LA OFENSIVA ICHIGŌ Y LEYTE
(JULIO-OCTUBRE DE 1944)
El 26 de julio de 1944, mientras los americanos empezaban a dejar atrás Normandía, el Ejército Rojo llegaba al Vístula y los marines de los Estados Unidos completaban la conquista de las islas Marianas, el crucero norteamericano Baltimore entraba en Pearl Harbor enarbolando la bandera presidencial. Un grupo de almirantes vestidos con almidonados uniformes blancos aguardaba en el muelle.
El almirante Nimitz subió a bordo para informar al presidente Roosevelt de que el avión del general Douglas MacArthur acababa de aterrizar procedente de Brisbane. Media hora más tarde, MacArthur, que había retrasado su llegada para hacer una entrada triunfal, se dirigió al puerto en un gran automóvil descapotado escoltado por motoristas. No paraba de saludar a la multitud, y también subió a bordo del buque como una estrella de cine el día del estreno de su última gran película.
MacArthur probablemente fuera un ególatra obsesionado con su propia leyenda, por lo demás sumamente inflada. Nunca había ocultado su desprecio por el presidente, al que consideraba prácticamente un comunista. No entendía por qué tenía que reconocer la autoridad del general George C. Marshall, y se sentía sumamente dolido por el hecho de que el almirante Nimitz no hubiera sido puesto bajo sus órdenes. Sin embargo, en aquellos momentos sabía perfectamente lo que necesitaba para defender su poder y su prestigio, aunque ello supusiera tragarse el orgullo y mostrarse agradable y complaciente con Franklin Delano Roosevelt.
MacArthur veía la conferencia estimulante desde el punto de vista político, pues en ella Roosevelt iba a ejercer de comandante en jefe antes de que tuvieran lugar en noviembre las elecciones presidenciales. Afortunadamente, su conquista de Papúa Nueva Guinea había ido mucho mejor de lo esperado, y sus fuerzas estaban ya sólidamente atrincheradas en Hollandia, en el extremo occidental. Había llegado el momento de presionar para que le fuera permitido emprender su misión personal, la reconquista de Filipinas, las islas a las que había prometido regresar. «Allí me están esperando», fue su grandilocuente declaración a los medios escritos. El hecho de que fuera el único, entre los comandantes supremos y los jefes de estado mayor, que abogaba por una liberación total de las Filipinas no lo desanimaba lo más mínimo. Algunos sospechaban que tenía remordimientos de conciencia por haber abandonado a su suerte Corregidor y Bataán, aunque fuera por orden presidencial. Pero lo cierto es que las Filipinas representaban una parte muy importante de su vida, por no hablar de la riqueza que había acumulado allí tras recibir un regalo de quinientos mil dólares de su amigo, el presidente filipino Manuel Quezón.
La idea de liberar Luzón era vista con buenos ojos por varios colegas suyos que consideraban que esta isla, la principal del archipiélago, constituía el trampolín perfecto para dar un salto a Formosa, pues tenían en mente la propuesta de utilizar China como base principal para bombardear Japón. Otros, sobre todo el almirante King, sostenían que había que dejar atrás Luzón y dirigirse directamente a Formosa.
MacArthur, utilizando toda su capacidad de persuasión, consiguió allanar el terreno para convencer a Roosevelt de que debían liberar Filipinas, aunque solo fuera por una cuestión de honor. Consciente de que una negativa podía ser mal vista por la prensa y la opinión pública americana de cara a las elecciones presidenciales de noviembre, Roosevelt se dejó convencer. Algunos indican que llegaron a un acuerdo en privado: las Filipinas a cambio de que MacArthur no atacara a Roosevelt en los Estados Unidos. Por su parte, Marshall y el jefe de las fuerzas aéreas, «Hap» Arnold, sabían que el anhelado proyecto de MacArthur no iba a acelerar en absoluto el fin de la guerra en el Pacífico. Con las Marianas bien afianzadas, disponían ya de bases aéreas para atacar el archipiélago japonés. Los detalles sobre la marcha de la muerte de Bataán que habían salido a la luz hacía poco habían provocado un aluvión de llamamientos insistiendo en la necesidad de bombardear Japón cuanto antes.
Al final, después de que el almirante «Bull» Halsey hubiera llevado a cabo una serie de incursiones contra Filipinas con su Tercera Flota y los portaaviones rápidos de Mitscher, los jefes del estado mayor combinado acordaron en el curso de la conferencia «Octógono» celebrada en Quebec que MacArthur podía seguir adelante con su plan. Debía empezar por la isla de Leyte, en el noroeste de Filipinas, en octubre. Todas las operaciones preliminares fueron canceladas, con una excepción, la captura de Peleliu, en las islas Palaos, a unos ochocientos kilómetros al este de Leyte. Se descartó emprender la invasión de Formosa por varias razones, siendo una de ellas la desastrosa situación que se vivía en China continental debido a la Ofensiva Ichigō lanzada por los japoneses.
Los dramáticos acontecimientos que tenían lugar en París y en Varsovia resultaban difíciles de visualizar para los que combatían una guerra fundamentalmente naval en las antípodas de Europa, del mismo modo que las palmeras, los manglares y las aguas azul cobalto del Pacífico eran inimaginables para los que estaban librando una batalla a muerte en el Viejo Continente.
El hecho de verse obligados a combatir en las islas contra unos japoneses que se negaban a rendirse llevó a los comandantes americanos a contemplar la posibilidad de utilizar el gas para vaciar los búnkeres enemigos y despejar sus túneles y galerías, pero Roosevelt lo prohibió. En general, la Marina de los Estados Unidos adoptó la costumbre de decidir qué archipiélagos y atolones había que dejar atrás en su avance por el Pacífico, y cuáles no. Consciente de la situación desesperada que vivían las tropas japonesas aisladas en islas lejanas y solitarias, simplemente las ignoraba esperando que murieran de hambre.
El bloqueo que impusieron los submarinos americanos fue devastador. Japón acababa de crear un sistema de convoyes, y carecía de suficientes naves de transporte. Esto se debía principalmente al hecho de que la Armada Imperial había preferido concentrar sus recursos en la construcción de grandes buques de guerra. Las tropas niponas que habían sido abandonadas a su suerte por el cuartel general imperial en Tokio no estaban autorizadas a presentar la rendición. Simplemente se les indicaba que aprendieran a ser «autosuficientes», lo que significaba que no esperaran recibir provisiones ni que llegaran tropas de relevo. Se ha calculado que seis de cada diez de los casi un millón setecientos cuarenta mil soldados japoneses que perdieron la vida en la guerra sucumbieron a enfermedades como la malaria o murieron de hambre[1]. Independientemente de la envergadura de los crímenes de guerra que hubieran cometido contra pueblos extranjeros, los jefes del estado mayor japonés habrían debido ser juzgados y condenados por sus compatriotas por los crímenes cometidos contra sus propios soldados, aunque fuera algo impensable en una sociedad tan conformista como la japonesa de la época.
Los soldados nipones se apropiaban de los alimentos de la población local siempre que tenían ocasión, pero en las zonas rurales la gente aprendió a esconder astutamente sus víveres para poder sobrevivir. En los pueblos y en las ciudades, sin embargo, se pasaban muchas más penurias, como también las pasaban su mano de obra esclava y sus prisioneros de guerra aliados. Los oficiales y los soldados japoneses recurrieron a la práctica del canibalismo, y no solo con cadáveres enemigos. La carne humana estaba considerada un alimento necesario, y organizaban «cacerías» para obtenerla. En Nueva Guinea mataron, despedazaron y devoraron a nativos y a esclavos, así como a varios prisioneros de guerra australianos y americanos, a los que llamaban «cerdos blancos» para diferenciarlos de los «cerdos negros» asiáticos[2]. Cocinaban y comían las partes carnosas, los sesos y el hígado de sus víctimas. Aunque sus comandantes les dijeran que no podían comerse a sus propios muertos, esta prohibición no solía detenerlos. A veces elegían a un camarada, especialmente entre los que se negaban a ingerir carne humana, o capturaban a un soldado de otra unidad. Los reclutas japoneses que más tarde fueron atrapados en Filipinas reconocerían que «no era de las guerrillas de quien teníamos miedo, sino de nuestros propios compañeros»[3].
Las requisas de los japoneses en las zonas rurales ya habían dado paso a una grave hambruna en diversas regiones del sudeste asiático, las Indias Orientales Neerlandesas y las Filipinas. Sus métodos depredadores habían hecho estragos en la agricultura, pues apenas dejaban semillas para sembrarlas en la siguiente estación. El cultivo de la tierra en Birmania, que había sido un gran cuenco de arroz para la región, apenas daba para subsistir a finales de la guerra. En Indochina, las autoridades francesas del régimen de Vichy, con el beneplácito de los supervisores japoneses, fijaron precios y establecieron cuotas. Pero luego el ejército imperial iba de aldea en aldea para llevárselo todo antes de que llegaran los funcionarios galos.
En el norte de Indochina, la situación era todavía más precaria, pues los campesinos habían sido obligados a plantar yute, y como todos los barcos de transporte habían sido capturados por los japoneses, no podían recibir arroz del sur. La hambruna de la que fue víctima la población rural de Tonkín entre 1944 y 1945 acabó con la vida de más de dos millones de campesinos. Los japoneses nunca tuvieron la intención de ayudar a la región, sobre todo porque estaba convirtiéndose en un gran foco de partidarios de la Liga por la Independencia de Vietnam, «Viet Minh», dirigida por el comunista Ho Chi Minh. Los seguidores de esta organización recibían ayuda y armas —hecho bastante irónico considerando lo que ocurriría al cabo de unas pocas décadas— del Departamento de Servicios Estratégicos estadounidense (OSS por sus siglas en inglés). Roosevelt, tras obtener el visto bueno de Stalin en la conferencia de Teherán, había decidido impedir que Francia recuperara su colonia, pero su idea murió con él poco antes de que finalizara la guerra en Europa.
El régimen japonés, dominado por los militares, había confiado en que Alemania ganara la guerra en Europa y a los americanos les faltaran las agallas necesarias para librar verdaderas batallas. Con una falta sorprendente de imaginación, los líderes nipones creían que podrían negociar unas condiciones de paz que les fueran favorables, a pesar de la furia americana por lo ocurrido en Pearl Harbor. Estos fatales errores de cálculo se vieron propiciados por la inflexibilidad de la jerarquía militar imperial. Mientras que los comandantes japoneses rechazaban cualquier tipo de innovación, las fuerzas americanas, con su movilización de hombres inteligentes y dinámicos procedentes de distintas clases sociales y de todos los ámbitos profesionales, aprendían muy rápido tanto desde el punto de vista tecnológico como táctico. Sobre todo, los Estados Unidos supieron estimular una industria militar que, además de producir un arsenal extraordinario, permitió que a finales de 1944 dispusieran de casi un centenar de portaaviones en alta mar.
Algunos historiadores sostienen que, debido a que las pérdidas de buques mercantes sufridas por Japón fueron catastróficas, su gran ejército de China continental jamás habría podido ser desplegado para enfrentarse a fuerzas aliadas en otros rincones del mundo, por lo que la cuestión de si las tropas de Chiang Kai-shek lo mantuvieron o no entretenido resulta irrelevante. En realidad, algunas fuerzas terrestres y buena parte de la aviación naval sí fueron desplegadas, pero esta línea de pensamiento sigue considerando que todo el apoyo prestado a China fue una pérdida de recursos y de tiempo. Esta tesis obvia el hecho de que, sin la resistencia de los ejércitos chinos en la primera fase de la guerra, y su convicción de que debían permanecer en el conflicto, las tropas japonesas habrían tenido una presencia más contundente y peligrosa en otros lugares del mundo.
La Ofensiva Ichigō, que los japoneses habían comenzado en abril de 1944, pareció en un principio confirmar las opiniones más pesimistas sobre la capacidad de combate de los nacionalistas chinos. Incluso los oficiales de Chiang se desesperaron. «Recibimos la orden de retirarnos», escribiría un capitán. «Una gran masa de hombres, caballos y carros retrocedía. Era una escena desoladora. De repente vi a Huang Chi-hsiang, nuestro general, pasar a galope con su caballo, vestido con un pijama y calzando una sola bota. Me impresionó aquella falta de dignidad. Si los generales huían despavoridos, ¿por qué un soldado corriente debía quedarse y seguir luchando? Los japoneses enviaban tanques y más tanques, y nosotros no teníamos nada para detenerlos»[4].
Todas las contradicciones de la política estadounidense, que pretendía sacar el máximo rendimiento de China con el mínimo apoyo, se pusieron de manifiesto a la vez con una intensidad realmente contraproducente. Tras haberse concentrado exclusivamente en Birmania para abrir su carretera y en el rearme y en el entrenamiento de las divisiones nacionalistas desplegadas en la región, Stilwell había hecho bien poco por los ejércitos de Chiang Kai-shek que debían enfrentarse a los japoneses en la propia China. Como sabían perfectamente los americanos, esas tropas estaban desnutridas y demasiado débiles para luchar, por mucho que les entregaran las armas adecuadas. De modo que era sumamente injusto culparlas de no haber sabido defender las bases aéreas estadounidenses, sobre todo después de que las incursiones de la aviación americana contra el archipiélago nipón y otros objetivos hubieran provocado una rápida respuesta de los japoneses. Y Roosevelt no quería que los B-29 fueran utilizados para ayudar a las tropas chinas sobre el terreno. La única excepción se produjo en noviembre y en diciembre, cuando las Superfortalezas arrasaron los depósitos de provisiones japoneses de Hankou.
Hubo ocasiones en las que los chinos combatieron bien. En Heng-yang, el X Ejército quedó rodeado y, con la ayuda de los cazas y los bombarderos de Chennault, logró resistir a los japoneses durante más de seis semanas. Un periodista americano describiría en los siguientes términos a las tropas que pretendían reforzar el X Ejército: «De cada tres hombres, solo uno llevaba fusil… No se veía ni un vehículo motorizado, ni un camión en toda la columna. Tampoco piezas de artillería. De vez en cuando veías algún animal de carga que llevaba parte del equipamiento… Los hombres caminaban lentamente, con esa amargura característica del soldado chino que no espera nada más que ir al encuentro de una tragedia… sus cañones eran anticuados, y sus uniformes, de color amarillo y marrón, andrajos. Cada uno de ellos llevaba dos granadas atadas al cinturón, y alrededor del cuello una larga media azul, gruesa como una mortadela, llena de granos de arroz, su único alimento. Sus sandalias de paja dejaban ver unos pies destrozados e hinchados»[5]. Estas eran las tropas aliadas, patéticamente pertrechadas, a las que Washington culpaba de no haber conseguido repeler la mayor ofensiva terrestre lanzada por Japón en Extremo Oriente durante la guerra.
La caída de Heng-yang el 8 de agosto dejaba libre el camino hacia las otras bases aéreas que tenían los americanos en Kweilin y Liuchow. No solo las relaciones entre los estadounidenses y el generalísimo estaban al borde de la ruptura, sino que, además, Chennault acusaba a Stilwell de haber hecho oídos sordos a todas las voces que advertían de la inminencia de la Ofensiva Ichigō, y Stilwell acusaba a Chennault de haberla provocado y de haberse quedado con la mayoría de los suministros enviados a través del Himalaya, sin dejar prácticamente nada para las fuerzas terrestres chinas. Ni que decir tiene que en aquellos momentos todas las anteriores afirmaciones de Chennault, en el sentido de que su XIV Fuerza Aérea era capaz de detener sola el avance japonés, parecían vanas y ridículas. Stilwell quería que Chennault fuera destituido inmediatamente, pero Marshall se negó. Marshall y el general Arnold también se negaron a la pretensión de Chennault de recibir todos los suministros enviados al mando de bombarderos B-29 Superfortaleza.
La administración de Roosevelt y la prensa americana, que en 1941 habían idealizado a Chiang Kai-shek y la resistencia del régimen nacionalista a los japoneses, se volvieron contra ellos de una manera vergonzosamente exagerada. Una falta de comprensión de los problemas fundamentales y de los fallos cometidos dio lugar a otra contradicción en la política de los Estados Unidos. Stilwell, el Departamento de Estado y la Oficina de Servicios Estratégicos, exasperados con Chiang Kai-shek y los nacionalistas, empezaron a idealizar a Mao Tse-tung y a los comunistas.
En julio, Roosevelt ya le había dicho a Chiang que nombrara a Stilwell comandante en jefe de todas las fuerzas chinas, incluidas las comunistas. El generalísimo no tenía la más mínima intención de hacer algo semejante, especialmente si los americanos contemplaban la posibilidad de armar a los comunistas, pero no podía hacer otra cosa que intentar ganar tiempo. Una negativa rotunda suponía fácilmente perder toda la ayuda militar y económica. La Ofensiva Ichigō, devastadora para los ejércitos nacionalistas, había redundado en cambio en beneficio de los comunistas, pues la mayoría de las fuerzas japonesas participantes había llegado del norte de China y Manchuria. Los comunistas habían sacado tajada de las derrotas nacionalistas, trasladando fuerzas hacia el sur, a las regiones que los ejércitos de Chiang Kai-shek se habían visto obligados a abandonar.
Los americanos, en un intento vano de conseguir que ambas partes colaboraran, solicitaron autorización para enviar a un grupo de observadores al cuartel general de Mao en Yenan. La llamada «Misión Dixie» llegó en julio, y sus integrantes quedaron gratamente impresionados, como pretendía Mao. Como las severas limitaciones impuestas no les habían permitido ni ver todo lo que había que ver ni hablar libremente con quien quisieran, no tenían ni idea de la firme determinación de Mao de acabar completamente con los nacionalistas ni de las brutales purgas para «erradicar a los traidores existentes [en el Partido Comunista Chino] e imponer la ideología maoísta a todos los miembros del partido»[6]. Las detenciones masivas instauraron un reinado de terror en el que se denunciaba a los sospechosos en medio de consignas del partido y de abucheos. Se obtenían las confesiones por medio de torturas físicas y psicológicas y verdaderos lavados de cerebro. El régimen de Mao, con su utilización obsesiva del control de pensamiento y de la «autocrítica», resultaría aún más totalitario que el propio estalinismo. Mao no utilizaba una policía secreta. Los ciudadanos corrientes se veían obligados a participar en la caza de brujas, en la tortura y en la ejecución de supuestos traidores. Y el culto a la personalidad de Mao superó al de Stalin[7].
Los cuadros y los comandantes militares comunistas sentían verdadero pavor de cometer un error. En aquellos momentos, en los que la guerra empezaba a ser mucho más que unas simples acciones guerrilleras, temían ser acusados de contravenir la ideología maoísta, que, tras la desastrosa batalla de los Cien Regimientos, había condenado siempre la guerra convencional. Por mucho que siguiera aumentando el tamaño de su ejército, Mao era todavía reacio a poner en peligro unas fuerzas que quería preservar para enfrentarse más tarde a los nacionalistas. A finales de 1944, los comunistas chinos contaban con novecientos mil hombres en sus formaciones regulares, y con dos millones y medio aproximadamente en sus milicias campesinas locales.
La situación en China acabó siendo tan desesperada durante la Ofensiva Ichigō, que Chiang quiso traer de vuelta las divisiones de la Fuerza Y —que se encontraban en el frente del Salween— para intentar frenar el avance japonés. Como era un momento crucial para el éxito de la campaña de Birmania, Roosevelt, Marshall y Stilwell pusieron el grito en el cielo, sin querer reconocer que cada uno de ellos era en parte responsable de aquella llamada desesperada de los nacionalistas. Marshall redactó un comunicado muy severo, parecido a un ultimátum, exigiendo al generalísimo que nombrara inmediatamente a Stilwell comandante en jefe y reforzara el frente del Salween.
Cuando Stilwell leyó el comunicado a su llegada se llenó de regocijo. Puede decirse que irrumpió precipitadamente en la sala en la que el generalísimo mantenía una entrevista con el general de división Patrick J. Hurley, el nuevo representante de Roosevelt, e interrumpió la reunión. Más tarde contaría victorioso en su diario cómo «le restregué aquella pimienta por las narices al Cacahuete, y luego me dejé caer en un sillón dando un profundo respiro. La patada le dio a ese cabroncete en toda la boca del estómago». Hurley, por su parte, quedó abatido por el tono del comunicado y por el grave descrédito que todo aquello iba a suponer. Chiang Kai-shek reprimió su cólera. Simplemente musitó: «Comprendo», y puso fin a la entrevista[8].
Más tarde el generalísimo envió un mensaje a Roosevelt a través de Hurley insistiendo en que Stilwell abandonara China. Chiang decía estar totalmente dispuesto a aceptar que un general americano se pusiera al frente de las fuerzas chinas, siempre y cuando no se tratara de Stilwell. Roosevelt ya no consideraba que China fuera esencial para derrotar a Japón, especialmente después de que Stalin se hubiera comprometido a invadir Manchuria en cuanto acabara la guerra con Alemania. De modo que se limitó a valorar en qué medida podría afectar aquel lío a su candidatura a las elecciones presidenciales de noviembre.
La prensa americana había empezado a mostrar su oposición al régimen nacionalista, al que describía como dictatorial, incompetente, corrupto y enchufista. Los periódicos lo acusaban de no querer luchar contra los japoneses y de absoluta indiferencia hacia el pueblo chino, especialmente durante la terrible hambruna vivida en Honan el año anterior. El New York Times afirmaba que con su apoyo a los nacionalistas, los Estados Unidos se convertían en colaboradores de «un régimen autocrático, despiadado y reaccionario»[9]. Escritores muy influyentes, como Theodore White, vilipendiaban a Chiang Kai-shek y lo consideraban mucho peor que cualquier comunista. En aquella época de liberalismo propio del New Deal, muchos funcionarios del Departamento de Estado coincidían con este parecer[10].
En los Estados Unidos, los sondeos de opinión durante la campaña presidencial revelaban que Roosevelt estaba perdiendo a pasos agigantados la ligera ventaja que tenía sobre su adversario, Thomas Dewey. Así pues, Roosevelt, temeroso de las funestas consecuencias que podría tener en su campaña un derrumbamiento de los chinos nacionalistas, decidió que Stilwell regresara a Washington, haciendo ver que el general había hecho todo lo posible para instruir a Chiang Kai-shek y que ya no podía hacer nada más. La verdad de los hechos, esto es, que los chinos habían sido abandonados a su suerte ante la inminencia de la Ofensiva Ichigō, fue completamente ocultada, como también se ocultaron las continuas disputas de Stilwell con Chiang, con Chennault y con Mountbatten.
El general Marshall, que había sido quien había nombrado a Stilwell, y que eludía en buena medida su parte de responsabilidad en aquella desastrosa situación, redactó una contestación para la petición de Chiang. «Habrá que explicar exhaustivamente y con claridad las razones de la marcha de Stilwell», escribiría Marshall en el esbozo de la respuesta que Roosevelt debía enviar al líder nacionalista. «Una decisión semejante sorprenderá y confundirá al pueblo americano, y lamento el daño que inevitablemente producirá en el sentimiento de solidaridad del pueblo americano hacia China»[11].
En su mensaje a Chiang Kai-shek, Roosevelt no utilizó al final la amenaza, más o menos velada, de Marshall de difundir los detalles que se ocultaban detrás de la marcha de Stilwell, pero sin duda se aseguró de que la prensa americana fuera informada debidamente. En cualquier caso, antes de partir, Stilwell se encargaría de dar su versión de los hechos a los periodistas desplazados a Chungking. Y también se encargaría de que en los Estados Unidos los simpatizantes de la causa nacionalista condenaran a Chiang, calificándolo de dictador militar non grato y acusándolo de no querer atacar a los japoneses para acumular el mayor número posible de armas americanas con el único fin de combatir a los comunistas. Pero nadie sospechaba que en realidad era Mao el que deliberadamente se reservaba sus fuerzas para emprender una guerra civil y pactaba en secreto con los japoneses.
El general de división Albert C. Wedemeyer, que había prestado sus servicios como jefe de estado mayor de Mountbatten, sustituyó a Stilwell en octubre, justo cuando los japoneses reemprendían su ofensiva. La precaria situación de los refugiados era un reflejo exacto de la que vivían las maltrechas tropas. Los ejércitos de Chiang, sumamente desmoralizados y hambrientos, volvieron a derrumbarse en medio del caos, permitiendo que los japoneses capturaran más bases aéreas, todas las cuales fueron demolidas por los americanos justo antes de su llegada. En aquellos momentos, los estadounidenses ya se habían habituado a la rutina de volar cada uno de sus cobertizos, cada uno de sus hangares y cada uno de sus almacenes antes de colocar bombas de cuatrocientos sesenta kilos (mil libras) en las pistas para abrir en ellas tantos boquetes que quedaran completamente inutilizables.
Lo desesperado de la situación hizo que Wedemeyer autorizara el regreso de las divisiones de la Fuerza Y y lograra que fueran trasladadas inmediatamente a la zona todas las formaciones de las fuerzas aéreas que actuaban en la campaña de Birmania. Pero el avance japonés estaba llegando a su final de una manera natural. La Operación Ichigō había conseguido sus objetivos, y el invierno se acercaba. Trece aeródromos norteamericanos habían quedado inoperativos, los nipones habían infligido más de trescientas mil bajas en las filas nacionalistas y sus ejércitos de China se habían unido a sus camaradas de Indochina[12].
Para el general Slim supuso un duro golpe quedarse sin apoyo aéreo en el momento en que su XIV Ejército se disponía a cruzar un río tan importante y caudaloso como el Irrawaddy. Varios oficiales británicos sospecharon que el anglófobo general Wedemeyer no tenía en realidad ningún interés en ayudarlos, sobre todo teniendo en cuenta que ya habían contribuido en todo lo necesario para asegurar la carretera de Birmania a China.
Mientras MacArthur seguía exultante por el beneplácito recibido de Roosevelt para emprender su invasión de Luzón, lo cual representaba una victoria sobre el almirante King, iban desarrollándose los preparativos para los primeros desembarcos en Leyte. Pero el almirante Nimitz se había negado a cancelar el asalto a la isla de Peleliu, donde se encontraba el principal aeródromo japonés de las islas Palaos. Los comandantes suponían que la 1.ª División de Infantería de Marina tardaría solo entre tres y cuatro días en tomar Peleliu.
El 15 de septiembre comenzó el asalto anfibio, con el habitual bombardeo de los grandes cañones de los acorazados y los bombarderos en picado de los portaaviones. Los portones de proa de los LST se abrieron, y empezaron a salir varios centenares de vehículos anfibios llenos de marines. Peleliu, con apenas ocho kilómetros de longitud y menos de tres de anchura, parecía en el mapa como una cabeza de cocodrilo con las mandíbulas ligeramente abiertas. Su costa noroccidental la formaba una larga barrera de colinas y crestas de coral, la suroriental era una zona de manglares, y en el centro llano de la isla se encontraba el aeródromo. Los atolones de coral que la rodeaban imposibilitaban el uso de lanchas de desembarco. Solo los vehículos anfibios podían superarlos.
Para los marines que habían combatido en la mayoría de las islas, Peleliu sería la peor. El calor era agobiante, llegándose a veces a los 46º. El agua de sus cantimploras parecía recién hervida, pero la bebían igual. La sed y la deshidratación se convirtieron en graves problemas. La escasez de agua en la isla era tal que a bordo de los barcos de la flota hubo que llenar de agua viejos barriles de petróleo aún sucios para llevarlos a tierra. Su contenido, que sabía a una mezcla de óxido y gasolina, repugnaba a todos los hombres, pero era lo único que había. Muchos soldados sufrieron golpes de calor ya en las primeras veinticuatro horas.
Los marines llegaron a las inmediaciones del aeródromo, y enseguida empezaron a oír el ruido de unos tanques. Al principio creyeron que eran los suyos, pero cuando se dieron cuenta de que una docena de carros blindados japoneses habían aparecido de la nada, cundió rápidamente el pánico. Disponían de pocas armas perforadoras de blindaje, pero al final unos cuantos Sherman y los cazabombarderos redujeron enseguida los obsoletos vehículos acorazados enemigos a un montón de chatarra humeante.
Los marines esperaban que los japoneses no tardaran en «recurrir a su grito de banzai», o lo que es lo mismo, a lanzarse contra ellos en una carga suicida como habían hecho en otras islas, pues era su manera de poner rápidamente fin a una situación desesperada. Pero el enemigo había decidido cambiar de táctica. Atrincherarse entre el sólido coral resultaba imposible. Y lo peor de todo, los afilados fragmentos que las explosiones de las bombas lanzaban despedidos en todas direcciones aumentaban enormemente sus letales efectos. El único cobijo que encontraron los americanos fueron los cráteres abiertos por el estallido de las bombas. Con todo el lugar lleno de heridos y muertos, y las ametralladoras japonesas cubriendo perfectamente el sector, la evacuación de las víctimas provocaba pérdidas aún mayores. Al final un joven oficial agarró al conductor de un vehículo anfibio que se negaba a intervenir y, apuntándole con la pistola en la cabeza, le obligó a circular por la zona para recoger a los caídos.
En la barrera coralina que se extendía de norte a este en el extremo de la isla más alejado del aeródromo había un laberinto de galerías y cuevas naturales. Tras unas portezuelas de acero correderas, los japoneses habían colocado en su interior los cañones de campaña. Habían instalado incluso ventiladores eléctricos para dispersar las nubes de humo de cordita provocadas por los disparos. Para enfrentarse a los defensores, primero los marines tenían que cruzar el aeródromo y superar los blocaos y los barracones que habían sido transformados en una fortificación de hormigón. En opinión de muchos, en aquellos momentos lo de Guadalcanal parecía que había sido una excursión dominguera.
La mañana del 16 de septiembre, cuatro batallones lanzaron un ataque a través del aeródromo convertido en tierra de nadie. Avanzando encorvados a toda prisa, muchos americanos caían al suelo abatidos por los disparos. Pero los edificios fueron tomados, y sus ocupantes eliminados. La 1.ª División de Infantería de Marina había sufrido más de mil bajas. Pero lo peor llegaría cuando tuviera que limpiar de enemigos lo que los soldados americanos llamaron «Bloody Nose Ridge» (o «Cresta de la nariz sangrante»), esto es, la barrera coralina formada por una sucesión de empinadas crestas que alcanzaban una altura de sesenta e incluso noventa metros. Los marines raras veces conseguían conciliar el sueño por la noche. Durante las horas de oscuridad los japoneses se infiltraban en sus líneas, solos o en pareja, unas veces para acuchillar a los ametralladores en sus propias trincheras, otras para encaramarse a lo alto de los árboles y convertirse en peligrosos francotiradores cuando empezaba a salir el sol.
Para los americanos despejar de enemigos «Bloody Nose Ridge» fue una tarea ardua y difícil, en la que las granadas y los lanzallamas desempeñaron un papel fundamental. Las cuevas y los túneles de la zona proporcionaban a los japoneses unas posiciones de tiro laberínticamente comunicadas unas con otras, y los combates fueron tan encarnizados que la mayor parte de la isla no quedó despejada hasta finales de octubre. Por entonces, las bajas de la 1.ª División de Infantería de Marina ascendían a seis mil quinientas veintiséis, mil doscientas cincuenta y dos de las cuales correspondían a muertos. Y la 81.ª División, que llegó como refuerzo, perdió otros tres mil doscientos setenta y ocho hombres. Y lo cierto es que se podría haber pasado de largo por Peleliu. Fue uno de los pocos errores que cometió Nimitz.
A punto estuvo de cometerse otro error, esta vez por el almirante Halsey, en la batalla naval más importante de toda la guerra, pero por fortuna para la Flota del Pacífico, un almirante japonés no supo aprovechar la magnífica oportunidad que se le brindó. Los nipones sabían que tarde o temprano los americanos intentarían invadir Filipinas, y su idea era convertir la acción en una batalla decisiva.
Los últimos acorazados de la Flota Combinada japonesa tenían su base cerca del principal centro de suministro de petróleo de las Indias Orientales Neerlandesas. Tras hundir tantísimos buques cisterna, los submarinos estadounidenses no les habían dejado otra alternativa. Los portaaviones que le quedaban a la Armada Imperial debían permanecer cerca del archipiélago nipón. En Okinawa, el almirante Fukudome Shigeru, que había vivido una contundente incursión de los aviones de la Tercera Flota de los Estados Unidos en el mes de octubre, estaba horrorizado por el elevado número de bajas que habían sufrido sus mal preparados pilotos cuando más de quinientos aparatos japoneses cayeron derribados por la aviación americana. Describiría la escena «como un montón de huevos arrojados contra el muro de piedra de la indómita formación enemiga»[13]. Sin embargo, la obsesión de los japoneses por mantener el prestigio y guardar las apariencias, hizo que trataran de presentar aquel desastre como una victoria. Dijeron haber hundido dos acorazados y once portaaviones, cuando en realidad los Aliados únicamente sufrieron daños en dos cruceros durante el enfrentamiento. El emperador Hiro Hito pidió que se llevaran a cabo celebraciones en toda la nación. La Armada Imperial también se olvidó de contar a sus colegas del ejército la realidad de los hechos. En consecuencia, el mariscal de campo Terauchi Hisaichi decidió que, en vista de lo sucedido, la marina podía defender la isla de Leyte y también la de Luzón, y convenció al cuartel general imperial de que cambiara sus planes según su propuesta.
El general MacArthur, convencido de que el destino iba a depararle su gran momento de gloria, embarcó en el crucero Nashville para unirse a los barcos que transportaban las tropas de invasión del VI Ejército. El convoy iba escoltado por la Séptima Flota del vicealmirante Thomas C. Kinkaid, formada por dieciocho portaaviones y seis viejos acorazados. Como era de esperar, a la Séptima Flota se la llamaría la «Armada de MacArthur». Todos estos buques debían aproximarse a Leyte por el sur. La Tercera Flota de Halsey, con dieciséis portaaviones rápidos, seis acorazados y otros ochenta y un navíos, entre cruceros y destructores, vigilaría las rutas que accedían a la isla por el nordeste. En total, la Marina de los Estados Unidos había echado a la mar doscientos veinticinco buques de guerra para la invasión de Leyte.
Ni Halsey ni Kinkaid esperaban que los japoneses presentaran batalla en aquel momento. La lógica parecía indicar que los japoneses se replegarían para concentrar sus fuerzas y afrontar una invasión en la propia Luzón. Este había sido, de hecho, el plan nipón, pero si se producía un desembarco en Filipinas, los japoneses corrían el peligro de ver cortado su acceso a los yacimientos petrolíferos de Java y Sumatra. El cuartel general imperial simplemente no podía obviar semejante amenaza. Halsey estaba tan confiado que envió uno de sus grupos de portaaviones a la gran base naval que los americanos acababan de instalar en la laguna del atolón Ulithi, en las islas Carolinas, para su puesta a punto.
A primera hora del 20 de octubre, la flota invasora y sus naves escolta entraron en el estrecho que daba acceso al golfo de Leyte. El desembarco de cuatro divisiones comenzó esa misma mañana y se desarrolló según lo previsto. El general MacArthur bajó a tierra con el nuevo presidente de Filipinas a primera hora de la tarde. MacArthur, que se había asegurado de contar con la presencia de periodistas, cámaras de rodaje y fotógrafos, hizo las siguientes declaraciones al llegar a la playa: «¡Pueblo de Filipinas, he regresado! Con la ayuda de Dios Todopoderoso, nuestras fuerzas vuelven a estar en suelo filipino». Aquella campaña casi presidencial que MacArthur había llevado a cabo durante el último año había incluido el reparto de folletos, cajas de cerillas, paquetes de cigarrillos e insignias propagandísticas, todo ello decorado con un retrato del general MacArthur, las banderas de los Estados Unidos y Filipinas y el siguiente slogan: I shall return («Regresaré»). De su distribución se había encargado la gran red de la resistencia presente en el archipiélago, y la mayoría de los filipinos sabía el significado de aquellas tres palabras inglesas cuando empezaron los desembarcos.
Los combates en Leyte no tardaron en aumentar de intensidad. Como había ocurrido en otros lugares, las unidades de vanguardia toparon con posiciones atrincheradas y nidos de ametralladoras perfectamente camuflados. Una vez más las consecuencias fueron devastadoras. El 302.º Batallón de Ingenieros acudió en ayuda de la 77.ª División. En un bulldozer blindado, su capitán, J. Carruth, se lanzó contra el enemigo, enterrando, o dejando al descubierto, sus trincheras y sus nidos de ametralladoras, llegando a veces incluso a colgarse de un lado del vehículo para disparar con su subfusil Thompson contra cualquier soldado japonés que pudiera quedar expuesto.
El 23 de octubre, mientras MacArthur era homenajeado en otra ceremonia celebrada en la ciudad provincial de Tacloban, la flota invasora anclada frente a la costa daba la señal de alarma: «¡Todos a sus puestos! ¡Zafarrancho de combate!». Dos submarinos estadounidenses habían divisado los buques de la Flota Combinada japonesa dirigiéndose hacia allí.
El almirante Toyoda Soemu, comandante en jefe de la Flota Combinada, disponía de un gran número de acorazados y de cruceros pesados. A sus fuerzas se habían unido incluso dos acorazados de la clase Yamato, los más grandes del mundo, con sesenta y ocho mil toneladas de peso, y armados con cañones de 46 cm. Como se había quedado prácticamente sin pilotos y sin aparatos aéreos tras los desastrosos enfrentamientos ocurridos en aguas de Formosa, Toyoda había decidido utilizar sus dos portaaviones como anzuelo para atraer la flota americana y alejarla de Leyte, tras lo cual pensaba atacar los barcos de transporte estadounidenses y sus naves escolta.
El plan de Toyoda era, probablemente, demasiado complicado para que pudiera ser culminado con el éxito. El almirante japonés dividió sus fuerzas en cuatro: el grupo de portaaviones enviado al norte para servir de cebo; dos escuadras que supuestamente debían reunirse en el estrecho de Surigao, aunque al final no llegaron a encontrarse debido a los problemas existentes entre sus comandantes, que se detestaban el uno al otro; y por último el grueso de la flota, la Primera Fuerza de Ataque, comandada por el vicealmirante Kurita Takeo, y en la que se encontraban los grandes acorazados Yamato y Musashi. Toyoda pretendía cruzar el archipiélago filipino para llegar al estrecho de San Bernardino al norte de Leyte. Esta fue la fuerza que, procedente de Brunei, en la costa septentrional de Borneo, fue divisada por los dos submarinos norteamericanos.
Tras enviar el mensaje de alarma, los submarinos atacaron inmediatamente a la flota enemiga con torpedos, hundiendo el buque insignia de Kurita, el crucero pesado Atago, provocando graves daños en otro crucero, el Takao, y echando a pique un tercero, el Maya. Abatido y desconcertado, Kurita Takeo, vestido aún con su uniforme azul y sus guantes blancos, abandonó el Atago poco antes de que este desapareciera engullido por las aguas, y trasladó su bandera al Yamato.
El 24 de octubre, el almirante Halsey, presa de un gran entusiasmo, se preparó para la acción. Ordenó que los portaaviones de Mitscher atacaran la fuerza de Kurita, pero inmediatamente los radares advirtieron que un escuadrón de aproximadamente doscientos aviones se aproximaba en su dirección procedentes de los aeródromos japoneses. Los cazas Hellcat despegaron rápidamente y destruyeron setenta aparatos enemigos. Un solo piloto americano consiguió derribar nueve de ellos en este enfrentamiento. Sin embargo, un bombardero japonés logró pasar entre los Hellcat. Una de sus bombas alcanzó la cubierta de vuelo del portaaviones Princeton, y estalló un gran incendio. Las llamas comenzaron a propagarse, provocando la explosión de los torpedos y el combustible almacenados en el interior del buque.
A las 10:30, los bombarderos en picado Corsair, con su característica ala de gaviota invertida, y los aviones torpederos Avenger atacaron la gigantesca escuadra del almirante Kurita, en la que se encontraban los grandes acorazados Yamato y Musashi. Los Avenger lanzaron sus torpedos contra el Musashi, cuya proa era un poco más vulnerable, obligándolo a aminorar su velocidad. Sus acciones fueron imitadas por otros pilotos americanos. Diecisiete bombas y diecinueve torpedos alcanzaron de lleno al Musashi, condenándolo a una muerte segura. Un corneta tocó el himno nacional japonés mientras el acorazado empezaba a escorarse, y un corpulento nadador se ató al cuerpo la bandera de combate antes de saltar por la borda. Poco después el enorme acorazado, cuyas dimensiones superaban las del Bismarck, zozobró y se hundió, llevándose consigo a más de mil hombres de su tripulación. El Yamato y otros dos acorazados también sufrieron daños que los obligaron a aminorar la marcha. Otros nueve buques, entre cruceros y destructores, fueron hundidos o quedaron gravemente averiados.
El almirante Kurita, reacio a adentrarse en el estrecho de San Bernardino a plena luz del día, y sin saber qué hacer a continuación, optó por dar media vuelta. Cuando Halsey fue informado de ello por sus pilotos, que en un exceso de optimismo habían comunicado unas pérdidas del enemigo muy superiores a las reales, creyó que los japoneses huían. Aquella tarde, había enviado un mensaje anunciando que iba a separar de su Tercera Flota cuatro acorazados, cinco cruceros y catorce destructores para crear la Fuerza Operacional 34. Cuando el almirante Kinkaid en Leyte, el almirante Nimitz en Pearl Harbor y el almirante King en Washington fueron informados de esta decisión, los tres la aprobaron, dando por hecho que la Fuerza Operacional 34 se quedaría en la zona para vigilar y proteger el estrecho de San Bernardino. Pero a las 17:30 un mensaje informó a Halsey de que la fuerza de portaaviones japonesa había sido por fin divisada a unas trescientas millas al norte del estrecho. En su informe, el piloto había exagerado, por lo visto sin querer, el número de acorazados que iban en la escuadra comandada por el vicealmirante Ozawa Jisaburo, indicando que eran cuatro. Como ignoraba que Ozawa había estado navegando en rectángulo para facilitar su localización, el impetuoso Halsey picó el anzuelo.
Kinkaid y MacArthur confiaban en que la Tercera Flota colaborara protegiendo el desarrollo de la invasión. Halsey, sin embargo, quería actuar en consonancia con el espíritu de la orden de Nimitz de que, si se presentaba la oportunidad de destruir una parte importante de la armada enemiga, tenía que aprovecharla y considerarla su principal prioridad. Además, tenía muy presente las críticas vertidas sobre el almirante Raymond Spruance cuando este decidió no salir en persecución de los portaaviones japoneses que huyeron de las Marianas. Así pues, Halsey decidió lanzarse a la caza del enemigo y zarpó con toda la Tercera Flota, sin dejar atrás la Fuerza Operacional 34 para que protegiera el estrecho de San Bernardino. Halsey se había dejado engañar por los buques señuelo, a pesar de las advertencias de sus propios comandantes de la fuerza operacional.
Cuando cayó la noche, el almirante Kinkaid desplegó los acorazados de la Séptima Flota en la entrada del estrecho de Surigao. Sabía por los vuelos de reconocimiento y por diversos mensajes interceptados que en poco tiempo iba a tener encima las otras dos escuadras de Toyoda. Seguía pensando que la Fuerza Operacional 34 controlaba totalmente el acceso a Leyte por San Bernardino. Cinco de sus seis viejos acorazados eran víctimas resucitadas del ataque a Pearl Harbor. Los demás buques de su flota de emboscada eran destructores. Se ordenó el ataque de las lanchas torpederas en primera línea, pero sus proyectiles, lanzados poco antes de la medianoche, fallaron el blanco.
La escuadra de combate japonesa, formada por cuatro destructores, dos acorazados y un crucero, marchó directamente hacia aquella trampa nocturna. Ocultos en la oscuridad, los destructores americanos y australianos la rebasaron a toda velocidad disparando sus torpedos. Luego, en una maniobra obsoleta pero sumamente efectiva, los seis viejos acorazados formaron una línea a través del estrecho. El radar que dirigía su armamento principal garantizó la precisión de sus impresionantes andanadas. Solo un destructor japonés logró escapar. Todos los demás buques nipones, incluidos los acorazados Fuso y Yamashiro, se fueron a pique al instante o poco más tarde. Únicamente uno de los destructores de Kinkaid sufrió daños importantes. El comandante de la segunda escuadra japonesa, que no había podido unirse a su odiado rival, decidió no correr la misma suerte.
El almirante Kinkaid estaba comprensiblemente satisfecho del desarrollo de los acontecimientos de aquella noche. Pero antes de regresar —ya era el 25 de octubre, alrededor de las cuatro de la mañana—, preguntó a su jefe de estado mayor si había alguna cosa más que tal vez pudieran hacer. Este respondió que quizá deberían reconfirmar con Halsey que la Fuerza Operacional 34 seguía vigilando el estrecho de San Bernardino al norte de Leyte. Kinkaid estuvo de acuerdo, y se envió un mensaje. Debido a la acumulación de trabajo de los descodificadores, Halsey no lo recibió hasta al cabo de tres horas. Su contestación fue: «Negativo. FO34 conmigo persiguiendo fuerza portaaviones enemiga». La respuesta era realmente alarmante, aunque más tarde, a las 07:20, Kinkaid recibió un comunicado de uno de los portaaviones pequeños de escolta que se encontraba en aguas de Leyte. Estaban siendo atacados. Los acorazados del almirante Kurita, incluido el Yamato, habían regresado y cruzado el estrecho de San Bernardino sin que nadie ni nada se lo impidiera. Toda la flota invasora de MacArthur corría un gravísimo peligro.
Las llamadas de ayuda a Halsey y a la Tercera Flota no tuvieron la respuesta esperada. Lejos de reconocer su gran equivocación, Halsey seguía estando decidido a continuar con la persecución. Los portaaviones de Mitscher habían lanzado sus aviones contra las fuerzas de Ozawa, hundiendo dos portaaviones y un destructor. Todo lo que Halsey estaba dispuesto a conceder en aquella crisis era volver a llamar a la fuerza operacional de portaaviones que se dirigía al atolón Ulithi para repostar. Incluso Nimitz, que nunca interfería en las órdenes dadas por un comandante subordinado una vez comenzada la batalla, envió un mensaje a las 09:45 preguntando por el paradero de la Fuerza Operacional 34. «Bull» Halsey se puso hecho una furia, y cada hora que pasaba aumentaba su obstinación.
Kinkaid, mientras tanto, había enviado algunos de sus acorazados al norte en ayuda de los portaaviones y los destructores escolta que se enfrentaban a la poderosa escuadra de Kurita. No llegaron lo suficientemente rápido para entrar en acción, y lo que es más sorprendente, ni falta que hizo. En un alarde de gran pericia y valentía, los pilotos antisubmarino de los portaaviones escolta, que no llevaban ni torpedos ni bombas, hicieron una simulación de ataque tras otra con el fin de distraer los acorazados de Kurita. En un momento determinado el Yamato viró en la dirección equivocada para evitar lo que creyó que era un torpedo, y cuando volvió a virar para unirse a los otros buques, una gran distancia ya lo separaba de ellos.
Constantemente, los destructores estadounidenses aparecían y desaparecían en medio de una cortina de humo, disparando sus torpedos. También una tormenta vino en ayuda de los americanos. En un portaaviones escolta, el Gambier Bay, estalló un incendio, y se perdieron tres destructores, pero puede decirse que los daños sufridos por la fuerza operacional fueron extraordinariamente pequeños en vista de las circunstancias. De repente, para sorpresa, regocijo y alivio de los demás destructores y portaaviones escolta americanos, los buques de Kurita empezaron a virar para poner rumbo al norte. Kurita, que todavía no sabía que Halsey estaba persiguiendo a Ozawa según lo previsto, temió verse atrapado por la retaguardia por la Tercera Flota. Sus operadores de radio habían interceptado un mensaje sin codificar de Kinkaid solicitando poder regresar. A media mañana, Kurita decidió retirarse por el estrecho de San Bernardino.
Halsey, que ya había hundido los cuatro portaaviones de Ozawa, entró por fin en razón. Envió sus acorazados rápidos de vuelta al sur, pero llegaron tarde para cortar el paso a los buques de Kurita e impedirles la huida. Halsey justificaría su acción acogiéndose a la orden dada por Nimitz de intentar la destrucción de la flota enemiga, pero seguiría empeñado en no reconocer que en realidad había ido a la caza de la flota equivocada. La prensa llamaría su cacería la «Battle of Bull’s Run»[*], Nimitz no tomó ninguna medida contra el temerario y vehemente almirante. En cualquier caso, la batalla del golfo de Leyte, como admitirían los propios japoneses, había sido una victoria decisiva. La Armada Imperial había perdido los cuatro portaaviones, el magnífico Musashi, otros dos acorazados, nueve cruceros y doce destructores.
Aquella mañana del 25 de octubre, justo al final de la batalla, los japoneses recurrieron a una nueva arma: los ataques suicidas de los pilotos de la Primera Flota Aérea de Luzón. Eran los llamados kamikaze, o «viento divino», en recuerdo del tifón que en el siglo XVI destruyó la flota invasora del emperador Kublai Kan. Esta «nueva arma» tenía una clara ventaja para la marina japonesa. La mayoría de los jóvenes pilotos que le quedaban no estaban capacitados para el combate aéreo, de modo que lo único que debían saber era dirigir su avión como una bomba volante contra un objetivo, esto es, un barco, especialmente la cubierta de vuelo de un portaaviones. Los americanos perdieron un portaaviones escolta, y sufrieron graves daños en otros tres, pero la sorpresa y la conmoción que supusieron los ataques kamikaze resultarían sumamente contraproducentes para Japón. La mentalidad que encarnaban fue uno de los factores que sin duda más contribuyó para que los americanos adoptaran la decisión de utilizar armas atómicas contra el país apenas un año después, en vez de optar por emprender una invasión convencional de sus islas.