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EL DRAGÓN Y EL SOL NACIENTE

(1937-1940)


Por mucho que conocieran el carácter implacable de su enemigo, lo cierto es que los chinos no podían imaginar el grado de crueldad con el que los japoneses iban a ser capaces de actuar. El sufrimiento no era ninguna novedad para las empobrecidas masas campesinas de China, que también sabían muy bien lo que era el hambre provocado por las inundaciones, por las épocas de sequía, por la deforestación, por la erosión del suelo y por las depredaciones de los ejércitos de los señores de la guerra. Vivían en destartaladas casas de barro, y su existencia estaba marcada por las enfermedades, la ignorancia, la superstición y la explotación a la que estaban sometidas por parte de los terratenientes, que se quedaban entre la mitad y dos tercios de sus cosechas en concepto de arrendamiento.

Los habitantes de las ciudades, incluidos muchos intelectuales de izquierdas, solían considerar a las masas campesinas poco más que bestias de carga sin rostro ni personalidad. «Es simplemente inútil compadecerse de esta gente», comentó un intérprete comunista a la intrépida periodista y activista norteamericana Agnes Smedley. «Son demasiados»[1]. La propia Smedley comparó la existencia de aquellos individuos con la de «los siervos de la gleba de la Edad Media»[2]. Vivían de pequeñísimas raciones de arroz, mijo o calabaza, que cocían en calderos de hierro, su posesión más preciada. Muchos andaban descalzos, incluso en invierno, y en verano llevaban sombreros de paja cuando trabajaban en los campos con la espalda doblada. Tenían poca esperanza de vida, de modo que era relativamente raro ver campesinas ancianas, arrugadas por el paso de los años, obligadas por sus pies vendados a caminar dando pasitos cortos. Muchos no habían visto nunca un automóvil o un avión, ni siquiera una bombilla. Buena parte de las zonas rurales de China aún estaban gobernadas por señores de la guerra y terratenientes con poderes feudales.

La vida en las ciudades no era mejor para la gente humilde, ni siquiera para la que tenía un trabajo. «En Shanghai», escribió un periodista americano, «retirar todas las mañanas los cuerpos inertes de los niños trabajadores que yacen junto a las puertas de las fábricas se ha convertido en una rutina»[3]. Los pobres también sufrían los abusos de codiciosos burócratas y recaudadores de impuestos. En Harbin, los mendigos solían pedir diciendo: «¡Déme algo! ¡Déme algo! ¡Que la providencia se lo premie con riquezas! ¡Que la providencia se lo premie con un cargo oficial!». A veces, cambiaban la última frase: «¡Que la providencia se lo premie con riquezas! ¡Que la providencia se lo premie haciéndole general!»[4] Hasta tal punto su fatalismo formaba parte de su personalidad, que costaba imaginar que pudiera producirse un verdadero cambio social. La revolución de 1911, que había marcado la caída de la dinastía Qing e instaurado la república de Sun Yat-sen, había sido una revolución de la clase media urbana. También lo fue al principio el movimiento nacionalista chino, surgido para poner freno al evidente plan de Japón de aprovecharse de la debilidad del país.

Wang Jingwei, que en 1924 se erigió en líder del Kuomintang a la muerte de Sun Yat-sen, era el rival principal del cada vez más encumbrado general Chiang Kai-shek. Chiang, un tipo orgulloso y un poco paranoico, era muy ambicioso y estaba decidido a convertirse en el gran líder de China. De constitución delgada, calvo y con un bigotito militar, Chiang era un político sumamente sagaz, pero no siempre fue un buen general en jefe. Había estado al frente de la academia militar de Whampoa, y sus alumnos predilectos habían sido designados para ocupar cargos de suma importancia. Sin embargo, debido a las rivalidades y las luchas intestinas en el seno del Ejército Nacional Revolucionario, y entre los diversos señores de la guerra aliados, Chiang intentaba controlar a sus formaciones desde la distancia, provocando a menudo situaciones de confusión y, en consecuencia, lentitud en sus acciones.

En 1932, el año siguiente al «incidente de Mukden» y la invasión japonesa de Manchuria, los nipones enviaron destacamentos navales a su concesión de Shanghai en una actitud de clara beligerancia. Chiang vio que iba a tener lugar un ataque mucho más contundente, y comenzó a prepararse. El general Hans von Seeckt, antiguo comandante en jefe del Reichswehr durante la República de Weimar, que había llegado en mayo de 1933, ofreció su asesoramiento para modernizar y profesionalizar los ejércitos nacionalistas. Seeckt y su sucesor, el general Alexander von Falkenhausen, abogaban por una guerra de desgaste prolongada, por considerarla la única manera posible para detener a unas fuerzas mucho mejor preparadas como las del ejército imperial japonés. Sin apenas relaciones comerciales con el extranjero, Chiang decidió cambiar tungsteno chino por armamento alemán.

Chiang Kai-shek, aunque más tarde se convertiría en un dictador militar y un reaccionario, era por aquel entonces un modernizador infatigable y verdaderamente idealista. Durante lo que pasaría a denominarse la década de Nanjing (1928-1937), dirigió un programa de rápida industrialización, de construcción de carreteras y de modernización militar y agrícola. También quiso acabar con el aislamiento psicológico y diplomático de China. Sin embargo, como era perfectamente consciente de la debilidad militar de su país, se mostró firmemente decidido a evitar una guerra con Japón en la medida de lo posible.

En 1935, ante la amenaza nipona, Stalin, a través de la Comintern, dio instrucciones a los comunistas chinos para que crearan un frente común con los nacionalistas. Era una política que desagradaba en particular a Mao Zedong, que en el mes de octubre de 1934, para evitar la destrucción de su Ejército Rojo, se había visto obligado a emprender la Larga Marcha a raíz de los ataques de Chiang contra las fuerzas comunistas. De hecho, Mao, un hombre corpulento y ambicioso con una curiosa voz aguda, era considerado un disidente por el Kremlin porque opinaba que los intereses de Stalin y los del Partido Comunista Chino no eran los mismos. En consonancia con el pensamiento leninista, creía que la guerra preparaba el terreno para la revolución que habría de llevarlo al poder.

Moscú, por otro lado, no quería una guerra en Extremo Oriente. Consideraba que los intereses de la Unión Soviética eran mucho más importantes que una victoria a largo plazo de los comunistas de China. Así pues, la Comintern acusaba a Mao de carecer de una «perspectiva internacionalista». Y Mao estaba a punto de cometer una herejía cuando aducía que los principios marxistas-leninistas de la primacía del proletariado de las ciudades no podían aplicarse en China, donde el campesinado debía constituir el grupo de vanguardia de la revolución. Abogaba por emprender una guerra de guerrillas independiente y por desarrollar redes de resistencia tras las líneas japonesas.

Chiang envió una legación para entrevistarse con los comunistas. Quería que sus fuerzas se incorporaran al ejército del Kuomintang. A cambio, permitiría que tuvieran su propia región en el norte y dejaría de atacarlos. Mao sospechaba que Chiang, con su política, lo único que pretendía era aislarlos en una zona en la que serían destruidos por los japoneses de Manchuria. Chiang, sin embargo, sabía perfectamente que los comunistas nunca iban a comprometerse o a colaborar a largo plazo con ningún otro partido, que su único objetivo era hacerse con todo el poder. «Los comunistas son una enfermedad del corazón», diría en una ocasión. «Los japoneses, una enfermedad de la piel»[5].

Mientras se enfrentaba al problema comunista en el sur y en el centro de China, poco podía hacer Chiang para frenar las incursiones y provocaciones japonesas en el nordeste del país. El ejército de Kwantung en Manchukuo discutía con Tokio, afirmando que no era el momento de comprometerse con China. Su jefe de estado mayor, el teniente general Tōjō Hideki, futuro primer ministro de Japón, decía que prepararse para una guerra contra la Unión Soviética sin destruir la «amenaza en nuestra retaguardia», esto es, el gobierno de Nanjing, era «querer meterse en problemas»[6].

Al mismo tiempo, la política de Chang Kai-shek de apaciguamiento ante la agresión japonesa provocaba un descontento popular generalizado, que quedó patente en las manifestaciones de protesta estudiantiles llevadas a cabo en la capital. A finales de 1936, las fuerzas niponas avanzaron hacia la provincia de Suiyuan, junto a la frontera con Mongolia, con la intención de adueñarse de las minas de carbón y de los depósitos de hierro de la región. Las fuerzas nacionalistas reaccionaron y consiguieron repeler el ataque. Este episodio vino a fortalecer la posición de Chiang, que a partir de ese momento endureció sus condiciones para la creación de un frente unido con los comunistas. Estos, con la Alianza del Noroeste creada por un grupo de señores de la guerra locales, atacaron a las unidades nacionalistas por la retaguardia. Chiang deseaba aplastar definitivamente a los comunistas mientras seguía negociando con ellos. Pero a comienzos de diciembre decidió trasladarse a Xi’an para aclarar las cosas con dos jefes del ejército nacionalista, que querían crear un frente de resistencia contra Japón y poner fin a la guerra civil con los comunistas. Estos comandantes lo capturaron y lo mantuvieron detenido durante dos semanas, hasta que Chiang se avino a sus pretensiones. Los comunistas exigieron que Chiang Kai-shek fuera procesado por un tribunal del pueblo.

Pero Chiang fue liberado y pudo regresar a Nanjing, tras haberse visto obligado a cambiar su política. Toda la nación estalló de júbilo ante la perspectiva de aquella unidad frente a las ambiciones japonesas. Y el 16 de diciembre, Stalin, seriamente preocupado por el pacto anti-Comintern de nazis y nipones, comenzó a presionar a Mao y a Zhou Enlai, el camarada chino más sutil y diplomático, para que hicieran frente común con los nacionalistas. El líder soviético temía que si los comunistas chinos provocaban conflictos en el norte, Chiang Kai-shek optara por aliarse con los japoneses contra ellos. Y si Chiang acababa siendo destituido, era muy probable que Wang Jingwei, contrario a cualquier enfrentamiento con Japón, asumiera el liderazgo del Kuomintang. Para asegurarse una postura beligerante de los nacionalistas, Stalin no dudó en hacerles creer que iba a prestarles su apoyo en una eventual guerra contra Japón. Y siguió mostrándoles aquella zanahoria, sin la más mínima intención de comprometer a la Unión Soviética.

El Kuomintang y los comunistas todavía no habían firmado acuerdo alguno cuando el 7 de julio de 1937, al suroeste de Pekín, se produjo un enfrentamiento entre tropas chinas y niponas en el puente de Marco Polo, que marcó el comienzo de la fase más importante de la guerra chino-japonesa. Todo el incidente no fue más que una sórdida farsa que pone de manifiesto la aterradora imprevisibilidad de los acontecimientos en un momento de grandes tensiones. Un soldado japonés había desaparecido durante unos ejercicios nocturnos. El comandante de su compañía solicitó poder entrar en la llamada «ciudad de Wanping» para buscarlo. Cuando se le denegó el acceso, atacó la fortaleza, y las tropas chinas respondieron a la agresión; mientras tanto, el soldado extraviado había encontrado el camino para llegar a su cuartel. Pero lo irónico del episodio no acabaría ahí: el estado mayor en Tokio decidió por fin actuar y poner coto a sus fanáticos oficiales en China, responsables de tantas provocaciones, y Chiang recibió fuertes presiones de los suyos para no volver a comprometerse[7].

El generalísimo dudaba de la sinceridad de los japoneses y convocó una conferencia de líderes chinos. Al principio, los militares nipones estaban divididos. Su ejército de Kwantung en Manchuria quería magnificar el conflicto, pero el estado mayor en Tokio temía que el Ejército Rojo reaccionara atacando la línea fronteriza del norte. Apenas una semana antes, se había producido un enfrentamiento junto al río Amur. Poco después, sin embargo, los jefes del estado mayor japonés decidieron declarar la guerra. Creían que China podía ser conquistada rápidamente, antes de que estallara un conflicto de mayor envergadura o con la Unión Soviética o con las potencias occidentales. Como haría más tarde Hitler con la URSS, los generales nipones cometieron un gravísimo error cuando subestimaron sin más la ira de China y su firme determinación a oponer resistencia. Y el Dragón no iba a responder con la estrategia de impulsar una guerra de desgaste.

Chiang Kai-shek, perfectamente consciente de las deficiencias de su ejército y del carácter impredecible de sus aliados del norte, conocía los graves peligros que implicaba una guerra con Japón. Pero no tenía elección. Los japoneses volvieron a presentar un ultimátum, que fue rechazado por el gobierno de Nanjing, y el 26 de julio su ejército atacó. Pekín cayó al cabo de tres días. Las fuerzas nacionalistas y sus aliados tuvieron que replegarse, ofreciendo resistencia solamente de manera esporádica, mientras los japoneses avanzaban hacia el sur.

«De repente teníamos la guerra encima», escribió Agnes Smedley, que desembarcó de un junco en la margen izquierda del río Amarillo, en un «pueblo laberíntico y fangoso llamado Fenglingtohkow. Esta pequeña localidad, en la que esperábamos encontrar alojamiento para pasar la noche, era una confusión de militares, paisanos, carros, mulas, caballos y vendedores callejeros. Cuando subíamos por los caminos llenos de lodo hacia la aldea, pudimos ver a uno y otro lado una sucesión de soldados heridos que yacían en el suelo. Cientos de ellos llevaban vendas sucias y ensangrentadas, y algunos estaban inconscientes… No había nadie con ellos, ni médicos, ni enfermeras, ni acompañantes»[8].

A pesar de todos los esfuerzos de Chiang por modernizar las fuerzas nacionalistas, estas, al igual que las de los señores de la guerra aliados, no estaban ni mucho menos entrenadas y equipadas como las divisiones japonesas con las que tenían que enfrentarse. La infantería vestía uniformes de algodón de color azul y gris en verano, y en invierno los más afortunados disponían de una chaqueta de algodón acolchada o del abrigo de pelo de oveja del soldado mongol. Su calzado consistía en unos zapatos de tela o en unas sandalias de paja. Aunque resultaba silencioso cuando se movían con sigilo, no protegía de las afiladas estacas punji de bambú, cubiertas de excrementos para provocar infecciones, que los japoneses solían utilizar para defender sus posiciones.

Los soldados chinos llevaban gorras de plato con orejeras recogidas en la parte superior. No tenían cascos metálicos, excepto los que quitaban a los soldados japoneses muertos, y que luego lucían con orgullo. Muchos vestían casacas enemigas, también de soldados muertos, lo que provocaba numerosas confusiones en momentos de crisis. Su trofeo más preciado era una pistola japonesa. De hecho, solía ser más fácil para ellos conseguir municiones para un arma nipona que para sus fusiles, que procedían de distintos países y fabricantes. Las mayores deficiencias se presentaban en sus servicios médicos, su artillería y sus fuerzas aéreas.

Tanto en la batalla como lejos del escenario de los combates, las tropas chinas eran dirigidas mediante toques militares. Solo había comunicación sin cables entre los principales cuarteles generales, pero incluso en estos casos su fiabilidad era escasa. Además, los japoneses no tenían dificultades para descifrar sus sistemas de codificación, por lo que podían conocer fácilmente sus órdenes y objetivos. El transporte militar chino se limitaba a unos pocos camiones, y la mayoría de las unidades de combate tenía que contentarse con sus mulas, maldecidas una y otra vez con expresiones tradicionales, los ponis mongoles y los carros con pesadas ruedas de madera tirados por bueyes. Siempre había escasez de medios, lo que comportaba que a menudo los soldados no recibieran los alimentos necesarios. Y como su paga llegaba prácticamente siempre con meses de retraso, cuando no era sustraída por sus oficiales, la moral solía ser muy baja. Pero no se puede poner en duda el valor y la determinación de las tropas chinas en la batalla de Shanghai de aquel verano.

Los orígenes y motivos que dieron lugar a este gran choque son todavía materia de debate. La explicación clásica es que Chiang, al abrir un nuevo frente en Shanghai sin dejar de combatir en el norte y en el centro, pretendía que las fuerzas japonesas tuvieran que dividirse, y evitar así que pudieran concentrarse y obtener una rápida victoria[9]. Siguiendo los consejos del general von Falkenhausen, esta iba a ser su guerra de desgaste. Un ataque a Shanghai también obligaría a los comunistas y a los otros ejércitos aliados a comprometerse con su «Guerra de Resistencia», aunque siempre se corría el riesgo de que decidieran retirarse antes de poner en peligro a sus fuerzas y su base de poder. Con esta empresa también se aseguraba el apoyo prometido por los soviéticos, a saber, el envío de asesores militares y el suministro de cazas, tanques, artillería, ametralladoras y vehículos. Todo ello se pagaría con la exportación de materias primas a la Unión Soviética. La otra explicación es, ciertamente, interesante. Stalin, considerablemente alarmado por los éxitos japoneses en el norte de China, era el único que realmente quería que la lucha se trasladara al sur y lo más lejos posible de sus fronteras orientales. Lo consiguió recurriendo al jefe nacionalista regional, general Chang Ching-chong, quien era un «durmiente» soviético. En diversas ocasiones Chang había tratado de convencer a Chiang Kai-shek para que lanzara un ataque preventivo contra la guarnición japonesa de tres mil infantes de marina acantonada en Shanghai, pero el generalísimo le dijo que no hiciera nada hasta recibir órdenes específicas. Un ataque a Shanghai comportaba riesgos muy altos. La ciudad solo estaba a 290 kilómetros de Nanjing, y una eventual derrota junto a la boca del Yangtsé habría podido conducir a un rápido avance japonés sobre la capital y hacia el centro de China. El 9 de agosto, Chang envió un grupo de soldados al aeropuerto de Shanghai, donde abatieron a un teniente de la infantería de marina japonesa y al soldado que lo acompañaba. Por decisión exclusiva de Chang, mataron también a un prisionero chino condenado a muerte para hacer creer que los japoneses habían disparado primero. Estos, reacios también a empezar una batalla en los alrededores de Shanghai, al principio no reaccionaron, excepto para pedir refuerzos. Chiang Kai-shek ordenó de nuevo a Chang que no atacara.

El 13 de agosto, los barcos de guerra japoneses comenzaron a abrir fuego contra las posiciones chinas en Shanghai. A la mañana siguiente, dos divisiones nacionalistas empezaron el asalto a la ciudad. También se lanzó un ataque aéreo contra el buque insignia de la Tercera Flota nipona, el viejo crucero acorazado Izumo, anclado fuera del Bund (malecón) hacia el centro de la ciudad. Fue un comienzo muy poco propicio. Las baterías antiaéreas de la nave de guerra forzaron la retirada de los obsoletos aviones chinos. Algunos proyectiles alcanzaron el dispositivo portabombas de uno de ellos. Mientras este aparato sobrevolaba la colonia internacional, su carga se desprendió, cayendo sobre el Palace Hotel, situado en Nanjing Road, y, a continuación, sobre otros lugares atestados de refugiados civiles. En consecuencia, el avión chino mató o hirió a unos mil trescientos de los suyos[10].

Los dos bandos se enzarzaron en una lucha cada vez más sangrienta que convirtió la batalla en el enfrentamiento más prolongado y penoso de la guerra chino-japonesa. El 23 de agosto, los japoneses, tras enviar numerosos refuerzos a Shanghai, desembarcaron en la zona costera del norte para rodear las posiciones nacionalistas. Sus lanchas de desembarco dejaron en tierra firme numerosos tanques. Por otro lado, la marina nipona disponía de una artillería sumamente efectiva, más aún teniendo en cuenta que las divisiones nacionalistas carecían prácticamente de ella. Los intentos nacionalistas de bloquear el Yangtsé también fueron en vano, y sus reducidas fuerzas aéreas poco podían hacer ante la supremacía de la aviación enemiga[11].

A partir del 11 de septiembre, las fuerzas nacionalistas, dirigidas por Falkenhausen, combatieron con gran arrojo, a pesar de sus terribles pérdidas. Casi todas las divisiones, especialmente las unidades de élite de Chiang, perdieron a más de la mitad de sus efectivos, diez mil jóvenes oficiales incluidos. Chiang, incapaz de decidir si seguir luchando o retirarse, optó al final por enviar más divisiones. Tomó aquella determinación coincidiendo con una asamblea de la Sociedad de Naciones, en la esperanza de atraer la atención internacional hacia su país.

En total, los japoneses llevaron al teatro de operaciones en Shanghai a unos doscientos mil hombres, más de los desplegados en el norte de China. La tercera semana de septiembre, comenzaron a abrir brechas en las defensas nacionalistas, forzando en octubre su retirada al otro lado del río Suzhou, una línea de demarcación que constituía un verdadero obstáculo a pesar de su aparente insignificancia. Se dejó atrás un batallón encargado de la defensa de un godown, o almacén, para dar la impresión de que los nacionalistas seguían teniendo un bastión en Shanghai. Este «batallón solitario» se convertiría en un gran mito de la propaganda de la causa china.

A comienzos de noviembre, tras más combates desesperados, los japoneses cruzaron el río Suzhou utilizando botes de asalto y establecieron diversas cabezas de puente. A continuación, con otro desembarco anfibio en el sur, obligaron a los nacionalistas a emprender la retirada. La disciplina y la moral, dos factores que habían sido de gran ayuda durante los encarnizados enfrentamientos que se habían saldado con innumerables pérdidas, se vinieron abajo de repente. Los soldados comenzaron a abandonar sus fusiles. Los bombarderos y cazas japoneses provocaban el pánico entre los refugiados que, en su huida, caían y eran pisoteados por el tropel de gente que seguía corriendo despavorida. Durante los tres meses de combate en Shanghai y sus alrededores, los japoneses sufrieron más de cuarenta mil bajas. Los chinos superaron las ciento ochenta y siete mil, un número de pérdidas que prácticamente multiplicaba por cinco el de los enemigos.

En su precipitado avance, las divisiones japonesas competían unas con otras por llegar antes a Nanjing, incendiando las aldeas que iban encontrando a su paso. La Armada Imperial nipona mandó remontar el Yangtsé con dragaminas y cañoneras para bombardear la ciudad. El gobierno nacionalista comenzó su traslado, remontando el Yangtsé en barcos de vapor y en juncos en dirección a Hankou, que se convertiría provisionalmente en su capital. Más tarde lo sería Chongqing, ciudad situada en el alto Yangtsé, en la provincia de Sichuan.

Chiang Kai-shek no sabía si resistir en Nanjing o marchar de allí sin presentar batalla. La ciudad era imposible de defender, pero abandonar un símbolo de tanta importancia resultaba humillante. Sus generales no podían estar de acuerdo. Al final, los dos bandos mostrarían su lado más sombrío, con una mala defensa que simplemente enfureció al agresor. Los comandantes japoneses planeaban de hecho utilizar gas mostaza y bombas incendiarias contra la capital si los combates llegaban a alcanzar la intensidad que se había vivido en Shanghai[12].

Aunque los chinos sabían que sus enemigos eran implacables, no podían ni imaginar el grado de crueldad que les aguardaba. El 13 de diciembre, las fuerzas chinas evacuaron Nanjing, pero para acabar de repente rodeadas a las afueras de la ciudad. Las tropas japonesas entraron en Nanjing con la orden de matar a todos los prisioneros. Solo una unidad de la 16.ª División asesinó a quince mil chinos, y solo una compañía a otros mil trescientos[13]. En su informe a Berlín, un diplomático alemán contaba que «además de ejecuciones en masa utilizando ametralladoras, se recurrió a otros métodos más personales para acabar con la vida de los detenidos, como, por ejemplo, rociar con gasolina y prender fuego a la víctima»[14]. Los edificios de la ciudad fueron saqueados e incendiados. Para escapar de la matanza, de los abusos y violaciones y de la destrucción, la población civil intentó refugiarse en la denominada «zona internacional de seguridad».

La furia japónica conmocionó al mundo por sus espeluznantes matanzas y violaciones masivas en venganza por el encarnizamiento de los combates en Shanghai, algo que el ejército japonés no esperaba de un pueblo como el chino, al que tanto despreciaba. Las cifras relativas al número de bajas civiles son muy dispares unas de otras. Algunas fuentes chinas hablan de hasta trescientos mil muertos, pero lo más probable es que fueran alrededor de doscientos mil. Las autoridades militares niponas, en una retahíla de mentiras absurdas, dijeron que se limitaron a ejecutar a soldados chinos que se habían vestido de paisano, y que su número apenas superó el millar. Las escenas de la matanza eran dantescas, con calles y plazas llenas de cadáveres en estado de descomposición, mordidos muchos por perros semisalvajes. Todos los estanques, todos los canales y todos los ríos estaban contaminados con cuerpos putrefactos.

Los soldados japoneses se habían criado en una sociedad militarista. Toda la aldea o vecindad, honrando esos valores marciales, acostumbraba a salir a la calle a despedir al recluta que partía para unirse al ejército. Por esta razón, los soldados solían luchar por el honor de su familia y de su comunidad, no por el emperador como muchos occidentales creían. La fase básica de los adiestramientos estaba concebida para destruir su individualidad. Los reclutas eran objeto de constantes insultos y golpes por parte de sus suboficiales, con el fin de endurecerlos y provocarlos, en lo que podría calificarse de una teoría de causa-efecto de la opresión, para conseguir que dieran rienda suelta a su cólera ante los soldados y civiles de un enemigo derrotado[15]. Además, ya en la escuela primaria, todos ellos habían sido adoctrinados para creer que los chinos eran seres claramente inferiores a la «raza divina» japonesa, «inferiores a los cerdos»[16]. En un típico estudio de caso de las confesiones realizadas después de la guerra, un soldado reconoció que, como se había sentido horrorizado por las torturas infligidas gratuitamente a un prisionero chino, pidió que le permitieran encargarse del castigo para redimirse de la falta cometida[17].

En Nanjing, los soldados chinos heridos eran asesinados a golpe de bayoneta allí donde se encontraban. Los oficiales nipones obligaban a los prisioneros a arrodillarse en fila, para luego decapitarlos uno a uno con sus espadas de samurái. Sus soldados recibieron también la orden de practicar con la bayoneta con miles de chinos que eran atados a árboles. Los que se negaban eran golpeados con severidad por sus suboficiales. El proceso de deshumanización de las tropas desarrollado por el Ejército Imperial de Japón aumentaba su grado de violencia en cuanto estas dejaban su patria y llegaban a China. Un cabo llamado Nakamura, que había sido reclutado contra su voluntad, cuenta en su diario que obligaron a unos reclutas novatos a presenciar cómo torturaban a cinco chinos hasta matarlos. Los recién llegados estaban horrorizados, pero Nakamura dice lo siguiente: «Todos los reclutas novatos reaccionan igual, pero no tardarán en hacer lo mismo»[18].

Shimada Toshio, soldado raso, cuenta cómo fue su «bautismo de sangre» tras unirse al 226.º Regimiento en China. El prisionero chino había sido atado de manos y pies a dos estacas, una a cada lado. Unos cincuenta reclutas recién llegados formaron fila para practicar la bayoneta con él. «Mis sentimientos debieron de paralizarse. No sentí ninguna misericordia por él. Al final, empezó a increparnos, gritando “¡Venga! ¡A qué esperáis!”. No atinábamos a clavarla en el lugar correcto. Por lo que exclamaba “¡Daos prisa!”, dando a entender que quería morir lo antes posible». Shimada afirma que resultaba difícil porque la bayoneta se clavaba en aquel desgraciado «como [si él fuera de] tofu»[19].

John Rabe, el comerciante alemán representante de Siemens que organizó la «zona internacional de seguridad» en Nanjing y demostró su gran coraje y humanidad, escribió en su diario: «Me siento totalmente confundido ante la conducta de los japoneses. Por un lado, quieren que se les reconozca y se les trate como una gran potencia a nivel de las europeas, pero por otro, en estos momentos demuestran una crueldad, una brutalidad y una bestialidad que solo pueden compararse con las de las hordas de Gengis Kan»[20]. Doce días más tarde anotaría el siguiente comentario: «A cualquiera se le cortaría la respiración de puro asco si viera una y otra vez cadáveres de mujeres con estacas de bambú clavadas en la vagina. Ni las ancianas septuagenarias se salvan de ser violadas»[21].

El espíritu de grupo del Ejército Imperial de Japón, inculcado con castigos colectivos durante el período de adiestramiento, también dio lugar a un orden de preferencia entre los soldados. Los más veteranos organizaban violaciones en grupo, con incluso treinta hombres por una sola mujer, a la que solían asesinar cuando acababan con ella. A los novatos no se les permitía participar en aquellos actos brutales. Solo se les «invitaba» a unirse a la «fiesta» cuando eran aceptados como parte del grupo.

A los soldados recién llegados tampoco se les permitía visitar a las «mujeres de solaz» de los burdeles militares. Estas mujeres eran adolescentes y jóvenes casadas que habían sido detenidas en la calle o escogidas por los jefes de las aldeas, los cuales debían proporcionar un número determinado de ellas por orden del Kempeitai, la temida policía militar. Tras la matanza y las violaciones perpetradas en Nanjing, las autoridades militares niponas exigieron la entrega de tres mil mujeres más «para uso y disfrute del ejército»[22]. Solo en Xuzhou fueron capturadas más de dos mil cuando se tomó esta ciudad en el mes de noviembre[23]. Además de las jóvenes forzadas a seguir ese camino, los japoneses trasladaron a China a un gran número de mujeres de su colonia de Corea. El comandante de un batallón de la 37.ª División metió incluso en su cuartel a tres esclavas chinas para su deleite personal. Para que parecieran hombres, se les afeitó la cabeza en un intento de encubrir su verdadera identidad[24].

El objetivo de las autoridades militares era reducir los casos de enfermedades venéreas y disminuir el número de violaciones perpetradas públicamente por sus hombres, pues semejantes actos podían provocar la aparición de focos de resistencia entre la población. Preferían que unas mujeres esclavas fueran violadas continuamente en la clandestinidad de las «casas de solaz». Pero pronto se reveló equivocada la idea de que el suministro de «mujeres de solaz» contendría a los soldados japoneses de cometer actos de violación. Los soldados preferían claramente cometer de vez en cuando ese tipo de actos que hacer cola en la «casa de solaz», y sus oficiales opinaban que las violaciones eran beneficiosas para el espíritu marcial[25].

En las pocas ocasiones en las que los japoneses se vieron obligados a retirarse de un lugar, mataron a todas las «mujeres de solaz» para vengarse de los chinos. Por ejemplo, cuando la localidad de Suencheng, próxima a Nanjing, fue recuperada temporalmente, unos soldados chinos entraron en «un edificio en el que, después de que los japoneses abandonaran el lugar, fueron hallados los cadáveres desnudos de una docena de jóvenes chinas. En el letrero colgado de la puerta que daba a la calle todavía podía leerse: “Casa de Consuelo [Solaz] del Gran Ejército Imperial”»[26].

En el norte de China los japoneses sufrieron algunos reveses a manos de las tropas nacionalistas y de las fuerzas semiguerrilleras comunistas del Octavo Ejército de Ruta, que afirmaban que podían recorrer más de ciento diez kilómetros en un solo día. Pero a finales de año, el ejército de Kwantung controlaba las ciudades de las provincias de Chahar y Suiyuan y el norte de la de Shanxi. Al sur de Pekín, ocuparon con facilidad la provincia de Shandong y su capital, en gran medida gracias a la cobardía del comandante de la región, el general Han Fuju.

El general Han, que había huido en un avión, llevándose consigo el contenido de las arcas locales y un sarcófago de plata, fue detenido por los nacionalistas y condenado a muerte. Fue obligado a arrodillarse, y, a continuación, un camarada general lo ejecutó disparándole en la cabeza. Esta especie de advertencia dirigida a todos los comandantes fue muy bien recibida por los distintos partidos y facciones, y contribuyó en gran medida a la unidad de los chinos. Los japoneses estaban cada vez más contrariados por la firme determinación de los chinos de seguir con su férrea resistencia, por mucho que hubieran perdido su capital y casi todas sus fuerzas aéreas. Y estaban exasperados por la manera en la que los chinos conseguían evitar aquel enfrentamiento decisivo que, tras la batalla de Shanghai, habría podido acabar con ellos.

En enero de 1938, las fuerzas niponas comenzaron su avance hacia el norte por la línea ferroviaria que iba de Nanjing a Xuzhou, un importante centro de comunicaciones de gran valor estratégico por sus conexiones con un puerto de la costa este y por su proximidad a la línea ferroviaria situada más al oeste. De caer esta ciudad, corrían peligro los grandes centros industriales de Wuhan y Hankou. En China, como en Rusia durante la guerra civil, las líneas ferroviarias tenían muchísima importancia para el traslado y el abastecimiento de las tropas. Chiang Kai-shek, que desde siempre había sabido que Xuzhou sería un objetivo fundamental si tenía lugar la invasión japonesa, concentró en la región un ejército de unos cuatrocientos mil hombres, formado por divisiones nacionalistas y tropas de jefes locales aliados.

El generalísimo era perfectamente consciente de la trascendencia de las próximas batallas. El conflicto chino había atraído a numerosos periodistas extranjeros, y la opinión pública internacional lo equiparaba con la Guerra Civil Española. Varios escritores, fotógrafos y realizadores cinematográficos que habían estado en España —Robert Capa, Joris Ivens, W. H. Auden o Christopher Isherwood— se encontraban allí para comprobar en primera persona y registrar o grabar para el mundo la resistencia de China a la invasión japonesa. La inminente defensa de Wuhan sería comparada con la defensa de Madrid. Comenzaron a llegar a China para prestar su ayuda a las fuerzas nacionalistas y comunistas numerosos médicos que habían asistido a los republicanos españoles heridos. El más famoso fue el cirujano canadiense Norman Béthune, que murió en China a causa de una gravísima infección.

Stalin también veía ciertos paralelismos con la Guerra Civil Española, pero Chiang cometió un error al confiar en las palabras de su representante en Moscú, que con un exceso de optimismo creía que la Unión Soviética iba a entrar en guerra con Japón. Mientras seguían los combates, Chiang entabló negociaciones, a través del embajador alemán, con los japoneses, en parte para forzar la intervención de Stalin, pero las condiciones exigidas por los invasores eran excesivamente duras. Stalin sabía que los nacionalistas no podían aceptarlas.

En febrero, divisiones japonesas del II Ejército cruzaron el río Amarillo desde el norte para rodear las formaciones chinas. A finales de marzo, los invasores habían entrado en la ciudad de Xuzhou donde los combates encarnizados se prolongaron durante días. Los chinos carecían de los medios necesarios para enfrentarse a los tanques nipones, pero comenzó a llegar armamento soviético, y pudo lanzarse con éxito una gran contraofensiva en Taierzhuang, a unos sesenta kilómetros al este. Los invasores enviaron inmediatamente refuerzos de Japón y Manchuria. El 17 de mayo creyeron que tenían atrapado el grueso de las divisiones chinas, pero, separándose y formando pequeños grupos, unos doscientos mil soldados nacionalistas lograron escapar de aquella encrucijada. Al final, el 21 de mayo, cayó Xuzhou, donde se hicieron unos treinta mil prisioneros[27].

En julio, en el lago Jasan, tuvo lugar el primer gran enfrentamiento fronterizo entre las fuerzas niponas y el Ejército Rojo. Una vez más, los nacionalistas confiaron en que la Unión Soviética entrara en guerra, pero sus expectativas pronto se esfumaron. Stalin reconocía tácitamente el control japonés de Manchuria. Hitler tenía los ojos puestos en Checoslovaquia, y el dictador ruso estaba sumamente preocupado por aquella amenaza alemana en el oeste. No obstante, envió varios asesores militares a los nacionalistas. Los primeros habían llegado en junio, poco antes de la partida del general von Falkenhausen y su equipo, que recibieron de Göring la orden de regresar a Alemania.

A continuación, como temía Chiang, los japoneses planearon el ataque a la ciudad industrial de Wuhan. También decidieron establecer su gobierno títere chino. Para detener el avance del enemigo hacia Wuhan, Chiang Kai-shek mandó que se abrieran brechas en los diques del río Amarillo, o, como se decía en la orden del alto mando, que se utilizara «agua en vez de soldados»[28]. Esta política de inundaciones supuso para el avance de los japoneses un retraso de casi cinco meses, pero fue espeluznante la destrucción y la muerte que provocó en un territorio de más de setenta mil kilómetros cuadrados de extensión. No había terrenos elevados en los que encontrar cobijo. Según cálculos oficiales, ochocientas mil personas murieron ahogadas, de varias enfermedades o de inanición, y hubo más de seis millones de refugiados.

Cuando por fin la tierra estuvo suficientemente seca para transitar por ella con sus vehículos, los japoneses reiniciaron el avance hacia Wuhan, apoyados por las fuerzas de la Armada Imperial que navegaban por el Yangtsé, y por el XI Ejército que seguía el curso del río por sus dos márgenes. El Yangtsé se convirtió en una ruta fundamental de abastecimiento de sus tropas, inmune a los ataques propios de una guerra de guerrillas.

Los nacionalistas habían recibido hasta entonces unos quinientos aviones soviéticos y ciento cincuenta pilotos «voluntarios» del Ejército Rojo, pero como estos prestaban servicio solo durante tres meses, cuando comenzaban a dominar la situación, ya tenían que irse. Llegaron a prestar sus servicios conjuntamente entre ciento cincuenta y doscientos de ellos, y en total fueron unos dos mil los que volaron en China. Lograron organizar con éxito una emboscada el 29 de abril de 1938, cuando supusieron acertadamente que los japoneses iban a lanzar una gran incursión contra Wuhan para celebrar el aniversario del emperador Hiro Hito, pero, por lo general, los pilotos de la Armada Imperial impusieron su superioridad en el centro y en el sur de China. Los pilotos chinos, a pesar de volar en aparatos poco apropiados, solían realizar ataques espectaculares contra los navíos de guerra, ataques que supusieron su propia destrucción[29].

En julio, los japoneses bombardearon el puerto fluvial de Jiujiang, casi con toda seguridad con la ayuda de unas armas químicas que recibían eufemísticamente el nombre de «humo especial». El 26 de julio, cuando cayó la ciudad, el destacamento Namita llevó a cabo otra horrible matanza de civiles. Pero en medio del intenso calor estival, el XI Ejército se vio obligado a frenar su avance debido a la férrea resistencia de las fuerzas chinas, y un gran número de soldados japoneses sucumbió a la malaria y al cólera. Este hecho permitió que los chinos tuvieran tiempo para desmantelar diversas instalaciones industriales y enviarlas, río arriba, a Chongqing. El 21 de octubre, tras llevar a cabo una importante operación anfibia, el XXI Ejército japonés capturó el gran puerto de Guangzhou (Cantón), situado en la costa meridional. Cuatro días más tarde, la 6.ª División del XI Ejército entraba en Wuhan mientras las fuerzas chinas huían en retirada.

Chiang Kai-shek se lamentaba constantemente de lo deficientes que eran sus colaboradores, los enlaces, los servicios de inteligencia y las comunicaciones. Los cuarteles generales de las divisiones, aunque se encontraban en la retaguardia, preferían no estar en contacto con el alto mando para no recibir órdenes de ataque. Las defensas siempre carecían de profundidad, limitándose a una simple línea de trincheras fácilmente franqueable, y las reservas nunca eran desplegadas en el lugar adecuado. Sin embargo, el desastre que estaba por venir sería en gran medida culpa de Chiang.

Tras la caída de Wuhan, Changsha parecía la localidad más vulnerable. La aviación japonesa la bombardeó el 8 de noviembre. Al día siguiente, Chiang ordenó que se dispusiera todo lo necesario para arrasar con fuego la ciudad si los japoneses lograban entrar en ella. Puso de ejemplo la destrucción de Moscú por parte de los rusos en 1812. Tres días después, comenzó a correr el falso rumor de que los japoneses estaban a punto de llegar, y la madrugada del 13 de noviembre se prendió fuego a la ciudad. Changsha fue pasto de las llamas durante tres días. Dos tercios de la ciudad, incluidos sus depósitos y almacenes llenos de arroz y de trigo, quedaron totalmente destruidos. Veinte mil personas, entre ellas todos los soldados heridos, perdieron la vida, y doscientas mil se quedaron sin casa.

A pesar de sus innumerables victorias, el Ejército Imperial japonés distaba mucho de sentirse plenamente satisfecho. Sus comandantes sabían que no habían conseguido asestar un golpe definitivo. Sus líneas de abastecimiento formaban una red demasiado extendida y vulnerable. Y, además, eran perfectamente conscientes del apoyo militar que los nacionalistas recibían de la Unión Soviética, cuyos pilotos estaban abatiendo en aquellos momentos muchos de sus aviones. Los japoneses se preguntaban con gran inquietud qué estaba tramando Stalin. Esta desazón los llevó a proponer en noviembre la retirada general de sus fuerzas al norte, al otro lado de la Gran Muralla, siempre y cuando los nacionalistas cambiaran de gobierno, reconocieran los derechos de Japón sobre Manchuria, permitieran al imperio nipón la explotación de sus recursos y acordaran crear un frente común contra los comunistas. El rival de Chiang, Wang Jingwei, marchó a Indochina en diciembre y entabló contacto con las autoridades japonesas en Shanghai. Como líder de los partidarios del apaciguamiento del Kuomintang, se consideraba el candidato idóneo para sustituir a Chiang. Pero pocos políticos lo siguieron cuando decidió unirse al enemigo. El poderoso llamamiento de Chiang a la redención nacional ganó la batalla.

Los japoneses, después de abandonar la estrategia del ataque violento para obtener una rápida victoria, comenzaron a desarrollar un método mucho más cauto. Ante la inminencia de la guerra en Europa, pensaban que no tardarían en verse obligados a desplegar en otros frentes parte de las numerosas fuerzas que tenían en China. También creían —de manera harto absurda, considerando las atrocidades cometidas por sus tropas— que podían ganarse al pueblo chino. Así pues, aunque seguían produciéndose innumerables bajas en las fuerzas nacionalistas y la población civil —morirían unos veinte millones de chinos antes de finalizar la guerra en 1945—, los japoneses optaron por realizar operaciones de menor envergadura, en su mayoría destinadas a acabar con los grupos guerrilleros que actuaban en su retaguardia.

Los comunistas reclutaron a un gran número de paisanos para sus milicias guerrilleras, como, por ejemplo, el Nuevo Cuarto Ejército que operaba en el curso medio del Yangtsé. Muchos de estos partisanos campesinos iban armados exclusivamente de herramientas agrícolas o de lanzas de bambú. Pero, siguiendo las decisiones tomadas en el pleno del comité central de octubre de 1938, la política de Mao era clara: las fuerzas comunistas no iban a luchar contra los japoneses si no eran atacadas. Debían mantener su potencial para conquistar territorio a los nacionalistas. Mao dejó bien claro que Chiang Kai-shek era su oponente último, su «enemigo número 1». Los japoneses realizaban incursiones en las zonas rurales, sembrando el terror entre la población local con sus matanzas y sus violaciones en masa. Empezaban por matar a todos los varones jóvenes de la aldea. «Los ataban juntos y les abrían la cabeza a golpes de sable»[30]. Luego iban a por las mujeres. En septiembre de 1938 el cabo Nakamura haría la siguiente anotación en su diario, hablando de una incursión a Lukuochen, localidad situada al sur de Nanjing: «Ocupamos la aldea y empezamos a buscar por todas las casas. Queríamos capturar a las chicas más atractivas. La caza duró dos horas. Niura mató a una de un tiro porque era virgen y fea, y la habíamos despreciado todos»[31]. Las violaciones en masa de Nanjing y las innumerables atrocidades cometidas por los soldados del Ejército Imperial provocaron en la población rural un patriótico sentimiento, mezcla de cólera y rabia, inconcebible antes de la guerra, cuando Japón, e incluso China como nación, eran conceptos prácticamente desconocidos.

La siguiente batalla importante no tuvo lugar hasta marzo de 1939, cuando los japoneses trasladaron un numerosísimo contingente de tropas a la provincia de Jiangxi para atacar su capital, Nanchang. Los chinos resistieron con gran bravura, a pesar de que los japoneses volvieron a utilizar gas venenoso. Los invasores se vieron obligados a luchar casa por casa, y el 27 de marzo tomaron la ciudad. Centenares de miles de refugiados comenzaron su éxodo hacia el oeste, unos cargando sobre la espalda pesados fardos con sus pertenencias, otros empujando las carretillas de madera en las que habían colocado sus pocas posesiones: mantas, herramientas, cacharros y cuencos. Las mujeres tenían el cabello cubierto de polvo, y las más ancianas apenas podían caminar con los pies vendados.

El generalísimo ordenó una contraofensiva para reconquistar Nanchang. El ataque cogió a los japoneses por sorpresa; los nacionalistas consiguieron poner pie en la ciudad a finales de abril, pero el esfuerzo había sido mucho. Chiang Kai-shek, que había amenazado con ejecutar a los comandantes si no tomaban Nanchang, tuvo que aceptar al final que sus fuerzas se retiraran.

Poco después de los enfrentamientos fronterizos a orillas del Khalkhin-Gol protagonizados por japoneses y soviéticos en el mes de mayo —los mismos que llevaron a Stalin a enviar a Zhukov a esta región en calidad de máxima autoridad militar—, el jefe del grupo de asesores militares que los soviéticos habían enviado a China instó a Chiang Kai-shek a lanzar una gran contraofensiva para recuperar la ciudad de Wuhan. Stalin engañaba a Chiang, haciéndole creer que estaba a punto de alcanzar un acuerdo con los británicos, cuando en realidad intentaba llegar a un pacto con la Alemania nazi. Pero Chiang comenzó a dar largas, pues sospechaba correctamente que lo único que quería Stalin era liberar las regiones fronterizas soviéticas de la presión de los combates. También le preocupaba que cada vez fuera menor la influencia restrictiva que ejercía Stalin sobre Mao. Los nacionalistas estaban asustados ante la expansión comunista y la decisión de Mao de seguir una línea independiente. Pero Chiang creía que Stalin prefería mantener el Kuomintang en guerra contra Japón que defender a su propio partido chino, por lo que incitaba a sus fuerzas guerrilleras a adentrarse en zona comunista. Ello daría lugar a numerosos enfrentamientos encarnizados, en los que, según cálculos comunistas chinos, más de once mil personas perdieron la vida[32].

Aunque gran parte de Changsha había quedado arrasada por el trágico incendio, los japoneses seguían queriendo capturar la ciudad debido a su posición estratégica. No es de extrañar que Changsha fuera considerada un objetivo importante, pues estaba situada en la línea ferroviaria que unía Cantón y Wuhan, ciudades que en aquellos momentos estaban ocupadas por un numeroso contingente de tropas niponas. La caída de Changsha dejaría aislados a los nacionalistas en su reducto occidental de Sichuan. Los japoneses lanzaron su ataque en agosto, el mismo mes en el que sus camaradas del ejército de Kwantung combatían contra las fuerzas del general Zhukov en las distantes regiones del norte.

El 13 de septiembre, mientras las fuerzas alemanas se adentraban en Polonia, los japoneses avanzaban hacia Changsha con seis divisiones que sumaban un total de ciento veinte mil hombres. El plan nacionalista consistía en retirarse poco a poco al principio sin dejar de combatir, para permitir que el enemigo realizara un avance rápido hacia la ciudad, y luego sorprenderlo con una inesperada contraofensiva en sus flancos. Chiang Kai-shek ya había percibido la tendencia de los japoneses a desperdigarse. En su afán por alcanzar mayor gloria, los generales nipones rivalizaban unos con otros, por lo que prosiguieron su avance sin tener en cuenta a las formaciones vecinas. El programa de adiestramientos de tropas puesto en marcha por Chang Kai-shek tras la pérdida de Wuhan funcionó, y la emboscada fue un éxito. Los chinos afirmarían que los japoneses habían acabado la batalla sufriendo cuarenta mil bajas.

Aquel agosto, mientras Zhukov estaba obteniendo una victoria en la batalla de Khalkhin-Gol, la prioridad principal de Stalin fue evitar que el conflicto con Japón se extendiera en un momento en el que había empezado a entablar en secreto negociaciones con Alemania. Pero el anuncio del pacto nazi-soviético sacudió los cimientos del gobierno japonés. Las autoridades niponas no podían creer que su aliado alemán hubiera llegado a un acuerdo con el demonio comunista. Al mismo tiempo, la reticencia de Stalin a luchar contra Japón tras la victoria de Zhukov supuso, como era lógico, un duro golpe para los nacionalistas de China. El acuerdo de «cese de hostilidades» en las fronteras de Mongolia y de Siberia permitía que los japoneses concentraran sus fuerzas en los combates contra los chinos sin tener que preocuparse por la presencia a sus espaldas de los rusos en el norte.

Chiang Kai-shek temía que la Unión Soviética y Japón llegaran a un acuerdo secreto para dividir China, como la partición nazi-soviética de Polonia en septiembre. También se alarmó cuando Stalin comenzó a recortar drásticamente la ayuda militar a los nacionalistas. Y el estallido de la guerra en Europa en septiembre suponía menos posibilidades de ayuda por parte de británicos y franceses.

Para los nacionalistas, la falta de ayuda exterior se convirtió en un problema cada vez más grave. La invasión japonesa no solo representaba una amenaza militar. Por su culpa se habían perdido cosechas y reservas de alimentos. El bandidaje se convirtió en una práctica extendida, en la que los desertores y los soldados rezagados, actuando en grupos, campaban a sus anchas. Varios millones de refugiados intentaban escapar dirigiéndose al oeste, aunque solo fuera para poner a sus esposas e hijas a salvo de las crueles tropas japonesas. El hacinamiento en las ciudades provocaba epidemias de cólera. Con el éxodo de población, la malaria se extendió a nuevas regiones. Y el tifus, maldición de tropas y refugiados en huida, se convirtió en una enfermedad endémica. Aunque se llevaron a cabo grandes esfuerzos para mejorar los servicios sanitarios chinos, tanto militares como civiles, lo cierto es que los escasos médicos disponibles poco podían hacer para ayudar a los refugiados, que padecían tiña, sarna, tracoma y todas las demás dolencias de la pobreza exacerbada por una gravísima malnutrición.

Sin embargo, espoleados por su triunfo en Changsha, los nacionalistas lanzaron una serie de contraataques en una «ofensiva de invierno» a lo largo de toda China central. Pretendían cortar las líneas de aprovisionamiento de las guarniciones niponas más expuestas, obstruyendo el tráfico fluvial en el Yangtsé e interrumpiendo las comunicaciones ferroviarias. Pero en cuanto comenzaron los ataques de los nacionalistas en noviembre, los japoneses invadieron la provincia suroccidental de Guangxi con un desembarco anfibio. El 24 de ese mismo mes, tomaron la ciudad de Nanning, amenazando la línea ferroviaria que conducía a la Indochina francesa. Las pocas tropas nacionalistas presentes en la zona se vieron sorprendidas, emprendiendo una rápida huida. Chiang Kai-shek envió inmediatamente refuerzos, y los combates, que se prolongaron durante dos meses, fueron sangrientos. Los japoneses afirmarían haber matado a veinticinco mil chinos en una sola batalla. Otras ofensivas niponas lanzadas más al norte supondrían para los nacionalistas la pérdida de regiones importantes para su aprovisionamiento de grano y de reclutas. Los japoneses también hicieron acopio de bombarderos en China para alcanzar con facilidad las regiones de la retaguardia nacionalista y atacar su nueva capital, Chongqing. Los comunistas, mientras tanto, negociaban secretamente con los japoneses un pacto en China central, según el cual ellos no atacarían los ferrocarriles si los japoneses se avenían a no molestar a su Nuevo Cuarto Ejército en el campo.

La situación mundial era muy desfavorable para los nacionalistas chinos, pues Stalin se había aliado con Alemania y exigía a Chiang Kai-shek que se abstuviera de entablar negociaciones con Gran Bretaña o Francia. El líder soviético temía que los británicos intentaran, como los chinos, obligarlo a entrar en una guerra con Japón. En diciembre de 1939, durante la Guerra de Invierno contra Finlandia, los nacionalistas se encontraron ante un tremendo dilema cuando la Unión Soviética tuvo que afrontar su expulsión de la Sociedad de Naciones por aquella invasión. No querían provocar a Stalin, pero tampoco podían utilizar su veto para salvarlo, pues habrían enfurecido a las potencias occidentales. Al final, el representante chino se abstuvo en la votación. Esto provocó el enfado de Moscú, sin por otro lado satisfacer a británicos y franceses. Los envíos soviéticos de material militar cayeron drásticamente, y no volverían a ser los mismos hasta un año después. Con el fin de presionar a Stalin para que suavizara su postura, Chiang Kai-shek dejó correr el rumor de que estaba dispuesto a negociar una paz con Japón.

Sin embargo, la única esperanza que tenían en aquellos momentos los nacionalistas eran cada vez más los Estados Unidos, que habían comenzado a condenar la agresión japonesa y a reforzar sus propias bases en el Pacífico. Pero Chiang Kai-shek también debía afrontar dos conflictos internos. El Partido Comunista de China, liderado por Mao, se mostraba más firme y enérgico, declarando implícitamente que iba a derrotar al Kuomintang cuando finalizara la guerra chino-japonesa. Y el 30 de marzo de 1940, los nipones establecieron en Nanjing el «Gobierno Nacional» del «Kuomintang Reformado» de Wang Jingwei, a quien los verdaderos nacionalistas llamaban simplemente «el traidor criminal»[33]. No obstante, les llenaba de preocupación que el nuevo régimen pudiera ser reconocido no solo por Alemania e Italia, únicos aliados europeos de Japón, sino también por otras potencias extranjeras.