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ITALIA: EL VIENTRE DURO

(OCTUBRE DE 1943-MARZO DE 1944)


La invasión aliada de la Italia peninsular en septiembre de 1943 había parecido una buena idea en su momento, con la caída del fascismo y la promesa de nuevos aeródromos. Pero había habido una ausencia característica de claridad de ideas en lo tocante a los objetivos de la campaña y en cómo cumplirlos. Alexander, comandante del XV Grupo de Ejércitos de los aliados en Italia, no supo coordinar las operaciones del V Ejército del general Mark Clark y del VIII Ejército del general Bernard Montgomery. Clark no estaba precisamente muy satisfecho con la lentitud del avance de Montgomery, cuyas tropas debían aliviar a las suyas en Salerno, por mucho que recibiera mensajes de ánimo diciendo «¡Aguanta! ¡Espera! ¡Estamos de camino!»[1]. Para empeorar las cosas, en cierto sentido parecía que Montgomery consideraba que había sido el salvador del V Ejército en Salerno.

Las relaciones entre los Aliados no se vieron precisamente favorecidas por otro hecho: tanto Montgomery, el general británico de baja estatura, enjuto y fuerte, como Clark, el general estadounidense larguirucho y de aspecto desgarbado, estaban obsesionados con su imagen. Clark, que no tardó en aumentar su equipo de relaciones públicas a cincuenta hombres, insistía en que los fotógrafos debían captar su perfil más favorecedor, el izquierdo, que destacaba su nariz verdaderamente imperial. Algunos de sus oficiales lo apodaban «Marco Aurelio Clarko»[2]. Y Monty había empezado a repartir fotografías suyas firmadas como si fuera una estrella de cine.

Por encima de ellos, el encantador, pero desconfiado, «Alex» parecía pensar que podía seguir elaborando planes mientras ellos continuaran con su avance, una actitud que sin duda convenía a Churchill, que deseaba que la campaña italiana llegara mucho más allá de lo que pretendían los americanos. A Montgomery, por su parte, no le gustaba hacer nada que no hubiera sido cuidadosamente planificado con antelación. «Todavía no se me había informado de ningún plan para llevar a cabo la guerra en Italia, ¡pero ya estaba bastante acostumbrado a ese tipo de situaciones!», escribiría mordazmente en su diario[3]. Pero, como sabía Alexander por experiencia, en cualquier caso Montgomery solo haría lo que quisiera hacer. Como indica su biógrafo, Alexander desempeñaba el papel del «esposo comprensivo en un matrimonio difícil»[4]. Además, Eisenhower no supo ni meter en cintura a sus subordinados ni establecer una idea clara de lo que se pretendía lograr en Italia.

El verdadero problema, por supuesto, estaba en las más altas instancias y en el desacuerdo fundamental que había caracterizado la estrategia aliada desde 1942. Roosevelt y Marshall tenían la firme determinación de que nada debía aplazar la puesta en marcha de la Operación Overlord. Churchill y Brooke, por su parte, seguían considerando que, por el momento, el Mediterráneo era el teatro de operaciones más trascendental, en el que había que aprovechar la rendición de las tropas italianas. De hecho, tanto el primer ministro británico como su general, que continuaban contemplando con ansiedad cualquier invasión a través del Canal de la Mancha sin supremacía aérea, tenían la ligera esperanza de que una serie de éxitos en el Mediterráneo proporcionara una buena excusa para posponer la Operación Overlord. El único alto oficial americano que estaba de acuerdo con ellos era el general Spaatz, comandante de las fuerzas aéreas estadounidenses en el Mediterráneo. Al igual que Harris, Spaatz creía que simplemente con los bombardeos podía ganarse la guerra en apenas tres meses, y «no consideraba que Overlord fuera necesaria o deseable»[5]. Quería seguir con el avance en Italia hasta cruzar el Po, o incluso adentrarse en Austria, para que sus bombarderos estuvieran lo más cerca posible de Alemania.

Ni que decir tiene que Churchill estuvo acertado con su insistencia en poner en marcha la Operación Torch y la Operación Husky a pesar de la oposición de Marshall. Aunque lo hiciera por otras razones, lo cierto es que su postura evitó un intento de invadir Francia en 1943 que habría acabado en desastre. Pero en aquellos momentos estaba perdiendo toda credibilidad a ojos de los americanos, debido a una nueva obsesión: la reconquista de Rodas y de otras islas del Egeo que habían estado ocupadas por fuerzas italianas. Como era de esperar, el general Marshall sospechaba que esta idea de ir saltando de isla en isla por el Mediterráneo oriental formaba parte de un plan para invadir los Balcanes. Y no es de extrañar que se negara rotundamente a prestar su ayuda o a participar en una empresa semejante.

Incluso el mismísimo Brooke, partidario de la campaña en Italia y de otras operaciones en la región, temía que el primer ministro hubiera perdido totalmente el sentido común debido a lo que denominaba su «locura de Rodas»[6]. «Se ha dejado llevar con un entusiasmo enloquecido por la idea de atacar Rodas, ha magnificado su importancia de modo que ya no puede pensar en nada más y ha puesto todo el corazón en la conquista de la isla, incluso a costa de poner en peligro sus relaciones con el Presidente y con los americanos, y también el futuro de toda la campaña de Italia… Los americanos ya recelan muchísimo de él, y [esta actitud suya] solo servirá para empeorar las cosas»[7].

La idea ilusoria de que los Aliados iban a llegar muy pronto a Roma había arraigado en el pensamiento de los comandantes americanos, y también en el de Churchill. Mark Clark estaba decidido a coronarse conquistador de la ciudad, e incluso Eisenhower creía que la capital italiana caería a finales de octubre. De manera precipitada, por no decir otra cosa, Alexander declaró que pasarían las Navidades en Florencia. Pero ya había claros indicios de que los alemanes iban a seguir combatiendo ferozmente en su retirada, y de que estaban firmemente decididos a vengarse de las tropas y los partisanos italianos que colaboraban activamente con los aliados.

Al este de Nápoles, en una aldea próxima a Acerra, el Escuadrón B del 11.º de Húsares vio cómo los habitantes del lugar se encontraban en el cementerio enterrando a diez hombres fusilados por los alemanes. «Justo después de que se hubieran ido nuestros vehículos blindados», informaría el regimiento, «aparecieron de repente más alemanes que, tras saltar por el muro del cementerio, dispararon con sus subfusiles contra la multitud que permanecía de pie junto a las tumbas»[8]. La cólera de Hitler contra los italianos por haber cambiado de bando se había filtrado hasta el último de los reclutas alemanes.

El V Ejército de Clark, en su avance hacia el noroeste desde Nápoles, encontró su primer gran obstáculo en el río Volturno, a unos treinta kilómetros de la capital de la Campania. A primera hora del 13 de octubre, abrió con toda su artillería una cortina de fuego en el valle. La 56.ª División británica lo pasó mal junto a la costa, pero el tramo principal del río, aunque ancho, era vadeable, y al día siguiente ya pudo asegurarse una gran cabeza de puente. El Volturno no era más que una simple posición de la resistencia alemana, pues Kesselring ya había establecido su principal línea defensiva al sur de Roma. Al igual que Hitler, quería mantener a los aliados lo más al sur posible de la península. Rommel, al frente de las divisiones alemanas del norte de Italia, había quedado al margen de cualquier decisión importante por ser partidario de una retirada.

En la siguiente fase del avance, los ejércitos de los dos aliados no tardaron en descubrir que el terreno montañoso y las condiciones climatológicas no encajaban con «la soleada Italia» que habían imaginado por aquellos carteles publicitarios turísticos de antes de la guerra. El otoño italiano era como la rasputitsa rusa, con lluvias constantes y mucho barro. Durante semanas, los uniformes, tanto los típicos de los británicos como los verdes de los americanos, estuvieron empapados de agua. El pie de trinchera se convirtió rápidamente en un verdadero problema para los que no se ponían unos calcetines secos al menos una vez al día. Las copiosas lluvias de finales de otoño convirtieron los ríos en enfurecidos torrentes, y los caminos en lodazales, en un momento en el que los alemanes habían volado todos los puentes, y sembrado de minas todas las rutas, en su operación de retirada. Los británicos, aunque fueran los inventores del puente portátil Bailey, sentían envidia de las brigadas de ingenieros americanas por su magnífico equipamiento y por los numerosos efectivos que las integraban. Pero ni siquiera el ejército de los Estados Unidos disponía de una cantidad suficiente de puentes para cubrir sus necesidades en una sucesión tan abundante de valles.

Los alemanes llevaron a cabo su retirada colocando en las carreteras barricadas, perfectamente defendidas, y diversas minas controladas por baterías antitanque excelentemente camufladas. El avance de aproximación de los Aliados suponía esperar hasta que el tanque, o el vehículo blindado, que iba a la cabeza pisara una mina y, a continuación, fuera alcanzado e inutilizado por un proyectil perforador «procedente de Dios sabe dónde». Las grandes maniobras de la guerra del desierto habían quedado muy atrás. Las estrechas carreteras de aquellos angostos valles, y los pueblos situados en lo alto de colinas perfectamente defendidos, obligaban a la infantería a tomar la delantera. Pero a menos de treinta kilómetros al norte del Volturno tuvo que detenerse el avance.

La línea Gustav, o línea de Invierno, elegida por Kesselring se prolongaba a lo largo de ciento cuarenta kilómetros, desde el sur de Ortona, en la costa adriática, hasta el golfo de Gaeta, en la costa del Tirreno. Cruzaba, pues, la parte más estrecha de la bota italiana, lo que facilitaba enormemente su defensa. Contaba con una fortaleza natural, Monte Cassino, que era su principal bastión. Todo el imprudente exceso de optimismo de los comandantes aliados se esfumó cuando las interceptaciones de Ultra confirmaron que Hitler y Kesselring iban a organizar una feroz defensa. Fue en este momento cuando Eisenhower habría tenido que insistir en que se llevara a cabo un replanteamiento de toda la campaña. Con las siete divisiones que debían trasladarse a Inglaterra para preparar la Operación Overlord, los Aliados perdían la superioridad numérica necesaria para lanzar una gran ofensiva. Churchill y Brooke parecían creer que, en cierto sentido, no era justo que los americanos tuvieran que hacer hincapié en que se cumplieran los acuerdos alcanzados en la conferencia «Tridente» del mes de mayo.

Las patrullas de reconocimiento sobre el terreno enseguida confirmaron lo que indicaban los mapas. Para el V Ejército de Clark la única manera de llegar a Roma era tomando la carretera nacional 6, que atravesaba el desfiladero de Mignano, custodiado a uno y otro lado por grandes montañas. Y por detrás de la formación corría el Rápido, un río que a su vez estaba dominado por Monte Cassino.

A la izquierda, el X Cuerpo británico tenía ante sí una barrera natural, el río Garigliano. El 5 de noviembre, la formación trató de bordear el desfiladero de Mignano capturando Monte Camino. Lo que se encontró fue que este inmenso elemento de la naturaleza, con una falsa cresta tras otra, estaba perfectamente defendido por la 15.ª División de Granaderos Acorazados alemana del primer sector de la línea Gustav. A los hombres de la 201.ª Brigada de la Guardia, incapaces de romper las defensas alemanas, les resultó imposible cavar trincheras en lo que denominaron «la cresta del culo pelado». Bajo la helada lluvia, tuvieron que optar por improvisar parapetos con piedras amontonadas. El fuego de los morteros alemanes situados en lo alto fue más letal que nunca, pues los proyectiles impactaban en las rocas y las partían, provocando que una gran cantidad de apuntadas esquirlas y de fragmentos salieran disparados en todas direcciones. Tras varios días de agobio, el general Clark no tuvo más opción que ordenar que sus hombres se retiraran de la que ya llamaban la montaña de la muerte. Los cadáveres de varios caídos fueron colocados en posición de ataque, con las armas apuntando al enemigo, antes de proceder al repliegue de las tropas supervivientes[9].

Al noroeste, en un punto más elevado de los Apeninos centrales, los hombres de la 34.ª y de la 45.ª División de los Estados Unidos, para no pisar las minas, pusieron unas cabras a andar delante de ellos por los senderos de la montaña. Lo triste de la realidad es que ni los británicos ni los americanos habían aprendido realmente las lecciones de lo que era una guerra en las montañas. En este tipo de terrenos, los camiones no podían aproximarse a las posiciones avanzadas. Tanto los alimentos como las municiones debían ser transportados a lomos de mulas, o de hombres, por empinados y serpentinos caminos, monte arriba. En el viaje de vuelta, las reatas de mulas bajarían los cadáveres de los caídos. A los arrieros, en su mayoría carboneros contratados a cambio de un jornal, les espeluznaba aquel siniestro cargamento. Los heridos solo podían ser evacuados de noche por los camilleros, en lo que se convertía, para unos y otros, en un doloroso y duro viaje por la empinada y resbaladiza ladera de la montaña[10].

La tarde del 2 de diciembre, bajo un cielo cubierto y oscuro, y en medio de otra fuerte tormenta, novecientos cañones de la artillería del V Ejército comenzaron un intenso bombardeo mientras los soldados de infantería, calados hasta los huesos, subían por las laderas de las montañas: los británicos las de Monte Camino otra vez, y los americanos las de Monte La Difensa, encabezados por la 1.ª Fuerza de Servicios Especiales. Al amanecer del día siguiente, este grupo semirregular había conquistado la cota y se había preparado para los contraataques de los granaderos acorazados alemanes. A lo largo del día siguiente, ambos bandos combatieron encarnizadamente en La Difensa. Los americanos, que cayeron en varias trampas tendidas por el enemigo, no hicieron prisioneros.

Justo al suroeste de los estadounidenses, los británicos habían conquistado por fin Monte Camino, por lo que la posición alemana que cruzaba la carretera 6 podía ser rebasada en parte por un flanco. Clark mandó que la 36.ª División rompiera la línea Bernhardt a las puertas del pueblo de San Pietro. Monte Lungo, en el lado noroccidental del desfiladero de Mignano, debía ser el primer objetivo, pues, de lo contrario, la artillería alemana posicionada en esa localidad podría repeler la principal ofensiva. Una brigada de alpinos italianos, dispuestos a demostrar su valía contra sus antiguos aliados, se unió al asalto, pero fue aniquilada por el fuego constante de las ametralladoras alemanas. Clark recurrió incluso a los tanques, que solo podían avanzar por un terreno tan rocoso a costa de romperse o perder una oruga. Tras varios días de importantes pérdidas, Monte Lungo fue tomado por el oeste, y San Pietro cayó poco después. Los alemanes simplemente se retiraron a su siguiente línea defensiva.

Los soldados de Clark ofrecían un aspecto lamentable a mediados de diciembre. Iban sin afeitar, con el pelo largo y mojado, y tenían grandes bolsas oscuras bajo los ojos. Sus uniformes estaban impregnados de barro, sus botas se caían a pedazos, y su piel tenía un color blanquecino y numerosas arrugas provocadas por el contacto permanente con el agua. Muchos sufrían pie de trinchera. Los habitantes de San Pietro, que se habían refugiado de los combates en cuevas de la zona, también presentaban un estado deplorable. Cuando abandonaron sus cobijos se encontraron con que sus casas estaban en ruinas, y sus huertos y sus viñedos destrozados. Prácticamente todos los árboles de las colinas de las inmediaciones habían sido destruidos por el fuego de la artillería.

Podría decirse que en el lado adriático de los Apeninos el VIII Ejército de Montgomery estaba haciendo otra guerra. La concentración de fuerzas procedió con lentitud hasta que los puertos estuvieron despejados, y el VIII Ejército iba con retraso debido a la escasez de provisiones, sobre todo combustible. El grueso de los cargamentos que llegaban a Bari estaba destinado a acelerar la entrada en acción de la XV Fuerza Aérea del general James Doolittle, con base en los trece aeródromos de Foggia.

Montgomery reconocía que el objetivo fundamental de la campaña italiana debía ser entretener en la península el mayor número de divisiones alemanas posible, y la utilización de las bases aéreas de Foggia para bombardear a los alemanes en Baviera, Austria y la cuenca del Danubio. El terreno montañoso del sur de la Italia central favorecía las defensas alemanas e impedía prácticamente que los Aliados pudieran utilizar sus fuerzas blindadas, muy superiores en número a las del enemigo. Enseguida fue evidente para los Aliados que aquella guerra iba a ser más despiadada que la del desierto. En el bando alemán había arraigado lo que un corresponsal de guerra denominaría «una ferocidad ordenada»[11]. Los alemanes abrieron fuego contra «todos los hombres de una unidad canadiense que, tras haber sido rodeada y aislada, comunicó que se rendía». Y, a sangre fría, «disparan inmediatamente contra cualquier civil que vean en la zona de combate sin tener en cuenta que tal vez su casa está por allí».

Montgomery quería avanzar para rodear el flanco de los alemanes que se enfrentaban al V Ejército de Clark, pero las copiosas lluvias otoñales que cayeron en la segunda semana de noviembre obligaron a posponer su intento de cruzar el río Sangro. La tierra estaba tan enfangada que sus tanques no podían moverse, y las nubes eran tan bajas que sus aviones, los aparatos de la que seguía siendo la Fuerza Aérea del Desierto, no podían volar y prestarle cobertura. El Sangro estaba tan crecido que sus aguas simplemente se llevaban por delante los pontones. El 27 de noviembre, aunque seguía lloviendo intensamente, la 2.ª División de Nueva Zelanda cruzó el río, «y enseguida comenzó un combate en toda regla por la posesión de los terrenos elevados»[12].

Montgomery convocó a todos los corresponsales de guerra presentes en el frente italiano para informarles de la situación. Habló desde la escalerilla de su caravana, pintada aún con el camuflaje del desierto, oculta en un olivar desde el que se dominaba el valle del Sangro. Calzaba unas botas de ante típicas del desierto y llevaba puestos unos pantalones de pana de color kaki y una guerrera con el cuello desabrochado y una bufanda de seda. Godfrey Blunden, el corresponsal australiano, lo describiría como «un hombre menudo, de poca estatura, con una nariz aguileña y unos ojos azules de mirada penetrante y calculadora, bajo unas cejas canosas. Hablaba con tono preciso y seco y con un ligero ceceo». Su discurso, en el que detallaba sus «grandes principios de una guerra», «se veía interrumpido únicamente por los gorjeos procedentes de una jaula llena de agapornis y canarios que había a un lado de la caravana»[13].

A comienzos de diciembre, Montgomery ordenó que la 1.ª División de Canadá atacara a lo largo de la costa, en dirección a Ortona. A veinticinco kilómetros tenía Pescara y la carretera 5, que conducía a Roma a través de los Apeninos. El comandante de esa formación, el general de división Christopher Vokes, un tipo pelirrojo alto y robusto, ordenó que sus hombres avanzaran atacando frontalmente a la 90.ª División de Granaderos Acorazados alemana. Tras su éxito inicial, los canadienses toparon con las posiciones enemigas que defendían un barranco situado al sudoeste de Ortona y que los alemanes habían sembrado de minas. Durante nueve días, Vokes cargó contra el enemigo con un batallón tras otro, hasta que sus hombres comenzaron a llamarlo «el Carnicero». Montgomery enviaba mensajes preguntando por qué el avance se desarrollaba con tanta lentitud. La respuesta era muy sencilla: los canadienses no solo se enfrentaban a los granaderos acorazados, sino también a los hombres de la 1.ª División Fallschirmjäger, a los que reconocieron por sus cascos redondos de paracaidista.

El 21 de diciembre, los canadienses lograron por fin abrirse paso. Los equipos de demolición alemanes volaron por los aires aquella antigua localidad ante sus ojos, aunque los paracaidistas siguieron resistiendo entre las ruinas una semana más, y colocaron bombas trampa en lo poco que quedó en pie. El corpulento Vokes, llorando de rabia, se derrumbó por las pérdidas que había sufrido su división durante aquel mes: dos mil trescientas bajas, de las cuales quinientas correspondían a soldados muertos, y numerosos casos de fatiga de combate que dejaron a los hombres paralizados y sin poder pronunciar palabra. Montgomery decidió interrumpir los ataques durante un tiempo.

El sistema de abastecimientos de Montgomery era un caos. El 2 de diciembre, una gran incursión aérea de la Luftwaffe contra el puerto de Bari había cogido totalmente desprevenidos a los Aliados. Fueron hundidos diecisiete buques, incluido uno de los llamados «Barcos de la Libertad», el John Harvey, que llevaba en sus bodegas mil trescientas cincuenta toneladas de bombas de gas mostaza. Estas bombas, que llegaban en el más absoluto secretismo, debían tenerse en reserva por si los alemanes recurrían a las armas químicas. El puerto quedó sumido en el más absoluto caos, con los oleoductos inutilizados y en llamas. Otro barco con cinco mil toneladas de municiones se incendió y estalló por los aires. Mientras el John Harvey estallaba en llamas, matando a su capitán y a toda la tripulación, cada explosión levantaba enormes columnas de agua hacia el cielo. El gas mostaza alcanzó a los que se arrojaron al mar y a otros muchos que se encontraban en la zona de los muelles. Los corresponsales de guerra vieron cómo los censores suprimían de sus artículos cualquier tipo de alusión al ataque sufrido.

El secretismo que rodeaba al gas mostaza y a la muerte de los hombres del John Harvey tendría una consecuencia más: los médicos encargados de curar tanto a los soldados como a los civiles no conseguían comprender por qué tantos de ellos no podían abrir los ojos y morían en medio de grandes dolores. Tardaron dos días en comenzar a darse cuenta de la verdadera causa de aquellas muertes. Perecieron más de mil soldados y marineros aliados y un número desconocido de italianos. El puerto quedó inutilizado hasta febrero de 1944. Fue una de las incursiones de la Luftwaffe más devastadoras de toda la guerra.

En aquellos momentos, los dos ejércitos de Alexander estaban condenados a llevar a cabo una dura campaña en un territorio difícil. El sur de Italia no era precisamente «un lugar feliz en aquel frío invierno de 1943», comentaría un guardia irlandés. Los más desgraciados y abandonados de la mano de Dios eran los civiles, dispuestos siempre a llevarse a la boca cualquier resto de comida o a coger cualquier colilla que tirara un soldado. La desesperación les llevaba a hacer cualquier cosa por sobrevivir. En Nápoles, una mujer obligada a prostituirse se vendía por veinticinco centavos o por una lata de comida. En Bari, en la costa del Adriático, con «cinco cigarrillos se compraba a una mujer»[14]. Se colgaba un cartel vetando la entrada a los burdeles que no pasaban la inspección, pero esto solo servía para alimentar la curiosidad de los soldados por lo prohibido. La policía militar americana, los llamados «copos de nieve» por sus cascos blancos, disfrutaba irrumpiendo en este tipo de establecimientos para comprobar que no hubiera personal militar en ellos. La propagación de enfermedades venéreas fue mucho mayor que en Sicilia, con más de un soldado contagiado por cada diez. No hubo penicilina disponible para el tratamiento de este tipo de afecciones que no guardaban relación alguna con el combate hasta comienzos de la primavera de 1944. Y su utilización fue autorizada exclusivamente para poder disponer de más hombres en el frente.

Mientras la abundancia de productos americanos que llegaban al puerto de Nápoles estimulaba un enorme mercado negro de objetos y artículos robados, los italianos normales y corrientes pasaban hambre. Los alemanes se habían apropiado de sus reservas de alimentos, que ya se habían visto drásticamente reducidas debido a la nefasta administración fascista. Los únicos productos comestibles que habían dejado los invasores eran las castañas de los bosques de las montañas, pues las consideraban comida para cerdos. Los italianos, viéndose sin trigo, molían las castañas para hacer harina. Uno de los productos que más escaseaba era la sal, lo que imposibilitaba sacrificar un cerdo y curar su carne, siempre y cuando se siguiera teniendo uno de estos animales después del saqueo alemán. Los comandantes y oficiales nazis ignoraron incluso las súplicas del ministro de agricultura de Mussolini. No quedaba prácticamente ningún hombre para trabajar los campos, pues los alemanes se habían llevado a los soldados italianos para utilizarlos como mano de obra esclava. Inevitablemente, la acusada desnutrición provocó numerosos casos de raquitismo entre los más débiles, los niños. Pero el gran asesino, especialmente en Nápoles, fue el tifus. Sin apenas jabón y agua caliente, los piojos propagaron esta enfermedad con pasmosa rapidez, hasta que los americanos trajeron grandes cantidades de DDT para tratar a toda la población.

Después de Navidad, Churchill, convaleciente en Marrakech de su principio de pulmonía, comenzó a impacientarse porque los frentes italianos no se movían. Contemplaba con entusiasmo la idea inicial del general Mark Clark de rebasar las líneas alemanas con otro desembarco anfibio más cerca de Roma. A Eisenhower nunca le había gustado ese plan, la llamada Operación Shingle, pero tanto él como Montgomery debían abandonar el teatro de operaciones del Mediterráneo para dirigirse a Londres y preparar la Operación Overlord. Churchill tenía el campo despejado y asumió más o menos el mando. El propio Clark ya no estaba tan convencido del posible éxito de la Operación Shingle, pues solo podía disponerse de dos divisiones. Si el V Ejército no conseguía romper la línea Gustav, aquella fuerza de desembarco podría verse fácilmente atrapada.

La operación de desembarcar y abastecer a dos divisiones exigía una cantidad considerable de naves, aproximadamente noventa buques de desembarco de carros de combate (LST, por sus siglas en inglés) y otras ciento sesenta lanchas de desembarco. Pero la mayoría de estas naves debía dirigirse a Gran Bretaña a mediados de enero de 1944 para prepararse para la Operación Overlord. Churchill, haciendo verdaderos equilibrios con las fechas y los datos disponibles, consiguió convencer a Roosevelt de que la Operación Shingle no iba a suponer ningún retraso en los planes establecidos. Aunque Brooke lo apoyaba, no le gustaba la idea de que el primer ministro jugara a ser comandante en jefe en el Mediterráneo. «¡Winston, sentado en Marrakech, rebosa ahora entusiasmo y trata de ganar la guerra desde allí!», escribía en su diario el recientemente ascendido a mariscal de campo. «Quiera Dios que regrese pronto a la patria para tenerlo bajo control»[15].

Como cuando un rey convoca a los miembros de su corte, desde el hotel Mamounia Churchill mandó llamar a los altos oficiales de todo el Mediterráneo. Ignorando las dudas que le plantearon, se negó a que la fecha prevista, el 22 de enero, fuera pospuesta para realizar los ensayos pertinentes. Las playas de los alrededores de Anzio, situadas detrás de las líneas alemanas, a unos cien kilómetros de ellas, fueron el lugar elegido para el desembarco. La mayoría de los presentes respaldó el plan, sobre todo porque había que poner fin a aquella situación de estancamiento, aunque eran perfectamente conscientes de lo peligroso de la jugada. Churchill infravaloraba los problemas logísticos y la capacidad de los alemanes de mover a sus tropas para contraatacar el desembarco de los Aliados antes de que estos consiguieran reforzar la cabeza de puente. Así pues, todo dependía de la prisa que se diera el V Ejército en cruzar el río Rápido, capturar una localidad tan bien defendida como Cassino y, lo más difícil, ocupar a continuación la fortaleza de Monte Cassino que dominaba la zona. Desde Monte Cassino no solo se contemplaban todas las inmediaciones, sino que también ofrecía una gran panorámica de la región a los observadores de la artillería alemana.

Una vez más, el X Cuerpo británico avanzaría por la izquierda, cerca de la costa. Inteligentemente, Clark había situado a su derecha al recién llegado Cuerpo Expedicionario Francés, con dos divisiones de tropas norteafricanas curtidas en la batalla. Los goumiers sabían pelear en terrenos montañosos. Se desplazaban cargando poco peso, utilizaban cualquier promontorio en el terreno con gran habilidad y eran implacables con sus enemigos, a los que mataban sigilosamente clavándoles un puñal o la bayoneta. De nuevo, el principal ataque tendría lugar en el centro, esta vez a unos cuantos kilómetros al sur de Cassino, en dirección al valle del Liri. Esto suponía cruzar el Rápido y pasar por sus orillas, infestadas de minas, bajo el fuego enemigo, para luego lanzar un ataque contra las fuertes defensas alemanas situadas en los terrenos elevados.

El plan de Clark carecía de toda imaginación. Varios comandantes de sus divisiones no lo veían con agrado, pero tampoco expresaron abiertamente sus dudas. Sospechaban que la obsesión de Clark por conquistar Roma podía costar la vida de muchos de sus hombres. En cualquier caso, Clark tenía que lanzar un ataque general para que los desembarcos de Anzio pudieran coronarse con éxito. La 36.ª División, que había quedado muy maltrecha en Salerno, debía encabezar el ataque del II Cuerpo contra el pueblo de Sant’Angelo, desde el que se dominaba el Rápido, río defendido por la 15.ª División de Granaderos Acorazados alemana. Al sur de su posición, la 46.ª División británica cruzó el Garigliano la noche del 19 de enero, pero se vio obligada a retirarse con cierto desorden cuando los alemanes contraatacaron rápidamente, y sus zapadores abrieron las compuertas que regulaban el paso del agua río arriba, cerca de la confluencia con el Liri. Un torrente de agua se desató en cascada, llevándose por delante las embarcaciones de asalto.

La noche del 20 de enero, la 36.ª División comenzó a aproximarse al Rápido en medio de una densa niebla. Reinó el caos cuando algunas compañías se perdieron. Previamente, los zapadores alemanes habían cruzado sigilosamente a la margen derecha para colocar minas a orillas del río, y cuando los futuros atacantes se acercaron, cargados con los pesados botes de goma, pudieron oírse los gritos de los hombres que habían perdido un pie al pisar una de las minas. Esto alertaba a los morteros alemanes que, guiados por los ruidos y los gritos, apuntaban en la dirección correcta y disparaban varias ráfagas seguidas. Las ametralladoras de los nazis, dispuestas en líneas fijas, agujerearon muchos de los botes de asalto que fueron lanzados al agua.

Los batallones que lograron cruzar al otro lado del río se vieron obligados a replegarse, y al día siguiente el comandante de la división recibió la orden de reemprender la acción. Esta segunda vez tuvieron más éxito, aunque quedaron atrapados en pequeñas cabezas de puente, donde fueron bombardeados sin piedad. Al final, tras haber sufrido unas dos mil bajas, se ordenó la retirada de los restos de la división. Fue una batalla inútil y sangrienta, que dio lugar a muchas recriminaciones tanto en su momento como posteriormente. Sin embargo, junto con el ataque británico por la izquierda, había servido para convencer a Kesselring de que la crisis era inminente. El comandante de las fuerzas alemanas en Italia había ordenado que sus dos divisiones de granaderos acorazados de reserva, la 29.ª y la 90.ª, abandonaran inmediatamente los alrededores de Roma y se dirigieran a reforzar la línea Gustav, a lo largo del Garigliano y el Rápido. Esto supuso que el sector Anzio-Nettuno quedara desprotegido dos días más tarde.

El 20 de enero, la 1.ª División de Infantería británica y la 3.ª División estadounidense, con el apoyo de unidades de asalto especializadas y de tres batallones de Rangers del coronel Darby, empezaron a embarcar en puertos del golfo de Nápoles. Las formaciones que se dirigían en orden hacia las naves, acompañadas por la música de unas bandas, parecían marchar en un desfile de la victoria antes incluso de comenzar la batalla. El 1er Batallón de la Guardia Irlandesa avanzaba al son de «St. Patrick’s Day». «Me sorprendió ver a tantos italianos que llenaban las calles para vitorearnos y aplaudirnos mientras marchábamos camino del puerto», escribiría un miembro de esa formación. «Me di cuenta de que muchos guardias tenían a sus novias italianas entre la multitud que nos vitoreaba; muchas de ellas caminaban junto a sus soldados y les daban flores y recuerdos»[16]. Las medidas de seguridad eran tan deficientes que la mayoría de los italianos conocía el destino de los soldados.

El comandante en jefe de todo el VI Cuerpo, y por lo tanto el encargado de dirigir la Operación Shingle, era el general de división John P. Lucas. Lucas destacaba por su amabilidad, y sus finos anteojos redondeados y su bigote blanco le daban ese aire que tienen los tíos ancianos de muchas familias, pero carecía de instinto asesino. Varios altos oficiales no pudieron contenerse de darle ánimos y consejos, la mayoría de ellos contradictorios y poco acertados. El más desastroso fue el del mismísimo general Clark. «No corras riesgos, Johnny», dijo a Lucas. «Yo los corrí en Salerno, y tuve problemas»[17]. Clark no indicó claramente ningún objetivo. Sugirió que lo principal era asegurar la cabeza de playa sin poner en peligro a sus hombres.

Para sorpresa general de todos, especialmente después de la impresionante despedida de los italianos, los alemanes no tenían la más mínima idea del plan de desembarcar en Anzio y Nettuno. Los aliados los cogieron completamente desprevenidos. De hecho, cuando los americanos y los británicos llegaron a tierra firme a primera hora del 22 de enero y preguntaron por los alemanes a gentes de la localidad, la única respuesta que recibieron fueron encogimientos de hombros y gestos con la cabeza indicando hacia Roma. Solo detuvieron a unos pocos. Algunos habían estado buscando provisiones para sus unidades en esa tranquila localidad, que había sido un centro balneario de los oficiales fascistas de Roma.

Aunque los alemanes no habían preparado las defensas militares convencionales, habían llevado a cabo deliberadamente actos de sabotaje medioambiental en la zona. En los años treinta, gastando muchísimo dinero, Mussolini había drenado las Lagunas Pontinas para instalar en la zona a cien mil veteranos de la Primera Guerra Mundial en calidad de colonos. Los mosquitos, una verdadera plaga en la región, fueron prácticamente eliminados. Tras la rendición de Italia, dos científicos de Hitler planearon la venganza contra su antiguo aliado. Interrumpieron el funcionamiento de las bombas de agua para inundar de nuevo buena parte de la región y destruyeron las compuertas de los diques. A continuación, introdujeron en la zona el mosquito portador de la malaria, capaz de sobrevivir en aguas salobres. Las autoridades alemanas también confiscaron las reservas de quinina, para que la enfermedad se difundiera. Los habitantes de la región no solo perdieron sus casas y sus tierras, sino que, al año siguiente, más de cincuenta y cinco mil de ellos contraerían la malaria. Fue un caso palmario de guerra biológica[18].

Ignorando la amenaza de la malaria, tanto Alexander como Clark visitaron aquel tranquilo enclave en el que debían tener lugar los desembarcos. No parecían preocupados por la falta de empuje de los mandos superiores, pero en los batallones avanzados empezaba a intensificarse una sensación de desasosiego y consternación. «Todos percibíamos una especie de anticlímax angustiante», escribiría un miembro de la Guardia Irlandesa. «Todos nosotros, desde el primero al último, fuimos exhortados y animados a avanzar con arrojo hacia Roma. Tal vez hubiera sido una empresa dura y atroz, pero habríamos llegado. Contábamos con el factor sorpresa. No había ningún alemán a nuestro alrededor. ¿Qué diablos impedía que la división continuara con el avance?»[19]. Entre los británicos había la sospecha infundada de que no se avanzaba porque los yankees querían ser los primeros en llegar a Roma. Sin embargo, Lucas ni siquiera ordenaba el avance urgente de la 3.ª División del general Lucian Truscott, a pesar de que era sumamente necesario capturar un grupo de colinas en el norte o cortar la carretera 7, y con ellas las líneas de abastecimiento del X Ejército.

El desembarco aliado provocó el pánico en Roma y en el cuartel general de Kesselring situado en lo alto del valle del Tíber, sobre todo porque el comandante alemán había enviado sus dos divisiones de reserva a combatir a orillas del Garigliano y el Rápido. Poco antes del amanecer, despertaron a Kesselring para comunicarle la noticia, y él inmediatamente llamó por teléfono a Berlín. Enseguida se puso en marcha un plan de contingencia, la llamada Operación Richard, con el envío de divisiones del norte de Italia y de tropas de refuerzo de otros lugares. El general de caballería Eberhard von Mackensen debía trasladar el cuartel de su XV Ejército, por entonces en Verona. El cuartel general del X Ejército de Vietinghoff recibió la orden de enviar todas las tropas que no estuvieran combatiendo de vuelta a los montes Albanos y a las colinas del Lacio, desde las que se dominaban las Lagunas Pontinas de la llanura de la costa. Sobre todo, Kesselring quería que hubiera el mayor número posible de baterías en aquellas colinas. Pero primero hizo que entrara en acción su «artillería volante», y la Luftwaffe utilizó sus «bombas planeadoras» contra los buques aliados anclados frente a la costa. Una de estas bombas alcanzó al destructor británico Janus, partiéndolo en dos. Otra hundió un barco hospital perfectamente iluminado e identificado. Las minas supusieron otro de los grandes peligros a los que tuvo que enfrentarse la flota invasora.

En el lado izquierdo de la cabeza de playa, la 1.ª División británica empezó por fin a avanzar rápidamente el 24 de enero, y al día siguiente ya había tomado la pequeña ciudad de Aprilia. La 3.ª División de Truscott también se puso en marcha y atacó Cisterna, donde la esperaba la División Panzer Hermann Göring. Todo esto ocurrió poco antes de que los artilleros de Kesselring comenzaran a bombardear intensamente desde las colinas la llanura que se extendía a sus pies. En aquellos momentos quedó patente que la negativa de Lucas a actuar con rapidez para ocupar los terrenos elevados había tenido unas consecuencias nefastas. Con una obstinación casi perversa, había permitido que su gran ventaja, el factor sorpresa, se le escapara de las manos. Pero la culpa también era de Clark y Alexander, que habrían debido presionarlo mucho más para que ordenara el avance de sus fuerzas en las primeras cuarenta y ocho horas. Por otro lado, puede decirse que el VI Cuerpo de Lucas, formado solo por dos divisiones, no era lo suficientemente fuerte para avanzar hacia el interior y proteger sus flancos, y que toda la operación estaba condenada al fracaso.

Cuando Clark volvió a visitar la cabeza de playa el 28 de enero, los alemanes, con su rápida concentración de tropas, habían roto la paridad numérica con las fuerzas aliadas, superándolas al menos en sesenta mil efectivos. Y más refuerzos enemigos iban de camino al sur. Los Aliados se habían equivocado confiando en que su poderío aéreo evitaría el despliegue de aquellas tropas, y ahora el fuego de la artillería alemana era cada vez más intenso. Una italiana de dieciocho años rompió aguas cuando un grupo de civiles y soldados intentaba escapar de las bombas refugiándose en un cementerio. Mientras la madre de la joven rezaba, encomendándose a todos los santos, un cabo del Real Cuerpo Médico Militar la ayudó a parir un niño perfectamente sano como si aquello fuera uno de sus trabajos cotidianos.

Al día siguiente por la noche, cuando los Rangers de Darby y la 3.ª División de Truscott atacaron, fueron repelidos por unas fuerzas alemanas mucho más numerosas de lo que imaginaban. Un nuevo ataque acabó en desastre para los Rangers, muchos de los cuales perdieron la vida o fueron capturados. Más tarde los alemanes harían desfilar a sus prisioneros por las calles de Roma para los fotógrafos y las cámaras de filmación del Deutsche Wochenschau, el equivalente alemán del nodo español. Hitler, que estaba obsesionado con el significado simbólico de las capitales, tenía la firme determinación de no perder la de su aliado más prominente. Así pues, no le importaba conceder a Kesselring incluso más recursos para la defensa de Italia que los que el comandante había solicitado.

La espectacular intensidad de los bombardeos alemanes hizo que los puestos de socorro en el frente, los centros de primeros auxilios de la retaguardia y los hospitales de evacuación de los Aliados se vieran abrumados por la llegada de tantos heridos. Pequeñas patrullas de asalto alemanas se infiltraban en el perímetro. La batalla se convirtió en «una serie de enfrentamientos breves, pero encarnizados», escribiría un sargento de la Guardia Irlandesa. «Las construcciones de drenaje, las zanjas y las profundas acequias proporcionaban tantos escondrijos, que tenías en segundos al enemigo encima»[20]. Con una nubosidad tan densa, los Aliados ya no podían confiar en recibir apoyo aéreo. Los americanos y los británicos tuvieron que abrir trincheras y afrontar la furia del esperado contraataque de Mackensen, para el cual el Generaloberst ya contaba con casi cien mil efectivos tras la llegada de las tropas de refuerzo.

Los desembarcos de Anzio no habían logrado socavar la férrea resistencia del X Ejército en su línea defensiva del Garigliano y el Rápido. El gran promontorio de Monte Cassino, con su monasterio benedictino en la cima, era su principal bastión. Pero al noroeste, a menos de diez kilómetros, una formación francesa de dos divisiones norteafricanas, a las órdenes del general Alphonse Juin, había cruzado el río Secco y capturado Monte Belvedere, situado al otro lado de la línea Gustav. En la batalla más dura librada en la montaña, sufrió ocho mil bajas. Mientras tanto, en el valle del Rápido, seguía implacablemente aquel duelo entre las artillerías de uno y otro bando.

El 30 de enero, la 34.ª División de Infantería de los Estados Unidos, tras haberse visto obligada en un principio a retirarse, consiguió vadear el Rápido al norte de Cassino. Durante los días siguientes, pudo abrirse paso, avanzando de colina en colina, por detrás del gran promontorio. Pero la batalla por la ciudad de Cassino y por el propio Monte Cassino siguió siendo una combinación de progresos y fracasos, en medio de un clima gélido y copiosas nevadas. La 34.ª División, exhausta y maltrecha tras su audaz avance, tuvo que ser reemplazada poco después por la 4.ª División India.

El teniente general Bernard Freyberg, comandante en jefe del cuerpo neozelandés, asumió el control del sector. Corpulento y temerario, y definido por sus colegas británicos como «un oso con muy poco cerebro», Freyberg solía ver las cosas desde un punto de vista drástico. Llegó a la conclusión de que el magnífico monasterio benedictino de Monte Cassino era inexpugnable, y, por lo tanto, en lugar de intentar salvarlo, como habían indicado Eisenhower y Alexander, los Aliados tenían que destruirlo completamente. A los informes que aseguraban, erróneamente, que los alemanes lo habían convertido en secreto en una verdadera fortaleza militar se les dio validez, y a los que decían que estaba lleno de refugiados no se les escuchó. El general Juin se opuso firmemente a su destrucción, al igual que Clark y el comandante del II Cuerpo de los Estados Unidos. Pero Alexander dio un paso adelante para apoyar decididamente a Freyberg. La presión que hacía Churchill desde Londres exigiendo resultados era demasiada.

El 4 de febrero, Mackensen lanzó su ataque contra el saliente británico de Anzio. Sus granaderos acorazados avanzaron por los campos de minas precedidos por un enorme rebaño de ovejas. El 1er Batallón de la Guardia Irlandesa y el 6.º de Gordons fueron los que se llevaron la peor parte, cuando aparecieron los tanques Mark IV alemanes que venían detrás. La 1.ª División de Infantería se vio obligada a retirarse, perdiendo mil quinientos hombres, novecientos de los cuales fueron hechos prisioneros. Tres días después, los alemanes lanzaron otro ataque contra Aprilia. Una vez más, el fuego frontal de la artillería y los cañones de los buques aliados anclados frente a la costa impedirían que el enemigo lograra abrirse paso hasta el mar.

Desde su Guarida del Lobo, Hitler, tras echar una ojeada a unos mapas a pequeña escala de la cabeza de playa de Anzio, dio instrucciones precisas a Mackensen, exigiendo que lanzara un ataque masivo para acabar con ella. Quería que los Aliados recibieran una lección clara y contundente para disuadirlos de emprender una posible invasión por el Canal de la Mancha unos meses más tarde. El 16 de febrero los combates entraron en una fase de más intensidad. La 3.ª División de Granaderos Acorazados y la 26.ª División Panzer volvieron a atacar Aprilia, y la zona que separaba a la 45.ª División americana de la recién llegada 56.ª División británica. Dos días después, Mackensen lanzó también contra los Aliados a todas sus tropas de reserva.

Desde Carroceto, los granaderos acorazados atacaron prácticamente en columnas napoleónicas el mismo eje. Los observadores de la artillería los vieron llegar, y en unos minutos varias baterías de cañones de campaña aliadas habían abierto fuego con unos efectos devastadores. Los americanos apodaron la carretera de aquella aproximación «la pista de bolos»[21]. Las bajas aliadas fueron numerosas, pero Mackensen perdió más de cinco mil hombres.

A instancias de Alexander, Clark regresó a la cabeza de playa de Anzio para destituir a Lucas como comandante del VI Cuerpo y reemplazarlo por Truscott. Resulta irónico que esta decisión llegara justo después de que la batalla hubiera comenzado a decantarse a favor de los Aliados. Churchill también tuvo la oportunidad de decir la suya cuando una semana después, en el curso de una reunión de los jefes de estado mayor en Londres, hizo su famoso comentario acerca de Anzio: «Esperábamos desembarcar un gato montés que les arrancara las tripas a los teutones. ¡En cambio, hemos varado una enorme ballena que coletea en el agua!»[22].

El 29 de febrero, Mackensen, siguiendo órdenes de Kesselring y del cuartel general del Führer, lanzó otro gran ataque. Las baterías aliadas dispararon sesenta y seis proyectiles contra estas fuerzas agresoras. Hitler dedicaba tanto interés a los doce kilómetros de la cabeza de playa de Anzio como al frente oriental. Pero se negaba a admitir que sus tropas no podían ganar si carecían de munición de artillería y de cobertura aérea, en un momento en el que los Aliados eran cada vez más fuertes en la Materialschlacht, la «batalla con un uso intenso de material bélico». Kesselring, por otro lado, comprendía que en Italia se había llegado a un punto de inflexión en la guerra. La Wehrmacht no podía seguir consumiendo tropas y armas durante mucho más tiempo, especialmente contra un enemigo con unas reservas armamentísticas aparentemente inagotables. En Anzio, tres cuartas partes de sus bajas habían sido provocadas por el fuego de la artillería.

El 15 de febrero, los Aliados lanzaron todo su potencial destructivo contra Monte Cassino. Un día antes, por la tarde, habían dejado caer sobre el antiguo monasterio un montón de panfletos diciendo a los que se habían refugiado allí que abandonaran lo antes posible el lugar por su propia seguridad. Pero la confusión y los recelos hicieron que muy pocos marcharan. El abad se negaba a creer que los Aliados fueran capaces de cometer semejante acto. Las Fortalezas Volantes B-17 y diversas escuadrillas de bombarderos medios Mitchell B-25 y Marauder B-26 bombardearon la cima de la montaña en varias pasadas, mientras desde el valle del Rápido el V Ejército contribuía a la acción con el peso de toda su artillería. Murieron varios centenares de refugiados.

Pero a Freyberg le salió el tiro por la culata. No consiguió lanzar su ataque hasta mucho después de que los bombarderos hubieran regresado a sus bases. Y cuando lo hizo, sus fuerzas fueron insuficientes y estuvieron mal coordinadas. El bombardeo aliado dio a los alemanes el derecho y la oportunidad de convertir aquel monasterio parcialmente en ruinas en una verdadera fortaleza. Y cuando los Aliados intentaron culpar de todo lo ocurrido a los alemanes, con la falsa afirmación de que estos habían ocupado el monasterio, sus acusaciones fueron rebatidas rotundamente por el abad benedictino en el curso de una entrevista filmada con el general Fridolin von Senger und Etterlin, comandante en jefe del XIV Cuerpo Panzer.

La ciudad de Cassino, defendida en aquellos momentos por la 1.ª División Paracaidista alemana, se convirtió en el objetivo principal de Freyberg, quien tuvo que aplazar su decisión de atacarla con la 2.ª División de Nueva Zelanda y la 4.ª División India debido a las intensas lluvias. Necesitaba que el terreno estuviera seco para los tanques, pero toda la zona estaba inundada. Cuando dejó de llover el 15 de marzo, la ciudad sufrió el acoso de los bombarderos y la artillería. Por mucho que se excusaran las tripulaciones de los bombarderos de la XV Fuerza Aérea, lo cierto es que no estuvieron precisamente muy acertados en la navegación y en la localización de los objetivos durante esta misión. Otras cinco localidades fueron atacadas por error; de hecho, la aviación estadounidense consiguió bombardear a prácticamente todas las distintas nacionalidades integradas en su bando, a saber, la División India, el cuartel general del VIII Ejército, tropas polacas recién llegadas y el cuartel general del general francés Juin, causando trescientas cincuenta bajas en las filas aliadas y setenta y cinco entre la población civil.

De acuerdo con la práctica habitual que seguían los alemanes cuando esperaban una gran ofensiva, solo un pequeño contingente de hombres había asumido la defensa de la ciudad de Cassino. El grueso de las tropas paracaidistas había sido retirado a una segunda y una tercera líneas. El avance posterior de las fuerzas de Freyberg se vio obstaculizado por los escombros que bloqueaban las calles y los grandes socavones. Los tanques Sherman no podían pasar, y para empeorar las cosas, empezaba a llover de nuevo, a pesar de las alentadoras predicciones de los partes meteorológicos.

Los paracaidistas alemanes defendieron con arrojo la ciudad en ruinas. Los neozelandeses, que tenían pendiente con ellos un asunto, a saber, la derrota sufrida en Creta, ni que decir tiene que combatieron con arrojo y determinación, al igual que los hombres de la División India, especialmente los fusileros del 6.º Regimiento Gurkha. Pero, para frustración de Clark, Freyberg iba a su ritmo, demostrando su ineptitud táctica y dando obstinadamente palos de ciego. La batalla se prolongó ocho días, y el cuerpo de Freyberg perdió el doble de hombres que los alemanes. Algunos destacamentos aislados, como el de los Gurkhas que había tomado varias colinas pagando un elevado precio, recibieron la orden de regresar. Toda la formación tuvo que retirarse, maltrecha, resentida y abatida.

En Anzio, mientras tanto, la tendencia a eternizarse que mostraba la guerra en Italia se había visto confirmada al aumentarse en casi cien mil el número de tropas aliadas en el perímetro de la cabeza de playa, conservando así una paridad de efectivos con los alemanes. Pero el más cruento de todos los frentes había quedado sumido en la rutina de las escaramuzas nocturnas entre patrullas de combate. Los soldados se dedicaban a cultivar hortalizas y a comprar los animales de las familias evacuadas antes de su partida. Aburridos, apostaban en cualquier tipo de competición, desde carreras de escarabajos hasta partidos de béisbol. Floreció ese espíritu comercial del emprendedor americano con la venta de licores caseros destilados en improvisados alambiques. «Los que se dedicaban al contrabando de alcohol del 133.º de Infantería mezclaban cincuenta libras de uvas pasas fermentadas con una pizca de vainilla para preparar “Borracho en París”». Los soldados británicos cazaban ratas y las metían en sacos de arena para lanzarlas luego como cargas explosivas contra las trincheras alemanas. Resultaba muy preocupante el elevado número de autolesiones, consecuencia, al parecer, más del miedo anticipado que de la inmediatez del propio miedo. Los casos de fatiga de combate, como pronto advertirían los psiquiatras, solían aumentar invariablemente en las cabezas de playa y en las cabezas de puente. Su número experimentaba un descenso espectacular solo cuando comenzaba una batalla de movimientos[23].

El 23 de marzo, cuando los combates por Cassino alcanzaban su máxima intensidad, los partisanos italianos de Roma tendieron una emboscada a un destacamento de policías alemanes que desfilaban por las calles de la ciudad. Hitler, enfurecido, ordenó que se tomaran represalias: la ejecución de diez hombres por cada alemán asesinado. Kappler, jefe de la SS en Roma, seleccionó a trescientos treinta y cinco rehenes para ejecutarlos al día siguiente en las fosas Ardeatinas, a las afueras de la ciudad. La caza de judíos emprendida por Kappler no había tenido el éxito esperado, pues los alemanes solo consiguieron detener y enviar a Auschwitz a mil doscientos cincuenta y nueve. La mayoría de ellos fueron escondidos por los italianos, y también por la Iglesia Católica, aunque el papa nunca se manifestara claramente en contra de la persecución.

Al otro lado del Adriático, las represalias de los alemanes en Yugoslavia fueron más brutales. Himmler había autorizado el reclutamiento de musulmanes bosnios en la 13.ª División de Montaña de la SS Handschar para combatir contra los partisanos de Tito, que eran presentados como los odiados serbios. Llevaban un fez gris con la calavera de la muerte típica de la SS. De hecho, los grupos partisanos estaban formados cada vez más por individuos de todas las nacionalidades yugoslavas, mientras que los chetniks casi exclusivamente serbios del general Mihailovic habían decidido evitar las confrontaciones con los alemanes tras las atroces represalias de octubre de 1941. Las fuerzas comunistas de Tito, por su parte, no tenían escrúpulos a la hora de intensificar el conflicto, y aprovechaban los crímenes cometidos por los alemanes para engrosar sus filas. Cuando los británicos comprobaron que los chetniks no actuaban como esperaban, decidieron retirar la misión militar enviada en su ayuda por la SOE y aumentar el apoyo a las brigadas de Tito. Se enviaron suministros desde la base de la SOE en Bari, y el 2 de marzo de 1944 empezaron los bombardeos contra objetivos en Yugoslavia con aviones de los aeródromos de Foggia.

Cuando se intensificaron las incursiones de la aviación aliada contra Alemania, Hitler quiso vengarse y sembrar el pánico en Gran Bretaña, pero lo cierto es que, en su inmensa mayoría, los alemanes corrientes ya empezaban a estar hartos y deprimidos de todas aquellas arengas nazis. Querían protección de los bombarderos y escuchar un mensaje que les permitiera abrigar la esperanza de que la guerra ya estaba tocando a su fin. Solo los leales al partido seguían saludando al grito de «Heil Hitler!». La caída de Mussolini en Italia hizo que muchos alemanes se crearan falsas expectativas, pero los dos regímenes y su manera de aferrarse al poder eran simplemente polos opuestos. Para garantizar la continuidad en el poder de los nazis, Hitler nombró también a Heinrich Himmler, el Reichsführer-SS, ministro del interior. Pero, para consternación de Goebbels, Hitler se había distanciado aún más del pueblo alemán, y seguía negándose a visitar a los civiles que habían sido bombardeados y a los soldados que habían caído heridos.

Hitler se había encargado, consciente o inconscientemente, de quemar todas las naves. No había más alternativa que la victoria o la destrucción total. Y tras haber prometido la inevitable victoria de los nazis, en aquellos momentos podía amenazar impúdicamente con los horrores de una derrota, sin admitir en ningún momento que hubiera cambiado algo, o que era totalmente responsable de aquella catastrófica situación. Hitler culpó de los últimos reveses sufridos a los franceses traidores del norte de África, a los aún más traidores italianos y a los generales reaccionarios de la Wehrmacht que carecían de espíritu nazi y no obedecían sus órdenes.

Durante algunos breves instantes de lucidez, parecía que el Führer podía visualizar cómo iba a acabar la guerra. Al menos seguía creyendo en su idea darwinista social de que el poder nunca se equivoca. Tras el desastre de Stalingrado, había empezado a aplicar este principio con sus compatriotas. Dijo a Goebbels que «si el pueblo alemán acaba mostrándose débil, solo merecerá que un pueblo más fuerte se encargue de exterminarlo; y nadie podrá sentir compasión por él»[24]. Volvería a abordar este tema cuando empezara a vislumbrarse la caída del Reich.