EL PACÍFICO, CHINA Y BIRMANIA
(1944)
Una vez aseguradas las islas de Tarawa y Makin en noviembre de 1943, y digerida la lección, Nimitz empezó a planificar la conquista de las islas Marshall, situadas más al norte. Su primer objetivo era el atolón de Kwajalein en el centro. Algunos comandantes suyos veían con preocupación el elevado número de bases aéreas japonesas existente en la región, pero Nimitz se mostró inflexible.
En aquellos momentos, en el Pacífico, el equilibrio de poder se había decantado de manera clara a favor de la Marina de los Estados Unidos. El sorprendente programa americano de construcciones navales había superado todos los pronósticos, incluso los del difunto almirante Yamamoto antes de su ataque a Pearl Harbor. Los Estados Unidos también habían demostrado que eran capaces de igualar y superar a los japoneses en tecnología aeronáutica. La Armada Imperial nipona había empezado la guerra con un caza muy superior, el Zero, pero no había sabido modernizarlo suficientemente. La Marina de los Estados Unidos, por su parte, había desarrollado nuevos modelos de avión, especialmente el Grumman F6F Hellcat, y experimentaba continuamente nuevas técnicas.
El 31 de enero de 1944, la Fuerza Operacional 58 del contraalmirante Marc A. Mitscher, con doce portaaviones rápidos y ocho nuevos acorazados, avanzó hacia las islas Marshall, adelantándose a la flota de invasión. Sus seiscientos cincuenta aviones destruyeron prácticamente todos los aparatos aéreos japoneses en el curso de una serie de ataques preventivos, y los acorazados bombardearon las pistas de los aeródromos. Los americanos habían preparado también un bombardeo naval mucho más largo e intenso, y mejorado notablemente el blindaje de sus vehículos anfibios. En consecuencia, los desembarcos en Kwajalein y sus alrededores, que comenzaron el 1 de febrero, se desarrollaron con muchas menos incidencias, pues fueron trescientos treinta y cuatro hombres los que perdieron la vida, frente a los mil cincuenta y seis que cayeron en Tarawa.
Animado por el éxito de la operación en Kwajalein, el almirante Nimitz decidió seguir adelante y ocupar el atolón de Eniwetok, situado más al oeste, a unos seiscientos cincuenta kilómetros. Optó por recurrir de nuevo a la flota de portaaviones rápidos para eliminar cualquier amenaza aérea nipona. En el caso de Eniwetok, dicha amenaza podía llegar de la gran base aérea y naval japonesa de Truk, situada más al oeste, en las islas Carolinas, a unos mil doscientos cuarenta kilómetros de distancia. El almirante Mitscher se puso en marcha con nueve portaaviones que, cuando tuvieron el objetivo a su alcance, lanzaron contra él una oleada tras otra de cazas y de bombarderos en picado. En apenas treinta y seis horas, los pilotos de la marina americana destruyeron doscientos aviones enemigos y, junto con la artillería naval, hundieron cuarenta y un barcos japoneses que sumaban más de doscientas mil toneladas. La Flota Combinada nipona ya no podría utilizar su base de Truk nunca más, y Eniwetok y las islas vecinas fueron ocupadas según lo previsto.
El general MacArthur, virrey del sudeste del Pacífico con base en Brisbane, iba reuniendo poco a poco tropas para cumplir su promesa de reconquistar Filipinas. A finales de año, tendría a sus órdenes el VI y el VIII Ejército, la Quinta Fuerza Aérea y la Séptima Flota, la llamada «Armada de MacArthur».
MacArthur sospechaba, con razón, que, aunque la política oficial era dar a su avance hacia las Filipinas la misma prioridad que al de Nimitz en el centro del Pacífico, era inevitable que la Marina de los Estados Unidos se saliera con la suya. Su estrategia de avanzar hacia Japón tomando isla por isla recibía decididamente el apoyo del jefe del estado mayor de las fuerzas aéreas, «Hap» Arnold. Cuando los nuevos B-29 Superfortaleza, con un radio de bombardeo de mil quinientas millas, entraran en acción, podrían lanzarse directamente contra Japón desde las islas Marianas.
MacArthur no tenía más remedio que seguir con su avance hacia el oeste por la costa septentrional de Nueva Guinea, con la esperanza de que los jefes del estado mayor conjunto le concedieran por fin los recursos necesarios para comenzar su reconquista de las Filipinas. Sin embargo, decidió de repente capturar las islas del Almirantazgo, situadas a doscientos cuarenta kilómetros más al norte, plan que no figuraba en su programa. Los vuelos de reconocimiento indicaban que el aeródromo japonés había sido abandonado. Se trataba de una empresa sumamente arriesgada, sobre todo teniendo en cuenta las reducidas dimensiones de la fuerza invasora, pero le pareció que valía la pena. Los japoneses se vieron obligados a abandonar la defensa de Madang, al norte de Nueva Guinea, y los buques de guerra americanos pudieron utilizar a partir de entonces el gran puerto natural de las islas del Almirantazgo y cortar la línea de abastecimientos japonesa a Nueva Guinea.
Las divisiones del ejército recién llegadas tardaron en adaptarse a los combates en las islas del Pacífico. Los centinelas que se ponían nerviosos cuando por la noche oían ruidos procedentes de la jungla, así como los que reaccionaban con exceso de celo a las tácticas utilizadas deliberadamente por los japoneses para asustarlos, podían provocar el caos. Unos soldados de la 24.ª División, encargados de la vigilancia del cuartel general del I Cuerpo del teniente general Robert Eichelberger en Hollandia, en el extremo occidental de Nueva Guinea, llegaron incluso a librar una batalla entre ellos, abriendo fuego con sus ametralladoras y lanzando granadas sin que por allí hubiera el más mínimo rastro de japoneses. Eichelberger calificó el incidente de «lamentable exhibición», pero lo cierto es que la disciplina de fuego seguía siendo un concepto desconocido para muchas unidades americanas, a pesar de las numerosas quejas de los altos oficiales por la «promiscuidad con la que se dispara»[1].
Con gran decepción, Chiang Kai-shek se daba cuenta de que las dos estrategias americanas, la de MacArthur y la de la Marina de los Estados Unidos, no hacían más que aislar a su país. Se había enterado después de la conferencia de Teherán de que la Operación Bucanero, esto es, el plan para desembarcar en el golfo de Bengala, había sido anulada porque las lanchas anfibias eran necesarias para la Operación Overlord. Para los jefes del estado mayor conjunto en Washington, China interesaba principalmente para que actuara como un portaaviones imposible de hundir y desde el cual tener a Japón al alcance de sus aviones. E incluso este papel perdería su relevancia cuando fueran ocupadas las islas Marianas y se procediera a la construcción de bases aéreas para los bombarderos B-29 Superfortaleza.
Chiang temía también que, cuando los aliados se concentraran en la invasión de Francia, los japoneses lograran lanzar una gran ofensiva contra sus fuerzas antes de que los Estados Unidos pudieran trasladar tropas de Europa a Extremo Oriente. Así se lo hizo saber a Roosevelt en un mensaje el 1 de enero de 1944. El general Stilwell también había mostrado su preocupación por la posibilidad de que los japoneses volvieran a tratar de destruir las bases estadounidenses de China, después de aquella ofensiva en Chekiang-Kiangsi del año anterior. Pero sus planes de modernizar aún más el ejército chino habían sido descartados. Los nipones se sentían particularmente provocados por las incursiones de la XIV Fuerza Aérea americana contra el aeródromo naval de Hsinchu en Taiwán, a las que siguieron varios bombardeos contra las islas de su propia nación.
Los americanos y los británicos hicieron caso omiso de esas advertencias sobre la probable venganza nipona, en parte porque el generalísimo ya había lanzado falsas señales de alarma en otras ocasiones, pero sobre todo porque los análisis de la situación presentados por sus servicios de inteligencia estaban muy equivocados. Consideraban a la Armada Imperial incapaz de emprender una campaña de gran envergadura, creyendo incluso que no tardaría en retirar tropas de China para reforzar las Filipinas.
En realidad, el cuartel general imperial ya había dado su aprobación a los planes para lanzar la Ofensiva Ichigō en el sur de China con medio millón de hombres, y la Operación U-gō, concebida para atacar desde el norte de Birmania en dirección a la India con ochenta y cinco mil efectivos. En la primera mitad de 1943, la sección de operaciones del cuartel general imperial había estado trabajando en un «Plan Estratégico de Largo Alcance»[2]. Dicho plan reconocía tácitamente que Japón no podría alzarse con la victoria en el Pacífico por culpa de la supremacía naval americana. Así pues, el Imperio del Sol Naciente debía reemprender la guerra en el continente para acabar con las fuerzas nacionalistas chinas.
El emperador Hiro Hito quería una gran victoria, que creía que permitiría a Japón negociar una paz favorable con las potencias occidentales. Por su parte, el general Okamura Yasuji, comandante en jefe de las fuerzas niponas en China, veía en la Ofensiva Ichigō su única posibilidad de destruir a los nacionalistas antes de que los americanos desembarcaran con fuerza en la costa suroccidental de China en 1945. Los dos objetivos principales de la Ofensiva Ichigō, establecidos por el cuartel general imperial, eran destruir los aeródromos estadounidenses de China y, mediante «una operación de barrido por tierra»[3], unir los ejércitos japoneses de China con sus formaciones de Vietnam, Tailandia y Malaca.
El 24 de enero, el general Tōjō limitó los objetivos a la destrucción de los aeródromos americanos, y el emperador dio su conformidad. Pero la idea de asegurar un corredor que fuera desde Manchuria, cruzando China, hasta Indochina, Tailandia y Malaca seguía obsesionando al estado mayor general. La supremacía aérea norteamericana en el mar de la China Meridional, junto con la acción de los submarinos estadounidenses, suponía una amenaza para las conexiones marítimas niponas. Por lo tanto, era esencial poder contar con una ruta terrestre[4].
En Birmania, los dos bandos preparaban su ofensiva. El teniente general Mutagachi Renya, comandante de los ciento cincuenta y seis mil efectivos del XV Ejército japonés de Birmania, había estado obsesionado con invadir la India. Otros altos oficiales nipones, especialmente los del XXXIII Ejército del nordeste de Birmania, se mostraban más escépticos al respecto. Preferían atacar a los nacionalistas chinos por el río Salween desde el oeste y destruir las bases aéreas norteamericanas de K’un-ming.
Los británicos suelen considerar la campaña de Birmania de 1944 como una de columnas Chindit en plena jungla, recordando solo las magistrales batallas defensivas de Imfal y Kohima, dirigidas valientemente por Slim, que supo convertir una derrota en victoria. Los americanos, cuando piensan en Birmania, si se acuerdan de ella, evocan imágenes de «Vinegar Joe» Stilwell y de los Merodeadores de Merrill. Para los chinos, fue la campaña de Yunnan-norte de Birmania. Sus mejores divisiones desempeñaron un papel fundamental en ella, en un momento en el que habrían de haber sido utilizadas para defender el sur de China de la Ofensiva Ichigō japonesa, que sirvió para destruir el poder nacionalista y ayudar a los comunistas a ganar la guerra que estaba por venir.
El 9 de enero, tras avanzar hacia el sur por la costa de Arakan, tropas indias y británicas del XIV Ejército capturaron Maungdaw. Pretendían de nuevo tomar la isla de Akyab con su aeródromo, pero una vez más se vieron obligadas a retirarse cuando se cernió sobre ellas la amenaza de la 55.ª División japonesa, que quería aislarlas. Stilwell, mientras tanto, avanzaba hacia el nordeste de Birmania con las divisiones chinas de la Fuerza X, que habían sido debidamente preparadas y equipadas por los americanos en la India. Su plan era capturar el centro de comunicaciones de Myitkyina, con su aeródromo. Los Aliados querían acabar con esa base aérea japonesa porque sus aviones suponían una verdadera amenaza para la ruta aérea más directa a China a través de la «Joroba» del Himalaya. Y una vez asegurada la ciudad de Myitkyina, la carretera de Ledo podría unirse a la de Birmania para crear una ruta terrestre por la que llegar de nuevo a K’un-ming y a Chungking. El avance hacia el sur de las divisiones chinas de la Fuerza X también estaba concebido para que estas pudieran unirse a la Fuerza Expedicionaria China, llamada generalmente Fuerza Y, que atacaba desde Yunnan, por el río Salween, en dirección a Birmania.
La Fuerza Y contaba apenas con noventa mil efectivos, esto es, menos de la mitad del número inicialmente previsto. Pero probablemente lo peor fuera su falta de armamento y de equipos. La XIV Fuerza Aérea de Chennault se quedaba con la inmensa mayoría de los pertrechos y provisiones que llegaban en avión cruzando la «Joroba», y como el plan de entregas de siete mil toneladas al mes no se cumplía a rajatabla, las divisiones chinas no recibían suficientes suministros. Stilwell comparaba la tarea que suponía el rearme de estas formaciones con «intentar abonar un campo de diez hectáreas con cagadas de gorriones»[5]. Las relaciones existentes entre Chennault y Stilwell se habían deteriorado aún más. Chennault, tratando de justificar su prioridad en lo tocante a los suministros, aducía que sus aviones habían hundido cuarenta mil toneladas de cargamentos japoneses solo en el verano de 1943, cuando la cifra real solo rondaba las tres mil toneladas[6].
El mando de Stilwell en el nordeste había sido extendido a la única formación de combate americana presente en el continente asiático. Se trataba del 5307.º Regimiento Provisional, cuyo nombre en código era «Galahad», y que un periodista había apodado «los Merodeadores de Merrill» por su comandante, el general de brigada Frank Merrill. Los jefes del estado mayor combinado en Washington habían quedado tan impresionados por Orde Wingate que autorizaron una versión americana de los Chindits. Miembros de tribus leales de las montañas del nordeste, los llamados Rangers de Kachin, prestaban servicio como exploradores del mismo modo que lo hacían para las tropas imperiales británicas.
Las fuerzas de Stilwell habían obligado a retroceder a la experimentada 18.ª División japonesa en el valle de Hukawng, pero sin conseguir atraparla. Sin embargo, los japoneses aceleraron la retirada cuando el 5 de marzo los Chindits de Wingate aterrizaron en planeadores mucho más al sur y cortaron la línea ferroviaria que conducía a la base japonesa de Myitkyina. La Operación «Jueves» era la ofensiva más ambiciosa de la guerra en Extremo Oriente. No solo estaba mejor preparada que la primera incursión de los Chindits al otro lado de las líneas japonesas, sino que también contaba con mucho más apoyo.
La 16.ª Brigada, a las órdenes del general Bernard Fergusson, se vería obligada a realizar una marcha «muy tediosa[7]» desde Ledo hasta Indaw. Eran trescientos sesenta kilómetros en línea recta, pero precisamente los tramos en línea recta brillaban por su ausencia en aquellas elevadas colinas y a través de la espesa jungla, desde donde raras veces podía verse el cielo. Para recorrer cincuenta y cinco kilómetros los hombres de Fergusson tardaron siete días. Las lluvias tropicales provocaban crecidas en ríos y torrentes, y los Chindits «pasaron semanas enteras completamente empapados»[8]. «Había cuatro mil hombres», observaría Fergusson, «y setecientos animales diseminados a lo largo de ciento cinco kilómetros, marchando en columna de a uno, porque la anchura de los caminos y los senderos no daba para más»[9].
Otras dos brigadas y otros dos batallones aterrizaron en la zona a bordo de planeadores y de aviones de transporte C-47 una vez despejadas las pistas de aterrizaje de la jungla. La operación de limpieza fue llevada a cabo con la ayuda de los bulldozer transportados en grandes planeadores Waco americanos. Las mulas, los cañones de campaña de 25 libras, los cañones antiaéreos Bofors y todos los demás equipos pesados también llegaron por aire. En un C-47 una mula enloquecida tuvo que ser sacrificada de un disparo durante el vuelo, pero la mayoría de las bajas se produjeron cuando varios planeadores de la primera oleada se estrellaron al aterrizar. Los restos de esos aparatos eran apartados a un lado de las pistas por un bulldozer, y se dejaban allí con los cadáveres descomponiéndose en su interior porque nadie tenía tiempo para enterrarlos. El olor que desprendían no era precisamente muy reconfortante para los hombres que iban llegando.
Una vez preparadas las pistas aéreas, se procedía a asegurar los perímetros de esas bases de la jungla con alambre de espino y posiciones defensivas listas para entrar en acción cuando se produjeran los inevitables contraataques nipones. Un oficial de estado mayor del cuartel general de una brigada comentaría que «fue extraordinario aterrizar por la noche en un Dakota sobre una pequeña pista iluminada en territorio enemigo»[10]. Los ataques japoneses se volvieron metódicos y suicidas, pues prácticamente siempre se producían en el mismo lugar y a la misma hora. Movidos por el orgullo, los nipones seguían intentándolo una y otra vez, sin importarles el número de hombres que cayeran. Desde sus posiciones, las ametralladoras los acribillaban a balazos invariablemente, y sus cadáveres, que quedaban colgados de las alambradas, enseguida se convertían en un hervidero de moscas.
Los Hurricane de la RAF no tardaron en comenzar a operar desde Broadway, la mayor base aérea de la zona. El 24 de marzo un B-25 americano aterrizó en esta misma base llevando a bordo a Wingate. Poco antes de reanudar el viaje, dos corresponsales de guerra estadounidenses le pidieron que los dejara acompañarlo, y Wingate accedió a pesar de las protestas del piloto de que el avión iba sobrecargado. El aparato se estrelló en la jungla. No hubo supervivientes.
En el nordeste, los hombres de la Fuerza Galahad, exhaustos, enfermos y desnutridos, intentaban avanzar hacia Myitkyina en medio de unas condiciones horribles. Las lluvias monzónicas, las sanguijuelas, los piojos y las enfermedades típicas de la jungla, especialmente la malaria, e incluso la malaria cerebral, se cobraban un alto precio, al igual que la septicemia, la neumonía y la meningitis. Aunque los muertos eran sepultados, los chacales no tardaban en desenterrar sus cadáveres. El reabastecimiento de las tropas de Merrill por aire resultaba prácticamente imposible en un terreno caracterizado por sus profundos valles con impenetrables matorrales y elevados pastos, y por los empinados montes Kumon, que alcanzan los mil ochocientos metros de altura.
Los Chindits estaban igualmente exhaustos y hambrientos, y muchos enfermos, pero esta vez, siempre y cuando se encontraran cerca de una pista aérea, podían ser evacuados por aviones ligeros junto con los heridos, en vez de quedar abandonados a su suerte como en su anterior incursión. Los que sufrían heridas cuya gravedad impedía su traslado recibían un tiro de gracia o «una dosis letal de morfina[11]» para que no fueran capturados aún con vida por los japoneses.
Prácticamente todos tenían un aspecto demacrado, pues su dieta, basada exclusivamente en las raciones K, resultaba pobre en calorías. Tanto era su cansancio y su estrés que al final se produjeron numerosas bajas psicológicas. «Veías cómo iban desmoronándose», comentaría el oficial médico jefe de la 111.ª Brigada. «Algunos morían incluso mientras dormían. Los Gurkhas eran los más resistentes de nuestra brigada. El Gurkha se cría en Nepal en medio de unas condiciones de extrema dureza, y está acostumbrado a las penurias y a la adversidad»[12].
Stilwell no tenía ni idea de lo que los Chindits estaban padeciendo ni de lo que habían conseguido aislando Myitkyina, tanto por el sur como por el oeste. Las comunicaciones entre Stilwell y los británicos eran prácticamente inexistentes, provocando aún más animadversión entre ellos. Stilwell, anglófobo hasta la médula, parecía, en palabras de un observador, «enzarzado en una nueva Guerra de Independencia» contra Inglaterra[13].
Mientras las fuerzas de Stilwell trataban de llegar a Myitkyina, en el noroeste se libraban las batallas decisivas de la campaña de Birmania. Las esperanzas depositadas por el general Mutagachi en el XV Ejército eran infinitas. Subhas Chandra Bose lo había convencido de que con el llamado Ejército Nacional Indio, formado con cautivos de guerra reclutados en los campos de prisioneros japoneses, el Raj británico podía ser derrocado fácilmente con una «Marcha contra Delhi». Pero Mutagachi cometería un gravísimo error subestimando los problemas logísticos que su ofensiva con tres divisiones iba a tener que afrontar.
Basó su plan en capturar primero la base británica de Imfal, perfectamente abastecida, para utilizar lo que denominaba «las provisiones de Churchill». Tras derrotar a los hombres de la División India en Imfal, su intención era cortar la línea ferroviaria que unía Bengala y Assam por la que se abastecían las divisiones chinas de Stilwell, para así obligarlas a retirarse a su punto de partida, esto es, a Ledo. A continuación, pretendía destruir los aeródromos de Assam, utilizados para apoyar al XIV Ejército de Slim y para el envío de provisiones y pertrechos a China a través del Himalaya.
El 8 de marzo, tres días después del aterrizaje de los Chindits detrás de su retaguardia, el XV Ejército de Mutagachi empezó a cruzar el río Chindwin. Slim pidió al cuartel general del IV Cuerpo que los efectivos de su división se replegaran y volvieran a ocupar las posiciones defensivas de la llanura de Imfal. Aunque esta retirada resultara desmoralizante para sus hombres, Slim se daba cuenta de que era necesario extender las líneas de abastecimiento de los japoneses y acortar las suyas. La logística sería el elemento fundamental para librar una batalla en aquel tipo de terreno. Tampoco Mountbatten perdió el tiempo. Ordenó que los aviones de transporte estadounidenses llevaran hasta la zona a la 5.ª División India como refuerzo, y luego pidió permiso para ello a los jefes del estado mayor combinado en Washington.
Lo que el mando británico no supo ver era que un contingente nipón, mucho más numeroso y mejor equipado de lo que imaginaba, amenazaba Kohima, localidad situada a unos ochenta kilómetros al norte de Imfal. Si los enemigos la capturaban, el IV Cuerpo quedaría aislado, y otro centro de suministros, el aeródromo de Dimapur, correría peligro. La 31.ª División japonesa había avanzado rápidamente desde el Chindwin hacia Kohima, en el norte, utilizando principalmente los senderos de la jungla. A los británicos, que no esperaban que el enemigo pudiera moverse sin transporte motorizado, aquello los cogió por sorpresa. Sin embargo, la 50.ª Brigada Paracaidista India logró cortarle el paso tras librar una magnífica batalla durante una semana en los alrededores de Sangshak.
Kohima era una pequeña localidad de montaña, situada en los montes Naga a mil quinientos metros de altura. Tenía blancas casas coloniales y una capilla cristiana con un tejado rojo de hierro galvanizado ondulado, todo ello rodeado de bosques, en un marco de montañas azules en la distancia. La casa del administrador colonial del distrito en la llamada «Garrison Hill» tenía una cancha de tenis que se convertiría en tierra de nadie en una batalla mortal que estaba por venir.
La batalla librada valientemente por la 50.ª Brigada paracaidista había dado a Slim tiempo suficiente para redistribuir algunas de sus tropas de refuerzo. Pero el 6 de abril, cuando llegaron los japoneses, Kohima solo estaba defendida por el 4.º Regimiento Real «West Kent», un destacamento de Rajputs, los fusileros de Assam locales, una batería de campaña y unos cuantos zapadores. Cuando los nipones rodearon la localidad y cortaron la carretera de Dimamur, esas fuerzas aliadas quedaron aisladas.
La batalla por Garrison Hill y la cancha de tenis fue brutal. Por absurdo que parezca, lo cierto es que los japoneses solían gritar en inglés «¡Rendíos!», antes de atacar, lo cual constituía un verdadero aviso para los defensores. Las tropas británicas combatieron con más violencia y ferocidad que nunca. Como en Arakan los japoneses habían pasado a cuchillo a los prisioneros heridos, el comandante de la compañía de los «West Kent» dijo a sus hombres que los enemigos «habían renunciado al derecho a ser considerados seres humanos, y empezamos a verlos como gusanos que había que exterminar… Teníamos la espalda contra la pared, y estábamos decididos a vender nuestras vidas lo más caras posible»[14].
Y así lo hicieron, con la ayuda de ametralladoras ligeras Bren, granadas y fusiles, provocando numerosas bajas en las filas enemigas. «La intensidad y la potencia de los ataques amenazaban con superar al batallón», diría el comandante del cuartel general de la compañía. «Alrededor de las defensas se amontonaban los cadáveres de los japoneses»[15]. Las bajas de los británicos se debieron principalmente a las acciones de los francotiradores y la artillería ligera. Sus heridos llenaban de extremo a extremo las trincheras. Mientras permanecían allí, muchos eran alcanzados una segunda vez por la metralla. Apenas quedaba agua potable, y había que lanzarla en paracaídas en bidones metálicos. Los japoneses, por su parte, empezaban a agotar sus provisiones de arroz por culpa de Mutagachi, que había creído que iba a poder incautarse fácilmente de las provisiones de los británicos. En cierto sentido, la desesperación y la temeridad, a veces absurdas, con las que combatían los nipones estaban motivadas por la necesidad de capturar alimentos.
La 2.ª División británica, que avanzaba hacia el sur por la carretera de Dimapur con los tanques del 3.º de Carabineros, empezó a entrar en acción para aliviar a los defensores de Kohima. Cuando llegó por fin a Garrison Hill, el lugar parecía el escenario en el que se había librado una batalla propia de la Primera Guerra Mundial, con árboles derruidos, trincheras destruidas por el fuego de la artillería y hedor a muerte. Sin embargo, aunque su llegada había aliviado a los hombres del West Kent, la batalla por Kohima duraría prácticamente cuatro semanas más. Pero empezaba la estación de los monzones, lo que significaba para los japoneses más problemas aún con sus líneas de abastecimiento. El 13 de mayo los nipones decidieron abandonar los combates, y muchos de ellos fueron aniquilados durante la retirada.
Dos días antes, el 11 de mayo, las divisiones chinas de la Fuerza Y en Yunnan empezaron a cruzar el río Salween para encontrarse con la Fuerza X de Stilwell. La 56.ª División japonesa, encargada de la defensa de la línea del Salween, conocía perfectamente sus planes. Ya había realizado diversas incursiones al otro lado del río para obligar a los chinos a retroceder al interior de Yunnan, pero la concentración cada vez mayor de tropas nacionalistas, apoyadas por una parte de la XIV Fuerza Aérea de Chennault, indicaba que estaba preparándose una gran ofensiva. Una serie de mensajes interceptados no haría más que confirmarlo. Los japoneses, tras haber capturado un libro con el sistema de codificación utilizado por los chinos, eran capaces de descifrar todas las comunicaciones por radio emitidas desde K’un-ming y desde Chungking. Aunque los japoneses repelieron con cierto éxito a las tropas que intentaban cruzar el río, lo cierto es que las fuerzas chinas eran abrumadoras[16].
El 17 de mayo, Stilwell organizó un asalto con planeadores y parte de la Fuerza «Galahad» con el que consiguió capturar el aeródromo de Myitkyina. «Esto corroerá a los ingleses», anotó con regocijo en su diario[17]. Pero los japoneses enviaron inmediatamente refuerzos en ayuda de su guarnición de trescientos efectivos que resistía en la ciudad, y en poco tiempo los americanos quedaron rodeados. Los nipones, que tenían almacenadas grandes cantidades de munición, consiguieron que los hombres de Merrill, exhaustos, enfermos y plagados de úlceras tropicales, comenzaran a derrumbarse. La disentería se cebó tanto en algunos, que optaron simplemente por rajar la parte posterior de sus pantalones para no perder tiempo.
Stilwell no sentía compasión ni por sus hombres ni por los Chindits. Pero lo cierto es que en aquellos momentos eran sus divisiones chinas reforzadas las que rodeaban la ciudad, y los japoneses los asediados. Y el 24 de junio, con un ataque simultáneo de tropas chinas y Chindits de la maltrecha 77.ª Brigada del general Michael Calvert se consiguió tomar al oeste una localidad clave, la ciudad de Mogaung. Pero el comandante japonés de Myitkyina no se hizo el harakiri, ni las tropas a su mando que habían logrado sobrevivir huyeron hacia la jungla, cruzando el Irrawaddy, hasta comienzos de agosto. Por fin pudo volver a abrirse la carretera de Ledo a China, y la aviación estadounidense ya no se vio obligada a seguir rutas largas y peligrosas para transportar pertrechos y provisiones a China, que vio cómo se doblaba prácticamente el tonelaje de cada una de las entregas.
Mientras seguía librándose la gran batalla contra el XV Ejército de Mutagachi en los alrededores de Imfal, los regimientos aliados contraatacaron. Pero, al igual que los americanos, quedaron sorprendidos y desconcertados ante el talento que demostraban los japoneses excavando en las colinas para construir búnkeres. Un subalterno recién llegado para unirse al 2.º Regimiento «Border» recibió del sargento de su pelotón la siguiente explicación: «¡Diablos, esos pequeños bastardos saben excavar! Antes de que nuestros muchachos dejen de escupirse en sus malditas manos, ellos ya están metidos bajo tierra»[18].
El general Slim dio en el blanco cuando predijo que los monzones iban a resultar mucho más perjudiciales para las rutas de abastecimiento japonesas que para las suyas. Su XIV Ejército podía seguir contando con los lanzamientos de provisiones en paracaídas, mientras los hombres de Mutagachi pasaban mucha hambre. El teniente general Tanaka Noburo, que había llegado el 23 de mayo para asumir el mando de la 33.ª División en el sur, escribiría en su diario: «Tanto los oficiales como los soldados presentan un aspecto horrible. Se han dejado crecer el pelo y la barba, y ahora parecen exactamente unos salvajes de las montañas… No tan tenido prácticamente nada que comer; y están desnutridos y pálidos.»[19] En junio su división había perdido el setenta por ciento de sus efectivos. Algunos de sus soldados pasaron días y días sin poder llevarse a la boca nada más que hierbas silvestres y lagartos. Sus oficiales se habían encargado de asegurarse sus propias provisiones. En muchos casos, atacaban simplemente con la vana esperanza de encontrar alguna lata de carne en conserva en las trincheras aliadas.
Los soldados japoneses no eran en absoluto inmunes a la fatiga de combate ni a la psicosis, pero solo un número muy reducido de ellos fue evacuado por una de estas razones. Los que las sufrían llegaban a suicidarse cuando ya no podían soportar más la situación. Tenían muchas expresiones para referirse al miedo paralizador, como, por ejemplo, «perder las piernas» o «temblores de samurái» en clara alusión a los estremecimientos incontrolados. Solían enfrentarse al miedo adoptando una postura extrema: o de absoluto fatalismo, resignándose a morir, o de absoluta negación, convenciéndose de que eran invulnerables. Antes de partir para unirse al ejército, la mayoría de ellos había recibido de su madre una banda «de los mil puntos» que supuestamente protegía de las balas. Pero a medida que iba haciéndose más evidente la derrota de Japón, el fatalismo se convirtió en una línea de pensamiento prácticamente obligada, pues las normas del servicio militar prohibían a los soldados dejarse capturar, aunque estuvieran muy malheridos[20].
El general Mutagachi estaba enloqueciendo. Ordenaba un ataque tras otro, pero los comandantes de sus formaciones hacían caso omiso. El 3 de julio se decidió poner fin a la Ofensiva de Imfal. La retirada de los japoneses al otro lado del Chindwin dejó una estela de horror. En su avance, las tropas aliadas encontraron soldados japoneses que habían sido abandonados con las heridas infestadas de gusanos. En la mayoría de los casos se limitaron a acabar con su agonía. El XV Ejército de Mutagachi había perdido cincuenta y cinco mil hombres. Aproximadamente la mitad había muerto de hambre o de enfermedad. Tanto el general Kawabe Masakusu, comandante en jefe del ejército japonés de la región de Birmania, como Mutagachi fueron relevados del mando. Las bajas de los Aliados durante las batallas de Imfal y Kohima ascendieron a diecisiete mil quinientas ochenta y siete, entre muertos y heridos.
En China, la Ofensiva Ichigō había comenzado en abril. Se trataba de la operación de mayor envergadura emprendida hasta la fecha por el Ejército Imperial, y contó con quinientos diez mil efectivos de los seiscientos veinte mil que formaban el Ejército expedicionario de China. Pero, por una vez, los japoneses no disfrutaron de superioridad aérea. De hecho, a comienzos de 1944, ya habían cambiado las tornas. Los nacionalistas disponían de ciento setenta aviones, y la XIV Fuerza Aérea norteamericana de doscientos treinta, mientras que la Armada Imperial de Japón contaba solo con un centenar, pues el resto había sido retirado para compensar las desastrosas pérdidas sufridas en el Pacífico. Chennault consideraba que tenía aparatos suficientes para defender sus bases, pero el cuartel general imperial en Tokio autorizó doblar las fuerzas aéreas para las operaciones que iban a poner en marcha[21].
El objetivo principal de la Ofensiva Ichigō era, como ya había advertido Chiang, eliminar los aeródromos de la XIV Fuerza Aérea. La primera fase del plan, la Ofensiva Kogō, estaba encomendada al I Ejército japonés, que debía emprenderla desde el nordeste, tras haber sido fuertemente reforzado con el Ejército de Kwantung. Los japoneses no atacaron a las fuerzas comunistas de Mao Tse-tung, cuya base era Kenan, al oeste, y que lo único que habían hecho últimamente era acabar con la vida de algunos colaboracionistas. Los japoneses estaban interesados exclusivamente en aplastar a los nacionalistas.
En abril, el I Ejército se lanzó hacia el sur, al otro lado del río Amarillo, para reunirse con parte del XI Ejército que avanzaba hacia el norte desde los alrededores de Wuhan. Con esta operación despejó la línea ferroviaria Pekín-Hankou en el sur, estableciendo el primer tramo del corredor. En la provincia de Honan, las tropas nacionalistas se retiraron en desorden. Los oficiales huyeron, no sin antes ordenar que los bueyes, los carros y los camiones militares fueran utilizados para evacuar a sus familias y todo el botín que habían ido acumulando con el saqueo de ciudades y aldeas. Los campesinos, a los que se les había privado de sus alimentos y de sus patéticas pertenencias, enfurecieron y desarmaron a oficiales y soldados. Mataron a muchos, llegando incluso a enterrar vivos a algunos de ellos.
Su odio hacia las autoridades locales y el ejército era más que comprensible. La grave sequía de 1942, empeorada por los tributos en especie impuestos por los nacionalistas, y exacerbada por la explotación de la población por parte de cínicos funcionarios y terratenientes, había dado lugar aquel invierno a una horrible hambruna que se prolongaría hasta bien entrada la primavera de 1943. Se calcula que de los treinta millones de habitantes de la provincia, alrededor de tres millones murieron de hambre.
Los peores temores de Chiang Kai-shek se habían cumplido, y sus divisiones mejor equipadas estaban enzarzadas en los combates de la campaña de Birmania-Yunnan por exigencia de los americanos. Después de que Chennault se llevara la mejor parte de los suministros, y de que Stilwell destinara el resto a la Fuerza X y la Fuerza Y, poco quedaba para reequipar a los demás ejércitos nacionalistas. Los que se encontraban en el centro y el sur de China carecían de armas y de municiones, y en muchos casos sus hombres ni siquiera habían cobrado la paga. Cuando Chiang expuso a Roosevelt que necesitaba recibir un préstamo de mil millones de dólares para poder costear los gastos de sus tropas, Washington vio inmediatamente en su solicitud una forma de chantaje para obtener un dinero que iba a acabar en sus bolsillos, esto es, el precio que los Estados Unidos tenían que pagar si querían que la China nacionalista siguiera en la guerra[22].
En enero, la negativa de Chiang a enviar la Fuerza Y al frente del Salween por temor a una ofensiva japonesa había llevado a Roosevelt a amenazarlo con cortar completamente los envíos de suministros acordados en el pacto de Préstamo y Arriendo. Y cuando empezó la Ofensiva Ichigō, Roosevelt no quiso que la XIV Fuerza Aérea de Chennault ni los recién llegados B-29 del 20.º Mando de Bombarderos fueran utilizados para apoyar a las tropas nacionalistas, por mucho que los ataques de Chennault hubieran sido uno de los factores decisivos que habían llevado a los japoneses a lanzar su ofensiva. A pesar de su vehemente defensa de los nacionalistas chinos, Roosevelt despreciaría cínicamente cualquier cosa que no supusiera acelerar la victoria de los cuerpos americanos a corto plazo. Convencido de que la ONU, capitaneada por los Estados Unidos y la Unión Soviética, sería capaz de resolver en un futuro cualquier problema en el mundo, cometió un gravísimo error ignorando las posibles consecuencias de los acuerdos de posguerra.
El 1 de junio, cuando el ejército chino de trescientos mil hombres en Honan ya había quedado hecho añicos, los japoneses empezaron a avanzar hacia el sur desde Wuhan en dirección a Changsha. Al sur de Changsha y Heng-yang se hallaba uno de los principales objetivos japoneses: la base aérea estadounidense de Kweilin. Los servicios de inteligencia nipones conocían por sus agentes todos los particulares relacionados con este enclave. Sus espías habían obtenido muchísima información de las numerosas prostitutas que vendían sus «servicios» al personal de las fuerzas aéreas norteamericanas en la ciudad. El general Hsueh Yueh, el comandante cantonés cuyas tropas ya habían defendido con éxito Changsha en tres ocasiones, estaba profundamente decepcionado. Sus ejércitos no habían visto ni una bala de los americanos, pero, aún así, se pretendía que siguieran defendiendo a la XIV Fuerza Aérea. Como escribiría incluso Theodore White, probablemente el más firme opositor de los nacionalistas, «Hsueh defendió la ciudad como había hecho siempre, con las mismas tácticas y con las mismas formaciones, pero estas tenían tres años más, sus armas tres años más de desgaste y sus soldados tres años más de hambre que cuando habían visto la gloria por última vez»[23].
Sin vacilar, Chennault ordenó que sus cazas Mustang y sus bombarderos B-25 llevaran a cabo ataques nocturnos contra las columnas niponas que avanzaban hacia el sur por la carretera de Changsha. Las bases que tenía allí y en Heng-yang corrían peligro. Realizando tres o cuatro misiones al día y alimentándose de café y emparedados, los pilotos de la XIV Fuerza Aérea hicieron lo que pudieron. Los japoneses decidieron acelerar su avance cuando, el 15 de junio, bombarderos B-29 Superfortaleza con base en Chengtu comenzaron una serie de incursiones contra las islas del archipiélago nipón, incursiones cuya intensidad disminuyó drásticamente cuando empezó a escasear el combustible para los aviones.
El general Hsueh siguió la misma táctica empleada anteriormente en Changsha, cediendo el centro de la línea defensiva, para atacar por los flancos y la retaguardia. Pero sus desnutridos soldados carecían de fuerza para cortar el paso a los japoneses, y las fuertes disputas entre sus comandantes provocaron el desastre. Los nipones capturaron Changsha y toda la artillería de Hsueh sin apenas sufrir pérdidas. El comandante del IV Ejército chino, que logró escapar en un convoy de camiones militares con todas sus pertenencias y el botín que había ido acumulando, fue detenido por orden de Chiang Kai-shek y murió ejecutado. El suroeste de China había quedado sin defensas, y el 26 de junio la base aérea estadounidense de Heng-yang cayó en manos del enemigo.
Los japoneses aumentaron la intensidad de su ofensiva para destruir cuanto antes las bases aéreas norteamericanas de China continental, pero no sabían que muy pronto iban a ver cómo todos sus esfuerzos habían sido en vano. Con sus quinientos treinta y cinco buques de guerra, la Quinta Flota del almirante Spruance era la más grande del mundo. Se dirigía a las islas Marianas para convertirlas en aeródromos desde los que poder bombardear Japón con los B-29 Superfortaleza. Con la Quinta Flota había zarpado la Fuerza Expedicionaria Conjunta del vicealmirante Turner con ciento veintisiete mil hombres.
Las posiciones japonesas en Saipan, la isla más grande, y principal objetivo, habían sido bombardeadas durante un tiempo por la aviación de los aeródromos. A comienzos de junio, el poderío aéreo japonés en las Marianas se había visto drásticamente reducido. Pero los treinta y dos mil hombres encargados de la defensa de las islas siguieron siendo muchísimos más de lo esperado. Los siete acorazados de la Fuerza Operacional 58 del almirante Mitscher bombardearon durante dos días antes de que llegaran los marines, pero con poca efectividad. Destruyeron objetivos fáciles, como una planta para procesar caña de azúcar, pero no consiguieron alcanzar los búnkeres de los alrededores.
La mañana del 15 de junio, las primeras oleadas de la 2.ª y la 4.ª División de Infantería de Marina comenzaron a desembarcar en Saipan en vehículos anfibios blindados bajo el fuego intenso de la artillería, los morteros y las ametralladoras enemigas. La idea era que los vehículos cruzaran la playa a toda velocidad, pero pocos lo lograron. Demasiados obstáculos lo impedían, y su blindaje resultaba insuficiente para repeler los proyectiles japoneses. Pero al menos la infantería evitó importantes pérdidas como las sufridas en el pasado cuando tuvo que alcanzar la costa en medio de un gran oleaje. Al caer la noche, había establecido una cabeza de playa con unos veinte mil hombres en aquella isla de veintidós kilómetros de longitud. La infantería japonesa lanzó dos ataques suicidas contra los marines, que, con la ayuda de los proyectiles de iluminación disparados por los destructores estadounidenses, consiguieron repelerlos.
Aquella noche, a unos dos mil cuatrocientos kilómetros más al oeste, un submarino americano, el Flying Fish, avistó parte de la Armada Imperial frente a la costa de Filipinas, en el estrecho de San Bernardino. Emergió a la superficie para transmitir el aviso a la Quinta Flota. La Primera Flota Móvil del vicealmirante Ozawa Jisaburo debía verse reforzada con la llegada de dos acorazados pesados, el Yamato y el Musashi, con lo cual iba a tener prácticamente los principales buques de guerra japoneses navegando en aguas del Pacífico para librar una batalla decisiva: nueve portaaviones con sus cuatrocientos treinta aparatos aéreos, cinco acorazados, trece cruceros y veintiocho destructores. El almirante Spruance, por su parte, contaba con los quince portaaviones rápidos de la Fuerza Operacional 58 de Mitscher y sus ochocientos noventa y un aviones, y Ozawa no sabía que casi todos los aparatos aéreos de las bases terrestres japonesas de la región habían sido destruidos. El punto verdaderamente débil de Ozawa era, sin embargo, la falta de experiencia de sus pilotos. Pocos llevaban sirviendo seis meses, y la mayoría apenas había realizado dos meses de prácticas de vuelo.
Spruance ordenó que la fuerza operacional de Mitscher avanzara para interceptar a la flota de Ozawa a unos doscientos noventa kilómetros al oeste de las Marianas, pero luego decidió que retrocediera hacia Saipan por si los japoneses acababan dividiendo sus fuerzas. Los aviones de reconocimiento de Ozawa divisaron la fuerza operacional el 18 de junio, y a primera hora de la mañana del día siguiente el vicealmirante nipón ordenó un primer ataque con sesenta y nueve aparatos aéreos. Los radares de los destructores que encabezaban la fuerza de Mitscher dieron la señal de alarma. Los cazas Hellcat que habían sido enviados contra Guam recibieron la orden de regresar inmediatamente a sus respectivos portaaviones, y para el ataque de Guam se decidió que fueran los bombarderos los encargados de destruir las pistas de los aeródromos, por si los pilotos de Ozawa intentaban aterrizar allí. En aquellos momentos los americanos podían beneficiarse de su gran superioridad numérica: con sus quince portaaviones tenían suficientes aparatos para mantener en todo momento la cobertura aérea proporcionada por los cazas.
A las 10:36, una escuadrilla de cazas Hellcat divisó a los atacantes que se acercaban, y se lanzó contra ellos en picado. De los sesenta y nueve aparatos enemigos, abatió cuarenta y dos, y de los propios solo perdió uno. Cuando más tarde apareció la segunda oleada de aviones japoneses —un total de ciento veintiocho—, los pilotos de los cazas de la marina americana derribaron otros setenta. Ozawa, incapaz de reconocer una derrota, lanzó contra las fuerzas estadounidenses dos escuadrillas más. En total fueron doscientos cuarenta los aparatos de los portaaviones japoneses derribados, sin contar los cincuenta de la base de Guam. Los buques de guerra americanos sufrieron un par de percances de poca importancia, y los submarinos de la marina estadounidense hundieron dos portaaviones, el Shokaku y el buque insignia de Ozawa, el Taiho.
Cuando Ozawa vio que la mayoría de sus aviones no regresaba, cometió un gravísimo error pensando que probablemente habían aterrizado en Guam y que no tardarían en volver a sus portaaviones, por lo que decidió que su flota permaneciera en la zona. El almirante Mitscher consiguió la autorización de Spruance para salir en persecución del enemigo al día siguiente. A última hora de la tarde del 20 de junio, uno de los aviones de reconocimiento de Mitscher avistó por fin la flota japonesa. El enemigo quedaba casi fuera de su alcance, y pronto oscurecería, pero era su última oportunidad. Los portaaviones viraron para ponerse cara al viento. En apenas veinte minutos despegaron doscientos dieciséis aparatos. Los Hellcat acabaron rápidamente con el escudo de cazas de Ozawa, derribando otros sesenta y cinco aparatos, mientras los bombarderos en picado y los aviones torpederos hundían el portaaviones Hiyo y dos buques cisterna, causando además graves daños en otros barcos de guerra nipones.
A pesar de la amenaza de los submarinos, Mitscher ordenó que en sus navíos se encendieran las luces y los reflectores para guiar a los aviones que regresaban. Un piloto describiría más tarde la escena como «un estreno de Hollywood, el Año Nuevo chino y el 4 de julio todo en uno»[24]. Muchos aviones se quedaban sin combustible. En total ochenta aparatos se estrellaron al aterrizar, o cayeron al mar, esto es cuatro veces más que los que fueron derribados por el enemigo durante el ataque. Fue un final triste y caótico, pero lo cierto es que el «tiro al pavo de las Marianas del norte», como les gustaba llamarlo a los aviadores de la marina estadounidense, supuso para los japoneses la pérdida de más de cuatrocientos aparatos aéreos y de tres portaaviones. Podría haberles ido mucho peor si Spruance no hubiera decidido ir a lo seguro, manteniendo la fuerza operacional de Mitscher tan cerca de Saipan.
La batalla por la isla estuvo marcada por la actuación del teniente general Holland Smith, el impaciente comandante del cuerpo de marines, cuando destituyó al general del ejército estadounidense al mando de la 27.ª División, formación de la Guardia Nacional. Furioso por la lentitud, el exceso de precaución y la falta de coordinación de su ataque, que mantuvo retenidas a sus dos divisiones de infantería de marina, Holland Smith recibió en todo momento el respaldo del almirante Spruance. El problema radicaba en que el Cuerpo de Marines tenía una manera muy distinta y directa de hacer las cosas.
Los japoneses se vieron obligados, sin embargo, a retirarse al extremo septentrional de la isla, y a primera hora del 7 de julio los supervivientes lanzaron el ataque banzai más impresionante de la guerra. Más de tres mil soldados y marineros nipones, cargando con bayonetas, espadas y granadas, se lanzaron contra dos batallones de la 27.ª División. Ni los marines ni los soldados podían disparar con la suficiente rapidez a los japoneses que se precipitaban contra ellos. La batalla terminó al cabo de dos días. La fuerza invasora americana sufrió catorce mil bajas, entre muertos y heridos, y los nipones dejaron en la isla treinta mil cadáveres de soldados, además de los de otros siete mil compatriotas civiles, de un total de doce mil residentes, la mayoría de los cuales se suicidó arrojándose al mar desde los acantilados. Los numerosos llamamientos que hicieron los intérpretes por megafonía, conminándolos a que no se mataran, fueron en gran medida ignorados.
Después de Saipan fueron invadidas las islas de Tinian y Guam. Tinian fue capturada con un inteligente ataque por sorpresa, en el que participaron dos regimientos de marines que desembarcaron inesperadamente mientras se llevaba a cabo un movimiento de diversión en la otra punta de la isla. En Guam, el primer territorio de los Estados Unidos que fue reconquistado, se vivió otra importante contraofensiva japonesa. Pero esta vez los nipones se lanzaron contra una concentración de baterías de artillería, que disparaba en campo abierto. Los aeródromos de Guam estuvieron asegurados antes de finalizar el mes de julio. Y enseguida los batallones de ingenieros y los Seabees se pusieron manos a la obra para ampliarlos y permitir el aterrizaje y el despegue de los B-29 Superfortaleza. Las Marianas ofrecían unas bases aéreas más idóneas para el bombardeo de Japón que China continental. Sobre ellas no se cernía la amenaza de las fuerzas terrestres imperiales y, además, los pertrechos, los recambios y el combustible necesario para los aparatos aéreos podían llegar por mar en vez de tener que trasladarlos en avión a través del Himalaya. El cuartel general imperial en Tokio se dio cuenta claramente de que había comenzado el final de la partida.