieran en Yalta a comienzos de febrero, apenas tres semanas después.

A lo largo del Vístula, dispuestos a descargar el golpe, se encontraban el Primer Frente Bielorruso, ahora al mando del mariscal Zhukov, y el Primer Frente Ucraniano, al mando del mariscal Konev. Rokossovsky se había irritado mucho cuando fue sustituido por Zhukov, pero Stalin no quería que Rokossovsky, que era polaco, tuviera la gloria de tomar Berlín. Le encomendó, por el contrario, el mando del Segundo Frente Bielorruso, con el cual debía atacar Prusia oriental desde el sur, mientras que el Tercer Frente Bielorruso del general Chernyakhovsky debía invadir la región desde el flanco este.

El 12 de enero, la numerosísima artillería de Konev, con trescientos cañones por kilómetro, inició un bombardeo aplastante. Su III y IV Ejército de Tanques de la Guardia, con T-34 y blindados pesados Stalin, abandonaron la cabeza de puente de Sandomierz y avanzaron hacia el oeste en dirección al Oder, primero hacia Cracovia y luego hacia Breslau, a orillas del Oder. Stalin había dejado bien claro a Konev que quería conquistar Silesia sin que ni su industria ni sus minas sufrieran una destrucción demasiado grave. El 13 de enero Chernyakhovsky lanzó su ataque sobre Prusia oriental. Rokossovsky hizo lo mismo al día siguiente, avanzando desde las cabezas de puente situadas al norte del río Narew. El ataque de Zhukov empezó también el 14 de enero.

Una vez sobrepasada la línea del frente de los alemanes, la principal barrera que tenían delante las fuerzas de Zhukov era el río Pilica. Todos los altos mandos sabían que la rapidez era fundamental para no dar a los alemanes posibilidad de recuperarse. Un coronel al mando de una brigada de tanques de la guardia se negó a seguir esperando a que apareciera el equipamiento necesario para tender puentes. Sospechaba que en aquel lugar el río no era muy profundo y ordenó sencillamente a sus tanques que rompieran el hielo a cañonazos y cruzaran el lecho del río, experiencia verdaderamente terrorífica para los conductores. A la derecha de Zhukov, el XLVII Ejército rodeó las ruinas de Varsovia mientras que el I Ejército polaco entraba en los suburbios de la capital.

Hitler se puso fuera de sí cuando se enteró de que la débil guarnición alemana se había rendido. Vio en aquel acto una prueba más de traición dentro del estado mayor, y tres oficiales fueron conducidos al cuartel general de la Gestapo. Incluso Guderian fue sometido al interrogatorio de Kaltenbrunner. Hitler abandonó el cuartel general del Führer en Ziegenberg y regresó a Berlín para ponerse al frente de sus ejércitos, con los resultados desastrosos que eran de prever. No permitiría nunca a ningún general que se retirara, y la rapidez del avance de los soviéticos y el colapso de las comunicaciones alemanas hicieron que cualquier información en la que pudiera basar sus decisiones dejara de ser precisa. Cuando sus órdenes llegaban al frente, llevaban por término medio un retraso de veinticuatro horas.

Hitler intervenía además cuando quería, sin informar a Guderian. El Führer decidió trasladar al Cuerpo Grossdeutschland desde Prusia oriental para reforzar el frente del Vístula, pero el tiempo que se necesitó para desplegarlo supuso que esta poderosa formación permaneciera fuera de combate durante varios días de vital importancia. Para mayor frustración de Guderian, Hitler seguía negándose a dejar salir a las divisiones atrapadas en la península de Curlandia para reforzar el Reich. Lo mismo sucedía con las tropas del contingente innecesariamente numeroso acantonado en Noruega. Lo peor de todo, desde el punto de vista de Guderian, fue la decisión de Hitler de trasladar al frente de Hungría al VI Ejército Panzer de la SS.

Chernyakhovsky descubrió que las defensas alemanas de la línea Insterburg en Prusia oriental eran mucho más fuertes de lo esperado. De ese modo, en una jugada muy astuta, retiró al XI Ejército de la Guardia, lo hizo girar por detrás de los otros tres ejércitos, y lo envió al flanco norte que no estaba tan bien defendido. Combinado con un ataque del XLIII Ejército al otro lado del río Niemen, cerca de Tilsit, este avance sembró el pánico en la retaguardia alemana.

Los ejércitos de Rokossovsky procedentes del sur se dirigieron a la desembocadura del Vístula para dejar incomunicada por completo toda Prusia oriental. El 20 de enero, la Stavka ordenó de repente a Rokossovsky que atacara también por el noroeste y ayudara a Chernyakhovsky. Menos de dos días después su III Cuerpo de Caballería de la Guardia, por el flanco derecho, entró en la ciudad de Allenstein y al día siguiente las tropas blindadas que iban en cabeza del V Ejército de Tanques de la Guardia del coronel general Vasily Volsky rebasó Elbing y llegó a la costa del Frisches Haff, la gran laguna helada separada del Báltico por una lengua de arena. Prusia oriental había quedado incomunicada casi por completo. Al oeste del estuario del Vístula se encontraba el campo de concentración de Stutthof. Los guardianes del campo, aterrorizados por la cercanía del Ejército Rojo, mataron a tres mil mujeres judías fusilándolas u obligándolas a caminar sobre la fina capa de hielo para que se hundieran en el agua helada.

Erich Koch, el Gauleiter de Prusia oriental, siguió negándose a autorizar la evacuación de los civiles. La gente oyó en la distancia el fragor de la artillería cuando dio comienzo la ofensiva soviética, pero los jerarcas locales del partido nazi denegaron las peticiones de permiso para marcharse. En la mayoría de los casos, todos esos jerarcas se esfumaron, abandonando a su suerte a la población civil. Los soldados alemanes en retirada avisaban a los habitantes de las granjas y las aldeas, exhortándolos a marchar tan deprisa como pudieran. Algunas personas, especialmente las de más edad, incapaces de soportar la idea de abandonar sus hogares, decidieron quedarse. Como casi todos los varones habían sido obligados a alistarse en el Volkssturm, las mujeres tenían que enganchar las carretas, en el mejor de los casos con la ayuda de algún prisionero de guerra francés obligado a trabajar para ellas, y cargarlas con mantas y comida para ellas y para sus hijos. Las «expediciones», como eran llamados estos desplazamientos, empezaron a cruzar los campos cubiertos de nieve a unas temperaturas terribles de hasta veinte grados bajo cero.

Los refugiados de la capital, Königsberg, pensaban que se habían salvado escapando por tren, pero cuando llegaron a Allenstein fueron obligados a salir de los vagones por los soldados del III Ejército de Caballería de la Guardia, encantados de encontrar aquella rica fuente de botín y de mujeres. La mayoría de los que intentaron huir por carretera fueron alcanzados por las tropas soviéticas. Algunos simplemente fueron aplastados en sus carretas por las orugas de los tanques rusos. Otros corrieron una suerte aún peor.

Leonid Rabichev, un teniente radiotelegrafista del XXXI Ejército, describe algunas escenas que se produjeron más allá de Goldap. «Todas las carreteras estaban llenas de ancianos, mujeres y niños, grandes familias avanzando lentamente hacia el oeste en carros, en automóviles o a pie. Nuestras tropas de tanques, de infantería, de artillería, y de transmisiones los alcanzaron y despejaron el camino para poder pasar echando a la cuneta o a uno y otro lado del camino sus caballos, carretas y en general todas sus pertenencias. Luego miles de ellos obligaron a los ancianos y a los niños a echarse a un lado. Olvidando su honor y lo que era su deber y olvidándose también de las unidades alemanas en retirada, se abalanzaron sobre las mujeres y las niñas».

«Las mujeres, las madres y sus hijas están tumbadas a derecha e izquierda de la carretera, y delante de ellas hay una pandilla de hombres riendo con los pantalones bajados. A las que ya están cubiertas de sangre y han perdido el conocimiento se las llevan a rastras a un lado. A los niños que han intentado ayudarlas les han pegado un tiro. Se oyen risas, bramidos y burlas, gritos y gemidos. Y los mandos de los soldados —comandantes y tenientes coroneles— están ahí, de pie en medio de la carretera. Algunos ríen, pero otros dirigen las operaciones de modo que todos sus soldados sin excepción puedan tomar parte en ellas. No es un rito de iniciación, y no tiene nada que ver con la venganza contra los malditos ocupantes, es simplemente una diabólica manifestación de sexo en grupo. Pone de manifiesto una absoluta falta de control y la lógica brutal de una multitud enloquecida. Yo estaba aturdido en la cabina de nuestro camión de tonelada y media de capacidad, mientras que mi chófer, Demidov, estaba en una de las colas. Pensé en la Cartago de Flaubert. El coronel, que se había limitado a dirigir las operaciones, no pudo resistir la tentación y se puso en una de las colas, mientras que el comandante mataba a tiros a los testigos, niños y ancianos que estaban histéricos».

Por fin dijeron a los soldados que acabaran de una vez y volvieran rápidamente a sus vehículos, pues otra unidad había quedado bloqueada detrás de ellos. Luego, cuando alcanzaron otra columna de refugiados, Rabichev vio cómo se repetían escenas similares. «Hasta donde alcanza la vista hay cadáveres de mujeres, ancianos y niños, entre montones de ropa y de carretas volcadas… Está oscureciendo. Nos ordenan encontrar un lugar en el que pasar la noche en alguna de las localidades alemanas situadas fuera de la carretera. Me llevo a mi pelotón a una aldea a dos kilómetros de la carretera. En todas las habitaciones hay cadáveres de niños, ancianos y mujeres que han sido violadas y tiroteadas. Estamos tan cansados que no prestamos atención a nada. Estamos tan cansados que nos tumbamos en medio de los cadáveres y nos dormimos»[16].

«Los soldados rusos violaban a todas las mujeres alemanas entre los ocho y los ochenta años», observaba la corresponsal de guerra soviética Natalya Gesse, íntima amiga de Sakharov. «Era un ejército de violadores. No solo porque estaban locos de lujuria, sino porque aquello era también una especie de venganza»[17].

Atribuir esta conducta despiadada simplemente a la lujuria o a la sed de venganza constituye una generalización excesiva. Para empezar, hubo muchos oficiales y soldados que no tomaron parte en las violaciones y que se sintieron horrorizados ante las acciones de sus camaradas. Algunos comunistas fervientes se quedaron pasmados al ver aquel desorden, y el carácter controlado de la sociedad soviética hacía que costara trabajo imaginar tanta indisciplina. Pero la dureza extrema de la vida en el frente había creado una comunidad diferente y muchos hombres se habían vuelto sorprendentemente descarados en su odio a las granjas colectivas y a la opresión que había venido dominando sus vidas. Los soldados estaban amargados por el sacrificio absurdo que suponían tantos ataques inútiles, así como por el trato degradante que tenían que soportar. Los hombres eran obligados a salir a tierra de nadie para desnudar a los camaradas muertos, recoger sus uniformes e incluso su ropa interior para vestir a los nuevos reclutas. De ese modo, aunque existía un fuerte deseo de venganza de los alemanes que habían violado a la patria y habían matado a sus familias, había también un poderoso elemento del mismo efecto dominó de la teoría de la opresión que había condicionado a los soldados japoneses. La tentación de aliviar las humillaciones y los sufrimientos que habían tenido que soportar en el pasado era irresistible, y se materializaba en la vulnerabilidad de las mujeres de los enemigos.

Con Stalin, las ideas del amor y la sexualidad habían sido reprimidas de forma despiadada en un entorno político que pretendía «desindividualizar al individuo». La educación sexual había sido prohibida. El intento por parte del estado soviético de suprimir la libido de su pueblo había creado lo que un escritor ruso denominaba una especie de «erotismo cuartelero», mucho más violento y primitivo que «la pornografía extranjera más sórdida»[18]. Y este hecho, unido al efecto manifiestamente deshumanizador de las matanzas sufridas en el frente oriental y de la propaganda de venganza indiscriminada fomentada en los artículos y arengas de los comisarios políticos, produjo un potencial explosivo cuando las fuerzas soviéticas invadieron Prusia oriental.

Nadie estaba más deshumanizado que los shtrafniks, los muertos vivientes de los batallones de castigo. Muchos eran criminales reincidentes venidos del Gulag. (Por orden de Beria, a los condenados por delitos políticos no se les permitiría nunca combatir). Hasta en sus oficiales haría mella la absoluta crueldad de sus vidas. «Un delincuente es siempre un delincuente, lo mismo por delante que por detrás», escribía un oficial médico de una compañía shtraf. «Por delante, en el papel de un shtrafnik se manifiesta siempre su naturaleza criminal. Así que nuestra compañía se lo pasaba bien. Una joven alemana vino corriendo hasta mí en Halsberg y me dijo gritando en alemán: “¡He sido violada por catorce hombres!”. Yo seguí caminando mientras pensaba: “Es una lástima que hayan sido catorce y no veintiocho. Es una lástima que no te hayan pegado un tiro, perra alemana”… Los oficiales de la compañía shtraf cerramos los ojos ante todas las cosas, no tenemos compasión de los alemanes y dejamos que los shtrafniks hagan a los civiles lo que quieran»[19].

El pillaje se mezclaba con la destrucción sin sentido. Los soldados quemaban las casas y luego se daban cuenta de que no tenían dónde refugiarse del frío. Rabichev describe el saqueo de Goldap. «Todo el contenido de las tiendas fue arrojado a las aceras a través de los escaparates rotos. Miles de pares de zapatos, platos y aparatos de radio, y toda clase de artículos del hogar y farmacéuticos o alimenticios mezclados de cualquier manera. Por las ventanas de las casas lanzaban a la calle prendas de vestir, cojines, edredones, cuadros, gramófonos e instrumentos musicales. La calzada quedó bloqueada por este tipo de cosas. Justo en ese momento abrieron fuego la artillería y los morteros alemanes. Varias divisiones alemanas de reserva echaron de la ciudad a nuestras tropas desmoralizadas en un santiamén. Pero el cuartel general del Frente había comunicado que ya había sido conquistada la primera ciudad alemana. No había otra opción. Era preciso reconquistar la ciudad otra vez»[20].

Aleksandr Solzhenitsyn, por entonces un joven oficial de artillería destinado en Prusia oriental, describe varias escenas de saqueo calificándolo de «mercado tumultuoso», con soldados probándose las bragas de talla descomunal de las mujeres prusianas[21]. «Los alemanes lo abandonaban todo», escribía un soldado del Ejército Rojo a propósito del saqueo de Gumbinnen. «Y nuestra gente, como si fuera una inmensa horda de hunos, invadía las casas. Todo está ardiendo, las plumas de las almohadas y los edredones vuelan a mi alrededor. Todo el mundo, empezando por el soldado raso y acabando por el coronel, se lleva algún botín. Pisos bellamente amueblados, casas lujosas, todo acababa destrozado en unas cuantas horas y convertido en simples basureros en los que pueden verse cortinas hechas jirones cubiertas de mermelada que sale de los frascos rotos… Esta ciudad ha sido crucificada». Tres días después decía en otra carta: «Los soldados se han convertido en animales voraces. En los campos yacen cientos de reses matadas a tiros, en los caminos se ven cerdos y pollos con las cabezas cortadas. Las casas han sido saqueadas e incendiadas. Lo que no se pueden llevar, lo rompen y lo destruyen. Los alemanes hacen bien en huir de nosotros como de la peste»[22].

En el pabellón de caza de Rominten, que había pertenecido a la familia real de Prusia y del que luego se había incautado Göring, la infantería soviética destrozó todos los espejos. Sobre un desnudo de Afrodita pintado por Rubens un soldado había garabateado con pintura negra kkuy, que en ruso significa «joder».

Fundamentalmente toda esa furia incoherente venía del hecho de encontrarse, incluso en las casas de los granjeros, con un nivel de vida inimaginable en la Unión Soviética. A casi todo el mundo le asaltaba la misma triste idea: ¿Por qué nos han invadido y saqueado nuestro país si son mucho más ricos que nosotros? La censura, alarmada por las cartas enviadas por los soldados a sus familias describiendo lo que se habían encontrado, se las pasaba al NKVD. Las autoridades soviéticas se pusieron muy nerviosas al ver cómo se propagaba la idea de que toda la propaganda acerca del «paraíso de los trabajadores» del que gozaban, en contraposición con las terribles condiciones reinantes en los países capitalistas, era mentira. Eran perfectamente conscientes del modo en que la revolución decembrista de 1825 había venido determinada por los mejores niveles de vida que los ejércitos rusos habían visto en Europa occidental en 1814.

El Primer Frente Bielorruso de Zhukov continuó sin parar con su tarea, avanzando de día y de noche. Los conductores de los tanques a menudo se quedaban dormidos al volante de puro agotamiento, pero lo emocionante de su tarea los hacía seguir adelante. Las tropas alemanas en retirada eran ametralladas y si daban alcance a algún coche oficial con algún militar de alta graduación en su interior lo aplastaban sin más bajo sus orugas.

El 18 de enero, el VIII Ejército de la Guardia del general Chuikov atacó Łódź cinco días antes de lo previsto. Los miembros del Ejército del Interior salieron a ayudarlos en el combate. A Chuikov no le gustó tener que llevarse a parte de su ejército de Stalingrado a atacar la ciudad fortaleza de Poznari. Sus habilidades para la lucha calle por calle valían de poco allí. Hizo falta un mes de bombardeos con artillería pesada y de asaltos con cargas Satchel y lanzallamas para que los supervivientes se rindieran.

En el flanco sur de la línea de avance desde el Vístula, las tropas de Konev entraron en Cracovia. Afortunadamente la ciudad antigua fue abandonada sin lucha. El 27 de enero por la tarde, al salir de un bosque aislado por la nieve, una patrulla de reconocimiento de la 107.ª División de Fusileros descubrió el símbolo más terrible de la historia moderna.

Apenas una semana antes, cincuenta y ocho mil internos considerados capaces de caminar fueron obligados a salir de Auschwitz y marchar hacia el oeste ante el avance del Ejército Rojo. Los que sobrevivieran de aquella marcha de la muerte, experiencia probablemente peor que todos los horrores que habían sufrido hasta entonces, serían descargados en otros campos de concentración, en los que los estragos de la miseria, el hambre y las enfermedades aumentaron de forma espectacular durante los últimos tres meses de la guerra. El Dr. Mengele recogió todas las notas de sus experimentos y se fue a Berlín. Los ejecutivos de IG Farben destruyeron sus archivos de Auschwitz III. Las cámaras de gas y los hornos crematorios de Birkenau fueron volados. Se dio la orden de liquidar a todos los prisioneros demasiado enfermos para ser trasladados, pero por alguna razón los hombres de la SS mataron solo a un par de centenares de los ocho mil que habían quedado. Se concentraron más en intentar acabar con las pruebas, pero habían quedado demasiadas, incluidos trescientos sesenta y ocho mil ochocientos veinte trajes de hombre, ochocientos treinta y seis mil doscientos cincuenta y cinco abrigos y vestidos de mujer, por no hablar de las siete toneladas de cabello humano[23].

El LX Ejército ordenó a todo su personal médico trasladarse inmediatamente a Auschwitz para ocuparse de los supervivientes, y los oficiales soviéticos empezaron a interrogar a algunos internos. Adam Kuriłowicz, antiguo presidente del sindicato de ferroviarios polacos, que había sido enviado al campo de concentración en junio de 1941, contó cómo los primeros ensayos con la cámara de gas se habían llevado a cabo con ochenta soldados del Ejército Rojo y seiscientos prisioneros polacos. Un profesor húngaro les habló de los «experimentos médicos». Toda la información fue remitida a G. F. Aleksandrov, el director de propaganda del Ejército Rojo, pero aparte de un pequeño artículo en un periódico de esta organización, no se dijo nada al resto del mundo hasta el mismísimo fin de la guerra. Probablemente se debiera a que la línea oficial del partido insistía en que los judíos no representaban ninguna categoría especial. Sólo había que poner de relieve el sufrimiento del pueblo soviético[24].

Aumentaron las «expediciones» procedentes de Silesia y de Prusia oriental, y pronto empezarían también en Pomerania. Los funcionarios nazis calculaban que el 29 de enero «alrededor de cuatro millones de personas de las zonas evacuadas» se dirigían al centro del Reich. Parece que esta cifra es demasiado pequeña, pues de la noche a la mañana subió a los siete millones y el 19 de febrero eran ya ocho millones trescientas cincuenta mil. Los desmanes del Ejército Rojo dieron lugar al movimiento de población más concentrado de la historia. A Stalin le iba de perlas la limpieza étnica, pues encajaba con sus planes de desplazar la frontera polaca hacia el oeste, a la altura del Oder[25].

Varios cientos de miles de civiles seguían atrapados en Königsberg y en la península de Samland, así como en el interior de la bolsa en la que había quedado encerrado el IV Ejército en Heiligenbeil, a orillas del Frisches Haff. La Kriegsmarine hizo denodados esfuerzos por rescatar al mayor número posible de ellos en el pequeño puerto de Pillau, y también empezaron a llevarse a cabo evacuaciones desde los puertos de Pomerania oriental. Los submarinos soviéticos, sin embargo, torpedearon muchos barcos grandes, incluido el transatlántico Wilhelm Gustloff, que se hundió la noche del 30 de enero. Nadie sabe cuántas personas iban a bordo, pero se calcula que el número de muertos estaría entre los cinco mil trescientos y los siete mil cuatrocientos.

A pesar de los riesgos del mar, muchas mujeres agotadas y hambrientas cargadas con niños en brazos seguían esperando la llegada de los barcos, a menudo en vano. En Königsberg las raciones eran tan escasas —menos de ciento ochenta gramos de pan al día—, que muchos salían andando por la nieve para ponerse a merced del Ejército Rojo, aunque este no tuviera piedad de ellos. En la ciudad, la ejecución de los desertores se convirtió en un auténtico frenesí. Los cadáveres de ochenta soldados alemanes fueron expuestos en la estación del norte con un cartel que rezaba: «Eran unos cobardes, pero murieron de todas maneras»[26].

La rapidez del avance hacia el Oder hizo que fueran rebasados miles de soldados alemanes, que trataban de abrirse paso hacia el oeste solos o en grupo. Las divisiones de fusileros del NKVD, encargadas de la seguridad en la retaguardia, se vieron de pronto enzarzadas en auténticas batallas campales. Cuando las tropas de Konev avanzaron sobre Breslau, dio comienzo una auténtica fuga de civiles aterrorizados, muchos de los cuales asaltaban en masa los trenes, mientras que otros huían a pie caminando penosamente sobre la nieve espesa. Muchos, si no todos los que emprendieron el camino a pie, murieron de frío. Algunos consiguieron salvarse aferrándose al cadáver helado de un niño o una criatura de pañales. El sitio de Breslau, que duró hasta el final de la guerra, fue organizado por el fanático Gauleiter Karl Hanke, que gobernó mediante el terror, ejecutando soldados y obligando a los civiles, niños incluidos, a despejar una pista de aterrizaje bajo el fuego de la artillería soviética.

Los ejércitos de Zhukov habían arrasado el Warthegau, la zona occidental de Polonia incorporada al Reich. Los alemanes en fuga eran atracados por los polacos, decididos a vengar las calamidades sufridas en 1939 y 1940. El rápido avance del I y del II Ejército de Tanques de la Guardia hacia el Oder contó en su flanco derecho con la protección de otros cuatro ejércitos diseminados por el sur de Pomerania. Su mayor problema no era la resistencia alemana, sino las dificultades de los servicios de aprovisionamiento, que a duras penas podían seguir su ritmo debido al mal estado de los caminos en invierno y a la falta de una línea férrea que funcionara. De no ser por los camiones americanos suministrados a través del Programa de Préstamo y Arriendo, el Ejército Rojo no habría llegado nunca a Berlín antes que los americanos.

«Nuestros tanques lo han planchado y machacado todo», decía un soldado en una carta. «Sus orugas aplastaban carretas, automóviles, caballos y cualquier otra cosa que encontraran por los caminos. El slogan: “¡Adelante! ¡Hacia el oeste!”, ha sido reemplazado por este otro: “¡Adelante! ¡Hacia Berlín!”»[27]. Por el camino fue saqueada la ciudad de Schwerin. «Todo está ardiendo», escribió Vasily Grossman en su cuaderno de notas. «Una anciana salta por la ventana de un edificio en llamas». Los incendios iluminaban la escena mientras los soldados se entregaban al pillaje. El corresponsal soviético se fijó también en «el horror en los ojos de las mujeres y las niñas. A las alemanas les están pasando cosas terribles… Las chicas soviéticas que han sido liberadas de los campos también sufren mucho»[28].

Un informe muy detallado del Primer Frente Ucraniano revelaría posteriormente que las mujeres jóvenes y las niñas sacadas de la Unión Soviética para trabajar como mano de obra esclava habían sido víctimas también de violaciones en grupo. Después de desear tanto la liberación, quedaban destrozadas al ver los abusos de que eran objeto a manos de unos hombres a los que habían considerado camaradas y hermanos suyos. «Todo esto», concluía el general Tsygankov, «ofrece un terreno abonado para el desarrollo de comportamientos negativos y poco saludables entre los ciudadanos soviéticos liberados; provoca el descontento y la desconfianza antes de su regreso a la madre patria». Pero sus recomendaciones no hablaban de reforzar la disciplina del Ejército Rojo. Aconsejaba, por el contrario, que la sección política y el Komsomol se concentraran en «mejorar la labor política y cultural con los ciudadanos soviéticos repatriados» para impedir que volvieran a casa con ideas negativas acerca del Ejército Rojo[29].

Hubo también algunos pocos momentos de pura alegría. Vasily Churkin, que había progresado mucho desde Leningrado y aquellos días terribles sobre el hielo del lago Ladoga, estaba ahora con el Primer Frente Bielorruso de Zhukov. «Hemos llegado muy cerca de Berlín», escribió en su diario a finales de enero, «solo nos quedan ciento treinta y cinco kilómetros. La resistencia alemana es débil. En los cielos solo se ve nuestra aviación. Pasamos por un campo de concentración. Los barracones en los que estaban encerradas nuestras mujeres están vallados con varias filas de alambre de espino. Una multitud enorme de prisioneras sale en libertad por la gran puerta de entrada. Vienen corriendo hacia nosotros, gritando y llorando. No podían creerse que estuviera sucediéndoles una cosa así, no habían sabido nada hasta el último minuto. El espectáculo era impresionante. Pero lo que más me emocionó fue un soldado que encontró allí a su hermana. Cómo la chica echó a correr hacia él cuando lo reconoció. Cómo se abrazaban y lloraban delante de todo el mundo. Era como un cuento de hadas»[30].

El 30 de enero, duodécimo aniversario del régimen nazi, fue también el día en el que la radio transmitió el último mensaje de Hitler al pueblo alemán. El pánico se apoderó de Berlín. Las puntas de lanza blindadas de Zhukov estaban muy cerca del río Oder, apenas a sesenta kilómetros de la capital. Aquella noche, la 89.ª División de Fusileros de la Guardia se apoderó de una pequeña cabeza de puente al otro lado del río helado, al norte de Küstrin. A la mañana siguiente, a primera hora, también cruzaron el río las tropas del V Ejército de Choque y tomaron la localidad de Kienitz. Se formó una tercera cabeza de puente al sur de Küstrin. El desconcierto en Berlín era incluso mayor, pues el ministerio de propaganda había intentado fingir que los combates estaban todavía en las inmediaciones de Varsovia. Para el régimen el prestigio nazi seguía siendo más importante que todo el sufrimiento humano, incluso el de su propio pueblo. En aquel mes de enero de 1945, las pérdidas de la Wehrmacht ascendieron a cuatrocientos cincuenta y un mil setecientos cuarenta y dos hombres muertos, más o menos el equivalente al total de americanos que perdieron la vida en toda la Segunda Guerra Mundial.

Se formaron unidades improvisadas con los destacamentos locales del Volkssturm, algunos voluntarios caucasianos (que más tarde serían detenidos cuando se negaran a disparar contra sus compatriotas), las Juventudes Hitlerianas y un batallón de instrucción de adolescentes destinados a la División de Granaderos Acorazados Feldherrnhalle, atrapada en Budapest. El regimiento de guardias de la división Grossdeutschland, que había aplastado la conspiración de julio del año anterior, fue enviado en autobuses a las colinas de Seelow. Este pequeño macizo, asomado a la llanura de aluvión del Oder, constituiría la última línea de defensa antes de la batalla de Berlín.

El día 3 de febrero por la mañana, la VIII Fuerza Aérea de los Estados Unidos lanzó su incursión más violenta sobre Berlín, causando la muerte de tres mil personas. La Cancillería del Reich y la Cancillería del Partido de Bormann fueron alcanzadas de lleno, y el cuartel general de la Gestapo, sito en la Prinz-Albrecht-Strasse, y el Tribunal del Pueblo (Volksgerichthof) sufrieron graves daños. Roland Freisler, el presidente del tribunal, que había cubierto de sonoros insultos a los conspiradores de julio, murió aplastado en los sótanos del edificio.

Zhukov, mientras tanto, se enfrentaba al dilema que suele planteárseles a los generales de éxito después de un avance rápido. ¿Debía intentar el Ejército Rojo asaltar Berlín, cuando el enemigo estaba completamente confundido y carecía de defensas, o por el contrario debía consolidar su posición, permitiendo a sus hombres agotados descansar, reabastecerse y revisar sus tanques? El debate entre los generales fue muy vivo, con Chuikov, del VIII Ejército de la Guardia, defendiendo a capa y espada que debían atacar de inmediato. La cuestión fue zanjada el 6 de febrero por Stalin, que llamó por teléfono desde Yalta, en la península de Crimea. Antes de atacar Berlín debían unirse a Rokossovsky y despejar «el balcón del Báltico» de Pomerania, en su flanco norte, donde Himmler, para desesperación de Guderian y otros oficiales de alto rango, se había puesto personalmente al mando del Grupo de Ejércitos del Vístula.