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PRIMAVERA DE ESPERANZAS

(MAYO-JUNIO DE 1944)


Después de infinitos retrasos, la planificación pormenorizada de la Operación Overlord había empezado en serio en enero de 1944. Ya había sido realizado un trabajo muy valioso por un grupo encabezado por el teniente general sir Frederick Morgan, cuyo título era Jefe de Estado Mayor del Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas (siglado COSSAC, Chief of Staff to the Supreme Allied Commander). Pero como el equipo había estado trabajando sin que hubiera un comandante supremo, la toma de decisiones clave había costado mucho trabajo.

Tanto Eisenhower, el comandante supremo, como Montgomery, el comandante del XXI Grupo de Ejércitos, tuvieron la misma reacción al examinar el borrador del plan de invasión de Normandía elaborado por el COSSAC. Llegaron a la conclusión de que tres divisiones no eran suficientes y de que los Aliados necesitaban más playas. Tenían que ampliar la zona de invasión de modo que incluyera la base de la península de Cotentin. Eisenhower insistió también en que debía tener un control absoluto de las fuerzas aéreas aliadas. Este punto anunciaba una interferencia con las incursiones aéreas en Alemania que los «barones de los bombarderos», Harris y Spaatz, no acogieron de buen grado.

El teniente general Bedell Smith, jefe de estado mayor de Eisenhower, tenía mucho que discutir con Montgomery. Los retrasos del Día D habían tenido que ver tanto con la escasez de lanchas de desembarco como con la renuencia británica a comprometerse con la invasión. Overlord era en aquellos momentos una realidad inminente, aunque Brooke y Churchill siguieran abrigando en privado sus temores. Los oficiales británicos de mayor rango, que estaban al tanto de los detalles generales, no pudieron resistir a la tentación de observar que no cabía dar mucho crédito al compromiso de los americanos con la política de «Alemania primero», después del traslado masivo que habían efectuado al Pacífico de hombres, barcos, armamento y pertrechos. Era una batalla que la marina estadounidense y MacArthur habían ganado en Washington. Con la connivencia del general «Hap» Arnold, el teatro de operaciones del Pacífico había conseguido acaparar las nuevas Superfortalezas Aéreas B-29 para atacar Tokio, mientras que a la VIII Fuerza Aérea de Ira Eaker no se le había suministrado ninguna para que bombardeara Alemania.

El otro problema que intentó solucionar Bedell Smith durante el breve regreso de Eisenhower a los Estados Unidos fue la cuestión de la Operación Anvil, esto es la invasión del sur de Francia. Eisenhower pensaba que su país había llevado a cabo una «inversión muy considerable» en reequipar al ejército francés y que había «que conseguir una entrada para él en Francia»[1]. Pero la escasez de lanchas de desembarco, en parte debida a la insistencia de Churchill de llevar a cabo el desembarco de Anzio, anunciaba que una invasión simultánea del sur de Francia significaría el debilitamiento de Overlord. Bedell Smith se mostró de acuerdo con los ingleses en que había que descartar la Operación Anvil, o por lo menos posponerla. Eisenhower se ponía hecho una furia ante cualquier insinuación de que «habría que sacrificar Anvil»[2]. Pero, a pesar de su obstinación en ese punto, no tuvo más remedio que reconocer que la idea tendría que ser abandonada.

La anhelada invasión de Francia, pese a ser el objetivo común de los Aliados, estaba condenada a crear muchas tensiones con los franceses. Ni Roosevelt ni Churchill tenían una idea muy clara de las condiciones reinantes en Francia, ni de la amplitud del apoyo de De Gaulle, ni de lo que era esencialmente un gobierno provisional en funciones. El Conseil National de la Résistance reconocía su autoridad e incluso los comunistas franceses se sumaban a él. Pero la profunda desconfianza que sentía Roosevelt hacia De Gaulle no había disminuido, e incluso los ingleses, que simpatizaban más con él, quedaron desconcertados en el mes de marzo por los acontecimientos de Argel. Pierre Pucheu, antiguo ministro del interior de Vichy, que en 1941 había escogido a unos rehenes comunistas para que fueran ejecutados por los alemanes, estaba siendo juzgado y corría el riesgo de ser condenado a muerte. Pucheu se había presentado en Argel con la pretensión de unirse a la lucha contra los alemanes. Venía provisto de lo que parecía un salvoconducto del general Giraud, un documento que acababa por completo con cualquier esperanza que pudieran abrigar todavía los giraudistas.

Los comunistas y sus aliados en Argel exigieron inmediatamente una justicia vengadora. De Gaulle confirmó la condena a muerte de Pucheu tras este primer juicio al que fue sometido el régimen de Vichy. Pensó que no le quedaban muchas más opciones. La «despiadada guerra civil» que se libraba en Francia entre la Milicia de Vichy, fuertemente reforzada, y la resistencia en constante crecimiento planteaba la amenaza de que la liberación viniera acompañada de actos de linchamiento motivados por el deseo de venganza[3]. De Gaulle recelaba que semejante caos diera a los americanos la excusa para imponer en Francia el temido AMGOT: Allied Military Government of Occupied Territory, Gobierno Militar Aliado de Territorio Ocupado.

Los grupos de la Resistencia estaban todos decididos a hacer de la liberación de Francia un asunto francés, y se volvían cada vez más desafiantes a medida que se acercaba la invasión aliada. En las montañas de la Alta Saboya, en el Plateau des Glières, cerca de Annecy, cuatrocientos cincuenta miembros de la Resistencia, entre ellos cincuenta y seis republicanos españoles, pelearon con un heroísmo desesperado contra dos mil miembros de la Garde Mobile, de la Franc-Garde y de la Milicia, así como contra cinco batallones de soldados alemanes.

En Italia, el afán del general Mark Clark por tomar Roma con su V Ejército norteamericano antes de que comenzara Overlord no hizo más que intensificarse. Sin embargo, aunque la supremacía aérea de los aliados impedía que el transporte motorizado y ferroviario circulara de día, el aguante de la Wehrmacht en Italia al mando de Kesselring resultó más duradero de lo que había esperado Hitler.

El sangriento punto muerto al que se había llegado en los Apeninos tuvo un efecto desmoralizador sobre las fuerzas aliadas. Se produjeron unos niveles muy altos de autolesiones y de fatiga de combate. Cerca de treinta mil hombres habían desertado o se habían ausentado sin permiso de las unidades inglesas presentes en Italia, y las divisiones americanas también sufrieron este tipo de contingencias.

Fueron pocos los casos de fatiga de combate entre los cincuenta y seis mil hombres del II Cuerpo Polaco al mando del general Wladyslaw Anders. Tras el fracaso de los neozelandeses de Freyberg y de las tropas indias en su intento de tomar Monte Cassino en el mes de marzo, la misión fue encomendada a los polacos. Estos dejaron perfectamente claro ante sus colegas británicos que no tenían intención de hacer prisioneros entre los alemanes. Los polacos no solo estaban sedientos de venganza, sino que además sabían que tenían que conseguir una victoria espectacular para ayudar a la causa de la Polonia libre. Stalin era abiertamente hostil a su gobierno en el exilio, especialmente tras el descubrimiento de los oficiales polacos asesinados en Katyń por el NKVD. Su plan consistía en establecer un gobierno comunista títere, con el Ejército Rojo dispuesto una vez más a invadir el país.

El nuevo ataque contra Cassino se incluiría en la Operación Diadema, ofensiva general planificada por Alexander. Participaron en ella cerca de medio millón de hombres de diez países distintos. El V Ejército de Clark, al oeste, en la costa del Tirreno, junto con el Cuerpo francés en las montañas y el VIII Ejército al mando del sustituto de Montgomery, el teniente general sir Oliver Leese, debía arrollar a las fuerzas de Kesselring en la línea Gustav. Alexander propuso que se efectuaran diversas maniobras de engaño estratégico. Se construyeron búnkeres falsos en lugares bien visibles de los distintos sectores de ataque, mientras que las conversaciones por radio y los simulacros de lanchas de desembarco daban la impresión de que iba a producirse otro ataque anfibio. Las fuerzas de Truscott establecidas en la cabeza de playa recibieron numerosos refuerzos. El plan de Alexander era que el ataque contra la línea Gustav hiciera salir a las reservas alemanas, ocasión que aprovecharía la unidad de Truscott para lanzarse por el nordeste contra Valmontone con el fin de aislar al X Ejército de Vietinghoff.

Clark estaba furioso. Su interés no era atrapar al X Ejército. «La conquista de Roma es el único objetivo importante», dijo a Truscott[4]. Clark, al borde de la paranoia, pensaba, al parecer, que el plan de Alexander era una trampa de los ingleses para quitarle el premio de un triunfo romano y dárselo al VIII Ejército. Da la impresión de que las garantías que le dio Alexander de que se dejaría al V Ejército tomar Roma no hicieron más que aumentar las sospechas de Clark. Las órdenes del grupo de ejércitos estaban perfectamente claras, pero Clark se disponía en secreto a desobedecerlas.

A las 23:00 del 11 de mayo, la artillería aliada —cañones de 25 libras, obuses de 105 mm, cañones medios de 5,5 pulgadas y cañones Long Tom de 155 mm— abrió fuego con un ruido ensordecedor. Los polacos se lanzaron directamente al ataque, pero, para su consternación, descubrieron que los alemanes habían decidido relevar aquella misma noche a todos sus batallones de primera línea. La fuerza enemiga era, pues, casi el doble de lo que se había calculado, y las bajas de los polacos fueron espantosas. Lo mismo ocurrió con las de la 8.ª División india, a su izquierda, al otro lado del río Rápido, que atacaron la localidad fortificada de Sant’Angelo, donde la 36.ª División norteamericana había sufrido graves pérdidas a primeros de año. Finalmente los ingenieros lograron tender puentes y los gurkhas, con el apoyo de unos tanques, despejaron la población. Pero la cabeza de puente británica era muy pequeña y Monte Cassino todavía dominaba toda la zona.

Cerca de la costa, el II Cuerpo americano encontró una dura oposición al otro lado del río Garigliano. Las divisiones coloniales francesas de Juin, situadas entre los americanos y los ingleses, tuvieron también un recibimiento brutal. Juin decidió cambiar de táctica. Modificó su eje para tomar Monte Majo en un ataque repentino con fuerte apoyo de la artillería. Costó a sus tropas más de dos mil bajas, pero la línea Gustav quedó rota. Sus goumiers siguieron adelante, sedientos de sangre y de botín. «La mayoría de ellos llevaba sandalias, calcetines de lana, guantes con los dediles recortados para apretar bien el gatillo, y chilabas de rayas; llevaban barba, un casco tipo tazón, y una navaja de treinta centímetros al cinto»[5]. La navaja la utilizaban para cortar los dedos y las orejas a los alemanes muertos a modo de trofeo. Pero causaron el terror entre la población civil italiana y se contaron casos de violaciones brutales, a los que los oficiales franceses tendieron a restar importancia por considerarlos el precio que suele cobrarse la guerra.

Clark estaba furioso con su formación americana porque no avanzaba tan deprisa como los franceses y despreciaba al VIII Ejército, al que seguía manteniendo a raya en Monte Cassino la 1.ª División Paracaidista alemana. Pero el valor de los polacos y la maniobra gradual de envolvimiento obligaron a los Fallschirmjäger a retirarse. El 18 de mayo, la bandera roja y blanca de Polonia ondeaba en las ruinas de la gran abadía benedictina. Había costado cerca de cuatro mil bajas.

La retirada de los alemanes a la línea Hitler, entre diez y veinte kilómetros por detrás de la Gustav, no fue fácil. Las tropas de Juin no les dieron tregua y cuando el VIII Ejército logró avanzar finalmente hasta el cuello de botella del valle del Liri, quedó patente que esta segunda línea de defensa estaba en peligro. Kesselring, ansioso por mantenerla a toda costa, trasladó algunas divisiones del XIV Ejército de Mackensen, encargado de cortar el paso a la cabeza de playa de Anzio. Ese era el momento que estaba esperando Clark.

El VI Cuerpo de Truscott, reforzado secretamente con siete divisiones, era en aquellos momentos más fuerte que todo el ejército de Mackensen. El 22 de mayo, Clark voló a la cabeza de playa de Anzio para intentar demostrar al mundo que él, y no Alexander, era quien controlaba la operación. A la mañana siguiente, las divisiones de Truscott atacaron hacia el nordeste en dirección a Valmontone, como había ordenado Alexander. Las bajas fueron numerosas, pero al día siguiente, al descubrir que los alemanes se habían replegado, el II Cuerpo, situado en la costa, se unió a la cabeza de playa de Anzio. Clark, acompañado de un grupo de corresponsales de guerra y de fotógrafos montados en jeep, se dio un paseo por la zona para inmortalizar el acontecimiento.

El 25 de mayo, la 1.ª División Acorazada de Truscott estaba a cortísima distancia de Valmontone, y en veinticuatro horas habría podido cortar la línea de retirada del X Ejército. Pero aquella misma tarde recibió órdenes de Clark, que lo obligó a cambiar el eje de su avance hacia el noroeste, en dirección a Roma. Truscott y los oficiales al mando de sus divisiones se incomodaron muchísimo, pero Truscott obedeció lealmente a Clark, que ocultó a Alexander lo que planeaba. La obsesión de Clark era tan intensa que cabe suponer que estaba un poco desquiciado. Sus posteriores intentos de justificar sus actos serían confusos y contradictorios. En un momento determinado llegó incluso a decir que había advertido a Alexander que si las unidades del VIII Ejército intentaban llegar a Roma antes que las suyas, ordenaría a sus hombres abrir fuego sobre ellas.

Clark no solo estaba decidido a que no se concediera mérito alguno a Alexander, sino que ni siquiera estaba dispuesto a reconocer el papel de Truscott. La Segunda Guerra Mundial conoció muchos ejemplos de egolatría. El deseo de Clark de entrar en Roma como conquistador antes del lanzamiento de la Operación Overlord es uno de los más flagrantes. El mariscal Brooke escribió un día en su diario: «Resulta sorprendente comprobar que hombres mediocres y mezquinos puedan tener que ver con cuestiones de mando»[6]. Alexander califica el comportamiento de Clark de «inexplicable», pero inmediatamente se encarga de explicarlo: «Solo puedo suponer que el atractivo inmediato de Roma por su valor publicitario lo indujo a cambiar la dirección de su avance»[7].

Mientras las fuerzas de Alexander libraban la principal batalla de la campaña de Italia, en el noroeste de Europa se preparaban sucesos aún más importantes. Overlord sería la operación anfibia más grande de la historia, con más de cinco mil barcos, ocho mil aviones y ocho divisiones en la primera oleada. El nerviosismo, el llamado «canguelo del Día D», era considerable. Los oficiales británicos de mayor rango guardaban recuerdos muy dolorosos de Dunkerque y otras evacuaciones, por no hablar de la desastrosa incursión de Dieppe. Pero la planificación de la Operación Neptuno —la fase de Overlord correspondiente al cruce del canal de la Mancha— fue extraordinariamente minuciosa. Al recibir sus órdenes, que ocupaban varios centenares de páginas, la 3.ª División canadiense le cambió el nombre y la llamó «Operación Overboard».

Los alemanes esperaban que se produjera una invasión, pero no sabían ni cuándo ni dónde iba a tener lugar. Los ingleses montaron una compleja serie de planes de diversión y engaño que recibieron el título general de Operación Fortitude. Fortitude Norte daba a entender que un «IV Ejército británico» iba a desembarcar en Noruega, donde Hitler, para desesperación de sus generales, había insistido en retener a más de cuatrocientos mil hombres. Fortitude Sur, utilizando tanques, aviones e incluso lanchas de desembarco de mentirijillas en el sudeste de Inglaterra, convenció a los alemanes de que iba a lanzarse una segunda invasión con un I Grupo de Ejércitos al mando del general George Patton, el líder que mayor temor inspiraba a los alemanes.

Utilizando agentes dobles y espías capturados, el Sistema Doble X se propuso convencer a los alemanes de que el desembarco de Normandía no era más que un ataque preliminar o una finta, y que la verdadera ofensiva iba a tener lugar al nordeste de Francia, en el Paso de Calais. Los servicios de inteligencia militar alemanes, que habían sobrestimado mucho las fuerzas y los recursos humanos de que disponían los Aliados, se tragaron el anzuelo. Luego, cuando quedó patente la magnitud del engaño y los oficiales antinazis organizaron en el mes de julio la conspiración para matar a Hitler, la Gestapo empezó a sospechar que los oficiales de los servicios de inteligencia se habían dejado engañar, como parte de una conjura traicionera para perder la guerra.

Los responsables de la planificación de Overlord habían previsto que el éxito o el fracaso de la operación se decidirían durante los peligrosos días inmediatamente posteriores a los desembarcos. La concentración de fuerzas de los Aliados quizá no pudiera competir con los refuerzos enviados para repeler a las cabezas de playa. La respuesta a esta amenaza se basaría en una idea desarrollada ya en Italia, esto es, aislar la zona de combate destruyendo todas las comunicaciones con la retaguardia del enemigo: puentes, líneas férreas, estaciones de clasificación de trenes y cruces de carreteras importantes. Se aislaría la zona de invasión de Normandía asegurándose de que fueran pocas las fuerzas enemigas que cruzaran el Sena por el este y el Loira por el sur. Pero para ocultar el objetivo geográfico de la invasión tendrían que extender los ataques a toda la zona, desde Holanda e incluso desde Dinamarca.

El obstinado mariscal del aire Harris no quedó demasiado impresionado. Estaba convencido de que si sus Lancaster seguían machacando Berlín y otras ciudades alemanas, la invasión de Francia sería innecesaria. Intentó además argumentar que sus bombarderos no podían dar a objetivos de precisión tales como las líneas férreas. El general Spaatz pretendía seguir con su «plan petróleo», atacando refinerías y depósitos de petróleo sintético y bombardeando fábricas de aviones. Pero la moral reinante en la VIII Fuerza Aérea no era demasiado buena. Casi noventa aviadores aterrizaron deliberadamente en Suecia o en Suiza, donde permanecieron recluidos durante el resto de la guerra. Las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos se jactaban de la precisión de sus bombardeos a plena luz del día, pero en realidad su acierto no era mucho mayor que el del Mando de Bombarderos británico en sus operaciones nocturnas. Sus aparatos habían llegado a bombardear ciudades suizas en vez de alemanas.

Finalmente Eisenhower decidió meter en cintura a los barones bombarderos a través de su segundo al mando, el mariscal en jefe del aire Tedder. Pero los odios que se nutrían en el seno de la RAF eran muy profundos y Tedder tuvo que pedir a Eisenhower que hiciera valer su autoridad con el pleno respaldo de Roosevelt. Harris y Spaatz acabaron por conformarse. Churchill se sobresaltó al descubrir que los planificadores de la operación estaban preparando una destrucción intensiva de las ciudades francesas, pues esa era la única forma de bloquear los cruces de carreteras importantes. La perspectiva del elevado número de bajas civiles y de las ciudades reducidas a escombros ofendería a los franceses. Para impugnar ese aspecto del «Plan de Transporte» apeló a Eisenhower y luego a Roosevelt, que respaldó el argumento de su comandante supremo de que así se habrían salvado las vidas de muchos aliados. Churchill solicitó que se pusiera como cifra tope las cien mil bajas civiles, pero ni siquiera se le admitió esa cantidad teórica. A la hora de la verdad, quince mil civiles franceses perdieron la vida y otros diecinueve mil sufrieron heridas graves en la fase inmediatamente anterior al Día D.

La otra preocupación de Churchill era qué hacer con el general Charles de Gaulle. Los altos mandos británicos y americanos no querían que los secretos de Overlord fueran comunicados a las autoridades francesas de Argel, pues sabían que los alemanes habían descifrado sus códigos, que estaban obsoletos. Eisenhower, sin embargo, insistió en hablar sinceramente con el general Pierre Koenig. En su calidad de comandante en jefe de todos los grupos de la Resistencia, llamados en aquellos momentos Forces Françaises de l’Intérieur, Koenig les enviaría sus órdenes justo antes de los desembarcos instándoles a sabotear las comunicaciones y los medios de transporte. Y también participarían en la invasión por parte francesa varios buques de guerra, algunos escuadrones aéreos y varias unidades del ejército de tierra.

Roosevelt quiso recordar a sus subordinados que los Aliados no iban a liberar Francia para instalar en el poder al general De Gaulle. A muchos oficiales americanos de alto rango les deprimía la intransigencia de su presidente, y Churchill hizo cuanto pudo para convencerle de que tenían que colaborar con De Gaulle. Pero Roosevelt seguía empeñado en imponer un gobierno militar hasta que se celebraran elecciones e insistió en crear una moneda de ocupación. Se imprimieron unos billetes tan poco convincentes que las tropas los comparaban con «cupones para puros».

Roosevelt acordó con Churchill, aunque a regañadientes, mandar una invitación a De Gaulle para que fuera a Londres, y se enviaron dos aviones York a Argel para trasladar al general francés a la capital inglesa. Al principio De Gaulle se negó a asistir, pues Roosevelt había rechazado cualquier tipo de discusión acerca de un eventual gobierno civil francés. Duff Cooper, el representante de Churchill en Argel, le advirtió que si no iba a Londres no conseguiría más que hacerle el juego a Roosevelt. El 3 de junio, el Comité Français de Liberation Nationale instalado en Argel adoptó oficialmente el nombre de Gouvernement Provisoire de la République Française, y De Gaulle accedió en el último momento a acompañar a Cooper a Londres.

Al sur de Roma, el sueño de Mark Clark estaba a punto de hacerse realidad. Una división de infantería americana había logrado colarse a través de un hueco abierto en la última línea de defensa alemana y forzó su hundimiento. Kesselring ordenó una retirada inmediata. Hitler permitió que Roma fuera declarada ciudad abierta y no ordenó su destrucción. No lo hizo por piedad ni por respeto a los monumentos antiguos o al arte, sino porque su atención se centraba en aquellos momentos en el Canal de la Mancha y porque pensaba que dentro de poco podría destruir Londres con sus bombas volantes.

En Roma, el 4 de junio Mark Clark convocó a los comandantes a su mando para una sesión informativa en el Capitolio, tras reunir también allí a todos los corresponsales de guerra destacados en Italia. Aquella imagen fotográfica, con un Clark exultante sosteniendo un mapa en las manos y señalando hacia el norte en dirección a los alemanes en retirada, hizo que los altos mandos de su Cuerpo de Ejército se sonrojaran de vergüenza. Pero el triunfo romano de «Marcus Aurelius Clarkus» sería breve. Poco después del amanecer del 6 de junio, un oficial de estado mayor entró en su suite del Hotel Excelsior de Roma para despertarlo con la noticia de la invasión de Normandía por los Aliados. «¿Qué te parece?», exclamó Clark con amargura. «Ni siquiera nos han dejado que los periódicos dediquen por un día sus titulares a la caída de Roma»[8].

Hitler esperaba con impaciencia la invasión, convencido de que iba a ser aplastada en el Muro Atlántico. Aquella derrota habría supuesto la salida de los ingleses y los americanos de la guerra, y entonces podría concentrar todas las fuerzas alemanas contra el Ejército Rojo. El mariscal Rommel, al cual había puesto al frente de la defensa del norte de Francia, sabía que el Muro Atlántico existía más en el ámbito de la propaganda que en el mundo real. Su superior, el Generalfeldmarschall Gerd von Rundstedt, lo consideraba simplemente «un burdo engaño»[9]. Tras su experiencia con el potencial aéreo de los Aliados en el norte de África, Rommel sabía que reunir refuerzos y suministros iba a ser dificilísimo. Se había enzarzado en una discusión con el General der Panzertruppen barón Leo Geyr von Schweppenburg, al mando del Grupo Panzer Oeste, y con Guderian, en aquellos momentos general inspector de las fuerzas acorazadas. Los dos últimos pretendían mantener las divisiones blindadas en los bosques al norte de París, dispuestas para un contraataque masivo que devolviera a los Aliados al mar, ya fuera en Normandía o en el Paso de Calais. Pero Rommel sospechaba que serían diezmadas durante la marcha de aproximación por los escuadrones de cazabombarderos Typhoon y P-47 Thunderbolt. Lo que él quería era que los tanques fueran desplegados lo más cerca posible de los puntos del desembarco.

En su afán de mantener el control mediante la política de divide y vencerás, Hitler se negó a poner un mando unificado en Francia. Por consiguiente no existía un comandante supremo con autoridad también sobre la Luftwaffe y sobre la Kriegsmarine. El dictador insistía en que el grueso de las divisiones panzer estuviera directamente bajo el control del OKW y que las unidades de este tipo no pudieran ser movidas sin una orden expresa suya. Rommel se mostró incansable en su afán de mejorar las defensas de playa, especialmente en el sector de Normandía correspondiente al VII Ejército, donde cada vez estaba más convencido de que iba a tener lugar el ataque. Hitler, por otro lado, no cesaba de cambiar de idea, quizá en parte para poder decir luego que sus predicciones habían sido acertadas. El Paso de Calais, defendido por el XV Ejército, tenía más centros de lanzamiento de las armas V, suponía una travesía más corta del Canal de la Mancha, y estaba mucho más cerca de las bases de los cazas en Kent, encargados de suministrar cobertura aérea.

Los servicios de contrainteligencia alemanes estaban seguros de que la invasión estaba cerca debido a la actividad de la Resistencia y al tráfico radiotelegráfico, pero la Kriegsmarine, después de estudiar los informes meteorológicos, llegó a la conclusión de que no había ni que pensar en una invasión entre el 5 y el 7 de junio debido al mal tiempo. La noche del 5 de junio canceló incluso todas sus patrullas. Al ser informado de las previsiones meteorológicas, Rommel decidió ir a ver a su esposa a Alemania para celebrar su cumpleaños y luego visitar al Führer en el Berghof para convencerle de que le diera más divisiones panzer.

El estado de los cielos fue la preocupación más importante de Eisenhower durante la primera semana de junio. El día 1, su meteorólogo jefe le había avisado repentinamente de que el calor estaba a punto de pasar. Ese mismo día habían empezado ya a salir de Scapa Flow los acorazados de la fuerza de bombardeo naval. Estaba todo dispuesto para que la invasión diera comienzo al amanecer del 5 de junio. El día 4 los informes meteorológicos seguían siendo tan negativos que Eisenhower tuvo que ordenar un aplazamiento. Pero las previsiones más recientes anunciaron enseguida que el tiempo quizá mejorara la noche del 5. Eisenhower se enfrentaba a un dilema terrible mientras las tormentas y la mala mar seguían azotando el Canal de la Mancha. ¿Podía confiar en la precisión de sus pronósticos? El general Miles Dempsey, al mando del II Ejército británico de invasión, consideró la decisión de «marchar» tomada por Eisenhower el acto más valeroso de la guerra[10]. La tensión se calmó en cuanto Eisenhower se pronunció y Montgomery dio su aquiescencia. Fue la decisión acertada. Otro aplazamiento habría supuesto posponer la invasión dos semanas, en función del siguiente ciclo de mareas. Habría tenido un efecto desastroso sobre la moral y probablemente habría hecho que se perdiera toda posibilidad de sorpresa. Un retraso de dos semanas habría situado además la operación en la senda de la peor tormenta que había conocido el Canal de la Mancha en los últimos cuarenta años. Se supone también que la Operación Overlord tenía que salir bien debido a la supremacía aérea y naval de los Aliados.

A primera hora de la noche del 5 de junio, el servicio francés de la BBC transmitió una serie de mensajes en clave destinados a poner a la Resistencia en acción. Los paracaidistas de la 82.ª y de la 101.ª División Aerotransportada de los Estados Unidos y de la 6.ª División Aerotransportada británica, cargados con unos equipos pesadísimos, empezaron a montar en los aviones y los planeadores. Al sur de la isla de Wight, fueron reuniéndose los convoyes de la invasión, con buques de todos los tamaños y lanchas de desembarco de todo tipo. Los soldados se agolpaban en las barandillas para contemplar maravillados el canal gris y borrascoso, lleno de barcos de una decena de países moviéndose en todas direcciones, entre ellos trescientos buques de guerra: acorazados, monitores, cruceros, destructores y corbetas.

Más adelante, una patrulla de doscientos setenta y siete dragaminas avanzaba hacia el sur aprovechando la oscuridad cada vez más intensa, en dirección a la costa de Normandía. El almirante Ramsay temía que se produjera un número elevadísimo de bajas entre esas embarcaciones provistas de casco de madera. Los hidroaviones Liberator y Sunderland del Mando Costero continuaron rastreando el mar, desde el sur de Irlanda hasta el golfo de Vizcaya, en busca de submarinos. Para bochorno del almirante Dönitz, ni un solo submarino alemán llegó al canal para atacar a la flota de invasión.

Centenares de aviones de transporte, encargados unos de llevar a los paracaidistas y otros de remolcar a los planeadores, se desviaron por encima del Canal de la Mancha para no tener que volar sobre la flota de la invasión y arriesgarse al desastre que se produjo durante el desembarco en Sicilia. Aún así, tres C-47 Skytrain fueron abatidos por los buques de guerra aliados después de lanzar sus «haces» de paracaidistas americanos sobre la península de Cotentin[11].

Los lanzamientos aerotransportados no salieron según lo previsto. El fuego de las defensas antiaéreas contra los transportes a medida que cruzaban el canal en sucesivas oleadas hizo que las formaciones se deshicieran de inmediato. Los sistemas de navegación a menudo fallaron. Solo una minoría de los aparatos llegó a las zonas de lanzamiento adecuadas y muchos paracaidistas tuvieron que recorrer a pie varios kilómetros para encontrar a sus unidades. Otros cayeron sobre posiciones alemanas y fueron abatidos a tiros. Algunos cayeron en ríos o zonas inundadas, ahogándose al hundirse debido al peso de sus equipos o enredados en los paracaídas. Pero la torpe dispersión de los lanzamientos tuvo una consecuencia no prevista, y es que confundió a los alemanes acerca de cuáles eran los verdaderos objetivos de la operación, contribuyendo así a la impresión de que los ataques formaban parte de una diversión masiva sobre Normandía antes de que se produjera el verdadero ataque en el Paso de Calais. Solo una operación, la toma del puente de Bénouville (llamado posteriormente Pegasus Bridge) sobre el río Orne, en el flanco oriental, salió espectacularmente bien. Los pilotos de los planeadores aterrizaron exactamente en la posición debida y el objetivo fue tomado en cuestión de minutos.

Antes del amanecer del 6 de junio, casi todos los aeródromos de Inglaterra empezaron a temblar con el sonido de los motores al arrancar, a medida que bombarderos, cazas y cazabombarderos iban despegando para seguir estrictamente los pasillos marcados para evitar colisiones. Los pilotos y los tripulantes eran originarios de casi todos los países aliados: Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Rhodesia, Polonia, Francia, Checoslovaquia, Bélgica, Noruega, Holanda y Dinamarca. Algunos escuadrones, integrados sobre todo por Halifax y Stirling, habían salido antes en misión de engaño estratégico, lanzando señuelos de radar («window») y paracaidistas de pega que explotaban al caer en tierra.

Los tripulantes de los dragaminas y el almirante Ramsay no daban crédito a su suerte cuando, una vez realizada su tarea, regresaron sin haber disparado ni un solo tiro. La marejada que había convencido a la Kriegsmarine de que podía permanecer atracada se había convertido en su mejor aliada. Comunicaron por radio mensajes de buena suerte a los destructores que permanecían al acecho más cerca de tierra con el fin de adoptar su posición de bombardeo antes de que rayara el alba. Los cruceros y los acorazados permanecían anclados mar adentro a mucha mayor distancia.

Los ciento treinta mil hombres que atestaban los barcos durmieron poco aquella noche. Unos jugaban, otros intentaban aprender alguna que otra frase en francés; había quienes pensaban en su hogar, quienes escribían la última carta, y quienes leían la Biblia. Poco después de la 01:00 las tropas, especialmente las que iban a bordo de los buques de la marina norteamericana, recibieron generosos desayunos, y a continuación empezaron a ponerse el equipo, que no paraban de ajustarse debido al nerviosismo mientras fumaban compulsivamente. Alrededor de las 04:00 recibieron la orden de reunirse en cubierta. Bajar valiéndose de las redes de carga tendidas sobre la borda a las lanchas de desembarco, que cabeceaban subiendo y bajando en medio de la marejada, constituía una empresa muy peligrosa, especialmente si se tiene en cuenta que muchos iban cargados con armas y municiones.

En cuanto una lancha estaba lista, su piloto viraba para alejarse del costado del buque y, siguiendo la lucecita de popa de la que llevaba delante, se unía a una fila en forma de círculo. Un soldado de la 1.ª División de Infantería que salió del buque Samuel Chase de la marina estadounidense describe cómo «la luz desaparecía y luego volvía a aparecer a medida que subíamos y bajábamos al ritmo del oleaje». Los hombres no tardaron en lamentar la generosidad del desayuno que les habían dado y vomitaban sacando la cabeza por la borda, en los cascos o entre los pies. La cubierta de las lanchas enseguida se puso resbaladiza debido a los vómitos y al agua salada[12].

Cuando los primeros destellos grisáceos empezaron a iluminar el cielo encapotado, los acorazados abrieron fuego con su principal armamento, los cañones de catorce pulgadas. Enseguida los imitaron los cruceros y los destructores. Contemplando la costa, el teniente general Joseph Reichert, de la 711.ª División de Infantería, observó que «todo el horizonte parecía una masa sólida de llamas»[13]. En esos momentos la luz del amanecer era lo bastante clara como para que los alemanes vieran las dimensiones de la flota de invasión. Los teléfonos de campaña empezaron a sonar en todos los puestos de mando. Los teletipos se pusieron a tabletear en el cuartel general del Grupo de Ejércitos B en La Roche-Guyon, a orillas del Sena, y en el de Rundstedt en Saint-Germain, a las afueras de París.

Mientras el bombardeo naval continuaba, las lanchas de desembarco llenas de lanzacohetes se aproximaban a la costa, pero la mayoría de sus bombas se quedaron cortas y cayeron en el agua. Entonces llegó el momento más temido por los tripulantes de los tanques de doble propulsión DD Sherman, que empezaron a lanzarse por la parte delantera de las lanchas a unas aguas mucho más alborotadas que aquellas en las que habían probado la capacidad de flotación de sus blindados. En muchos casos, la pantalla de lona que rodeaba y protegía la torreta se vino abajo debido a la fuerza de las olas y numerosos tripulantes de los tanques se hundieron atrapados en el interior de sus vehículos.

En la playa Utah, en la base de la península de Cotentin, la 4.ª División de Infantería norteamericana desembarcó con muchas menos bajas de las esperadas, y empezó a avanzar hacia el interior para unirse a los paracaidistas de la 82.ª y de la 101.ª División Aerotransportada. La extensa playa ligeramente en curva llamada Omaha, dominada por promontorios cubiertos de plantas halófitas, se convirtió en un objetivo mucho más mortífero de lo que habían esperado los Aliados. Salieron muchas cosas mal antes incluso de que desembarcaran los primeros soldados de la 1.ª y la 29.ª División de Infantería. El bombardeo naval, a pesar de su intensidad, había sido demasiado breve para ser efectivo, y el bombardeo aéreo fue una pérdida de tiempo. En vez de seguir la línea de la costa, que habría dado a los artilleros una posición mejor a la que apuntar a pesar de la mala visibilidad reinante, los mandos de la fuerza aérea estadounidense habían insistido en entrar desde el mar para que no les dispararan de costado. Mientras volaban sobre las lanchas de desembarco, los aviadores decidieron esperar un poco más para no dar a sus propios hombres, de modo que sus bombas cayeron en los campos y en las localidades del interior. Todas las defensas de playa, los búnkeres y los fortines quedaron intactos. Ni siquiera se encontraron en la playa cráteres producidos por las explosiones en los que pudiera encontrar refugio la infantería asaltante. En consecuencia la primera oleada de invasores sufrió muchísimas bajas, víctimas del fuego de las ametralladoras y de la artillería ligera del enemigo, que acribillaba a las lanchas de desembarco en cuanto bajaban las rampas. Además muchas de ellas embarrancaron en los bajíos.

«Algunas embarcaciones regresaban después de soltar su carga», escribió un soldado de la 1.ª División, «otras estaban medio inundadas, pero seguían combatiendo. Algunas habían embarrancado, otras habían tocado fondo, acelerando el motor al máximo sin resultado. Algunas daban marcha atrás y volvían a intentarlo… Mirando de reojo vi lanchas que habían volcado y descargaban las tropas en el agua. Vi cómo las olas sacudían a otras gravemente averiadas por las bombas. Otras, ya sin tropas y llenas en parte de agua, como si hubieran sido abandonadas, eran mecidas por el oleaje. Entre ellas había hombres que luchaban a brazo partido por conseguir la lamentable protección que ofrecían»[14].

Muchos soldados, traumatizados, se quedaban inmóviles al pie de los promontorios hasta que los oficiales lograban obligarlos a levantarse advirtiéndoles que morirían en la playa a menos que avanzaran tierra adentro y acabaran con los alemanes. Los defensores habían sido reforzados con una pequeña parte de la 352.ª División de Infantería, pero no eran ni de lejos tantos hombres como algunas versiones pretenden. Por suerte para los americanos, la principal reserva de la 352.ª División, compuesta por casi tres mil soldados, había sido enviada lejos de allí siguiendo una pista falsa a raíz del lanzamiento de los paracaidistas de pega que explotaban al caer en tierra, y luego había sido barrida por una brigada inglesa que había avanzado en diagonal tierra adentro desde la playa Gold. En cualquier caso, la matanza y el caos que se produjeron en Omaha durante aquella mañana bastaron para que el general Bradley pensara en abandonar la playa por completo. Pero justo a tiempo llegaron noticias de que algunos grupos habían logrado subir a lo alto de las lomas sin sufrir relativamente daños, y de que todavía era posible conquistar Omaha. La actuación conjunta de unos cuantos Sherman que arremetieron contra los búnkeres y de los destructores americanos y británicos que se acercaron peligrosamente a la costa y dispararon con una precisión impresionante contra las posiciones alemanas, hizo que la balanza se decantara a favor de las fuerzas invasoras.

En la playa Gold, la 50.ª División británica no tardó mucho tiempo en avanzar tierra adentro. Una brigada se detuvo a poca distancia de Bayeux al anochecer y a la mañana siguiente tomó la ciudad sin sufrir bajas. La 3.ª División canadiense lo tuvo bastante peor en el sector Juno, donde los alemanes habían fortificado las localidades costeras y habían construido una red de túneles. En la playa Sword, que se extendía hasta el pequeño puerto de Ouistreham, la 3.ª División británica tuvo algunos problemas debido a la altura poco habitual de la marea que retrasó el desembarco de los tanques. Los campos de minas a uno y otro lado de los caminos y el fuego de la artillería que bloqueó el paso de los soldados con vehículos ardiendo imprimieron al ataque en el interior contra la ciudad de Caen una lentitud mucho mayor de la prevista. Y la tenaz defensa de un gran complejo de búnkeres alemanes no hizo sino empeorar las cosas. Por los flancos, la 6.ª División Aerotransportada logró asegurar la zona que le había sido asignada entre los ríos Orne y Dives, volando los puentes para impedir un contraataque de los panzer desde el este.

El plan de Montgomery consistía en tomar lo antes posible Caen y el territorio circundante para montar en ellos aeródromos, pero la resistencia alemana con ametralladoras y cañones antitanque escondidos en las granjas y las aldeas normandas resultó más difícil de aplastar de lo que se había pensado. Los servicios de inteligencia aliados tampoco descubrieron que la 21.ª División Panzer estaba ya en la zona de Caen. El plan de Montgomery contenía además una contradicción muy extraña. Por un lado, quería tomar la antigua ciudad de Caen en las primeras veinticuatro horas de combate, objetivo que era a todas luces excesivamente optimista. Pero por otro lado, el día 6 de junio había ordenado la destrucción de la ciudad mediante un ataque masivo de bombarderos pesados, de modo que los escombros que bloqueaban las calles no podían más que estorbar a sus tropas y ayudar a los defensores. En el curso del bombardeo no murió prácticamente ningún alemán, mientras que el susto y los sufrimientos de la población civil fueron terribles.

Los mandos aliados temían que se produjera un gran contraataque de los panzer alemanes, lo que contribuyó a su excesiva cautela. Por fortuna, el hecho de que Hitler no tomara hasta última hora de la tarde del 6 de junio la decisión de hacer intervenir sus formaciones de tanques redundó en beneficio suyo. Y mientras que las fuerzas terrestres habían sobreestimado el efecto de la labor de los bombarderos pesados, habían subestimado el éxito de las escuadrillas de cazabombarderos, que recorrieron el interior del país para atacar las columnas de blindados alemanes que se dirigían a la zona de invasión. La 1.ª División Panzer de la SS Leibstandarte Adolf Hitler, la 12.ª División Panzer de la SS Hitler Jugend y sobre todo la División Panzer-Lehr (Acorazada de Instrucción) recibieron una buena paliza de los aviones Typhoon y P-47 Thunderbolt.

La 3.ª División canadiense vio la necesidad de tomar las aldeas y sacar rápidamente sus cañones antitanque para fortalecer la defensa. Pero la 3.ª División de Infantería británica, salvo ciertas excepciones honrosas, fue muy lenta en su avance. El resultado fue que el II Ejército británico, situado en el flanco este, no fue capaz de ganar terreno en el momento en el que podría haberlo hecho con relativamente pocas bajas. Una vez que Rommel lanzara el Panzergruppe West contra los sectores británico y canadiense, como había predicho el general Morgan, las fuerzas de Montgomery tardarían un mes en tomar la ciudad que había sido su primer objetivo. La escasez de espacio en el sector británico de la invasión impidió que la RAF estableciera aeródromos en posiciones avanzadas y contribuyó a ralentizar la concentración de fuerzas. Teniendo en cuenta su incapacidad de tomar Caen o el aeródromo de Carpiquet, resulta sorprendente que Montgomery enviara a Eisenhower el 8 de junio el siguiente comunicado: «Estoy muy satisfecho con la situación»[15].

Al oeste de Caen y en la península de Cotentin, el I Ejército de Bradley se enfrentó a una oposición menos poderosa, pero a un terreno mucho peor. El mariscal Brooke ya había avisado de las dificultades del bocage de Normandía, con sus pequeños campos rodeados de setos altísimos y espesísimos que crecían en terraplenes muy sólidos con estrechos senderos hundidos entre uno y otro. Brooke había estudiado esta topografía en 1940, pero los que no habían visto nunca esos campos tan particulares se imaginaban que serían como los del oeste de Inglaterra, con pequeños setos que un tanque Sherman podía aplastar y atravesar fácilmente. No obstante, el primer problema al que se enfrentaron las tropas americanas fueron los pantanos y las zonas inundadas. Los paracaidistas habían sido lanzados en esa zona, y el resultado había sido fatal para muchos, y una buena parte del cuello de la península de Cotentin que tenían que conquistar estaba anegada de agua.

Una vez asegurada la cabeza de playa de Omaha, el teniente general Leonard «Gee» Gerow ordenó a sus divisiones que avanzaran hacia el interior lo más rápidamente posible. La 1.ª División de Infantería se dirigió hacia el sur y hacia el este para unirse a los británicos en Port-en-Bessin el 7 de junio. La 29.ª División de Infantería, que había recibido una paliza tremenda, envió su regimiento de reserva hacia el oeste, en dirección a Isigny. Bradley esperaba enlazar con las cabezas de playa de Omaha y Utah a la mayor brevedad posible. Pero las dos divisiones aerotransportadas seguían enzarzadas en feroces combates a lo largo de los ríos Merderet y Douve y en los alrededores de Sainte-Mère-Église, hasta que la 4.ª División de Infantería avanzó por el interior desde la playa Utah con algunos batallones de tanques de apoyo.

Una vez que los alemanes fueron obligados a replegarse del ángulo sudeste de la península de Cotentin, la 101.ª Aerotransportada logró tomar la localidad de Carentan, en buena parte gracias a la confusión reinante en el bando alemán. El 13 de junio, la 17.ª División de Granaderos Acorazados de la SS Götz von Berlichingen lanzó un contraataque. Bradley estaba al tanto de su llegada gracias a las interceptaciones de Ultra y rápidamente trasladó de sitio parte de la 2.ª División Acorazada. Los paracaidistas americanos que se encontraban al sur de Carentan efectuaron una retirada con luchas semiguerrilleras en dirección a la pequeña ciudad, hasta que apareció el general de brigada Maurice Rose, dirigiendo a sus Sherman desde un semioruga descubierto. Los SS-Panzergrenadieren salieron huyendo a la desbandada. Al día siguiente, las dos áreas de invasión se habían unido.

Los alemanes esperaban que se produjera un gran ataque hacia el sur desde Carentan, pero Bradley tenía una prioridad mucho más importante: asegurarse la península de Cotentin, en cuyo extremo superior se encuentra el puerto de Cherburgo. El 14 de junio la 9.ª División recién desembarcada y la 82.ª Aerotransportada atacaron al otro lado del cuello de la península. A instancias del general de división Lawton Collins, al mando del VII Cuerpo, llamado «Lightning Joe», llegaron a la costa del Atlántico en cuatro días. Luego, cruzando la península con tres divisiones, el VII Cuerpo avanzó hacia el norte con un apoyo aéreo muy poderoso y tomó Cherburgo el 26 de junio. Hitler se mostró indignadísimo cuando se enteró de que el Generalleutnant Karl-Wilhelm von Schlieben se había rendido.

Después de la suerte que tuvieron con el clima durante la invasión, los Aliados sufrieron muchísimo. En el Canal de la Mancha se desató una tormenta enorme que destruyó el puerto artificial «Mulberry» construido en Omaha y acabó con numerosas barcos y lanchas de desembarco atracados en él. En consecuencia, los americanos sufrirían una desesperante escasez de munición de artillería, frustrando el avance desde el sur durante la operación Cherburgo.

La concentración de fuerzas británicas se vio también interrumpida, al tiempo que se imponía una especie de punto muerto. La resistencia alemana en los alrededores de Caen se había intensificado con la llegada de la división de la SS Hitler Jugend. Para empeorar las cosas, los cielos nublados obligaron a las fuerzas aéreas aliadas a permanecer en tierra. La 50.ª División británica, junto con la 8.ª Brigada Acorazada había avanzado hacia el sur desde Bayeux, pero se había encontrado con violentos contraataques de la División Panzer-Lehr en los alrededores de Tilly-sur-Seulles y Lingèvres.

El 10 de junio Montgomery se entrevistó con Bradley en Port-en-Bessin, y desplegando un mapa delante de su estado mayor explicó que no quería machacar directamente Caen. Su intención era rodear la ciudad, atacando con la 51.ª División Highland desde el sector de la 6.ª División Aerotransportada al este del Orne. Al mismo tiempo, la 7.ª División Acorazada se deslizaría hacia el sur por su flanco derecho y se acercaría al límite del sector americano cerca de Caumont, y luego giraría hacia el este en dirección a Villers-Bocage por detrás de la División Panzer-Lehr. Era un plan muy audaz, y en muchos sentidos bueno, si hubiera sido ejecutado con prontitud y con plenitud de fuerzas. A la hora de la verdad, se quedó apenas en una operación de patrullas de combate, con un apoyo escandalosamente pobre.

El 13 de junio, una punta de lanza, formada solo por un regimiento, llegó a Villers-Bocage, pero sin llevar delante una patrulla de reconocimiento. En consecuencia, los tanques Cromwell de los Sharp Shooters (el 4.º Regimiento de la County of London Yeomanry) cayeron víctimas de una terrible emboscada a manos de tanques Tiger conducidos por el as de los blindados alemanes Michael Wittmann, del 101.º Batallón de Blindados Pesados de la SS. Este revés, sumado al repentino ataque de la 2.ª División Panzer contra el flanco sur de la 7.ª División Acorazada, el más inseguro, provocó una retirada humillante. La población francesa, que el día anterior había acogido llena de alegría a las Ratas del Desierto, vio cómo su localidad era convertida en un montón de ruinas por los bombarderos de la RAF.

Montgomery había insistido en quedarse en Normandía con tres de sus divisiones del desierto: la 7.ª Acorazada, la 50.ª de Northumbria y la 51.ª Highland. Varios de sus regimientos de veteranos combatirían de manera excelente en Normandía, pero la moral de muchos otros —y en algunos casos la disciplina— dejaría mucho que desear. Llevaban combatiendo demasiado tiempo y no estaban dispuestos a asumir riesgos. Una cautela «astuta» los hacía ir con pies de plomo. En el caso de los regimientos acorazados, el temor a los cañones antitanque camuflados de los alemanes era fácilmente comprensible teniendo en cuenta que las baterías de 88 mm podían dejarlos fuera de combate a casi dos kilómetros de distancia. Y menos de una tercera parte de los blindados ingleses disponían del excelente cañón de diecisiete libras, que podía quitar de en medio a un Tiger o a un Panther a una distancia razonable. Después del desastre de Villers-Bocage, la seguridad en sí misma de la 7.ª División Acorazada se vio muy afectada. El intento de la 51.ª División Highland de atacar por el este de Caen también fracasó. Montgomery quedó tan horrorizado de la actuación de la 51.ª que destituyó a su general y pensó en enviar de vuelta a Inglaterra a toda la unidad para su readiestramiento. La División Highland tardaría casi hasta el final de la campaña de Normandía en recuperar la reputación de la que gozaba.

En el ejército americano también la actuación en el combate varió mucho, no solo de una división a otra, sino incluso dentro de una misma división. Las bajas por motivos psicológicos podían ser muy altas en las divisiones novatas, y el porcentaje de casos de agotamiento nervioso entre los reemplazos mal entrenados y peor tratados fue desastroso, además de innecesario. No había nada tan desmoralizador como llegar al frente en plena noche a una unidad nueva, sin conocer a nadie y en la mayor parte de las ocasiones con un adiestramiento defectuoso. Los demás soldados rechazaban a los recién llegados porque venían a sustituir a algún compañero al que acababan de matar y por cuya pérdida aún estaban afligidos.

Cualquier sospecha de que los alemanes fueran conscientes de que tenían la guerra perdida quedaría brutalmente desmentida por la feroz y eficaz defensa que mantuvieron utilizando todos los mortíferos trucos que habían aprendido en el frente oriental. Aparte de las formaciones aliadas de élite, como los paracaidistas y los Rangers, la mayoría de los soldados del bando aliado eran ciudadanos bajo las armas, que solo deseaban que acabara la guerra cuanto antes. No cabía esperar que tuvieran el mismo fervor que aquellos que habían sido adoctrinados desde su más tierna juventud en la mentalidad guerrera de los nazis y que ahora estaban convencidos por la propaganda de Goebbels de que, si no resistían en Normandía, sus familias, sus casas y la Patria serían destruidas para siempre.

La 12.ª División Hitler Jugend era la más fanática. Sus oficiales habían dicho a sus hombres antes de la batalla que cualquier soldado de la SS que se rindiera sin haber sufrido heridas que lo dejaran incapacitado por completo sería considerado un traidor. Si eran capturados vivos, los soldados de la Hitler Jugend tenían que rechazar las transfusiones de sangre extranjera y debían preferir morir por su Führer. No cabe imaginar que ningún prisionero de guerra británico o americano quisiera morir por el rey Jorge VI, por Churchill o por el presidente Roosevelt. Naturalmente no todos los soldados alemanes eran unos creyentes tan fanáticos. Muchos integrantes de las divisiones corrientes y molientes lo único que querían era sobrevivir, y volver a ver a su novia y a su familia.

Una vez tomada Cherburgo por los Aliados, empezó en serio la batalla del bocage y de los pantanos del sur de la península. Costó mucho trabajo y mucha sangre y el número de bajas fue muy elevado, con las fuerzas de Bradley, que se extendían desde Caumont hasta el Atlántico, intentando avanzar hasta llegar a una zona más despejada, en la que las divisiones acorazadas americanas pudieran desplegar plenamente su potencial.

Los generales alemanes afirmaban, quizá con alguna justificación, que la forma de lucha de Bradley prácticamente con ataques de un solo batallón, apoyado por unos cuantos tanques y antitanques, les resultaba fácil. El oficial al mando de la 3.ª División Fallschirmjäger llegó a jactarse incluso de que era una forma perfecta de entrenamiento para sus tropas noveles, muchas de las cuales habían sido trasladadas de la Luftwaffe y de las unidades de adiestramiento de vuelo simplemente para hacer cuadrar los números. Utilizando pequeños grupos de combate formados por una mezcla de soldados de infantería, zapadores para plantar minas y trampas explosivas, cañones de asalto autopropulsados y cañones antitanque bien posicionados, las fuerzas alemanas podían ocasionar muchas más pérdidas a los atacantes americanos que las que sufrían ellas. Su principal problema provenía de la escasez de munición y otros pertrechos, pues la aviación aliada atacaba cualquier medio de transporte que localizara en la retaguardia.

El objetivo de Bradley era la captura de Saint-Lô y asegurar la carretera Périers-Saint-Lô en su punto de partida de cara a la ofensiva principal, mientras Montgomery intentaba de nuevo rodear Caen. Lo que no sabía era que el 17 de junio Rommel y Rundstedt habían pedido permiso a Hitler para retirar sus tropas a una línea más fácil de defender detrás del río Orne y más allá del alcance de la artillería naval aliada. En una breve visita a Francia para imponer su voluntad a sus generales, Hitler se negó a considerar semejante propuesta. Fueron su maníaca obstinación y su constante interferencia en las decisiones de sus mandos las que decidieron no solo el patrón de la campaña de Normandía, sino también la suerte de toda Francia.

En su mundo de ilusiones, el Führer se convenció a sí mismo de que las bombas volantes V-1 que acababa de empezar a lanzar contra Londres obligarían a Inglaterra a postrarse de rodillas, y que los nuevos cazas a reacción no tardarían en destruir las fuerzas aéreas aliadas. Rommel, que sabía que aquello era pura fantasía, le instó a poner fin inmediatamente a la guerra. Hitler replicó que los Aliados no iban a negociar y por una vez tenía razón. Tras aquella brevísima visita, el Führer regresó al Berghof. Cinco días después, el ejército alemán del frente oriental sufría la mayor derrota de toda la guerra.