BERLÍN, VARSOVIA Y PARÍS
(JULIO-OCTUBRE DE 1944)
Una vez comenzada la guerra, solo el ejército alemán tenía la posibilidad de derrocar a Hitler y al régimen nazi. Sus oficiales tenían acceso al Führer y controlaban unas fuerzas capaces que podían garantizar la seguridad de un nuevo gobierno. En 1938 y a comienzos de la guerra, las tentativas de algunos generales de acabar con la dictadura habían fracasado todas por miedo o por un concepto equivocado del sentido del honor y la obediencia.
El primer plan serio para asesinar a Hitler comenzó a fraguarse durante el desastre de Stalingrado en el invierno de 1942. La discusión tuvo lugar en el cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro a instancias del Generalmajor Henning von Tresckow. El primer intento fue en marzo de 1943, cuando unos explosivos proporcionados por el almirante Canaris fueron colocados en el Cóndor Focke-Wulf de Hitler. El detonador falló, probablemente debido al intenso frío, y la bomba, oculta en lo que pretendía ser una botella de Cointreau, pudo ser recuperada por los conspiradores. Aquel año fracasaron otros dos intentos, incluido el del capitán Axel von Bussche, que estuvo dispuesto a inmolarse en un atentado suicida contra el Führer durante una inspección de los nuevos uniformes.
El coronel conde Claus Schenk von Stauffenberg fue uno de los principales artífices de un nuevo intento, tras ser destinado al cuartel general del Ersatzheer, o Ejército de Reserva, en Bendlerstrasse, al norte del berlinés Tiergarten. La idea era aprovecharse de la llamada Operación Valkiria, un plan de emergencia concebido originalmente en el frente oriental en el invierno de 1941. En julio de 1943, el Generalmajor Friedrich Olbricht había comenzado a introducir cambios sutiles en Valkiria, para que la resistencia militar pudiera utilizarlo cuando estuviera preparada para actuar. Este plan de contingencia había sido creado para sofocar cualquier intento de sublevación de la mano de obra esclava que trabajaba en Berlín y sus alrededores. Aquel otoño, Henning von Tresckow y von Stauffenberg añadieron unas órdenes secretas que solo debían ser anunciadas cuando Hitler hubiera muerto. Uno de los aspectos fundamentales era evitar cualquier participación de la SS y asegurar que todas las responsabilidades en lo concerniente al orden interno estuvieran en manos del Ejército de Reserva.
Los conspiradores encontraron numerosos obstáculos. Hubo que apartar a los oficiales simpatizantes del régimen, enviándolos a otros destinos, y enseguida se hizo evidente que el Generaloberst Friedrich Fromm, que fue nombrado comandante en jefe del Ejército de Reserva, no era un hombre en el que se pudiera confiar. Cabe destacar que, por encima de todo, los conspiradores no se hacían falsas ilusiones. Eran perfectamente conscientes de que representaban a una reducida minoría sin apenas apoyo popular. En general, el país los consideraría traidores, y la venganza de los nazis contra ellos y sus familias sería atroz. Sus principios éticos, a menudo fruto de sus arraigadas creencias religiosas, se combinaban con posturas políticas bastante conservadoras: varios de ellos habían apoyado a Hitler antes de que el Führer lanzara la Operación Barbarroja. El tipo de gobierno que querían para su país tenía muchas más cosas en común con la Alemania prusiana del káiser Guillermo que con la democracia moderna. Y los fundamentos en los que pretendían basar su propuesta de paz a los Aliados carecían completamente de realismo, pues deseaban mantener el frente oriental para seguir combatiendo contra la Unión Soviética y conservar algunos territorios ocupados. Sin embargo, aunque todo parecía que estaba contra ellos, sentían firmemente la obligación de erigirse en el bastión moral que pusiera fin a los crímenes del régimen.
Uno de sus problemas prácticos fue que Stauffenberg, que se había convertido en el verdadero líder de la conspiración, era también el único cuya posición le permitía colocar una bomba. El conde había perdido un ojo y una mano en Túnez, lo cual podía ser una desventaja en el momento de armar la bomba, pero, en su calidad de jefe de estado mayor de Fromm, era el único miembro del reducido grupo de conspiradores que tenía acceso al cuartel general del Führer.
Varios compañeros oficiales habían sido reclutados a menudo por lazos de parentesco y amistad, o porque habían formado parte del 17.º de Caballería, o del 9.º Regimiento de Infantería de Potsdam, la unidad que había sucedido a la Guardia Prusiana. Algunos no habían querido participar, aduciendo que «cambiar de caballo en medio de la carrera[1]» resultaba demasiado peligroso para Alemania a esas alturas de la guerra. Otros se ampararon en su juramento de obediencia. No se dejaron convencer por el argumento de que Hitler, con sus actos criminales, había perdido cualquier derecho a exigir lealtad y acatamiento.
El 9 de julio, un primo de von Stauffenberg, el Oberstleutnant Cäsar von Hofacker, había visitado a Rommel en La Roche-Guyon. En el curso de la entrevista, preguntó al mariscal cuánto tiempo podían resistir en Normandía los ejércitos alemanes, y la respuesta fue que aproximadamente unas dos semanas. Esta información tenía una importancia vital para los conspiradores, que sospechaban que se les iba el tiempo de las manos para poder entablar negociaciones con los americanos y los británicos. Sin embargo, otros detalles de esa conversación siguen siendo objeto de controversia. No se sabe con certeza si Hofacker pidió a Rommel que se uniera a la conspiración para asesinar a Hitler, y mucho menos si Rommel aceptó. Pero parece que el mariscal sí pidió a von Hofacker que redactara una carta dirigida al general Montgomery invitándolo a discutir los términos de una paz.
Como había imaginado von Stauffenberg, los altos oficiales iban a ser los más reticentes. El Generalfeldmarschall von Manstein, e incluso Kluge, que tiempo atrás había permitido la creación de un grupo de resistencia —encabezado por Henning von Tresckow— en el cuartel general del Grupo de Ejércitos Centro, se opusieron a la acción. Pero los conspiradores estaban completamente seguros de que Kluge se uniría a ellos una vez muerto el Führer. En Francia, el jefe de estado mayor de Rommel, el Generalleutnant Hans Speidel, fue uno de los principales conspiradores, y aunque Rommel se opusiera a la idea de atentar contra la vida de Hitler, todos estaban convencidos de que al final el mariscal se uniría a ellos. Pero el 17 de julio, un Spitfire acribilló a balazos el automóvil en el que viajaba Rommel de regreso a La Roche-Guyon tras realizar una visita al frente, eliminándolo efectivamente de cualquier participación en la conjura.
El plan de von Stauffenberg se basaba excesivamente en la cadena tradicional de mandos, circunstancia sumamente peligrosa debido a la politización de la Wehrmacht emprendida por los nazis. Resultaba particularmente arriesgado en lo tocante al oficial al mando del batallón de la guardia Grossdeutschland en Berlín, Otto Ernst Remer. A von Stauffenberg le advirtieron de que Remer era un nazi leal. Sin embargo, el Generalleutnant Paul von Hase, uno de los conspiradores, que era el superior de Remer, estaba convencido de que su subalterno iba a acatar las órdenes. Para respaldar el golpe, los conspiradores contaban con la unidad de entrenamiento panzer de Krampnitz y con otros destacamentos de las afueras de Berlín. Pero no tomaron todas las medidas pertinentes para asegurarse las principales emisoras de radio de la capital y sus alrededores.
La mala suerte había frustrado varios intentos, y un perfeccionismo excesivo había impedido coronar con éxito un atentado en la Guarida del Lobo el 15 de julio. Himmler y Göring no habían estado presentes, por lo que los conspiradores de Berlín dijeron a von Stauffenberg que esperara hasta que las circunstancias brindaran otra oportunidad. Pero como el tiempo se agotaba en Normandía, aquella ocasión sería la última que iban a tener. Todo quedó fijado para el 20 de julio.
Tras tomar un vuelo que lo condujo de Berlín a la Guarida del Lobo, von Stauffenberg se unió a la conferencia convocada por Hitler para analizar el curso de los acontecimientos, que se celebraba en un edificio situado en un pinar. En el momento oportuno, von Stauffenberg se ausentó para dirigirse a los servicios con su maletín y preparar las bombas. La operación llevó su tiempo debido a sus limitaciones físicas, y antes de que pudiera terminar, lo llamaron para que se reincorporara a la reunión. Una vez respondidas las preguntas que le formularon acerca del Ejército de Reserva, comenzó a empujar con el pie el maletín en el que solo había una bomba preparada para estallar, hasta dejarlo colocado bajo la pesada mesa desde la que hablaba Hitler. Mientras todos los asistentes que había alrededor de la mesa se inclinaban para ver los mapas con los que se estaba trabajando, Stauffenberg abandonó la sala discretamente. Su automóvil empezaba a marcharse de allí cuando estalló la bomba.
Von Stauffenberg, convencido de que Hitler había muerto, tomó su vuelo de regreso a Berlín. Las dudas, la confusión y una serie de complicaciones inesperadas en la capital alemana contribuyeron al fracaso del golpe. Es evidente que los conspiradores habían cometido diversos errores en la planificación y ejecución del atentado, pero sin la muerte de Hitler, que había sobrevivido a la explosión, no tenían la más mínima esperanza de coronar con éxito su empresa.
Mussolini llegó a la Wolfsschanze aquel 20 de julio por la tarde, para realizar una visita que había sido organizada bastante tiempo atrás. Tras recibirlo, Hitler insistió, con un fervor enfermizo, en mostrar al Duce el escenario del que había salido milagrosamente ileso. El Führer no paraba de hablar, haciendo constantemente hincapié en su convicción de que la intervención divina lo había salvado para continuar la guerra. El dictador italiano, por su parte, no veía «con insatisfacción el atentado con bomba perpetrado contra Hitler, pues ponía de manifiesto que la traición no era una exclusiva de Italia»[2].
En el discurso que dirigió a la nación aquella noche, Hitler comparó el atentado con la puñalada trapera sufrida en 1918. En aquellos momentos creía que el sabotaje deliberado de los oficiales del ejército, desde el principio hasta el final, había sido la única razón por la que Alemania no había conseguido derrotar a la Unión Soviética. Surgieron teorías de la conspiración paralelas sobre los reveses que fueron sufriéndose en Normandía, y que se han perpetuado hasta nuestros días en diversas publicaciones alemanas y en las páginas web neonazis. Dichas teorías afirman que Speidel, que estaba al mando del Grupo de Ejércitos B cuando Rommel se ausentó para viajar a Alemania, obstaculizó deliberadamente el despliegue de las divisiones panzer. Y consideran a Speidel el núcleo de «el cáncer de traición en las fuerzas armadas alemanas en el frente occidental».
Se atribuye a Speidel todo lo que salió mal el 6 de junio. Se le acusa de haber enviado aquella mañana a la 21.ª División Panzer a una caza absurda e inútil por la margen izquierda del río Orne, cuando, en realidad, fue el comandante local quien ordenó que la formación atacara a las tropas aerotransportadas británicas en dicho sector. También se le acusa de haber entorpecido el avance de la 12.ª División Panzer de la SS Hitler Jugend, de la 2.ª División Panzer y de la 116.ª División Panzer hacia la zona de invasión. Esas teorías aducen que todo ello formó parte de su plan de retener la 2.ª y la 116.ª División Panzer para que ayudaran a los conspiradores del 20 de julio a tomar París un mes y medio más tarde.
Speidel fue, sin lugar a dudas, uno de los principales conspiradores, pero pretender que fue el gran y único responsable de sabotear todas las defensas de Normandía el 6 de junio es completamente absurdo y ridículo. Después del 20 de julio, Speidel logró escapar de la maquina exterminadora de la Gestapo de puro milagro, lo que probablemente explique en parte todas las posteriores acusaciones de infamia que lanzaron los nazis contra él. En los años cincuenta se convertiría en uno de los principales altos oficiales del nuevo ejército alemán, o Bundeswehr, y más tarde en comandante en jefe de las fuerzas terrestres de la OTAN en Europa central. Los nazis y los neonazis consideraron estos nombramientos una recompensa por haber dado una puñalada trapera a Hitler y ayudado a los aliados en Normandía. En toda esta leyenda de maquinaciones generalizadas de la Segunda Guerra Mundial, los traidores ya no eran judíos ni comunistas, como en 1918, sino aristócratas y oficiales del estado mayor general.
La Gestapo y la SS, enloquecidas por hacer justicia y vengarse del ejército y, sobre todo, de su estado mayor, empezaron a detener a todos los involucrados y a sus familiares. En un momento en el que las tropas alemanas se retiraban de todos los frentes, y Hitler responsabilizaba a los «traidores» del estado mayor de los errores que él mismo había cometido en el frente oriental, hasta los mariscales de campo perdieron espectacularmente su autoridad. Para los nazis, supuso toda una victoria en el frente nacional. Su principal prioridad no era «optimizar el esfuerzo de guerra, sino cambiar la estructura de poder del Reich, en detrimento de las élites tradicionales»[3]. En total fueron detenidos más de cinco mil sospechosos de oponerse al régimen y sus parientes[4].
Como temían los conspiradores, la mayoría de los alemanes quedó conmocionada por el atentado contra la vida de Hitler en un momento tan crítico de la guerra. En Normandía, por lo visto, los soldados se mostraron más leales, o más cautos, en las cartas que escribieron a los suyos, pero en el frente oriental varios de ellos, especialmente los del Grupo de Ejércitos Centro, se expresaron con mucha más claridad sobre la necesidad de que se produjera un cambio. «Los generales que han organizado el atentado contra la vida del Führer», escribiría un Gefreiter el 26 de julio, «son perfectamente conscientes de que es necesario un cambio de régimen porque para nosotros, los alemanes, la guerra no ofrece esperanzas. De modo que sería todo un alivio para Europa entera si esos tres señores, Hitler, Göring y Goebbels, se marcharan. Con ello se pondría fin al conflicto, pues el hombre necesita que llegue la paz. Cualquier otra cosa es una burda mentira… No merece la pena vivir si esa pandilla de criminales sigue en el poder»[5]. Otros también mostraron opiniones tan críticas sobre el régimen que es evidente que habrían sido detenidos si sus cartas hubieran pasado por el control de la censura.
El 23 de julio, las autoridades nazis obligaron al ejército a adoptar el «saludo alemán», o hitleriano, en lugar del saludo tradicional militar. La imposición fue recibida con desdén y sarcasmo por muchos de los que no eran devotos partidarios del nazismo. «¡Con el saludo alemán ganaremos la guerra!», escribiría un médico militar con evidente retintín[6]. Inevitablemente, las opiniones se polarizaban entre los que seguían teniendo verdadera fe en la victoria y los que habían comprendido perfectamente el sentido de las graves advertencias. El 28 de julio, el boletín del OKW anunció por fin la evacuación de cuatro grandes ciudades del este, incluidas Lublin y Brest-Litovsk. «Ni que decir tiene que no pinta bien la cosa», escribiría un Unteroffizier[7] de la 12.ª División Panzer en una carta dirigida a su esposa, «pero esto no es razón para desanimarnos. Anteayer, el Dr. Goebbels habló, en un importante discurso, de nuevos progresos (nuevas armas, nuevas medidas de Himmler en lo tocante al Ejército de Reserva, total compromiso con la guerra), que tendrán efectos positivos incluso para una situación tan compleja y tensa como la del este. ¡Todos estamos convencidos de ello!».
La noticia del nombramiento de Himmler como jefe del Ejército de Reserva y de nuevos reclutamientos no impresionó a todos los soldados del frente. «¡Pronto llamarán a filas a los recién nacidos!», escribiría el 26 de julio un artillero en una carta dirigida a los suyos. «Aquí en el frente apenas ves otra cosa que mocosos y viejos»[8].
También había quien no se atrevía a afrontar la realidad de la derrota. Pensaban únicamente que la situación desesperada debía animarlos a hacer un esfuerzo aún mayor por proteger a sus familias en la patria. «Amada mía», escribía un Obergefreiter a su esposa, haciéndose eco de la propaganda nazi, «no tengas miedo, no permitiremos a los rusos entrar en nuestra patria. Antes pelearemos hasta el último hombre, pues no vamos a tolerar que esas hordas lleguen a Alemania. ¿Qué no les harían a nuestras mujeres y a nuestros hijos? No, no puede ser, sería una gran vergüenza para nosotros. Para eso está el lema: “¡Intensificación de la lucha hasta la victoria final!”»[9].
Mientras en el Reich reinaba el nerviosismo nazi tras el atentado fallido, los alemanes empezaban a derrumbarse en el frente occidental de la misma manera que lo habían hecho en el oriental. El 25 de julio, el general Bradley lanzó la Operación Cobra al norte de la carretera de Saint-Lô-Périers. El día anterior había habido que posponerla después de que los bombarderos americanos soltaran sus cargas sobre sus propias tropas avanzadas. Este grave incidente repercutiría curiosamente en beneficio de los Aliados. El Generalfeldmarschall von Kluge pensó que sin duda se trataba de una trampa para distraer su atención de otra ofensiva lanzada por Montgomery en la carretera de Falaise. Luego, cuando por fin se puso en marcha la operación, los fuertes vientos procedentes del sur cubrieron de una densa polvareda a las tropas americanas que esperaban para atacar, y los bombarderos tomaron aquella espesa nube como objetivo, provocando aún más bajas entre los suyos. No obstante, Bradley ordenó seguir con el avance.
La ofensiva parecía comenzar mal, por lo que el general de división Collins decidió que sus tropas blindadas entraran en acción antes de lo previsto. Las defensas alemanas se derrumbaron. Los comandos de combate de las divisiones acorazadas prosiguieron el avance con tanques Sherman y soldados de infantería en vehículos semioruga, al igual que los ingenieros con sus bulldozers. Al final fueron los alemanes las víctimas de aquel círculo vicioso de derrotas. Las comunicaciones se interrumpieron en el curso de la rápida retirada, los comandantes no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo, los vehículos se quedaron sin combustible, y los soldados no recibían ni pertrechos ni municiones. Su retirada se vio obstaculizada por las ráfagas de las ametralladoras de los cazas, mientras los cazabombarderos P-47 Thunderbolt realizaban vuelos rasantes, disparando contra las columnas blindadas, dispuestas a repeler cualquier intento de emboscada. Cuando Kluge se dio cuenta por fin de que ese era el principal avance aliado, trasladó la 2.ª y la 116.ª División Panzer al oeste, pero su llegada y sus contraataques se produjeron demasiado tarde.
En Londres, el gabinete de guerra estaba preocupado por los efectos que pudieran tener los ataques alemanes con las armas V-1. El 24 de julio, se enteró de que las bajas sufridas se elevaban a «más de treinta mil, de las cuales unas cuatro mil eran muertos»[10]. Durante los días sucesivos los ministros también discutirían de la amenaza de los cohetes V-2, que sabían que pronto estarían disponibles.
El 30 de julio, Montgomery lanzó una operación que había sido planificada precipitadamente, la llamada «Operación Bluecoat», para proteger el flanco izquierdo de Bradley. Al día siguiente, las columnas blindadas americanas habían llegado a Avranches y cruzado el río Sélune. Estaban fuera de Normandía, y no había fuerzas alemanas que les plantaran cara. Un día después, el 1 de agosto, entró en acción el III Ejército de Patton. El general americano había recibido la orden de capturar los puertos de la costa de Bretaña, pero sabía perfectamente que en la otra dirección tenía el camino libre hacia el Sena.
Mientras el mando alemán del frente occidental imploraba el envío de más refuerzos, el traslado a Normandía del II Cuerpo Panzer de la SS había servido para convencer a los comandantes del frente oriental de que estaban siendo tratados injustamente. «Las repercusiones del conflicto fueron recíprocas en el este y en el oeste», reconocería Jodl durante un interrogatorio una vez acabada la guerra. «Quedó patente todo el rigor de la guerra en dos frentes»[11]. Para muchos soldados del frente oriental el esfuerzo exigido comenzaba a resultar insostenible.
Las crisis nerviosas se convirtieron en un tema mucho más recurrente en las cartas que dirigían a los suyos. Hablaban de ellas sin pudor, con claridad. «Psicológicamente», escribía un soldado de artillería pesada, «me cuesta mucho trabajo soportar que, después de haber estado charlando amigablemente con un compañero, al cabo de media hora te lo encuentres convertido en poco más que un montón de trozos de carne, como si nunca hubiera existido, o que unos camaradas, que yacen malheridos ante tus ojos, en medio de un charco de su propia sangre, te imploren con ojos suplicantes que les ayudes, pues en la mayoría de los casos ya no pueden articular palabra, o el dolor les anula la capacidad de hablar. Es terrible… Esta guerra es una guerra de nervios nefasta»[12].
A finales de julio, el I Ejército de Tanques de la Guardia y el XIII Ejército consiguieron que algunas tropas cruzaran el Vístula al sur de Sandomierz y capturaran varias cabezas de puente que acabarían uniéndose a pesar de los contraataques lanzados a la desesperada por los alemanes. El OKH era perfectamente consciente de lo que significaba que el Ejército Rojo se hubiera hecho fuerte al oeste del Vístula. Otra embestida llevaría al enemigo directamente al río Oder, a unos ochenta kilómetros de Berlín.
«Acabamos de recibir nuestro varapalo anual del verano», comentaría cínicamente el teniente de un destacamento antiaéreo. «Con un golpe sorpresa, los rusos han avanzado desde Lublin hacia Deblin. Aparte de unas baterías antiaéreas y unas cuantas unidades desperdigadas, no había nada que se interpusiera en su camino. Una vez volados los puentes, tomamos una nueva posición atrincherada en la otra margen [izquierda] del Vístula». Tampoco él podía creer que el ejército alemán pudiera verse sorprendido y acabara derrotado de aquella manera. «Estamos indignados con esos cerdos, que son los culpables de la crisis del frente oriental»[13].
Otras baterías antiaéreas, en cambio, estaban orgullosas de sus logros en el combate. «¡Alrededor nuestro quedaron inutilizados al menos cuarenta y seis tanques!», alardearía un Obergefreiter de la 11.ª División de Infantería. «Solos conseguimos derribar diez aviones de ataque a tierra [Shturmovik] en cinco días»[14]. Efectivamente, el Ejército Rojo sufrió gravísimas pérdidas durante la Operación Bagration: un total de setecientas setenta mil ochocientas ochenta y ocho bajas, de las que ciento ochenta mil fueron «irrecuperables»[15]. Es probable que las sufridas por el Grupo de Ejércitos Centro no fueran tan elevadas, pues ascendieron a trescientas noventa y nueve mil ciento dos, entre heridos, desaparecidos y muertos, pero lo cierto es que se trataba de unas bajas «irremplazables», al igual que lo serían los cañones y los tanques abandonados por las tropas alemanas en su retirada a lo largo de más de quinientos kilómetros. En total, solo durante aquellos tres meses murieron en el frente oriental quinientos ochenta y nueve mil cuatrocientos veinticinco hombres de la Wehrmacht[16].
El 28 de julio, más al norte, el II Ejército de Tanques lanzó un ataque contra la División Panzer Hermann Göring y la 73.ª División de Infantería a apenas cuarenta kilómetros de Varsovia. Los combates fueron haciéndose más encarnizados a medida que los rusos se acercaban a la capital. Los soldados soviéticos, que ignoraban los acontecimientos recientes y el trato que había recibido Polonia por parte de Stalin, no sabían cómo actuar en el país. «Los polacos son raros», escribiría uno de ellos en una carta dirigida a los suyos. «¿Cómo nos reciben? Pues es muy difícil describirlo. En primer lugar, nos tienen muchísimo miedo (no menos del que tienen a los alemanes). Sus costumbres son completamente distintas de las rusas. Aunque resulta evidente que no querían a los alemanes, a nosotros no nos reciben con entusiasmo… Ni que decir tiene que a menudo se sienten desconcertados ante la rudeza y la falta de honestidad de los rusos»[17].
Aunque se había visto muy reducida, la población civil de Varsovia rondaba el millón de habitantes. El 27 de julio, el gobernador alemán ordenó que al día siguiente se presentaran cien mil varones para llevar a cabo trabajos de fortificación. El llamamiento no obtuvo respuesta.
Dos días más tarde, Jan Nowak-Jeziorański, representante del gobierno en el exilio, llegó procedente de Londres. Se entrevistó con el viceprimer ministro en Varsovia, Jan Stanislaw Jankowski, y fue informado de una inminente sublevación. Advirtió que las potencias occidentales no iban a poder prestar su ayuda, y preguntó si cabía la posibilidad de posponer la revuelta. Jankowski contestó que era muy poco probable, pues los jóvenes, que habían sido adiestrados y armados, ansiaban entrar en acción. Querían la libertad, y no tener que deber esa libertad a nadie[18].
Al mismo tiempo, Jankowski se daba cuenta de que si ellos no lanzaban un llamamiento al combate, lo haría el Ejército del Pueblo comunista. En Varsovia los comunistas apenas contaban con cuatrocientos seguidores, pero si ocupaban el edificio del ayuntamiento e izaban en él la bandera roja cuando los soviéticos entraran en la ciudad, se erigirían en líderes de Polonia. Y si el Ejército Nacional no hacía nada, los rusos podrían acusarlo de colaboracionista y de empuñar las armas contra el Ejército Rojo. El Ejército Nacional estaba condenado hiciera lo que hiciera.
Aquel día Radio Moscú anunció que «la hora de la acción ya ha llegado» y lanzó un llamamiento a los ciudadanos de Varsovia, instándolos a sublevarse «y a unirse a la lucha contra los alemanes»[19]. Sin embargo, ni el Ejército Nacional ni los soviéticos hicieron nada por ponerse en contacto. Como en Monte Cassino, los polacos estaban decididos a demostrar al mundo su derecho a vivir como una nación libre, aunque esta nación estuviera condenada por su situación geográfica entre Alemania y la Unión Soviética.
En aquellos momentos ya eran conscientes de que no podían contar con sus aliados británicos y americanos para frenar las ambiciones soviéticas. La brutal Realpolitik de la Segunda Guerra Mundial había hecho de la colaboración americana y británica con Stalin un factor esencial, pues el Ejército Rojo era el que había acabado con la columna vertebral de la Wehrmacht pagando un elevadísimo precio. Este hecho se había puesto claramente de manifiesto después de que ingleses y estadounidenses guardaran el más absoluto silencio cuando los soviéticos trataron de culpar a los alemanes de la matanza de Katyń. Stalin calificó a los cuatrocientos mil integrantes del Ejército Nacional de Polonia, o Ejército Polaco del Interior, esto es, la «Armia Krajowa», de «bandidos», e intentó vincularlos con las fuerzas guerrilleras ucranianas de la «UPA», que habían tendido una emboscada y asesinado al general Vatutin. Y enseguida trató de convencer a los Aliados de que habían matado a doscientos soldados del Ejército Rojo. Pero lo cierto es que, a sus ojos, cualquier organización independiente polaca era por definición antisoviética, y que el «gobierno amigo de la URSS» que Stalin reclamaba solo podía ser uno que se mostrara totalmente servil con el Kremlin.
El general Tadeusz «Bór» Komorowski, comandante en jefe del Ejército Nacional, dio la orden de que comenzara la revuelta, fijando la «hora W» a las 17:00 del 1 de agosto. Al parecer, creía que la llegada del Ejército Rojo a la ciudad era inminente. Pero sería demasiado fácil echarle a él las culpas en aquella atmósfera de gran expectación. Casi todos los veinticinco mil integrantes del Ejército Nacional en Varsovia, número que se doblaría con la llegada de voluntarios y de más hombres de fuera de la ciudad, estaban impacientes por empezar. Ya habían tenido noticia de la persecución a la que el NKVD había sometido a sus camaradas en zonas ocupadas por el Ejército Rojo, y eran perfectamente conscientes de lo poco que podían confiar en el líder soviético. Sabían que «si Stalin estaba dispuesto a utilizar la matanza que él mismo había cometido [esto es, la de los oficiales polacos en 1940] como justificación para romper sus relaciones con el gobierno polaco ¿cómo podía esperarse que negociara de buena fe sobre cualquier otro asunto?»[20].
La principal prioridad del Ejército Nacional era atacar los cuarteles alemanes para conseguir armas. No era una empresa fácil, especialmente a la luz del día, pues los alemanes esperaban que se produjera algún tipo de revuelta. La Ciudad Vieja y el centro cayeron rápidamente en manos de los insurgentes polacos, pero el sector oriental de Varsovia a orillas del Vístula, donde casi todas las tropas alemanas estaban concentradas para defender la capital del ataque soviético, quedó fuera de su control. Varios miembros del Ejército Nacional conseguirían más tarde tomar el gran edificio PAST con su colosal torre neonormanda, tras rociar sus accesos de gasolina y prenderles fuego. La guarnición se rindió, y los polacos capturaron a ciento quince soldados alemanes con todas sus armas.
Los hombres del Ejército Nacional llevaban brazales con los colores blanco y rojo que los identificaba como combatientes. Muy pronto muchos comenzaron a utilizar cascos alemanes capturados, que pintaban con una banda blanca y roja. Los comunistas polacos y los judíos que habían permanecido ocultos tras la sublevación del gueto también se unieron a la lucha. El 5 de agosto, el Ejército Nacional atacó el campo de concentración que se alzaba en el emplazamiento del gueto, matando a los guardias de la SS y liberando a los últimos trescientos cuarenta y ocho prisioneros judíos[21].
La movilización masiva voluntaria se basaba en una infraestructura planificada, en la que médicos y enfermeras se encargaban de dirigir los centros de evacuación y los hospitales de campaña. Los sacerdotes prestaban servicio como capellanes militares. Los obreros del sector de la metalurgia trabajaban en el blindaje de vehículos y en la fabricación de armas, como, por ejemplo, lanzallamas o un modelo propio de metralleta, la Błyskawica, basado en el subfusil Sten. En otros talleres clandestinos se preparaban granadas que improvisaban con latas y explosivos caseros o, con frecuencia, con el contenido de los obuses y las bombas alemanas que no habían estallado. De la comida se encargaban antiguos restaurantes que actuaban como cocinas de campaña. Los departamentos de propaganda imprimían panfletos y dos boletines de noticias, el Biuletyn Informacyjny y la Rieczpospolita Polska. También se encargaban de la producción de los carteles que se pegaban en las paredes de toda la ciudad y decían «¡Una bala. Un alemán!»[22]. Y la revuelta contaba con su propia emisora de radio, que seguiría transmitiendo su programación, a pesar de los esfuerzos de los alemanes por destruirla, hasta el final, el 2 de octubre.
Las muchachas prestaban servicios como camilleras; y los muchachos que eran demasiado jóvenes para combatir hacían de mensajeros, a veces de la muerte. Pudo verse cómo un niño de nueve años se subía a un tanque alemán para arrojar granadas en su interior. Alemanes y polacos, sin poder dar crédito a lo que veían, quedaron estupefactos ante la escena. «Cuando bajó de un salto», recordaría un testigo presencial, «fue corriendo hacia la puerta [de un edificio de apartamentos] y echó a llorar»[23]. El arrojo y la capacidad de sacrificio de los más jóvenes cortaban la respiración a cualquiera.
El 4 de agosto, Stalin accedió a regañadientes a entrevistarse con una delegación del gobierno polaco en el exilio. El primer ministro Stanislaw Mikołajczyk no supo llevar bien las conversaciones, pero este hecho sin duda no alteró apenas el resultado. Stalin simplemente insistió en que debían entablar negociaciones con el «Comité Polaco de Liberación Nacional», una organización títere de los soviéticos. Ya había dado instrucciones para que este futuro gobierno de sumisos se trasladara a territorio polaco en el tren de equipajes y provisiones del Ejército Rojo. Sus miembros se instalaron en Lublin, y en Occidente comenzaron a llamarlos «los polacos de Lublin» para diferenciarlos de «los polacos de Londres».
Como es de imaginar, el comité de Lublin reconocía las fronteras impuestas por Stalin siguiendo la línea Molotov-Ribbentrop, inspirada en la línea Curzon, llamada así por el ministro de exteriores británico que la había propuesto en 1919. Los «polacos de Lublin» estaban perfectamente controlados por Nikolai Bulganin y el comisario de Seguridad del Estado Ivan Serov, el jefe del NKVD que en 1939 se había encargado de supervisar las deportaciones en masa y las ejecuciones de ciudadanos polacos. Bulganin y Serov también vigilaban atentamente a aquel mariscal medio polaco, Rokossovsky, que comandaba el 1.er Frente Bielorruso en territorio polaco. Según parece, Stalin actuó con los polacos de acuerdo con la siguiente máxima: «el enemigo de mi enemigo sigue siendo mi enemigo».
Tras haberse despreocupado casi por completo de los polacos de Londres, Churchill se sintió profundamente emocionado por la valentía demostrada por el Ejército Nacional e hizo cuanto pudo por ayudarlo. El 4 de agosto, envió un mensaje a Moscú para decir a Stalin que la RAF iba a lanzar en paracaídas armamento y provisiones para los insurgentes. Las tripulaciones de los bombarderos de las bases de Italia, formadas en su mayoría por hombres de origen polaco y sudafricano, empezaron aquel mismo día su compleja y difícil misión.
El 9 de agosto, Stalin, probablemente para guardar las apariencias, prometió a Mikołajczyk que la Unión Soviética iba a ayudar a los insurgentes, aunque su revuelta hubiera sido prematura. Afirmó que el contraataque de los alemanes había impedido que sus tropas llegaran a la ciudad. En parte, era cierto, pero la verdadera razón de aquella retirada temporal era que los grandes avances impulsados por la Operación Bagration habían dejado a las formaciones de la vanguardia del Ejército Rojo completamente exhaustas, sin apenas combustible y con la necesidad urgente de reparar muchos de sus vehículos. En cualquier caso, Stalin pronto demostraría que no tenía la más mínima intención de prestar verdadera ayuda ni de colaborar con el transporte aéreo de pertrechos o tropas. Ningún avión aliado recibió la autorización pertinente para poder aterrizar en territorio ocupado por los soviéticos, aunque a una escuadrilla de bombarderos americanos se le diera permiso para repostar. Los aviones soviéticos lanzaron algunas armas para los insurgentes, pero sin paracaídas, por lo que se estrellaron contra el suelo. Simplemente con un par de actuaciones que demostraran su colaboración, Stalin pretendía evitar posteriores críticas y reproches.
Los alemanes hicieron llegar a Varsovia sus formaciones antipartisanas más salvajes, en las que se glorificaba el sadismo y la crueldad. Entre ellas se encontraban la famosa Brigada Kaminski, que formaba parte del 15.º Cuerpo de Caballería Cosaca, y la Sturmbrigade de la SS Dirlewanger, que mandaba el Brigadeführer de la SS Oskar Dirlewanger, quien se paseaba con un monito sobre un hombro mientras dirigía las matanzas. Al frente de este Korpsgruppe estaba el Obergruppenführer de la SS Erich von Bach-Zelewski, uno de los principales secuaces de Himmler supervisor de la matanza de judíos en Bielorrusia, que había hecho notar al Reichsführer de la SS el estrés psicológico de los carniceros. En Varsovia, parecía que sus hombres disfrutaban con lo que hacían. A los heridos hallados en los hospitales de campaña polacos los quemaban vivos con lanzallamas, mientras que los niños eran asesinados por diversión. Las enfermeras del Ejército Nacional eran azotadas, violadas y, finalmente, asesinadas. Himmler llamó a la aniquilación de Varsovia y de toda su población tanto física como ideológicamente. En aquellos momentos parecía considerar a los polacos tan peligrosos como los judíos. Solo en la Ciudad Vieja, fueron asesinadas unas treinta mil personas no combatientes.
En Francia, durante la primera semana de agosto los canadienses, los británicos y la 1.ª División Acorazada polaca lucharon con muchas dificultades en la carretera de Falaise. El III Ejército de Patton había tomado Rennes y se había adentrado en Bretaña. El 6 de agosto, Hitler obligó al Generalfeldmarschall von Kluge a lanzar sus divisiones panzer a un funesto contraataque en Mortain, con la esperanza de avanzar hacia Avranches, en la costa, y dejar así aislado a Patton. Gracias a la determinación de los norteamericanos y a las agallas mostradas en la defensa de Mortain, el plan se reveló estratégicamente absurdo y aceleró en gran medida la desintegración del ejército alemán en Normandía. Hitler precipitó a Kluge a otro desastre incluso mayor, ordenándole que volviera a lanzar el ataque, pero para entonces las puntas de lanza acorazadas de Patton habían dado media vuelta hacia el este, en dirección al Sena y habían penetrado a fondo en la retaguardia alemana, amenazando la base de aprovisionamiento de Kluge. El VII Ejército y el V Ejército Panzer corrían el riesgo de verse rodeados por completo en la bolsa de Falaise.
El 15 de agosto, mientras la bolsa de Falaise empezaba a reducir sus dimensiones, la Operación Anvil (rebautizada Operación Dragoon) se traducía en el desembarco de ciento quince mil soldados aliados en la Costa Azul, entre Marsella y Niza. Estas fuerzas habían sido trasladadas en su mayor parte del frente de Italia. El mariscal Alexander, descontento por haber tenido que deshacerse de siete divisiones para enviarlas a esta invasión, calificó la Operación Dragoon de maniobra «estratégicamente inútil». Al igual que Churchill, tenía sus ojos puestos en los Balcanes y en Viena. Pero los ingleses se equivocaban al oponerse a Dragoon. Los desembarcos en el sur de Francia permitieron la rápida retirada de los alemanes y redujeron los daños y los sufrimientos infligidos a Francia[24].
La vía de escape de la bolsa de Falaise no se cerró eficazmente por varias razones, pero sobre todo porque Bradley, al mando ahora del XII Grupo de Ejércitos, y Montgomery, al frente del XXI, no cooperaron adecuadamente uno con otro o no supieron establecer sus prioridades. Tras mostrarse de acuerdo en llevar a cabo una «maniobra de envolvimiento breve» en Falaise y convencido de que el I Ejército canadiense lograría pasar rápidamente, Montgomery no había concentrado fuerzas suficientes para ello. Tenía sus ojos puestos en el Sena y fue en esa dirección en la que trasladó a la mayor parte de las fuerzas que tenía a mano. Pensaba que siempre podría llevar a cabo una «maniobra de envolvimiento larga», atrapando a los alemanes delante del río. El resultado fue que el cuello de la bolsa de Falaise siguió abierto parcialmente. La 1.ª División Acorazada polaca fue dejada escandalosamente sin apoyos para hacer frente a lo que quedaba de las divisiones panzer de la SS y otras formaciones que intentaban salir de la bolsa.
La otra unidad que intentó cerrarles la vía de escape fue la 2.ª División Acorazada francesa (2ème División Blindée), al mando del general Philippe Leclerc. Leclerc había protestado airadamente ante sus mandos americanos cuando su formación había sido retirada del III Ejército de Patton. Tanto Leclerc como De Gaulle querían que su división, equipada por los americanos, fuera la primera en entrar en París, tal como les había prometido Eisenhower. El general Gerow, al mando del cuerpo correspondiente, no simpatizaba en absoluto con los intereses políticos franceses. No sabía, sin embargo, que los soldados franceses habían estado robando gasolina en secreto en cada ocasión que se les había presentado para crear una reserva que les permitiera lanzarse sobre París sin autorización.
La liberación de la capital no ocupaba ni mucho menos uno de los primeros lugares en la lista de prioridades de Eisenhower. Habría supuesto una enorme dispersión de esfuerzos y de pertrechos, justo en el momento en el que pretendía tener a los alemanes huyendo hacia las fronteras del Reich. Las divisiones de Patton habían dividido la retaguardia alemana en secciones, según el tipo de campaña de caballería blindada para la que él estaba hecho. Cuando visitó la 7.ª División Acorazada a las afueras de Chartres, preguntó a su comandante cuándo pensaba tomar la ciudad. Este respondió que todavía había alemanes combatiendo en ella, así que iba a tardar algún tiempo. Patton lo interrumpió bruscamente: «No hay ningún alemán. Son las tres en punto. Quiero Chartres a las cinco o habrá un nuevo comandante»[25].
El 19 de agosto, la víspera de la salida de todas las tropas encerradas en la bolsa de Falaise, el general De Gaulle llegó al cuartel general de Eisenhower procedente de Argel. «Debemos marchar sobre París», dijo al comandante supremo. «Tiene que haber una fuerza organizada en la capital que se encargue del orden público»[26]. No es de extrañar que De Gaulle temiera que los comunistas de los Franc-Tireurs et Partisans provocaran una sublevación e intentaran establecer un gobierno revolucionario. Él, mientras tanto, había estado infiltrando sus propios agentes en el París ocupado con el fin de crear un esquema de administración y de ocupar los ministerios.
Al día siguiente, en Rennes, De Gaulle se enteró de que había dado comienzo una insurrección en la capital. Envió inmediatamente al general Juin con una carta a Eisenhower insistiendo en que se mandara directamente allí al general Leclerc. La policía de París se había puesto en huelga cinco días antes, en protesta por la orden de desarmarlos dictada por los alemanes. En Londres, el general Koenig envió a Jacques Chaban-Delmas a convencer a la Resistencia de que no se sublevara todavía. Pero los comunistas, capitaneados por el coronel Henri Rol-Tanguy, líder regional de las Forces Françaises de l’Intérieur (FFI), querían liberar París por su cuenta. El 19 de agosto, agentes de la policía de París, armados con pistolas, pero vestidos de paisano, ocuparon la Prefectura de Policía e izaron la bandera tricolor.
El Generalleutnant Dietrich von Choltitz, gobernador militar alemán de París, se sintió obligado a mandar a sus tropas contra ellos, desencadenándose un choque poco concluyente. Hitler había ordenado a Choltitz que defendiera la ciudad hasta el final y que la destruyera, pero otros militares le convencieron de que aquello no habría tenido sentido alguno desde el punto de vista militar. El 20 de agosto, un grupo gaullista tomó el Hôtel de Ville como primer paso de su estrategia de apoderarse de todos los edificios gubernamentales. Los comunistas, convencidos por su propia propaganda de que el poder estaba en las calles, no se dieron cuenta de que iban a ser superados tácticamente.
El entusiasmo patriótico, con banderas tricolores improvisadas colgando de las ventanas y cánticos espontáneos de la «Marsellesa», contribuyó a exaltar la animación febril de la gente. Se montaron barricadas en las calles para impedir la libertad de movimientos de los alemanes, los camiones de la Wehrmacht sufrieron emboscadas y algunos soldados aislados fueron desarmados o incluso asesinados. El cónsul general de Suecia negoció una tregua. Choltitz accedió a reconocer a las FFI como tropas regulares y a permitirles quedarse con los edificios que en aquellos momentos ocupaban. En contrapartida, la Resistencia renunciaría a atacar las instalaciones y el cuartel general de los alemanes. Los comunistas denunciaron el acuerdo alegando que no habían estado debidamente representados. Chaban-Delmas solo consiguió convencerlos de que esperaran un día antes de reanudar sus ataques.
Mientras lo que quedaba de las fuerzas alemanas de Normandía empezaba a huir al otro lado del Sena, el I Ejército canadiense y el II Ejército británico se unieron a la 1.ª Brigada de Infantería belga, a una brigada acorazada checa y a la Brigada Real de los Países Bajos (Princesa Irene). El XXI Grupo de Ejércitos de Montgomery, formado por fuerzas de al menos siete países, empezaba a parecerse al sueño de las Naciones Unidas de Roosevelt.
El 22 de agosto, mientras las FFI respondían a la orden de Rol-Tanguy que decía: Tous aux barricades!, Eisenhower y Bradley se convencieron de que al final no iban a tener más remedio que ir a París. Eisenhower sabía que tendría que vender semejante decisión al general Marshall y a Roosevelt como una medida puramente militar. El presidente se pondría hecho una furia si pensaba que las fuerzas americanas iban a instalar a De Gaulle en el poder. De Gaulle, por otra parte, intentó ignorar el hecho de que los Estados Unidos tuvieran algo que ver con la liberación de París.
Bradley voló en un Piper Cub para dar a Leclerc la buena noticia de que podía avanzar hacia París. La reacción de sus soldados fue de alegría salvaje. Ignoraron las órdenes del general Gerow de que la marcha se emprendiera a la mañana siguiente y la 2ème División Blindée partió esa misma noche. El 24 de agosto, después de librar algunos duros combates en los suburbios de las afueras, Leclerc envió a la ciudad una pequeña columna a través de calles secundarias. Poco después llegaban a la plaza del Hôtel de Ville, todavía de noche. Algunos hombres en bicicleta se encargaron de difundir la noticia por la ciudad y la gran campana de Notre Dame empezó a repicar. El general von Choltitz y sus oficiales comprendieron inmediatamente lo que significaba.
A la mañana siguiente, la 2ème División Blindée y la 4.ª División de Infantería de los Estados Unidos entraron en la ciudad en medio de alborotados festejos, con los que se mezclaron algunos combates esporádicos. En realidad fueron apenas unas cuantas escaramuzas en torno a los edificios de los alemanes: lo suficiente para que Choltitz fingiera una mínima resistencia antes de firmar la rendición. Cuando De Gaulle vio el documento de capitulación, se irritó muchísimo al comprobar que Rol-Tanguy había conseguido estampar su firma por encima de la de Leclerc, pero la estrategia gaullista se había impuesto. Con los hombres que había escogido instalados en los ministerios, el Gouvernement Provisoire de la République Française se había hecho más o menos con el control. Tanto los comunistas como Roosevelt se encontraron con un hecho consumado.
Mientras París se salvaba, Varsovia era destruida. Los vítores, las banderas tricolores, las botellas pasando de mano en mano y los generosos besos a los liberadores pertenecían a otro mundo. Los asesinatos salvajes y gratuitos perpetrados por los auxiliares de la SS siguieron adelante, mientras el Ejército Nacional luchaba desesperadamente a pesar de tenerlo todo en su contra. «En la Varsovia en lucha», escribiría un poeta polaco, «nadie llora»[27]. Los polacos peleaban desde los sótanos y las alcantarillas mientras a su alrededor la artillería alemana y los Stuka machacaban la ciudad. Atacando sector tras sector, las tropas alemanas reconquistaron la Ciudad Vieja. Los puntos de referencia más conocidos fueron destruidos uno tras otro, especialmente las iglesias. No había agua con la que apagar los incendios y los hospitales de campaña tenían pocos medios con los que tratar a los que padecían quemaduras graves. Los pacientes morían simplemente en medio de terribles dolores.
La disciplina siguió siendo notablemente buena entre los insurgentes, dándose pocos casos de ebriedad. El Ejército Nacional había recibido la orden de acabar con todo el alcohol. Algunos insurgentes utilizaban lo que había quedado para lavarse los pies debido a la escasez de agua. La vida y la defensa dependían de los paquetes lanzados en paracaídas, muchos de los cuales caían detrás de las líneas alemanas cuando la zona controlada por el Ejército Nacional fue reduciéndose. Los bombarderos aliados no llegaban cada día con sus preciosos cargamentos, sino solo cuando el programa especial en polaco de la BBC anunciaba su llegada radiando una vieja melodía popular: «Bailemos otra vez una mazurca»[28].
Los insurgentes carecían de armas capaces de atravesar los blindajes, aparte de unos cuantos PIAT lanzados en paracaídas, pero pudieron destruir algunos tanques y vehículos acorazados con bombas de petróleo y granadas de fabricación casera. Las barricadas y sus defensores humanos fueron aplastadas bajo las orugas de los blindados. El polvo de los edificios pulverizados se mezclaba inextricablemente con el humo de las vigas ardiendo. Pero otros que no andaban demasiado lejos sufrieron todavía más.
Cuando se inició en Varsovia la sublevación del Ejército Nacional, en el gueto de Łódź había todavía sesenta y siete mil judíos. Tras el asombroso avance de los soviéticos en el curso de la Operación Bagration, creyeron que había llegado por fin el momento de su liberación. Pero con el Ejército Rojo detenido todavía al otro lado del Vístula, Himmler decidió que no podía perder tiempo. Casi todos fueron enviados a una muerte segura en Auschwitz.
La primera petición de que el Mando de Bombarderos de la RAF atacara Auschwitz había sido formulada en enero de 1941 por el conde Stefan Zamoyski del estado mayor general polaco. Portal se negó, aduciendo que las técnicas de bombardeo británicas simplemente carecían de la precisión necesaria para destruir las líneas ferroviarias. A finales de junio de 1944, una vez confirmada la existencia de cámaras de gas en Auschwitz, llegaron a Washington y a Londres más peticiones, implorando que se bombardearan las líneas férreas que conducían a los campos de exterminio.
En aquellos momentos, Auschwitz-Birkenau era el último gran campo de la muerte que seguía en funcionamiento. La matanza en cadena de judíos húngaros estaba alcanzando cotas insospechadas, con sus cuatrocientas treinta mil víctimas en apenas unos pocos meses. En agosto fueron asesinados allí los últimos judíos del gueto de Łódź, más tarde los de Eslovaquia y luego los supuestamente privilegiados judíos de Theresienstadt. Fue el último gran intento de Himmler de aplicar la Solución Final antes de proceder a la evacuación y destrucción de los campos.
Harris seguía obsesionado con su idea de que lo mejor para todo el mundo, incluidos los prisioneros, era abreviar la guerra con su estrategia de bombardeos contra Alemania. Aducía, además, que, en cualquier caso, se trataba de operaciones que podían realizarse a la luz del día, y por lo tanto una misión perfecta para las fuerzas aéreas estadounidenses. Los americanos también se negaron, pero curiosamente, a partir del 20 de agosto, la aviación aliada de las bases aéreas de Foggia comenzó a bombardear la planta Monowitz de Auschwitz III porque producía metanol, y por esta razón figuraba en el plan de Spaatz como objetivo de los bombardeos estratégicos aliados contra los recursos petrolíferos de las fuerzas del Eje. Las incursiones aéreas pusieron fin a cualquier esperanza que pudiera abrigar IG Farben de seguir produciendo buna y combustible sintético en Auschwitz. Y, a raíz de la Operación Bagration, el Ejército Rojo ya se encontraba en aquellos momentos demasiado cerca para que la fábrica pudiera continuar tranquilamente con su actividad. Los empleados de la compañía fueron evacuados al oeste[29].
A las puertas de Varsovia, el Ejército Rojo apenas se movía. Era evidente que Stalin quería que la sublevación fracasara. Cuantos más hombres que pudieran erigirse en líderes de Polonia mataran los alemanes, mejor para él. Al final, el 2 de octubre, después de sesenta y tres días, el general Komorowski se rindió. A espaldas de Himmler, Bach-Zelewski concedió a los supervivientes el privilegio de ser tratados como verdaderos combatientes. Esperaba poder reclutarlos para luchar contra el Ejército Rojo, pero ninguno quiso. A pesar de las promesas de Bach de que Varsovia no sufriría más destrucciones, Himmler enseguida ordenó la demolición total de la ciudad con fuego y explosivos. Solo se salvaría el campo de concentración ubicado en el gueto para encerrar en él a los prisioneros del Ejército Nacional. Miraran hacia donde miraran, los polacos no se hacían ilusiones, atrapados como estaban entre dos sistemas despiadados y totalitarios que se nutrían el uno del otro. Como escribiría otro poeta del Ejército Nacional, «te esperamos a ti, plaga roja, para que nos salves de la muerte negra»[30].