LAS ARDENAS Y ATENAS
(NOVIEMBRE DE 1944-ENERO DE 1945)
En noviembre de 1944, las tropas del general de división Troy H. Middleton pertenecientes al VIII Cuerpo estaban aburridas en el frente de las Ardenas. El general Bradley oyó decir que un guardabosques se quejaba de que «los soldados, en su afán de comer cerdo a la barbacoa, se dedicaban a cazar jabalíes con metralletas Thompson desde aviones Cub en vuelo rasante». También utilizaban granadas en los ríos trucheros para romper la monotonía de las raciones K[1].
Desde la caótica retirada al Muro Occidental en el mes de septiembre, Hitler ansiaba repetir su gran triunfo de 1940. Para conseguir su objetivo de reconquistar Amberes contaba una vez más con la autocomplacencia de los Aliados, el efecto de choque y la rapidez a la hora de aprovechar las ventajas. Esta versión resumida del plan Sichelschnitt («Golpe de Hoz») de Manstein debía dejar incomunicados al I Ejército canadiense, al II Ejército británico, al IX del teniente general William H. Simpson y casi todo el I de Hodges. Hitler soñaba incluso con otro Dunkerque. Sus generales estaban espantados ante tales fantasías. Guderian deseaba reforzar el frente oriental antes de que comenzara la ofensiva de invierno soviética. Pero la estrategia de Hitler, más o menos como las esperanzas depositadas por Hiro Hito en la Ofensiva Ichigō, consistía en lograr una victoria aplastante que dejara fuera de combate al menos a un país, y luego quizá entablar negociaciones desde una posición de fuerza.
El 20 de noviembre por la tarde, Hitler montó en su Sonderzug en el apeadero camuflado bajo el dosel del bosque y abandonó la Wolfsschanze para siempre. No se encontraba bien y además tenía que someterse a una operación de garganta, lo que le proporcionaba la excusa para abandonar el frente de Prusia oriental, ahora amenazado. Había sufrido una profunda depresión, consciente, al parecer, del desastre al que se enfrentaba Alemania. Goebbels había intentado convencerle de que transmitiera un mensaje radiofónico a la nación, pues empezaban a correr rumores de que estaba gravemente enfermo o loco e incluso de que había muerto. El Führer se negó rotundamente.
Lo único que lo animaba era la perspectiva de poder vengarse, y la ofensiva de las Ardenas suscitó en él enormes expectativas. Con la ayuda del estado mayor del OKW, Hitler había preparado las órdenes hasta el último detalle. La operación, cuyo nombre clave original era «Alerta en el Rin», para dar a entender que se trataba de una maniobra defensiva, se llamaba en realidad «Niebla de Otoño». Los ejércitos atacantes debían llegar al Mosa en cuarenta y ocho horas y tomar Amberes en el plazo de catorce días. Hitler dijo a sus altos mandos que actuando de ese modo cercarían al I Ejército canadiense y de paso obligarían a Canadá a salir de la guerra, lo que a su vez persuadiría a los Estados Unidos de que debían buscar la paz.
El mariscal von Rundstedt, que estaba perfectamente dispuesto para lanzar una ofensiva limitada que le permitiera aplastar a la avanzadilla de Aquisgrán, sabía que el objetivo de Amberes era completamente irreal. Aunque siguiera haciendo un tiempo lo suficientemente malo para obligar a las fuerzas aéreas enemigas a permanecer en tierra, y aunque lograran apoderarse de los depósitos de combustible de los Aliados, los alemanes carecían sencillamente de fuerza para mantener en pie el pasillo. Era como la obsesión de Hitler con el contraataque sobre Avranches de primeros de agosto, que el Führer había obligado a lanzar al mariscal von Kluge. Un golpe espectacular e inesperado no servía de nada a menos que pudiera sostenerse. Rundstedt se sentiría después profundamente ofendido cuando se enterara de que los Aliados habían llamado a la operación «Ofensiva Rundstedt», como si el plan hubiera sido suyo.
El 3 de noviembre, cuando Jodl expuso el proyecto a los mandos implicados, todos quedaron desconcertados: el comandante en jefe del oeste, Rundstedt; el comandante en jefe del Grupo de Ejércitos B, Model; el Obergruppenführer Sepp Dietrich, al mando del VI Ejército Panzer SS; y el Generaloberst Hasso von Manteuffel, al mando del V Ejército Panzer. No obstante, cuando finalmente se celebrara la sesión informativa la víspera de la batalla seis semanas después, muchos de los oficiales y soldados jóvenes estaban convencidos o habían logrado convencerse a sí mismos, de que, junto con las V-2 lanzadas contra Inglaterra, aquella ofensiva iba a convertirse en el punto de inflexión que todos esperaban desde hacía tanto tiempo.
El 28 de noviembre, mientras continuaban los combates al norte de la frontera de Alemania primero bajo la lluvia y luego bajo la cellisca, Eisenhower visitó a Montgomery en su cuartel general de Bélgica. Casi antes de que el comandante supremo se sentara en la caravana que utilizaba como sala de mapas, Montgomery empezó a intimidarle hablando del poco éxito obtenido en las batallas que estaban librándose en ese momento. Esperando una vez más aprovechar la aparente incapacidad de Eisenhower de decirle claramente que no, Montgomery pensó que había obtenido su consentimiento para convertirse en comandante en jefe de todas las fuerzas aliadas al norte de las Ardenas. Pero Bradley, que no tenía la menor intención de permitir que parte de su grupo de ejércitos sirviera a las órdenes de Montgomery, logró que Eisenhower volviera a cambiar de opinión poco después. El 7 de diciembre, Eisenhower, Bradley y Montgomery se reunieron en Maastricht. Montgomery se enteró de que su ofensiva reforzada por el norte ya no era posible. Evidentemente Bradley tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar una sonrisa de satisfacción.
Mientras Eisenhower y los comandantes de su grupo de ejércitos volvían a discutir sobre si debían concentrar su próximo ataque al norte o al sur de las Ardenas, los servicios de inteligencia aliados se percataron de repente de que habían perdido la pista del VI Ejército Panzer. Había sido localizado cerca de Colonia y se suponía que, junto con el V Ejército Panzer de Manteuffel, se disponía a efectuar un contraataque contra el I Ejército norteamericano en cuanto cruzara el Roer. En Maastricht, Eisenhower y Bradley suscitaron la cuestión del sector de las Ardenas, cubierto solo por el VIII Ejército de Middleton, pero Bradley no mostró ninguna preocupación. Explicó que lo había dejado en situación de mayor debilidad para poder reforzar la ofensiva por el norte y por el sur. Ninguno de los generales presentes en la conferencia de Maastricht esperaba que se produjera una contraofensiva a gran escala. Los alemanes andaban desesperadamente escasos de combustible para los blindados e incluso en el caso de que pudieran romper las líneas, ¿adónde iban a ir? En los servicios de inteligencia habían corrido rumores de que tenían puestas sus miras en Amberes, pero ningún oficial de alto rango hizo caso de ellos. Montgomery planeaba regresar a Inglaterra para Navidades.
El 15 de diciembre, Hitler y su entorno se trasladaron en su tren personal al Adlerhorst (Nido del Águila), donde el cuartel general del Führer se había establecido en Ziegenberg, cerca de Bad Nauheim. El cuartel general de Rundstedt se encontraba ya en el castillo de Ziegenberg, situado en las inmediaciones. Para espanto de los generales, también vino la cancillería del partido nazi de Martin Bormann, quien se quejaba de que las instalaciones eran insuficientes para todos sus mecanógrafos[2]. Daba la impresión de que la burocracia nazi, tanto en Berlín como a nivel local, no hacía más que crecer a medida que se acercaba el desastre, sin duda para que pareciera que el partido seguía teniendo el control de los acontecimientos. Se publicaban instrucciones, directivas y regulaciones en cascada sobre todos los temas imaginables justo cuando los transportes y de paso por tanto también el sistema postal se hundían bajo el peso de los bombardeos aliados.
La ofensiva había sido retrasada más de dos semanas porque no estaban listas ni las formaciones panzer ni las de infantería. Hitler había querido reunir treinta divisiones para la operación. Al final la fuerza atacante estaría integrada por veinte y cinco permanecerían en la reserva. En el lado norte de la ofensiva principal el VI Ejército Panzer SS de Dietrich debía dirigirse a Amberes, con el XV Ejército protegiendo su flanco derecho. Por el sur, el V Ejército Panzer debía dirigirse en primer lugar a Bruselas, con el VII Ejército guardando su flanco izquierdo.
Los poquísimos oficiales americanos de alto rango que manifestaron su preocupación por una posible ofensiva alemana en las Ardenas fueron objeto de burla por parte de sus compañeros. Los vuelos de reconocimiento habían detectado un aumento de las actividades alemanas al otro lado del Rin, pero se atribuyó al contraataque que se esperaba que se produjera cuando cruzaran el Roer en dirección al norte. El cuartel general del XII Ejército estaba convencido de que los alemanes habían quedado tan debilitados que ya no constituían amenaza alguna. Cuando Middleton dijo a Bradley que su VIII Cuerpo era muy débil para los ciento treinta y cinco kilómetros de extensión que tenía el sector de las Ardenas que se le había asignado, el comandante de su grupo de ejércitos replicó: «No te preocupes, Troy. No van a pasar por ahí». Middleton tenía cuatro divisiones de infantería, la 99.ª y la 106.ª, que todavía no se habían estrenado en el combate, y la 28.ª y la 4.ª que habían quedado muy debilitadas y agotadas tras las luchas en el bosque de Hürtgen. Tenía además en reserva a la 9.ª División Acorazada y al 14.º Grupo de Caballería como unidad de reconocimiento.
A las 05:30 del 16 de diciembre, la artillería alemana abrió fuego. El efecto de los mil novecientos cañones disparando al mismo tiempo a lo largo del frente resultó sumamente desorientador. Los reclutas, desconcertados, salieron como pudieron de sus sacos de dormir, agarraron sus armas y permanecieron agazapados en el fondo de sus trincheras hasta que terminó el bombardeo. Pero cuando acabó vieron una luz fantasmal. Aquel falso amanecer era en realidad un «rayo de luna artificial», producido por los reflectores alemanes situados detrás de sus líneas, cuyos haces de luz traspasaban las nubes. La infantería alemana, avanzando con sus uniformes de camuflaje para la nieve a través de aquella niebla glacial y de los altísimos árboles de los bosques de las Ardenas parecían fantasmas. Aunque algunos grupos avanzados aislados repelieron valientemente el ataque, la mayoría de las dos divisiones norteamericanas novatas que ocupaban el sector norte fueron aplastadas por las cabezas de lanza de los dos ejércitos panzer. A pesar de que las comunicaciones habían quedado interrumpidas, las compañías de primera línea de la 99.ª División de Infantería, todavía intacta, apoyada por una parte de la 2.ª División, llevaron a cabo una tenaz retirada en combate enfrentándose a una División Volksgrenadier y a la 12.ª División de la SS Hitler Jugend. Pero un poco más al sur, dos regimientos de la 106.ª División de Infantería quedaron totalmente rodeados.
Por el sur, la punta de lanza de Dietrich estaba formada por el 1.er Regimiento Panzer SS de la división que había estado anteriormente a su mando, la Leibstandarte Adolf Hitler. Este regimiento, reforzado con tanques Tiger II de sesenta y ocho toneladas, estaba al mando del Obersturmbannführer Joachim Peiper, oficial de una crueldad extraordinaria. Cuando su columna tuvo que detenerse en medio de una carretera muy estrecha al llegar a un puente que había sido volado, Peiper, en vista del caos reinante, se limitó a mandar a sus tanques atravesar un campo de minas, perdiendo cinco o seis vehículos, pero recuperando el tiempo desperdiciado.
Como las líneas telefónicas de campaña habían quedado cortadas debido a los obuses y a la confusión general, el cuartel general del I Ejército de Middleton en Spa dedujo a partir de los escasos informes recibidos que los alemanes habían organizado simplemente un ataque local de desgaste. Hodges ordenó incluso a la 2.ª División de Infantería que continuara sus operaciones de tanteo hacia las presas del Roer, sin darse cuenta de que ya estaba envuelto en una batalla muy distinta.
En el cuartel general del SHAEF en Versalles, el general Eisenhower permaneció sin que nadie lo molestara disfrutando de un día encantador. Se enteró de que por fin iba a recibir su quinta estrella. Debía de resultar mortificante que Montgomery, subordinado suyo, ya la hubiera recibido a comienzos de septiembre. Luego puso al día su correspondencia y asistió a la boda de su ordenanza, que se casaba con una conductora del Women’s Army Corps de su cuartel general. Esperaba a Bradley para la cena, con quien tenía intención de compartir un envío de ostras frescas.
Cuando llegó Bradley, fueron a una sala de conferencias a discutir la cuestión de los reemplazos. Fueron interrumpidos por un oficial de estado mayor que les trajo la noticia de que se había producido una ofensiva en el sector de las Ardenas. A Bradley le pareció que solo debía de ser una maniobra de distracción para entorpecer el inminente ataque de Patton, pero el instinto de Eisenhower no se dejó engañar. Pensó que se trataba de algo serio. Dijo a Bradley que enviara al VIII Cuerpo de Middleton algún tipo de ayuda. Las fuerzas que tenían en reserva eran por el norte la 7.ª División Acorazada, y por el sur la 10.ª Acorazada que estaba con Patton. Como era de esperar, a este no le gustó nada el plan, pero ambas unidades recibieron la orden de avanzar. Eisenhower y Bradley decidieron irse a cenar, pero este último era alérgico a las ostras y tomó huevos revueltos. Durante la sobremesa, jugaron cinco partidas de bridge con una pareja de oficiales de estado mayor del SHAEF.
Al día siguiente Bradley, que empezaba a temer haberse equivocado, regresó a toda velocidad en su coche oficial a su cuartel general táctico en Luxemburgo. Subió las escaleras literalmente de dos en dos y entró en el centro de mando, donde se puso a escrutar el enorme mapa de situación colgado de la pared. Unas grandes flechas rojas mostraban los avances de los alemanes. «¿De dónde demonios ha sacado este hijo de puta toda esa fuerza?», exclamó con incredulidad[3]. Todavía resultaba difícil obtener información concreta. La línea del télex que comunicaba con el cuartel general del I Ejército en Spa había sido cortada. Cuando Harry Butcher, el asistente de Eisenhower, llegó al cuartel general del XII Grupo de Ejércitos en Verdún, notó un ambiente que le recordó el que se había apoderado de los Aliados después del desastre de Kasserine.
En el cuartel general del III Ejército, por su parte, tenían ganas de pelea. Patton medio esperaba ya una contraofensiva en las Ardenas. «Estupendo», dijo. «Deberíamos dejarles pasar y permitirles la entrada directamente hasta París. Luego les cortaríamos las alas de cuajo»[4]. Más al norte, en el cuartel general del IX Ejército seguía reinando la confusión sobre lo que pretendían los alemanes. Un ataque inusualmente violento de la Luftwaffe sobre sus efectivos les hizo pensar que se trataba de «una maniobra de diversión para efectuar una contraofensiva mayor en la zona del I Ejército». Los oficiales de estado mayor decían que «todo depende de las tropas que tenga a su disposición von Rundstedt»[5]. En el cuartel general del I Ejército, Hodges o bien se encontraba realmente enfermo, como dicen algunas versiones, o bien había sufrido un ataque de nervios debido al agotamiento. Había sido Hodges el que no había querido hacer caso de las advertencias del jefe de sus servicios de inteligencia. En cualquier caso, al día siguiente ya se había calmado.
El 17 de diciembre, Eisenhower y su estado mayor estudiaron en el SHAEF toda la información disponible, intentando adivinar las intenciones de los alemanes y encontrar la manera de reaccionar. Supusieron que los alemanes simplemente pretendían dividir el XII y el XXI Grupo de Ejércitos. Las únicas reservas que les quedaban eran la 82.ª y la 101.ª División Aerotransportada, que descansaban cerca de Reims después de la Operación Market Garden. Después de un cuidadoso estudio sobre el mapa, se decidieron por Bastogne. Se avisó a otras tres divisiones, que todavía se encontraban en Inglaterra, de que se prepararan para cruzar al continente de inmediato. La 82.ª Aerotransportada, en cualquier caso, fue trasladada más cerca de Spa, a Werbomont.
La idea errónea de que la ofensiva alemana se dirigía a la capital francesa siguió difundiéndose, junto con otros rumores alarmistas. Un elemento fundamental del plan alemán consistía en el lanzamiento en paracaídas del 6.º Regimiento Fallschirmjäger del coronel barón Friedrich von der Heydte, que debía apoderarse de un puente sobre el Mosa y acelerar así el avance. Su vuelo de aproximación se vio frustrado principalmente por el fuego de las baterías antiaéreas, de modo que la mayoría de los hombres de Heydte cayeron desperdigados por casi todas partes menos en la zona de lanzamiento que buscaban. Heydte se encontró con unas fuerzas tan escasas que lo único que pudieron hacer fue esconderse cerca del puente y observar los acontecimientos mientras aguardaban la llegada de las puntas de lanza blindadas. La enorme dispersión de los lanzamientos, sin embargo, contribuyó indudablemente a aumentar la confusión de los Aliados.
Los alemanes habían desarrollado también un plan de engaño estratégico. El jefe de comando de la SS Otto Skorzeny había recibido personalmente instrucciones de Hitler para que se colara entre líneas con un pequeño contingente de voluntarios que supieran hablar inglés, vestidos con uniformes americanos y montados en vehículos del ejército estadounidense previamente capturados. Debían apoderarse de otro puente sobre el Mosa y en general causar en la retaguardia la mayor confusión posible. El grueso del grupo de Skorzeny quedó rezagado debido a los enormes atascos de tráfico y no consiguió nunca atravesar las líneas, pero algunos grupos más pequeños sí que lo lograron. El 18 de diciembre, tres de ellos fueron detenidos en un jeep en un control de carreteras. No conocían el santo y seña. Los soldados los registraron y descubrieron que llevaban uniformes alemanes debajo de los americanos color verde oliva. Pero aunque su misión fracasó y ellos fueron posteriormente ejecutados, lograron provocar un caos mayor diciendo a sus interrogadores que se dirigían a Versalles varios grupos de asesinos con el cometido de matar a Eisenhower.
Este se vio confinado en su cuartel general bajo la vigilancia constante de guardaespaldas armados con metralletas. Corrieron rumores de que había también piquetes que iban detrás de Bradley y de Montgomery. La policía militar detenía en los controles de carretera a cualquier soldado u oficial, independientemente de su rango, y le hacía preguntas sobre geografía de los Estados Unidos, sobre baseball y sobre toda una serie de cuestiones que supuestamente solo los americanos podían conocer. En París se ordenó el toque de queda y el SHAEF impuso un bloqueo informativo de cuarenta y ocho horas, que no hizo más que avivar las especulaciones.
La gente estaba convencida de que los alemanes estaban a punto de reconquistar la ciudad. En la cárcel de Fresnes, los colaboracionistas franceses empezaron a hostigar a sus guardianes diciendo que los alemanes no iban a tardar en liberarlos. Los guardias por su parte respondían que ellos mismos y la Resistencia se encargarían de matarlos a todos antes de que el enemigo llegara a las puertas de París. El ambiente de histeria llegó hasta Bretaña, donde se ordenó al personal de la retaguardia que se preparara para su evacuación. El capitán M. R. D. Foot, del SAS, que estaba recuperándose en un hospital de Rennes de las graves heridas recibidas, preguntó a una enfermera inglesa a qué se debía tanta agitación. «Estamos recogiéndolo todo», le respondió la mujer. «¿Y qué pasará con los heridos que no podemos ser trasladados?», dijo Foot. «Estoy segura de que las monjas de aquí al lado se encargarán de ustedes», contestó la enfermera[6].
Empezaron a propalarse otras historias acerca de episodios más concretos. El 17 de diciembre, el segundo día de la ofensiva, las tropas SS del regimiento de la División Leibstandarte de Peiper mataron a sangre fría a sesenta y nueve prisioneros de guerra, y luego en el curso de la llamada matanza de Malmedy fusilaron en la nieve a otros ochenta y seis. Dos hombres lograron escapar y llegar a las líneas americanas. La sed de venganza se intensificó a medida que la historia fue corriendo de boca en boca, y en consecuencia muchos prisioneros alemanes también fueron fusilados. A pesar de la inquietud reinante, empezaron a verse indicios prematuros de que no todo iba saliendo como querían los alemanes. Algunos soldados novatos de la 99.ª División de Infantería y los veteranos de la 2.ª lograron cortar el paso a la 12.ª División de la SS Hitler Jugend, para a continuación retirarse ordenadamente a la posición defensiva natural de las colinas de Elsenborn. El VI Ejército Panzer de Dietrich no logró hacer los progresos esperados, aunque por lo menos capturó un depósito de combustible de menor importancia. Por suerte para los Aliados, sus fuerzas nunca llegaron al gran almacén situado en las cercanías de Stavelot que contenía casi veinte millones de litros.
Las condiciones climáticas seguían siendo perfectas desde el punto de vista de los alemanes, con nubes bajas que obligaban a las fuerzas aéreas aliadas a permanecer en tierra. Al sur, al V Ejército Panzer de Manteuffel estaban saliéndole mejor las cosas que al Ejército Panzer de la SS de Dietrich. Tras aplastar a la infortunada 28.ª División de Infantería, iba ya camino de Bastogne. En el flanco sur la 4.ª División de Infantería norteamericana, bastante experta ya, resistía valientemente al VII Ejército.
Eisenhower convocó una conferencia el 19 de diciembre en Verdún. La crisis de las Ardenas se reveló su mejor momento como comandante supremo. A pesar de las críticas recibidas en un primer momento por su tendencia a las soluciones de compromiso y por plegarse con demasiada facilidad a las opiniones de los generales con los que hablaba, demostró tener una gran claridad de juicio y una autoridad fuerte. Su mensaje fue que aquella situación suponía una excelente ocasión de infligir el máximo daño al enemigo a campo abierto, sin que fuera preciso hacerlo salir de sus campos de minas y de sus posiciones defensivas. Su cometido era impedir que las puntas de lanza alemanas cruzaran el Mosa. Había que contener al enemigo hasta que cambiara el tiempo y las fuerzas aéreas aliadas pudieran lanzarse contra él. Para conseguirlo, primero tenían que reforzar sus flancos y hacer frente a la línea de avance. Sólo entonces podrían empezar a contraatacar.
Patton, que había sido bien informado por el jefe de sus servicios de inteligencia, ya había dicho a su estado mayor que elaborara planes de contingencia para un gran desplazamiento de su eje del Sarre con el fin de atacar el flanco sur de la línea de avance alemana. Le encantaba la idea de abandonar las «aldeas encharcadas y llenas de estiércol» de Lorena[7]. La ofensiva alemana le recordaba el gran ataque de Ludendorff de marzo de 1918, la Kaiserschlacht. Parece que Patton se sintió bastante relajado cuando Eisenhower recurrió a él en aquel momento de crisis. «¿Cuándo puedes atacar?», le preguntó el comandante supremo.
«El 22 de diciembre, con tres divisiones», respondió. «La 4.ª Acorazada, la 26.ª y la 80.ª». Para Patton fue un momento estupendo. Todos los mandos y jefes de estado mayor del grupo de ejércitos y del ejército presentes se quedaron mirándolo llenos de asombro. La acción requería que el grueso de su ejército diera un giro de noventa grados y suponía toda una pesadilla de modificación de líneas de aprovisionamiento cruzadas. «Creó una gran conmoción», anotó Patton con satisfacción en su diario. Pero Eisenhower objetó que tres divisiones no eran suficientes. Patton contestó con la inimitable seguridad en sí mismo que lo caracterizaba que podía derrotar a los alemanes solo con tres, y que si seguía esperando un minuto más perdería la ventaja del factor sorpresa. Eisenhower le dio su aprobación[8].
A la mañana siguiente, 20 de diciembre, Bradley se enfadó muchísimo, como era de prever, al enterarse de que Eisenhower había decidido dar a Montgomery el mando del IX y del I Ejército estadounidense. El motivo era que Montgomery podía estar constantemente en contacto con ellos, mientras que el cuartel general del XII Ejército en Luxemburgo se hallaba atrapado al sur de la «bolsa» (bulge), como se llamaba en aquellos momentos a la cuña creada por el avance alemán. Eisenhower había sido convencido de ello por su jefe de estado mayor, Bedell Smith, en parte debido al caos reinante en el I Ejército y a la sospecha de que Hodges probablemente había sufrido un colapso nervioso. Bradley, que había sido pillado a contrapié por la ofensiva, temía que aquella decisión pudiera ser vista como un voto de no confianza en su actuación. Ante todo, detestaba la idea de que aquello pudiera animar a Montgomery en sus exigencias de obtener el mando de las fuerzas aliadas de campaña. Durante la tensa y desagradable conferencia telefónica que mantuvieron, Bradley amenazó incluso con presentar su dimisión. A pesar de su larga amistad, Eisenhower se mantuvo firme. «Mira, Brad, esas son mis órdenes», dijo poniendo fin a la conversación[9].
Patton, por su parte, se encontraba en su elemento, reorganizando sus tropas, desplazando los batallones de cazacarros para reforzar sus fuerzas blindadas y preparando el ataque. La 101.ª División Aerotransportada había llegado a Bastogne justo antes de que lo hiciera el V Ejército Panzer de Manteuffel. De hecho cuando llegaron los camiones el armamento de pequeño calibre ya había abierto fuego en el perímetro débil. Aunque con dificultad, los paracaidistas fueron avanzando inexorablemente y se cruzaron con los soldados americanos en retirada, a los cuales suministraron municiones. Al ver las pocas que les quedaban, un oficial de la 10.ª División Acorazada se desplazó a un depósito de pertrechos y volvió con un camión lleno de balas y de granadas, y fue echándoselas a los paracaidistas a medida que avanzaban. Cuando se intensificó el ruido de los disparos, empezaron a abrir pequeñas zanjas y trincheras en el terreno cubierto por la nieve.
Como casi todas las tropas americanas que participaron en la batalla de las Ardenas, los soldados de la 101.ª Aerotransportada sencillamente no estaban equipados para la guerra de invierno. Debido a los problemas de abastecimiento de los tres meses anteriores, se había dado prioridad absoluta al combustible y a la munición. La mayor parte de los hombres seguían llevando el uniforme de verano y sufrían terriblemente el frío glacial reinante, especialmente durante las largas horas nocturnas, cuando la temperatura bajaba en picado. No podían encender fuegos, pues inmediatamente atraían los bombardeos de la artillería y los morteros alemanes. Los casos de pie de trinchera aumentaron de manera alarmante y fueron responsables de una gran cantidad de bajas. Agazapados en sus zanjas y acosados por el fuego enemigo, pisando de día el barro pastoso que se helaba y se endurecía al caer la noche, los hombres no tenían prácticamente ocasión de quitarse las botas y ponerse calcetines secos. Tampoco tenían la más remota posibilidad de lavarse ni afeitarse. Muchos padecían disentería y, aislados como estaban en pequeñas trincheras, lo único que tenían a mano era su casco o alguna lata de raciones K. No tardó en desarrollarse ante su vista otro horror. Los jabalíes que habitaban en los bosques devoraban el vientre de los cadáveres insepultos. Los que habían disfrutado de las caóticas cacerías organizadas antes de la batalla probablemente tuvieran ideas de lo más inquietante. La mayoría de los soldados se habían vuelto indiferentes a la visión de los cadáveres, pero el personal del servicio de registro funerario encargado de despejar posteriormente el terreno no tendría más remedio que contemplarlos.
Aunque Patton seguía apoyando la idea de permitir a los alemanes avanzar más para acabar mejor con ellos, aceptó la decisión de Bradley, según el cual había que defender a toda costa Bastogne, cruce de caminos de importancia vital. La 101.ª División Aerotransportada contaba con el apoyo de dos comandos de combate blindados, dos compañías de cazacarros y un batallón de artillería que disponía de pocos proyectiles. Todo dependía de que las nubes se despejaran pronto para que los C-47 pudieran lanzar en paracaídas munición y pertrechos dentro de la bolsa.
Montgomery tampoco había estado ocioso. En cuanto reconoció la amenaza que tenía a sus espaldas, hizo dar la vuelta al XXX Cuerpo de Horrocks para que ocupara una posición de bloqueo en la orilla noroeste del Mosa y asegurara los puentes. Esta maniobra coincidía perfectamente con el plan que tenía Eisenhower de preparar la demolición de los puentes del Mosa e impedir que los alemanes se apoderaran de ellos.
En cuanto se enteró por Eisenhower de que iba a hacerse cargo del I Ejército estadounidense, Montgomery se trasladó a Spa. Llegó al cuartel general de Hodges, según el testimonio de uno de sus propios oficiales de estado mayor, «como Cristo cuando llegó a echar a los mercaderes del Templo»[10]. Parece que al principio Hodges quedó en estado de shock, incapaz de tomar ninguna decisión. Al final se supo que hacía dos días que Bradley y él no estaban en contacto, lo que demostraba que Eisenhower había hecho bien en llamar a Montgomery.
Lo que Patton llamaba su «expedición para sacar las castañas del fuego» a los demás estaría en condiciones de comenzar el 22 de diciembre, tal como había asegurado a Eisenhower. «Deberíamos entrar a fondo en las tripas del enemigo y cortarle las líneas de aprovisionamiento», decía en una carta a su esposa. «El destino hizo que me vinieran a buscar precipitadamente cuando las cosas se pusieron feas. Tal vez Dios me guardara para llevar a cabo este esfuerzo»[11].
Pero a los americanos ya estaban poniéndoseles de cara las cosas debido a su determinación y valentía. En el sector norte de la ofensiva, el V Cuerpo, al mando del viejo amigo de Eisenhower «Gee» Gerow, defendía las colinas de Elsenborn con una mezcla heterogénea de unidades de infantería, cazacarros, ingenieros y sobre todo artillería. Lograron repeler el ataque de la 12.ª División Panzer SS Hitler Jugend durante la noche del 20 de diciembre y la mañana siguiente. En total se encontraron setecientos ochenta y dos cadáveres alemanes delante de sus posiciones[12].
Montgomery no supo reconocer el extraordinario aguante y la valentía de las unidades americanas que defendían los flancos de la ofensiva. Por el contrario, fijó su atención en el lío que encontró en el I Ejército y en su propio papel a la hora de poner las cosas en orden en él. El mariscal Brooke se desesperaba pensando cómo se comportaría Montgomery cuando recibiera el mando que deseaba, y este hizo realidad sus peores miedos.
En una reunión con Bradley el día de Navidad, Montgomery dijo que las cosas habían ido de mal en peor desde la invasión de Normandía porque no habían querido seguir sus consejos. Bradley contuvo su ira y escuchó sin replicar. Con su engreimiento a prueba de bombas, Montgomery dedujo, como había hecho en Normandía, que el silencio significaba que su interlocutor estaba de acuerdo con todo lo que decía.
Bradley había ido a ver a Montgomery con la intención de convencerlo de que lanzara su contraataque lo antes posible. Pero en este caso es casi seguro que Montgomery tenía razón en retrasarlo. La rápida reacción de Patton había pillado por sorpresa a los alemanes, pero al atacar solo con tres divisiones, en vez de hacerlo con seis, como quería Eisenhower, lo que hizo fue prolongar la batalla de Bastogne, en vez de acabarla. Con su habitual estilo resolutivo, Montgomery quería cerrar la bolsa y luego aplastarla. No daba una fecha concreta, porque necesitaba estar seguro de que hiciera buen tiempo para que las fuerzas aéreas aliadas pudieran atacar.
El tiempo había empeorado todavía más, limitando en gran medida las operaciones aéreas. Aparte de una incursión sobre Tréveris en la que participó el Mando de Bombarderos de Harris, no había podido hacerse gran cosa, y no sería por falta de voluntad o de cooperación. Coningham, el militar neozelandés que estaba en aquellos momentos al mando de la Segunda Fuerza Aérea Táctica de la RAF, se llevaba estupendamente con Quesada. El cielo empezó a aclarar el 23 de diciembre. Dos días después llegaron unas «Navidades luminosas y frías, con un tiempo ideal para matar alemanes», como escribió Patton en su diario[13]. Las fuerzas aéreas no desperdiciaron la ocasión. Los P-47 Thunderbolt y los Typhoon de la RAF llevaron a cabo una campaña coordinada de ataques a tierra, mientras que los cazas se encargaron de las novecientas salidas que hizo la Luftwaffe el primer día. La supremacía aliada se impuso rápidamente. Al cabo de una semana, la Luftwaffe no podría hacer más que doscientas salidas.
El IX Mando Aéreo Táctico de Quesada era muy admirado por las fuerzas de tierra estadounidenses por su gallardía, pero se había ganado muy mala fama por sus errores de navegación y de localización de objetivos. En el mes de octubre, cuando le encargaron que atacara unas posiciones concretas del Muro Occidental en Alemania, ni uno solo de sus aviones encontró el objetivo. Uno incluso arrasó la localidad minera belga de Genk, causando ochenta bajas entre la población civil. Cuando llegó a Malmedy, la 30.ª División se convirtió en otra de sus víctimas. Era la decimotercera vez desde el desembarco de Normandía que había sido atacada por su propia aviación, y los soldados empezaron incluso a llamar al IX Mando «la Luftwaffe americana»[14]. Este chiste venía a subrayar el chascarrillo que corría entre el ejército alemán desde su desastrosa experiencia en Normandía: «Si es un avión británico, nosotros nos agazapamos; si es americano, todo el mundo se agazapa; y si es de la Luftwaffe, nadie se agazapa».
El 1 de enero de 1945, la Luftwaffe, obedeciendo órdenes de Göring, hizo un esfuerzo máximo y ochocientos cazas provenientes de toda Alemania se lanzaron al ataque de los aeródromos aliados. Para asegurar el efecto sorpresa, debían llegar en vuelo rasante, de modo que no pudieran detectarlos los radares aliados. Pero las precauciones de extremo secretismo impuestas a la Operación Bodenplatte hicieron que muchos pilotos no recibieran las informaciones necesarias y que tampoco fueran avisadas las baterías antiaéreas alemanas. Se calcula que casi cien aviones fueron abatidos por sus propias defensas antiaéreas. En total los Aliados perdieron unos ciento cincuenta aparatos, mientras que la Luftwaffe perdió cerca de trescientos, y además doscientos catorce pilotos fueron muertos o hechos prisioneros. Aquella fue la última humillación de la Luftwaffe. En adelante el poderío aéreo de los Aliados no tendría rival[15].
Una vez fracasada la maniobra de envolvimiento de Bastogne el 27 de diciembre de 1944, Montgomery recibió toda clase de presiones para que el 3 de enero lanzara por fin su contraataque. Pero el nuevo mariscal de campo seguía obsesionado con las cuestiones de mando. Brooke tenía buenos motivos para sentirse incómodo, pues Monty empezó otra vez a dar lecciones a Eisenhower utilizando el mismo tono que había empleado con Bradley. «Tengo la impresión», escribió Brooke en su diario, «de que, con su habitual falta de tacto, Monty ha estado restregando por las narices a Ike las consecuencias de no haber escuchado sus consejos. Tantos “ya te lo decía yo” no contribuyen a crear las necesarias relaciones amistosas entre ambos»[16]. Una vez más Eisenhower se abstuvo de mostrarse duro con él, cosa que indujo al inglés a escribirle una carta desastrosa, en la cual sentaba cátedra de estrategia e insistía en que también tenía que concedérsele el mando del XII Grupo de Ejércitos de Bradley.
El general Marshall también se había sentido provocado por la forma en que la prensa británica se dedicaba a corear las palabras de Montgomery, exigiendo un mando prácticamente independiente. Así, pues, escribió a Eisenhower instándole a no tener miramientos. Esto, junto con la carta del propio Montgomery, indujo a Eisenhower a redactar un comunicado a los jefes del estado mayor conjunto que básicamente decía que o Montgomery era sustituido, preferiblemente por Alexander, o él presentaba la dimisión. El jefe de estado mayor de Montgomery, De Guingand, se enteró del ultimátum. Convenció a Eisenhower de que esperara veinticuatro horas y se presentó directamente ante Montgomery con una carta de disculpas ya escrita en la que el mariscal inglés pedía a Eisenhower que rompiera su anterior carta. Finalmente habían metido en cintura a Montgomery, pero solo de momento.
Al sur, el uso que hizo Eisenhower del III Ejército de Patton tuvo varios efectos colaterales. Devers tuvo que hacerse cargo de parte del frente de Patton, y eso suponía retirar algunas tropas del sur y abandonar Estrasburgo para ordenar las líneas. De Gaulle, que no había sido consultado, puso el grito en el cielo cuando se enteró. La idea de entregar Estrasburgo justo un mes después de su liberación amenazaba la propia estabilidad de su gobierno. Las implicaciones políticas eran mucho más significativas de lo que suponía Eisenhower.
El 3 de enero, a instancias de Churchill, se celebró una conferencia en el cuartel general de Eisenhower en Versalles con asistencia de De Gaulle, Churchill y Brooke. Eisenhower reconoció que en último término había que defender Estrasburgo, y De Gaulle, entusiasmado, redactó inmediatamente un comunicado. Su jefe de gabinete, Gaston Palewski, lo llevó inmediatamente a la embajada inglesa para enseñárselo en primer lugar a Duff Cooper, el embajador británico. Esta jactanciosa declaración «sugería que De Gaulle había convocado una conferencia de carácter militar a la que habían permitido asistir al primer ministro [inglés] y a Eisenhower»[17]. Duff Cooper logró convencer a Palewski de que rebajara el tono de su comunicado.
Bastogne habría podido recibir ayuda y suministros por vía aérea, pero una vez que los alemanes reconocieron que ni siquiera podían llegar al Mosa, se convirtió en el blanco de sus ataques. Hitler, mientras tanto, había decidido lanzar otra ofensiva en Alsacia cuyo nombre clave era Viento del Norte. Se trataba simplemente de una operación de diversión y no consiguió gran cosa.
El contraataque de Montgomery fue lanzado por fin el 3 de enero. Los combates fueron muy duros, y la nieve no facilitó las cosas. Cuatro días después, la batalla del ego de Montgomery volvió a estallar con ocasión de la conferencia de prensa que convocó. Churchill le había dado permiso para celebrarla, porque Montgomery le había prometido que contribuiría a afianzar la unidad de los Aliados. El efecto fue justamente el contrario. Aunque alabó las cualidades combativas del soldado americano y subrayó su propia lealtad a Eisenhower, dio a entender que había dirigido la batalla casi sin ayuda de nadie y que la contribución de los británicos había sido trascendental. Churchill y Brooke quedaron horrorizados e inmediatamente «analizaron todos los males causados por la conferencia de prensa de Monty». El primer ministro hizo una declaración ante el parlamento haciendo hincapié en que había sido una batalla americana y asegurando que la contribución británica había sido mínima. Pero el daño a las relaciones entre los Aliados ya estaba hecho.
La alianza angloamericana también se resintió durante este periodo debido a los acontecimientos que tenían lugar en el sureste de Europa y a la decisión de Churchill de impedir que Grecia cayera en manos de los comunistas. El derrumbamiento del poder alemán en la región, acelerado por el avance del Ejército Rojo por Hungría y Rumania en octubre, dejaba al país al borde de la guerra civil. Grecia era un ejemplo más de que la Segunda Guerra Mundial podía acabar sembrando la simiente de una tercera guerra mundial.
El terrible sufrimiento provocado por la ocupación, dominada por el hambre y una gravísima crisis económica, había dado lugar a una drástica radicalización de un pueblo que hasta la guerra había mantenido una tendencia claramente conservadora desde el punto de vista social. Fue este giro radical e instintivo hacia la izquierda, a menudo sin una clara inclinación ideológica, lo que dio lugar a un apoyo generalizado al EAM-ELAS. Aunque dirigido por comunistas, el EAM se caracterizaba por sus numerosas contradicciones políticas que reflejaban muchos y diversos puntos de vista, especialmente en lo tocante a la idea de socialismo y libertad. Las reformas agrarias y la emancipación de la mujer constituían dos de las cuestiones objeto de acalorados debates. La única base general de consenso era que el sistema político tradicional, y especialmente la monarquía, no constituía en aquellos momentos un factor relevante de los problemas de Grecia. Incluso los líderes comunistas estaban divididos e indecisos en este sentido, pues no sabían si seguir un camino democrático para acceder al poder o imponerlo por la fuerza de las armas.
Varios meses antes del «acuerdo de los porcentajes» de Churchill, Stalin había enviado una misión militar a Grecia. Debía advertir al Partido Comunista de Grecia, el KKE, que tenía que «afrontar las realidades geopolíticas y cooperar con los británicos»[18]. Este hecho basta para explicar por sí solo por qué Stalin debió ocultar sus ganas de echarse a reír cuando vio el documento «golfo» de Churchill en su despacho del Kremlin.
A pesar de las advertencias de Stalin, el sentimiento antibritánico era muy profundo en las filas del EAM-ELAS debido al apoyo prestado por Churchill al rey Jorge II, el cual tenía la firme intención de regresar a Grecia en cuanto los alemanes abandonaran el país. Los oficiales británicos de la SOE habían logrado a comienzos de año negociar el fin de las disputas existentes entre el EAM-ELAS y el EDES, la liga griega no comunista. Más tarde, en abril de 1944, el EAM anunció la celebración de unas «elecciones revolucionarias», en un intento de ganarse una especie de legitimidad gubernamental. Ni que decir tiene que en esas elecciones se tomaron todas las medidas necesarias para que solo pudieran ganar candidatos del EAM. George Papandreou rechazó la propuesta del EAN de actuar como cabeza visible de las mismas, pues no quería convertirse en cómplice de un movimiento manipulado en la sombra por los comunistas. Así pues, prefirió ponerse al frente del gobierno griego en el exilio, en aquellos momentos con sede en El Cairo. Sin embargo, otros políticos de centroizquierda se dejaron engatusar.
El EAM-ELAS intensificó sus represalias contra todo aquel que manifestara su desacuerdo, tachándolo de traidor y de enemigo del pueblo. Muchos fueron ejecutados. El gobierno colaboracionista de Atenas, con el apoyo y el beneplácito de los alemanes, había reclutado los llamados Batallones de Seguridad para atacar al EAM-ELAS. Su terror fue contestado con contraterror. En Atenas, las guerrillas urbanas del ELAS por un lado, y los Batallones de Seguridad y la Gendarmería por otro, se enzarzaron en una guerra sucia que estalló en marzo. Muchos de los combatientes del ELAS capturados fueron enviados a Alemania como mano de obra esclava. Los miembros de los Batallones de Seguridad intentaron rehabilitarse cuando la marcha de los alemanes parecía ya un hecho inminente. Cada vez con más frecuencia, permitían que los prisioneros pudieran escapar. También se enviaron mensajes a El Cairo asegurando al gobierno griego en el exilio y a los británicos que los Batallones de Seguridad no iban a oponerse a la liberación del país, sino que colaborarían para alcanzarla.
A comienzos de septiembre empezó a sondearse la posibilidad de un acuerdo de paz con los miembros del EAM-ELAS, que rechazaron las propuestas a pesar de que la mayoría de la gente ansiaba el final de la violencia. Las batallas callejeras se reanudaron. Las fuerzas alemanas presentes en Grecia temían verse aisladas por el avance del Ejército Rojo por el norte del país, y las tropas no alemanas reclutadas por la Wehrmacht empezaron a desertar. La retirada comenzó en los primeros días de octubre, y muchos colaboracionistas huyeron también hacia el norte para evitar caer en manos de los andartes, las guerrillas griegas. El EAM-ELAS intentó mantener el orden donde pudo, aunque solo fuera para justificar su papel de gobierno en potencia; no obstante, las condiciones variaron mucho de un lugar a otro. El 12 de octubre, los últimos alemanes abandonaron Atenas tras arriar la bandera con la cruz gamada que ondeaba en la Acrópolis. La gente se echó a la calle llena de júbilo, y en una multitudinaria manifestación convocada por el EAM-ELAS se lanzaron proclamas exigiendo la Laokratia, esto es, el «Gobierno del Pueblo».
Las tropas británicas del III Cuerpo del teniente general Ronald Scobie fueron recibidas efusivamente cuando llegaron poco después. Pero la política británica en lo concerniente a Grecia estaba condicionada en parte por las simpatías monárquicas de Churchill, por el desconocimiento de lo que había sido realmente la ocupación y de las consecuencias políticas de ella derivadas, y, principalmente, por el afán del primer ministro de mantener alejada a Grecia de la esfera de influencia soviética. George Papandreou, que presidía un gobierno de unidad nacional que al principio incluía a algunos miembros del EAM, también nombró para su administración a conocidos derechistas con conexiones con los Batallones de Seguridad. Churchill no quería comprometerse en ningún sentido, sobre todo después del acuerdo alcanzado con Stalin. Así pues, dio a Scobie, que no era precisamente el oficial con más aptitudes políticas, instrucciones estrictas de reaccionar con firmeza ante cualquier ataque o agresión contra tropas británicas. El 2 de diciembre, los miembros del EAM integrados en el gobierno presentaron su dimisión como protesta por la orden de desarmar a los andartes. El gobierno pretendía crear una Guardia Nacional, que iba a estar formada principalmente por los hombres de los odiados Batallones de Seguridad. En una manifestación convocada por el EAM al día siguiente en la plaza Sintagma, la policía abrió fuego contra los asistentes, bien movida por el nerviosismo, bien en respuesta a una serie de disparos. La izquierda aseguró que había sido una provocación deliberada para forzar el estallido de un gran enfrentamiento. Las comisarías de policía de la ciudad fueron asaltadas. Las tropas británicas no sufrieron daños, pero Scobie envió a sus hombres para controlar la ciudad. Los pistoleros del ELAS abrieron fuego. La intensidad de los combates fue en aumento, y la situación se escapaba de las manos. Los Beaufighter y los Spitfire de la RAF recibieron la orden de atacar las posiciones del ELAS. Fue un gran error de cálculo, con catastróficas consecuencias. Los hombres del ELAS empezaron a llevar a cabo ejecuciones en masa de las familias «reaccionarias» de la ciudad y a capturar «rehenes» tanto en Atenas como en Salónica.
Harold Macmillan, que seguía siendo ministro residente en el Mediterráneo, y sir Rex Leeper, el embajador británico, convencieron a Churchill de que había que impedir el regreso del rey hasta la celebración de un plebiscito. A regañadientes, el primer ministro accedió a la idea de establecer una regencia en la persona del arzobispo Damaskinos. El rey Jorge de los griegos montó en cólera, oponiéndose tanto a la regencia como a la elección de Damaskinos. La prensa americana empezó a expresar su repulsa por la política británica en términos durísimos. Creyendo ingenuamente que los miembros de la resistencia que luchaban contra los alemanes tenían que ser verdaderos amantes de la libertad, no supo ver ni la sangrienta represión de Tito en Yugoslavia ni la brutalidad de Stalin contra el Ejército Nacional Polaco. Los periodistas americanos empezaron a atacar a Churchill, al que tacharon de imperialista que ignoraba los principios de la Carta del Atlántico sobre la autodeterminación. En vez de los cinco mil soldados británicos considerados en un principio necesarios para la restauración del orden en Grecia, hubo que recurrir a unos ochenta mil para desarmar a las fuerzas de los andartes. El almirante King intentó vetar el uso de lanchas de desembarco para trasladar a más hombres desde Italia hasta Grecia.
Churchill también fue objeto de severas críticas en la Cámara de los Comunes, pero su creencia apasionada de que solo él podía salvar a Grecia del comunismo lo llevó a tomar un avión rumbo a Atenas el día de Nochebuena. La ciudad era zona de combate, por lo que decidió alojarse a bordo del crucero británico Ajax, anclado frente a Fáliro. El arzobispo Damaskinos, un majestuoso prelado de elevada estatura, subió a bordo vestido con los imponentes hábitos del clero ortodoxo griego propios de su rango. Churchill, que había tenido muchas dudas acerca de la personalidad de Damaskinos, se sintió cautivado por él en cuanto lo conoció. Al día siguiente, el primer ministro, Anthony Eden, Macmillan y su séquito fueron conducidos en vehículos blindados hasta la embajada británica. El edificio, como observaría un historiador, «parecía el fortín asediado de una avanzadilla durante el motín de la India», en la que la esposa del embajador «dirigía las actividades domésticas con un coraje y una energía propios de un drama imperial de época victoriana»[19].
La conferencia para tratar de acordar el alto el fuego comenzó aquella misma tarde en el ministerio de exteriores griego. Con Damaskinos presidiendo la reunión, alrededor de la mesa se sentaron los delegados de las diversas facciones griegas, así como los representantes americanos, franceses y soviéticos. Churchill abordó al coronel ruso Gregori Popov para intercambiar unas palabras y alardear de que había tenido unas conversaciones sumamente fructíferas con su «jefe», el generalísimo Stalin, apenas unas semanas antes. A Popov no le quedó más remedio que mostrarse debidamente impresionado.
La asamblea tuvo que esperar la llegada de los representantes del ELAS, cuya tardanza se debió a su negativa a dejar sus armas antes de entrar en la sala. Al final, la única persona armada de la reunión fue el primer ministro, que llevaba una pistola pequeña en un bolsillo. Churchill estrechó la mano de los «tres bandidos harapientos», como los describiría más tarde. Comenzó la reunión declarando que tocaba a los griegos decidir si Grecia tenía que ser una república o una monarquía, tras lo cual, él y todos los extranjeros se levantaron y abandonaron la sala para que Damaskinos pudiera proceder.
Al día siguiente, Churchill supo que las conversaciones se habían caracterizado por su tono duro y áspero, a veces incluso demasiado. El antiguo dictador, el general Nikolaos Plastiras, llegó a gritar a uno de los delegados comunistas, «¡Siéntate, asesino!»[20]. Damaskinos anunció la dimisión de Papandreou como primer ministro y su sustitución por el general Plastiras, que luego también tuvo que renunciar al cargo cuando salió a la luz que se había ofrecido a presidir un gobierno colaboracionista durante la ocupación.
Los combates se prolongaron en Atenas hasta el nuevo año, cuando los andartes se retiraron de la ciudad, incapaces de superar el gran contingente de tropas británicas. No puede calificarse precisamente de victoria gloriosa el hecho de que se estableciera un gobierno que distaba mucho de cualquier modelo liberal. La Guerra Civil Griega, con todas sus crueldades y atrocidades por ambas partes, seguiría adelante de una manera u otra hasta 1949. Pero la obstinada intervención de Churchill sirvió al menos para evitar que el país corriera la misma suerte de sus vecinos del norte que tendrían que sufrir durante más de cuatro décadas la tiranía comunista.
Tras las líneas aliadas, también Bélgica vivió episodios tumultuosos. La alegría de la liberación en septiembre de 1944 fue transformándose durante el otoño en resentimiento, amargura y odio. El gobierno en el exilio, presidido por Hubert Pierlot, regresó a Bélgica y se vio incapaz de solucionar los problemas del país. Medio millón de belgas habían sido trasladados a Alemania para trabajar como esclavos, por lo que había una grave escasez de mano de obra. La producción de carbón era una décima parte de la habitual antes de la guerra, lo que significaba que hubiera constantemente cortes de electricidad a lo largo del día. La red ferroviaria no funcionaba, debido en parte a los bombardeos aliados, pero también a los actos de sabotaje llevados a cabo por los alemanes durante su repentina retirada[21].
La cuestión que más exacerbaba los ánimos era la detención y el castigo de los colaboracionistas y los traidores. Los noventa mil miembros de la resistencia belga estaban furiosos por la incapacidad de los ministros, que habían pasado la guerra en el exilio, a la hora de entender las duras realidades de la ocupación y su ira contra los que se habían aprovechado de ella. Las autoridades militares aliadas calcularon que alrededor de cuatrocientas mil personas habían colaborado, pero solo sesenta mil fueron detenidas. Muchas de ellas fueron puestas en libertad antes de que acabara el año, y las que fueron procesadas recibieron condenas sumamente suaves.
Eisenhower intentó restaurar la paz. El 2 de octubre emitió una orden en la que, si bien se hacía constar su arrojo y valentía, se exigía a los miembros de la resistencia que entregaran sus armas. El sector comunista de la organización, el Front de l’Indépendence, tenía la firme determinación de desafiar al gobierno. Pierlot advirtió al Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada (SHAEF, por sus siglas en inglés) de que tenía constancia de que los comunistas tramaban una sublevación, y los británicos armaron inmediatamente a la policía belga. En noviembre, se procedió al despliegue de tropas inglesas en Bruselas para proteger edificios clave de la ciudad cuando los comunistas decidieron organizar una gran manifestación, en la que participaron huelguistas y numerosos individuos traídos de otros lugares.
Las desgracias de la población civil belga distaban mucho de llegar a su fin. Los ataques con las bombas voladoras V-1 y los cohetes V-2 contra Lieja y, sobre todo, Amberes, se saldaron con un gran número de muertos y heridos. Aquel otoño, en las principales zonas de combate, muchas familias se habían visto obligadas a abandonar sus hogares, pero en diciembre, durante la ofensiva de las Ardenas, muy pocos tuvieron tiempo de escapar debido a la rapidez con la que los alemanes atacaron[22].
El Kampfgruppe mandado por Peiper, de la 1.ª División Panzer, Leibstandarte, no se limitó a asesinar a prisioneros americanos, sino que se vengó despiadadamente de los belgas, que con tanta alegría la habían visto marcharse apenas tres meses antes. Al día siguiente de la matanza llevada a cabo en las inmediaciones de Malmedy, por la mañana, los hombres de Peiper entraron en Stavelot y dispararon contra nueve civiles matándolos. Pero luego vieron que una fuerza americana les bloqueaba el paso por el norte, y que parte de la 30.ª División estadounidense había volado el puente que se encontraba en su retaguardia.
Los soldados de la Waffen-SS de Peiper, al ver que no podían avanzar hacia el Mosa como tenían planeado, decidieron dirigir toda su ira contra las familias que fueron encontrando. Durante los siguientes días, unas ciento treinta personas, entre hombres, mujeres e incluso niños, fueron ejecutadas en grupos familiares o en el curso de una gran matanza. En total alrededor de tres mil civiles perdieron la vida durante los combates en las Ardenas, muchos, por supuesto, debido a los bombardeos aliados. Además de los treinta y siete soldados americanos muertos en Malmedy porque la IX Fuerza Aérea había bombardeado un objetivo equivocado, doscientos dos civiles belgas perdieron la vida. Los que se vieron atrapados en St. Vith, Houffalize, Sainlez, La Roche y otras ciudades y pueblos convertidos en escenario de batallas decisivas intentaron refugiarse en los sótanos de las casas, pero muchas se derrumbaron aplastándolos. Otra gente murió quemada por las bombas de fósforo y la explosión de los obuses. En Bastogne, el número de muertos por los bombardeos alemanes no pasó de veinte. Al menos su pueblo no fue uno de los objetivos de la aviación aliada.
Los soldados alemanes saqueaban cuanto querían sin el menor escrúpulo, pero las tropas aliadas no fueron mucho mejores. A veces había alguna justificación, como cuando los soldados quedaban rodeados sin raciones de comida, o cuando requisaban mantas para no pasar frío o sábanas para utilizarlas como camuflaje en la nieve. Pero lo más habitual es que fueran cínicos actos de oportunismo propios de la guerra. Mucho más graves fueron los daños que sufrieron las casas y las comunidades. La localidad de St. Vith fue completamente arrasada, y sus supervivientes, como los de otros muchos pueblos, se quedaron sin nada.
La ofensiva de las Ardenas supuso una gran derrota para los alemanes, que perdieron la mitad de sus tanques y cañones, y sufrieron cuantiosas bajas: doce mil seiscientos cincuenta y dos muertos, treinta y ocho mil seiscientos heridos y treinta mil desaparecidos, la mayoría de los cuales fueron hechos prisioneros. En aquella batalla de desgaste las bajas americanas también fueron numerosas: diez mil doscientos setenta y seis muertos, cuarenta y siete mil cuatrocientos noventa y tres heridos y veintitrés mil doscientos dieciocho desaparecidos.
Los belgas sufrieron grandes penalidades, pero la mayoría de los holandeses lo pasó mucho peor. Incluso los que se encontraban tras las líneas aliadas estaban muertos de hambre, como comprobarían los soldados canadienses, británicos y estadounidenses al ver el gran número de gente que mendigaba u ofrecía sus servicios sexuales a cambio de un poco de comida. A empeorar la situación contribuyó la inundación de los campos de cultivo debido a la destrucción deliberada de los diques como medida defensiva.
Al norte del río Mosa, Holanda seguiría en manos de los alemanes hasta el final de la guerra y sufriría una hambruna exacerbada por sus invasores. Cuando los ferroviarios comenzaron una huelga para ayudar a los Aliados durante la Operación Market Garden, Arthur Seyss-Inquart, el austríaco que presidía el Reichskommissariat Niederlande, interrumpió las importaciones de productos alimenticios como represalia. La población se vio obligada a comer bulbos de tulipanes y las remolachas que habían desechado los alemanes. Los niños sufrían raquitismo, y la malnutrición exponía a cualquiera a contraer enfermedades, especialmente el tifus y la difteria. Seyss-Inquart se había hecho famoso por su brutalidad en Polonia, antes de llegar a Holanda poco después de que el país fuera ocupado en mayo de 1940. Después de Grecia, Holanda fue el estado europeo donde se llevó a cabo un saqueo más exhaustivo. Ya en octubre de 1944 era evidente que estaba produciéndose una gran tragedia impulsada por la mano del hombre[23].
El gobierno holandés en el exilio solicitó a Churchill que permitiera que Suecia enviara alimentos a su país, pero el primer ministro se opuso rotundamente. Creía que los alemanes simplemente se incautarían de ellos. Tanto Eisenhower como los jefes de estado mayor británicos consideraron que había que correr ese riesgo, y durante el invierno los suecos entregaron veinte mil toneladas de alimentos que llegaron en barco a Ámsterdam. Este esfuerzo supuso que mucha gente que tal vez hubiera muerto pudiera seguir viviendo. Sin embargo, lo cierto es que fue un simple parche para tratar de atajar aquel grave problema. Los jefes de estado mayor británicos, por mucha compasión que sintieran, no estaban preparados para dejar de minar las costas de Alemania y permitir que los buques pudieran navegar libremente por el canal de Kiel.
La reina Guillermina, desesperada por ayudar a su hambriento pueblo, trató de presionar a Roosevelt y a Churchill. Solicitó que, para evitar un desastre colosal en vidas humanas, los Aliados cambiaran su estrategia, invadiendo el norte de Holanda en lugar de concentrar sus esfuerzos en la cuenca del Ruhr. Pero ante aquel gran contingente de fuerzas alemanas dispuestas a luchar hasta el final, y que probablemente estaban igualmente dispuestas a inundar el país aún más, se decidió que ese cambio de estrategia solo iba a servir para retrasar la derrota de Alemania.
Finalmente, en abril de 1945, Churchill comenzó a preocuparse seriamente por los informes que hablaban de la radicalización del pueblo holandés bajo la influencia de los comunistas, que exigían ayudas y la liberación total del país. Los alemanes serían avisados de que cualquier intento de obstaculizar en el norte de Holanda la llegada o la distribución de los alimentos enviados por barco, o lanzados en paracaídas, sería considerado un crimen de guerra. Roosevelt accedió a presentar este ultimátum justo dos días antes de fallecer. Pero, cuando llegaron las ayudas, ya habían perecido de hambre al menos veintidós mil civiles holandeses. Es muy probable que el número de víctimas fuera superior, sobre todo si pudieran contabilizarse los que murieron tras contraer alguna enfermedad por falta de defensas.
Aquel invierno de grandes nevadas, gélidas temperaturas y trincheras inundadas de agua también fue terrible para las tropas aliadas, aunque no pasaran hambre. El frío y el pie de trinchera fueron la causa de un número de bajas prácticamente igual a las sufridas en actos de combate. Para el I Ejército Canadiense, tras llevar a cabo la desagradable misión de despejar el estuario del Escalda, aquel invierno a orillas del Mosa resultó igualmente agotador y mortal, con los alemanes defendiendo diques cuya altura alcanzaba los tres e incluso los cuatro metros. «Para los canadienses la única manera de acercarse para atacar era cruzando los campos inundados entre los diques, “tan llanos e insulsos como la cerveza local”, como diría un artillero aficionado a los juegos de palabras. No había ni un rincón en el que poder protegerse»[24].
Las unidades canadienses carecían peligrosamente del número de efectivos necesario porque el gobierno de Mackenzie King no se atrevía a enviar soldados al extranjero para combatir contra su voluntad. El equivalente a cinco divisiones seguía en Canadá vigilando a prisioneros de guerra alemanes y haciendo poco más. Esta circunstancia provocaba, por supuesto, mucho resentimiento entre los voluntarios canadienses que tuvieron que soportar aquel invierno de barro y hielo, el más húmedo desde 1864. Los uniformes, las cartucheras y los morrales nunca acababan de secarse, siempre estaban completamente empapados, y las botas simplemente se pudrían. Se vivía en unas condiciones que no podían ser más repugnantes: los ejércitos acantonados ensuciaban su propio nido y los campos que tenían a sus espaldas.
Los británicos también tenían baja la moral, en parte por el agotamiento de aquella larga guerra, por cierto cinismo y por su deseo de no morir cuando parecía que el conflicto estaba a punto de concluir. La deserción se había convertido en un grave problema, pues alrededor de veinte mil hombres se habían ausentado de sus unidades. Convencer a los soldados de que tenían que atacar resultaba cada vez más duro, especialmente en un momento en el que el I Ejército Paracaidista de Student combatía con tanta profesionalidad y arrojo. Los altos oficiales eran perfectamente conscientes de los problemas que tenían con sus hombres; unos problemas que, aunque no fueran tan serios como los de las formaciones canadienses, seguían siendo bastante graves. Los americanos veían con recelo la reticencia de los británicos a asumir bajas, y los británicos, al igual que los alemanes, criticaban a los americanos porque se negaban a emprender un ataque sin recurrir primero a la utilización masiva de bombas. Pero la infantería británica también era reacia a avanzar sin la cobertura que proporcionaba el fuego intenso de la artillería. En realidad, todos los Aliados, tanto en occidente como en oriente, habían ido desarrollando a medida que avanzaba la guerra una «dependencia psicológica de la artillería y la aviación»[25].