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LA OFENSIVA SOVIÉTICA DE PRIMAVERA

(ENERO-ABRIL DE 1944)


El 4 de enero de 1944, el Generalfeldmarschall von Manstein voló a la Wolfsschanze para explicar a Hitler la amenaza a la que se enfrentaba el Grupo de Ejércitos Sur. El IV Ejército Panzer entre Vinnitsa y Berdichev se veía abocado a la destrucción. Ello supondría la creación de un enorme hueco entre sus fuerzas y las del Grupo de Ejércitos Centro. La única solución era obligar a replegarse a las tropas de Crimea y de la curva del Dniéper.

Hitler se negó a considerar la propuesta. Abandonar Crimea suponía el riesgo de perder el apoyo de Rumania y Bulgaria, y tampoco podía utilizar fuerzas del norte pues ello habría animado a los finlandeses a abandonar la guerra. Dijo que había tantas discrepancias en el bando enemigo que su alianza acabaría por hacerse pedazos. Era solo cuestión de esperar. Manstein solicitó entrevistarse a solas con el Führer. Solo el general Kurt Zeitzler, jefe de estado mayor del ejército, se quedó con los dos hombres. Hitler presentía lo que se avecinaba y no le gustaba.

Manstein insistió en su primera recomendación de que el dictador le entregara la dirección del frente oriental. Pensando en la constante negativa del cuartel general del Führer a permitir una retirada hasta que era demasiado tarde, Manstein comentó que algunos de sus problemas se debían al modo en que se ejercía el mando. «¡Yo tampoco puedo conseguir que los mariscales de campo me obedezcan!», replicó Hitler con una furia glacial. «¿Se imagina usted, acaso, que estarían más dispuestos a obedecerle a usted?». Manstein replicó que sus órdenes no eran desobedecidas. Había dado en el clavo, pero Hitler dio bruscamente por terminada la entrevista. Manstein, demasiado astuto por su propio bien, no había conseguido más que suscitar en Hitler una profunda desconfianza. Sus días como comandante en jefe estaban contados[1].

En enero de 1944, incluso después de haber perdido cuatro millones doscientos mil hombres, las fuerzas armadas alemanas estaban al máximo de su potencia y tenían movilizados a nueve millones y medio de hombres de uniforme. Apenas dos millones y medio de ellos estaban en el frente oriental, y contaban con unas setecientas mil tropas aliadas de refuerzo, una cifra ligeramente mayor que la de los participantes en la Operación Barbarroja dos años y medio antes[2]. Pero los números inducían a error. El ejército alemán era ahora una organización muy distinta de la que había iniciado la invasión. Por término medio, perdía el equivalente de un regimiento al día, y muchos de los mejores oficiales de baja graduación y de los suboficiales morían en el combate[3]. Las fuerzas de las distintas nacionalidades se mantenían obligando a los jóvenes polacos, checos, alsacianos y Volksdeutsche a ingresar en el ejército y la Waffen-SS. Entre el diez y el veinte por ciento de los hombres que una división tenía que alimentar eran Hiwis o individuos obligados a realizar trabajos forzados. La otra gran diferencia era que el ejército alemán ya no podía contar con el apoyo eficaz de la Luftwaffe, el grueso de la cual había sido retirado para defender el Reich de los bombardeos aliados.

El Ejército Rojo, por su parte, había desplegado seis millones cuatrocientos mil hombres casi exclusivamente en el frente oriental, y gozaba también de una superioridad enorme en materia de tanques, cañones y aviones. Pero también la Unión Soviética padecía una crisis de recursos humanos a raíz de las terribles pérdidas sufridas durante los dos últimos años y de la movilización masiva de personas para trabajar en las industrias de guerra. Muchas divisiones de fusileros contaban solo con dos mil hombres o menos. Pero el Ejército Rojo era sobre todo una organización incomparablemente más profesional y efectiva de lo que había sido durante los desastres de 1941. El asfixiante temor al peso muerto que suponía el NKVD había sido sustituido por una capacidad mucho mayor de iniciativa y de experimentación[4]. Para la primera mitad de 1944 las prioridades de la Unión Soviética estaban claras: obligar a los alemanes a retirarse de Leningrado, volver a ocupar Bielorrusia y liberar el resto de Ucrania.

Tras el éxito de la operación Zhitomir-Berdichev llevada a cabo por el Primer Frente Ucraniano de Vatutin, que repelió los contraataques de Manstein, el mariscal Zhukov, como representante de la Stavka, se propuso destruir la poderosa cuña que tenían los alemanes en el Dniéper en los alrededores de Korsun. El 24 de enero, el XI y el XLII Cuerpo, que Hitler no había permitido a Manstein retirar, fueron pillados por sorpresa y aislados por el V Ejército de Tanques de la Guardia y el VI Ejército de Tanques, integrados en el II Ejército Ucraniano de Konev. Manstein, decidido a sacar a sus hombres de allí tras el fracaso de la misión de rescate de Stalingrado, reunió cuatro divisiones panzer.

El gran rival de Zhukov, el general Konev, estaba igualmente deseoso de acabar con las cuatro divisiones de infantería y la 5.ª División de granaderos acorazados de la SS Wiking antes de que recibieran ayuda. Konev, que según el hijo de Beria tenía unos «ojillos malvados, la cabeza afeitada que hacía que pareciera una calabaza, y una expresión llena de autocomplacencia», era un hombre despiadado, como todo el mundo sabía[5]. Ordenó al II Ejército del Aire, encargado de prestarle apoyo, que lanzara una lluvia de bombas incendiarias sobre los edificios de madera de las pequeñas ciudades y aldeas de lo que se había convertido en la bolsa de Cherkassy[6]. De ese modo las tropas alemanas, víctimas de la malnutrición, se verían obligadas a salir a la intemperie, con un frío espantoso.

El 17 de febrero las tropas rodeadas hicieron un intento de salir del cerco, combatiendo en medio de una nieve altísima. Konev estaba prevenido y cerró la trampa. Gracias a su oruga ancha, los T-34 se enfrentaron sin dificultad a los montones de nieve. Sus tripulantes persiguieron a los soldados de infantería alemanes exhaustos, aplastándolos bajo sus ruedas. Luego la caballería cargó montada en sus pequeños caballos cosacos, y con sus sables cercenaba los brazos levantados de los que intentaban rendirse. Se dice que solo ese día murieron unos veinte mil alemanes. Stalin quedó tan impresionado por la venganza de Konev que lo ascendió a mariscal. Vatutin habría sido ascendido también si el 29 de febrero no hubiera caído víctima de una emboscada de los nacionalistas ucranianos, a consecuencia de la cual resultó mortalmente herido. Zhukov asumió el mando de su Primer Frente Ucraniano y continuó atacando el flanco norte del Grupo de Ejércitos Sur, mientras el Tercer Frente Ucraniano de Malinovsky y el Cuarto Frente de Tolbukhin aplastaban a las fuerzas alemanas situadas en la curva del Dniéper o las obligaban a retroceder.

Hitler se había mostrado más reacio aún a contemplar la retirada de Leningrado. Hacía ya tiempo que se había esfumado cualquier esperanza de acabar con «la cuna del bolchevismo», pero temía que un repliegue de sus fuerzas diera a los finlandeses la excusa que andaban buscando para firmar la paz con la Unión Soviética. Sus soldados no podían entender por qué los obligaban a quedarse en aquellos pantanos, especialmente cuando se propagó el rumor de que el Ejército Rojo había realizado grandes avances en el sur.

Esperando que no tardara en producirse un gran ataque, las autoridades militares alemanas obligaron a la población civil del norte de Rusia a replegarse más a la retaguardia para impedir que el Ejército Rojo la reclutara a medida que iba avanzando. «Nuestro coche pasó ante el cuerpo de una mujer tendida en la nieve», escribió Godfrey Blunden cerca de Velikiye Luki. «Nuestro chófer ni siquiera se detuvo. Espectáculos de ese estilo eran habituales en la zona de combate rusa. La mujer, que probablemente se había salido de la fila y había caído mientras era conducida a Alemania, había recibido un tiro o tal vez hubiera muerto de frío. ¿Quién sabe quién era? No era más que una rusa más entre muchos millones»[7].

El 14 de enero de 1944, el Frente de Leningrado, el de Volkhov y el Segundo Frente del Báltico iniciaron una serie de ataques con el fin de romper definitivamente el asedio. Durante los dos meses anteriores, el Frente de Leningrado había estado transportando secretamente en barco cada noche al II Ejército de Choque hasta la cabeza de puente de Oranienbaum, en la costa del Báltico, al oeste de la ciudad. Luego, cuando el golfo de Finlandia se congeló, otros veintidós mil soldados, ciento cuarenta tanques y trescientos ochenta cañones cruzaron la superficie helada y se unieron al saliente[8].

En medio de una niebla densísima y glacial, el Ejército Rojo y la Flota del Báltico iniciaron un bombardeo excepcionalmente violento con veintiún mil seiscientos cañones y mil quinientos lanzacohetes Katiusha. Tan grandes fueron los temblores provocados por las doscientas veinte mil bombas disparadas en cien minutos que el yeso de los techos de las casas de Leningrado, situada a veinte kilómetros de distancia, se vino abajo. «Las bombas levantaron un verdadero muro de tierra, humo y polvo, lleno de destellos en su interior», escribió un artillero[9]. Al ataque lanzado desde la cabeza de puente de Oranienbaum se unió otro desde las colinas de Pulkovo, en el extremo sudoeste de la ciudad. El Generaloberst Georg Küchler, comandante en jefe del Grupo de Ejércitos Norte, no se había esperado unos ataques tan bien coordinados. Pero los Kampfgruppen alemanes los rechazaron con su profesionalidad habitual. Un cañón de 88 mm fue dejando fuera de combate un tanque soviético tras otro desde un fortín bien construido. En su avance la infantería soviética podía oler la carne chamuscada de sus compatriotas que habían quedado dentro de los carros de combate.

En las aldeas no encontraron ni a un solo civil, pues todos habían sido evacuados detrás de las líneas alemanas. El avance continuó en dirección a Pushkin (Tsarskoe Selo) y Peterhof. Los cadáveres de los alemanes, tendidos boca abajo sobre la nieve, habían sido aplastados por las orugas de los T-34. Algunos soldados cantaban mientras marchaban, otros rezaban. «Me di cuenta de que yo mismo intentaba recordar las oraciones que me habían enseñado de niño», anotó un oficial, «pero no era capaz de acordarme de ninguna». Cuando llegaron a Gatchina, encontraron el palacio «cubierto de mierda»[10]. Con aquel frío, los alemanes que ocupaban el lugar no se habían molestado en salir al exterior a hacer sus necesidades. El corresponsal británico Alexander Werth, sin embargo, afirma que los soldados del Ejército Rojo se pusieron furiosos al descubrir que parte del palacio de Gatchina había sido convertido en un burdel para oficiales alemanes[11].

La mañana del 22 de enero, el general Küchler se trasladó en avión a la Wolfsschanze a pedir permiso a Hitler para retirarse de Pushkin, acción absolutamente sin sentido, pues la retirada era imparable. Al día siguiente, cayó sobre Leningrado la última bomba alemana. El 27 de enero de 1944, después de ochocientos ochenta días, el asedio fue definitivamente roto. Se dispararon en la ciudad salvas de victoria, pero las celebraciones quedaron ensombrecidas ante el recuerdo de todas las personas que habían muerto. El sentimiento dominante entre la mayoría de la población era el complejo de culpabilidad del superviviente.

El deseo de venganza entre las tropas de primera línea era fortísimo. Vasily Churkin describe en su diario cómo, cuando entraron en Vyritsa, «capturamos a cuatro adolescentes rusos vestidos con uniformes alemanes. Fueron fusilados de inmediato, pues tal era el odio que inspiraba todo lo alemán. Pero los chicos eran inocentes. Los alemanes los habían utilizado para conducir los caballos en la retaguardia. Les habían dado aquellos abrigos y los habían obligado a ponérselos»[12].

Hitler destituyó inmediatamente a Küchler y lo sustituyó por el Generalfeldmarschall Model, su comandante favorito en momentos de crisis, pero con ello no consiguió detener el avance soviético, que continuó a lo largo de doscientos kilómetros. Las formaciones extranjeras de la Waffen-SS, entre ellas la Legión Valona belga al mando de Léon Degrelle, fueron expulsadas de Narva. Al sur, la línea central del frente que cruzaba Bielorrusia permaneció estable durante los primeros meses de 1944. Pero la campaña alemana contra los partisanos bielorrusos fue tan violenta como cualquier combate en el frente. El IX Ejército alemán obligó a unos cincuenta mil civiles soviéticos considerados no aptos para el trabajo a trasladarse a tierra de nadie, lo que virtualmente equivalía a una condena a muerte[13].

En Ucrania occidental, el ejército alemán continuó recibiendo una paliza tras otra, sin tiempo para recuperarse entre una ofensiva y la siguiente. El 4 de marzo, el Primer Frente Ucraniano de Zhukov aplastó la línea de defensa alemana y con dos ejércitos de tanques se dirigió a la frontera de Rumania. Otro ejército de tanques cruzó el Dniéster y se internó en el nordeste de Rumania.

Hitler abandonó la Wolfsschanze, en Prusia oriental, el 22 de febrero, mientras se construían búnkeres de hormigón ahora que su cuartel general se hallaba al alcance de la aviación soviética. Se trasladó al Berghof, que también se encontraba más cerca de sus aliados balcánicos, cada vez menos de fiar. A comienzos de marzo, al enterarse de las propuestas de paz hechas por el almirante Horthy a los Aliados occidentales, decidió abordar el problema de la «traición» de Hungría. El Führer pretendía anexionarse el país, mantener a Horthy detenido para su seguridad y ocuparse de los judíos húngaros.

El 18 de marzo, Horthy llegó al palacio de Klessheim, acompañado por los personajes más relevantes de su gobierno. Tanto él como su entorno pensaban que habían sido convocados para discutir su petición de retirada de las tropas húngaras del frente oriental, con el fin de defender del Ejército Rojo la frontera de los Cárpatos. Pero Hitler se limitó a presentar al almirante un ultimátum. Aunque ofendido por las tajantes amenazas del Führer, incluso contra su propia familia, Horthy no tuvo más opción. Regresó en tren a Budapest como prisionero virtual en compañía del Obergruppenführer Ernst Kaltenbrunner, jefe del RSHA. Al día siguiente se estableció un gobierno títere y las tropas alemanas invadieron el país. Inmediatamente tras ellas entraron los «expertos» de Eichmann, dispuestos a detener indiscriminadamente a los setecientos cincuenta mil judíos de Hungría y a enviarlos a Auschwitz.

El 19 de marzo, mientras las tropas alemanas entraban en Budapest, Hitler celebró también una extraña ceremonia en el Berghof. Había convocado a todos los mariscales de campo de la Wehrmacht para que le juraran lealtad. El decano de todos ellos, el Generalfeldmarschall von Rundstedt empezó leyendo una declaración que habían firmado todos. El Führer, al parecer, se sintió conmovido por aquel acto totalmente artificial, actitud que indujo a los mariscales a temer por su cordura.

Hitler y Goebbels estaban cada vez más inquietos por la propaganda «antifascista» que emanaba de la Liga de Oficiales Alemanes. Este grupo de destacados prisioneros de la Unión Soviética, manipulado por el NKVD, estaba encabezado por el general de artillería Walther von Seydlitz-Kurzbach y otros oficiales de alta graduación capturados en Stalingrado. Seydlitz, convertido ahora en un feroz antinazi, había propuesto en el mes de septiembre al NKVD formar un cuerpo de prisioneros de guerra alemanes integrado por treinta mil individuos, que podían ser conducidos en avión a Alemania con la misión de derrocar a Hitler. Cuando fue informado del plan, Beria sospechó erróneamente que se trataba de un sofisticado y ambicioso intento de evasión en masa[14].

Los juramentos rituales de lealtad prestados por los mariscales resultarían todavía menos convincentes el 30 de marzo, cuando Manstein, del Grupo de Ejércitos Sur, y Kleist, del Grupo de Ejércitos Centro, fueron convocados de nuevo al Berghof para ser destituidos de sus cargos. Su delito era haber pedido permiso para retirar a sus fuerzas y evitar otra maniobra de envolvimiento.

Apenas una semana después, las fuerzas alemanas y rumanas atrapadas en Crimea por el Cuarto Frente Ucraniano fueron obligadas a replegarse tras un devastador ataque en el istmo de Perekop. El 10 de abril, las fuerzas alemanas de Odessa tuvieron que salir huyendo por mar. Y apenas un mes después, los últimos veinticinco mil soldados alemanes y rumanos que quedaban en Sebastopol se rindieron. En aquellos momentos la Wehrmacht había sido barrida por completo de la Unión Soviética, desde el mar Negro hasta los Pantanos del Pripet, en los confines de Polonia. Por el sur, el Ejército Rojo había reconquistado casi todo el territorio soviético y había invadido el de otros países. Por el norte, el Frente de Leningrado había llegado a la frontera de Estonia. Para Stalin, el siguiente objetivo estaba clarísimo. Si el plan de la Stavka de aislar a todo el Grupo de Ejércitos Centro en Bielorrusia funcionaba, sería la victoria más grande de toda la guerra, especialmente si se hacía coincidir cronológicamente con la invasión de Normandía por los Aliados.

Por las noches, los Lancaster de la RAF siguieron bombardeando Berlín en el original «Segundo Frente» lanzado por Gran Bretaña, aunque con unos costes elevadísimos en aviones y tripulaciones. Göring ya no se mostraba en público. Hitler estaba desconcertado ante la incapacidad de la Luftwaffe para vengarse de Inglaterra y, sin embargo, no era capaz de destituir al viejo camarada. Pero el plan del mariscal jefe del aire Harris de «hacer pedazos Berlín de punta a punta» con el fin de ganar la guerra seguía siendo una fantasía de su terca imaginación. La destrucción causada por su batalla de Berlín era inmensa, pero la ciudad no había sido pasto de las llamas.

Los ataques de la fuerza aérea de los Estados Unidos y de la RAF fueron multiplicándose hasta llegar al crescendo de la «semana grande» de finales de febrero de 1944. Gracias a su mayor autonomía de vuelo, los cazas de escolta Mustang redujeron de manera espectacular las pérdidas de los americanos cada vez que sus bombarderos pesados atacaban los depósitos de combustible y las fábricas de aviones de Ratisbona, Fürth, Graz, Steyr, Gotha, Schweinfurt, Augsburgo, Aschersleben, Bremen y Rostock. En Washington, los jefes de la fuerza aérea norteamericana habían tardado mucho en reconocer que su doctrina de bombardeos sin escolta a plena luz del día era errónea, pero con los Mustang y su motor Rolls-Royce disponían finalmente del mecanismo que hacía falta para que funcionara. La nueva táctica contribuyó también enormemente al necesario debilitamiento de la Luftwaffe antes del lanzamiento de la Operación Overlord.

A pesar de la campaña de bombardeos de los Aliados, la producción alemana de aviones, trasladada en algunos casos a fábricas instaladas en túneles subterráneos, aumentó. Pero los combates aéreos habían dejado a la Luftwaffe con pocos pilotos experimentados. Los novatos abandonaban rápidamente las escuelas de aviación debido a la escasez de combustible y eran enviados directamente a engrosar las escuadrillas de primera línea, donde se convertían en presa fácil de los pilotos aliados. Al igual que la Armada Imperial Japonesa, la Luftwaffe no había sabido enviar a sus mejores pilotos a la retaguardia como instructores de vuelo y de combate. Antes bien, había seguido utilizándolos en una serie interminable de salidas hasta que quedaban exhaustos y cometían errores fatales. Cuando llegó la invasión de los Aliados en el mes de junio, la Luftwaffe era ya un arma agotada.