ESPERANZAS DEFRAUDADAS
(SEPTIEMBRE-DICIEMBRE DE 1944)
Durante los últimos días de agosto de 1944, el colapso de los ejércitos alemanes en Normandía y la liberación de París produjeron en Occidente un sentimiento de euforia y la sensación de que la guerra habría acabado «para Navidad». Esta impresión se intensificó con el precipitado avance de los ejércitos aliados hacia el Rin. El 3 de septiembre, la División Acorazada de la Guardia entró en Bruselas, siendo objeto de una acogida tan entusiasta como la vivida en el París liberado una semana antes. El III Ejército de Patton estaba ya cerca de Metz.
Al día siguiente de la caída de Bruselas, Amberes cayó en manos de la 11.ª División Acorazada, que había avanzado quinientos cincuenta kilómetros en seis días. A su derecha, el VII Cuerpo norteamericano atrapó cerca de Mons a un gran contingente de alemanes que se retiraban de Normandía y del Paso de Calais. Dos mil murieron y treinta mil fueron hechos prisioneros. Entre ellos debían de estar las tropas que, como reacción a los ataques de la resistencia belga, habían quemado unas casas cerca de Mons y habían matado en represalia a sesenta civiles. Otras atrocidades y actos de pillaje, perpetrados principalmente por unidades de las Waffen-SS, se produjeron en diferentes puntos de Bélgica durante los días sucesivos en el curso de la retirada de los alemanes[1].
A continuación dio la impresión de que el I Ejército norteamericano iba a poder tomar la primera ciudad alemana, Aquisgrán. La velocidad de los acontecimientos parecía imparable y hacía pensar que la resistencia alemana iba a venirse abajo. Los Aliados no tuvieron en cuenta que el Muro Occidental, lo que ellos llamaban la línea Sigfrido, se convertiría en un obstáculo casi insalvable. Hitler volvió a nombrar al mariscal von Rundstedt comandante en jefe del oeste, pero fue el mariscal Model quien, en palabras del general Omar Bradley, «fortaleció de nuevo milagrosamente al ejército alemán» y contuvo el pánico[2]. Göring proporcionó seis regimientos de Fallschirmjäger, a los que se añadieron otros diez mil miembros de la Luftwaffe, incluido personal de tierra y hasta aprendices de piloto cuyos vuelos de adiestramiento habían sido interrumpidos debido a la escasez de combustible. Estas formaciones constituirían la base del I Ejército de Paracaidistas del Generaloberst Kurt Student, desplegado al sur de Holanda.
Fue aquel también el momento en el que la soberbia de los Aliados chocó con la realidad de la escasez de carburantes, que todavía tenían que ser transportados desde Cherburgo en camiones del «Red Ball Express». El avance dependía en su totalidad del tonelaje suministrado y de que se alcanzara el equilibrio entre los envíos de combustible y de munición. El I Ejército canadiense todavía no había podido reconquistar los puertos del canal de la Mancha, que eran defendidos con gran determinación en cumplimiento de las órdenes de Hitler. Así, pues, la única solución era Amberes. Pero, aunque el II Ejército británico había tomado la ciudad y el puerto prácticamente sin que sufrieran grandes destrozos, Montgomery no había asegurado ni el territorio comprendido entre el estuario del Escalda y el mar del Norte ni sus islas. Había hecho caso omiso a las advertencias del almirante Ramsay, según el cual las minas y las baterías de costa que tenían los alemanes en las islas, especialmente en Walcheren, harían que este sector resultara con toda probabilidad innavegable y que por lo tanto el puerto de Amberes, pese a su importancia vital, no pudiera utilizarse.
La culpa había sido también de Eisenhower y del SHAEF (Supreme Headquarters Allied Expeditionary Forces, «Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas») por no haber insistido a Montgomery en que despejara el estuario antes de intentar la marcha sobre el Rin. Los alemanes tuvieron así tiempo de reforzar las guarniciones de las islas. En consecuencia, los canadienses necesitarían más tarde librar largas y complejas batallas, incluido algún que otro desembarco anfibio, para corregir este error. Sufrieron doce mil ochocientas setenta y tres bajas en una operación que habría podido llevarse a cabo con muy poco coste si se hubiera emprendido inmediatamente después de la captura de Amberes. El paso del Escalda no quedaría expedito hasta el 9 de noviembre y hasta el 26 de ese mismo mes no llegarían a Amberes los primeros barcos. Esta demora iba a suponer un grave golpe a la concentración de fuerzas de los Aliados antes de la llegada del invierno.
Montgomery seguía furioso por la decisión de Eisenhower de avanzar a lo largo de un frente amplio hacia el Rin y hacia Alemania. Esa había sido siempre la doctrina standard de los americanos, basada en una irresistible superioridad de fuerzas, así que al militar inglés no habría tenido por qué extrañarle. Pero Montgomery creía además que Eisenhower no era un general de campaña, y que él habría debido ocupar su puesto. Montgomery deseaba que su XXI Grupo de Ejércitos y el XII Grupo de Ejércitos de Bradley avanzaran juntos por el norte de las Ardenas y rodearan el Ruhr. Pero en su reunión del 23 de agosto, Eisenhower había hecho hincapié en que quería que el III Ejército de Patton se uniera al VII Ejército de los Estados Unidos y al I Ejército francés, proveniente del sur de Francia.
Eisenhower, irritado todavía con Montgomery por la falta de franqueza de sus comunicaciones en Normandía, no cambió el plan que tenía establecido. El único compromiso al que se avino fue asignar al XXI Grupo de Ejércitos una cantidad de recursos mayor y mantener al III Ejército de Patton en el Mosela. La reacción de Patton fue la previsible. «Monty hace lo que le da la gana y Ike dice. “Sí, señor”», escribió en su diario[3]. Patton no era el único que se sintió irritado por el ascenso de Montgomery a mariscal, homenaje al que Churchill había dado su aprobación para calmar a la prensa británica cuando Eisenhower asumió la dirección de las operaciones el 1 de septiembre. Patton siguió adelante y cruzó el Mosela, pero la ciudad fortaleza de Metz resultó un hueso más duro de roer de lo que se había figurado.
Aunque Eisenhower había asumido el mando de la campaña, lamentablemente hubo muy poco control o al menos las comunicaciones durante aquellos días cruciales dejaron mucho que desear. El comandante supremo se había lesionado una rodilla y se hallaba atrapado en el cuartel general del SHAEF, situado todavía en Granville, en la costa atlántica de Normandía. A Montgomery le exasperaba no recibir respuesta inmediata a sus comunicados por radio, de modo que el día en que Eisenhower voló a Bruselas, el inglés no se encontraba de humor para actuar con tacto cuando se reunió con el comandante supremo lesionado en su avión aparcado junto a la pista de aterrizaje. Blandiendo las copias de los comunicados que se habían intercambiado, le echó un sermón explicando lo que pensaba de la estrategia propuesta. Eisenhower esperó a que parara para tomar aliento e inclinándose hacia delante, le dio una palmadita en las rodillas y dijo tranquilamente: «¡Calma, Monty! No puedes hablarme así. Soy tu jefe». Cuando vio que lo ponían en su lugar, Montgomery murmuró: «Lo siento, Ike»[4].
Montgomery estaba decidido a ser el primero en cruzar el Rin e iniciar así el camino hacia la primera gran ofensiva en Alemania, que él mismo debía comandar. Su obcecación daría lugar a uno de los desastres más famosos de los Aliados durante la guerra. Bradley quedó estupefacto ante el osado plan expuesto por Montgomery de dar un salto hacia adelante con una serie de lanzamientos en paracaídas y cruzar el bajo Rin a la altura de Arnhem. El proyecto le sorprendió —como sorprendió a otros— por considerarlo inapropiado. «Si Montgomery, tan piadoso y abstemio como es, hubiera entrado haciendo eses en el SHAEF con una cogorza», escribiría más tarde, «no me habría sorprendido tanto como me sorprendió la temeraria aventura que propuso»[5]. Pero Montgomery tenía una justificación que Bradley no admitía. Los cohetes V-2, disparados desde el norte de Holanda, habían empezado a caer sobre Londres, y el gabinete de guerra quería saber si podía hacerse algo al respecto.
El 17 de septiembre dio comienzo la Operación Market Garden. Se trataba de una ofensiva aerotransportada a cargo de formaciones paracaidistas británicas, norteamericanas y polacas para capturar una serie de puentes sobre dos canales, sobre los ríos Mosa y Waal y finalmente sobre el Rin. Las advertencias de que en el área de Arnhem habían sido identificadas algunas divisiones panzer SS fueron ignoradas. Víctima de la mala suerte y el mal tiempo, la operación aerotransportada fracasó sobre todo porque las zonas de lanzamiento de los paracaidistas estaban demasiado lejos de los objetivos, las comunicaciones por radio fallaron estrepitosamente y los alemanes reaccionaron con mucha más rapidez de lo esperado. Ello se debió a la diligente actuación del enérgico Model, pero también al hecho de que la 9.ª y la 10.ª División Panzer de la SS estaban cerquísima de Arnhem.
El plan de Montgomery dependía de que el XXX Cuerpo de Horrocks avanzara con toda rapidez por una sola carretera para auxiliar a las fuerzas aerotransportadas, pero la resistencia de los alemanes en los puntos clave impidió mantener el impulso. A pesar del valor verdaderamente heroico de todas las formaciones aerotransportadas, especialmente la 82.ª División de los Estados Unidos que cruzó el río Waal bajo el fuego enemigo a plena luz del día, el XXX Cuerpo no logró enlazar nunca con la 1.ª División de los británicos. El 27 de septiembre, los paracaidistas que defendían la cabeza de puente de Arnhem, casi sin agua, sin comida y sobre todo escasos de municiones, se vieron obligados a rendirse. Los maltrechos restos de la 1.ª División Aerotransportada británica tuvieron que ser evacuados cruzando el bajo Rin por la noche. Los alemanes hicieron casi seis mil prisioneros, la mitad de ellos heridos. El total de las pérdidas aliadas fue de casi quince mil hombres.
En el frente oriental, el Ejército Rojo había aumentado las enormes ganancias obtenidas a raíz de la Operación Bagration con otra ofensiva más al sur, iniciada el 20 de agosto. El general Guderian, el nuevo jefe de estado mayor del ejército, nombrado por Hitler después del atentado de julio, se había llevado cinco divisiones panzer y seis divisiones de infantería del Grupo de Ejércitos Ucrania Sur en un intento de reforzar al Grupo de Ejércitos Centro. El Generaloberst Ferdinand Schörner se quedó con una sola división panzer y otra división de granaderos acorazados para respaldar a sus formaciones de infantería alemanas y a las unidades rumanas. Fueron desplegadas desde el mar Negro hasta el río Dniéster y el este de los Cárpatos.
La Stavka dio las instrucciones pertinentes a los mariscales Malinovsky y Tolbukhin. El Segundo y el Tercer Frente Ucraniano, que estaban a su mando, debían obligar a Rumania a salir de la guerra y apoderarse de las explotaciones petrolíferas de Ploesti. Las formaciones rumanas empezaron a desintegrarse y a desertar desde el primer día. El VI Ejército alemán, un intento de Hitler de resucitar al que había perdido en Stalingrado, fue igualmente rodeado y destruido. El Grupo de Ejércitos Ucrania Sur perdió más de trescientos cincuenta mil hombres, que fueron muertos o capturados. Rumania abandonó a Alemania para firmar la paz con la Unión Soviética, y Bulgaria siguió su ejemplo dos semanas después. El colapso se produjo con más rapidez de lo que los alemanes y los soviéticos habían esperado.
Para Alemania, el golpe más demoledor fue la pérdida de los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Además, todas sus fuerzas de ocupación de los Balcanes, especialmente las de Yugoslavia y Grecia, corrían el riesgo en aquellos momentos de quedar incomunicadas. Y con los ejércitos soviéticos cruzando los Cárpatos, Eslovaquia y los últimos suministros de petróleo de Hitler en las proximidades del lago Balatón, en Hungría, quedaban al alcance del Ejército Rojo.
El 2 de septiembre, el mismo día en que los rusos se aseguraban Bucarest y los yacimientos petrolíferos de Ploesti, Finlandia firmaba también la paz con la Unión Soviética, tal como esperaba Stalin. El dictador seguía intentando aislar en la costa del Báltico al Grupo de Ejércitos Norte, ahora al mando del brutal Schörner, nazi convencido que disfrutaba ahorcando a los desertores y derrotistas. El contraataque alemán ordenado por Guderian había logrado romper el pasillo soviético hacia el golfo de Riga, aunque a unos costes altísimos. Schörner dirigió una retirada en combate a través de Riga con el XVI y el XVIII Ejército. Pero un golpe de mano soviético por el oeste, en dirección a Memel, dejó al Grupo de Ejércitos Norte completamente aislado en la península de Curlandia.
«Mental y moralmente estamos al límite de nuestras fuerzas», escribía un soldado al cargo de una batería antiaérea que guardaba el cuartel general del XVI Ejército. «Solo puedo llorar a los numerosos, numerosísimos camaradas que han caído sin saber por qué estaban luchando»[6]. Algunas tropas del Grupo de Ejércitos Norte fueron evacuadas por mar, pero un cuarto de millón de hombres permanecerían sitiados allí, incapaces de defender el Reich porque Hitler se había negado a rendir lo que en aquellos momentos era un territorio inútil.
En ese momento de acontecimientos trascendentales, Churchill, acompañado por el mariscal Brooke, el almirante Cunningham, ahora jefe del estado mayor de la marina, y el mariscal jefe del aire Portal, cruzó el Atlántico en el Queen Mary. El 13 de septiembre comenzó una nueva conferencia de los Aliados en Quebec. Brooke estaba desesperado con Churchill. Lo consideraba un hombre enfermo, pues todavía no se había recuperado del todo de la neumonía. El primer ministro no podía soltar así como así ideas inoportunas que no harían más que irritar a los americanos. Seguía queriendo efectuar desembarcos en Sumatra para recuperar los yacimientos petrolíferos que habían caído en manos de los japoneses, y conquistar Singapur. Había perdido cualquier interés por la campaña de Birmania.
Churchill quería también que se llevaran a cabo desembarcos en el extremo norte del Adriático, en la península de Istria, para conquistar Trieste, y favorecer así su proyecto favorito de llegar a Viena antes que el Ejército Rojo. Según ese sueño, Churchill, como Alexander y el general Mark Clark, sostenía que la campaña de Italia debía continuar mucho más allá de la línea Gótica entre Pisa y Rimini. Cuando sus jefes de estado mayor replicaban que el teatro de operaciones de Italia tenía en aquellos momentos una importancia secundaria, el primer ministro creía que estaban compinchándose en secreto contra él. No podía admitir la idea de que, aunque las fuerzas de Alexander se adentraran en el valle del Po, era virtualmente imposible llevar a cabo un avance por el nordeste, atravesando los Alpes por el Pasillo de Ljubljana en dirección a Viena contra la defensa inquebrantable de los alemanes en las montañas.
Al final, la Conferencia «Octógono» de Quebec no salió tan mal como temía Brooke. Sorprendentemente, el propio Brooke cambió completamente de postura y pasó a apoyar la estrategia de Viena defendida por Churchill, aunque luego se sintiera abochornado por aquella obnubilación de su entendimiento. Quizá resultara aún más sorprendente que el general Marshall ofreciera lanchas de desembarco para llevar a término el plan de Istria, aunque los americanos no quisieran tener nada que ver con una campaña al sur de la Europa central.
Las tensiones aumentaron, sin embargo, cuando el almirante King manifestó que no quería que la Marina Real, en aquellos momentos infrautilizada en aguas occidentales, asumiera un papel importante en el Pacífico. Sospechaba, no sin razón, que Churchill era favorable a desempeñar un papel destacado en Oriente Próximo para que Gran Bretaña pudiera restablecer sus posesiones coloniales. Pero King actuó con tanta agresividad en una reunión de los jefes del estado mayor conjunto —llegó incluso a llamar a la Marina Real una «carga»— que perdió el apoyo del general Marshall y del almirante Leahy[7].
El 15 de septiembre, Roosevelt y Churchill, en una de las decisiones más irreflexivas de la guerra, acordaron apoyar el plan del Secretario del Tesoro, Henry Morgenthau, de dividir Alemania y convertirla en «un país de carácter fundamentalmente agrícola y ganadero»[8]. De hecho Churchill había mostrado su rechazo al plan la primera vez que había oído hablar de él, pero cuando se planteó la cuestión de la concesión de un programa de Préstamo y Arriendo por valor de seis mil millones y medio de dólares, prometió darle su apoyo.
Anthony Eden se oponía firmemente al Plan Morgenthau. Brooke también estaba horrorizado. Preveía que un mundo occidental democrático necesitaría a Alemania como muralla defensiva frente a una futura amenaza soviética. Por fortuna, Roosevelt entró luego en razón, aunque solo después de los feroces ataques de la prensa americana. El daño, sin embargo, ya había sido hecho. Habían puesto en manos de Goebbels un regalo propagandístico que contribuiría a convencer al pueblo alemán de que no podían esperar piedad alguna de los Aliados occidentales, ni más ni menos que de la Unión Soviética. Cuando después del correspondiente pasteleo las autoridades de ocupación aliadas publicaron una declaración del general Eisenhower en la que se hacía saber: «Venimos como conquistadores, pero no como opresores», la población civil alemana se quedó «boquiabierta» de asombro al leerla[9].
En Quebec se habló muy poco acerca de las relaciones con la Unión Soviética, adónde no tardaría en trasladarse Churchill para asistir a la segunda conferencia de Moscú, y también se habló sorprendentemente poco acerca de Polonia y la sublevación de Varsovia, que aún persistía. Roosevelt y Churchill estaban muy lejos uno de otro en sus respectivas ideas acerca de Stalin y su régimen. A Roosevelt no le preocupaba la amenaza que pudiera representar la Unión Soviética una vez acabada la contienda. Estaba seguro de que lograría hechizar a Stalin, y dijo que en cualquier caso la URSS estaba formada por tantas nacionalidades distintas que se desintegraría en cuanto fuera derrotado el enemigo común. Churchill, por su parte, aunque exageradamente incoherente en muchos aspectos, seguía pensando que la ocupación de la Europa central y meridional por el Ejército Rojo era la principal amenaza para la paz durante la etapa de posguerra. Viendo que en aquellos momentos había muy pocas probabilidades de prevenirla mediante un avance hacia el nordeste desde Italia, intentó una de las acciones más escandalosas y torpes de la historia de la diplomacia fundada en la Realpolitik.
La noche del 9 de octubre, el primer ministro y el líder soviético se reunieron en el despacho de Stalin en el Kremlin sin que estuviera presente nadie más aparte de sus intérpretes. Churchill abrió la discusión proponiendo empezar por «la cuestión más espinosa: Polonia»[10]. El intento del primer ministro de quedar bien con el tirano no tuvo nada de sutil ni de atractivo. Parece que Stalin empezó a divertirse enseguida, previendo lo que iba a venir a continuación. Churchill dijo entonces que la frontera oriental de la Polonia de posguerra estaba «acordada», aunque el gobierno polaco en el exilio todavía no había sido consultado acerca de la decisión tomada a sus espaldas en Teherán. Ello se debía a que Roosevelt no había querido asustar a sus votantes polacos antes de las elecciones presidenciales. Cuando el primer ministro Mikołajczyk lo descubrió durante otra reunión a la que Churchill insistió que acudiera, quedó estupefacto y decepcionado en lo más íntimo. Rechazó todos los argumentos e incluso las amenazas de Churchill, que habló de obligarlo a aceptar la línea Curzon para la frontera oriental de su país. Al poco tiempo presentó su dimisión. Stalin hizo caso omiso de las protestas del gobierno polaco en el exilio. Por lo que a él respectaba, su gobierno títere de los «polacos de Lublin» era en aquellos momentos el verdadero gobierno, respaldado por el I Ejército polaco del general Zygmunt Berling, aunque muchos de los oficiales del Ejército Rojo que había en él consideraban una farsa pretender que eran polacos. Lo fundamental era que, a diferencia de los cuerpos de ejército del general Anders, estaban en territorio polaco. La posesión suponía el noventa por ciento de la legalidad, como Stalin sabía muy bien. Y también Churchill, que procedió a jugar una baza y muy mal por cierto.
Cuando pasó a hablarse de los Balcanes, Churchill elaboró lo que él llamaba su documento «golfo», conocido más tarde como «acuerdo de los porcentajes». Se trataba de una lista de países con una propuesta de división de las influencias entre la Unión Soviética y los Aliados occidentales:
PAÍS | RUSIA | RESTO ALIADOS |
Rumania | 90% | 10% |
Grecia | Gran Bretaña (de acuerdo con los Estados Unidos) 90% | 10% |
Yugoslavia | 50% | 50% |
Hungría | 50% | 50% |
Bulgaria | 75% | 25% |
Stalin se quedó mirando el papel durante un rato, y luego aumentó la proporción soviética en Bulgaria al 90%, y con su famoso lápiz azul puso una marca de visto en el extremo superior izquierdo. Se lo pasó a Churchill. Este comentó de forma un tanto tímida que «tal vez parezca que somos unos cínicos por despachar tan a la ligera unas cuestiones como estas, tan trascendentales para millones de personas». ¿No deberían mejor quemar aquel papel?
«No. Guárdeselo», replicó Stalin como el que no quiere la cosa. Churchill lo dobló y se lo metió en el bolsillo[11].
El primer ministro invitó a Stalin a cenar en la embajada británica y, para verdadera sorpresa de los funcionarios del Kremlin, el dictador aceptó. Era la primera vez que el Vozhd visitaba una embajada extranjera. Durante la cena ni Europa Central ni los Balcanes estuvieron lejos de los pensamientos de nadie. Mientras degustaban uno de los platos, los asistentes oyeron el estruendo de las salvas de artillería disparadas para celebrar la toma de Szeged en Hungría. En el discurso pronunciado después de la cena, Churchill insistió en el tema de Polonia: «Gran Bretaña entró en guerra para salvaguardar la libertad y la independencia de Polonia», dijo. «El pueblo británico tiene un concepto de responsabilidad política respecto al pueblo polaco y sus valores espirituales. También es un factor importante que Polonia es un país católico. No podemos permitir que los desarrollos internos compliquen nuestras relaciones con el Vaticano».
«¿Y cuántas divisiones tiene el papa?», preguntó Stalin interrumpiéndole[12]. Esta simple intervención, hoy día famosa, venía a demostrar que si Stalin tenía una cosa, se la quedaba. La ocupación del Ejército Rojo daría lugar automáticamente a la imposición de un gobierno «amigo de la Unión Soviética». Sorprendentemente, Churchill, a pesar de su antibolchevismo visceral, siguió pensando que el viaje había sido un gran éxito y que Stalin lo respetaba como persona y tal vez incluso lo encontraba de su agrado. Su capacidad de engañarse a sí mismo era a veces comparable a la de Roosevelt.
Sin embargo, Churchill había obtenido al menos el beneplácito de Stalin para intervenir en Grecia con el fin de salvarla de la «oleada de bolchevismo», como luego afirmaría[13]. El III Cuerpo del teniente general Ronald Scobie fue puesto en estado de alerta para impedir cualquier intento del EAM-ELAS, dominado por los comunistas, de hacerse con el poder en cuanto se retiraran los alemanes. Churchill, que estaba excesivamente bien dispuesto hacia la familia real griega, pretendía que en Atenas hubiera un gobierno amigo de Gran Bretaña.
Aunque el mariscal Brooke había discutido la situación militar con el general Aleksei Antonov y otros de la Stavka, el asunto de la derrota de la Wehrmacht apenas se planteó entre los líderes ni en Quebec ni en Moscú. El Reich estaba siendo atacado por un lado y por otro. Se ordenó la creación de un Muro Oriental que complementara al Muro Occidental. En Prusia oriental la mayoría de la población adulta, tanto hombres como mujeres, fue reclutada por el Gauleiter Erich Koch y sus agentes del partido nazi y obligada a cavar trincheras. El ejército no fue consultado y casi todas aquellas obras de excavación resultaron inútiles.
El 5 de octubre, el Ejército Rojo lanzó el ataque contra Memel. Se tardó dos días en dar la orden de evacuación de la población civil, y aún entonces fue revocada. A Koch no le gustaba la idea de evacuar a los civiles y Hitler le daba la razón, pues transmitía un mensaje derrotista al resto de los habitantes del Reich. Se desencadenó el pánico y como consecuencia numerosas mujeres y niños quedaron encerrados en Memel. Muchos se ahogaron en el río Niemen, intentando huir de la ciudad cuando era pasto de las llamas y víctima del pillaje.
El 16 de octubre la Stavka envió al Tercer Frente Bielorruso del general Chernyakhovsky a atacar Prusia oriental, entre Ebenrode y Goldap. Guderian envió al frente amenazado algunos refuerzos blindados para repeler al Ejército Rojo. Tras la retirada soviética se descubrió una atrocidad espantosa. Varias mujeres y niñas de la aldea de Nemmersdorf habían sido violadas y asesinadas y los cuerpos de algunas víctimas fueron encontrados supuestamente crucificados y clavados en las puertas de los graneros. Goebbels envió inmediatamente fotógrafos a la zona. Rebosando de santa indignación, no desaprovecharía la ocasión de mostrar al pueblo alemán por qué debía luchar hasta el final. A corto plazo, parece que sus esfuerzos fueron contraproducentes. Pero cuando tres meses después empezó la verdadera invasión de Prusia oriental, las terribles imágenes publicadas en la prensa nazi volvieron a brotar en las mentes de todos.
Incluso antes de conocer los acontecimientos de Nemmersdorf, muchas mujeres estaban asustadas temiendo lo que se avecinaba. A pesar de las manifestaciones de ignorancia hechas una vez acabada la guerra, una gran parte de la población civil conocía bastante bien los horrores cometidos en el frente oriental por su propio bando. Y a medida que el Ejército Rojo avanzaba hacia el Reich, muchos se imaginaban que su venganza iba a ser terrible. «Para que lo sepas, si los rusos vienen realmente hasta aquí», decía en una carta una madre joven en el mes de septiembre, «no voy a esperar, sino que prefiero matarme a mí y matar a los niños»[14].
El anuncio efectuado por Himmler el 18 de octubre de un reclutamiento masivo para la creación de una milicia popular llamada Volkssturm inspiró en algunos la determinación de resistir, pero para la mayoría supuso una idea descorazonadora. Su armamento sería patético: una gran variedad de fusiles viejos capturados a distintos ejércitos al comienzo de la guerra, y lanzagranadas antitanque Panzerfaust que se disparaban apoyándolos directamente en el hombro. Y como todos los hombres en edad militar disponibles ya habían sido llamados a las armas, el Volkssturm se llenaría de viejos y de niños. No tardaría en conocerse con el sobrenombre de Eintopf o «Puchero», pues consistía en una mezcla de «carne añeja y verduras frescas». Como el gobierno no proporcionaba uniformes de ninguna clase, excepto un brazalete, muchos dudaban que fueran tratados como combatientes leales, especialmente después del comportamiento que había tenido la Wehrmacht con los partisanos en el frente oriental. Goebbels organizaría más tarde en Berlín un gigantesco desfile para las cámaras de los noticiarios cinematográficos, en el transcurso del cual los llamados a las armas tenían que prestar el juramento de fidelidad a Hitler. A la vista de aquel espectáculo, los veteranos del frente oriental no sabían si reír o llorar.
Hitler, convencido de que el III Ejército de Patton representaba la mayor amenaza, ordenó que el grueso de sus divisiones blindadas fuera desplegado en el Sarre. Al mando del Generaloberst Hasso von Manteuffel, constituyeron un nuevo V Ejército Panzer, título que no podía resultar muy alentador, pues los dos que habían llevado anteriormente este nombre habían sido destruidos. Conjeturando que los americanos se concentrarían primero en Aquisgrán, Rundstedt envió hacia allí todas las divisiones de infantería que pudo reunir.
El I Ejército norteamericano al mando del teniente general Courtney Hodges había avanzado sobre Aquisgrán, con la clara conciencia de que por fin estaban en territorio alemán. A pocos centenares de metros de la frontera capturó un castillo gótico del siglo XIX «al estilo de Bismarck», con ornamentos de hierro forjado y grandes muebles. Pertenecía al sobrino del antiguo comandante en jefe de Hitler, el Generalfeldmarschall von Brauchitsch. El corresponsal australiano Godfrey Blunden describió esa primera batalla en suelo alemán por el oeste. «Se libró a la luz de un sol resplandeciente, bajo un cielo azul sin nubes, en el que los aviones de reconocimiento Piper Cub volaban como cometas. Se libró en un paisaje hermosísimo, a través de campos verdes con setos limpios, colinas pobladas de amables bosquecillos y pequeñas aldeas con campanarios apuntados»[15].
Pero una vez que Model hubo guarnecido el Muro Occidental, la resistencia alemana fue feroz. Los Aliados lamentaron que la crisis de abastecimientos de comienzos de septiembre los hubiera detenido antes de llegar a él. Un oficial de estado mayor del cuartel general del I Ejército comentó: «En aquel momento habría podido traspasarlo dando un paseo con mi perro y mi hija»[16]. Ahora encontraban defensas de campaña excavadas por civiles obligados a realizar trabajos forzosos, casas de campo convertidas en fortines y búnkeres de hormigón con puertas de hierro. Hubo que recurrir a los Sherman para que se ocuparan de ellos utilizando munición perforadora de blindajes. En cuanto un pelotón de soldados de infantería americanos despejaba un búnker utilizando granadas y a veces incluso lanzallamas, llamaba a un equipo de ingenieros que abrían las puertas utilizando sopletes de acetileno para impedir que otros alemanes los ocuparan.
El 12 de octubre Hodges presentó un ultimátum exigiendo la rendición incondicional, de lo contrario la ciudad de Aquisgrán sería arrasada por los bombarderos y la artillería. Los refugiados habían dicho a los oficiales que entre cinco mil y diez mil civiles se habían negado a abandonar la ciudad, a pesar de las órdenes del partido nazi. Hitler había decretado que la capital de Carlomagno y del Sacro Imperio Romano Germánico fuera defendida hasta el final. El I Ejército de Hodges rodeó la ciudad y las tropas sitiadoras tuvieron que enfrentarse a feroces contraataques de los alemanes, situación que produjo no pocos equívocos y comparaciones bastante confusas con Stalingrado. Los contraataques alemanes fueron aplastados con relativa facilidad por las concentraciones de artillería norteamericanas. Muchos de sus cañones lanzaban bombas alemanas capturadas en Francia.
Los defensores alemanes estaban formados por una mezcla de soldados de infantería, granaderos acorazados, hombres de la Luftwaffe, de la SS, de infantería de marina y voluntarios de las Juventudes Hitlerianas. Los daños que sufrieron los edificios fueron considerables, y el ayuntamiento (Rathaus) quedó totalmente destruido. Los escombros y los cristales rotos en medio de las calles, las ventanas vacías y los cables del teléfono colgando, daban a Aquisgrán la «odiosa apariencia de una ciudad derrotada»[17]. Afortunadamente, la artillería americana y los pilotos de los cazabombarderos P-47 Thunderbolt consiguieron no dar a la grandiosa catedral, tal como se les había ordenado.
La lucha casa por casa continuó despiadadamente durante todo el mes de octubre. Los americanos empezaban por volar el piso más alto de un edificio y penetraban en el edificio colindante utilizando sus bazookas. Era demasiado peligroso intentar bajar a la calle. La 30.ª División sufrió un índice tan elevado de bajas que un soldado de reemplazo que llegó al comienzo de los combates se vio convertido en sargento al mando de un pelotón tres semanas más tarde.
Aquisgrán era una ciudad próspera, cuya población pertenecía en su mayoría a la clase media. Los soldados americanos se encontraron de pronto registrando pisos decorados con mobiliario de madera maciza, retratos de Hindenburg y del Káiser, pipas de espuma de mar, jarras de cerveza ornamentales y fotografías de asociaciones estudiantiles adoptando poses de duelistas. Pero los soldados alemanes plantaban trampas bomba en los edificios con cuerdas unidas a cargas explosivas que los americanos llamaban «pañales de niño». «No lo entiendo», decía indignado un soldado raso americano. «Saben que lo más probable es que los maten. ¿Cómo coño no se dan por vencidos?»[18]. Los soldados arrojaban una granada prácticamente en cada habitación antes de entrar en ella, pues los defensores alemanes se escondían dispuestos a responder a los disparos. Varios de ellos, después de pegar un tiro a un americano por la espalda, se levantaban con los brazos en alto con la intención de rendirse, como si se tratara de un juego de niños. No es de extrañar que muchos prisioneros fueran tratados de mala manera.
En cierta ocasión cuatro niños alemanes, el más pequeño de ocho años, empezaron a disparar con unos fusiles abandonados a unos artilleros que manejaban un cañón de campaña. Salió una patrulla a investigar el origen de los disparos. «El jefe de la patrulla americana estaba tan furioso por la acción de los muchachos que abofeteó al mayor de ellos y luego comunicó que el chico había adoptado la posición de firmes y había recibido la bofetada como si fuera un soldado»[19].
Las autoridades militares norteamericanas lograron evacuar a la población civil alemana que había permanecido en los sótanos y en los refugios antiaéreos mientras continuaban los combates. Se dieron cuenta de que, después de toda la propaganda nazi, muchas personas miraban con nerviosismo a los conductores negros de los camiones que las llevaban a un campo de internamiento. Los civiles eran investigados para localizar a los militantes del partido nazi, pero se trataba de una tarea casi imposible. La mayoría se lamentaba de la forma en que habían sido tratados por las tropas nazis que defendían la ciudad, por haberse negado a abandonarla como se les había ordenado. Algunos eran desertores que se las habían arreglado para conseguir ropas de paisano. Un jeep sufrió una emboscada a las afueras de Aquisgrán, episodio que incrementó el temor provocado por los rumores que empezaban a circular acerca de una resistencia guerrillera nazi cuyo nombre clave era Werwolf.
Las autoridades militares estadounidenses tuvieron también que afrontar de repente la dura tarea de ver lo que hacían con cerca de tres mil polacos y rusos condenados a trabajar como mano de obra esclava, entre los cuales había «mujeres de grandes caras pálidas, vestidas con viejas faldas hechas jirones y pañuelos atados alrededor de la cabeza, que llevaban hatillos de ropa»[20]. Algunos hombres ya habían empezado a agredir y a amenazar con navajas a simples ciudadanos para conseguir comida y saquear su casa. Tenían mucho de lo que vengarse, pero la policía militar detuvo a unos setecientos u ochocientos infractores y los mantuvo retenidos en una prisión militar. No era más que un anticipo de las complicaciones que estaban por venir con los ocho millones de desplazados que se calcula que había en Alemania.
El régimen nazi no tenía la menor intención de permitir que reinara la indisciplina de ninguna manera. Ya desde el atentado fallido de julio, que acrecentó en gran medida el poder de Martin Bormann, secretario general del partido nacionalsocialista, de Goebbels y de Himmler, se impuso cada vez más a la Wehrmacht la ideología nazi. Ello imposibilitó que en adelante se produjera cualquier otro intento de quitar de en medio a Hitler. Más allá de los símbolos, como por ejemplo la sustitución del saludo militar por el «saludo alemán», lo cierto es que aumentó el número de NSFO (Nationalsozialistische Führungsoffiziere, «Oficiales Dirigentes Nacionalsocialistas»). Los soldados y oficiales que eran encontrados detrás de la línea del frente sin autorización lo más probable era que fuesen fusilados, y los oficiales de estado mayor eran registrados por guardias de la SS cuando entraban en el cuartel general del Führer.
También empezó un incremento de la represión entre los soviéticos. Para compensar las enormes pérdidas sufridas, el Ejército Rojo tuvo que efectuar reclutamientos forzosos de ucranianos, bielorrusos, polacos y hombres de las tres Repúblicas Bálticas, que una vez más quedaron bajo el control de la Unión Soviética. «Los lituanos nos odian todavía más que los polacos», decía un soldado del Ejército Rojo en una carta a su familia el 11 de octubre, «y nosotros les pagamos con la misma moneda»[21]. Aquellos soldados recién llamados a filas eran irremediablemente los que más probabilidades tenían de desertar. «El Destacamento Especial [SMERSh] me tenía vigilado por ser hijo de un purgado», explicaría más tarde un sargento. «En mi unidad teníamos muchísimos asiáticos, que a menudo escapaban a la retaguardia o se pasaban a los alemanes. Una vez hizo defección un grupo entero. Después de aquello nos dijeron a los rusos que vigiláramos a los uzbecos. Yo entonces era sargento y el oficial político me dijo: “Pagarás con tu vida si alguno de tu sección deserta”. Podrían haberme fusilado perfectamente. Una vez se fugó un bielorruso. Lo cogieron y lo devolvieron a la unidad. El hombre del Destacamento Especial le dijo: “Si luchas como es debido taparemos este episodio”. Pero volvió a fugarse y volvieron a cogerlo. Fue ahorcado. No lo fusilaron, sino que lo ahorcaron como desertor. Nos pusieron en fila en una vereda del bosque. Apareció un camión con una horca montada en él. El hombre de la Checa [NKVD] leyó en voz alta la orden: “Sea ejecutado por traición a la Patria”. El hombre fue ahorcado y luego el de la Checa le pegó además un tiro»[22].
Los alemanes que se retiraban de Bielorrusia tras el colapso del Grupo de Ejércitos Centro se hacían pocas ilusiones respecto a la suerte que pudieran correr los civiles que se habían portado de forma amistosa con ellos. Un Obergefreiter de los servicios sanitarios que logró escapar a tiempo de no quedar atrapado en el cerco se preguntaba: «¿Qué habrá sido de la pobre gente que ha tenido que quedarse atrás, y me refiero a la población local?»[23]. Los soldados alemanes sabían muy bien que el NKVD y el SMERSh llegarían detrás de las tropas combatientes para interrogar a los civiles y enterarse de quién había colaborado con el enemigo.
Durante el avance de los soviéticos hacia Rumania, un oficial anotó que su compañía estaba formada casi en su totalidad por campesinos ucranianos de las regiones que habían estado bajo la «ocupación temporal» del enemigo. «La mayor parte de ellos no tiene ningún deseo de combatir y hay que obligarlos a hacerlo. Recuerdo que iba andando por la trinchera. Todo el mundo estaba cavando excepto un soldado que se suponía que debía estar disponiendo la posición de fuego de la Maxim. Estaba ahí de pie sin hacer nada. Le pregunté qué pasaba. Se hincó de rodillas delante de mí y empezó a gimotear: “¡Ten piedad de mí! ¡Tengo tres hijos! ¡Quiero vivir!”. ¿Qué podía decir yo? Todos comprendíamos que un soldado de infantería en el frente solo tenía dos posibilidades: o el hospital o la tumba». Este oficial, como casi todo el mundo en el Ejército Rojo, estaba convencido de que el hecho de que una compañía saliera airosa de su tarea dependía totalmente de que contara con un núcleo de soldados rusos o siberianos. «Antes de un ataque yo seleccionaba siempre a un par de hombres de entre los soldados rusos de fiar, y cuando la compañía se disponía a atacar esos soldados se quedaban en la trinchera y hacían salir a la fuerza a todos los que intentaban esconderse o no avanzar»[24].
En la retaguardia se llevaron a cabo actos de venganza a escala masiva contra las minorías étnicas que habían acogido de buen grado a los alemanes en 1941 y 1942. En diciembre de 1943, Beria había deportado a Uzbekistán a doscientos mil tártaros de Crimea. Unos veinte mil de estos musulmanes habían prestado servicio con un uniforme alemán, de modo que el noventa por ciento restante tuvo que sufrir su misma suerte, aunque muchos habían combatido bien en el Ejército Rojo. Fueron capturados el 18 de mayo y no les dieron tiempo de prepararse. Unos siete mil murieron durante el viaje y muchísimos más murieron de hambre en el destierro. También fueron detenidos indiscriminadamente unos trescientos noventa mil chechenos, que fueron conducidos a su destino en camiones Studebaker del programa de Préstamo y Arriendo destinados al Ejército Rojo. Se dice que unos setenta y ocho mil murieron durante el viaje. Stalin empezó por su propia gente, antes de lanzarse sobre sus enemigos y sobre los polacos, que, al menos en teoría, eran sus aliados.
El dictador soviético y sus generales no estaban cómodos con las cualidades de las nuevas hornadas como combatientes, pues la resistencia de los alemanes estaba volviéndose cada vez más recia. En las luchas por el dominio de la cordillera de los Cárpatos para defender el este de Hungría y Eslovaquia, las tropas del último aliado que le quedaba a Hitler sorprendieron a los veteranos soviéticos, especialmente después del rápido hundimiento del ejército rumano. «Los húngaros supusieron realmente un gran problema para nosotros en Transilvania», comentaría un oficial del Ejército Rojo. «Luchaban con gran valentía hasta la última bala y hasta el último hombre. No se rendían nunca»[25].
Malinovsky, cuyo Segundo Frente Ucraniano había sido reforzado, intentó llevar a cabo una gran maniobra de envolvimiento en el este de Hungría. Durante la llamada Operación Debrecen, una ofensiva sumamente audaz que dio comienzo el día 6 de octubre se vio frustrada por el contraataque lanzado tres semanas más tarde por el III Cuerpo Panzer y el XVII Cuerpo. A instancias de la Stavka, Malinovsky lanzó otro ataque por el sur cerca de Szeged en dirección a Budapest, rompiendo las líneas del III Ejército húngaro. Pero las numerosas fuerzas de Malinovsky fueron frenadas cerca de la capital por otro contraataque con tres divisiones panzer y la División de Granaderos Acorazados Feldherrnhalle. Iba quedando cada vez más claro que la batalla de Budapest sería una de las más feroces de la guerra.
Tras la defección de Rumania y Bulgaria, el almirante Horthy, el regente de Hungría, estableció contacto con la Unión Soviética en secreto. Molotov exigió que Hungría declarase la guerra inmediatamente a Alemania. El 11 de octubre, el representante de Horthy firmó un pacto en Moscú. Cuatro días después, Horthy informaba al legado alemán en Budapest y proclamaba el armisticio en una transmisión radiofónica. Los alemanes, enterados ya de los pasos que había dado Horthy, reaccionaron con rapidez. Cumpliendo órdenes de Hitler, Otto Skorzeny, jefe del comando de la SS que había rescatado a Mussolini, se había preparado ya para detener a Horthy en su residencia, la Ciudadela, con vistas al Danubio. Los alemanes lo sustituyeron por Ferenc Szálasi, el líder salvajemente antisemita del Movimiento de la Cruz Flechada, de inspiración nazi.
La Operación Panzerfaust, como fue llamada, sería supervisada por el Obergruppenführer Erich von Bach-Zelewski, que acababa de terminar su sanguinaria misión en Varsovia. Skorzeny convenció a Bach-Zelewski de que no repitiera la misma táctica de mano dura que en la capital polaca y que evitara aplastar la Ciudadela para someterla. En efecto, el 15 de octubre por la mañana, justo antes de que Horthy anunciara el armisticio por la radio, los comandos de la SS de Skorzeny secuestraron al hijo de Horthy en una emboscada callejera tras un tiroteo con sus guardaespaldas. Miklós Horthy fue maniatado, trasladado en avión a Viena y desde allí llevado al campo de concentración de Mauthausen, en el que ya se encontraban destacados personajes como Francisco Largo Caballero, el exjefe del gobierno de la República española.
Se hizo saber escuetamente a Horthy que, si persistía en su «traición», su hijo sería ejecutado. A pesar de estar a punto de sufrir un ataque de nervios al oír la amenaza, el almirante continuó transmitiendo su declaración de armisticio. Las tropas de asalto de la Cruz Flechada tomaron el edificio inmediatamente después y publicaron un desmentido, insistiendo en la determinación de Hungría de seguir luchando. Ferenc Szálasi tomó el poder esa misma tarde. A Horthy no le dieron opción. Fue trasladado a Alemania y mantenido bajo arresto domiciliario[26].
Horthy había puesto fin en verano a las deportaciones de judíos de Eichmann. Para entonces ya habían sido asesinados cuatrocientos treinta y siete mil cuatrocientos dos, la mayor parte de ellos en Auschwitz. Pero aunque Himmler detuviera el programa de exterminio masivo ante la cercanía del Ejército Rojo, los judíos que aún quedaban fueron detenidos indiscriminadamente para trabajar como mano de obra esclava y obligados a trasladarse a pie a Alemania debido a la falta de material rodante. Atormentados y golpeados sin piedad por los guardias de la SS y la Cruz Flechada, muchos millares murieron por el camino. Aunque Szálasi interrumpió aquellas marchas de la muerte en el mes de noviembre, más de sesenta mil judíos siguieron encerrados en un minúsculo gueto en Budapest. La mayoría de los seguidores de Szálasi estaban decididos a emprender las medidas necesarias para dar su propia «solución final a la cuestión judía». El padre Alfréd Kun, famoso activista de la Cruz Flechada, que luego admitiría haber cometido quinientos asesinatos, solía dar la siguiente orden: «En nombre de Cristo, ¡fuego!»[27].
Los milicianos de la Cruz Flechada, algunos de entre catorce y dieciséis años, sacaban a grupos de judíos del gueto, los obligaban a quedarse en paños menores y a marchar descalzos por las calles heladas de Budapest hasta los diques del Danubio para ejecutarlos allí. En muchos casos, sus disparos eran tan torpes que algunas víctimas lograban saltar al río helado y escapar a nado. En una ocasión un oficial alemán interrumpió una de esas matanzas y envió a los judíos a su casa, pero probablemente no fuera más que un indulto temporal.
Algunos suboficiales de la gendarmería húngara se unieron a los cuatro mil milicianos de la Cruz Flechada para torturar y asesinar a los judíos, y otros los ayudaron. Hubo también unos pocos miembros de la propia Cruz Flechada que ayudaron a los judíos a escapar, lo que demuestra que nunca se puede generalizar. Los esfuerzos de uno de ellos, el Dr. Ara Jerezian, recibieron después el reconocimiento de Yad Vashem, la institución creada en Israel en memoria de las víctimas del Holocausto.
La operación más grande de salvamento de judíos fue la que organizó el sueco Raoul Wallenberg, que a pesar de no tener más que un cargo semioficial en Hungría, expidió decenas de miles de documentos que afirmaban que el portador del mismo estaba bajo la protección del gobierno sueco. Después, durante el asedio de la ciudad, la Cruz Flechada asaltó la embajada sueca y asesinó a varios miembros de su personal para vengarse de sus actividades. Además de los suecos, el diplomático suizo Carl Lutz, el portugués Carlos Branquinho, la Cruz Roja Internacional y el nuncio papal expidieron sus propios documentos de protección para ayudar a los judíos húngaros a escapar.
Las embajadas de El Salvador y Nicaragua proporcionaron varios centenares de documentos de ciudadanía, pero la treta más extraordinaria es la que llevó a cabo la embajada española. El encargado de negocios español, Ángel Sanz-Briz, sabía que el régimen de Szálasi estaba desesperado por obtener el reconocimiento de su gobierno. Él se encargó de fomentar esa ilusión en las autoridades húngaras, mientras se enfrentaba a la Cruz Flechada con más determinación incluso que la embajada sueca. Sanz-Briz se vio obligado a abandonar el país, pero dejó el puesto a un nuevo «encargado de negocios», Jorge Perlasca, que en realidad era un antifascista italiano. Perlasca reunió a cinco mil judíos en pisos francos bajo la protección de España, mientras que en Madrid el gobierno de Franco desconocía lo que estaba haciéndose en su nombre. Un fraude todavía más osado fue el que llevó a cabo Miksa Domonkos, miembro del Consejo Judío, que se dedicó a falsificar salvoconductos en nombre de un superintendente de la gendarmería húngara. Todos estos intentos de salvar vidas inocentes se harían más urgentes a medida que el Ejército Rojo se acercaba a Budapest y las actividades de la Cruz Flechada se volvían más mortíferas[28].
El 18 de octubre, mientras el I Ejército capturaba Aquisgrán, Eisenhower presidía una conferencia en el cuartel general del XXI Grupo de Ejércitos, en Bruselas, para discutir las opciones estratégicas. La elección de la sede no podía ser más intencionada, pues Montgomery había provocado las iras de sus colegas americanos al no asistir a la anterior, que se había celebrado el 22 de septiembre en el cuartel general del SHAEF en Versalles. Había enviado en su lugar al teniente general Freddy de Guingand, su jefe de estado mayor y «simpático pacificador», como lo describía Bradley. En aquella ocasión Monty no podría dejar de asistir.
Una opción era aguantar el invierno a la espera de que vinieran de los Estados Unidos más divisiones y se reuniera una buena reserva de suministros, que llegarían a través del puerto de Amberes una vez reabierto. La otra era lanzar una gran ofensiva en el mes de noviembre utilizando los recursos disponibles. La inacción en el oeste era impensable simplemente por lo que hubiera podido decir Stalin de las pocas ganas de luchar que tenían los Aliados. La propuesta presentada una vez más por Montgomery de llevar a cabo un gran ataque al norte del Ruhr fue desechada de nuevo. Eisenhower, respaldado por Bradley, quería emprender una doble ofensiva, con el I y el IX Ejército por el norte, y el III Ejército de Patton atacando en el Sarre. A Montgomery le dijeron que girara hacia el sur de Nimega, entre el Rin y el Mosa. Esta concentración de fuerzas al norte y al sur de las Ardenas dejaría un sector con muy pocas defensas en el centro. Para proteger esa parte del frente, Bradley recurrió al VIII Cuerpo del general Troy Middleton, que se había quedado en Bretaña para rematar la faena.
Aquisgrán no quedó despejada hasta finales de la tercera semana de octubre. El 30 de este mismo mes, Colonia recibió virtualmente el tiro de gracia de los bombarderos de Harris con otra incursión durísima. La destrucción de la Reichsbahn supuso que no hubiera trenes suficientes para evacuar a los que seguían viviendo entre las ruinas. La ciudad conoció entonces el único ejemplo de resistencia civil armada contra los nazis, cuando los trabajadores comunistas y extranjeros quitaron las armas a unos policías que habían quedado aislados. Con actos de guerrilla urbana, arremetieron contra la policía e incluso llegaron a matar al jefe local de la Gestapo, hasta que fueron eliminados por completo víctimas de una feroz represalia[29].
Los bombardeos aliados se intensificaron. La RAF y la Fuerza Aérea de los Estados Unidos ya no tenían mucho que temer de la Luftwaffe, aunque a Spaatz le preocupaba que aparecieran de repente los nuevos cazas a reacción Me 262 y derribaran a sus bombarderos. Aproximadamente el sesenta por ciento de todas las bombas lanzadas sobre Alemania cayó durante los últimos nueve meses de la guerra[30]. El ministro de armamento de Hitler, Albert Speer, reconocería que los daños infligidos a la infraestructura económica de Alemania «solo llegaron a ser irrecuperables durante el otoño de 1944, en gran medida como consecuencia de la destrucción sistemática de la red de comunicaciones y transportes a través de la despiadada campaña de bombardeos iniciada por los Aliados en el mes de octubre»[31]. Y a pesar del escepticismo de Harris, el plan de Spaatz de atacar las refinerías de petróleo y las fábricas de benceno tuvo unas consecuencias muy notables sobre las operaciones de la Wehrmacht, y especialmente de la Luftwaffe. Solo la producción de armas siguió adelante, en gran parte debido a la energía y el talento de Speer.
En realidad la decisión de Harris de seguir efectuando bombardeos zonales sobre la cuenca del Ruhr consiguió también dejar fuera de juego tantas fábricas de benceno que en el mes de noviembre ya no quedaba ninguna operativa. La diferencia entre la estrategia de la RAF y la de la VIII Fuerza Aérea norteamericana tenía más que ver con la forma que con sus efectos. Aunque la Fuerza Aérea de los Estados Unidos definía siempre sus operaciones como bombardeos de precisión, la realidad era muy distinta. Cuando se decía que el objetivo era una «estación de clasificación», en realidad era un eufemismo para bombardear toda la ciudad situada en sus inmediaciones. Debido en gran medida a la mala visibilidad reinante durante los meses de invierno, más del setenta por ciento de las bombas de la VIII Fuerza Aérea fueron lanzadas «a ciegas», casi exactamente la misma proporción que la del Mando de Bombarderos. Harris simplemente no tenía remilgos en machacar ciudades enteras y despreciaba a todo aquel que ponía reparos en ese sentido. En lo que se demostró que estaba totalmente equivocado fue en su constante pretensión de que los bombardeos por sí solos podían poner fin a la guerra.
Desde los días funestos de 1942, Gran Bretaña había hecho una inversión tan grande desde el punto de vista financiero e industrial y también por lo que respecta al sacrificio de vidas humanas, en crear el Mando de Bombarderos, que este llegó a desarrollar una fuerza casi imparable. Y siguió adelante con sus actividades aunque al final de la guerra muchos de sus ataques tuvieran muy poca lógica militar, por no hablar de justificación moral. El obsesivo Harris había convertido en una cuestión de honor permitir que cualquier ciudad alemana, independientemente de sus dimensiones, quedara en pie cuando acabara la guerra. El 27 de noviembre, fue bombardeada Friburgo, en los confines de la Selva Negra, dejando tres mil muertos y todo el centro medieval de la ciudad en ruinas. Se trataba de un centro de comunicaciones situado detrás del frente y por lo tanto un objetivo legítimo según la directiva Pointblank original, pero no es ni mucho menos seguro que acortara la guerra un solo día, una sola hora o un solo minuto.
Como el uso intensivo de la artillería, los bombardeos ponían de manifiesto una paradoja de las democracias sumamente desconcertante. Debido a la fortísima presión de la prensa y de la opinión pública en sus propios países, los mandos militares se veían obligados a minimizar sus pérdidas. Y por lo tanto recurrieron a la utilización máxima de explosivos de alta potencia, que irremediablemente causaban la muerte de más civiles. Muchos alemanes clamaban al cielo pidiendo venganza. Las V-1 no habían conseguido poner de rodillas a Inglaterra, tampoco parecía que las V-2 fueran a cambiar el curso de la guerra, así que empezaron a correr rumores acerca de la V-3. «La oración por nuestro Führer y por nuestro pueblo es también un arma», decía en una carta una mujer. «Dios nuestro Señor no puede abandonar a nuestro Führer»[32].
El 8 de noviembre el general Patton se negó a seguir esperando que mejorara el tiempo y empezó la ofensiva del III Ejército en el Sarre sin apoyo aéreo. «A las 05:15 los preparativos de la artillería me despertaron», escribió ese día en su diario. «Los disparos de más de cuatrocientos cañones sonaban como portazos en una casa vacía». Su XX Cuerpo lanzó un gran ataque contra la ciudad fortaleza de Metz. El cielo se despejó y aparecieron los cazabombarderos, pero las lluvias torrenciales habían hecho que el río Mosela creciera hasta alcanzar niveles nunca vistos. Patton contó a Bradley cómo una de sus compañías de ingenieros había tardado dos días de frustración y de duro trabajo en colocar un puente de barcazas que cruzara el tempestuoso río. Uno de los primeros vehículos en cruzar, un cazacarros, tropezó con un cable que luego se rompió. El puente se desenganchó y se fue corriente abajo. «Toda la maldita compañía se quedó hundida en el barro», contó Patton, «chillando como niños pequeños»[33].
El tiempo era igual de malo más al norte para el I y el IX Ejército. El IX Mando Aéreo Táctico del general Elwood «Pete» Quesada había estado atacando los puentes del Rin para impedir el paso de los refuerzos. El 5 de noviembre, un piloto de caza se quedó sorprendido al ver cómo un puente estallaba y se hundía en el Rin cuando alcanzó sin darse cuenta a las cargas de demolición que habían colocado los zapadores alemanes por si el enemigo rompía sus líneas.
El tiempo continuaba siendo espantoso, y no dejó de llover durante trece días seguidos. El 14 de noviembre Bradley cruzó las Ardenas, cuyos caminos se habían cubierto con la primera fina capa de nieve. Se dirigió al cuartel general del I Ejército, instalado en el balneario de Spa, en Bélgica, que había sido el cuartel general de los alemanes durante la Primera Guerra Mundial. Ahora el estado mayor de Hodges se reunía en torno a mesas de campaña en el casino, debajo de enormes lámparas de araña, mientras las bombas volantes V-1 y los cohetes V-2 cruzaban el cielo sobre sus cabezas en dirección a Londres y a Amberes.
En las primeras horas del 16 de noviembre, el informe meteorológico prometía buen tiempo justo a partir de la hora a la que Hodges había decidido atacar fuera como fuese. Poco después del amanecer, apareció el sol por primera vez en varias semanas. Todo el mundo se quedó mirándolo con incredulidad. Poco después de medio día, las Fortalezas Aéreas y los Liberator de la VIII Fuerza Aérea y los Lancaster del Mando de Bombarderos aparecieron en los cielos dispuestos a machacar el Muro Occidental. Bradley, nervioso tras el desastre del comienzo de la Operación Cobra, se había encargado de que se tomaran todas las precauciones para impedir que los bombarderos se lanzaran contra las tropas de tierra que se disponían a atacar. Pero aunque esta vez no hubo bajas norteamericanas, la infantería y los blindados no tardaron en descubrir al avanzar que los alemanes habían plantado sus «jardines del diablo» a todo lo largo y ancho de la zona.
El I Ejército tenía que avanzar desde Aquisgrán hasta el río Roer a través del bosque de Hürtgen. Tenía que capturar las presas situadas al sur de Duren, que los alemanes podían utilizar para frustrar cualquier intento posterior de cruzar el Roer. Confiando en que los bombardeos de la aviación y la artillería les abrieran el paso, Bradley y Hodges subestimaron los horrores que les aguardaban. Serían peores que los del bocage normando.
El bosque de Hürtgen, al sudeste de Aquisgrán, era una concentración oscura y siniestra de pinos que alcanzaban los treinta metros de altura, situada en una empinada ladera. Los soldados perdían constantemente la orientación en sus terribles profundidades. Veían la zona como «una evocadora región fantasmal en la que podía imaginarse que cualquier bruja tuviera su escondrijo»[34]. Iba a ser una batalla de infantería, pero los batallones, regimientos y divisiones obligadas a librarla no estaban adiestradas ni preparadas para lo que les esperaba. Los barrancos y la densidad del arbolado hacían que no hubiera espacio para los tanques y los cazacarros, que estaban acostumbrados a que les prestaran apoyo, y tampoco facilitaban las cosas a la artillería y a los cazabombarderos. Por otra parte, para la 275.ª División de Infantería alemana, experta en el camuflaje, los búnkeres subterráneos, las minas y las trampas explosivas, aquel era un terreno ideal para defender.
Los altos niveles de las pérdidas sufridas por la infantería desde el Día D significaban que una proporción cada vez mayor de los pelotones de primera línea estaban formados en gran parte por novatos mal entrenados. Bradley estaba furioso no solo por su mala calidad, sino también por los pocos que se enviaban al teatro de operaciones de Europa. Se enteró de que el general MacArthur se había asegurado la parte del león para su campaña de las Filipinas. Parecía que en Washington ya no se respetaba ni siquiera de boquilla el principio de «Alemania primero». El Departamento de Guerra había recortado de ochenta mil a sesenta y siete mil los reemplazos asignados cada mes a Eisenhower[35]. El sistema de reemplazos del Ejército de los Estados Unidos había sido poco imaginativo hasta la crueldad, y el del ejército británico no era mucho mejor. Tras las graves pérdidas sufridas, cualquier individuo del personal de retaguardia que sobrara podía encontrarse de repente en un cuartel de reemplazos —un repple depple, como eran llamados familiarmente estos establecimientos, cuyo nombre original era replacement depot—, junto con un montón de adolescentes novatos recién llegados de los Estados Unidos. Se habían hecho grandes esfuerzos para mejorar la organización, de modo que los nuevos reclutas no fueran lanzados al combate de la noche a la mañana sin saber dónde estaban ni contra quién luchaban. No obstante, seguían lamentablemente mal preparados para lo que les aguardaba. Solo si un repple (esto es un reemplazo) sobrevivía a su primera batalla y empezaba a formar un callo con el que cubrir su miedo, tenía posibilidades de sobrevivir a la siguiente.
La táctica alemana era de una simplicidad muy cruel. Su finalidad era producir el máximo de bajas posibles. Los soldados alemanes parecían poseer un genio diabólico para preparar toda clase de trampas explosivas, como las minas Teller unidas a un lazo de cuerda, o las famosas minas antipersona Schu, capaces de arrancarle a uno un pie en cuanto el que la pisaba relajaba la presión. Todos los cortafuegos y los senderos del bosque habían sido minados y bloqueados con árboles caídos. Estas barricadas estaban plagadas de trampas explosivas y señalizadas por las baterías de morteros y de artillería pesada.
Los ataques fracasaron uno tras otro. «Se perdían patrullas y pelotones enteros», decía un informe de la desdichada 28.ª División, «los proyectiles de los morteros, al caer sobre los equipos de asalto que transportaban cargas explosivas, hacían que estas estallasen y que los hombres saltaran por los aires; el infalible tableteo de las ametralladoras barría los árboles cada vez que alguien se movía. Uno de los hombres, un reemplazo, sollozando histéricamente, intentó cavar un hoyo en el suelo con sus manos. A última hora de la tarde este batallón tuvo que volver deprisa y corriendo a su punto de partida»[36].
Para empeorar las cosas, prácticamente no paró de llover. Constantemente caían gotas de los árboles, el terreno estaba saturado y las trincheras llenas de agua. Como no habían llegado los cargamentos de impermeables y pocos se acordaban de las lecciones sobre la guerra de trincheras de hacía un cuarto de siglo, se produjeron muchas bajas por pie de trinchera o «pie de inmersión» entre los soldados americanos. Muchos otros contrajeron disentería. Lo más alarmante fue que se produjo un aumento espectacular de huidas de hombres que eran presa del pánico, acentuado tal vez por el ambiente malévolo del bosque, incrementándose asimismo los casos de autolesiones, de ataques de nervios, de suicidios y de deserciones. En toda la guerra, el soldado Eddie Slovik, de la 28.ª División destinada al bosque Hürtgen, fue el único americano ejecutado por un pelotón de fusilamiento. La Wehrmacht no podía creerse lo blandos que eran los Aliados. En el ejército alemán los desertores no solo eran fusilados automáticamente, sino que, en virtud de un decreto de Himmler, también podían ser ejecutadas sus familias.
Cuando no conseguían que sus hombres se lanzaran al ataque, los oficiales eran relevados. En la 8.ª División casi todos los oficiales de un batallón fueron destituidos, y sus reemplazos corrieron la misma suerte. En aquella terrible batalla en medio del barro, una división tras otra tuvo que replegarse. Los hombres, víctimas del agotamiento físico y psicológico, volvían con ojos inexpresivos, sin parpadear, con la llamada «mirada de dos mil años»[37]. En el bosque de Hürtgen los americanos sufrieron en total treinta y tres mil bajas, más de uno de cada cuatro de los soldados que participaron en la batalla[38].
Hodges fue severamente criticado por su falta de imaginación al intentar librar a las primeras de cambio una batalla con tanta desventaja, circunstancia que por fuerza tenía que acentuar las debilidades de los americanos y los puntos fuertes de los alemanes. Pero el bosque era el único camino para llegar a la localidad de Schmidt y a las presas y embalses del Roer, que era preciso asegurar antes de poder cruzar el río. Incluso en el terreno más despejado al norte de Aquisgrán, las unidades alemanas defendieron cada población fortificada hasta que quedó totalmente destruida. Cuando un oficial de los servicios de inteligencia americanos preguntó a un joven teniente alemán que había sido capturado si no lamentaba perpetrar tantos destrozos en su propio país, el hombre se limitó a encogerse de hombros. «Probablemente ya no sea nuestro después de la guerra», contestó. «¿Por qué no destrozarlo?»[39]. Y todavía más al norte, el II Ejército británico procedente de Nimega se enfrentó en el espeso bosque de Reichswald a unas condiciones muy similares a las que encontraron los hombres de Hodges en el de Hürtgen. La 53.ª División galesa sufrió cinco mil bajas en nueve días[40].
Por el sur, las fuerzas aliadas tuvieron mucho más éxito. El 19 de noviembre, el I Ejército francés del general De Lattre de Tassigny entró por el claro de Belfort y llegó al alto Rin. Tres días después, en el sector norte correspondiente al VI Grupo de Ejércitos del general Jacob L. Devers, el XV Cuerpo del general Wade H. Haislip penetró en el paso de Saverne y el 23 de noviembre la 2ème División Blindée del general Leclerc entraba en Estrasburgo, cumpliendo así la promesa que había hecho en el desierto del norte de África.
Al día siguiente, el general De Gaulle, sumamente satisfecho, emprendió un largo y enrevesado viaje para entrevistarse con Stalin en Moscú. Iba acompañado de su jefe de gabinete, Gaston Palewski, el ministro de asuntos exteriores, Georges Bidault, y el general Juin.
El viaje tuvo una duración bochornosamente larga porque el obsoleto avión bimotor del gobierno se averiaba con una frecuencia desoladora. Finalmente llegaron a Bakú, donde dejaron su avión y embarcaron en un tren proporcionado por el gobierno soviético. Fueron instalados en los anticuados vagones del Gran Duque Nicolás, el comandante en jefe zarista de la Primera Guerra Mundial. El viaje a través de la estepa nevada fue tan lento que De Gaulle comentó secamente que esperaba que no hubiera otra revolución en su ausencia.
De Gaulle estaba ansioso por establecer buenas relaciones con Stalin, en parte con la esperanza de que mantuviera al partido comunista francés bajo control. No se vería defraudado. Stalin no quería de momento que en Francia se llevaran a cabo aventuras revolucionarias de ningún tipo. Una sublevación comunista podría llevar a Roosevelt a cortar el envío de materiales del Programa de Préstamo y Arriendo a la Unión Soviética o, lo que era su peor pesadilla, a utilizarla como excusa para hacer algún trato con Alemania. Stalin sabía cuánto desconfiaba Roosevelt de los franceses. El otro objetivo de De Gaulle era asegurarse de que, con el apoyo de Stalin, Francia estuviera representada en la conferencia de paz y no fuera excluida de ella por parte de los americanos.
A su llegada a Moscú, la delegación francesa tuvo que soportar uno de los siniestros banquetes de Stalin en el Kremlin, en el que el dictador obligaba a sus mariscales y ministros a correr alrededor de la mesa para chocar sus copas con él. Luego proponía brindis en los que los amenazaba con ejecutarlos en una brutal exhibición de humor negro. De Gaulle hizo de él un retrato memorable al describirlo como «un comunista vestido de mariscal, un dictador enroscado en sus tretas, un conquistador con cara de buen hombre»[41]. El objetivo de Stalin durante las conversaciones con los franceses era conseguir el reconocimiento de su gobierno títere de los polacos de Lublin. Esperaba claramente abrir una brecha entre los Aliados occidentales. Con la mayor cortesía y firmeza De Gaulle insistió en su negativa. En un momento determinado, Stalin se volvió hacia Gaston Palewski y dijo con una sonrisa de maliciosa satisfacción: «No se deja nunca de ser polaco, señor Palewski»[42].
Stalin estaba dispuesto a ser generoso, según él, aunque despreciaba a Francia por la forma en que se había venido abajo en 1940, y que tanto había alterado sus planes. (Para lanzar una pulla más a De Gaulle, hizo que Ilya Ehrenburg le regalara una copia de su novela sobre la caída de París). Pero, aunque consciente del resentimiento que abrigaba De Gaulle hacia Roosevelt, Stalin presentía que Francia podía constituir en el futuro una carta muy útil que valía la pena cultivar dentro de la alianza occidental. Stalin no confiaba ni en los ingleses ni en los americanos. Su mayor temor era que rearmaran en el futuro a Alemania. Stalin sabía que lo que en realidad quería De Gaulle era no ya la derrota total de Alemania, sino su desmembramiento. En eso estaban de acuerdo, aunque Stalin no apoyara las pretensiones de De Gaulle sobre Renania en el pacto de posguerra.
La visita salió muy bien, a pesar de que Bidault se emborrachó en el banquete. A las cuatro de la madrugada se firmó finalmente un pacto franco-soviético, justo antes de que la delegación francesa se marchara. Se alcanzó una fórmula de compromiso en lo tocante al gobierno títere de Stalin en Polonia, pero al menos De Gaulle se fue sabiendo que no iba a tener problemas con los comunistas franceses. Su líder, Maurice Thorez, que había llegado a Francia durante su ausencia, no había ordenado a sus correligionarios lanzarse a las barricadas ni organizar más huelgas. Había pedido sangre, sudor, aumento de la productividad y unidad nacional para derrotar a Alemania. Los comunistas de la Resistencia quedaron estupefactos, pero al día siguiente los periódicos del partido confirmaban sus palabras. El Kremlin había hablado con claridad. De Gaulle y sus compañeros de viaje llegaron finalmente a París el 17 de diciembre para enfrentarse a una crisis totalmente inesperada. Los ejércitos alemanes habían entrado en las Ardenas y se pensaba que se dirigían a París.